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Durante los días siguientes (M’Cord nunca supo cuántos), tuve muchas oportunidades de sostener largas conversaciones con la muchacha sueca y su hermano. Era una extraña pareja, pensó. Percibía algo curioso entre ellos, sin poder establecer qué. Pero tenía muchas otras cosas de qué ocuparse como para tratar de desentrañar el misterio, fuese cual fuese.

Una de las cosas de las que se enteró conversando con los Nordgren, fue la razón por la cual él y Thaklar todavía estaban vivos. De no haber sido por el Dragón Alado, Chastar los hubiese matado hace mucho, aún sin las insistencias de Zerild.

Thaklar, al parecer, se había negado a revelar el secreto de la parte que faltaba al mapa, a menos que le permitiesen ir también.

Y no iría sin M’Cord.

El fraile de ojos de reptil sugirió una y mil veces emplear métodos por él conocidos capaces de hacer hablar al más valiente. Chastar seguramente se sintió tentado. Odiaba a Thaklar sólo por el hecho de sospechar que había sucedido algo más entre él y la bailarina. Pero hasta Chastar sabía que con torturas no obtendrían nada. Los guerreros del Dragón Alado jamás cedían a la tortura, y morían silenciosamente sin emitir siquiera un lamento. Y además tenía otra razón, y es que en caso de torturarlo, corrían el riesgo de que Thaklar los engañase, vengándose finalmente, ya que todo lo que dijera bajo presión podía ser falso. Si había trampas mortales en el Sendero, lo más probable era que Thaklar señalara justo el camino a ellas, y moriría con la satisfacción de saber que sus torturadores no lo sobrevivirían.

No, hasta el más violento de los forajidos sabía que la mejor solución, en verdad la única, era llevar consigo a Thaklar, caminando al frente, de modo que, si quisiera llevarlos a la muerte, fuera él el primero en sucumbir.

Pero antes de eso, M’Cord debía sanar y estar en condiciones de hacer el viaje. Chastar se encolerizó y maldijo, pero no había nada que hacer sino esperar que el terráqueo se recuperara, lentamente, con los cuidados de la muchacha rubia.

Convalecía más rápido de lo que jamás soñó. En gran parte se debía al modernísimo equipo que los Nordgren habían traído en su expedición. Y también a que en Marte las heridas de los terráqueos no se infectan. Ambas razas, probablemente una sola en los albores del tiempo según rezaban algunas teorías, habían evolucionado en total aislamiento durante millones de años. Las bacterias no se reproducían con facilidad en la diferente estructura del cuerpo de un terrestre. Aunque había algunas enfermedades lo suficientemente virulentas como para atacar a unos y a otros, en general era difícil que sucediera.

En el caso de M’Cord la infección que lo había sumido en esa tremenda fiebre no era una infección común, ya que había sido provocada por el veneno de un gran gato del desierto.

A diferencia de los animales de presa de la Tierra, las pocas bestias peligrosas que aún subsistían en los desiertos de Marte llevaban el veneno en unos pequeños sacos en la base de sus garras, huecas como los colmillos de las víboras.

El veneno del gran gato del desierto podía atacar las células sanguíneas tanto de los terráqueos como de los marcianos. Ése era lo que había llevado a M’Cord al borde de la muerte.

Pero cuando la naturaleza es capaz de herir, también es capaz de curar. Y en el mismo cuerpo del gato se encuentra el antídoto para su veneno. Un pequeño parásito que anida en la columna vertebral del animal contiene un fármaco que anula el efecto de su veneno. De estos parásitos los químicos terrestres habían desarrollado un antídoto. El suero era escaso y muy caro, razón por la cual M’Cord no lo había llevado consigo.

Otro factor que contribuía a su rápido restablecimiento era su fuerte contextura, su resistencia y vitalidad. M’Cord había vivido en varias oportunidades por un año o más en el desierto. Un hombre puede entrar en ese infierno siendo blando y débil, pero si sale vivo, vuelve ágil, musculoso y fuerte. Toda gordura o debilidad desaparecen con la fría y dura vida del desierto. Y M’Cord era todo fibra y acero.

Y así, lentamente, con el tiempo se recuperó. Tenía drogas para controlar el dolor y para combatir la infección, drogas para despejarlo y para cerrar las heridas de la piel y los músculos desgarrados. M’Cord deseaba con amargura que existiesen en la farmacopea drogas para olvidar lo pasado. A lo mejor existían.

Thaklar se mantenía retraído y silencioso ante los demás. Sólo M’Cord percibía el profundo dolor del príncipe de la dinastía del Dragón Alado que ahora era su hermano; y sólo M’Cord presentía que estaba planeando algo. ¿Venganza? ¿Qué otra cosa podía ser sino venganza contra la mujer que le había hecho tanto daño?

Thaklar y M’Cord casi nunca estaban juntos. Estaban vigilados constantemente, ya fuera por los burlones ojos de Zerild, o por la fija mirada de reptil de Phuun, de modo que no había oportunidades para que M’Cord le preguntara a su hermano qué planeaba hacer.

En verdad, no había mucho que hacer, a no ser que el guerrero guardase un as en su manga, lo que M’Cord dudaba. Habían sido desarmados y revisados minuciosamente junto con su equipaje. Con M’Cord medio cojo, era imposible sorprender y dominar a los forajidos. Y éstos portaban armas día y noche.

Y para hacer las cosas aún más difíciles, Chastar sospechaba que el Dragón intentaría hacer algo semejante. Andaba tenso, nervioso y no descansaba jamás. Por la noche, M’Cord y Thaklar dormían separados. M’Cord en su catre en la pieza vecina a la de los suecos, en un cuarto sin ventanas, cuya puerta se cerraba por fuera. Thaklar dormía en un pequeño cuarto separado del ala principal, una pieza de muros fuertes, igualmente sin ventanas provista de una pesada puerta que también cerraba por fuera. El pequeño fraile renegado se envolvía en sus frazadas ante el umbral para asegurarse de que no escaparan de noche.

M’Cord comenzó a dudar de que pudieran hacerlo. Deseaba poder leer el pensamiento de su hermano. Esperaba que Thaklar le deslizara una nota o alguna señal cuando comían o cuando trabajaban juntos en el alambique condensando la ración diaria de agua de las plantas gomosas. Pero nunca le pasó un mensaje ni tuvieron la oportunidad de intercambiar un par de palabras en privado.

Por último M’Cord se resignó y dejó de pensar. Cuando llegase la oportunidad, estaría preparado. Si es que llegaba.

Mientras tanto, centró sus esfuerzos en recomponer su maltrecho cuerpo y en recuperar sus energías.

Descubrió que esperar día a día la recuperación era peor que esperar que sucediera algo. Las tensiones del grupo eran como una carga de dinamita con una larga mecha encendida. Explotaría inexorablemente; y cuando eso ocurriera, él quería estar de pie y preparado para cumplir su parte.

Pero volver a estar de pie no era tan fácil como desearlo, aun con los adelantos de la medicina electrónica. Las zarpas del gato lo habían desgarrado brutalmente, y el tejido muscular tarda mucho en regenerarse.

Había perdido gran cantidad de sangre antes que Thaklar lograra cerrar la herida. La pérdida de sangre lo había debilitado tremendamente; y la fiebre y la infección, envenenamiento o lo que hubiese sido, habían empeorado su estado.

El plasma sanguíneo, por supuesto, ya no se utilizaba hacía casi un siglo. Lo había reemplazado el Dexerine-20, fármaco que estimula la regeneración de las células sanguíneas. Era una ironía del destino que M’Cord no hubiese incluido Dexerine-20 en su lista de medicamentos cuando la preparó en Sun Lake City. Pero, afortunadamente, los Nordgren lo tenían y eso lo salvó.

—Mucho descanso, sueño y buena alimentación, son mejores que todos los medicamentos juntos —sentenciaba Nordgren. M’Cord se sometía a todo. No podía negar que cada día se sentía mejor. Veía poco a Nordgren, salvo por las tardes, cuando se reunían todos en una gran sala del ruinoso palacio en la que los forajidos habían instalado la unidad termoeléctrica. De no haber sido por ésta, lo más probable era que los terráqueos hubiesen perecido de frío ya que las noches eran heladísimas en los profundos cañones de la meseta.

Durante el día, Nordgren continuaba con su trabajo. Chastar, que hacía mucho había dejado de considerar peligroso al hombre rubio, lo dejaba deambular por la ciudad para que hiciera lo que quisiese con su "magia" incomprensible para los marcianos. Levantaba mapas del esqueleto de la ciudad, fotografiaba sus monumentos con una cámara fotográfica tridimensional jamás diseñada para el desierto, y tomaba apuntes de algunos relieves gastados por el tiempo.

Chastar no entendía nada de eso, lo que acentuaba su desprecio por el científico. Los marcianos, en general, tenían poco o ningún interés por investigar su pasado. El mero hecho de tener que arreglárselas a duras penas para sobrevivir día a día en esa bola muerta que era el planeta, consumía todos sus esfuerzos. Celebrar las glorias del pasado o preservar sus antiguos monumentos era un lujo que no se podían permitir.

En tanto, M’Cord, por una circunstancia u otra, pasaba la mayor parte del tiempo acompañado por Inga. Casi no la veía como a una mujer, a pesar de su juventud y belleza, opacada sólo por esa tensión y cansancio de su rostro y por la extraña sombra de sus ojos. Hablaban poco.

Cuando recuperó algo sus fuerzas y comenzó a sentirse mejor, la muchacha lo llevaba al patio para que tomara un poco de sol, y él dedicaba buena parte de su tiempo a andar por aquí y por allá.

El viejo palacio en que se alojaban era sencillo y pequeño comparado con los edificios de los marcianos superiores. No había murales ni pisos de mosaicos tallados, ni capiteles como los que había visto en otras ruinas marcianas. Era perfectamente posible que la ciudad fuese tan antigua como decían.

Se sentaba a tomar el sol tratando de olvidar la rigidez de su pierna, y escuchaba hablar a la muchacha. Tenía una manera nerviosa de expresarse que le hacía recordar al hermano. M’Cord se preguntaba si había adquirido las maneras del hermano por la admiración que sentía por él en un intento de semejársele, o si era natural en ella cuando estaba muy ansiosa por comunicarse. Porque algo la tenía ansiosa, lo sabía; asimismo algo roía a Karl Nordgren. Era como si los dos compartieran un secreto culpable que los uniese.

Un día le habló de la ciudad en particular. El sol ya estaba bajo en el Oeste y las sombras púrpuras del atardecer se extendían como una bruma más allá de los muros. A la escasa luz la vieja ciudad parecía vivir. El viento, que levantaba el polvo del desierto de cada rincón, y las columnas caídas y destrozadas, parecían no existir. La hermosa luz del atardecer embellecía la vieja piedra de los muros y la hacía parecer joven nuevamente; como una espesa capa de maquillaje que crea la ilusión de la juventud perdida en una reina avejentada.

La muchacha observaba soñadora a través de la plaza central donde se divisaban las fachadas de los palacios, aparentemente enteros nuevamente. M’Cord se sintió invadido por el mismo encantamiento. Casi podía esperar que, de un momento a otro, de las sombras de los portales emergiesen los príncipes del Antiguo Marte y comenzaran a conversar con naturalidad y a urdir las acostumbradas intrigas de toda corte bajo la luz del crepúsculo…

La muchacha se estremeció repentinamente como tocada por su pensamiento.

—¿Tienes frío? Tal vez fuese mejor entrar. —Inga negó con la cabeza.

—Dentro de un rato. Estaba pensando… lo hermosa que es…

—¿Es realmente tan antigua como dicen las antiguas leyendas? —preguntó, mientras acomodaba su pierna, que había comenzado a molestarle con el frío del atardecer.

—Tal vez más. Ya era muy antigua antes de que el primero de nuestros antecesores aprendiera a caminar erguido o descubriera cómo utilizar una piedra como arma. Estaba abandonada incluso antes de que la historia marciana comenzara, mucho antes que la nuestra.

—¿Es realmente Ygnarh, entonces? —preguntó. M’Cord conocía Marte lo suficiente como para saber cómo crecían las leyendas y lo poco que hay de verdad en ellas.

—Ygnarh significa “la ciudad antigua", simplemente. La más vieja, o la primera que los marcianos recuerdan o sobre la que hayan oído hablar. Las leyendas apenas la mencionan; fue aquí en Ygnarh, donde Zoram llegó a ser Príncipe de los Niños de Yhoom… el primer clan, ¿sabes…?, el primer rey… mucho antes que Thornra fusionara las diez naciones en una sola y se erigiese sobre todo el Pueblo como su primer Jamad Tengru.

—Pero este lugar, ¿es la verdadera Ygnarh? —insistió.

—Karl dice que es muy difícil estar seguro si realmente existió una ciudad que se llamara Ygnarh. No hemos encontrado ese nombre en ninguna de las inscripciones, por lo que no podemos saber cómo la llamaba la gente que vivió aquí.

—¿Entonces hay inscripciones? Hasta ahora no he visto ninguna.

—Hay algunas; principalmente en las tablas ancestrales de la ciudadela circular cerca del acueducto. Karl dice que es un templo en sí o Casa de los Antepasados. Hasta ahora no hemos encontrado nada que se parezca a un templo, al menos en lo que respecta a nuestro concepto de templo. Karl dice que la gente que vivía aquí estaba demasiado familiarizada con sus dioses como para reverenciarlos o adorarlos… así como a Adán recién salido del Paraíso no se le ocurrió ponerse a construir iglesias. Las inscripciones son muy difíciles de descifrar, pues son la expresión más primitiva de la pictografía; sólo tenemos un conocimiento rudimentario de ellas.

Se estremeció nuevamente.

—¿Estás segura de que no tienes frío? —insistió.

—No… no es eso.

—Bueno, ¿qué es entonces? ¿Los espectros del pasado? —Sonrió levemente.

—Algo parecido, me imagino. Es la… ¡oh, qué antigua es! Mira esta piedra.

Indicó el zócalo de una columna. Era de aquel mármol dorado pálido que los príncipes marcianos superiores habían utilizado en sus construcciones. No era la misma piedra que, geológicamente hablando, se llama mármol en la Tierra, pero se le parecía mucho por su textura y brillo, e incluso por sus vetas y dureza. Pero a diferencia del mármol de la Tierra, esta piedra tenía la luminosidad del alabastro.

—¿Ves lo deteriorada que está, cómo se desmenuza? —murmuró, pasando la palma de su mano sobre el zócalo.

La imitó…

—Imagina el tiempo que tiene que haber transcurrido para llegar a este estado… en un planeta donde no ha llovido, nevado, ni ha habido huracanes durante un millón de años o tal vez más.

Ahora le tocó a él estremecerse un poco al pensarlo. Sintió sobre sí el peso de esos siglos, fríos y silenciosos como las sombras. Esta piedra ya era muy antigua y estaba muy gastada antes que Babilonia llegara a ser una ciudad, pensó, antes que se alzara la primera pirámide o que el primer hombre aprendiera a escribir.

Como si escuchara sus pensamientos, la muchacha susurró:

—Levantaron esta piedra aquí antes que los glaciares se deslizaran a través de Europa. Y fue extraída de las montaña antes que nuestro antepasado más remoto se irguiese…

—¿Inga? —llamó una voz nerviosa desde la oscuridad de la arcada. Ella se sobresaltó y se volvió. El encanto se rompió bruscamente.

—¡Aquí estoy, Karl!

—¿Qué haces? —inquirió su hermano en tono agresivo, mirándolos con sus ojos de búho tras los gruesos lentes—. Es casi de noche, y el Coronel M’Cord debiera estar adentro. Ya sabes que el frío afecta su pierna.

Enrojeció y bajó los ojos como una chica regañada.

—Sí, Karl… lo siento, Karl… sólo estábamos…

—¡No importa! Entra ahora. Ayuda al Coronel M’Cord… mira, su pierna ya se ha aterido. ¡Qué desconsiderada eres, Inga! Hablaremos más tarde.

La muchacha se adelantó con la cabeza baja, y Nordgren ayudó a M’Cord a levantarse. Algo en sus manos, frías y secas, casi reptiláceas, le produjo a M’Cord un estremecimiento de repulsión. Al igual, algo en la voz sumisa, asustada, de la muchacha, le produjo un nudo en la boca del estómago sin saber por qué. Percibía algo, algo entre ellos dos. Algo oculto, escondido, pero espantosamente vivo y casi a flor de piel.

Y era algo que no le gustaba. Entró a cenar.

Cada dos días Chastar bajaba a la hondonada a cazar. Los terráqueos tenían raciones envasadas y los marcianos tenían su dura carne seca, pero ambas cosas eran para casos de emergencia. A Chastar al parecer le gustaba demostrar su hombría cazando. O, quizás, simplemente disfrutaba matando algo. En todo caso, era un excelente cazador y sabía dónde encontrar las cuevas de los reptiles y los lagartos en las rocas, los que les suministraban abundante y suculenta carne que Inga preparaba en un exquisito estofado que no requería demasiada agua.

Chastar volvía invariablemente a medio galope con las piezas doradas o escarlatas que había cazado cruzadas sobre su cabalgadura, saludando ruidosamente y de muy buen humor. Más de una vez M’Cord deseó, fervientemente, que el fanfarrón se cayera del trifo y se rompiera la cabeza. Desgraciadamente, sus deseos no se cumplieron.

Por las noches yacía en su saco térmico, mirando el techo, esperando que llegara el sueño a medida que las drogas calmaban su dolor. Esperar que Thaklar hiciera algo, o que Zerild le clavara un cuchillo a Chastar, lo tenía en el colmo de los nervios.

Deseaba que todo terminase pronto. Pero sabía que aún faltaba mucho.