Descubierta
Laia, que ya desde muy niña había sentido una rara aversión por su padrastro, no acababa de entender aquella actitud, y procuraba, en connivencia con Aixa, evitar su presencia en las comidas alegando imaginarios dolores de cabeza o alteraciones propias de mujeres que llegaron a preocupar a Bernat. Tal fue el caso que hizo llamar a Halevi, famoso físico judío, pese a la reticencia que le inspiraba el linaje de los descendientes que crucificaron al Señor. El físico acudió a la casa del notable, investido de toda la parafernalia que caracterizaba a los de su profesión. Hopalanda granate, cíngulo dorado y en el anular de la diestra una gran amatista: todo ello ayudaba a realzar su notable apariencia, cuya principal característica era la aquilina nariz y la larga y cuidada barba poblada de hebras de plata. Al físico le extrañó la rara conducta de Bernat cuando se disponía a examinar a la paciente.
–¿Es preciso que la toquéis para conocer el mal que la aqueja?
–Es lo propio, mal puedo dar un diagnóstico si no observo al paciente, sea hombre o mujer.
–He leído en su Canon de la medicina que Avicena tomaba el pulso a la esposa del sultán de Persia mediante un cordel encerado atado a su muñeca y a través de una puerta.
–Tal vez Avicena lo hiciera así, pero desde luego yo no soy capaz.
La cosa se quedó ahí. Luego, tras examinar detenidamente a la muchacha, que en todo momento permaneció vestida, pasó a recetarle una serie de mezclas de plantas medicinales tendentes a mejorar su estado general y a mitigarle las migrañas y los dolores de la menstruación. Ello concluido, hizo un aparte con Montcusí.
Ambos hombres se dirigieron al gabinete del influyente personaje y una vez instalados, Bernat Montcusí habló.
–¿Qué me decís, Halevi? ¿Es grave el mal que aqueja a mi hija?
–En absoluto, señor. A los padres les es dificultoso asumir que el tiempo pasa para todos y que las niñas se hacen mujeres. Vuestra hija ha crecido y, aunque la veáis delgada y frágil, los mecanismos que hacen a la mujer apta para la reproducción están ya dispuestos en su interior. De ahí sus migrañas, sus dolores ventrales y esta conducta errática de la que me dais cuenta y que es la causante de estas súbitas manías que decís le asaltan de vez en cuando y que desde luego se mitigarán en cuanto haga uso del matrimonio.
Bernat había palidecido notablemente y Halevi se dio cuenta.
–No os alarméis. No os he dado ninguna mala nueva. Simplemente os quiero indicar que llegado el tiempo podréis ser abuelo.
Sin que el judío supiera el porqué del cambio, el registro y la voz de Montcusí cambiaron bruscamente y adquirieron un tono airado, aunque contenido.
–Os he llamado para que atendáis a la salud de mi hija. Vuestras disquisiciones sobre si puedo ser abuelo están de más. – La ira reprimida explotó sin que Montcusí pudiera evitarlo-: ¡Mi hija no se casará jamás! ¿Me habéis comprendido? ¡Jamás!
–Como digáis, excelencia.
–Entrevistaos con mi administrador -prosiguió Bernat en tono algo más calmado-. Dadle la receta para que el herbolario elabore vuestras medicinas y decidle a cuánto ascienden vuestros honorarios. Él os abonará vuestros servicios. Y ahora, alejaos de mi presencia.
El buen judío no supo en qué había consistido su ofensa, pero conociendo a los cristianos, con los que tan difícil era convivir, y siendo consciente de que los repentinos cambios de humor de los poderosos acostumbraban a presagiar graves inconvenientes, partió sin dilación tras una breve inclinación de cabeza.
Montcusí se quedó cabizbajo y meditabundo en la soledad de su gabinete. Le reflexión de Halevi se le había clavado como un cuchillo en las entrañas. La sola posibilidad de que algún día Laia pudiera salir de su vida le atormentaba. ¡Jamás, nunca jamás, consentiría que eso ocurriera! Él se las apañaría para apartar de su hijastra cualquier moscón que se atreviera a importunarla, y un día, un glorioso día, sería suya.
La noche fue ganando terreno y la bóveda celeste se fue llenando de estrellas a la par que la mente del consejero lo hacía de negros presagios. Llegada la hora se dispuso a llevar a cabo las operaciones que se habían convertido en su obsesión diaria. Sin apenas darse cuenta se encontró acomodado y al acecho, habiendo ya retirado la corredera de la mirilla, a la espera de que Laia se desnudara. Aquella noche la muchacha no parecía tener prisa en acostarse; deambulaba por la estancia y, de repente, se dirigió a un canterano que tenía en el ángulo de su dormitorio. Se sentó en el escabel que había a su frente y jalando del tirador extrajo uno de los pequeños cajones del mueble, luego apretó un resorte y la tablilla de la derecha se abrió. Entonces Laia metió la mano en el hueco y de él sacó un cofre pequeño. Bernat observó que de un cordón de cuero, junto a una medalla de la Virgen, pendía una llavecilla. La muchacha procedió a introducirla en la cerradura del cofre, del que sacó varias cartas. Asombrado e iracundo, Montcusí observó cómo, tras leerlas detenidamente y posar sus labios en ellas, las volvía a colocar en el escondrijo. Invadido por la ira, el consejero se dispuso a abandonar su atalaya, pero la joven comenzó a desvestirse y la libido venció a la furia: se quedó quieto, como la rapaz que aguarda a su presa. Entonces, como dos capullos, aparecieron los rosados pezones de Laia. Él no aguantó más: cerró la trampilla y su polución se derramó sobre el entarimado.
Oro negro
Cuando ya se acostumbró al ambiente, Martí avanzó por el pasillo central por ver de localizar a algún mesero que le indicara un lugar para sentarse. En ello estaba cuando un empleado en mangas de camisa y diferenciado de los demás por un mandil verde que llevaba anudado a la cintura y un fez rojo del que pendía una borla cárdena, acudió a su encuentro.
–Que Alá el misericordioso os guarde. ¿Qué deseáis, mi señor?
Por el saludo y la indumentaria, Martí coligió que era un musulmán el que lo atendía y no le extrañó al recordar que Basilis, el capitán del Stella Maris, le había adelantado que Ciprius era una Babel de las culturas que habían dominado la isla. Egipcios, griegos, romanos, todos habían dejado su impronta. De igual modo recordó a Baruj, cuyos conocimientos tanto le habían ayudado y que le había advertido que, en casi todos los puertos del Mediterráneo, podría entender, y hacerse entender, en latín.
–Una mesa retirada donde un fatigado viajero pueda disfrutar de algo de paz, si ello es posible, y de un condumio del renombrado marisco de la casa.
El moro dio tres fuertes palmadas y al instante acudió un sirviente cuya principal vestimenta la constituía una holgada bombacha turca, una blusa azul ceñida a la cintura mediante un fajín negro y un fez que, a diferencia del de su superior, era de color verde en lugar de cárdeno.
–Acompaña al franji al reservado del primer piso. Desde allí gozará de su cena: podrá ver por la escotilla, si así lo requiere, el ambiente de nuestro comedor principal sin participar en él y gozará de la privacidad que solicita.
Entonces Martí observó que al fondo de la edificación se elevaba una altura a la que se accedía mediante una rampa situada en un lateral y en cuyo frontispicio se abrían varias ventanas cubiertas por sendas cortinillas y que supuso eran para ocultar de miradas indiscretas a los usuarios de los comedores privados.
El moro, tal como suponía, le condujo hasta el altillo y le abrió la puerta de uno de los tabucos reservados para comensales selectos. Luego de tomar nota de lo que Martí deseaba cenar, desapareció. El cubículo, tapizado en una tela basta, constaba de un banco a cada lado de la pequeña mesa, en medio de la cual lucía la llama de un candil, y un trinchante lateral que debería usar el mucamo para aviar los crustáceos que allí se sirvieran.
Aprovechando el tiempo de espera, Martí apartó la cortinilla que obstaculizaba su visión y se dispuso a curiosear a la clientela del piso inferior.
Todas las razas del mundo estaban presentes y entremezcladas. Pálidos comerciantes nórdicos, morenos hijos de las orillas del Mare Nostrum, oscuros africanos, árabes… todos ellos unidos por el mar y el comercio.
Una escena al fondo le llamó la atención. Junto a la tarima desde donde los músicos intentaban hacerse oír, un hombrecillo escuálido cuyo inmenso turbante casi le ocultaba el rostro parecía discutir acaloradamente con sus vecinos, dos árabes de desmesuradas proporciones, que parecían exigirle que les cediera aquella mesa, ya que deseaban estar cerca de la orquesta para escuchar mejor su monocorde melodía. El hombrecillo se negaba a ello alegando que estaba acabando de cenar. Mientras uno de los individuos intentaba distraer al del turbante, el otro colocó su mano sobre la bolsa del hombre. Éste de un tirón recuperó su escarcela y se la colocó en bandolera; luego, mascullando maldiciones, continuó degustando su pitanza. Martí siguió inspeccionando el panorama hasta que el criado trajo su bogavante aderezado con una salsa marinera y regado por una frasca de vino chipriota. Entonces corrió la cortina y se dedicó con fruición a dar buena cuenta del suculento crustáceo y de dos jarras del vino de Ciprius, olvidando el incidente.
Terminado su opíparo banquete y tras abonar el consiguiente precio, salió del local y antes de regresar a su posada decidió dar un paseo por el puerto a fin de que el aire de la noche evaporase rápidamente el resto de los vapores etílicos que enturbiaban un punto su mente. Ya su pensamiento volaba hacia Laia: contaba los días que faltaban para volver a verla y se preguntaba qué habría ocurrido en su ausencia, cuando de súbito le pareció escuchar un sincopado chapoteo y los ahogados gritos que llegaban desde el agua. Martí se asomó al muro y, sobre el camino que el reflejo de la luna rielaba en la bocana, observó el desesperado bracear de alguien que, envuelto en su túnica, intentaba salir del agua. Martí no lo pensó dos veces: tiró su saco bajo una embarcación que estaba aupada en unos maderos y se arrojó al agua, nadando en dirección al bulto que parecía a punto de ahogarse. En cuatro poderosas brazadas llegó junto al hombre cuando éste ya comenzaba a hundirse. Por suerte la mar estaba en calma y el agua no demasiado fría. Le dio la vuelta, lo tomó por la barbilla y de este modo fue nadando lentamente hasta arrastrarlo junto al muro de piedra. Entonces surgió el problema. No tenía un mal agarre en la pared y no alcanzaba a sujetarse a algún saliente o hierro de la superficie. El hombre era delgado, pero sus amplios ropajes empapados constituían, en aquellas circunstancias, un peso respetable, amén de engorroso. Martí miró a su alrededor, verdaderamente angustiado. Ni pensar quería que su aventura y todos sus proyectos finiquitaran en las aguas de aquel recóndito puerto de Famagusta. En tanto su pensamiento evocaba a Laia, alcanzó a ver, a una distancia asequible, una superficie flotante de madera de la que pendían varios cabos llenos de mejillones. Comenzó a nadar lentamente arrastrando al bulto. En ello andaba cuando el sujeto pareció volver en sí y, temblando, se le agarró como una lapa impidiéndole avanzar. No tuvo otro remedio que golpearlo con fuerza en la quijada. El hombre se desplomó en sus brazos y la tarea se tornó más factible. Un último esfuerzo y su mano libre aferró firmemente una de las cuerdas. El borde aserrado de las valvas de los moluscos laceró su palma y a punto estuvo de soltarse. Un postrer esfuerzo y él y su bulto estaban en el suelo de la batea. Su mano derecha sangraba abundantemente. Dejó al hombre con la cabeza apoyada en una improvisada almohada que hizo con su empapada túnica y palmeó sus mejillas para que recobrara el conocimiento.
Poco a poco éste volvió en sí y unas repentinas convulsiones sacudieron su frágil cuerpecillo, mientras comenzaba a expulsar agua por nariz y boca. Entonces Martí, tomándolo por los hombros, lo incorporó para que no se ahogara con su propio vómito. Luego, ya más calmado, sus ojillos vidriosos enfocaron a su salvador y en sus labios apareció una sonrisa de gratitud. En aquel momento Martí se preocupó de su lastimada extremidad, y rasgando con los dientes una tira del faldón de su camisa, procedió a vendarse la mano herida. Un rayo tímido de la luna alumbró la escena y a su pálida luz reconoció Martí al hombre al que los dos individuos habían importunado durante la cena en el Mejillón de Oro.
–¿Qué os ha ocurrido?
El individuo, con una vocecilla prácticamente inaudible, respondió:
–He sido atracado por dos bellacos, que ya me habían importunado durante mi cena, que me han robado la bolsa y me han lanzado al mar. De no ser por vos, a estas horas estaría visitando a mi Creador.
–Aguardadme aquí, regreso en un instante.
Al hablar el otro de su bolsa, Martí se acordó de la suya y partió como el rayo a recogerla. A través de una pasarela de listones sujetos mediante una cuerda que conectaba la batea con la dársena, se llegó a tierra firme y corrió hacia el lugar donde su instinto le indicó que se hallaba la levantada embarcación bajo la cual había lanzado su faltriquera, rogando para sus adentros que nadie hubiera reparado en ella, ya que si le dejaban sin sus contactos y documentos se hallaría perdido. Afortunadamente allí estaba. Cuando regresaba junto al hombre, éste ya se había levantado, y afirmándose en la soga que circundaba la superficie de la musclera, intentaba bajar a tierra.
–¿Qué pretendéis? ¿Caer al mar de nuevo?
–En absoluto. Perdonadme por las fatigas que os he causado esta noche. En verdad creí que no regresabais.
–Pues os habéis equivocado.
–Me alegro de ello porque sois responsable de mi vida.
–¿Por qué queréis ahora agobiarme además con esa servidumbre?
–En mi tierra hay un dicho que afirma que quien salva la vida a un semejante se constituye en su fiador.
–¿De dónde sois oriundo?
–De una aldea al norte de Kerbala.
–Por esta noche aceptaré esa responsabilidad. Voy a acompañaros a vuestra casa, no sea que tengáis otro mal encuentro.
–Os quedaré eternamente agradecido.
Partieron ambos, el hombre apoyado en un Martí empapado hasta los huesos, y atravesando calles y callejas llegaron a un oscuro pasaje. Ambos estaban temblorosos y ateridos. El hombrecillo, cuyo nombre era Hasan al-Malik, le fue indicando el camino. Las personas con las que se cruzaron durante el trayecto los tomaron por dos beodos que caminaban apoyándose el uno en el otro, cosa por otra parte bastante normal siendo aquél un barrio poblado por gentes del mar, proclives a abusar del alcohol. Por fin llegaron a una paupérrima construcción de dos plantas en cuyo semisótano estaba la residencia del hombre. Sujetando a Hasan por las axilas, Martí descendió por una breve escalerilla cuyo recorrido terminaba frente a una única puerta, a cuyo lado se abría un ventanuco protegido por una reja de hierro. A indicación del hombrecillo, Martí tomó una llave de una maceta que se hallaba en el tragaluz, y tras introducirla en la cerradura abrió la puerta. De nuevo, la luz de la luna y los rescoldos de fuego que aún ardían en una chimenea le permitieron hacerse cargo de la estancia. Era ésta cuadrada y todo estaba a la vista. Al costado del hogar, estaban los hierros para atizar el fuego y una parrilla para cocinar. Asimismo, y pendiendo de un gancho, vio una olla que podía alzarse o bajarse mediante una pequeña polea. En medio de la estancia había una mesa y, en su centro, un recipiente en el que se observaba una mecha flotando en un espeso y negro líquido de fuerte olor; junto a ella, tres desvencijados asientos, uno de ellos sin el correspondiente respaldo. En un rincón distinguió un catre cubierto por una manta de pelo de algún animal desconocido para Martí y, sobre la cabecera, una hornacina que alojaba el relieve de una rara imagen con una X y una P encerradas en un círculo, que a Martí le pareció un símbolo religioso. Dos de las paredes estaban cubiertas por anaqueles con alguna figurita, copas de latón, algunos portulanos y una especie de jarra con un asa orejuda a un costado y al otro una larga boquilla que debía de servir, sin duda, para escanciar su contenido.
Martí se desembarazó del hombre recostándolo en el jergón y procedió después a librarlo de su empapada vestimenta. Lo secó con una tela que encontró y después de cubrirlo con la peluda manta, se dedicó, antes de ocuparse de su persona, de aventar el fuego de la chimenea, añadiéndole algún leño de un haz que halló en un cesto. Cuando la respiración de Hasan se normalizó, Martí se desprendió de sus ropas y las puso a secar junto a la lumbre en el respaldo de una de las sillas, cubriendo mientras tanto sus hombros con una especie de bata que tomó de uno de los anaqueles y que apenas le alcanzaba a las rodillas. En un minarete cercano un muecín entonó la oración de Isha, hacia la medianoche. La habitación, al ir haciendo la novia de la noche su recorrido, iba quedando a oscuras. Martí decidió que apenas sus ropas se hubieran secado algo partiría hacia el Minotauro, pues al cabo de cierto tiempo lo había de recoger el carruaje para desplazarse a Pelendri y el cansancio, tras esta húmeda aventura y el agitado día, le había vencido. La voz de Hasan le desconcertó.
–Casi no os veo, mejor será que encendáis la mecha.
–¿De qué me estáis hablando? No veo por aquí candil alguno.
–Dejadme hacer a mí.
Hasan retiró la frazada de su escuálido cuerpo, se puso en pie y se dirigió a la chimenea. Con unas pinzas tomó una brasa del rescoldo y mientras la soplaba se acercó al centro de la mesa. Cuando la llama avivó, acercó el fuego a la mecha torcida que flotaba en el negro y denso líquido del plato y al punto, otra llama, ésta azul y brillante, alumbró la estancia.
–Soy demasiado pobre para permitirme otros lujos que no sean los básicos. Hoy me he homenajeado en el Mejillón de Oro porque mi hermano me ha enviado dinero de mi herencia desde Kerbala, que es donde reside. De modo que mañana me compraré un candil.
Martí no salía de su asombro.
–Pero ¿qué es este invento que os proporciona luz?
–También me lo envía mi hermano de vez en cuando. Es de lo poco que produce mi tierra; la pena es que casi para nada sirve.
–¿De dónde sale?
–Del mismo suelo. Junto a la casa de mis padres había un lago y de pequeños jugábamos con mis hermanos, que éramos diez conmigo, a acercar una llama a las burbujas que allí explotaban y a provocar pequeños incendios.
Algo se iba abriendo paso en la mente de Martí.
–Me habéis dicho que sois de Kerbala. ¿Dónde se encuentra esta ciudad y quién la habita?
–Está en Mesopotamia, en la ribera del Éufrates. Sólo hay calor y miseria. Es famosa porque en ella fue vencido el hijo de Ali, el yerno del Profeta, y hay gente que va en peregrinación a su tumba. Viven de la caza de animales a los que arrancan sus pieles para luego venderlas y también de la pesca en el río.
–¿Y qué hacen con el negro sebo que decís que hay allí?
–Prácticamente nada, sería complicado venderlo. ¿A quién iba a interesar comprar producto de tan difícil transporte? A mí de vez en cuando me envía algo en un odre y así me ahorro la compra de aceite de candil y velas de cera, que son caras.
A Martí la cabeza le iba como el fuelle de una fragua.
–Hasan, soy catalán y me dedico al comercio. He llegado hasta aquí para comprar cobre que embarcaré en el próximo viaje de un navío del que soy partícipe. Os quedaría eternamente agradecido si me pusierais en contacto con vuestro hermano. Me interesaría comprar este líquido negro que parecéis no apreciar. Creo que en Occidente tendría un buen uso, y de ello saldríamos gananciosos vos, vuestro hermano y yo.
–Si puedo pagaros de alguna manera lo que por mí habéis hecho esta noche, dadlo por hecho. ¿Dónde y cuándo os puedo ver?
–Parto mañana hacia Pelendri, pero pasado estaré de regreso. Me alojo en el Minotauro y cambiaré la ruta de mi periplo marítimo solamente por entrevistarme con vuestro hermano.
–Será una inmensa satisfacción el poder ayudaros en vuestro empeño.
–Entonces, Hasan, si se han secado mis ropas y os encontráis con fuerzas, partiré hacia mi posada. Mañana me espera una dura jornada y quisiera dormir un rato.
–Id en paz y que el dios de vuestro credo os acompañe. A vuestro regreso tendréis la carta para mi hermano.
Hasan aguardó a que su salvador se compusiera. Cuando éste estuvo vestido y listo, le dio un apretado abrazo y tres besos en las mejillas y luego le acompañó hasta la calle, recomendándole que a aquellas horas anduviera con mucho tiento. Martí, palpando con su diestra la empuñadura de su daga, le respondió que así lo haría. Cuando los pasos del catalán se alejaban en la noche, Hasan dio media vuelta y se refugió en su cuartucho. Mientras, la blanca luna, eterna curiosa y testigo mudo de los aconteceres humanos, observaba burlona desde lo alto del firmamento el inquieto vagabundear de aquel desazonado joven que luchaba con el destino para merecer la mano de su amada.
Vilopriu
Entonces su mente viajera se agarró a un saliente de sus recuerdos y la trasladó sin más dilación que la velocidad del pensamiento hasta el actual momento, en el que a punto estaba de dar un paso fundamental al respecto de los condados que, como herencia de su esposo, había recibido.
El lugar escogido, después de peliagudas deliberaciones, era el castillo de Vilopriu. Los representantes de la otra parte encontraban inconvenientes en casi todos los lugares y condiciones propuestas para el encuentro. Almodis de la Marca, barragana de su nieto Ramón Berenguer, había querido mostrar su poder y la influencia que había adquirido sobre él, y se había atrevido a poner dificultades en casi todas las iniciativas que la hasta ahora poderosísima condesa de Gerona y Osona había tenido a bien proponer. Finalmente, la plaza de Vilopriu, en los lindes de la influencia entre Gerona y Ampurias, había resultado elegida.
Roger de Toëny, por parte de Ermesenda, y Gilbert d'Estruc por la de Almodis habían sido los delegados que habían pactado las condiciones del encuentro. El encargado de moderar la entrevista fue, de común acuerdo, el obispo Guillem de Balsareny. Ambas mujeres se jugaban mucho en el envite. De ahí que ambas se hubieran tragado el orgullo y hubieran aceptado el verse, cosa que de alguna manera indicaba la necesidad que cada una tenía de llegar a acuerdos concretos con la otra. La circunstancia de aceptar, por parte de Almodis, aquel humilde castillo, mucho más próximo a Gerona que a Barcelona, se vería compensado por el hecho de que ambos tronos se instalarían a la misma altura y porque, además, ella entraría en segundo lugar al salón de la entrevista: la que aguardaría sería, por tanto, Ermesenda.
El origen de la construcción del castillo, como el de tantos otros, radicaba en la necesidad de fortificar los lindes que delimitaban un territorio. Alrededor de la primitiva torre se había erigido una muralla, y al abrigo de ésta había nacido una capilla. Los campesinos, sabedores de la ley que les protegía por vivir en la sagrera, habían ido construyendo sus humildes casas amparadas en aquel reducto que les resguardaba de ser apresados por cualquier noble bajo penas que incluían la excomunión. Las edificaciones fueron creciendo dentro de las murallas y aquel lugar fue considerado por la condesa de Gerona y por su vecino, el conde de Ampurias, como un tácito reducto neutral, de manera que no era la primera vez que Ermesenda dirimía sus diferencias dentro de sus murallas.
Ermesenda llegó con sus tropas la noche anterior; al día siguiente y en el momento prefijado, la más numerosa hueste de Almodis reclamaba paso franco junto al rastrillo de la fortaleza. Después del protocolario descanso, a la hora sexta, como habían pactado Roger de Toëny y Gilbert d'Estruc, el salón donde se habría de celebrar la entrevista estaba preparado y a punto para el acontecimiento. Al fondo, los dos tronos donde sentarían sus nobles posaderas ambas condesas, y en un plano inferior los asientos donde se instalarían sus capitanes. Entre ambos, y de espaldas a la concurrencia, frente a las dos mujeres, se había situado un atril desde donde el obispo debería desempeñar la difícil función de arbitrar y moderar la porfía; y a cada lado había pequeños despachos, con todos los artilugios propios de la escritura, para que dos amanuenses, escogidos por cada una de las partes litigantes, pudieran ir tomando fiel noticia de lo que allí ocurriere. A un costado y a lo largo de todo el espacio, los pendones de Gerona y Osona, y frente a ellos y al otro lado, los de Barcelona y la Marca. Tal como habían pactado y antes de la entrada de la condesa de Gerona, la tropa de ambos bandos fue desarmada y las espadas y dagas entregadas al señor del castillo como depositario de la confianza de ambas legaciones. Los capitanes y el obispo ocuparon sus respectivos lugares, los dos escribanos prepararon sus trebejos y se instalaron junto a sus respectivos escabeles y todos permanecieron silenciosos, aguardando la entrada de ambas señoras.
Solemne y majestuosa, vestida de negro y con diadema condal, tal como correspondía a su rango, hizo su entrada Ermesenda. Mientras tomaba asiento en el trono de la derecha, una dama recogió su manto y ella, rígida, el torso recto sin apoyarse en el respaldo, descanso su enjoyada diestra en el brazo de su sitial. Almodis se hizo esperar unos instantes para mostrar a todos que la que decidía el tiempo de la entrevista era ella. Avanzó entre los presentes con el empaque de la reina de Saba, vestida de rojo con una sobrefalda gris plateada, cubiertos sus cabellos con una trenzada redecilla moteada de perlas, segura de que la vieja condesa al llegar ella a su altura se alzaría del trono para saludarla. Vana espera. Ermesenda, cual si se tratara de su camarera mayor, vio cómo Almodis subía la grada que la elevaba hasta su sitial, volvió la cabeza y reclamó a su paje un abanico, sin dirigir ni una sola mirada a su rival.
El silencio se podía palpar. Nadie se atrevía tan siquiera a emitir una tos. El obispo inició el acto.
–Pónganse en pie los presentes.
Un murmullo de voces contenidas mezclado con el roce de asientos en la tablazón del suelo y un crujido de ropas acompañó la voz del eclesiástico.
–Iniciaremos este acto rogando al Espíritu Santo que ilumine nuestras mentes para poder llevar a buen fin las diligencias que ahora emprendemos. De manera que la generosidad de miras se imponga sobre vanos egoísmos para el bien de la cristiandad y de los condados que aquí y ahora están representados.
A continuación, alzó la mirada a lo alto y entonó el Ángelus con su buena y timbrada voz, secundado por todos los presentes.
Luego, las dos condesas al mismo tiempo ocuparon los tronos y acto seguido los asistentes también hicieron lo propio, quedando en pie y a ambos costados del salón gran número de personas que carecían de asiento.
El prelado inició la sesión poniendo de relieve la importancia del acuerdo que se pretendía alcanzar y cedió la palabra a la condesa de Barcelona, quien expuso su argumentación con voz templada y contenida, como si nadie estuviera presente y se hallara a solas con su Némesis, dando un rodeo antes de entrar de lleno en el tema que tanto le interesaba.
–Condesa, estoy aquí en representación de vuestro nieto el conde Ramón Berenguer I para intentar llegar a compromisos sobre diversos temas que atañen al futuro de Barcelona.
Ermesenda, hierática, como una escultura de mármol, atendía sin mover un solo músculo del rostro.
Almodis prosiguió.
–Sois condesa de Gerona y Osona por delegación, y bien sabéis que a vuestro fallecimiento, quiera Dios que sea dentro de muchos años, ambos condados pasarán a su heredero natural, que es mi esposo. La petición que os hace vuestro nieto y que yo me limito a transmitiros es que, por el bien de la casa de los Berenguer, cedáis en vida vuestros derechos y pidáis a cambio lo que creáis sea de justicia, que sin duda se os dará. Os podréis retirar a uno de los monasterios que habéis fundado y allí vivir la vida regalada y espiritual que tanto os agrada y que os corresponde por méritos y edad.
Un silencio notable se instaló en la gran sala. Almodis aguardó tensa la respuesta de Ermesenda. Ésta no se hizo esperar.
–Señora mía -Ermesenda eludió el tratamiento-. En primer lugar soy condesa de Gerona y Osona por pleno derecho. Mi marido el conde Ramón Borrell me los cedió a título de sponsalici cuando pidió mi mano, y como dote de bodas. Por tanto, transmitid a mi nieto que no obro por delegación y que dispondré en mi testamento lo que a mi voluntad convenga y que los condados que poseo merecen un mejor destino que ser gobernados por un conde venal, que no merece tal nombre. Los títulos, aunque sean heredados y no ganados, se han de honrar, y por ahora mi nieto no honra precisamente el suyo sino que más bien lo vilipendia. Si quiere que Barcelona sea mal regida por un excomulgado es su problema, pero mis condados no tienen mácula y así seguirán.
Almodis respiró hondo para contenerse: era mucho lo que estaba en juego.
–De eso iba a hablaros a continuación, señora. El condado de Barcelona fue de vuestro esposo e imagino que deseáis lo mejor para sus habitantes. La excomunión que promovisteis dificulta mucho las cosas al respecto de la obediencia de sus súbditos, y vuestro nieto, que os ama profundamente, os ruega humildemente que solicitéis a Víctor II que la retire. A cambio del inmenso favor, Ramón estaría dispuesto a reconocer vuestra auctoritas, que no la potestas, sobre Barcelona hasta el fin de vuestros días y a daros setenta mil mancusos para cooperar en vuestras pías obras.
Al oír la cifra un sordo murmullo se propagó por el gran salón.
Ermesenda mantuvo una larga pausa a fin de conseguir la atención de los presentes.
–Señora. Me ofende y ofende a la Iglesia oír la pretensión de mi nieto. Si no he mal entendido, este insensato pretende comprar su excomunión por setenta mil mancusos. Decidle que su abuela, que defendió sus derechos como una leona durante su minoría de edad, jamás hará de cómplice intermediando en un acto de simonía, que éste y no otro es el nombre que se da a la compra y venta de cosas sagradas. En cuanto a la auctoritas que me ofrece, debo decirle que no la necesito: moralmente ya la tengo. Si pregunta a sus súbditos, sabrá que consideran en mucha más alta estima a mi persona que a la suya. De no ser un príncipe vería cuán alto precio debe pagar un excomulgado. Estaría condenado al ostracismo, ni sus vecinos le dirigirían la palabra.
–¿Debo entender que vuestra respuesta es definitiva y no hay componenda posible? – preguntó Almodis, haciendo un gran esfuerzo por contenerse.
–Puede haberla y está en vuestras manos -dijo Ermesenda, mientras a sus labios asomaba una sonrisa despectiva.
–Os escucho.
–Decid a Ramón que su abuela renunciará en su nombre a todas sus posesiones y se retirará a un convento a rezar para la salvación de su alma impía, en cuanto vos salgáis de su lecho, os apartéis de su lado y os volváis a vuestra casa, de la que no debisteis salir jamás.
Almodis saltó como una tigresa.
–¡Mi casa está en Barcelona junto a mi esposo y se me da un adarme la opinión que ello os merezca!
Ermesenda, con un acento preñado de sorna, respondió:
–Creo que ni vos sabéis dónde está vuestra casa. En Arles, en Lusignan o tal vez en Tolosa; tengo entendido que de las dos primeras os echaron y de la última os escapasteis.
–¡Pobres condados de Gerona y Osona! ¡Tienen por condesa a una víbora! Destiláis veneno, señora.
–Condesas, será mejor aplazar esta entrevista hasta mañana -intervino el prelado, viendo que los ánimos se exaltaban-. La almohada es buena consejera y ayuda a moderar actitudes.
Ermesenda tomó la palabra.
–¡Obispo! Este negocio se acabará ahora, y entiendo que deberíais intervenir en los temas que atañen a vuestra Iglesia. Y, por cierto, os he notado frío y permisivo al respecto de la simonía.
–Entonces, señoras, mejor será desalojar el salón, si así os parece.
Almodis, recuperada de la invectiva, tomó de nuevo la palabra.
–Haced lo que creáis conveniente, señor obispo, pero mi capitán y mi amanuense continuarán a mi lado. Quiero que alguien sea testigo y dé constancia de tanto desafuero.
–Entonces, si os parece…
Ambas condesas inclinaron la cabeza y el prelado con una señal hizo desalojar la estancia.
La gente fue saliendo lentamente entre murmullos y comentarios. Una vez hubo salido el último, el ujier, desde fuera, cerró las hojas de la puerta.
Balsareny se dirigió a Almodis.
–Condesa, es vuestro turno.
Almodis adoptó entonces un tono sereno, aunque no exento de orgullo.
–Lo creáis o no, amo a vuestro nieto y no os consiento que juzguéis mi vida. Antes o más tarde la Iglesia cederá, como hace siempre ante una cuestión de Estado, y cuando no sea necesaria vuestra intercesión para obviar este mal paso en que andamos metidos lamentaréis no haber tenido en cuenta la generosa oferta que se os ha hecho. Os habréis de morir un día u otro, y vuestros condados pasarán a Ramón, tanto si queréis como si no. Los súbditos tienen un fino instinto para detectar lo que les conviene, y vuestro nieto se habrá ahorrado una fortuna que hubierais podido destinar a misas que alivien vuestro purgatorio que, según intuyo, y a tenor del odio que rezumáis, será largo.
–Comprendo, señora, que os resistáis a abandonar el lecho de mi nieto. Concluyamos, no tenéis a donde ir. No os preocupéis: decid a Ramón que os dé los mancusos a mí destinados. Podríais montar una mancebía en cualquier ciudad de la Septimania. Allí estaríais mejor instalada. Ya conocéis el refrán: «Cada vencejo a su nido».
–Sois una mujer amargada e indeseable -explotó Almodis-. He venido en son de paz y me habéis buscado las vueltas. Me habéis tildado de mantenida, y qué sé yo de cuántas cosas más. Está bien, vais a saber la verdad. Pronto nacerá un hijo mío y de vuestro nieto: un Berenguer, un hijo del pecado, según vos. Cuando el niño sea mayor, su madre le explicará la opinión que de él emitió su bisabuela antes de su nacimiento. Según vos, vuestro bisnieto será el hijo de una barragana, y este hijo de ramera, que llevará en sus venas sangre de los Berenguer y de la casa de Carcasona, lo heredará todo: Barcelona, Gerona y Osona. Sic transit gloria mundi. Señora, mejor ríe quien lo hace en último lugar.
El obispo palideció, Roger de Toëny se puso en pie y llevando su diestra hacia la vacía vaina que pendía en su cinto hizo el gesto de empuñar la espada. Entonces, volcando pupitre y manchando de tinta el documento en su caída, uno de los amanuenses se desmayó.
Planes perversos
El día después de su descubrimiento, envió a Laia y a su esclava a una lejana encomienda y aprovechó la coyuntura para revolver entre las cosas de la muchacha. No le fue dificultoso hacerse con el cofrecillo. Mediante una pequeña ganzúa y con los pulsos alterados, lo abrió y se dispuso a leer las misivas. La lectura de las mismas le puso al borde de un ataque de nervios. Tras releerlas una y otra vez, las devolvió a su sitio. Cerró el cofre, lo colocó de nuevo en su lugar y se retiró a su gabinete dispuesto a meditar sobre la decisión que iba a tomar. Su avaricia se enfrentaba a sus celos y temía que su ira le precipitara hacia una medida equivocada. Aquel Martí Barbany estaba resultando para él un pingüe negocio: si nada más conocerlo su intuición le advirtió que estaba ante un caballo ganador, el tiempo le estaba dando la razón, y en aquellos momentos, dos años después de su primer encuentro, el porcentaje que le rendía su trato con aquel joven se había convertido en algo ciertamente importante. Lo más curioso era que aquello se podría multiplicar por mil en un futuro si acertaba a actuar con astucia. No, decididamente no. No era él el que debía cortar las esperanzas del joven de raíz. En su mente se iba fraguando un plan sibilino que abarcaba todas aquellas facetas a las que de ninguna manera estaba dispuesto a renunciar. En primer lugar, Laia debía pertenecerle de por vida, así que apartar a Martí de su hijastra era una tarea que debería recaer en la muchacha, de modo que el galán no se sintiera ofendido por él. Aquel joven decidido tenía que creer que la elegida de su corazón había tal vez sentido por él una pasajera ilusión de juventud, enfriada por el tiempo y la distancia. El problema se presentaba al pretender que la muchacha le transmitiera este mensaje en persona. Era fundamental que encontrara argumentos categóricos para que la niña accediera a todas sus pretensiones, ya fuera por las buenas o por las malas.
Decidió que lo mejor sería aprovechar la ausencia del galán para llevar a cabo sus planes sin que ella pudiera pedir favor ni consejo, para lo cual se dispuso a afrontar el problema aquella misma tarde.
Laia, acompañada por Aixa, había acudido en el nuevo palanquín que su padrastro le había regalado al rezo del Ángelus en Sant Miquel. Luego debían entregar un paquete de Bernat en una casa extramuros del Castellnou. Aixa, con el permiso del jefe de la escolta al que Bernat Montcusí había impartido órdenes precisas, se había alejado para ir al mercado al encuentro de Omar por si éste hubiera recibido alguna nueva de Martí, con la orden de regresar a la casa cuando hubiera cumplido su cometido y caso de que así fuera entrarla entre sus ropas para entregársela a su ama y amiga por la tarde.
Al terminar los rezos, la muchacha, que invariablemente pedía a la Virgen protección para su amado, partió, aupada en la gestatoria por cuatro esclavos de color que en sus hombros apoyaban las varas, seguida por la escolta hasta el palacio de Montcusí. Durante el traqueteante trayecto, refugiada allí dentro, oculta de las miradas de la gente por las opacas cortinillas, pensó que ni el lujo del tapizado, ni la marquetería en palo rosa que ornaba los cajoncillos, ni las frascas de perfume de la litera, ni ningún lujo del mundo compensaba la vida si no era junto a la persona amada que su virginal corazón de mujer ya había elegido.
Cuando llegaron a casa el mayordomo le comunicó que el amo había sido convocado a palacio y que debería comer sola. No podía recibir mejor noticia. Manifestó al sirviente que lo haría en la glorieta y que le prepararan un frugal refrigerio.
Aixa había regresado sin otra nueva aparte de que la siguiente etapa del viaje de Martí lo llevaría hasta Sidón, desde donde partiría hacia otros reinos y adonde regresaría para embarcarse de nuevo, y Omar le comunicaba que si antes de tres días le entregaba una carta, él se ocuparía de que la misiva estuviera puntualmente aguardando al joven antes de que éste partiera para su nueva singladura. La noticia había llegado indirectamente mediante el capitán de un bajel que había tenido noticias del Stella Maris, en Famagusta.
A Laia, el hecho de tener nuevas de su amado aunque fuera de un modo indirecto, la colmaba de dicha ya que pensaba que cada una de ellas la aproximaba al día que volvería a verlo. La llamada al despacho de su padrastro la sorprendió echada en su cama mientras su pensamiento volaba por cauces lejanos.
Compuso su aspecto y partió meditando lo huidiza que es la dicha y cómo alterna la vida situaciones gratas y amables con otras opuestas.
El criado que siempre velaba a la puerta de su tutor, nada más verla, la dejó pasar. Laia tocó con los nudillos en la madera y la voz agria y conocida de su padrastro respondió desde dentro.
–Pasa.
Abrió la muchacha el vano izquierdo y asomando la cabeza por el hueco, inquirió:
–¿Me habéis hecho llamar?
El consejero, sentado en su despacho, se alzó amablemente y asintió.
–Sí, hija mía. Entra y acomódate.
Laia tuvo un mal augurio y supuso que algo grave iba a ocurrir.
Atravesó la estancia con paso lento y se sentó frente a su padrastro.
Mientras tanto Bernat, siguiendo su costumbre, jugaba con un cuchillo que se hallaba sobre una bandeja de plata. Un silencio solemne se instaló entre los dos.
El viejo comenzó su discurso con voz seria.
–Me has decepcionado, Laia.
La muchacha alzó las cejas y fijó en él sus grandes ojos grises interrogantes.
–Has faltado a la confianza que me es debida como padre.
–Ya hemos hablado mil veces de ello -respondió Laia, tensa pero firme-. Vos no sois mi padre.
Bernat lanzó violentamente el cuchillo sobre la mesa.
–¡Y me alegro de ello! Tal vez me convenga más. En cualquier caso, soy responsable de tu vida: estás bajo mi techo, vives una existencia regalada y a mis expensas, y en esta casa nada puede escapar a mi control. Me has defraudado, Laia, alguien ha llenado de pájaros esta cabecita que tanto amo y has tenido la osadía de intentar tomar decisiones que a nadie más que a mí competen.
–No alcéis la voz, os oigo bien. Vivo de la herencia que dejó mi verdadero padre a mi madre y nada vuestro quiero ni necesito -repuso Laia, asombrada ante su propio atrevimiento.
–Está bien, hasta tu mayoría de edad soy tu tutor, lo que me da derecho a invertir tu herencia como mejor me plazca. Puedo hacer que ésta se volatilice de manera que heredes una ruina o unos muy bien saneados bienes. De ti dependerá.
Laia meditó durante un instante, pensando que por el momento aún desconocía la finalidad de todo aquel discurso.
–Y ¿de qué dependerá? ¿Qué es lo que he hecho que merezca esta amenaza?
–Como presumes de mujer, voy a tratarte como tal. En tu habitación y en un cofre has guardado unas cartas que desdicen la confianza que hasta el día de hoy te había otorgado.
Una palidez cadavérica invadió el rostro de la muchacha a la vez que un sudor frío inundaba su cuerpo. Tragó saliva y aguardó.
–Te hablan de amor, y por lo que deduzco responden a otras que, sin duda, has escrito tú. Ten la decencia de contestarme.
–Está bien -dijo Laia, conteniendo un suspiro-. Amo a Martí y pienso desposarme con él en cuanto tenga la mayoría de edad, tanto si me desheredáis como si habéis hecho que mi fortuna se esfume. Nada me importan los bienes de este mundo. Además -añadió con voz firme-, entiendo que es una ruindad andar escrutando en los secretos de los otros.
Bernat compuso una torcida y aviesa sonrisa.
–Es mi obligación, mal podría cumplir con la confianza que me otorgó tu madre si descuidara mis obligaciones de velar por ti, cuando todavía lo ignoras casi todo de la vida.
–¡No habléis de mi madre, que murió medio loca por vuestra culpa! Prefiero que no me cuidéis tanto si eso conlleva que no pueda escribir a quien me plazca.
–¡Insensata! Puedo hacer contigo lo que me venga en gana, desde ingresarte en un convento hasta entregarte a quien me convenga, y no tendrías más remedio que obedecer.
–Haced lo que os plazca conmigo, pero nadie mandará en mis pensamientos.
El viejo cambió su registro.
–Todo es por tu bien, Laia. En toda mi vida no he encontrado a nadie digno de ti. Si eres buena conmigo y te avienes a mis deseos, serás, a mi muerte, la mujer más rica de Barcelona.
Laia, temblando, indagó:
–Y ¿cuáles son vuestros deseos?
–Te conozco desde niña; te he traspasado todo el cariño que deposité en tu madre. Ahora te ha llegado el tiempo de merecer. Ya eres una mujer: la diferencia de edad que nos separa no es óbice, pues no es más que la de muchas parejas de estos condados y no es bueno que un hombre, todavía en plenitud, no tenga quien caliente su cama. Soy un fiel hijo de la Iglesia y jamás he sido proclive a buscar desahogos mercenarios con mujeres públicas. Hasta el conde daría su bendición y apadrinaría nuestra boda y yo me ocuparía de obviar la dificultad de ser tu padrino.
–No hay duda de que estáis absolutamente loco. ¡Jamás, me entendéis jamás os aceptaría! – exclamó Laia, con lágrimas de impotencia en los ojos.
–Está bien. Sea. Tú lo has querido. Te he honrado proponiéndote matrimonio y lo has desechado. Atente a las consecuencias -dijo Bernat, cuya fría voz apenas conseguía ocultar su rabia.
–Os aseguro que a la menor ocasión me he de escapar aunque no tenga a donde ir.
La voz del consejero se tornó en un sonido silbante.
–No harás tal cosa. Te voy a explicar cómo va a ser todo a partir de ahora mismo. Las cartas no han venido a esta casa volando y sé quién ha sido la malhadada mensajera. De ti depende lo que le vaya a ocurrir. Voy a apartar a Aixa de tu lado y la haré encerrar. Si accedes de buen grado a lo que te requiero, te permitiré que cada día le lleves el agua y la comida. Así tendrás constancia de que sigue con vida. Escribirás una carta diciendo a tu amado que se te ha pasado el capricho: te autorizo a poner las palabras que mejor te parezcan. Ten en cuenta que deseo que este joven atribuya su desencanto a flaquezas de mujer; de ninguna manera quiero que piense que estoy implicado en el asunto, y pese a que una vez le dije que no era digno de alcanzar tu mano, me conviene que piense que por mi parte no habría problema, ya que desde entonces su situación ha variado muy mucho e intuyo que alcanzará grandes cotas de poder y de riqueza. Recalcarás, por tanto, que tu decisión únicamente es cosa tuya. Ah, y procura mantener una respetuosa actitud frente a mí. No voy a consentir que nada ni nadie menoscabe mi autoridad en mi propia casa. Ahora, puedes retirarte.
Pelendri
–Ya os dije que el lugar era peligroso. ¿Habéis tenido un mal encuentro?
–No es lo que imagináis. Simplemente he tenido que echarme al mar para auxiliar a un pobre individuo que se estaba ahogando.
Nikodemos meneó la cabeza de un lado a otro.
–Todos los puertos son peligrosos, pero el nuestro, a ciertas horas, lo es mucho.
–Estoy bien y con la conciencia tranquila. He hecho una buena obra. Si no llego a ir a cenar al Mejillón de Oro, tal vez a estas horas un alma de Dios habría partido de este mundo.
–Me alegro por vos, pero si de mí dependiera todos los marineros borrachos de Famagusta pueden irse al infierno.
Martí dejó el tema y aclaró su cambio de planes.
–Me convendría que avisarais a vuestro cuñado a fin de que me recogiera más temprano. Debo regresar a la nave que ayer me trajo hasta aquí antes de partir para Pelendri. Me he dejado algo importante a bordo.
–No tengáis apuro, sé dónde encontrarlo. En cuanto salga el sol acudiré al encuentro de Elefterios. ¿En qué momento deseáis que venga a buscaros?
–Llamadme al caer la tarde y que venga a por mí al anochecer.
Al día siguiente, Martí madrugó, pues antes de partir para Pelendri tenía mucho que despachar en Famagusta.
El plan de Martí era claro. Partiría cuando lo hiciera el Stella Maris ya que su rumbo le convenía, e iría a Sidón para desde allí incorporarse a alguna caravana que le acercaran a su objetivo, Kerbala. Para ello debía contactar con Basilis Manipoulos a fin de que le aguardara.
Todo fue saliendo según sus deseos. Elefterios lo recogió puntualmente y en su viejo carromato se llegó a la rada donde estaba fondeado el Stella Maris. Ordenó a su auriga que le aguardara en lo alto del acantilado y por la rampa descendió hasta la playa. La esbelta figura del barco del griego se divisaba en lontananza. En la orilla, dos viejos pescadores charlaban a la espera de que alguien alquilara alguna de sus deslucidas chalupas para acudir junto a cualquiera de los bajeles allí anclados. Martí, tras ajustar el precio de la travesía, embarcó en uno de aquellos deteriorados cascanueces que lucía orgulloso en su proa la silueta de un dragón. A la boga, se puso en el banco uno de los dos viejos, mientras que el otro, con el remendado pantalón arremangado hasta media pantorrilla, se disponía a empujar la pequeña embarcación hasta que flotara en el mar. Cuando colocaba uno de los remos en la chumacera y al darse cuenta de que su pasajero observaba curioso la imagen de su mascarón, el viejo del barco dejó su tarea por un instante y dijo:
–Es un dragón. ¿Cuál es el rumbo?
–Aquella nave de casco negro y afilado que está anclada al costado del trirreme. Ya veréis al acercaros su nombre en la popa, Stella Maris.
Tras comenzar a remar, el viejo siguió a lo suyo.
–En mi juventud hice el corso con un berberisco que era un demonio. Draco se llamaba. Todo lo que sé del mar lo aprendí de él. En su honor hice mi mascarón.
–Es muy hermoso.
–Me place que lo apreciéis. Debe su merced ser hombre de mar.
–De alguna manera, tengo parte de un barco. Se puede decir que soy algo armador.
–En cuanto ha subido a bordo me he dado cuenta. Las gentes del mar andamos de otra manera.
–Debe de ser por los días que he estado embarcado.
–¿Sigue su merced en viaje?
–En ello estoy. Voy a ver si embarco en el Stella.
–¡Cómo os envidio! Cuando se ha vivido en el mar y la vejez hace que los huesos de uno embarranquen en la inmunda tierra, la añoranza llega a ser una maldición. Cualquier marino preferiría que su esqueleto quedara varado en una playa, al igual que el costillar de su barco, que ir muriendo poco a poco para acabar metido en un sucio agujero.
Martí decidió no darle más conversación al viejo a fin de que dedicara su corto resuello a la boga, de modo que, hasta que estuvieron abarloados a la nave, no volvió a emitir palabra.
Uno de los marineros que estaban de guardia reconoció a Martí y lanzó por la amura una escala de cuerda. Antes de subir por ella, Martí se dirigió al viejo de la barca y le dijo:
–Aguardadme hasta que acuda. No os preocupéis por vuestro tiempo, sabré ser generoso.
–Aquí quedo hasta que tengáis a bien regresar, capitán.
Martí sonrió para sus adentros ante el nuevo rango que le había asignado el viejo.
Cuando pisó la vieja cubierta y su olfato captó los conocidos y queridos olores, aspiró con fruición.
–¿Está a bordo el capitán?
–Lo encontraréis en su cabina.
Martí dejó al hombre siguiendo su guardia y se dirigió al camarote de Basilis.
En el momento en que iba a solicitar la venia para entrar se abrió la puerta y la entrañable figura del marino asomó en su quicio. A la sorpresa siguió la alegría, ya que entre ambos había surgido durante la travesía un fuerte vínculo de amistad.
–¡Qué agradable sorpresa! Os hacía en Pelendri.
–Esa era mi intención pero el destino marca los caminos y un suceso acaecido ayer noche ha cambiado mis planes, de manera que el tema del cobre, del que me pienso ocupar hoy mismo, ha pasado a segundo lugar.
–Y ¿cuál es ahora esa prioridad?
–El veros a vos.
El griego entornó los ojos.
–Os escucho.
–Veréis, Basilis, si fuera posible me interesaría en grado sumo ir en vuestra nave a Sidón si es que ésta sigue siendo vuestra ruta.
–Desde luego que lo es, y asimismo os reitero que en mi barco siempre habrá un coy colgado esperando que embarquéis. Sólo veo un inconveniente.
–¿Cuál es?
–Que como os dije las gentes que tengo que ver en Nicosia son en verdad difíciles y aún no sé cuál va a ser el día de mi partida.
–No importa. Me hospedo en el Minotauro y esperaré vuestras noticias a fin de embarcar en cuanto me enviéis aviso mediante un mensajero. Excepto esta noche y tal vez la de mañana, que pasaré en Pelendri intentando negociar el asunto del cobre, cada día estaré en Famagusta.
–Nada más hemos de hablar. Ahora perdonadme, debo bajar a tierra: he de proveer a mi barco de salazones, galletas y otras provisiones y quiero controlar personalmente su embarque. Los chipriotas, amén de grandes negociantes, son gentes harto taimadas, acostumbradas a subsistir bajo el yugo de cualquiera de los pueblos que los han invadido. En cuanto pueden te dan gato por liebre. Su astucia es legendaria.
–Si os parece bien, me espera una chalupa y al llegar a la playa me aguarda un carromato: podríamos hacer el viaje juntos hasta Famagusta, luego partiré hacia Pelendri.
–Me hacéis un favor. Dejadme que dé las órdenes pertinentes a mi contramaestre y enseguida me reuniré con vos.
Ambos hombres embarcaron juntos en la chalupa. Martí, al llegar a la playa, pasó cuentas con el viejo marinero y tras darle una buena propina ascendió la rampa con Basilis y, tomando el carro de Elefterios, salieron hacia Famagusta. Allí descendió el griego y Martí partió con Elefterios hacia Pelendri.
La celda
–Adelante.
En el hueco de la puerta apareció el rostro severo y avinagrado de la dueña que ejercía las labores que anteriormente había desempeñado su fiel y adorada Aixa.
La mujer entró en la estancia y depositó sobre la mesa una bandeja con un cuenco de sopa, un plato de un excelente guiso de liebre y un pastel de cerezas que hasta aquel día había sido su preferido.
–Comeréis en vuestro cuarto. Son órdenes del amo. Al acabar, estad dispuesta, porque vuestro padre desea veros en su gabinete.
Sin aguardar respuesta, la adusta dueña se retiró, dando por hecho que las órdenes de su señor ni se cuestionaban ni merecían comentario alguno.
Laia apenas tocó la comida y se dispuso a aguardar. Al cabo de un tiempo Edelmunda, que así se llamaba su carcelera, vino a buscarla.
–¿Estáis preparada? Ya sabéis que a don Bernat no le gusta que le hagan esperar.
Laia se puso en pie y asintió con la cabeza.
–Entonces seguidme, debo acompañaros en persona hasta el despacho.
–¿Debo pensar que estoy presa en mi propia casa?
–Me limito a seguir las instrucciones que me han sido dadas. De cualquier manera, si no hubierais abusado del mimo y confianza que os otorgó vuestro padre nada de esto hubiera ocurrido.
Las dos mujeres fueron traspasando estancias y largos pasillos hasta llegar frente a la puerta del gabinete de Bernat Montcusí.
La dueña golpeó una de las hojas con los nudillos y demandó su venia. Desde la puerta habló a su señor.
–Don Bernat, aquí tenéis a vuestra hija, tal como ordenasteis.
La ronca voz del consejero sonó en el interior.
–Hazla pasar y aguarda en el pasillo para acompañarla a sus habitaciones cuando hayamos acabado.
La dueña abatió el picaporte e indicó a la muchacha que entrara. Laia se introdujo en la estancia y aguardó temerosa a que su padrastro le indicara lo que debía hacer. Éste, soslayando su presencia, continuó escribiendo un documento con una pluma de ganso teñida de rojo que de vez en cuando mojaba en el tintero que tenía delante. Tras un largo rato y a la vez que esparcía unos polvos secantes sobre el pergamino, alzó la vista y como si en aquel momento hubiera percibido su presencia, con una voz inesperadamente amable, habló:
–¡Ah, pero si estás aquí! Pasa y siéntate, criatura. No te quedes en la puerta.
Laia avanzó hasta la altura de la mesa y se acomodó en la silla de siempre.
–Cuéntame cómo estás. ¿Qué tal van tus cosas?
Ni el tono ni la materia conciliaban con lo que Laia había sospechado y sin querer irritar al viejo, por ver si obtenía ventaja, respondió sosegadamente.
–Yo no tengo nada que contar, conocéis mi vida de cabo a rabo, y por cierto es bastante tediosa. Además, me habéis hurtado a la persona que daba color a mis días y colmaba mis afectos.
Montcusí mantuvo la calma.
–Debo velar por ti, Laia. Esa persona, que no es tal pues es una esclava, ha defraudado mi confianza y abusado de ella. No te hago responsable de lo ocurrido, eres aún demasiado niña para ello. Es ella la que con sus malas artes ha metido pájaros en esa encantadora cabecita que adoro y que hasta esa fecha no me había proporcionado más que satisfacciones.
–Lo siento, pero no tenéis razón. Ella era mi alegría, mi compañía y mi abrigo, un refugio del que desde la muerte de mi madre había carecido, y vos la habéis apartado de mi lado.
–Pero no me negarás que aunque no me hayas facilitado las cosas al negarte a decirme dónde te entrevistabas con ese hombre, la correveidile de estos encuentros era tu esclava, que fue introducida a tu lado arteramente, con esa única finalidad aunque la envoltura era su bella voz y sus dulces canciones.
Laia percibió en la respuesta un ligero cambio de actitud y, aunque defendió a su amiga, intentó no provocar a su padrastro.
–Conocí a Martí en el mercado de esclavos y nada tuvo que ver Aixa en ello, pues ése fue el día en que la subastaron. Lo que ocurre es que os negáis a reconocer que he crecido y que ya no soy una niña.
La voz del consejero adquirió un tono irónico.
–Precisamente es lo que sostengo. No cabe duda de que has crecido: ya eres una mujer. Pero vayamos al asunto de las misivas. ¿Pretendes que me crea que las cartas que guardabas en la alcancía llegaron volando a esta casa? Me pesa ser el culpable de aceptar que Aixa entrara en nuestra vida. En vez de recibir gratitud por su parte lo que recibí fue la picadura artera de un escorpión que entró a mi servicio atendiendo órdenes de su antiguo amo. Dime, ¿quién te sirvió de correo?
Laia, con la voz temblorosa, replicó:
–Me niego a decir cómo han llegado hasta mí las cartas. Sólo os diré que ella nada tuvo que ver.
–Mira, Laia. Si algo no soporto es que alguien me trate como a un tonto y menosprecie mi intelecto. Esta insensata te hizo de correo y tú caíste en la trampa como una boba inexperta. Pero quiero olvidarme de este mal paso, mi amor hacia ti y mi generosidad han de hacer que este enojoso asunto caiga en el olvido. – Bernat Montcusí adoptó un tono suave y miró a su hijastra con ojos tiernos-. Vuelvo a proponerte que aceptes ser mi esposa.
–¡Me niego a tal desatino!
El tono del hombre cambió súbitamente.
–¡Puedo obligarte!
Laia se puso en pie. Su cuerpo temblaba de ira y de miedo.
–¡Antes me tiraré de una de las almenas del torreón! – exclamó.
–Yo sabré poner los medios para convencerte.
–No perdáis vuestro tiempo. Es más fácil que el sol se apague en el cielo que vos me consigáis.
–No soy un mago, mis poderes son únicamente de este mundo.
–Entonces decidme qué haréis.
El consejero condal hizo una larga y deliberada pausa, durante la cual Laia, obedeciendo una orden muda de su padrastro, volvió a tomar asiento. Cuando lo hubo hecho, Bernat Montcusí habló con voz lenta y carente de toda emoción.
–Te explicaré lo que voy a hacer. Haré despellejar a Aixa en tu presencia. Me conoces bien y sabes que cumplo lo que prometo.
Laia se quedó sin habla.
–Que seas mi esposa requiere tu consentimiento, pero no que seas mi barragana. Como bien dices, ya eres una mujer, así que ya sabes lo que ello comporta. Cualquier noche y cuando me plazca me recibirás en tu lecho.
Laia se limitó a negar con la cabeza, con la mirada perdida.
El prohom se puso en pie rápidamente.
–¡Sígueme!
Salió desde detrás de su mesa con dificultad y se dirigió hacia la puerta a grandes zancadas.
Laia, sin casi saber lo que hacía, fue tras él.
Al abrirla, la dueña que estaba distraída, sentada en un banco, se puso en pie, alterada. Bernat, hecho un basilisco, resoplando, como un torbellino, atravesó, seguido de la muchacha, las estancias que le separaban de la escalera de caracol que iba hacia los sótanos del edificio y cuya entrada estaba vigilada por un guardia armado. El consejero, con gesto brusco, apartó su lanza. La niña, que jamás había pisado aquella escalera, caminaba tras sus pasos sin apenas poder darle alcance. Al llegar al segundo sótano tomó Bernat en sus manos una de las antorchas que iluminaban las húmedas paredes y se adelantó hacia el guardián que dormitaba en un escabel frente a una angosta mesilla con la cabeza apoyada entre los brazos. El consejero lo despertó de una patada.
–¿Es así como vigilas, julandrón? Voy a hacer que midan tu espalda con una vara de fresno hasta que saques las vísceras. ¡Abre inmediatamente la celda del fondo!
El hombre, pálido como un cadáver e insospechadamente ágil dada su corpulencia, se alzó del escabel como un rayo y tomando de un gancho de la pared un manojo de llaves se dirigió a la puerta del fondo, que abrió a continuación entre un chirrido de goznes, haciéndose a un lado para dejar el paso franco. La antorcha del consejero iluminó la escena.
Al fondo de la celda y sobre un banco de piedra yacía inmóvil un bulto.
La voz de Bernat rebotó en las paredes.
–¡Ahí la tienes! A ver si la reconoces.
Laia se acercó al bulto y apartó de él una manta raída que lo cubría. Una masa de cabello apelmazado ocultaba el rostro de la persona que allí yacía. La mano de Laia los hizo a un lado. Entre las sanguinolentas guedejas apareció el tumefacto perfil de su esclava. La muchacha apenas pudo emitir unas palabras.
–¿Qué es lo que han hecho contigo, amiga mía?
Aixa la miró sin reconocerla.
La voz de Bernat sonó a su espalda.
–No es nada al lado de lo que puedo hacer.
Laia saltó como una pantera.
–¡Sois una bestia inmunda! ¡Me dais asco!
–De momento aún vive y si eres juiciosa seguirá viviendo. Si no me haces caso, la desollaré viva ante tus propios ojos. Te concedo un día para decidirte. Si eres buena y razonable, salvarás su vida aunque ésta nada valga. O sea que todo queda en tus manos. Y ahora retírate a tus habitaciones y medita: me consta que aceptarás mi generosa propuesta. A partir de ese momento estate preparada, yo decidiré cuándo ha de ser la primera vez. Es algo que toda mujer recuerda de por vida.
El buen samaritano
La excursión a Pelendri fue provechosa y el encuentro con Theopanos Avidis, afortunado. El hombre, buen amigo de Basilis Manipoulos, estaba muy introducido en el negocio del cobre. No sólo era intermediario, sino que explotaba una mina, de tal manera que le hizo un ajustado precio en pago de varios favores que debía al griego, al que envió a través de Martí un tarro de una sustancia rojiza, perfumada y resinosa a la que llamó mirra y que, según explicó, era de extraordinario valor y muy apreciada para hacer perfume. Martí tomó buena nota de ello y le encargó, para un futuro viaje, una cantidad respetable de la que le abonó la mitad por adelantado, con la condición de que, cuando llegara el momento, el comerciante la transportara al puerto de Famagusta para su embarque.
Terminada su gestión regresó a Famagusta en el carromato de Elefterios, con el que había ajustado un precio para que permaneciera con él durante el tiempo que estuviera en Pelendri.
Llegaron al Minotauro cuando atardecía. Después de despedir a su cochero, que entró a saludar a su cuñado y a decirle que en aquel momento el que estaba en deuda era él por el beneficio que le había proporcionado aquel largo viaje, Martí preguntó a Nikodemos si había alguna novedad. El aviso de Manipoulos había llegado. El Stella Maris partiría al anochecer del siguiente sábado y Martí debería estar en la playa a media tarde, ya que el griego pretendía partir aprovechando la pleamar. Tenía por tanto un plazo de tres días.
Cuando tras despedir a Elefterios y tomar su bolsón del suelo, se dirigía a la escalera, sonó a su espalda la voz de Nikodemos.
–¡Ah! Y esta mañana ha venido un hombre preguntando por vos. Preguntó cuándo ibais a regresar, pues tenía que entregaros una misiva que no quiso dejar. Yo, teniendo en cuenta lo que me habíais explicado, le respondí que en muy breve tiempo. Me dijo que a partir de hoy vendría cada mañana, pero que de ninguna manera partierais sin encontraros con él.
Martí, a pesar del cansancio acumulado, no pudo conciliar el sueño. Su imaginación volaba y de un punto pasaba a otro sin pausa ni orden. Tan pronto pensaba en el encuentro con Hasan al-Malik en Kerbala, como regresaba a Barcelona y se entrevistaba con Bernat Montcusí entregando por Laia los sponsalici que el avaro regidor le exigiera. Nada le importaba, estaba dispuesto a pagar lo que fuera para obtener la aquiescencia de desposar a su amada, aunque el envite le obligara a comenzar de nuevo. Escuchó cada hora de aquella noche, mezcladas con las plegarias de los muecines en los minaretes, la sonora locución de las lenguas de bronce de las campanas, y su tañido le retrotrajo a su amada Barcelona.
Cuando habían acordado Nikodemos llamó a su puerta.
–¿Quién va?
–Vuestro hombre os aguarda abajo.
Martí saltó de la cama. Ni tan siquiera se afeitó, y apenas se hubo puesto los calzones, anudado la camisola y atado las botas, se precipitó escalera abajo al encuentro de Hasan, que se hallaba en el comedor de la posada. Después de darle los tres protocolarios ósculos e interesarse por su estado tras la peripecia de su postrer encuentro, el hombre extrajo de su faltriquera dos pergaminos que tendió a Martí. Ante la interrogadora mirada de éste, aclaró:
–Como os dije, no sé escribir. Cuando recibo un mensaje o he de escribir alguna epístola, recurro a un buen amigo, un monje copto que me lee las misivas y responde al dictado lo que quiero decir. Mi hermano sí entiende vuestro idioma. Mi esquela está escrita en latín de manera que vos entenderéis mi mensaje.
Martí tomó el papiro que le daba el hombre y acercándose a la ventana, leyó:
Querido Rashid:
Te escribo esta carta que demuestra que aún estoy en el mundo de los vivos. Al portador de la misma le debo el milagro. Fui atracado y lanzado al agua del puerto de Famagusta por dos truhanes y de no ser por el arrojo y decisión de Martí Barbany, portador de la presente, ya hubiera sido devorado por las criaturas que pueblan los abismos marinos.
Durante aquella larga noche en la que me llevó a mi casa en un lamentable estado, tuvimos tiempo de hablar de muchas cosas. Mi benefactor es un comerciante de uno de los condados catalanes y está interesado en traficar con el espeso fluido que de vez en cuando me envías y con el que jugábamos de pequeños con nuestros hermanos y primos, arrimando una tea encendida y haciendo explotar sus burbujas, en el lago vecino a nuestra casa. Ya le he explicado lo dificultoso de su transporte y que casi para nada sirve, pero él cree que puede rendirle beneficios y a ti también. Yo le debo demasiado y de esta manera saldaré una pequeña parte de la inmensa deuda que he contraído con él.
Atiéndelo en cuantas cosas te pida y demuestra que los sasánidas somos gentes de bien y agradecidas. Me gustaría que, ahora que has enterrado a nuestra anciana madre y ya nada te retiene en nuestra tierra, vendieras la propiedad, si es que encuentras quien te la compre, y te vinieras a Famagusta a reunirte conmigo. Ya sabes el motivo por el que yo no puedo regresar. Me alegraría saber que ya no atas tu vida a un recuerdo de juventud que el tiempo y la distancia han mitificado en tu memoria. Aquí viviríamos junto al mar; dejaríamos pasar los días y las noches evocando los buenos tiempos y acompañados por tu balalaica cantaríamos las viejas canciones de nuestra niñez. Nada me podría hacer más feliz que reunirme contigo de nuevo.
Recibe, querido mío, un abrazo infinito de tu hermano.
Hasan
Martí, apenas leída la misiva, volvió la cabeza hacia su nuevo amigo.
–Hasan, ya os he dicho que nada me debéis.
–Yo no lo creo así.
–Os habéis excedido en elogios.
–Me he limitado a explicar la verdad. ¿O no fue así?
–Cien veces que sucediera, cien veces haría lo mismo, y más aún conociendo vuestra calidad humana. – Martí le sonrió y se aventuró a preguntar-: Perdonad mi curiosidad, pero ¿cuál es el motivo que os impide acudir al lado de vuestro hermano?
Los ojos de Hasan se tiñeron de tristeza.
–Dejémoslo como está. Son cosas nuestras. Y ahora, atendedme. La manera que tenemos para autentificar nuestros escritos es una señal que ahora voy a poner en el margen del pergamino. Es un signo cabalístico que, en nuestros juegos infantiles, grabábamos en las cortezas de los árboles. De este modo sabemos que es el otro el que envía la carta. Dadme.
Martí le entregó la carta y éste, extrayendo del fondo de su bolsa un frasquito de tinta y un cálamo, apoyó el papiro en la mesa y trazó en un margen la señal de la X y la P encerradas en un extraño círculo que Martí recordó haber observado en el cuadrito de la pared del cuartucho del puerto. Cuando terminó, hizo un garabato debajo.
–Dejadlo secar.
–Mirad, Hasan, quiero que sepáis que, si lo que estoy cociendo en mi mente sale como espero, os haré el hombre más rico de Famagusta.
–Mi fortuna es haberos conocido. Además, un hombre es tanto más rico cuanto menos necesita. Yo ya soy el más acaudalado de esta isla. Id con vuestro dios y que Él os acompañe.
Martí, emocionado, abrazó a Hasan y éste recogió sus bártulos y marchó hacia el puerto sin añadir palabra.
El cerco de la presa
Después de comer, unos nudillos tocaron a su puerta y, sin aguardar la venia, Bernat Montcusí se introdujo en su aposento. Laia, que estaba recostada en su cama, se puso en pie de un salto. El hombre tomó asiento en una silla y la invitó a hacer lo mismo. Sin embargo, Laia permaneció en pie.
–Me apena que no te sientes a la mesa a comer conmigo. Es una descortesía, pero no me preocupa. Lo que sí lo hace es lo que me comunica vuestra aya: que las bandejas que se te suben de las cocinas regresan intactas a las mismas.
–No tengo apetito -musitó Laia, incapaz de mirar a su padrastro a la cara.
–Es una lástima, porque había dado órdenes de que sirvieran a vuestra esclava, a la que por cierto la última vez observé muy desmejorada, la misma cantidad de alimentos que tú consumieras. No de la misma calidad, como es obvio. Bien, si te niegas a comer, ella habrá de ayunar.
Laia sintió una oleada de ira que sacudía su cuerpo.
–Nunca fuisteis santo de mi devoción y jamás llegué a comprender cómo mi madre os aceptó como marido. Sin embargo, jamás os hubiera creído capaz de las iniquidades que estáis cometiendo.
–He de cuidar de ti, querida. Tu madre me lo encomendó encarecidamente. Si no quieres comer, debo poner los medios para obligarte a ello. No quiero que se marchite la flor de tu rostro. Un jardinero debe cuidar las rosas puestas a su cargo, y yo no hago otra cosa.
–¿Qué debo hacer para que tengáis misericordia de Aixa?
–Si escribes de buen grado la carta que te dictaré y me indicas la manera de hacerla llegar a vuestro galán, tal vez sea clemente.
Sin responder, Laia se instaló en su escritorio, dispuesta a escribir, al dictado de aquel depravado, lo que éste quisiera. Tiempo habría después para aclarar lo que conviniese. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por salvar a Aixa. Aparejó los útiles de la escritura y preguntó con voz inusitadamente serena:
–¿Pergamino o vitela?
Bernat, gratamente sorprendido por el talante de la muchacha, intentó ser amable.
–Emplea el mismo papiro que solías utilizar. Nada ha de sorprender a tu enamorado.
A Laia, la frase de Bernat le suscitó una idea. Tenía por costumbre emplear tinta verde, hacer una pequeña cruz al costado de la fecha y salpicar con gotas de agua de rosas las misivas que enviaba a Martí; en esta ocasión soslayó las tres rutinas, intentando dar sentido a las mismas, en la esperanza de que él, al recibir su carta, se diera cuenta de la anomalía y de alguna manera la interpretara. Tomó de su carpeta un pergamino y abriendo un tinterillo de tinta negra mojó el extremo de la pluma de ganso y alzó su mirada aguardando las instrucciones del viejo.
–Emplea tu mejor letra. Si voy demasiado rápido, dímelo.
Barcelona, septiembre de 1054
Apreciado amigo:
Os envío estas letras por medio de mi aya Edelmunda pues Aixa ha enfermado del pecho y mi tutor ha tenido a bien enviarla al campo a restablecerse. El tiempo y la distancia ayudan a aclarar las cosas y en muchas circunstancias nos hacen ver claramente cuán cerca hemos estado de equivocarnos. Pienso que la proximidad deforma nuestra visión.
Soy aún muy joven e inexperta, pero lo bastante mujer como para intuir que he estado a punto de cometer un error de gran trascendencia. Lo peor es que os hubiera arrastrado conmigo, haciéndoos sufrir mi torpeza, siendo como es que os tengo en gran aprecio.
Martí, mi corazón os estima como amigo mas no como otra cosa. Mi padrastro, que es extremadamente cuidadoso en ofrecer su hospitalidad y en la elección de las gentes que acuden a nuestra casa, os tiene en gran consideración y, sin saber que os he estado viendo, me ha comentado en alguna ocasión que se precipitó al negaros el permiso para cortejarme, pues sin duda alcanzaréis en Barcelona un grado de notoriedad importante. Pero soy yo, Martí, la que veo claramente que no sois el hombre que me podría hacer feliz y seguramente tampoco yo la mujer que os corresponde. Es por ello por lo que os relevo del compromiso que adquiristeis y asimismo me considero liberada del mismo. Perdonadme el daño que os pueda haber causado y sabed excusar mi inexperiencia.
Sed feliz y a vuestro regreso nada hagáis por verme. Mi decisión es definitiva.
Atentamente, vuestra amiga,
Laia
Tras este final, el consejero, sin aguardar a que esparciera por el escrito polvos secantes, tomó en sus manos la misiva y la releyó con atención no exenta de deleite.
–Las cosas como son, Laia: has demostrado ser una muchacha juiciosa y obediente. Mi postura queda a salvo de cualquier sospecha. Dame el contraste.
Laia extrajo de la escribanía el pequeño sello y se lo entregó.
El hombre tomó una barra de lacre rojo que previamente había calentado en el pabilo encendido de una candela y dejó caer una gruesa gota en el doblez del pergamino; después tomó el marchamo y oprimiéndolo contra el lacre autenticó la misiva.
–Ahora, dime, ¿cuál es la rutina que la víbora que tengo recluida empleaba para hacerle llegar vuestras noticias?
Laia dudó unos instantes, pero la esperanza de poder mejorar la condición de la esclava pudo más.
–He de hacer llegar la nota al encargado del comercio de Martí. Su nombre es Omar.
–Muy bien -dijo Bernat con una sonrisa-. Estás remediando parte del dislate cometido. Verás las ventajas que te reporta obedecerme. Si sigues así, las condiciones de tu vida, y por ende las de tu esclava, pueden mejorar mucho. Y, para que veas que no te miento, voy a permitir que la visites. Eso sí, acompañada de Edelmunda.
Con estas palabras, y tras acariciarle la nuca, Bernat Montcusí salió de la estancia.
El parto
Frente al lecho, Ramón Berenguer I, pálido y expectante; tras él, y colocado en un sitial finamente tallado, el obispo de la catedral, Odó de Montcada, vestido de ceremonial y provisto de báculo y anillo, con la mirada torva y el gesto avinagrado ya que, si bien su cargo le obligaba a estar presente en el alumbramiento, tal escena, por las peculiares condiciones adulterinas de la pareja condal, no era de su agrado, de modo que estaba allí más en calidad de funcionario obligado a cumplir el protocolo y dar testimonio, que como obispo. A la derecha, se hallaba el notario mayor, Guillem de Valderribes, que debía dar fe de que el nato era el auténtico hijo de la condesa de Barcelona; el juez de palacio, Ponç Bonfill i March, y por último, a un lado, el confesor de Almodis, el padre Llobet, y el físico Halevi, y al otro un espacio libre, para que la partera y sus ayudantas pudieran maniobrar sin obstáculos, en el que se veía una mesa de torneadas patas cubierta con un mantel de seda y sobre ella todo el instrumental referido a los alumbramientos: cuerdas trenzadas, hierros y tenazas con las puntas envueltas en trapos para tirar de la criatura en cuanto asomara sin causarle el menor perjuicio, un rodillo de cuero para empujar en el vientre de la parturienta de arriba abajo y de esta manera colocar al feto en el canal de parto. La estancia estaba en penumbra según la costumbre; en los ángulos del lecho lucían instalados cuatro ambleos de grandes dimensiones que proporcionaban luz a la zona. A la derecha del inmenso tálamo una gran chimenea suministraba calor a la estancia; en ella, sobre los ardientes leños y soportada por unos gruesos morillos acabados en cabeza de leones, un panzudo caldero de cobre del cual las mujeres iban extrayendo el agua a cazos según requirieran la partera o el físico. Sobre la campana, ornándola, había una panoplia de grandes proporciones en la que aparecían sujetas las seis espadas de los antepasados del actual conde Ramón Berenguer I y sobre los recuadros de los ventanales lobulados del palacio, cubiertos por una tupida arpillera, lucían los escudos de la casa condal de Barcelona.
La partera introdujo sus dedos en el dilatado sexo de la condesa cubierto con un fino trapo de lino y palpó con tiento; apenas un leve parpadeo de Almodis denunció el acto, la partera se volvió hacia el físico y musitó:
–Ya quiere venir.
El físico la apartó con cuidado y se colocó de manera que pudiera controlar la aseveración. Cuando apartó la mano, dio una orden.
–Colocad a la señora en la silla de partos.
Estaba ésta apartada a un lado y de inmediato fue transportada al costado del lecho. Era una pieza grande de madera de haya, amplia, con el asiento de cuero almohadillado abierto por la parte delantera, debajo de la cual se alojaba una jofaina extraíble. De la base de sus brazos, que asimismo tenían dos abrazaderas del mismo material con sendas hebillas para sujetar a la parturienta, sobresalían dos vástagos curvos en forma de uve en cuyos extremos se afirmaban sendas formas abarquilladas en las que deberían apoyarse las pantorrillas de la mujer para facilitar así la salida del neonato mientras la placenta iba a parar a la palangana.
Las forzudas mujeres que acompañaban a la partera tomaron a la condesa por las axilas y por las corvas de las rodillas y con sumo cuidado la instalaron en la silla adecuando su postura al artilugio. Cuando le iban a sujetar los brazos con las correas, sonó la voz de ella ronca y rotunda.
–No hace falta que me atéis. La condesa de Barcelona sabrá aguantar el dolor, sea cual sea.
Y volviéndose hacia el físico y tomándolo de la ancha manga de su hopalanda, ordenó:
–Si habéis de sajar, hacedlo sin contemplaciones. No quiero que mi hijo sufra al salir como la última vez y que al fin nazca muerto o afectado de cualquier cosa debido a malos usos que debieran haberse evitado. Su vida para Barcelona es mucho más importante que la mía, y tened en cuenta que atribuiré a vuestra responsabilidad el hecho de darme a conocer en cuanto nazca cualquier detalle que ataña a la criatura. Y no me refiero únicamente a su sexo sino también a cualquier señal, característica o especial condición del nacido.
–No os entiendo, señora.
–Ni falta que hace, ya me entiendo yo.
Luego, dirigiéndose al obispo, al notario mayor y al juez de palacio, ordenó:
–Y vos, señores, si no os es molestia, en tan trascendental momento, dirigid vuestras miradas a otro lado: mi sexo no es un circo. Ya tendrán tiempo sus mercedes de llevar a cabo su cometido sin que tenga yo que sufrir el oprobio de verme observada como una res en la feria.
Almodis, sudorosa y agitada, con guedejas de pelo adheridas a su frente, volvió su rostro hacia el físico y, obediente, tragó la pócima, mezcla de láudano y adormidera que éste, en una copa de oro, acercaba a sus labios. Una nube evanescente nubló su mirada y su mente empezó a elucubrar sobre las últimas palabras que algunas noches antes dejó junto a su oído el buen Delfín, su fiel bufón, que tantas horas de tedio le había aliviado desde que llegara de Tolosa.
Apenas se instaló en su nueva morada, Almodis tuvo buen cuidado de escoger un lugar en el que se sintiera totalmente a resguardo de comidillas, miradas inoportunas e insidias palaciegas. Demandó a su esposo que le concediera una estancia para ella sola y éste le asignó una muy cerca de su cámara en un torreón aledaño que antes había sido una salita de música pero que, dadas las circunstancias y las bárbaras costumbres de las gentes de palacio, mucho más proclives a la guerra que al cultivo de las bellas artes, había caído rápidamente en desuso. El caso fue que ella dedicó sus horas a procurarse con esmero aquellos muebles y utensilios que le recordaran a su adorado país. La estancia, como casi todas las de palacio, estaba presidida por una pequeña chimenea, ante la que colocó un banco mudéjar de agradables proporciones, junto al que destacaban un sitial, un pequeño escabel donde acostumbraba a sentarse Delfín y desde el que aliviaba el tedio de su añoranza con sus charlas o tañendo la cítara; su rueca, un tambor de madera, cuyo tamaño se podía graduar según el cañamazo en el que se estuviera trabajando, un reclinatorio, un almohadón para posar sus pies durante la gélidas veladas de invierno, un facistol para soportar partituras y un salterio, amén de anaqueles para sus objetos predilectos, junto a tapices y panoplias que hicieran más confortables las frías paredes, candelabros, lámparas de corona, candiles… Allí se refugiaba para meditar, recibir visitas y atender a aquellas personas que requirieran de su mediación o consejo.
En este recuerdo se refugiaba su mente adormecida por el láudano para mejor soportar las contracciones del parto.
Aquella fría noche que su adormilada mente evocaba había nacido con una inmensa luna nimbada por un halo opalescente que anunciaba nieve. Delfín, como de costumbre, estaba acurrucado en su escabel con la mirada perdida y, cosa inhabitual en él, absorto en su silencio. Almodis trajinaba en un tapiz que deseaba terminar antes de ponerse de parto como obsequio de cumpleaños a su esposo. Recordaba que, ante el mutismo de su amigo, le recriminó cariñosamente:
–Delfín, amigo mío, eres un ser insensible. El día que más necesito de tu cháchara para distraer mis pensamientos, callas como un mochuelo dándome más motivos de preocupación que de esparcimiento.
Delfín volvió en sí de sus ensoñaciones y le dirigió una mirada que, anteriormente, ella nunca había observado.
–¿Qué ocurre? ¿Acaso te he ofendido sin darme cuenta?
El enano regresó desde sus divagaciones mentales.
–¿Cómo podéis imaginar tal cosa? Sois mi dueña y todo os lo debo a vos.
–Entonces, ¿qué es lo que te atormenta y enturbia tu mente de manera que en vez de encontrar en ti al gentil compañero que entretiene mis ocios, hallo un ser más turbado que yo misma?
–No sé si debiera… ama.
Almodis dejó a un lado el tambor de bordar y su rostro cambió de expresión.
–¿Qué es lo que ocurre? Jamás me has ocultado nada.
–No quiero que mis futilidades os preocupen.
–¡Tus futilidades, dices! Todo lo que te ocurra me interesa.
–Es que os atañe a vos.
–En mayor medida entonces. Dime ahora mismo lo que ocurre… No quisiera tener que recurrir a medios que me repugnan cuando los veo ejercidos por otras personas.
–Señora, hace tiempo que no me ocurría, pero hace dos noches tuve un agüero.
Sin saber por qué, la condesa tardó un instante demasiado prolongado en contestar.
–¿Y qué auspicio es ése?
–Señora, no me obliguéis. Seguramente serán calenturas mías… Me estoy haciendo viejo.
Las cejas de Almodis se enarcaron anunciando tormenta y sus labios se contrajeron en un rictus que Delfín conocía perfectamente, pero que había visto en contadas ocasiones.
–Me lastima tener que amenazarte, pero tu actitud me obliga a ello. ¿Recuerdas el látigo con el que fustigo a Hermosa cuando se niega a saltar? No me obligues, Delfín, te lo suplico.
El enano se removió inquieto en su escabel.
–No es por el castigo, señora, creo que os lo debo.
–¡Habla de una vez, por Dios! ¿Qué es eso tan importante?
–Señora… -El enano tragó saliva-. He tenido un pálpito: vuestro hijo nacerá y a la vez lo hará con él su Némesis,* que encarnará su fatal destino.
* Diosa griega que medía la desdicha y felicidad de los mortales, a quien solía proporcionar crueles pérdidas, cuando habían sido favorecidos en demasía por la fortuna.
Recordaba Almodis en aquellos momentos que la noticia cayó sobre ella como la erupción del Vesubio. Por eso había dicho al físico que quería conocer todo aquello que atañera a su hijo y, al no haberle podido concretar Delfín cuál iba a ser la anunciada tragedia, había rogado a Dios que ésta se refiriera al cuerpo de la criatura y no a su intelecto, ya que la cordura es el principal atributo de un buen príncipe.
Los dolores del parto habían alcanzado su punto máximo, pero nada de ello parecía afectar a la parturienta: mantenía el cuerpo semiincorporado, los labios pálidos y apretados, las venas del cuello abultadas y los tendones tensos cual cuerdas de laúd. En su oído resonaban las palabras de la partera:
–Apretad ahora, señora, apretad…
Finalmente un último esfuerzo, la sensación de que se vaciaba, aunque algo en su interior le avisó de que sus dolores aún no habían terminado. Sin embargo, una languidez acompañó el vagido de un animalillo lloroso.
Su oído captaba las palabras apenas susurradas a su alrededor con la diafanidad con la que el moribundo percibe las cosas que sus familiares hablan en su presencia, creyendo que ya no está en este mundo. Primeramente, la partera y el físico intercambiaron unas frases, luego este último se dirigió a su esposo. Ella escuchaba.
–Señor, ya ha nacido un príncipe. Mi consejo es que no arriesguemos la vida de la condesa: viene otro de nalgas y es de mal manipular. Lo más probable es que lo saquemos muerto, pero vuestra esposa vivirá.
Luego oyó, en la lejanía, la voz de su amado.
–Proceded como mejor os parezca. Ya tengo un heredero.
Halevi percibió que la condesa lo reclamaba con insistencia; se llegó junto a la silla de partos y arrimó su oreja a los labios de la parturienta.
–Aquí estoy, señora.
–¿Qué es lo que ocurre?
El sabio judío vaciló.
–¡Os exijo que me digáis inmediatamente qué es lo que ocurre! – dijo Almodis con voz ronca.
Entonces escuchó la voz temblorosa del físico como si le hablara desde dentro de una campana.
–Señora, habéis tenido un varón robusto e inteligente. Debo deciros que siguiendo vuestras indicaciones, os he sajado algo por abajo para evitar cualquier padecimiento, pero el niño no ha precisado ni ayudas ni hierros. Sin embargo, como me habéis indicado que, caso de percibir alguna anomalía, os lo comunicara de inmediato, debo deciros lo que ya he comunicado al conde: viene otro de nalgas y peligra vuestra vida. No puedo responder de lo que ocurra si pretendo salvar a ambos. Todo está en manos de la Divina Providencia. He hecho lo que he podido, estas cosas se escapan a la capacidad de los humanos y he pensado que debo proteger vuestra vida por encima de todo, pues ya tenéis un heredero.
El físico sintió que la mano de Almodis se aferraba a él y, como una garra, tiraba de su hopalanda obligándole a acercarse más todavía.
–¡Habéis pensado mal! Mi otro hijo está dentro y va a nacer. Para eso os he traído, o ¿es que sois una vulgar partera? ¡Abridme en canal, si es preciso, pero sacad a la criatura! Son dos príncipes, y no sé cuál de los dos va a influir en el destino del otro; ignoro cuáles son los designios de sus respectivas estrellas. Necesito tiempo para conocerlos bien y averiguarlo, para que al heredero jamás le lleguen los idus de marzo. No quiero arriesgarme.
–Señora, deliráis. No entiendo lo que decís, el conde ha ordenado que…
La voz de Almodis era un autoritario susurro que solamente escuchaban los oídos de Halevi.
–Ni falta que hace que me entendáis. En este momento la opinión del conde me importa un adarme: lo necesité cuando fui a su campamento a que me preñara. Ahora toda decisión es mía y está en juego el destino de un pueblo. ¡Obrad!
Algo más tarde, el obispo Odó de Montcada y el notario Guillem de Valderribes daban fe de que la condesa Almodis de la Marca había parido dos príncipes. Ella yacía agotada por el esfuerzo en el gran lecho adoselado, Ramón Berenguer I observaba arrobado a los nacidos, que compartían un moisés inmenso, acurrucados y envueltos en pañales. Rubio, sonrosado y hermoso el primero; menudo, moreno y endeble, el otro. El segundo, sacudido por un llanto inconsolable, intentaba arañar con sus uñitas el cuello de su hermano.
Sidón
Los comerciantes hebreos se reunían en una tienda en los aledaños del puerto y la recepción fue lo atenta que acostumbraba a ser en cada ocasión que mostraba el documento que Baruj le había entregado en Barcelona y que era como la panacea universal para abrir puertas. Inmediatamente pusieron a Martí en contacto con su preboste, cuyo nombre era, según le comunicaron, Yeshua Hazan. De no tener la certeza de que estaba en el lugar adecuado hubiera podido imaginar que se presentaba en el establecimiento de cualquier distinguido comerciante árabe. El suelo cubierto de alfombras y de gigantescos almohadones, entre ellos unas mesitas bajas en las que se veían fuentes cargadas de todo tipo de golosinas, y desde el criado que le introdujo hasta el niño que se acercó a ofrecerle un lavamanos con agua de rosas, todos lucían chaquetilla corta, holgados bombachos y cubrían sus pies con babuchas de cuero adornado de tafilete. Martí aguardó de pie la llegada del preboste. Al poco acudió a su encuentro un hombre que por su vestimenta se habría dicho que era árabe. La cara estaba ornada por un apéndice nasal en verdad notable, ojos penetrantes y expresión afable. Al entrar en la estancia, observó Martí que en su diestra llevaba la carta de Baruj Benvenist.
–Querido joven, nada puede complacerme más que atender a alguien que muestra tal credencial. Baruj es un ejemplo de probidad en todos los rincones del mundo en los que more un judío. Su nombre es reverenciado en todas las comunidades judías que pueblan el Mediterráneo. Tened la amabilidad de sentaros.
El hombre se recogió los bombachos y cruzando las piernas se reclinó sobre unos almohadones e invitó a Martí a que hiciera lo propio frente a él.
Tras tomar asiento, Martí comentó:
–No imaginaba que esta casa fuera tan distinta de las de Barcelona.
–Veréis, nuestra nación no tiene patria, así que nos adecuamos a las formas y costumbres de los reinos que nos acogen. De esta manera llamamos menos la atención de las gentes y ello es bueno para nuestra seguridad. Para muchos somos una nación que está en una tierra que no es la nuestra y evidentemente así es, pues, tras salir de la tierra de Israel, no tenemos una propia. Debemos ser útiles y sobre todo discretos, amén de que, aunque el tronco es común en el origen, en algo diferimos los que vivimos en reinos cristianos y en tierras del islam, por ejemplo. Pero, decidme, ¿cuál es la causa de vuestra visita?
–Voy a ser lo más breve posible. No quisiera entorpecer vuestro quehacer diario.
Martí explicó cuidadosamente su intención de marchar hacia Babilonia, la famosa capital que se hallaba a pocas leguas de Kerbala y se informó de la forma más rápida y segura de llevar a cabo su propósito.
–Vuestro empeño no es cosa baladí. Hay un largo trecho desde aquí hasta Mesopotamia. Deberéis atravesar Siria, y no os aconsejaría jamás que afrontarais esta ruta en solitario.
–¿Qué me recomendáis?
–Tendréis que atravesar el desierto y eso es más que peligroso; yo diría que es suicida.
–¿Entonces?
–Debéis integraros en alguna caravana que, partiendo de Damasco, se dirija a Sabaabar, y de allí, y acompañado por un experto guía que conozca los oasis, intentar la travesía.
–¿Será difícil encontrar compañeros de viaje?
–Vuestro caso es común. En Sidón, en estos instantes, pernoctan nobles señores, caballeros, mercaderes y gentes de toda laya que desean hacer esta ruta y que, conociendo el riesgo, acostumbran a unirse y aguardar a que una caravana parta, custodiada por una escolta de mercenarios, y a cuyo frente esté un capitán famoso y experimentado que haga más segura la travesía, pues los bandidos sirios, conocedores del valor de las mercancías que en ellas se transportan, no dudan en atacarlas: si no hallan otro beneficio, siempre les queda el negocio de hacer prisioneros que, o bien sirven para ser canjeados por fuertes rescates, o pueden sin duda proveer los mercados de esclavos del califa de Bagdad. Pero, si os parece bien, podéis instalaros en mi casa: la espera puede ser larga y os puedo ofrecer el alojamiento que merece vuestra condición de amigo de Baruj.
–No quisiera ocasionaros más molestias de las necesarias.
–Los amigos de Baruj Benvenist son amigos míos. La última vez que visité vuestra hermosa ciudad fui su huésped. Si no aceptáis mi oferta me daré por ofendido. Amén de que haré lo posible por invitar a cenar al capitán que está formando la escolta, de manera que podáis conocerlo.
Martí Barbany se alojó en casa del amable comerciante y al punto fue tratado con la dignidad que su condición de socio del influyente Baruj de Barcelona merecía. Compartió manteles con la familia y en una cena proyectada al efecto, trabó conocimiento con el maestre Hugues de Rogent, un caballero franco por cuyas venas corría también sangre árabe, cuya capacidad y conocimientos asombraron a Martí, y que en aquella ocasión iba a ser el jefe del grupo que partiría, Dios mediante, en dos semanas y que en aquellos días andaba reclutando a los hombres de su escolta de entre lo más granado de los mercenarios que alquilaban su hierro, su arco y su aljaba para aquellos menesteres. La espera iba a ser tediosa y en aquella velada se habló de un sinfín de cosas curiosas relacionadas con el viaje: sus paradas, la categoría de las gentes que se iban sumando y un largo etcétera, que comprendía desde los medios o los animales más idóneos hasta el equipaje necesario para afrontar con éxito la arriesgada aventura.
Una ingente y abigarrada multitud aguardaba paciente la oportunidad de la gran travesía. Las personas se alojaban según las jerarquías o los dineros que tuvieran para destinar a la espera de la gran oportunidad. Las posadas, ventas, figones de Sidón estaban repletos. A las afueras de la ciudad se había ido formando un campamento de tiendas, chamizos, cobertizos e incluso establos, que las familias de la zona alquilaban, dejando sus caballerías a la intemperie, por ver de aprovechar la coyuntura para ganar buenos dineros.
Martí empleó la espera en seguir los consejos que le dieron tanto Yeshua Hazan como Hugues de Rogent. Por la mañana del tercer día se dirigió al mercado de animales y después del consabido regateo, ya que aquellas gentes sin tal requisito negaban la venta, se proveyó en primer lugar de un buen caballo, al que escogió teniendo en cuenta más su resistencia y su carácter que su velocidad y al que pertrechó debidamente, y luego con un camello, más conocido como «la galera del desierto», para asegurarse la travesía, pues eran legendarios tanto el buen hacer de estos rumiantes en arenas ardientes, como su frugalidad en la comida y necesidad de líquidos. Contrató también a un muchacho, experto camellero, para la conducción del arisco animal. Marwan era su nombre y no era la primera vez que iba a atravesar el desierto. Aconsejó a Martí sobre guarniciones, arneses, bridas, en fin de todos aquellos efectos de los que debía dotar al jorobado animal. Finalmente se abasteció de unas buenas alforjas de esparto anudado que habrían de ir repletas con los más precisos enseres para el largo viaje. Realizado todo este trajín y a fin de aclimatarse y aprovechar el tiempo de la dilación y acompañado por su nuevo criado, se movió por el lugar mezclado entre las gentes fingiendo ser mercader e inclusive aprovechó un disfraz de árabe para pasar más inadvertido y de esta guisa adecuarse a las costumbres de aquel pueblo.
Por las noches, cuando se recogía en la estancia que la amabilidad de Hazan le había asignado, tuvo tiempo sobrado para meditar y decidió que al término de aquel viaje regresaría a casa. Antes de partir entregó dos largas misivas a Hazan para que a su vez, y en uno de los barcos de la compañía, las enviara a Barcelona: la primera para Laia y la segunda para Omar, explicándole a éste que a su regreso y desde Sidón partiría aprovechando las singladuras más favorables de los barcos que le fueran acercando a Laia, para así acortar en lo posible el tiempo de su viaje, que ya resultaba fatigoso, ya que aguardar un barco que fuera directamente a Barcelona era harto dificultoso: dado que el mar entraba en tiempo de tempestades, las naves, jabeques y galeras que se aventuraban lo hacían navegando en cabotaje. La falta de noticias de su amada era un aguijón que se clavaba en Martí todas las noches y le impedía conciliar el sueño. Se consolaba pensando que tal vez las cartas de Laia se habían extraviado, pero un extraño presentimiento lo desasosegaba.
Por fin llegó el gran día.
La heterogénea caravana, al mando de Hugues de Rogent, se puso lentamente en marcha hacia Damasco. En medio de aquella culebreante muchedumbre iba Martí, convencido de que su pálpito había de ser definitivo al respecto de conseguir ser ciudadano de Barcelona y con esta ansiada condición adquirida, poder aspirar sin desdoro a la mano de Laia.
La flor de Laia
Las dos mujeres permanecieron abrazadas un largo rato. Luego la muchacha observó detenidamente a la esclava.
–¿Cómo estás, querida mía?
Los tumefactos labios de Aixa esbozaron una débil sonrisa.
–Estoy, que ya es mucho. ¿Y qué ha sido de vos?
Laia le contó los pormenores de su tormento, achacando su desgracia a las misivas y a las entrevistas habidas con Martí y dejando de lado las lujuriosas pretensiones de su tutor para no atemorizar a su amiga, dado que su suerte dependía de la de ella. Se refirió únicamente a su pretendido ayuno y al motivo por el que lo había interrumpido.
–Ahora comprendo muchas cosas -susurró Aixa, ahogando un suspiro-. Al cabo de poco, no puedo precisar de cuánto porque el tiempo pasa aquí abajo lento y espeso cual aceite de candil, bajó un físico que puso ungüento en mis heridas y aquel mismo día empezaron a suministrarme dos comidas cada jornada.
–La otra vez creí que te habían matado a golpes -dijo Laia, con los ojos llenos de lágrimas.
–Ojalá lo hubieran hecho. Quisieron sonsacarme las circunstancias y momentos que compartisteis con Martí, pero no consiguieron que abriera los labios. Luego me desmayé y ya no sentí. Creí que mi mente desvariaba, ya que me pareció haberos visto en sueños.
Laia acarició los cabellos de la esclava.
–Me arrastró hasta aquí para vencer mi resistencia y acepté sus condiciones, porque de no ser así me consta que te hubiera matado.
–¿Qué condiciones, Laia?
La muchacha la fue poniendo al corriente de la carta que le habían obligado a escribir y de la argucia que ella había utilizado a fin de que su amado pudiera colegir que las palabras no correspondían a lo que en verdad decía su corazón.
–Qué lista sois… Mi señor sabrá leer entre líneas.
Hubo una larga pausa en la que ambas mujeres se miraron en silencio.
–Aixa, intentaré verte siempre que pueda y haré cuanto esté en mi mano por mejorar las circunstancias de tu encierro.
–No os preocupéis por mí, no temo a la muerte. La he visto de cerca varias veces en mis días. Más me aterra el tormento. Si me queréis bien, proporcionadme un bebedizo que pueda utilizar si veo que no puedo aguantar el dolor.
Laia intentó calmar los temores de su amiga.
–Eso ya ha pasado. Sabré manejar la situación y simularé ceder a los deseos del viejo. Si renuncio a contraer nupcias y le hago creer que me quedaré a su lado para cuidar su vejez, cederá en sus arrebatos de ira y se olvidará de ti. Ya me ocuparé en su momento de que recobres la libertad, aun a costa de que te vendan y te aparten de mi lado. Cualquier amo será mejor que éste.
–De todas maneras, si podéis haceros con el bebedizo que guarda en su mesa de noche y que le ayuda a conciliar el sueño, me quedaré más tranquila.
–No creo que pueda. Edelmunda me vigila y no me deja ni a sol ni a sombra. Pero no temas, no te abandonaré en este trance. Desde que murió mi madre, a nadie había querido como a ti.
–A mí me ocurre lo mismo. Desde que fui esclava jamás tuve una amiga como vos. Tened fe, Laia, todo se arreglará.
–Si no consigo que te vendan, nada cambiará jamás. Aixa, sé lo rencoroso que es mi padrastro: estamos condenadas a permanecer entre estas paredes hasta que el Señor en su misericordia, el tuyo o el mío, lo mismo da, quiera llevarnos.
La áspera voz de Edelmunda interrumpió el diálogo.
–Señora, ya es hora de que regresemos. Me he excedido en el tiempo y no estoy dispuesta a recibir una reprimenda. Además, no hay quien aguante el hedor que se respira aquí abajo.
Laia abrazó a Aixa una vez más. Finalmente, se puso en pie y respondió:
–Pues decídselo a quien os envía: que hay gente que no es que visite, sino que vive en esta inmundicia.
–No es asunto que me concierna. Vuestro padre sabe lo que hace y cada quien tiene lo que se merece. Si os place, señora, caminad delante de mí.
Llegó la noche. El silencio dominaba la oscuridad de la mansión. Unos precarios candiles colocados en los pasillos alumbraban con su pálida luz las sombras que se cernían sobre los objetos. Bernat Montcusí cerró lentamente la puerta de su gabinete. Acababa de cerrar la trampilla a través de la cual observaba el desnudo de la niña. Aquella noche había contenido sus ímpetus y conservado su semilla. De dos zancadas se llegó hasta la puerta de la cámara de su pupila. Apenas llegado y sin llamar, se introdujo en el interior. Laia acababa de acostarse.
–¿Qué hacéis en mi aposento? – preguntó Laia, cubriéndose con las sábanas.
–Que yo sepa esta casa es mía. No tengo que llamar a ninguna puerta.
–Hacedme la merced de retiraros. Tengo sueño. Si queréis hablar conmigo, que sea mañana.
Bernat Montcusí emitió un jadeo ahogado y habló con voz ronca. Sus ojos estaban fijos en el cuerpo acostado de su hijastra.
–No he venido a hablar. Vengo a reclamar lo que me pertenece. Mejor para todos si es de buen grado.
Laia cerró los ojos y apretó las sábanas contra su cuerpo.
–Ya os dije que sería más fácil que se extinguiera el sol.
Bernat dio un paso hacia la cama.
–¡Hazme sitio a tu lado y acabemos de una vez!
–Antes muerta.
–¡Cuidado con lo que dices! Me tengo por un hombre de honor, siempre cumplo lo que digo. Mi palabra es ley en la ciudad y… ¡mucho más en mi casa!
–Si no os vais inmediatamente, gritaré.
Bernat soltó una carcajada irónica.
–Y dime, ¿quién crees que acudirá en tu ayuda?
–Quedaréis en evidencia como el viejo libidinoso que sois.
–¡Vas a ver quién soy y vas a tener constancia de quién es el que manda aquí! – gritó Bernat, dominado por la cólera.
Se acercó al lecho y tomando a Laia por la muñeca la obligó a seguirle.
La joven estaba aterrorizada. La camisa se le enredaba entre las piernas y apenas podía seguir las zancadas del hombre. Así, con Laia a rastras, llegaron a la boca de la escalera del sótano. Los gemidos lastimeros de algún desgraciado encerrado en una de aquellas mazmorras resonaban lúgubres. La voz airada de Montcusí obligó al carcelero del turno de noche a ponerse en pie.
–Abre la última celda. Sujeta a la esclava de la cadena del techo. Dame el látigo y vete al piso superior hasta que te avise.
El hombre voló a cumplir la orden de su amo.
Aixa, que yacía en el camastro, se sobresaltó ante aquel alboroto inusual. La puerta de su celda se abrió como empujada por un viento furioso. El inmenso carcelero la sujetó y obligándola a alzar los brazos la encadenó a una argolla que pendía del techo.
La voz de Bernat resonó de nuevo. Aixa, girando la cabeza, le vio entrar en la celda arrastrando a Laia. Entonces entendió que estaba perdida.
–Dame el rebenque y lárgate. Responderás con tu vida si alguien, sea quien sea, aparece por aquí. ¿Está claro?
El hombre se acercó a su rincón y, tomando el látigo, lo entregó a su amo. A continuación salió de la celda.
Aixa estaba de espaldas; su delgado cuerpo temblaba como una hoja. Aterrada, oyó la voz de Montcusí y el sonido del látigo contra el suelo.
–Y bien, querida. ¿Qué decides?
Laia se había quedado muda. Súbitamente Aixa sintió que una mano aprehendía su túnica a la altura de la nuca y la rasgaba dejando su espalda al descubierto.
–Cuando estés dispuesta a cumplir tu parte del pacto, avísame y me detendré. Mientras tanto, si quieres entretenerte contando los azotes, puedes hacerlo.
La esclava sintió cómo el rebenque le rasgaba la carne. Uno… dos… tres, la cuenta seguía, los latigazos iban cayendo uno tras otro.
Laia se cubrió la cara con las manos. Cada latigazo era un costurón que se abría en su alma. Finalmente, su voz se elevó por encima del ruido del rebenque.
–Ojalá os pudráis en el infierno. Tomadme, pero parad esta locura.
La joven, con los ojos cerrados, se dejó caer sobre el camastro.
El consejero jadeaba, cansado por el esfuerzo y la tensión. Gruesos goterones de sudor perlaban su frente y descendían por su papada. Aixa, desmayada, seguía colgada de la argolla que ceñía sus muñecas.
Ante la visión de su presa entregada, Bernat reaccionó como una bestia salvaje y comenzó a bajarse los calzones con una mano mientras con la otra arremangaba las sayas de Laia. Ésta, al sentir las grasientas zarpas del viejo sobre su carne virgen, rompió a llorar.
Intrigas palaciegas
La puerta de la alcoba condal se abrió y un Ramón Berenguer acalorado por el ejercicio físico que acababa de finalizar en la sala de armas de palacio y eufórico por las circunstancias del momento, irrumpió en la estancia, todavía vistiendo la loriga de fina malla pero con la cabeza al descubierto.
Almodis, experta conocedora del carácter de su esposo al respecto de tocar según qué temas, se dispuso a aprovechar la coyuntura.
–¿Cómo os ha ido, esposo mío, en vuestra afición de jugar a las armas?
Ramón, que había tomado una frasca de limonada del canterano de la condesa y bebía de ella directamente, detuvo su quehacer y mientras se enjugaba con el dorso de la otra mano los regueros que caían por su poblada barba, respondió:
–Admito que Marçal de Sant Jaume es diestro en el estafermo pero no soporta que yo le supere con la espada corta y la rodela, y me ha retado.
–Habéis vencido, sin duda -dijo Almodis con tono orgulloso.
–He ganado la apuesta y esta vez se la he cobrado. Así aprenderá a respetar a su señor. Mirad lo que os regalo.
Berenguer lanzó sobre el regazo de su mujer una escarcela de mancusos que en el exterior llevaba el escudo de Besora con los tres palos de plata sobre un campo azul.
Almodis examinó el obsequio y con un mohín zalamero comentó, señalando una pequeña herida que mostraba el conde en su pantorrilla:
–Ramón, os han vuelto a herir. ¿Por qué no usáis protección cuando os decidís a pelear aunque sea en combate ficticio?
El conde pareció darse cuenta en aquel momento del sangrante rasponazo y tomando una servilleta de lino que envolvía el gollete de una botella de labrado cristal y derramando en ella un poco de vino, limpió la herida al tiempo que declaraba.
–Prefiero una pequeña herida que pasar el calor que me proporciona la protección de las piernas cuando lucho en la sala de armas.
–Pues yo no lo prefiero. Ya sabéis lo que os ocurrió la última vez que no hicisteis caso del físico y la herida que teníais supuró y os produjo calenturas. Aquella herida no era mayor que ésta.
–En esta ocasión no ocurrirá. Ya veis que me estoy limpiando. Por cierto, lástima de vino, dedicarlo a tan pobre menester. ¿Os sirvo un poco?
–Sea, ¿por qué queréis brindar?
Ramón llenó dos copas y se acercó a su mujer entregándole una de ellas.
–Por nosotros, señora, por nuestra felicidad.
Almodis aprovechó la coyuntura.
–Que no es completa.
El conde dejó la copa sobre una mesilla y tomándole la mano, indagó:
–¿Qué es lo que os falta? ¿No he cumplido acaso todo cuanto os prometí en Tolosa?
–Algo me falta y algo me sobra.
–Si tenéis a bien explicaros…
–Veréis, amado mío. Nadie se atreve a decirlo y menos delante de vos, pero mientras no consigáis que vuestra abuela recurra al Papa a fin de que levante nuestra excomunión, la gente me considera vuestra concubina. Que, al fin y a la postre, es lo que soy…
–A veces pienso que sois bruja o que tenéis alguna relación con los espíritus.
–¿Por qué decís esto?
–Porque adivináis mis intenciones antes de que pueda llevarlas a cabo.
Almodis, aduladora, tomó la mano de su amante y la besó.
–Decidme, ¿qué es lo que os he adivinado?
–Veréis, a mí tampoco me satisface esta situación y he decidido hacer algo al respecto.
–¿Y qué es?
–He hablado con el notario Valderribes y con el juez Fortuny para que establezcan un acto de alcance jurídico que llene el vacío legal en el que nos hallamos hasta que consigamos el alzamiento de la excomunión y que os haga mi esposa ante toda la corte, por lo que he dotado al mismo de los correspondientes sponsalici cual si de una boda se tratara. En ellos constará que os he cedido el futuro señorío del condado de Gerona y los dominios que tiene en usufructo mi abuela sobre los de Vic y de Osona, cinco castillos fronterizos y las parias del rey moro de Lérida.*
* Esta especie de boda civil la organizó Ramón Berenguer en noviembre de 1056, y comienza el escrito con las palabras: «El tercer año después de nuestra unión».
–¿Y cómo me cedéis algo que todavía pertenece a Ermesenda?
–Mi abuela es como es, pero si durante sus largas regencias la nobleza no pudo conculcar mis derechos fue gracias a su amor a estas tierras. Pienso que no ha tenido más remedio que admitir que mi amor por vos es inquebrantable y en el fondo de su corazón sabe que me obligó a casarme dos veces. Ahora sus días se acaban, sus partidarios han ido muriendo; entre esto y que no quiere ser un motivo de fractura entre los condados de Gerona y de Barcelona va llegando a acuerdos conmigo a través de embajadas. Creo que puedo llegar a colmar sus ambiciones, en cuanto a dineros se refiere, a fin de que pueda dejar cubiertas las necesidades de sus conventos. Estoy a punto de conseguir su intercesión para que el Santo Padre levante nuestra excomunión.
Almodis le dio un beso en los labios.
–Sois el mejor marido y el más cumplido caballero que haya en el mundo.
–¿Estáis contenta ahora?
–Si fuera mujer ambiciosa de dineros, tal vez lo estuviera; pero sabéis que por vos dejé Tolosa, siendo la condesa consorte, y vine a Barcelona para ser vuestra mantenida, por no darme el nombre con que el vulgo conoce a las mujeres que tienen mi condición. Y sin seguridad alguna.
–Entonces, ¿qué es lo que os perturba?
–Dos personas.
–Procedamos por partes, comenzad por la primera.
–Ya levante el Papa la excomunión, ya me deis ante la corte el lugar que creo merecer y me rinda pleitesía todo el pueblo, vuestro hijo Pedro Ramón me trata y me tratará como una usurpadora de sus derechos y jamás creo haber atentado contra ellos.
Ramón se acarició la poblada barba con mesura.
–Ya conocéis su carácter: es desabrido e iracundo, pero jamás levantará una mano contra vos.
–¡Hasta ahí podríamos llegar! Que sea montaraz, desconfiado y celoso, es cosa suya: allá él con su talante. Las gentes como él son desgraciadas, acostumbran a ver enemigos donde no hay más que sombras y terminan sus días en la más terrible de las soledades. Pero que se guarde de mí, porque si me busca me hallará.
–¡Por Dios, Almodis, no hagamos una montaña de un grano de arena! Tened compasión de mí. Al fin y a la postre soy su padre y me hallo en medio del debate. No dudéis que le reprenderé en cuanto vuelva a las andadas, pero dadme una tregua.
–Que me la dé él a mí. Estoy harta de sus intemperancias.
–¿Usurpadora de qué derechos os llama?
–Creo que toda madre debe cuidar del futuro de sus hijos. Pues bien, apenas toco el tema de proveer el futuro de Ramón, y de Berenguer también, claro está, cuando, si por un casual escucha cualquier comentario, irrumpe en mis aposentos y delante de quien haya me acusa como si hubiera pretendido robarle algo que es suyo. Me consta que es el primogénito, pero imagino que mis hijos también lo son vuestros y habrá que adecuar nuestra herencia para que todos participen de ella.
Berenguer intentó desviar la atención de su esposa hacia otro frente.
–Decidme cuál es la segunda persona que os incomoda.
Almodis dio un rodeo, pues el envite era tal vez más delicado que el anterior.
–Tolero cualquier defecto del prójimo; yo misma estoy llena de ellos, pero si algo me subleva y no acepto de un cortesano es la adulación servil por complacer a su señor y el halago gratuito. Creo que es un insulto a vuestra inteligencia. Si piensa que no os dais cuenta, es que os toma por tonto, y si por el contrario piensa que sois consciente de ello, cree que sois vanidoso. En ambos casos os está insultando.
–Intuyo a quién os estáis refiriendo, pero os equivocáis.
–Pues aguardad, porque os voy a dar más indicios. Es venal y taimado, abusa de vuestra confianza y se vale de ella para medrar a vuestra sombra; si se sirviera de estas artes honradamente, bien estaría: el mundo es de los avispados, pero tengo la certeza de que aumenta día a día su peculio con dineros que no le corresponden y que debieran estar en vuestras arcas o en posesión de sus dueños legítimos, si han sido cobrados en exceso o con malas artes.
El conde meditó unos instantes su respuesta.
–En cuanto al halago, al que aludís, con el que mi intendente me obsequia, pues es él a quien os referís, no es más que la expresión de afecto de un consejero que no es de noble cuna y tiene la humildad de expresar lo que piensa de su señor. No como algún noble cercano al trono que tiene a desdoro el reconocer la superioridad de la casa de los Berenguer y que pretende tratar al conde de Barcelona de igual a igual. Se han dado muchos casos y en más de una ocasión hemos hablado de ello. Por más que ya conozco la argucia de la intuición femenina. Si encomian mi persona es que halagan mi vanidad y si por el contrario alguien es parco en la alabanza, entonces es que la envidia le corroe y debo vigilar sus actos. Es decir, de una forma u otra siempre acertáis. En cuanto a lo segundo, debo deciros que Montcusí desempeña su misión con un celo encomiable y que es el intendente de abastos y consejero de finanzas que mejor ha cuidado mi hacienda desde hace mucho tiempo. Prefiero que engorden mis arcas y distraigan algo para su bolsa que no que, siendo honradísimos, no se pierda ni un mancuso, pero sean pocos los canales que enriquecen al condado. En una palabra: en el supuesto que me roben, que sea poco, y desde luego prefiero a un listo hábil que a un tonto honrado.
–Esposo mío, quiero entender vuestras razones, pero tened en cuenta lo que os digo: controlad la viña o día llegará que su influencia y sus dineros le proporcionen tal poder que desde la sombra pueda intentar perjudicaros. La ambición de los cobardes es infinita.
–No paséis pena por mí. Si llega tal situación veréis cómo el conde de Barcelona pone raudo remedio. El buen gobernante no tiene amigos. A la menor sospecha de que sus méritos sean menos abundantes que los beneficios que proporciona al condado durará menos en mi estima que un dulce de jengibre en la boca de vuestros gemelos.
–De nuestros hijos, querréis decir.
–Evidentemente, esposa mía.
Kerbala
–¿Cuánto creéis que tardaremos en llegar a Persia?
–Eso nunca se sabe. Siempre puede haber imprevistos: encuentros inoportunos, enfermedades… Daos cuenta de que al día de hoy, en mis otras travesías jamás he abandonado a nadie que sufriera fiebres o heridas durante el trayecto y si ha habido muertos los he enterrado. En esto se funda el buen nombre de un conductor de caravanas.
Poco tiempo después y en sus propias carnes tuvo Martí la ocasión de confirmar las palabras del francés. La caravana había ya sobrepasado Damasco y se encaminaba al oasis de Sabaabar. Las «ratas del desierto», que así llamaban a los bandidos que habitaban aquellos parajes, se habían dejado ver en alguna ocasión. Sin embargo, el gran número de mercenarios que protegía la caravana los disuadía de lanzar un ataque. Los días eran asfixiantes y las noches heladas. Los componentes del grupo sufrían los rigores de la estación. Lo mismo ocurría con las tempestades de polvo. La gente se cubría con toda clase de holgadas prendas, pero la arena se metía por todas las rugosidades del cuerpo y los únicos que quedaban a salvo eran los sabios camellos, por su capacidad de cerrar ojos y nariz. En el oasis enterraron a tres personas que no resistieron la prueba, y a partir de aquellos días una manada de buitres agoreros seguía a la caravana. Allí tuvo Martí ocasión de comprobar el acierto de la elección de Marwan. Había plantado su tienda en el palmeral por deferencia de Hugues de Rogent, que escogía en cada ocasión el sitio más oportuno y más seguro para la acampada. Aquella noche, que iba a ser la última ocasión para rellenar los odres de agua, el jefe franco le había invitado a compartir su frugal refrigerio.
Las luciérnagas del desierto centelleaban en la oscuridad. Después de cenar, cuando se disponía a acostarse en el camastro que Marwan le había preparado, sintió en el pie derecho una picadura extremadamente dolorosa. A la luz de la llama de una vela pudo ver que bajo una piedra se ocultaba el causante del dolor. A voces llamó a su criado y le refirió el suceso. Marwan retiró el pedrusco y al hacerlo salió a toda prisa el bicho. Tras aplastarlo, el criado se volvió hacia él.
–No habéis tenido suerte, amo. Es un escorpión de las dunas. He de correr a por mis cosas, o no llegaréis a Kerbala.
Cuando Marwan regresó junto a él con su bolsa, una quemazón insoportable le ascendía por la pierna hasta la ingle.
El sirviente le ayudó a tenderse en el catre. El candil comenzó a girar ante sus ojos y a pesar del frío nocturno, un incontrolado calor le ahogaba. Antes de que perdiera el conocimiento, Marwan le dio una pócima, tomó su navaja y sajó la picadura, hecho lo cual aplicó sus labios a los bordes de la herida y succionó el veneno, que escupió a continuación. Luego le embadurnó la pierna con una pomada que extrajo de su bolsón. Lo último que oyó antes de desmayarse fue:
–Voy a avisar al capitán. Vais a estar enfermo durante muchos días.
La profecía se cumplió. Luego supo que gracias a la diligencia de su criado había salvado la vida. Hugues de Rogent dispuso unas parihuelas que sujetó su sirviente a la grupa del camello; así tendido y atado con correas, hizo el camino. En sus delirios aparecía el rostro amado de Laia mirándole fijamente con sus ojos grises y queriendo decirle algo muy grave que no llegaba a entender; luego desaparecía y resonaba en su cabeza la carcajada sardónica de su padrastro riéndose de sus esfuerzos por conseguir el premio de la ciudadanía barcelonesa.
Un ataque de las «ratas del desierto» les sorprendió al atardecer del martes de la tercera semana. Únicamente la pericia de Rogent y la bravura de los mercenarios impidieron a los asaltantes salirse con la suya. El combate se saldó con cinco muertos: tres adultos y dos niños. Las inclemencias del tiempo, las enfermedades, las fiebres y el susodicho ataque iban diezmando al grupo. Cerca de Persia, de los trescientos sesenta que iniciaron la travesía quedaban únicamente doscientos noventa y tres. Martí, débil como un pajarillo, fue recuperando fuerzas y al salir del envite tuvo la certeza de que Dios, la Providencia o el destino le reservaban grandes cosas.
Finalmente, al llegar a ar-Ramadi, Hugues de Rogent se despidió del hombre que había comenzado el viaje siendo su subordinado y que lo había concluido siendo su amigo.
–Hasta aquí hemos llegado, Martí. Yo debo continuar mi viaje hasta Kirkuk y vos debéis desviaros hacia Kerbala. Veo que ya habéis recuperado las fuerzas. Andad con cuidado; es igualmente peligrosa la primera legua que la última y nada distingue a la una de la otra. Fijaos cuántos se han quedado por el camino. El infierno está lleno de temerarios; quien no tiene apego a la vida acostumbra a perderla.
–Jamás os podré agradecer cuanto habéis hecho por mí.
–Iba dentro del trato, únicamente he cumplido mi parte. El prestigio de un capitán de caravanas y su buen nombre depende de lo que divulguen los que han quedado para contarlo.
–Contad con ello. Y ahora, decidme, ¿qué camino debo seguir?
–No os alejéis del curso del Éufrates: éste os llevará hasta Bahr al-Milh. Desde allí hasta Kerbala tenéis poco trecho.
–¿Cuándo regresaréis? Lo pregunto por adecuar mis fechas a vuestra caravana.
–Aún no lo sé. Pero vos deberíais esperar a alguna caravana numerosa, o bien ir cubriendo etapas más cortas.
–Seguiré vuestro consejo.
Éstas fueron las sabias palabras de Rogent. Martí, tras despedirse con un abrazo del guía y darle las gracias por sus impagables servicios, partió, seguido de su camellero, al encuentro de Rashid al-Malik, que habitaba en una pequeña aldea cercana al lugar donde su camino se separaba del de la disminuida caravana a la que la muerte, la inclemencia del camino, las fiebres, las distintas temperaturas y el asalto de los forajidos habían reducido tan considerablemente. Antes de separarse, por consejo de Marwan, cambió el camello por un buen caballo que le cedió un comerciante que esperaba regresar por el mismo camino, ya que a él, en aquellas circunstancias, mejor servicio le iba a hacer una caballería.
La trocha era harto estrecha, y el firme resbaladizo. Siguiendo las recomendaciones del franco, decidió pisarla cuidadosamente no fuera a ser que tras tanta penuria sufriera un percance cuando estaba a punto de alcanzar la meta. Cuando ya la noche se le echaba encima, una pobre luz le indicó que poco faltaba para cubrir su objetivo. Un perro ladraba en lontananza y sus ladridos le ayudaron a encontrar la aldea, si aquel grupo de casuchas podían llamarse así.
Lujuria y avaricia
–Ya sabéis que las muchachas, al hacer el cambio, pasan por períodos de languidez. – A lo que añadía que el físico judío que la visitaba ya le había recetado elixir de hierro y otros reconstituyentes.
A la única que nadie consiguió engañar fue a Adelaida, la vieja ama de cría cuya casa visitaba a menudo, que en una ocasión comentó a Edelmunda: «Esta niña padece mal de amores». La dueña, que siempre las acompañaba en sus visitas, respondió: «Son manías de jovencitas. A mí me cuesta un padecer cada día para que coma lo que su edad requiere. Su padre, que la adora, está desesperado».
Así fueron las cosas hasta aquel día.
Edelmunda, la dueña que Montcusí había designado como celadora de Laia, temblaba en pie frente a su amo dado que la nueva de la que era portadora no era precisamente una noticia fácil de dar ni grata de recibir, y ella era muy consciente de los fulminantes ataques de ira de su patrón a quien nadie se atrevía a contrariar. Habían transcurrido cinco meses y, siguiendo estrictamente sus indicaciones, había acompañado todos los días a la muchacha en su diaria visita a la celda de la esclava. Ésta, por indicación expresa de Bernat, había sido curada y era atendida puntualmente, ya que su restablecimiento colaboraba de forma notable a tener a su pupila entregada y sumisa ante su tórrida pasión. La muchacha estaba pasando un vía crucis, ya que si bien sabía que de ella dependía no únicamente la vida, sino evitar una terrible muerte para Aixa, ignoraba cuánto tiempo iba a ser capaz de aguantar aquella ignominia. La esclava desconocía todo ello, ya que la primera vez que se cometió el sangriento desafuero, precisamente en su celda, había permanecido desmayada. Cada día se daba cuenta del demacrado rostro y de las inmensas ojeras que ensombrecían los ojos grises de su joven ama, pero lo atribuía al sufrimiento por la ausencia de Martí y al hecho de que todo el engranaje de misivas hubiera sido descubierto.
La vida de Laia era un infierno. Cada vez que su padrastro se presentaba en la cámara, temblaba, y durante el tiempo que abusaba de ella, intentaba que su mente se evadiera y vagara por otros parajes, imaginando un futuro lejos de aquel sátiro, de manera que ni tan siquiera llegaba a oír sus entrecortados gemidos. Mientras su cuerpo inmóvil sufría las acometidas del viejo, era consciente que había perdido el amor de Martí y de que su única solución era entrar en un convento y tomar los hábitos, a fin de ocultar al mundo su vergüenza. Su único asidero era saber que, mientras fuera capaz de soportar aquello, la vida de Aixa estaba a salvo.
Bernat Montcusí alzó la cabeza de los papiros y, mientras lacraba un pliego, exigió:
–¿Qué suceso tan urgente te hace perturbar mi trabajo?
La dueña permanecía en pie, retorciendo un pañuelo entre las manos.
–¡Habla, mujer!
–Veréis, señor, ha ocurrido un incidente que temo produzca incómodas consecuencias.
–¿De qué se trata? Y ¿de quién es la culpa?
La mujer temblaba.
–No es culpa, es accidente.
–¿Qué pasa, necia? ¡Habla de una vez!
–El caso es, amo… -La mujer respiró hondo y, con los ojos medio cerrados, lo dijo-: Creo que Laia está en estado de buena esperanza. Parirá en otoño de este año.
El intendente enrojeció. Su rostro, con las cejas enarcadas, anunciaba un estallido de ira realmente demoledor.
–¿Insinúas que está esperando un hijo?
Edelmunda mantenía la vista fija en el suelo.
–De no ser que padezca un mal que desconozco, es evidente.
–¡Y dices que no hay culpable!
–Señor, yo puse los medios, pero a veces las cosas no salen como esperamos.
–¿Y qué ha sido de todas las recetas de las que presumías para ganarte mis beneficios? – gritó Montcusí.
–Señor, os puedo asegurar que es la primera vez que el recurso de un trozo de tela empapado en vinagre y colocado en la entrada de la mujer no me ha surtido efecto.
Una larga pausa se estableció entre el consejero del conde y la mujer. El primero era consciente del peligro que corría caso de que aquello se supiera, y la mujer deseaba por cualquier medio deshacer aquel entuerto ya que su trabajo, si no otra cosa, peligraba.
–Señor, tengo medios para que el embarazo no llegue a buen fin.
–¡Estúpida! Si todos tus recursos son como el que presumías haberme prestado, renuncio desde este momento a todos ellos. Desaparece de mi vista. Cuando haya tomado una decisión, ya te haré llamar. Desde ahora te prohíbo hablar con nadie de este asunto. Si me desobedeces no tendrás ocasión de ver nacer el día. ¿Me has comprendido?
La mujer, creyendo que por el momento salía bien librada, asintió con la cabeza, y juró y perjuró que no abriría la boca ni para comer.
–Desde este mismo instante -prosiguió Bernat-, la esclava queda incomunicada. Nadie, absolutamente nadie, podrá visitarla.
El consejero rumió su desespero durante varios días y lentamente fue aclarando sus ideas y llegando a conclusiones.
Tras largos meses de tomar a Laia a su entero capricho, su pasión había disminuido notablemente. En primer lugar, al haber obtenido el objeto de su deseo, su libido se había atenuado; en segundo, la total pasividad de la muchacha le sacaba de sus casillas. Al principio pensó que su inexperiencia la impedía gozar del acto y creyó que al irse acostumbrando, su deseo aumentaría y un día u otro comenzaría a obrar como mujer; pero no fue así, ya que cuando la poseía creía estar haciendo ayuntamiento carnal con un cadáver. Además, su belleza se había ido marchitando día tras día. De modo que la noticia que le transmitió Edelmunda fue el golpe final y colaboró a que se hartara de su juguete. Por otra parte, la semana anterior y a través de su mayordomo, le habían liquidado un montante muy jugoso de los negocios que tenía con Martí Barbany, que con el tiempo podían ser mucho más numerosos y rentables, pues el año de anticipo había caducado. Su ausencia se acercaba al final del segundo año.
Un abanico de posibilidades se abrió en su mente. Si conseguía hacerlo ciudadano de Barcelona y le entregaba la mano de Laia, ésta tendría un padre para la criatura. No quería pensar en el aborto, pues era un pecado que desagradaba notablemente a Dios, que, en cambio, perdonaría sus debilidades de hombre. Él tendría controlado al ambicioso joven y teniendo la precaución de esconder a la esclava en cualquiera de sus posesiones, como la masía fortificada de Sallent, siempre tendría el silencio de su hijastra asegurado y su presencia cuando la requiriera. Otra medida urgía: nadie en la residencia debía conocer el estado de Laia. Para ello, la enviaría a Sallent junto a Edelmunda. Una vez recuperada su figura, permitiría que volviera a ver a Aixa, siempre vigilada por alguien, para que supiera que todo dependía de ella y que su silencio garantizaría la supervivencia de la mora. Todo ello bullía en su cabeza e iba tomando cuerpo lentamente.
Sus dudas y vacilaciones duraron una semana: dio vueltas y vueltas al asunto y, tomada la decisión, mandó aparejar su carruaje y partió en dirección de la Pia Almoina donde residía su confesor que también lo era de la condesa Almodis, el padre Eudald Llobet.
Al ver el escudo del carruaje que se acercaba, el religioso de la portería hizo avisar al padre Llobet. Bernat Montcusí se apeó sin dar tiempo al postillón a abrir la portezuela, y seguido por el vuelo de su capotillo se introdujo en el edificio. El acólito regresó al instante diciendo que el clérigo aguardaría al visitante en su despacho. Tras atravesar las estancias del inmenso edificio fue introducido a la presencia del monje.
Eudald Llobet cuidaba de cualquier feligrés que requiriera de su consejo, pero como humano tenía sus filias y sus fobias, y el sinuoso consejero, pese a que en ocasiones había hecho valer su influencia para con él, no era, precisamente, personaje de su agrado: lo hallaba viscoso y frío como una serpiente.
–Bienvenido a esta casa, Bernat. De haberlo solicitado, hubiera ido yo a visitaros.
–Las circunstancias me han urgido y he intentado ganar tiempo viniendo yo.
–Entonces acomodaos y explicadme el motivo de vuestra visita.
El consejero tomó asiento frente al canónigo.
–¿Y bien?
–Eudald, el asunto que me trae ante vos es sumamente delicado y debe ser abordado con suma cautela, pues, amén de perjudicar mi buen nombre como tutor, puede desgraciar la vida de Laia, mi pupila, a quien tanto amo, y hacer que un baldón infamante caiga sobre mi casa.
–Me alarmáis, Bernat. Os escucho.
–Bien. Empezaré contándoos lo que acontece y luego aguardaré vuestro consejo para no faltar a lo que ordena la Santa Madre Iglesia y salir de este mal paso.
El sacerdote se removió, inquieto, y aguardó a que su visitante se explicara.
–Veréis, vos conocéis la veleidad de las mujeres: inconstantes como cometas a merced del viento. Vuestra experiencia sabe de la fragilidad de sus sentimientos y el cambio que sufre su organismo al pasar de púberes a hembras hechas y derechas. Mi protegida se encaprichó en su frivolidad de Martí Barbany, el joven que vos me enviasteis para demandar mi anuencia a fin de abrir un comercio de objetos lujosos. Luego me ganó su carácter y su empuje y por vos le atendí en otras demandas y negocios que me expuso. El caso fue que en el mercado de esclavos conoció a Laia, se entrevistaron varias veces a escondidas con la ayuda de infieles servidores, y mi hijastra le hizo concebir vanas esperanzas. No olvidemos que él no la merece, ya que ni tan siquiera es todavía ciudadano de Barcelona. El muchacho vino a solicitar mi venia para cortejarla, pero a mi pesar y en contra de mis sentimientos, tuve que oponerme. No obstante, lo hice en la esperanza de que con el tiempo el amor de Laja sirviera de acicate para que él resolviera su situación y sus éxitos me permitieran dar vía libre al enlace. Pero hete aquí que vuestro pupilo partió de viaje y año y medio después de su partida, Laia acudió a mí una noche, llorando y explicándome sus furtivos encuentros y el compromiso que había adquirido. Entonces me rogó que interviniera para hacerle llegar una misiva indicándole que su relación había terminado y que ya no le amaba. Como comprenderéis, la reprendí por su frivolidad: le afeé su conducta y la reconvine diciéndole que no se debía jugar a la ligera con los sentimientos de las personas, pero sospeché que un nuevo amor rondaba por su alocada cabeza y que había caído en las redes de algún jovencito picaflor de la corte. Efectivamente, mi pálpito no iba errado. Me confesó que se había enamorado de nuevo y esta vez, para más inri, de un hombre casado: un noble de los que mariposean alrededor de los poderosos. No sé quién es ni quiere confesarlo, mas intuyo que es el hijo de algún notable cuya alcurnia la obnubiló. Ella, que ignoraba su condición de casado y que jamás podría tomarla como esposa siendo plebeya, se entregó como una estúpida y tras la coyunda quedó preñada; pero en cuanto el galán supo de sus labios el embarazo, puso pies en polvorosa y se negó a reconocer a la criatura.
La expresión de Llobet era impenetrable.
–Proseguid.
–Tengo la obligación de velar por ella, se lo prometí a mi mujer en su lecho de muerte. Bien, entonces me asaltó la duda: ella se niega en redondo a acusar a quien la desvirgó; por tanto, o ponía los medios para abortar este embarazo o debía buscar a alguien digno de ella que la tomara por esposa. Vos me conocéis bien. Como hijo de la Iglesia jamás cometería asesinato semejante consintiendo un aborto. Únicamente me quedaba una solución, que a vos encomiendo y que es el asunto que me ha traído hasta aquí. Nadie de linaje la tomaría por esposa y a nadie que persiga mi dinero, pues ella algún día me ha de heredar, entregaría. Solamente me queda una solución. Vuestro pupilo, a quien ella defraudó, es un hombre que ya a ser muy rico. Ya empieza a serlo, y no es noble pero sí será ciudadano de esta ciudad… Sobre todo si pongo mi empeño en ello. Si el muchacho la quiere todavía, podríais allanar la dificultad del embarazo; estoy seguro de que vuestra influencia zanjaría cualquier inconveniente. Él tomaría una esposa a la que amó hasta hace poco, sería ciudadano de Barcelona y haría de padre para la criatura que Laia va a traer al mundo; mi pupila salvaría su honra y el tiempo curaría las heridas achacando la conducta de mi ahijada a pecados de juventud.
El padre Llobet meditó unos instantes. Además de fino conocedor de las miserias humanas era un hombre experimentado, que antes de ser religioso había transitado muchos caminos: conocía profundamente al consejero y percibió que, tras aquella extraña historia, latía un misterio que por el momento escapaba a sus alcances.
–Hace mucho que no os veo en mi confesonario, Bernat.
El otro se desconcertó un punto ante la extraña respuesta.
–Cierto, tenéis razón. Mis ocupaciones me absorben y para cumplir como buen cristiano debo acudir a la iglesia de Sant Miquel, que está más cerca de mi casa. Mas no comprendo qué tiene que ver vuestro comentario con el asunto que me trae hasta vos esta tarde.
–Pensaba que mientras lo medito, os podría confesar aquí mismo en mi despacho, para que los dos, en gracia, pidamos a Dios que nos ilumine en decisión tan importante.
–Me confesé el viernes. Estoy en gracia de Dios, no necesito pedir perdón por mis faltas.
Eudald Llobet, que conocía la escrupulosa conciencia del consejero al respecto del sacramento, intuyó que guardaba en su alma secretos e intenciones que no quería exponer en una confesión.
–Bien, dejad que medite cómo abordar esta situación. Tengo entendido que Martí aún ha de tardar en llegar.
–Eso no importa, enviaré a mi hija a que cumpla su embarazo sin ver a nadie y acompañada de su dueña y de una partera de confianza, a una de mis propiedades. Allí se quedará hasta que dé a luz. Tendrá a su hijo, que crecerá fuera de la ciudad, y cuando convenga regresará… Ya veremos si en calidad de hijo, de adoptado, o de lo que se me ocurra. Para entonces todo habrá pasado y nadie sospechará nada.
Rashid al-Malik
–Dime, buena mujer, ¿conoces la casa de Rashid al-Malik?
–¡Ese viejo loco! Vive solo y únicamente viene a la aldea para proveerse en la abacería de lo que necesita para subsistir y que no saca de la tierra o de sus animales.
–¿Me podrás indicar el lugar?
–No tiene pérdida. Está a una jornada de camino a caballo: lo encontraréis junto al lago en Bahr al-Milh. No intentéis llegar cuando el sol se haya puesto, pues os recibirá soltando los mastines. Ya os lo he dicho: es un loco.
Dando las gracias, Martí se retiró a descansar en una humilde buhardilla que, atravesada por el tubo de ladrillo cocido que servía para que el humo de la chimenea saliera al exterior, conservaba el calor de la pieza de abajo. Antes de hacerlo ofreció a Marwan la opción de compartirlo con él, pero el camellero prefirió acomodarse en la cuadra de los animales según era su costumbre, y descansar arropado por el calor natural que emanaba de sus caballos y de los corderos de la buena mujer.
Antes de caer rendido por el cansancio de las duras jornadas, Martí tuvo el convencimiento de que su periplo estaba a punto de finalizar. Su mente viajó a Barcelona e hizo planes. Jofre podría ya partir hacia los puertos visitados y cargar y repartir las mercancías que él había adquirido durante aquel proceloso año y medio transcurrido desde su partida. Su barco estaría ya preparado y era su intención hacerse con otro navío en cuanto pudiera, y luego otro y después otro… Recordaba las palabras de Baruj Benvenist: «El negocio está en el mar», había dicho. Su pensamiento volaba de un sitio a otro. Debería buscar más capitanes para sus naves. Su otro compañero de fatigas infantiles, Felet, también se había dedicado al mar. Daría con él. Luego, si pudiera convencer a Manipoulos, el griego, su flota comenzaría a ser importante. Pensaba demostrar a Bernat Montcusí que era digno de la mano de Laia… En estas ensoñaciones andaba su cabeza cuando le venció el agotamiento y se durmió.
Parecía que había descansado poco tiempo cuando sintió que la mano de su camellero le despertaba.
–Amo, es media tarde. Debemos partir si queréis llegar a Bahr al-Milh antes de que anochezca.
Apenas abrió los ojos sintió el ajetreo de la mujer que ya andaba trajinando con los cacharros. El cacareo de los gallos seguido por el relinchar de los caballos y el balido de los corderos ayudaron a despejar su mente. Se puso en pie en un santiamén y después de darse unas abluciones en el agua de la jofaina que Marwan le había subido, se vistió rápidamente. Mientras tanto, su criado iba recogiendo sus pertenencias y las iba colocando en una bolsa que después cargaría en una de las alforjas de su caballería. Tras una copiosa colación y liquidar generosamente la cuenta que adeudaba a la mujer, se puso en marcha. Aprovechó el camino para cerrar un acuerdo con Marwan. Durante la larga travesía del desierto había tenido tiempo de observar sus cualidades. Era de fiar, esforzado, muy trabajador y hablaba varios dialectos.
–¿Qué vas a hacer cuando yo regrese a Barcelona?
–Amo, lo único que sé hacer: ofrecerme a otra caravana que atraviese el desierto y buscarme otro amo que no será como vos pero cuyo servicio me servirá para ir guardando dinero. Cuando sea más viejo, me gustaría establecerme en Sidón y abrir un comercio de camellos. Mi padre decía que, aunque los tiempos cambien, mientras el desierto esté donde está, la arena sea arena y el clima y los vientos sean los mismos, el camello siempre será necesario.
–Y si yo te ofreciera la posibilidad de trabajar conmigo en la distancia pagándote mucho más cada año de lo que cobrarías atravesando el desierto tres veces, ¿qué me dirías?
–¿Y qué puedo hacer yo para serviros que os pueda interesar?
–Ser aquí mis ojos y mis oídos, y mandar las caravanas que irán partiendo desde aquí hacia las escalas de Levante con el cargamento que yo te diga.
–¿Podré ir una vez al año a Sidón?
–Cuando tu trabajo te lo permita y tú lo desees.
–Es que hay una mujer, amo… -admitió el camellero con una franca sonrisa.
–No hace falta que me cuentes, sé lo que es eso.
Y de esta simple manera, Martí halló al hombre que iba a ser su álter ego en aquellas lejanas tierras, pues pese a su juventud había llegado a la conclusión de que las mayores fidelidades se anudaban más por el trato y el afecto que por los dineros.
Al atardecer llegaron a Bahr al-Milh. Un peculiar olor, que aumentaba al llegar al lago y que lo invadía todo, asaltó su olfato. Marwan preguntó por Rashid al-Malik en un dialecto que sonaba a farsi a un pastor que cuidaba de unas cabras que intentaban mordisquear unos míseros jaramagos que nacían entre las piedras. El hombre, señalando con su cayado en una dirección, cruzó unas palabras con el camellero.
–Amo, estamos al llegar. Tras aquel montículo se halla la granja de vuestro hombre. Queda media legua de camino.
Partieron de nuevo. El ansia de llegar hizo que Martí espoleara a su cabalgadura, obligando a Marwan a hacer lo mismo. Cuando coronaron la altura se abrió a sus pies la visión de un lago casi negro, y a su orilla, una construcción principal rodeada de otras menores y circunvalada por un muro de piedra. Los perros saludaron su llegada con un concierto de ladridos que hizo que un hombre barbudo de mediana edad, cubierto con un gorro de astracán, vestido con una saya parda, un chaquetón de piel de cordero y gruesas botas, saliera de uno de los cobertizos por ver quiénes eran los insólitos visitantes que se llegaban a sus tierras, y se plantara en medio del espacio con una inmensa hacha entre las manos.
Martí descabalgó y preguntó si se hallaba en la presencia de Rashid al-Malik. Ante el afirmativo movimiento de cabeza del individuo, sin añadir palabra, le entregó la misiva que traía en la faltriquera; éste, desconfiado, apoyó el mango de la herramienta en la rueda de un carro y rasgó el sello. Tras desplegar el pergamino y ver la extraña contraseña de su margen alzó por unos instantes la mirada y examinó despacio el rostro de Martí. Luego se dedicó a leer lentamente el escrito. Martí observó que al hombre le faltaba una oreja. Al finalizar y sin mediar palabra alguna se adelantó hasta Martí y le estampó los tres protocolarios ósculos, al igual que hiciera su hermano.
Al punto, en un latín chapurreado y usando vocablos de un dialecto que Marwan iba traduciendo, se fueron entendiendo. Luego de explicar una y otra vez, ya instalados en el interior de la vivienda y ante una mesa frugalmente provista, las peripecias habidas en el puerto de Famagusta, Martí comenzó a explicar el motivo de su viaje.
La visita se prolongó varios días. El hombre atendía a sus cosas durante la jornada y al anochecer iban hablando de aquel tema que tanto interesaba a Martí. Una noche en que Marwan se había ido ya a las cuadras a descansar, Rashid al-Malik relató una extrañísima historia.
–Pues os repito que tal como os he dicho, al norte del lago, apenas se profundiza una vara bajo tierra, mana un barro negro cuya única virtud es que prende, empapado en una mecha. Lo malo es que si se emplea en el interior de la vivienda, su olor es fuerte y desagradable.
–Es mi intención emplearlo en el exterior, de modo que no habrá inconveniente. El único problema será el transporte a lejanas tierras, que habrá de realizarse por mar.
–A mí lo que me interesa es comprar ganado y dedicarme a lo que sé hacer: el negro y denso líquido me es indiferente.
–Si me proporcionáis lo que mana en vuestras tierras, os haré rico en pocos años.
–Eso suena bien, pero hay algo que quisiera comunicaros y que para mí es mucho más importante que el dinero. En estos días os he conocido bien. Pienso que sois un hombre justo. Sois joven y lo que hicisteis por mi hermano avala vuestros nobles sentimientos, no quisiera que el secreto que ha guardado mi familia durante generaciones desapareciera conmigo, ya que no me he de casar y por tanto no voy a perpetuar mi clan.
A Martí le despertó la curiosidad.
–¿Por qué decís que no habéis de tomar esposa? Aún sois un hombre en la plenitud.
–Es una larga historia. Ya os la contaré otro día. Pero vayamos a lo que me concierne, aprovechando que vuestro criado nos ha dejado solos.
–No alcanzo a intuir qué cosa es tan misteriosa.
–El secreto que guardo lo quisieran para sí todos los poderosos del mundo, pero siguiendo la tradición de los hombres de mi familia, que lo han ido transmitiendo de padres a hijos, solamente lo revelaremos si se rompe la cadena sucesoria. Dado que no tendré descendencia, estoy autorizado a comunicarlo a una persona que, bajo juramento, se comprometa a utilizarlo en causa justa y siempre para el bien.
–Me tenéis sobre ascuas.
–¿Conocéis lo que es el fuego griego?
–En verdad lo ignoro.
–Os lo voy a decir. Es algo tan importante que casi todos los soberanos de este mundo matarían por conseguirlo.
Martí bebía las palabras del hombre.
–Veréis: hace muchos años, allá por el 683, un sirio llamado Calínico heredó de los químicos de Alejandría una fórmula que bien empleada podría beneficiar a la humanidad, pero si cayera en manos de algún malvado podría avasallar a todos los pueblos de la tierra. La fórmula se perdió en la noche de los tiempos, pero llegó hasta mí a través de los varones de mi familia, pues un antepasado mío fue su ayudante y le proporcionaba el negro material que yace bajo el suelo de mis tierras que entonces eran suyas.
Los ojos de Martí brillaban en la oscuridad.
–¿Qué me estáis diciendo?
–Atended. Calínico inventó una mezcla viscosa, compuesta de muchas sustancias, que en contacto con el agua seguía ardiendo. Se componía de este negro aceite que venís a buscar y que hacía que el compuesto flotara en el agua; azufre, que desprendía vapores venenosos; cal viva, que en contacto con el agua desprendía tal calor que incendiaba la masa; resina, para activar la combustión, y salitre, que arde bajo el agua pues no necesita oxígeno. Con todo ello se puede preparar una mezcla que lanzada sobre un barco lo incendia sin remedio, ya que las flechas de los arqueros, envuelta su punta con una tela empapada en este producto, harán que arda sin cesar pues es casi imposible apagar el fuego, aun en el supuesto de que sobre el incendio arrojen agua de mar. ¿Os dais cuenta del poder que acumula quien obtenga la fórmula?
La mente de Martí trabajaba cual fuelle de herrero.
–Muchas preguntas se agolpan en mi cabeza. En primer lugar, ¿por qué a mí me queréis entregar tal portento?
–Ya desde pequeño, mi hermano Hasan fue mi guía. Si él habla de vos en el tono encomiástico que lo hace su carta, no es en vano; evidentemente sois una buena persona. Nadie se acerca por estos pagos, y tal vez muera sin poder explicar el secreto que me fue confiado.
–¿Y por qué no a Hasan?
–No es la persona indicada. Tampoco tomará esposa, no lo hará por diferente motivo que el mío.
–Ante la inmensa responsabilidad que pretendéis que asuma, necesito saber cuáles son ambos motivos.
–¿Entiendo que si os convenzo podré depositar mi secreto en vos?
–Os lo aseguro.
Rashid hizo una pausa, tomó asiento y prosiguió su relato.
–Mi historia es muy triste, y sin embargo vulgar. Hace ya bastantes años, yendo con mi padre a una feria en Kerbala, conocí a una muchacha armenia que fue la luz de mis ojos nada más verla. Me atreví a enviarle un billete en el que escribí un hermoso poema; ella, al día siguiente, me obsequió con otro redactado por un escriba. Así continuamos en días sucesivos hasta que finalmente concertamos una cita. Sin que aún haya comprendido el porqué, ella se fijó en mí. Quise pedir su mano pero nuestras familias se opusieron. Además de la distancia, nos separaba la religión: yo era cristiano de la fe de Nestorio y ella islamita. El último día de la feria nos juramos amor eterno y nos separamos. Al cabo de unos meses, un circasiano que iba de paso a Babilonia me dio un mensaje de ella; me decía que se iba a escapar y que la esperara para huir juntos. Jamás llegó. Intenté obtener noticias suyas, pero fue en vano. Nadie supo darme respuesta, fue como si la tierra se la hubiera tragado. – El hombre hizo una pausa y Martí vio asomar una lágrima que, rebasando sus ojos, se deslizaba por los surcos de la tostada piel de sus curtidas mejillas. La enjugó con la manga de su antebrazo y prosiguió-: Pero algo me dice que está viva y que un día u otro regresará. ¿Comprendéis ahora por qué no quiero irme de esta tierra? Si lo hiciera cegaría la única posibilidad de reencontrarla.
–Os comprendo, sé lo que es eso. El amor es como una obsesión, nada existe fuera del ser amado… Y ahora decidme qué fue lo que apartó a vuestro hermano.
–Aunque os parezca imposible también fue el amor. Un amor incomprendido que casi le cuesta la vida. Mi hermano Hasan tuvo que huir precipitadamente.
–¿La familia de ella tal vez?
–No, la familia de él. Quisieron lapidarlo. Mi hermano Hasan es sodomita y su amor fue un mancebo que conoció en Kirkuk. Como comprenderéis, no podrá regresar jamás, los clanes y por ende, las tribus, en esta parte del mundo no perdonan las ofensas de honor. Por eso me falta una oreja y me llama a su lado, y es asimismo el motivo de que no pueda traspasarle el secreto del fuego griego. Él jamás tendrá descendencia, vivirá libre como un pájaro, ya que desde entonces huye de la gente y jamás podrá regresar: morirá solo y en tierra extraña.
Martí adquirió el compromiso de guardar el secreto y partió a la semana, con la fórmula y las cantidades exactas que se necesitaban para fabricar el peligrosísimo producto, dejando a Marwan en Mesopotamia encargado de todas las gestiones. Su fiel camellero se encargaría de buscar un alfarero que le hiciera unas vasijas romanas acabadas en punta para que pudieran clavarse en el lecho de arena con el que se cubriría el sollado de los barcos. A partir del primer cargamento, buscaría los medios para que los envíos se sucedieran en continuidad. Pagó por adelantado la primera carga y un año de trabajo a Marwan.
Males mayores
EErmesenda de Carcasona, recostada en el almohadillado fondo de su carruaje en una agitada duermevela, rumiaba su decisión acompañada por el rítmico traquetear de los cascos de sus caballos, el gemir de los bujes de las ruedas y los agudos silbos de su cochero. Las dudas la acosaban, y aunque en lo más íntimo de su corazón entendía que para el buen gobierno del condado de Barcelona era conveniente que el Santo Padre levantara la excomunión que pesaba sobre la pareja condal, un odio visceral hacia la barragana usurpadora de sus atribuciones le nublaba el criterio y le impedía quizá tomar la decisión acertada. En aquellas circunstancias había decidido acudir a Sant Miquel de Cuixà para despachar con su fiel amigo, el obispo Guillem de Balsareny, en cuyo recto juicio y leal proceder tantas y tantas veces había confiado.
El paso retenido de los equinos y el cambio de ruido de las ruedas al pisar el empedrado patio de la abadía le indicaron que el viaje tocaba a su fin. Retiró la embreada cortinilla y asomando la cabeza por la ventanilla, no pudo dejar de admirar la belleza de los regios muros y la majestuosa sobriedad que presidía el conjunto.
El lacayo saltó de la parte posterior del vehículo y se precipitó a abrir la portezuela, en tanto el postillón sujetaba las bridas de los dos caballos delanteros que entre las nubes de espuma de sus ollares y relinchos agudos, pateaban nerviosos.
Ya el hermano lego de la portería, que había distinguido al momento la importancia de la visita, tiraba agitadamente de la cuerda de una campana que sonaba en la lejanía dentro del convento, llamando a la comunidad a rebato. Los monjes, dejando sus cotidianos quehaceres, acudían presurosos a la convocatoria provistos de cualquier indumentaria, ya fuere desde el huerto, desde el refectorio, desde la capilla o desde la biblioteca. Cuando Ermesenda, apoyada en su bastón, alcanzaba el centro del enlosado patio, el prelado se precipitó a su encuentro, abriéndose paso entre su comunidad reunida en el soportal central del pórtico.
Ermesenda se inclinaba ya a besar la mano del obispo cuando éste la detuvo.
–Señora, no debíais haber venido. De haberlo sabido hubiera sido yo el que hubiera acudido a vuestro encuentro.
–Señor, no me hagáis sentir más vieja de lo que soy. Aún puedo correr unas leguas cuando preciso de un leal consejo, y si no fuera por esta maldita rodilla podría hacerlo a lomos de mi blanca mula.
–Jamás lo he dudado, pero ¿por qué pasar incomodidades cuando sabéis que enviando un simple mensajero hubiera acudido presto a vuestro lado?
–Tal vez porque de esta manera engaño a mis pobres huesos haciéndoles creer que aún son jóvenes.
Mientras hablaban, la pareja había llegado hasta la comunidad que, a indicación de su prior, saludó respetuosamente a la condesa y se retiró a sus avíos.
–Llevadme, abad, al refectorio y que vuestro cocinero me dé un homenaje de melindros, confitura de frambuesa y leche recién ordeñada que a lo mejor éste ha sido el motivo real de mi visita. ¿Todavía tenéis de repostero al hermano Joan?
–Todavía, condesa, y si he de seros sincero os diré que es el que manda en el convento. Hace apenas un mes debió guardar cama a causa de un rebelde catarro y la comunidad comió tan mal que tuve que calmarla contando aquel mal yantar como penitencia y liberándola luego del ayuno preceptivo.
–Entonces no nos demoremos y hagámosle una cumplida visita. Decidle que su condesa le rinde pleitesía y que ha corrido un largo camino para gozar de sus exquisiteces.
Después de una buena merienda y de haber visitado la capilla el abad introdujo a Ermesenda al scriptorium y se dispuso a oír el espinoso tema que sin duda la inesperada visita le auguraba.
–Y bien, señora, decidme ahora qué es lo que os perturba para obligaros a hacer tan incómodo viaje.
Ermesenda, ya rehecha de las fatigas del camino, se dispuso a hablar.
–Mi buen Guillem, desde que murió Oliba* en nadie he confiado como en vos y os voy a decir el porqué. Sois un alma de Dios y no tenéis apetencias terrenales; las vanidades del mundo os incomodan y sé que vuestro mayor anhelo sería retiraros a Montserrat y haceros ermitaño. Es por tanto por lo que creo que vuestro consejo es leal sin apetencias de clase alguna y que únicamente os guía el buen criterio y el deseo de ayudarme.
* El abad Oliba (971-1046) fue abad de Ripoll, obispo de Vic y fundador del monasterio de Montserrat.
–Me abrumáis, condesa, pero no dudéis que nada me guía si no es el afán de serviros y servir al condado.
–Pues entonces, amigo mío, voy a ir al grano. No os pongo en antecedentes pues de sobra os son conocidos. Como bien sabéis nuestro viaje para ver al Pontífice fue fructífero y la excomunión se abatió sobre mi nieto y su barragana. Fuimos como el trueno que precede a la tormenta. La autoridad del conde fue puesta en entredicho y muchos los problemas de jerarquía que tuvo y puede tener todavía. Pero me estoy haciendo vieja y tras tanta lucha no quisiera irme de este mundo dejando tras de mí un conflicto que afectara a Barcelona. Esto de una parte… De la otra está el odio que me inspira la arpía que ha sorbido la sesera a mi nieto.
–Si me pedís opinión, os diré…
–Dejadme terminar, obispo, antes de emitir vuestro consejo. Me han enviado embajadores, y más de una vez. La oferta es tentadora, más aún teniendo en cuenta que caso de no ceder lo que dejaré a mi muerte será una guerra y, de cualquier manera, Gerona y Osona pasarán a la jurisdicción de Ramón. Si cedo en vida mis derechos, las contraprestaciones serán tan sustanciosas que podré dejar arregladas las rentas de mis fundaciones casi para siempre.
–Entonces, señora, huelga mi consejo. Es evidente que debéis pactar y que Dios guarde vuestra vida muchos años.
–Eso es lo que dice la fría razón, pero mis vísceras me impelen a resistir hasta el final y que a mi muerte salga el sol por donde pueda.
–No obraríais con criterio… Y, si me permitís, añadiré otra cosa.
–A eso he venido, mi buen Guillem.
–Pues bien, señora. No sé cómo serán los hijos de Almodis, pues aún son pequeños, pero por poco que valgan, debo deciros que si de alguna manera se pudiera evitar que el condado de Barcelona cayera en manos del primogénito de vuestro nieto, mejor se presentaría el futuro.
–No me decís nada nuevo, obispo. Pedro Ramón, el mayor de Ramón y de Elisabet, tiene bien ganada fama de irreflexivo, iracundo y cruel; virtudes malas consejeras para un gobernante.
–Más a mi favor, señora; la vida es larga y si alguno de los condesitos posee las condiciones que deben adornar a un príncipe, manera habrá de saltar la línea dinástica por el bien del condado y la felicidad de sus moradores. No sería la primera vez que tal cosa sucediera.
–No me duelen prendas. Sabéis que su madre es para mí como un Satanás vestido de mujer, pero me han llegado voces de que uno de los príncipes pudiera reunir tales virtudes.
–Entonces, señora, ¿cuál es vuestra duda?
–No lo podéis entender, mi buen Guillem. Al igual que los hombres no sirven para parir, debéis comprender que el mecanismo que Dios dio a las hembras no se atrofia jamás y que los ovarios mucho tienen que ver con las decisiones que adopte una mujer, ya sea vieja, joven, princesa, plebeya o monja.
El prelado enrojeció.
–No os apuréis, Guillem, tal vez tengáis razón y haya llegado el momento de pensar con la cabeza y no con la víscera.
Por fin Barcelona
La misiva de su hombre de confianza decía así:
Barcelona, 10 de octubre de 1054
Respetado amo:
El señor Benvenist ha tenido la benevolencia de escribir esta carta, para que yo tenga la posibilidad de relataros cómo están las cosas aquí.
En primer lugar, debo deciros que los negocios marchan viento en popa y cada día preciso de más ayuda para atenderlos a todos, de modo que me he atrevido a rogar humildemente al señor Andreu Codina que me diera su ayuda, ya que a mí me es imposible atender sin menoscabo tantas tareas: contratar con los campesinos la compra de productos del campo para abastecerlo, atender a los molinos y viñas de Magòria, mediar en cuantos pleitos surgieren entre nuestros arrendadores del agua conduciéndolos, tal como ordenasteis, a la presencia de don Baruj Benvenist, acudir a las atarazanas por ver de colaborar con el capitán Jofre en la tarea de poner a punto vuestro barco que ya está en el agua y a punto para partir… En fin, el tiempo pasa raudo y pese a acostarme a las doce y levantarme a las seis, el caso es que no doy abasto.
Siguiendo las indicaciones que me impartió mi señor Baruj, he entregado a un propio que vino a recogerlo la cifra que me indicasteis del porcentaje de beneficios de los mercados, y por cierto me interrogó al respecto de vuestro regreso. Otra cosa llamó mi atención: la carta que os adjunto no me la entregó Aixa ni se hizo por el conducto de siempre. Se me entregó en nuestro comercio de manos de un desconocido. Una mujer, que, la verdad, me causo una pésima impresión y que antes de partir me preguntó si tenía yo alguna misiva para darle. Como comprenderéis, respondí siguiendo vuestras instrucciones: le dije que yo no andaba en estas cosas ya que trabajo no me faltaba, que mi cometido era enviar cuantas cartas se me entregaran para mi amo, pues era el único que estaba al corriente del lugar donde se hallaba pero que él enviaba directamente sus mensajes, que quedaban retenidos en casa de un comerciante a disposición del destinatario. Así zanjé el asunto.
Veo casi diariamente a don Baruj Benvenist, y cada vez que tengo la fortuna de escucharlo, aprendo de su erudición y prudencia. Estos días, con gente del Call, acude puntualmente a las atarazanas. Dialoga tiempo y tiempo con el capitán Jofre y toma buena nota de la capacidad de carga de la bodega del navío, haciendo listas interminables de pormenores que a mí me parecen baladíes pero que por lo visto son muy importantes. Según he oído, el capitán ya tiene la tripulación a punto. La ha ido reuniendo con paciencia y esmero y no ha acudido, como hacen casi todos los otros capitanes, a los figones, tabernas y posadas del puerto para enrolar a una panda de borrachos, sino que ha recurrido a expertos lobos de mar con los que en tiempos compartió singladuras y tormentas. El rostro de los que yo he visto pululando por la cubierta, os puedo decir que tiene un aspecto muy inquietante: caras cortadas, pañuelos anudados, argollas en las orejas y algún que otro miembro de menos, pero me dice Jofre que así son las gentes de la mar, y que todos son de fiar y fieles hasta morir.
Bien, amo, deseo que la presente os halle en el mejor de los estados y aguardo vuestro regreso con ansia.
Recibid en mi nombre todo el respeto de las gentes de nuestra casa.
Omar
La misiva permaneció entre sus manos largo rato. Después, tras leer otra vez la carta de Laia, se fue dando cuenta de las anomalías del pliego. La ausencia de la diminuta cruz en la cabecera, el color de la tinta, que no era el verde habitual, y la ausencia de aquel perfume de agua de rosas que embriagaba sus sentidos hicieron reflexionar a Martí. Recordaba que a la partida, otro escrito de Laia llenó sus horas de esperanza y ahora la críptica nota que releía una y otra vez, instalado en la proa del Sant Benet, el cuarto bajel donde viajaba en su regreso a Barcelona, angustiaba su alma de tal modo que nada conseguía aquietar su espíritu. A su llegada debía aclarar muchas cosas.
La tercera era la misiva de Baruj. Su forma de ser, lo pragmático de sus opiniones y lo conciso de su escritura volvieron a admirarle.
Enero de 1055
Estimado hermano:
Os escribo en la esperanza de que la carta llegue a vuestras manos, pues sé por Hazan que volveréis, casi con seguridad, a pasar por Sidón y que como es lógico os alojaréis en su casa.
Además de desearos la mejor de las singladuras, paso a enumeraros las cuestiones que a ambos atañen. En primer lugar daros la nueva de que vuestro bajel ya está aparejado, con la tripulación contratada y la primera carga casi a bordo. Os aplaudo la diligencia que habéis mostrado al ir enviando, de los consiguientes puertos, la lista de aquellas cosas que debían embarcarse, la cantidad y el lugar. Detecto en vos un fino instinto de avezado comerciante y estoy seguro de que con la ayuda de la Providencia, nuestro acuerdo llegará muy lejos. Siguiendo vuestras órdenes, transmití al capitán Jofre vuestros deseos al respecto del nombre con el que se debería bautizar a vuestra nave: Eulàlia le pareció perfecto ya que es el nombre de la patrona de esta ciudad. Estrellamos en su casco una botella del mejor mosto y nuestro común amigo Eudald Llobet se encargó de bendecirlo.
Las cosas por aquí andan turbias, y las disensiones de nuestro conde y de la condesa Almodis con la condesa Ermesenda de Gerona prosiguen sin aparente solución. Todo ello en detrimento del comercio y de la paz, ya que unos se inclinan por un bando y otros por el otro. En fin que la vida sigue, pese a todo inconveniente, pues las miserias humanas obligan a los hombres a subsistir pese a cualquier contrariedad y por tanto a seguir bregando cada quien en su oficio, de manera que el condado crece por sí solo, y a pesar de sus gobernantes, no gracias a ellos, como siempre ha sido.
Siguiendo vuestra indicación y a través de mi mayordomo, ya que sé que a su excelencia, y ya sabéis a quién me refiero, no le son gratos los de mi raza, he enviado la cantidad de mancusos que me ordenasteis en vuestra última carta. Sin embargo, debo deciros que la considero excesiva y onerosa pero vos mandáis en vuestro peculio.
Deseo ardientemente abrazaros cuanto antes y al despediros os transmito los afectuosos saludos de mi hija Ruth, que desde que sabe que os escribo no deja de insistir para que os mande recuerdos.
Baruj Benvenist