20
Un poco después, aquella tarde, M’Cord se sintió inquieto y decidió dar un paseo.
Thaklar había desaparecido; al parecer, para dar un paseo por su cuenta. Zerild dormitaba, dorada y desnuda sobre las flores, indiferente como una ninfa. Nordgren se encontraba explorando en algún lado y, en cuanto a Phuun, que había encontrado los tiestos de barro en los que los Ushongti almacenaban sus vinos en fermentación, el exceso de bebida lo tenía sumido en la inconsciencia. Nadie sabía hacia dónde se había dirigido Chastar. Sólo quedaban entonces M’Cord e Inga.
—¿Qué te parece si damos un paseo? —la invitó—. Ahora que tengo mi nueva pierna, o la vieja nuevamente, o lo que sea, tengo deseos de moverla un poco. ¿Quieres venir?
Ella se encontraba inclinada transcribiendo las notas de su hermano. Lo miró sin verlo realmente.
—¿Un paseo?… Karl dice que debemos mantenernos siempre cerca del campamento —murmuró.
—Deja que Karl se mantenga todo lo cerca que quiera del campamento —gruñó—. No hay nada aquí que pueda hacernos daño. Vamos, es un día demasiado hermoso para perderlo garabateando todo este asunto.
Lo miró ansiosamente.
—Sería agradable, pero Karl dice…
Hizo un ruido grosero diciéndole: ¡Eso es para Karl! Lo único que sabes decir es "Karl dice… ". Vamos. Eres una mujer. Deja que la ciencia siga su curso sin ti por una hora.
—¡Estiremos un poco las piernas!
—Bueno, un ratito —replicó—. ¿Hacia dónde vamos? —Indicó a su derecha, más allá del lago en miniatura.
—Ninguno de nosotros ha ido hacia allá; llegamos de este otro lado. Así es que veamos lo que haya que ver.
Asintió sumisamente y echaron a andar. M’Cord se sentía tan contento y vivaz como un muchacho; no sólo era el Paraíso mismo el haberse librado del dolor y de la pierna que tenía que arrastrar, sino que además se sentía alegre de espíritu como no se había sentido en muchos años. Comúnmente taciturno, se encontró a sí mismo bromeando y haciendo payasadas, tratando de sacarle una sonrisa a ella, de insuflar un poco de alegría en su ánimo apagado. Quería verla reír. La visión de aquella dorada niña desnuda en el bosque lo tenía obsesionado; era fresca y libre, reía y estaba viva de verdad. Inga debía de ser así, pensó, y se preguntó qué sería lo que habría en su mente, personalidad o pasado, que la mantenía casi todo el tiempo solemnemente silenciosa y retraída.
Ella comenzó a transpirar por el traje térmico que llevaba puesto, cerrado recatadamente hasta el cuello.
—¿Por qué no te sacas esas ropas? —le preguntó.
Ella le echó una rápida mirada sorprendida; su expresión estaba tan llena de horror instintivo que él rompió a reír.
—Espera, no quiero decir que andes por ahí tan desnuda como Zerild, ¿pero estás segura de que no tienes algo más fresco que ponerte?
—Karl dice… —comenzó a decir tímidamente.
—Karl dice, Karl dice —la imitó haciendo una mueca—. ¿Es que jamás dices "Inga quiere", sea lo que sea lo que Inga quiera? Hablas acerca de él como si fuese hermano, padre y marido al mismo tiempo.
Sin transición, la encontró llorando.
Ni un solo sonido escapaba de sus labios apretados. Pero grandes lágrimas brotaron una a una de sus ojos, para correr después por sus mejillas. Su expresión de angustia era tan aguda y tremenda que M’Cord se asustó.
—¡Ea! —le dijo avergonzado—. Lo siento. ¡En verdad! El problema es que hablo demasiado, de cualquier modo, no me hagas caso. No era mi intención hacerte llorar…
Se calló, pues ella se había detenido súbitamente. Miraba algo que se encontraba fuera de su campo visual y su expresión era de tal asombro que no había lugar para angustia o lágrimas.
Se volvió para descubrir qué la había sorprendido… y lo vio.
A unos siete metros de donde se encontraban se levantaba un pabellón en medio del musgo azul. Tenía un estrado circular de tres escalones por sobre el nivel del prado que luego bajaban a un vacío sin fondo como un enorme cáliz.
Estaba techado por un domo circular suspendido por siete delicados pilares tallados en espiral, semejantes a cuerno de unicornio.
Todo aquel pabellón, con su estrado de tres peldaños, su concavidad en forma de cáliz, sus pilares en espiral y su domo curvo, estaban tallados en un cristal puro como el rocío.
El domo había sido cortado y pulido como un lente gigantesco; el cristal del lente magnificaba el tenue resplandor que caía sobre él, transformándolo en un torrente de luz.
Y estaba lleno hasta el borde de luz… viva.
Una luz blanca, intolerablemente brillante, una inmaculada radiación, transformada de alguna manera en líquido. Un incandescente líquido blanco bullente como la espuma.
Observaron extasiados, embelesados.
La sensación de encontrarse en un lugar sagrado los conmovió; casi se arrodillaron ante el cáliz de cristal, pero algo los retuvo.
El lugar respiraba vida. La frescura del ambiente era como el aire de los jardines de abril recién bañados por una lluvia primaveral. La alegría los invadió sin razón alguna; la sangre cantaba en sus venas. Sus mentes rebosaban de gozo y la fragancia de la rosa del Edén inundaba sus sentidos.
Se sintieron jóvenes, exuberantes, livianos, libres. Se olvidaron de sus cuerpos, dejaron de sentir el peso de la carne sobre sí, el sórdido gorgoteo de los humores, el apagado bombeo y las contracciones del corazón, y los pulmones inflándose y desinflándose como adiposos fuelles. Se sentían sólo espíritu, exaltados, inundados de alegría, llenos hasta los bordes de luz tal como lo estaba la fuente de cristal.
Por supuesto, sabían qué era aquello.
Jhayyam-i-Jaali, la Fuente de la Eternidad donde bulle por siempre la gloriosa Agua de la Vida…
Miles de leyendas proclamaban a este lugar como sagrado. Mil siglos lo santificaban al igual que, en otro mundo, se santificaron otro jardín y un Árbol.
Los dioses eternos de Marte habían morado allí, hacía un billón de años.
Allí, los Eternos habían hecho al hombre. Le habían dado vida y forma con la carne de las bestias. Habían introducido en su cerebro la chispa divina de la razón e inteligencia que resplandecía por sobre la sombría bestialidad, como una estrella que brilla a través de la turbia humareda de la guerra.
Se habían tomado de las manos, como niños, sin darse cuenta.
Se volvieron para mirarse a los ojos y cada uno vio reflejados en el otro el mismo misterio y temor.
En medio del deslumbramiento que los envolvía, se abrazaron. Instintivamente sus cuerpos buscaron el calor animal como protección ante la sobrecogedora presencia de un misterio sobrenatural.
Y fue entonces cuando Inga vio a su hermano. Con el rostro pálido, húmedo y convulso, y los ojos llenos de ira y horror los maldecía en un débil tartamudeo que vomitaba inmundicias malolientes en medio de la blanca luminosidad de aquel lugar sagrado donde fluía el Agua de la Vida. Y en el que se habían encontrado el uno al otro…
El Anciano les contó algo acerca de ello, pero no demasiado. No era que la reptilácea criatura no quisiese responder a sus preguntas: era que ellos desconocían las preguntas correctas.
Burbujas, o algo muy semejante a burbujas, se desprendían constantemente de la espuma para ser transportadas por la brisa como esferas de luz incorpórea.
… Evítenlas, no deben tocar su piel, susurró un eco en lo profundo de sus mentes. Las burbujas provocan extrañas transformaciones en los hombres, haciéndoles jóvenes nuevamente.
—¿Y eso es malo? —murmuro Chastar a medias para sí mismo con una mueca ansiosa y lasciva.
—¡Los niños dorados que encontramos al entrar al Valle! —tartamudeó Nordgren—. ¿Han sido tocados por esas… esas burbujas?
… Muchas veces, susurró gravemente el Anciano. Algunos de los niños han estado aquí desde el Principio y volvieron a la juventud una y otra vez bebiendo el Agua… Otros llegaron de ustedes, en busca de la Fuente de la Vida y de su Secreto. Pero fueron poco precavidos y bebieron demasiado. Entonces volvieron a ser como niños, física y mentalmente… El Agua borra de la mente los recuerdos del mismo modo que quita los años del cuerpo… Por lo tanto, ¡escúchenme y cuídense!
Eso fue todo lo que la criatura quiso decirles. De hecho parecía reticente a hablar de la Fuente. Y ahora que el tema había salido a la luz comenzaron a cobrar conciencia de las burbujas sobre las que habían sido advertidos. En todo momento podían verlas flotando llevadas por la brisa. Erraban por el jardín de ensueño, temblorosas como esferas opalescentes, delicadas como el vapor, bellas como mariposas.
Nordgren ardía de excitación. El descubrimiento de la Fuente tenía una importancia tan trascendental que hasta había olvidado su furia al encontrar a M’Cord y su hermana en un trance amoroso. Sólo los fósiles vivientes habían encendido su interés científico a tan alto grado. El Valle, decía, era de alguna forma inmune a las fuerzas ocultas de la mutación y desarrollo, tiempo y evolución. Pero el misterioso fluido de la Fuente resolvía ese enigma al mismo tiempo que planteaba otro de mayor magnitud.
—No cabe duda que el líquido es altamente radiactivo; tal vez contenga algún isótopo en suspensión hasta ahora desconocido, algo que actúa directamente sobre las glándulas retrasando, o incluso aun revirtiendo, el proceso acumulativo de desgaste glandular que conocemos como envejecimiento… Pero si funciona sobre hombres y bestias, ¿no podría tener el mismo efecto sobre la vegetación? Los árboles y las plantas, que nada tienen que se parezca a los sistemas secretores glandulares que se encuentran en los mamíferos, presentan sin embargo un estructurado sistema de envejecimiento. Es probable que las burbujas de la Fuente las toquen al pasar volviéndolas igualmente eternas. ¡Imagínese! —susurró, con sus pálidas facciones ascéticas transfiguradas por el fervor—. Estos árboles, flores y arbustos que representan especies desconocidas o extinguidas hace ya mucho, ¡pueden tener un millón de años cada uno!