* Pequeña tarima cubierta por un baldaquín y abierta por los cuatro costados que representaba la hospitalidad de un hogar judío.
Los invitados a la ceremonia iban llegando a la casa. La hija mayor, Esther, que estaba en estado de buena esperanza de cinco meses, y el marido de ésta, Binyamin Haim, que habían venido expresamente desde Besalú, los iban recibiendo mientras Rivká, la madre, se dedicaba, junto a las criadas, a vestir y a peinar a su hija mediana para el rito. El cambista y el canónigo se habían reunido en el despacho a requerimiento del primero, que aguardaba aquel día con una mezcla extraña de felicidad y de tristeza. El casar a Batsheva con un buen muchacho al que conocía desde su Bar Mitzav le colmaba de satisfacción, pero la ausencia de su pequeña Ruth le ocasionaba un gran desasosiego. También contribuía al mismo el silencio del conde sobre el tema de los maravedíes. Aunque justo era admitir que cuantos más días pasaban más seguro se sentía, pues era evidente que nada tuvieron que ver los suyos en el desgraciado suceso y la ley era la ley para todo ciudadano de Barcelona, fuera cual fuese su condición. De cualquier manera, de ello estaba hablando con Eudald Llobet, al que tenía en gran consideración, aguardando el aviso de que todo estaba listo para comenzar la ceremonia.
–Pues ved, querido amigo, que la felicidad nunca es completa. Acompaño a Batsheva en el día más feliz de su vida y como contrapartida tengo a mi hija pequeña desterrada y lejos de mí.
–Terminad la frase: «Por un estúpido incidente».
–Así son nuestras leyes. De haberla recibido en mi casa, esta boda que hoy vamos a celebrar no se llevaría a cabo.
–Entiendo vuestra postura y aquí, al resguardo de vuestro gabinete, os reconoceré que los cristianos también tenemos leyes que mi parvo intelecto se niega a entender. Pero dispensad si os digo que la palabra «desterrada» no describe correctamente la situación de Ruth.
–¿No es cierto que las circunstancias la han obligado a residir fuera de su hogar?
–Evidentemente, pero permitidme que os diga, sin que ello represente una falta de consideración hacia vos, que si la dejarais elegir creo que optaría morar donde lo hace en estos momentos.
–Doy gracias a Elohim por haberme otorgado la gracia de tener un amigo de la calidad de Martí Barbany.
–Jamás hubierais encontrado para vuestra hija mejor refugio que ése.
–Mi miedo no es por él, querido amigo. Me constan su respetabilidad y su rectitud, pero ella es joven y está enamorada. He decidido que en cuanto case a Batsheva, y pese a quien pese, la reintegraré en mi hogar. Luego ya justificaré con quien convenga mi decisión.
Benvenist, tras hacer una pausa, cambió de tema.
–¿Qué pensáis, Eudald, del infausto asunto de los maravedíes?
Llobet a su vez preguntó:
–¿Habéis tenido noticias?
–Ha transcurrido una semana y nada han dicho desde palacio.
–Por un lado, parece buen augurio el hecho de que no tengáis respuesta. Ya sabéis lo que dice el proverbio: «Falta de noticias, buenas noticias». Sin embargo, dado que conozco bien al consejero de abastos, me cuesta creer que no intente sacar ventaja de la situación.
–¿Qué ventaja queréis que obtenga de todo el embrollo? – preguntó un asombrado Baruj.
–No sé, se me escapa… Tal vez pretenda multaros por no haber detectado a tiempo que los maravedíes eran falsos.
–Eso sería tomar el rábano por las hojas. A la delegación que trató el rescate correspondía comprobar la moneda a fin de que no fueran engañados. Yo fui simple depositario de los tres arcones. Cuando se trató de acuñar nuevas monedas fue cuando pudimos detectar el fraude. En todo caso, el delito es de aquel que intenta pasar moneda falsa; nosotros fuimos meros receptores.
En aquel instante unos ligeros golpes en la puerta avisaron al cambista que los componentes del miñan habían llegado.
–Querido amigo, voy a firmar la ketuvá* de mi hija a fin de que podamos iniciar la ceremonia.
* Contrato indispensable para la realización del matrimonio judío en el cual se especifica la dote y las condiciones en caso de viudedad, hasta el punto de que de perderse y hasta no renovarlo se consideraba que los esposos deberían dormir separados.
Gracias a los cuidados de Ruth, a la alimentación y a su fortaleza, Aixa se recuperaba poco a poco de todas las vicisitudes y privaciones que su mutilado cuerpo había soportado. Las heridas del alma cicatrizaban mucho más lentamente y algo que le ayudaba a ello era sin duda volver a tañer su oud, cosa que hacía casi todos los días en el pequeño saloncito del primer piso donde Martí había decidido instalar una cámara dedicada a la música, debido a que el ángulo que formaban dos paredes de piedra rematadas por una pequeña bóveda contribuía a que la sonoridad fuera excelente. Después de cenar, el joven tenía por costumbre reunirse allí con Ruth y escuchar las melodías que las hábiles manos de su antigua esclava iban desgranando y que le traían lejanos recuerdos de su periplo mediterráneo. A Ruth, aquella hora mágica la embrujaba y a veces, acompañada por Aixa, entonaba dulces melodías aprendidas de sus mayores que habían llegado hasta ella a través de la tradición que se había mantenido de una a otra generación por las gentes de su pueblo. A Martí le divertía sobremanera una vieja canción judía que relataba las siete maneras de cocinar un guiso de berenjenas, y siempre la pedía. Sin embargo, aquella noche no lo hizo porque percibió que el humor de la muchacha no estaba para letras festivas. La música sonaba quedamente y la pareja conversaba acomodada en escabeles de cuero moruno, una de las últimas adquisiciones de Martí.
–¿Qué es lo que os acongoja, Ruth?
–Nada, son cosas mías.
–Os conozco bien, ya hace mucho que somos amigos. ¿No me queréis explicar lo que os ocurre?
Ruth calló unos instantes.
–Después de todo lo que habéis hecho por mí no tengo derecho a agobiaros con mis naderías.
–A veces, cuando se expone en voz alta lo que nos parece un problema, éste toma una dimensión mucho más ligera. Hay ocasiones en que incluso se deshace como una bola de nieve.
–No me hagáis caso, a veces me dejo llevar por los sentimientos.
–Eso me consta -dijo Martí con una sonrisa-, pero decidme lo que os acongoja y veréis cómo de aquí a un momento me cantáis lo de las berenjenas y nos reímos los dos.
Ruth lanzó un hondo suspiro.
–El caso es que a pesar de haberme pasado la vida entera discutiendo con Batsheva, siento no poder acudir a la ceremonia de su boda. En la de Esther, era una niña según mi madre y me enviaron a comer a las cocinas con los hijos de nuestros parientes, y ahora que soy una mujer y que podría hacer el papel que corresponde a la hermana de la novia, las circunstancias me impiden hacerlo. ¿Por qué son tan complicadas nuestras leyes?
–Comprendo vuestra pesadumbre y lamento que no esté en mi mano resolver el tema, pero dad por seguro que os explicaré con pelos y señales todo lo que ocurra durante la ceremonia y os prometo que pondré los medios para que podáis ver a vuestra hermana vestida de novia.
Los ojos de la muchacha se iluminaron adquiriendo un brillo especial.
–¿Haréis eso por mí?
–Si vuestro padre lo autoriza, antes de que los novios salgan, los meteré en un carruaje cerrado y os los traeré hasta aquí a fin de que os podáis despedir.
–Si hacéis eso por mí, estaré en deuda con vos de por vida.
Y al decir esto la muchacha ganó el pequeño espacio que mediaba entre ambos y rodeándole el cuello con sus brazos, comenzó a cubrirlo de besos.
La música del arpa de Aixa sonaba lejana, y la ciega, con ese sexto sentido que adorna a los invidentes y tal vez recordando a su perdido y lejano amor de juventud, al darse cuenta de que el murmullo de la conversación había cesado, cambió el registro y comenzó a tocar una dulcísima melodía oriunda de su lejana tierra.
La sangre de Martí comenzó a hervirle en las venas. La muchacha se ceñía a él y al pasar, inconscientemente, el brazo por su espalda, sintió el junco de su cintura. Un montón de pensamientos se agolparon en su mente: el cuerpo que tenía entre sus brazos no era el de una niña y en aquel instante mágico se dio cuenta del peligro que representaba su presencia si pretendía mantener el juramento que había hecho a su padre. Sus labios susurraron:
–Ruth, por lo que más queráis…
La joven se apartó un instante y musitó:
–Lo que más quiero sois vos.
–Es que he jurado…
–Yo no.
Los latidos de su corazón se aceleraron y casi sin darse cuenta comenzó a corresponder a las caricias de la muchacha. La nube oscura que no le había abandonado desde la muerte de Laia comenzó a desvanecerse. Todos sus sentidos caminaban en la negada dirección que marcaba su reprimida juventud. Había tomado el óvalo del rostro de la bella mujer entre sus manos.
–Yo también os… -De repente, la sensatez se apoderó de él-. No puede ser, Ruth… Estoy atado por el juramento que hice a vuestro padre. No pongáis las cosas más difíciles.
Tras decir estas palabras, se puso en pie y abandonó la estancia notando en su rostro la quemazón intensa de los labios de la muchacha, todavía sorprendido por las palabras que había estado a punto de pronunciar, sorprendido por sus propios sentimientos. Jamás pensó que sería capaz de volver a amar.
Mientras, la melodía del arpa de la ciega sonó como un canto de gloria en los oídos de Ruth.
Todos los invitados estaban alrededor de la juppá. Los seis músicos y el coro entonaban el canto de la Hatán Torá El rabino con el manto colocado y con las filacterias en la frente y enrolladas en su brazo izquierdo, en perfecto orden, aguardaba paciente la llegada de la novia del brazo de su padrino, mientras el novio permanecía a un lado del templete junto a su madre. Eudald Llobet y Martí ocupaban un discreto lugar sabiendo que era una excepción que dos cristianos asistieran a la celebración de una boda judía. Desde el fondo el murmullo les hizo estirar el cuello para tratar de ver. Llobet, que sobrepasaba una cabeza a todos los presentes, aclaró:
–Ya vienen.
El cortejo de la novia, con una Batsheva bellísima del brazo de Baruj, seguida de sus damas y del niño que portaba las arras, avanzaba con paso lento y el rostro cubierto hacia el lugar donde la aguardaba el novio.
La música cesó y comenzó la ceremonia. Todos los trámites se fueron cumpliendo. El novio retiró el velo transparente que cubría el bello rostro de Batsheva, ésta entregó el tallit a fin de que el celebrante lo colocara sobre los hombros de ambos contrayentes; luego dieron siete vueltas a la juppá y se leyó la ketubá, y por fin se entregaron los anillos. El novio rompió con el pie derecho la copa de cristal, augurio de buena suerte, en tanto los asistentes gritaban «Mazel tov!».*
* «¡Buena suerte!»
Todo el mundo se repartió entre el jardín y los dos salones de la hermosa casa. Eudald y Martí departían con todos los invitados que conocían las peculiares relaciones de amistad y negocios que unían a Baruj con los dos hombres. Los criados acudían prestos a servir bebida y comida a los diversos grupos que se fueron formando por edades y afinidades. Los novios se habían retirado a una habitación preparada al efecto para recogerse un rato, en un simbolismo que quería significar que los esponsales se habían consumado.
Martí aprovechó un instante en que el viejo cambista se había apartado para dar instrucciones a uno de los mayordomos.
–Baruj, atendedme un instante.
–Claro, querido amigo.
–No sé si es posible, pero si así fuera me gustaría que aprobarais algo que ha de hacer muy feliz a Ruth.
–¿De qué se trata, Martí?
–Veréis, ayer por la noche intuí que estaba afligida y después de sonsacarla me confesó que la entristecía sobremanera el hecho de no poder presenciar la boda de su hermana. De modo que me comprometí, si es que lo autorizabais, a llevarle a los novios a mi casa para que pudiera verlos y despedirse de ellos antes de que partieran de viaje.
Baruj meditó durante un instante, y por fin decidió:
–Creo que hoy puede hacerse una excepción. En cuanto bajen, que ya mi mujer ha ido a buscarlos, y antes de que se incorporen a la fiesta, los haré salir por la puerta de las cocinas y si sois tan amable de acercar el carruaje al patio, podrán partir con vos a ver a su hermana y cuñada.
–Gracias. Mil gracias en nombre de vuestra hija. Os aguardaré junto a la salida.
–Decidle que me hace muy feliz el complacerla y que mañana acudiré con su madre a vuestra casa por la tarde para verla. Hora es ya de que el pájaro vuelva a su nido.
Un alegre Martí llamó a su cochero y éste colocó el carruaje junto a la cancela para evitar curiosas miradas. Al cabo de poco comparecieron Batsheva e Ishaí felices y radiantes.
El joven consorte exclamó orgulloso:
–¡Qué gran idea! Gracias, señor. Mi esposa y yo estábamos pesarosos al no poder despedirnos de nuestra hermana.
El postillón abrió la portezuela del carromato y cuando los tres se hubieron instalado en su interior, se encaramó en la parte posterior de un ágil brinco. El tiro de caballos impecablemente lustrado y con los arreos brillantes y el escudo de la naviera grabado en sus gualdrapas partió hacia la casa de Martí con un trote ligero animado por los silbos del auriga y el restallar del látigo.
La fiesta seguía animada. Caía la noche: el jardín olía a limón y a verbena, las antorchas clavadas en el césped alumbraban a los jóvenes que bailaban en el entarimado, haciendo una gran rueda y cogidos por los hombros, al son de una orquesta que iba desgranando una música que se iba acelerando progresivamente.
Los mayores se habían ido colocando por grupos en el interior de la gran casa. Eudald se entretenía junto al padre del novio, el rabino Melamed, curioseando entre los documentos de Baruj.
De soslayo y sin pretenderlo observó cómo, discretamente, uno de los criados se acercaba donde estaban Baruj y Rivká y al oído del dayan del Call desgranaba un corto recado.
Benvenist cruzó una angustiada mirada con su esposa y tras decirle unas palabras, siguió al criado hacia el recibidor.
A la vez que el cambista cruzaba la puerta que separaba el gran salón del pasillo, Rivká se levantaba presurosa y acudía atosigada junto a él. Eudald, excusándose con su acompañante e intuyendo que algo grave pasaba, cruzó el espacio que le separaba de la esposa de su amigo y fue a su encuentro.
–¿Qué ocurre, Rivká?
–Nada os puedo decir, salvo que Baruj me ha encomendado que os buscara y os pidiera que acudierais al vestíbulo sin dilación.
El canónigo dejó la copa que llevaba en la mano y se precipitó hacia el pasillo.
Las voces se escuchaban contenidas, como guardando el respeto que requería la ocasión. La de su amigo sonaba angustiada y temerosa, la otra más fuerte y sobre todo autoritaria.
–Pero ¿cuál es el motivo?
–Lo ignoro. Me limito a cumplir órdenes.
–¿No puedo acudir mañana cuando se me indique? – preguntó el anciano Benvenist-. Hoy es la boda de mi hija. Tengo la casa llena de amigos que extrañarán mi ausencia.
–Lo siento. Yo soy un simple oficial de la host de Barcelona, y las órdenes que tengo son que debéis acompañarme ahora mismo.
–Pero ¿adónde?
–Ni me incumbe, ni os incumbe. Lo sabréis enseguida.
La voz atronadora de Llobet sonó al fondo del corredor.
–¡A mí sí me incumbe!
En un instante cubrió la distancia que mediaba entre el salón y el recibidor y su imponente presencia llenó la estancia.
–Y vos, señor, ¿quién sois y quién os da vela en este entierro?
–La vela me la tomo yo, y la condesa Almodis, de la que soy confesor, os pondrá mañana al corriente de quién soy.
El otro, que a la luz de los candelabros de la entrada reconoció al personaje, rebajó el tono.
–Excusadme, en la penumbra del pasillo no os había reconocido. Sé bien quién sois.
–Entonces aclaradme qué urgencia es ésta que dispone de un padre el día de la boda de su hija.
–Os aseguro que ignoro cualquier otra cosa que no sea la de requerir al dayan del Call, don Baruj Benvenist, a que me acompañe hasta el Palacio Condal. Aquí acaban mis obligaciones.
–Está bien -dijo el padre Llobet, y añadió, dirigiéndose a Baruj-: Os acompaño.
El oficial interrumpió.
–No procede, señor. El carro es una galera de presos. En el interior sólo pueden ir el detenido y los retenes encargados de su custodia.
La tez del rostro del cambista había adquirido la palidez del alabastro.
–¿Me queréis decir que don Baruj está detenido? – indagó Eudald.
–Ésas son mis órdenes.
–Pero esto es una infamia…
–Repito que únicamente cumplo órdenes.
La mirada del viejo Benvenist era enternecedora.
–Eudald, decidle a Rivká que no sufra y avisad a Avimelej, mi cochero, que acuda con mi carruaje al Palacio Condal a recogerme.
–Algo me dice que no vais a necesitar vuestro carruaje en algún tiempo -añadió el oficial.
–Pues algo me dice a mí que alguien pagará muy caro este absurdo despropósito -replicó Llobet.
Afuera, en la calle, aguardaba una galera con la puerta posterior abierta; dos hombres, chuzo en mano, aguardaban a que el preso subiera la escalerilla.
Un relámpago de ira estalló en el pecho del canónigo y a la vez un mal pálpito acudió a su mente: alguien quería cobrarse la estafa del moro a cuenta, como siempre, de los judíos.
El prendimiento de Baruj
–Cuidádmela mucho, Ishaí. Si no lo hacéis, acudiré donde estéis y os pediré explicaciones.
–No os preocupéis -repuso el nervioso recién casado-. Vuestra hermana estará cuidada como una flor y ya que estáis ambos presentes quiero agradeceros a vos y a don Martí el inmenso favor que me habéis hecho guardando las formas ante la comunidad. De haber vuelto en aquellos días a vuestra casa y conociendo bien a mi padre, pienso que nuestra boda hubiera sufrido grandes retrasos.
Martí intervino:
–Quizá ahora eso no sea tan grave. Además, me consta que muchas de las gentes del Call conocen la situación.
–Lo sé, don Martí. Pero las formas son las formas y los estudiosos de la ley todavía no se ponen de acuerdo al respecto de ciertas cosas y el hecho de que una muchacha judía que ha pasado una noche fuera de su casa, aunque sea por accidente, regrese a ella, aún no es aceptado y la situación hubiera generado grandes tensiones en la sinagoga.
–Bueno, olvidemos esta cuestión, el gran beneficiado de la alegría de Ruth he sido yo. Por cierto, Ruth, vuestro padre me ha dado un mensaje para vos… Pero ahora no perdamos tiempo, vuestros invitados os esperan y he prometido a Baruj que no nos entretendríamos mucho. Regresemos.
En estas disquisiciones andaban cuando un apresurado Omar acudió; por la expresión de su rostro, Martí advirtió que algo ocurría.
–Amo, el padre Llobet os aguarda en vuestro gabinete.
Tras decir a los jóvenes que regresaba enseguida a buscarlos, salió al encuentro de su amigo. En cuanto entró en el despacho, Llobet le espetó al rostro la noticia.
–Martí, ha ocurrido una catástrofe. Cuando apenas habíais partido, ha venido la guardia y se ha llevado a Baruj.
–¿Qué me estáis diciendo?
–Lo que oís.
–¿Qué motivo han alegado?
–Todavía ninguno, pero intuyo que detrás de todo esto está el tema de los maravedíes… y la larga mano de Montcusí.
–¿Creéis que esa víbora habrá osado responsabilizar a Baruj del asunto?
–Y a todo el Call si es preciso.
–¡Hay que hacer algo!
–En primer lugar, hablar con él y si es necesario recurrir a la condesa.
–De lo primero me encargo yo. Ahora lo urgente es regresar junto a Rivká y ver qué consecuencia tiene todo esto.
–Pues no perdáis tiempo.
–Recojo a los novios y parto con vos. No digáis nada por el momento, no alarmemos innecesariamente a las dos hermanas.
Tras las consabidas despedidas, regresaron sin dilación a la casa de Baruj. Apenas llegados al patio de caballerías se hicieron cargo de lo anómalo de la situación: los carruajes partían precipitadamente y casi sin saludarse unos a otros, como quien huye de un incendio. Ishaí y Batsheva quisieron saber lo que ocurría y no hubo otro remedio que ponerlos al corriente. Una vez hubieron descendido del carruaje se dirigieron al interior. Casi no quedaba nadie: la noticia se había esparcido como por ensalmo. La esposa del rabino Melamed y Esther consolaban a Rivká, que en señal de gran infortunio se había rasgado el vestido y lloraba amargamente. El rabino, al ver a su hijo y a su ya nuera, salió a su encuentro.
–¡Hijos, qué desgracia tan grande! ¡Y ha tenido que ser en día tan señalado! ¡Maldita la hora y la circunstancia que obligó al pueblo de Israel a vivir entre cristianos! Lo que tenía que ser una jornada venturosa se ha convertido en un día trágico.
Las preguntas se sucedían sin pausa ni respiro. Batsheva, que estaba junto a su madre, intentaba, entre sus lamentos, entender a su hermana mayor que pretendía ponerla al corriente del infausto suceso.
–Pero ¿por qué? ¿Qué motivo han alegado para tamaño desafuero?
Un silencioso Martí se había acercado al corro y ayudó a incorporarse a la recién casada, que estaba de rodillas a los pies de Rivká.
La profunda voz de Eudald se abrió paso lentamente dominando los lamentos y las conversaciones del grupo:
–De momento nada hay que hacer sino intentar descansar para lo que vendrá mañana y en los días sucesivos. Se ha cometido sin duda una terrible equivocación, pero nada ganaremos agotándonos con llantos. Hemos de ser fuertes para afrontar lo que venga. Y para ello lo mejor es descansar. He avisado al físico Halevi, para que recete a quien convenga algo para calmar los ánimos.
Las sabias palabras del canónigo tuvieron un efecto persuasivo y finalmente, apoyada en sus dos hijas, Rivká se alzó y, tras agradecer a todos su ayuda, se retiró a su alcoba, en tanto arribaba el físico. Mientras tanto los hombres se reunieron en el despacho del dayan del Call.
Eran el rabino Shemuel Melamed, su hijo Ishaí, el padre Llobet, Martí, Eleazar Bensahadon, que hasta aquel año había sido preboste de los cambistas, y Asher Ben Barcala, el tesorero.
Una vez sentados, Eudald Llobet tomó la palabra.
–Señores, hemos de ser prudentes. Se ha cometido un gran desafuero pero conocemos las servidumbres que comporta la relación con los poderosos.
Shemuel Melamed, que estaba completamente desorientado acerca del motivo que podía haber originado la detención de su consuegro, indagó sobre el asunto.
Asher Ben Barcala, que no advirtió la seña que le enviaba el arcediano, explicó, con pelos y señales, la desgraciada historia de los maravedíes.
–Y hete aquí que sin culpa alguna los cambistas judíos nos hemos visto implicados en un feo asunto del que sin duda nos exigirán responsabilidades.
–¡Elohim nos asista! Temo que las consecuencias de este desgraciado despropósito salpiquen a toda la comunidad -exclamó Melamed.
–Esperemos que no sea así. Mañana por la mañana, Eudald, deberéis entrevistaros con la condesa Almodis. A más tardar al medio día, podremos informaros.
–La audiencia que proponéis con la condesa tendrá que esperar. Si no me han informado mal, ha partido esta mañana hacia Santa Maria de Besora con cierta premura.
Santa María de Besora
En cuanto se supo la mala nueva, el conde envió por delante a tres caballeros que le habrían de facilitar el paso por tierras de condes amigos que le habían rendido convenientia, así como caballos de repuesto, pues en cada etapa destrozaba las caballerías. En La Garriga, en El Figaró, en la falda del Tagamanent, en Vic y en Sant Hipòlit hicieron un alto para reponer fuerzas y llegaron a su destino, tras vadear el Ter que iba crecido, a media tarde del segundo día. Era 1 de octubre del año del Señor de 1058.
El camino había sido largo y los esposos tuvieron mucho tiempo por delante para conversar, cosa inhabitual ya que en palacio, constreñidos por sus respectivas obligaciones, poco tiempo tenían para poder ordenar sus cosas.
–Entonces, esposo mío, estamos ante un terrible inconveniente.
–Así es, Almodis. Pensad que la pérdida de tal cantidad de maravedíes no es cosa baladí.
–¿Y decís que los cambistas y su preboste son los responsables?
El conde desvió la mirada hacia el camino y bajó la voz.
–Tiene que serlo, ya que de no ser así la responsabilidad caería sobre el condado. No hace falta decir que el buen nombre de Barcelona está por encima de todo.
–No os entiendo.
–Es claro, esposa mía -murmuró Ramón-. El moro nos engañó. De ahí su interés por terminar el asunto aquella misma noche. La falsificación era perfecta, al punto de que ni los astutos judíos, acostumbrados a manejar cualquier circulante, notaron nada. Si hubiéramos puesto las monedas en circulación tal como las aceptamos, nadie habría observado la falsedad y, caso de hacerlo, el descrédito hubiera sido para el que las acuñó, ya que la efigie de al-Mutamid de Sevilla iba en su anverso. Pero a Montcusí se le ocurrió que redundaría en el prestigio del condado que los dineros fueran buenos mancusos barceloneses, además con mi imagen acuñada en ellos y el escudo condal en su reverso. Fue al fundirlos para llevar a cabo la nueva acuñación cuando se notó que la calidad del oro era tan baja y tan innoble la aleación, que el asunto ya no tenía remedio.
–¿Y qué vais a hacer para salir de este mal paso?
–La política, Almodis, siempre deja cadáveres en el camino. Como comprenderéis, el conde de Barcelona no puede ser engañado por un infiel.
–¿Entonces?
–Hay que buscar un chivo expiatorio, y el que nos conviene es el judío. Si hay alguna comunidad que pueda reintegrar la deuda y que se avenga sin rechistar a cualquier cosa con tal de poder seguir viviendo en Barcelona, ésos son los verdugos de Cristo. El pueblo, como siempre, lo verá con agrado: le regocija sobremanera apalear judíos, y nosotros salvaguardaremos el honor.
–Entiendo, pero observad que si a ellos se les achaca descuido al recibir los dineros, este mismo fallo lo cometió anteriormente vuestro consejero económico, del que ya sabéis lo que opino.
–No es de eso de lo que se les acusa. Argumentamos que los maravedíes que les entregamos eran buenos y que ellos arteramente los fundieron quedándose el oro y ahora pretenden hacernos creer que eran falsos para justificar el montón de plomo que quieren endosarnos.
–Y ¿no será ganarse un solapado enemigo si cargáis el peso de la culpa a la totalidad del Call, sabiendo como sabéis que nada tendrán que ver la mayoría de sus moradores?
–Siempre he admirado vuestra sutileza. Evidentemente, no puedo culpar a todos. Ni siquiera a todos los que recibieron los dineros: eso sería descabezar a la parte económica del Call y no me conviene que todos los que manejan las finanzas queden como culpables ante sus conciudadanos. Lo que debemos hacer, y Montcusí abunda en ello, es responsabilizar a su cabeza visible, que no es otro que el actual preboste de los cambistas, y que cargue con todo el peso de la ley. He de proporcionar a sus conciudadanos un chivo expiatorio; luego se enfrascarán en discusiones estériles: unos lo apoyarán y otros no. Los dividiremos y haremos que se enfrenten, en su división radicará nuestra fuerza, pero al fin pagarán con intereses la deuda. Ignoro de dónde los sacan, pero los semitas siempre acaban pagando, tanto el dinero como las consecuencias.
–¿Y a quién habéis escogido en esta ocasión para que sea el que pague el convite?
–Creo que su nombre es Baruj Benvenist.
Allí tuvieron que terminar su charla El barullo exterior y la marcha lenta del carruaje indicaron que su trayecto llegaba a su fin. Ramón apartó la cortinilla embreada de la ventanilla y ante sus ojos apareció la pétrea mole del castillo.
En cuanto la avanzada pisó el puente levadizo, la guarnición precedida por el alcaide salió a su encuentro.
Entre los silbidos del auriga, el tascar de frenos y un piafar de caballos, la comitiva se detuvo y la pareja condal se dispuso a descender del carruaje. El alcaide, seguido de parte de sus hombres; se adelantó y saludó a los condes respetuosamente, pero con aire de gran dignidad.
–Excelencias, nuestro capellán está rezando por la condesa, y el físico que la asiste no se ha separado de su lado ni un instante, pero temo que no lleguéis a tiempo.
–Entonces, señor, no nos demoremos.
Y diciendo estas palabras, Ramón Berenguer I, conde de Barcelona, Gerona y Osona, se precipitó hacia el interior precedido por un paje que hacía sonar una campanilla, seguido por Almodis y el capitán de su escolta.
La estancia donde se hallaba Ermesenda estaba en un ala del edificio opuesta a las dependencias de la guarnición.
Al verlos llegar, el hombre que vigilaba la puerta se hizo rápidamente a un lado. La gran estancia estaba en penumbra y al conde le costó hacerse a la oscuridad. Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado divisó el mínimo bulto que yacía en aquella inmensa cama con dosel y cuyo rostro parecía esculpido en alabastro. A un costado, un personaje que, a juzgar por su hopalanda y por la gruesa amatista que adornaba el dedo anular de su diestra, debía de ser el físico, que en aquel instante, tomando la muñeca de la moribunda entre el pulgar y el índice de la misma mano, comprobaba la frecuencia de sus pulsaciones. Al otro lado estaba un sacerdote, que rezaba y aún sostenía en la mano el frasco con los santos óleos.
En aquel instante el físico dejó suavemente la mano de la agonizante reposando sobre el lecho y, girando el rostro hacia la concurrencia, negó con la cabeza.
Ermesenda se moría, pero en el inapreciable lapso que medió entre el último latido del corazón y la salida de su espíritu del cuerpo, su intensa vida pasó como un relámpago por su memoria.
Los rostros de sus padres Roger I y Adelaida de Gavaldà se le aparecieron para acompañarla en tan duro trance; la imagen de su querida Carcasona, adornada su memoria por el perfume de su niñez. La presencia etérea de su esposo, Ramón Borrell, a quien acompañó tanto en sus tareas civiles, presidiendo tribunales y asambleas, como en sus campañas militares, que los llevaron hasta al-Andalus. Sus dos regencias: en primer lugar la de su hijo Berenguer Ramón el Jorobado, y después la de su nieto Ramón Berenguer I, que tantos disgustos le había reportado. Sus otros hijos, Borrell y Estefanía, cuya boda le sirvió para pactar con aquel normando Roger de Toëny, al que cabía reconocer, a pesar de los disgustos que le había causado, el hecho de acabar con la piratería en el Mediterráneo, sobre todo la que protegía y alentaba al-Muwafaq, el reyezuelo de Denia. El rostro de su vecino Hugo de Ampurias, con el que tantos pleitos mantuvo por los terrenos de Ullastret. Las presencias de tantos fieles colaboradores, unos ya fallecidos y otros sirviendo ahora a su nieto, su hermano Pere Roger al que había hecho obispo de Gerona, el abad Oliba, obispo de Vic y abad de Ripoll, su senescal Elderich d'Oris, su mortal enemigo Mir Geribert, sus queridas fundaciones, la masculina de Sant Feliu de Guíxols y la femenina de Sant Daniel de Gerona. Pero la figura que en aquel postrer instante adquiría el relieve más odioso era la de Almodis de la Marca, a la que se había visto obligada a defender delante del Papa para el buen gobierno de los condados. ¡Cuántos hermosos sueños rotos y cuánto esfuerzo desperdiciado! Desde el fondo de su corazón sabía que en aquel momento supremo en el que iba a morir a una vida para nacer a otra, debía perdonarla: el necio orgullo que ya no servía para nada no le iba a impedir postrarse incólume en presencia del Altísimo. Con un inmenso esfuerzo, desde el interior de su alma, trazó la señal del perdón: no estaba dispuesta a que aquella barragana se saliera con la suya y le impidiera alcanzar la gloria eterna.
Ramón Berenguer había despedido a todo el personal. Almodis era la única que se había quedado a su lado. No quería que nadie fuera testigo del momento y viera su rostro transido por la pena y adivinara la más ligera sombra de remordimiento. Era consciente de que debía sus condados al sueño de grandeza de su familia que había alimentado aquella mujer, pequeña de cuerpo pero inmensa de espíritu, y a los denodados esfuerzos que había llevado a cabo durante su niñez con una pasión y entrega sin límites, y que él tan mal había correspondido. Aquella reducida figura, que apenas si se dibujaba debajo del adornado cobertor, ocultaba una fuerza, un tesón y una voluntad que para sí quisieran los más conspicuos y esforzados hombres de sus tierras. Ramón Berenguer tomó un crucifijo y lo colocó entre sus manos. Luego, tras un profundo suspiro, habló con voz entrecortada y ronca.
–Ermesenda de Carcasona, abuela querida, descansad en paz.
La voz de Almodis sonó a su espalda.
–Descansad en paz y dejadnos descansar en paz a los que aquí quedamos. Que el Señor en su misericordia os acoja en su seno, pero que se guarde de vos: no vaya a ser que pretendáis gobernar el cielo como quisisteis gobernar vuestros condados. – Luego, en un tono casi inaudible, susurró-: Ahora todo es mío, señora.
La sentencia
Este aparente contrasentido de arrojar por una parte la culpa a los judíos y por la otra exonerarlos venía dado por orden condal, que si bien buscaba la recuperación del dinero ejemplarizando el castigo, quería, sin embargo, eximir de culpa a la comunidad, ya que si permitía que fueran perjudicados físicamente, mal podría cobrar la deuda. Por tanto, para el buen gobierno de Barcelona, tanto Eleazar Bensahadon como Asher Ben Barcala, prósperos comerciantes y respetados miembros de la comunidad, respectivamente, deberían ser intocables.
El edicto que estaba pregonando decía lo siguiente:
En Barcelona a 4 de octubre del año del Señor de 1058
Yo, Ramón Berenguer I, conde de Barcelona, Gerona y Osona por la gracia de Dios, hago saber:
Que habiéndose incoado procedimiento sumarísimo contra Baruj Benvenist, dayan del Call de Barcelona, por defraudación de depósitos condales, por valor de treinta mil maravedíes, intento de estafa, apropiación indebida y destrucción de moneda.
Sometido a la jurisdicción de la Curia Comitis, presidida por el honorable Ponç Bonfill y según las reglas contenidas en el Liber judiciorum, debo condenar y condeno al antedicho Baruj Benvenist a la pena de horca, a la confiscación de todos su bienes y al destierro de la ciudad de toda su familia, en el plazo máximo de treinta días a partir de la ejecución.
Dado el destacado cargo que ocupa el inculpado en la comunidad hebrea, condeno solidariamente a ésta a la reparación de la deuda y de los intereses que devengue la misma, durante los diez años que mi gracia ha concedido para su devolución. Sin embargo prohíbo expresamente cualquier agresión o ataque contra persona o bienes pertenecientes al Call, y quien osara desobedecer mis órdenes será públicamente castigado con cincuenta azotes.
El ciudadano de Barcelona Baruj Benvenist será colgado del cuello mediante una cuerda de cáñamo hasta que expire. El patíbulo se levantará frente al portal de Regomir, y la ejecución se llevará a cabo el 10 de diciembre del año 1058, después del mediodía.
Firmado:
Ramón Berenguer, conde de Barcelona
El conocimiento de la sentencia lanzó a Martí a una actividad desenfrenada. Cuando escuchó el terrible edicto el cielo se desplomó sobre él. Ruth se encerró en su habitación, deshecha en llanto, y Martí se dirigió a la casa de Benvenist, donde se había desencadenado el drama en toda su intensidad. Los hombres intentaban colocar en cestos los enseres personales, que era lo único que se les permitía llevarse al destierro. Rivká estaba acostada en su lecho y Esther le suministraba un pomo de sales, mientras los criados iban y venían en silencio. Unos oficiales del fisco vigilaban que nadie tocara nada del despacho del cambista. Batsheva se le acercó y en un susurro le preguntó por su hermana.
–Id tranquila, confiad en mí. Mañana intentaré ver a vuestro padre y se hará lo que él diga; decidle a vuestra madre que no se preocupe ahora por este asunto.
En esas y otras cosas andaba cuando el rabino Melamed le indicó que deseaba hablar con él. Ambos se dirigieron al castaño del jardín, testigo mudo de tantos ratos felices.
–Bien, amigo mío -comenzó a decir el suegro de Batsheva-, como comprenderéis, la misión que me ocupa no es plato de mi gusto. Sin embargo, como padre de Ishaí y rabino es mi obligación desempeñarla con la mayor diligencia posible.
–Os escucho.
–Nadie habla de esto, pero la gente sabe.
–¿Qué es lo que sabe?
–Somos un pueblo discreto y experto en callar; entre otras cosas la supervivencia enseña a no inmiscuirse en la vida de los demás.
–No os comprendo.
–Tal vez en Barcelona la situación pueda pasar inadvertida, pero no dentro del Call.
–Si no me habláis con más claridad, no adivino adónde queréis ir a parar.
–Es fácil: nos consta que Ruth, la hija pequeña de Baruj, está acogida en vuestra casa. Hasta ahora a nadie ha incumbido el hecho ya que, dada la resolución de Baruj de apartarla de su casa tras el incidente que vos bien conocéis, el honor de los Benvenist ha estado a salvo. Pero el apresamiento de mi consuegro agrava en mucho las cosas. Esta mañana ha venido a mi encuentro Binyamin Haim, el esposo de Esther, al que le ha caído el cielo encima. Su familia es muy conocida en Besalú y está dispuesto a acoger en su casa a Rivká, su suegra, pero lo que no quiere aceptar es la presencia de su cuñada Ruth. Las noticias corren más que vuelan y sobre el deshonor de ser yerno de un ajusticiado, por injusta que sea la condena, caería la ignominia de alojar en su hogar a una mujer que de alguna manera ha deshonrado a los suyos. En cuanto a Batsheva, desde el instante de su boda pertenece, como mujer casada, a la familia del esposo, al igual que Esther a la de los Haim: para ellas no reza la sentencia.
Martí palideció.
–No sé dónde queda la solidaridad de algunas gentes, ni quiero atribuir a todo el pueblo judío esta mezquina actitud, pero decid a quien competa que no se preocupe: yo me haré cargo del problema.
–No lo toméis a mal. Los ánimos están muy encrespados. Tal vez, cuando se calmen las cosas…
–Entiendo, no os lo tengo en cuenta. Vos solamente sois el emisario.
Después de esta charla Martí partió de la casa, tras decir a Rivká y a Batsheva que regresaría.
Tenía abiertos tantos asuntos que era difícil acudir a todos a la vez. De manera que al salir del Call se dirigió sin demora a la seo para entrevistarse con Eudald.
El canónigo, informado ya de todo el drama, le recibió en la intimidad de su habitación.
–Tiempos terribles, querido amigo -dijo con un suspiro el buen sacerdote.
–Y grandes injusticias. Alguien ha escogido a Baruj como chivo expiatorio.
–Sospecho la identidad de ese alguien, aunque mi experiencia acerca de los poderosos me dice que podría haber sido cualquiera. Ya sabéis que la victoria tiene mil padres y la derrota es huérfana.
–Ese hombre es la más falaz y rastrera alimaña que he conocido. Creo que la rabia que me inspira es mayor que el odio que me tiene: no alcanzo a comprender cómo se ha ganado la voluntad del conde.
–Yo os lo diré. El halago ha sido su arma, como lo es de todo cortesano que quiera prosperar en la corte. Los poderosos pueden estar un mes sin comer, una semana sin beber y un día sin ser lisonjeados. Pero os lo repito: guardaos de él y no le perdáis de vista; os tiene presente en el inventario de su memoria, le consta que vos ardéis en deseos de venganza y cuando pueda, querrá cobrarse la pieza. Pero vayamos a lo que nos concierne. ¿Qué pensáis hacer?
–Tengo tantos fuegos prendidos que no sé a cuál acudir, de ahí que, por mejor proceder, recurra a vuestro sabio consejo. En verdad os digo que no sé por dónde debo comenzar a sofocarlos.
El buen clérigo hizo una pausa para meditar unos instantes y procedió con cautela.
–En primer lugar está Ruth. Sé que la apreciáis y no sería conveniente, si las circunstancias no fueran tan adversas, que dejarais pasar la segunda oportunidad que os brinda la vida pisoteando vuestra dicha; sin embargo, las cosas son como son y el camino está lleno de dificultades, hoy por hoy insalvables.
Martí quedó un momento perplejo.
–Pero yo jamás os he confesado que…
–He hecho guardia en muchos puestos y peino demasiadas canas, Martí, y sería por más lerdo si no supiera darme cuenta de la enfermedad que a todo hombre ataca, antes o después. Me consta que amasteis a Laia, pero Laia murió y la vida sigue su curso.
–Bien, os lo confieso, Laia fue un sueño de juventud adornado por la dificultad y la distancia al que tal vez me aferré en demasía. Su muerte fue para mí algo terrible que me marcó profundamente y cuyo recuerdo llevaré en mi corazón de por vida, pero cuando menos lo esperaba esta criatura ha despertado en mí sentimientos que jamás creí volvieran a renacer. He de admitir que jamás he conocido, tan íntimamente y día a día, a alguien que tuviera las cualidades de Ruth, su sentido de la justicia, su determinación, su alegría de vivir y saber entrever de cada circunstancia algo positivo; su carácter ha hecho que mi hogar sea hoy una fiesta cuando ayer era un páramo, su presencia ha despertado en mí algo que ya creía muerto. – Aquí Martí hizo una pausa-. Sin embargo, todo lo dicho nada vale, es como si no existiera. Hay demasiados problemas insolubles.
–Éste lo conozco, otros no y es mejor que desembuchéis lo que lleváis dentro.
–En primer lugar, como os consta, juré a su padre que la respetaría siempre y que a mi lado estaría segura. Si abusando de su confianza renegara del juramento y aprovechara la circunstancia de que está alojada en mi casa para defraudarle, me convertiría en un bellaco y en los momentos que vivimos el peso de la culpa y el remordimiento no me dejarían un instante en paz.
El canónigo asintió con un gesto.
–Os comprendo, y aunque Baruj va a morir no podéis, sin causa mayor, violar un juramento; no os toca otra que sepultar vuestra dicha. Además, ella es judía y vos cristiano.
–Evidentemente, aunque si solamente fuera éste el impedimento, no se me alcanza saber cuál fuera mi decisión al respecto.
–¿Os jugaríais la eternidad?
–Mi eternidad está aquí y ahora; ya cuidaré de la otra cuando llegue, si llega. Si por una entelequia he de renunciar a una realidad, baje Dios y lo vea. ¿No dice san Agustín de Hipona «Ama y sé feliz»?
–No me hagáis responder, no es momento para digresiones filosóficas ni vanas disquisiciones en las que ni los padres de la Iglesia se han puesto de acuerdo, amén de que no puedo ser juez imparcial porque os quiero demasiado. Y ahora decidme, ¿qué otros fuegos hay que debáis apagar?
Martí, en breves palabras, puso al corriente a su amigo de la conversación que había mantenido con el rabino Melamed.
–Como podéis ver, cuando a un navío se le abre una vía de agua a la vez se le rompe el gobernalle.
–No los culpéis: son buenas gentes, pero están asustados. Cuando todo vuelva a su lugar sin duda verán las cosas de otra manera. Ved que las dificultades nunca vienen solas, pero no olvidéis que tras la tempestad viene la calma y que Dios aprieta pero no ahoga. Pero decidme, ¿cómo quedan vuestros tratos con Baruj? Creed que si hay un resquicio os buscarán la vuelta.
–No hay caso: tengo tratos con los cambistas, pero no son socios de mis negocios; únicamente aseguran de alguna manera mis barcos y mis mercancías; es probable que del dinero que me cobran deban pagar al conde una gabela fija, pero a mí en nada me afecta. Si todos los que negocian con los hebreos se ven obligados a prescindir de sus servicios y cortar sus relaciones, la vida comercial del condado se hundiría. No os preocupéis por mí ahora, mejor pensad qué podemos hacer por Baruj.
–Una sola cosa se me ocurre: deberé acudir a la condesa para que me conceda un salvoconducto que os incluya a vos y nos permita visitarlo; es mi amigo, lo han condenado injustamente y está en necesidad. Creo que son suficientes motivos.
El salvoconducto
Los dos hombres, apenas salido el día, se presentaron a las puertas del Palau Menor, en cuyas mazmorras habían confinado a Baruj.
En la entrada, el centinela tomó el documento en sus manos y al ver el sello de la condesa, tras indicarles que aguardaran, se introdujo en el cuerpo de guardia para avisar a su superior. Era éste un viejo soldado ascendido a oficial por méritos que atestiguaban dos pálidas cicatrices que cruzaban su rostro en sendas direcciones y que salió a su encuentro con el pergamino en la mano.
–¿Os conozco?
Se dirigía a Eudald.
–Tal vez: en esta Barcelona de mis pecados nos conocemos todos.
–Pero no os veo como sacerdote.
–No nací siéndolo.
–¿Por dónde arrastró sus huesos vuestra merced, antes de ahora?
–Por diversos caminos y en muchas circunstancias.
El hombre insistía.
–Yo os conocí de otra guisa. ¿No anduvisteis en las algaradas de Mir Geribert?
–Tal vez, pero no de clérigo.
Al hombre se le iluminó la cara.
–Vos combatisteis en los hechos de Vallfermosa.
–Ahí y en otros muchos lugares, y lo hice en compañía del padre de mi amigo.
El hombre observó a Martí con detenimiento.
–Recordadme su patronímico.
–Guillem Barbany de Gorb.
El hombre lo observó como si hubiera visto a un aparecido. Primeramente se dirigió a Llobet y luego trasladó su atención a Martí.
–¡Por las barbas de san Pedro! Ahora caigo: erais uña y carne, siempre andabais juntos… El día en que una azagaya me hizo ésta -dijo, señalándose la pálida cicatriz-, vuestro padre me sacó del lío. Tiempos gloriosos aquellos y no los de ahora, que cualquier paniaguado hace más méritos de lindo aquí en la corte que los que pudimos hacer nosotros en todas las guerras de la frontera.
–Me alegro de haberos encontrado. Siempre es bueno hallar viejos conocidos.
–Aquí me encontraréis, a los tullidos no se nos requiere para otra cosa que no sea vigilar prisioneros inofensivos o hacer rondas. Vos lo acertasteis, mejor me hubiera ido a mí también de clérigo: habría sido la manera de asegurarme la sopa boba en mi vejez, que se me presenta magra y harto desprotegida, teniendo que soportar, además, a una bruja en casa y a tres hijos.
–Tal vez la vocación no os llamó para hombre de Iglesia.
–Aun sin ella me hubiera convenido más que seguir haciendo guardia en cualquier puesto.
Eudald cortó la verborrea del viejo soldado pensando que bueno era tener allá dentro un aliado.
–Me ha complacido el reencuentro, pero venimos a hacer un servicio y no debemos demorarnos.
–Adelante: uno de mis hombres os acompañará hasta la celda y, siempre que esté de guardia Jaume Fornolls, tendréis el paso libre.
–¿Cuáles son vuestros turnos y cuáles vuestros días?
–Estoy todos los días, entre prima y tercia.
–Lo tendremos en cuenta, para no tener que pedir permisos cada vez. Y ahora, si sois tan amable…
El centinela de la entrada los condujo por varios pasillos hasta la celda que ocupaba Baruj. Llegaron ambos con el ánimo encogido ignorando el cuadro que iban a encontrar. A través de la reja de la puerta observaron al cambista. La estancia era una habitación con verja de hierro en la entrada, pero más parecía un aposento de mala posada que una celda al uso. Una mesa y dos sillas destartaladas componían el mobiliario, completado por un banco arrumbado a la pared que servía a la vez de jergón. En él estaba sentado Benvenist, absorto en sus pensamientos, contemplando la luz del naciente sol que entraba por el ventanuco de la pared y en cuyos pálidos rayos bailaban miríadas de pequeñas motas de polvo. El cambista, si eso era posible, parecía todavía más enjuto y disminuido. Baruj, al notar una presencia en la puerta, giró el rostro hacia ellos y sus ojos acuosos expresaron una mezcla de gratitud y alivio. Lentamente se puso en pie y acudió a la puerta con la misma expresión bondadosa y atenta de siempre.
El encargado abrió la reja y los tres hombres se fundieron en un abrazo.
–Me han ordenado que os deje a solas. Cuando queráis salir, golpead la reja y acudiré a abriros.
Tras estas palabras, el hombre se alejó pasillo adelante.
Ya solos, se sentaron en las sillas Martí y Eudald, en tanto Baruj lo hizo en el camastro.
El canónigo rompió el pesado silencio que, sin quererlo, se había establecido entre los tres.
–Baruj, amigo mío, qué gran desgracia.
–Y qué gran injusticia se está cometiendo en vuestra persona -añadió Martí.
–Los designios de Yahvé son indescifrables e incomprensibles para los humanos. Cuando nacemos tenemos asignados el número de latidos que deberá dar nuestro corazón.
–Pero toda muerte que no venga por caminos naturales y haya sido forzada inicuamente por los hombres es una muerte ruin y sin sentido.
–Perdonad, Eudald, cuando una muerte evita daños mayores, bendita sea. Sirva la mía para aplacar la ira de los poderosos y salvar a mi comunidad de mayores desgracias.
–Imagino que sabéis el cuándo y el cómo.
–Han cumplido el protocolo escrupulosamente. El juez en persona acompañado por dos testigos se ha presentado en esta celda y me ha leído la sentencia. Han sido muy atentos conmigo y a la vez muy hábiles: me colgarán de manera que nadie de los míos acudirá a despedirme, y me alegraré de que así sea. Nadie debe profanar el sabbat por algo tan nimio como una muerte, suceso que, por otra parte, acontece todos los días.
Al ver la resignación y la templanza de su amigo, Martí explotó.
–¡No comprendo cómo podéis tomaros con esta calma tamaña injusticia!
–Y ¿a qué conduciría? Todo está escrito y nadie puede cambiarlo: la muerte nos ha de llegar a todos. La mía sólo se ha adelantado un poco.
–Este fatalismo ha condenado desde hace siglos a vuestra raza: cada Pascua en el séder* os felicitáis diciendo «el año próximo en Jerusalén», pero con esta actitud de paciencia resignada ante cualquier contrariedad os auguro que jamás retornaréis.
* En la cena se consumen cuatro copas de vino que se refieren a la promesa de redención divina al pueblo de Israel y se expresa en cuatro verbos en primera persona: os sacaré, os liberaré, os redimiré y os tomaré.
–Martí -reconvino Eudald-, hemos venido a consolar a nuestro amigo, no a desmoronarlo.
–Perdonad, Baruj, pero es la impotencia mezclada con ira la que me inspira tales palabras. La verdad es que hemos venido a reconfortaros y a hablar de otras cosas.
–Pues dejad a un lado vuestra ira y atendedme primero a mí, que tengo que daros mis postreras voluntades y no hay mucho tiempo.
Eudald y Martí se dispusieron a seguir puntualmente las instrucciones de Benvenist.
–Dentro de nada ya no estaré en este mundo, pero los que más quiero sí estarán. Mis bienes han sido incautados y mi familia, dentro de treinta días, ya no tendrá, en esta Barcelona que tanto amé, hogar donde acogerse y ni siquiera techo donde resguardarse. El destino de mi esposa Rivká y de Ruth me preocupa en grado sumo, no así el de mis otras dos hijas, que ya pertenecen a las familias de sus esposos. Ahora viene, Martí, lo que os concierne. Mi hija pequeña me consta, pues la conozco, que se negará a seguir a su madre por no apartarse de vos…
–Baruj, yo haré lo que…
–Dejadme terminar, Martí, he tenido tiempo de meditar profundamente, tal que si tuviera que entablar con vos, Eudald, una de las controversias que inspiraban nuestras noches de estío. – El anciano se tomó un respiro-. Martí, yo sé que Ruth os ama desde que era una niña. Un padre sabe leer en el corazón de una hija por más que no me haya dicho nada. Primeramente pensé que eran cosas de niña, pero me equivoqué, Ruth es ya una mujer. Tuvisteis la amabilidad de acogerla en vuestra casa salvándome en aquel momento de una situación que hubiera deshonrado a mi casa y obstaculizado, si no impedido, la boda de Batsheva, pero creo que no debí aceptar vuestra oferta, que de no mediar vuestro juramento, jamás hubiera admitido, pero soy consciente de que mi venia ha agravado las cosas. Ahora las circunstancias son tales que no admiten componendas; deberéis obligar a Ruth a seguir a su madre, sin excusa ni subterfugio alguno, a fin de que pueda yo marchar de este mundo con el ánimo tranquilo. Sois la única persona a la que tal vez haga caso.
Eudald y Martí intercambiaron una mirada cómplice que no pasó inadvertida al astuto cambista.
–¿Qué es lo que ocurre? ¿Qué se me oculta?
Martí, con voz queda y apesadumbrada, habló de nuevo.
–Lo que pedís es imposible.
–¿Por qué?
–Lo que voy a revelaros es muy duro: ni vuestro consuegro ni el marido de Esther quieren a Ruth en Besalú. Dice que peligrarían todos y, entre ellos, vuestra mujer.
Baruj Benvenist se envolvió la cabeza con la arrugada túnica y de esta guisa permaneció en silencio unos instantes.
–No os desmoronéis. Yo no os dejaré en este trance colmando vuestro cáliz con esta angustia.
–¿Qué se os ocurre? – indagó el canónigo al tiempo que el cambista retiraba la prenda de su cabeza.
–Ruth quedará a mi cargo tan segura como si estuviera en vuestra casa en tiempos más felices.
–Todo ello comporta un riesgo que no puedo aceptar.
–Mi buen amigo, tristemente no estáis en condiciones de decidir.
–Estaréis en peligro, Martí -apuntó Llobet.
–Lo he estado otras veces por motivos mucho más fútiles y por personas a quienes apenas conocía.
Dijo esto sin pensar, recordando a Hasan al-Malik braceando en las aguas del puerto de Famagusta.
El buen clérigo insistió.
–Tened en cuenta que estará incumpliendo, no una ley judía sino una orden de destierro firmada por el conde, y que vos seréis cómplice. Alguien la puede ver y entonces nada ni nadie os podrá auxiliar.
–Dentro de mi casa no hay peligro alguno: dispondré el último piso para ella sola y el jardín del torreón será el suyo, haré que Omar, que como sabéis es un experto en la traída de aguas, habilite en el jardín unos baños. No necesitará pisar la calle ni nadie estará autorizado para pasar a donde se halle, y todo ello hasta que cambien las cosas. ¿No decís que es la Providencia la que gobierna el mundo y no los hombres? Pues pienso que vuestro Yahvé o Nuestro Señor Jesús proveerán.
–No me queda otra. Martí, os bendigo y que vuestro Dios os ayude. Marcharé de este mundo con el ánimo tranquilo.
–Queda tiempo todavía; decidme, ya que no es posible intentar que veáis a todos los vuestros, a quién queréis que intente traeros.
–Mi esposa, Eudald, moriría al verme aquí, mis dos hijas mayores tienen ya sus maridos. Si podéis, traedme a Ruth…
–Descuidad, que si está en mi mano, así lo haré.
Martí, transido por una agitación incontrolable, habló con una voz preñada de ternura y de afecto.
–Baruj, me habéis confiado vuestro mayor tesoro. No os defraudaré, va en ello mi honor.
Al abandonar el siniestro lugar, Martí sintió por enésima vez una oleada de odio hacia aquel mal hombre que hacía daño a cuantos le rodeaban. Ignoraba cómo, pero la iniquidad de Montcusí pedía a gritos justicia… y tarde o temprano encontraría el medio de calmar su sed de venganza.
El albino
Túnica, calzas y borceguíes negros. Observando detenidamente, se podía ver que frisaría los cuarenta años aunque su media calvicie indicaba alguno más, de talla más bien alta que baja, manos huesudas y cuerpo de una delgadez extrema, pero lo que destacaba del conjunto era su cabello albino y unos ojos azules de una palidez exagerada, circunvalados por unas cejas y pestañas casi transparentes, hundidos en un rostro picado por la viruela.
El hombre denotaba una tranquilidad propia de alguien acostumbrado a pisar alfombras. Seguro de sí mismo, como aquel que ofrece un producto que sabe exclusivo y que si no se le compra a él, no se encuentra en otro comercio.
En el despacho se escuchó el agudo son de una campanilla y el secretario partió presuroso hacia el interior para regresar al punto junto al extraño visitante, que se había ya puesto en pie seguro de que la llamada era para él.
–Mi señor os aguarda.
El converso Luciano Santángel tomó su capa y un portadocumentos y se introdujo, siguiendo a Conrad Brufau, en la cámara del consejero condal Bernat Montcusí.
Salió éste a su encuentro artificioso y atento, y tomándole del brazo le condujo hasta el banco situado bajo el ventanal.
–Mi querido amigo, en primer lugar os agradezco la atención que representa el que hayáis acudido tan prestamente a mi llamada, constándome como me consta lo solicitados que están vuestros servicios.
El contraste entre ambas naturalezas era notable: el visitante tenía el porte alargado de un huso y el consejero la redondez de un tonel.
Luciano Santángel, mientras colocaba su capa en el asiento junto a su portafolios, respondió a su demandante.
–Ya sabéis que cada vez que habéis requerido mis servicios he acudido con la premura del buen lebrel.
Ambos hombres tomaron asiento en el banco y el visitante aguardó a que el intendente de abastos se explicara.
Éste, tras acomodar su generosa naturaleza, adecuar los pliegues de su túnica y proferir un ruidoso suspiro, comenzó la conversación con los acostumbrados circunloquios a los que tan proclive era.
–Decidme, Luciano, antes de que os cuente mis cuitas. ¿A qué otra misión habéis renunciado para acudir con esta presteza a mi cita?
–No la he abandonado: mejor decid que he confiado la cacería a podencos de mi cuadra, adoctrinados por mí, que conocen mi manera de trabajar y que tengo ahormados a mi gusto.
–Pero contad.
–Os diré solamente el asunto, no el patrocinador: mis clientes siempre han confiado en mi discreción. Tened la certeza de que las paredes de este despacho serán los únicos testigos de vuestro relato, otra cosa no ha de salir de mi boca. En esta cualidad radican mis éxitos. Pero en fin, por complaceros os diré que uno de los condes vecinos de Barcelona está tramando el repudio de su mujer y no acaba de saber quién es el noble de su casa que le adorna la testa cual si fuera el rey de los cérvidos. Ella es dama de prestigio y su padre es importante, tiene tíos obispos y algún que otro primo abad conocido. Debe por tanto cuidar los detalles al respecto, no fuera a equivocarse provocando con su yerro un incidente diplomático de graves consecuencias.
–No me digáis quién es, me lo supongo, y nunca deja de admirarme la futilidad del ser humano, aunque siempre he mantenido la teoría que los apéndices córneos duelen cuando salen, pero luego ayudan a vivir. Sin embargo, mi consejo es que el poderoso que no desea tener que pagar gabelas fijas a rufianes desaprensivos, debe ser célibe cual monje, y monje casto, se entiende, ya que si no se verá sometido a coerciones que únicamente ahorra una trayectoria impoluta como la mía.
–Ésa es la mejor manera de evitar sobresaltos en el turbulento mundo en el que vivimos. Pero decidme cuáles son vuestras cuitas y el fin último de vuestra llamada.
–Mi buen Luciano, de sobra conocéis las dificultades que comporta el cargo que ostento. De un lado mi inquebrantable lealtad al conde despierta recelos. La nobleza me ataca pues, como bien sabéis, no soy uno de ellos, mi tarea recaudatoria para el bien de Barcelona, al tener que esquilmar algún que otro bolsillo, suscita animosidades, y mis iguales, ciudadanos de Barcelona menos distinguidos por el favor del conde, ansían mi puesto. Estoy por tanto eternamente suspendido sobre varios fuegos.
–Os entiendo, pero nada nuevo me dice vuestro razonamiento: lo que me explicáis siempre ha sido así. La envidia es una de las flaquezas de la condición humana.
–Tenéis razón, y es por ello por lo que he requerido vuestros servicios. La confianza que despierta en mí vuestra discreta profesionalidad me ha impelido a recabar vuestra ayuda.
–Soy todo oídos.
–El caso es que, pese a estar acostumbrado a las intrigas palaciegas, en esta ocasión me ha salido un enemigo de consideración al que mi prudencia obliga a tener en cuenta. Quiero buscar las fallas que pueda tener su vida a fin de que no me coja de improviso cualquier maniobra que pudiere llevar a cabo contra mí, buscando mi ruina.
El albino tomó el portafolios de su lado y abriéndolo extrajo de su interior una vitela, un tinterillo y un cálamo e indagó:
–Y ¿cómo de importante es vuestro enemigo?
–De momento os diré que la mismísima condesa Almodis en persona se saltó la norma y le concedió la ciudadanía de Barcelona. Su casa es de las más suntuosas de la ciudad, fue y es el importador del aceite negro que sirve para alumbrar nuestras calles y posee más de veinte naves.
El hombre, destapando el tinterillo y mojando en él la punta del cálamo, se puso a escribir.
–Os estáis refiriendo sin duda a Martí Barbany.
–Evidentemente.
–Su actividad es de sobra conocida. Celebro vuestra prudencia, a los enemigos poderosos hay que eliminarlos antes de que lo sean más. El miedo guarda la viña. Y ¿qué es lo que deseáis saber?
–Cualquier cosa que lo debilite: su familia, sus amigos, las gentes que frecuenta, si paga lo que debe, si ha contravenido las normas de la importación y exportación de productos, los tratos que pudiera tener con judíos u otras malas gentes. En fin, todo aquello que pudiera ocasionar una fisura en sus defensas.
–Aunque no me ataña, me gusta conocer los motivos por los que mis clientes demandan mis servicios.
–Es muy sencillo: nada hay que me desagrade más que la ingratitud, y nada hay que despierte en mayor medida mi odio que aquellos que muerden la mano que les dio de comer. Este individuo, cuando no era nadie, vino a mí en demanda de favores que yo me esforcé en conseguir. No asimiló, hay que reconocerlo, el éxito que acompañó sus empeños y tuvo la osadía de solicitar la mano de mi ahijada, que era la luz de mi vida y el sueño de mi vejez. Yo, reconociendo sus méritos, le indiqué que hasta que no fuera ciudadano de Barcelona, no podría acceder a su demanda. Con malas artes y a través de una esclava infiel a la que tuve posteriormente que castigar, sedujo el tierno corazón de mi Laia, que así se llamaba la criatura, y cuando forzado por las circunstancias, consentí en su matrimonio, él defraudó mi confianza rechazando el enlace, lo que sumió a mi hijastra en un desconsuelo tal que acabó con su vida.
–Lo que explicáis es grave.
–Pues no es todo. Infeliz de mí, fui el introductor de su persona ante el veguer a fin de que la ciudad le comprara todo el aceite negro que importara, y cuando tuvo el paso franco en su casa, se deshizo de mí y se ha negado a pagar el favor.
–Y ¿qué es lo que pretendéis saber de él?
En este instante el consejero no pudo reprimir su ira.
–Hasta el color de sus heces me interesa: he de conocer sobre todo la relación que pueda tener con las gentes del Call.
–Descuidad, todo se sabrá pero particularmente lo relativo a su relación con los judíos: no olvidéis que soy converso y que no hay peor cuña que la de la misma madera.
–Y ¿en el caso de que además de saber conviniera entrar en acción? Me refiero, claro es, por vericuetos ocultos. Hay cosas que es mejor hacer con discreción: los caminos directos ya están a mi alcance.
–Tengo las gentes apropiadas para ello, pero como debéis suponer cuanto más sigilo, más precio.
–Por eso no paséis pena; os consta que pago bien a mis colaboradores.
El último adiós
–¿Sois consciente del riesgo que corréis?
–Martí, me habéis prometido que lo intentaríais. Si no puedo verle moriré de pena.
–Infringiréis varios mandatos: tendréis que pisar la calle a horas vetadas para los judíos y vestiréis de hombre, porque de mujer sería insensato que intentarais visitar una prisión.
–Si no es de esta manera, marchará de este mundo sin el consuelo de verme, y me consta que es lo que más desea. Todo lo asumo; si algo me ocurre, no os haré responsable.
–Está bien, sea. Os lo prometí y no será culpa mía si no lo conseguimos.
Martí consiguió que Eudald buscara a Jaume Fornolls y que acordara, cumpliendo un código no escrito de viejos camaradas de armas, que al día siguiente, cuando él entraba de guardia, se presentaría Martí con el hijo mayor del detenido a visitar al reo, con la condición de que no llevaran cuchillo ni daga alguna. Al rezo de vísperas sonando en el campanario de la seo y batiéndose las sombras en retirada, bajo el resplandor de la luz de los faroles de Martí, una pareja entraba en la plaza donde estaba el Palau Menor. Junto a la garita del centinela se veía a lo lejos una silueta midiendo a lentas zancadas las losas de la entrada. Fornolls no quería testigos de su favor. Súbitamente el hombre detuvo su deambular al observar que unas sombras se acercaban buscando la cobertura del arbolado de la plaza. Tras un rápido examen, el jefe de la guardia se cercioró de que nadie estuviera a la vista. Las sombras se transformaron en gentes y Martí, a cara descubierta, y Ruth embozada, se llegaron hasta el lugar donde aguardaba el inesperado amigo.
Fornolls, habló quedo y claro.
–Han sido vuesas mercedes muy precisos.
–El padre Llobet nos encareció la puntualidad. Sabemos que nuestra suerte depende del instante que entráis de guardia y que nuestra salida deberá ser poco antes de que os hagan el relevo. Faltaría que pagara a vuestra merced perjudicándoos.
–Me alegra poder devolver el favor al hijo de un compañero de armas con el que estaba en deuda, pero me juego mucho en el envite.
–No lo ignoro y de alguna manera quisiera compensaros.
Diciendo estas palabras Martí rebuscó en la faltriquera que llevaba colgada al hombro y tras extraer una bolsita de piel sin curtir, se la alargó al hombre.
–¿Qué me dais? Nada quiero por el favor.
Y al decir esto intentó devolver la escarcela a Martí. Éste le detuvo el brazo.
–No pretendo nada, el favor ya estaba hecho. Me dijisteis que tenéis mujer e hijos, tomadlo como la atención de un hombre agradecido.
En la penumbra, Jaume Fornolls desató el cordoncillo de cuero que cerraba la embocadura del saquillo y metió la mano en su interior.
–¡Pero estáis loco! Aquí hay por lo menos la paga de medio año.
–No es nada comparado con lo que hacéis por nosotros.
Al referirse a ambos, Fornolls observó con detenimiento al pequeño embozado que acompañaba a Martí.
–¿Es su hijo?
–Así es, y como el condenado únicamente tiene otras dos hijas, el muchacho, a pesar de su corta edad, será responsable de ambas y de su madre. Ya sabéis cómo son los judíos.
–En atención a vos no le voy a registrar, pero debéis asegurarme que no intentará proveer al preso de arma alguna.
–Registradlo si eso os deja más tranquilo.
–Me basta con vuestra palabra. Os ruego que seáis breve.
–El tiempo de recibir le bendición de su padre y alguna escueta y concisa recomendación, antes de partir para el destierro.
Fornolls les indicó que le siguieran.
Al pasar junto al cuerpo de guardia donde dormitaban sus hombres ordenó a uno de ellos que fuera a la garita exterior.
–No hay cuidado, es de mi confianza -aclaró.
La emoción embargaba el pecho de Ruth. Se había desprendido del embozo y cubría únicamente su cabeza con la capucha de su capa.
El trío avanzó por el angosto pasillo y al llegar a la cancela, Fornolls abrió la reja, y tras recordar a Martí que no se demoraran demasiado, los dejó a solas.
Baruj, apenas sintió los pasos de varias personas, adivinando que su querida hija llegaba a despedirse, se había puesto en pie. Ruth se abalanzó a su encuentro y como hacía cuando era pequeña se refugió en sus brazos, ciñéndolo por la cintura, deshecha en llanto.
Martí aguardó a un lado a que ambos regresaran de su soñado reencuentro teniendo muy presente que era el último abrazo de los dos y que a partir de aquel día la memoria de Baruj habitaría para siempre, como una desdibujada y borrosa ilusión, en el corazón de su hija.
Se separaron sin llegar a soltarse y se instalaron en el camastro arrumbado a la pared sin dejar de mirarse a los ojos, soslayando completamente a Martí. Al cabo de poco, Baruj retornó al mundo.
–Otra vez gracias, amigo mío. Suponiendo que poseyera todo lo que me han requisado y os lo entregara, no os pagaría el precio del favor que me habéis hecho.
–Baruj, recordad que entre los consejos de mi padre, al que tan bien servisteis, el que primero figuraba era el de que hiciera honor siempre a mi palabra. Os prometí que os traería a Ruth, y eso he hecho.
Nadie se atrevía a hablar y un silencio preñado de angustia y desconsuelo dominó la estancia. Ruth comenzó a sollozar.
–No os acongojéis, bien mío, soy un hombre afortunado. La parca puede sorprender al hombre en un mal momento en el que esté enemistado con Yahvé. A mí me ha sido concedido el don de conocer el día y el momento. ¡Aleluya!
Martí, asombrado de que en aquella terrible situación nada quebrase el ánimo del cambista, exclamó sin poder contenerse:
–Os admiro, si fuera posible, más aún que antes. Hay pocos hombres capaces de mostrar la entereza que vos mostráis en estos espantosos momentos.
–Queda poco tiempo y hay que emplearlo bien. Vayamos a ocuparnos de los que aquí quedan, a mí ya me hacen falta pocas cosas. Si no os importa, apartaos… Hay cosas de las que debo hablar con Ruth a solas.
Martí se alejó. Desde donde se hallaba pudo oír los murmullos de Baruj y el llanto incontenible de Ruth. Fueron sólo unos instantes.
–Martí, venid -dijo Baruj-. Hay algo más que deseo pediros.
La voz de Martí sonó opaca y grave.
–Todos vuestros deseos se cumplirán, amigo mío. ¿Qué otra cosa os acongoja?
–Id a mi casa, ya que Ruth no podrá acercarse a ella, y bajo la mezuzá hallaréis una llave que abre la puerta del huerto. Conservadla, hija mía; un día u otro regresaréis y en ese día de gloria mi honra será reivindicada ante los míos. Entonces, Ruth, buscad a vuestra madre y reintegradla al hogar que jamás debió abandonar. No guardéis odio en vuestro corazón, el odio es una hiedra maligna que al trepar seca el alma del que la sufre. Y ahora voy a daros mi bendición, arrodillaos.
Cuando se pusieron en pie, los pasos de Jaume Fornolls resonaban en el corredor.
La horca
Un clamor creciente como la marea de plenilunio anunció la llegada del carromato, una plataforma de tosca madera sobre cuatro ruedas, en la que descansaba una jaula a través de la cual, atadas a la espalda las manos y calzados sus pies con alpargatas negras, encogido como un pajarillo asustado, se veía al reo vestido con un saco de esparto al que se le habían hecho tres agujeros por los que asomaba la rala cabeza y unos brazos secos como sarmientos. Venía el artilugio tirado por cuatro mulas, precedido por guardias a caballo, y rodeado por hombres de a pie que se iban abriendo paso entre la turba encrespada. El grupo, al llegar a la altura del cadalso, se detuvo y los sayones ayudaron a descender al cambista entre las risotadas del pueblo y un clamor de voces exaltadas.
A Martí, que había acudido al lugar embozado en una capa, creyendo cumplir con una obligación, le pareció ver en lontananza, rondando cerca del cadalso, la imponente figura de Eudald Llobet. Baruj lo observó a la vez. Una mueca descarnada, que quiso ser una sonrisa, apareció en sus labios. Eudald ya estaba a su lado, subiendo entre los guardias los cinco escalones que llevarían a la muerte a Benvenist.
–¿Qué hacéis aquí? Os estáis poniendo en evidencia y os puede costar caro.
–Me importa un bledo, y me río de las conveniencias: mi conciencia no me dejaría en paz de por vida si en trance tan amargo no acompañara al amigo. Esto lo dice vuestra religión y la mía.
–Hacedme la caridad de retiraros: no queráis aumentar mi pena con vuestra desgracia.
–No insistáis.
En la tribuna ya se había instalado la pareja condal rodeada de su corte.
–¿No es aquél vuestro confesor? – inquirió Ramón Berenguer a su mujer.
–Sí.
–Y ¿qué hace allí?
–Imagino que intentar rescatar un alma del infierno.
El oficial que mandaba la escolta, reconociendo a Llobet, le espetó:
–¿Es éste vuestro lugar?
–Yo voy donde me manda la condesa. Si lo dudáis, allá la tenéis: id a preguntárselo.
El cielo se cerró y una lluvia fina comenzó a emborronar el paisaje.
El verdugo colocó el lazo en el cuello del cambista, que se estremeció al notarlo. El oficial ordenó despejar el patíbulo.
Eudald acercó sus labios al oído de Baruj.
–Que Metatrón* acompañe a vuestra neshamá** para que se encuentre hoy con Elohim.
* Ángel custodio de los judíos que contabiliza las buenas obras.
** El alma.
–Gracias, Eudald, por reconfortarme en la religión de mis mayores.
–Todas llevan al mismo Dios, si nuestros actos han sido buenos.
El oficial tomó a Eudald por el codo indicándole que bajara.
–Adiós, amigo mío, hasta pronto.
Un mensajero trajo al oficial un pergamino desde la mesa de los jueces, éste dirigió la mirada al juez principal. El magistrado inclinó la cabeza. El oficial entregó el manuscrito a un pregonero que desde lo alto del cadalso dio lectura al fallo. Al finalizar, un sonoro redoble de tambores solemnizó el momento. Luego se hizo el silencio. El juez principal se puso en pie y con voz atronadora, mirando al verdugo, emitió la terrible orden.
–¡Cúmplase la sentencia!
El verdugo retiró de una patada el apoyo sobre el que descansaba el reo. Baruj quedó balanceándose en el extremo de la cuerda como un muñeco roto. En aquel instante se abrieron los cielos y la lluvia arreció.
Un hombre justo había muerto.

Verdad y traición
104
El duelo
En un carro sencillo conducido por Avimelej, el fiel cochero de Baruj, y tirado por un percherón alazán, intentando pasar inadvertidos, se presentaron en el depósito de los ajusticiados Eudald Llobet, Martí, Eleazar Bensahadon, el antiguo preboste de los cambistas, y Asher Ben Barcala, el tesorero, con el fin de hacerse cargo del cadáver. Binyamin Haim, el esposo de Esther, así como también los Melamed, padre e hijo, prefirieron aguardar en la calle frente a la casa, para no comprometerse.
Esther y Batsheva esperaban en la casa rodeadas de plañideras que con sus sincopados llantos mostraban el dolor de la familia durante los días de duelo, y preparaban el sudario mientras su madre, Rivká, acompañada por sus íntimas y rota por el dolor, apenas podía atender a los deudos que iban llegando para el velatorio.
El traqueteo del carromato en el empedrado avisó a los presentes que el terrible instante había llegado. Todos se precipitaron a la entrada posterior para recibir el cuerpo sin vida del esposo, padre y amigo. Las hijas sujetaban a la madre por los brazos para evitar que cayera desmayada. Eudald, Martí, Eleazar y Asher tomaron las asideras de las parihuelas en las que se asentaba la humilde caja de pino y la condujeron a lo que había sido su dormitorio. Allí, a petición de Rivká, Llobet y los ancianos se quedaron para preparar el cuerpo de Baruj a fin de que pudiera ser visitado por todos, durante los tres días que iban a mediar antes del sepelio que se habría de llevar a cabo en el cementerio de Montjuïc.
Cuando todos los preparativos hubieron concluido, la familia decidió, aconsejada por los ancianos, que el sepelio se llevaría a cabo el miércoles, día de trabajo, a fin de evitar las posibles algaradas. Aquella noche se quedaron sólo los íntimos, que iniciarían de aquella manera los tres días de luto.
Martí decidió regresar a su casa y reintegrarse a sus tareas, ya que aquel triste suceso le había apartado de sus negocios y la urgencia de tomar decisiones acerca de fletes y destinos era de todo punto inaplazable.
Los dos inmensos faroles que alumbraban su puerta le permitieron ver a Omar cautelando la entrada de carruajes junto a dos criados armados. No le extrañó, ya que desde la fracasada transacción de los maravedíes, la atmósfera de la ciudad se había tornado irrespirable. Las gentes, que anteriormente intercambiaban risas y saludos entre ellos, se retiraban a sus casas a toda prisa y mirando por encima del hombro por si alguien les seguía los pasos. Pese a la iluminación de las calles, los atracos habían vuelto a proliferar y la ronda no daba abasto para retirar de la circulación a los amigos de lo ajeno. Se decía que los calabozos del Palau Menor estaban a rebosar y todos los bandidos que se apresaban en los caminos eran conducidos rápidamente a las dos cárceles recién terminadas allende las murallas, sin que los jueces tuvieran casi tiempo de leer los cargos de los acusados.
Omar acudió presto a su encuentro.
–Señor, no debéis andar a estas horas solo por las calles. Tengo hombres de sobra para que os escolten y el día menos pensado nos vais a dar un susto. Bien está el no ser medroso, pero no es aconsejable ser imprudente. Tenéis demasiados enemigos y vuestra privilegiada situación despierta mucha envidia. Si algo os acaeciera, más de uno se alegraría.
Martí desestimó las palabras de su fiel sirviente con un gesto.
–Lo que menos falta me hace ahora, Omar, son monsergas de vieja. Dime, ¿qué nuevas me traes? ¿Cómo está Ruth?
–En vuestro despacho os aguarda el capitán Jofre y en cuanto a la señora, no sale de sus habitaciones y ni ha tocado lo que le ha preparado Mariona, y eso que le ha cocinado sus platos predilectos.
–¿Ha salido al jardín?
–Un momento al atardecer, en compañía de Aixa, pero ni el tañido del arpa logra extraerla de sus aflicciones. A través de su puerta se escucha el llanto.
Llegaron hasta la puerta. Los dos hombres que la cautelaban saludaron al amo y siguieron su paseo, mientras en los elevados puestos de la muralla también se adivinaban sombras vigilantes.
Atravesaron el patio de caballos y comenzaron a subir por las escaleras de mármol.
–¿A qué hora ha llegado el capitán Jofre?
–Su nave ha echado el hierro al mediodía. Alguien le ha comentado la desgracia que nos aflige, y en cuanto ha comenzado a descargar su bodega y las chalupas han comenzado su ir y venir del Eulàlia, ha venido a daros sus condolencias sin pérdida de tiempo, y a poneros al corriente de las novedades de su viaje.
–Dile que ahora mismo le veré. Voy primero a visitar a Ruth.
En el amplio distribuidor del primer piso se separaron y Martí, antes de dirigirse a sus habitaciones, se detuvo ante la puerta de la cámara de la muchacha.
Golpeó suavemente con los nudillos y un rebujo de ropa le advirtió que Ruth se levantaba del lecho a fin de abrir la puerta.
La voz sonó contenida y enronquecida por el llanto.
–No necesito nada, Omar.
–No soy Omar, soy yo. Haced la merced de abrir la puerta.
Tras un breve ruido de pestillos corriéndose, la puerta se abrió un poco. Martí se quedó impresionado ante la visión de la cara de Ruth. Una madeja de sueltos cabellos enmarcaba un rostro pálido y demacrado en el que resaltaban unos ojos irritados por el llanto.
–¿Me permitís?
La muchacha se hizo a un lado para cederle el paso.
Nada más entrar en la estancia, Martí se hizo cargo del drama que atenazaba el corazón de aquel ser indefenso y frágil. En aquellas circunstancias hubiera dado una vida por poder tomar el amado rostro entre sus manos y cubrirlo de besos, pero aquello era lo único que no podía hacer. En el colchón de la elevada cama todavía se percibía el hueco caliente que su cuerpo había dejado y sobre la mesa permanecía intacta la bandeja que Andreu Codina, el mayordomo, había subido desde la cocina de Mariona, escogida de entre lo más selecto de sus manjares.
–Ruth, esto no puede ser, desde el viernes no habéis probado bocado.
–Por favor, Martí, no me obliguéis. No puedo hacer nada que no sea recordar a mi padre.
–Pero lo que querría vuestro padre es que tomarais algo, no que os dejéis morir.
–¿Cuándo es el entierro?
–El miércoles por la tarde.
–Quiero ir.
–Ya sabéis que es peligroso, no debéis…
–Me consta que no puedo regresar junto a los míos, a la casa de mi padre, sin deshonrarlos, pero nada me impide acudir a Montjuïc a dar el último adiós a sus restos.
–No es aconsejable: crearéis una razón más para que los enemigos de los Benvenist se ceben en ellos.
–Mi madre y mis hermanas van a ir. Sé que no soy grata a sus maridos pero no me importa, quiero dar el último beso a mi padre, aunque sea de lejos, y si cabe echar sobre su caja los pétalos de una rosa blanca del rosal del jardín que tanto amaba.
Tras emitir un profundo suspiro, Martí asintió.
–Bien, sea. No tengo fuerza moral para negaros lo que me pedís, pero a condición de que comáis algo y que descanséis.
–Os prometo que lo haré si me juráis que me permitiréis que acuda.
–Está bien, os lo juro. Pero será a mi manera.
–Sea como sea. Con poder asistir me conformo.
–Pues comed y descansad, ahora tengo que ver al capitán Jofre que hace poco ha sujetado los amarres del Eulàlia a uno de los muertos* que tiene la compañía frente a la playa.
* Inmensas rocas andadas en el fondo marino de las que sobresalía una cadena sujeta a una boya que servía para amarrar los barcos que tenían un lugar asignado frente a las playas.
–Me gustaría verlo.
–Hoy no, mañana; hemos quedado que vais a descansar.
–Gracias por todo, Martí. Si sois tan amable, decid a Aixa que suba. Su presencia y su música me confortan.
–Que descanséis entonces.
–Buenas noches.
Tras dejar a Ruth sumida en su dolor, Martí descendió al primer piso y se dirigió al salón principal donde le aguardaba su amigo Jofre. El marino, curtido por los vientos de todos los mares, estaba en aquel momento mirando por uno de los ventanales. Al oír a su espalda los pasos de alguien se volvió, y al sonreír una miríada de pequeños surcos aparecieron en su moreno rostro cercando sus ojos. Ambos hombres se abrazaron en mitad de la estancia.
Pasado el primer instante y después de acomodarse se dispusieron a ponerse al corriente de las vicisitudes que habían acompañado a sus respectivas vidas durante su separación.
–La condena de Baruj me parece la felonía más grande que puede cometer un juez y su sangre caerá sobre todos aquellos que hayan tenido algo que ver con el crimen.
–Entonces mi amigo Bernat Montcusí descenderá a los infiernos chorreando -comentó, triste, Martí.
–¿Ha tenido algo que ver?
–Él ha sido el principal instigador, y tengo el honor de ser uno de sus blancos preferidos desde que cerré la espita de sus comisiones.
–Ándate con los ojos bien abiertos, Martí. Llevarás a tu espalda la sombra de la muerte.
–No te preocupes, sé cuidarme.
–Pero dime, ¿cómo está Ruth?
–Deshecha en llanto. No encaja la muerte de su padre ni atiende a razones en cuanto se refiere a no dejarse ver por Barcelona. Para colmo, las familias de sus cuñados tampoco la admiten junto a ellos. Lo que me apura es que se expone a grandes peligros.
–Vivir es un riesgo constante y tú sabes algo de ello.
–Ciertamente, pero sobre los peligros comunes están las añagazas que preparan tus enemigos y si es por méritos contraídos, lo entiendo, lo que no me cabe en la cabeza es que por ser de una raza o profesar una religión y sin haber ofendido a nadie, quieran matarte.
–Eso sucede acá y acullá, amigo mío, creo que va implícito en la condición humana. Si eres cristiano en tierra de moros, ocurre lo mismo. ¿Cuándo es el entierro?
–El miércoles por la tarde en Montjuïc, cuando los judíos estén dedicados a sus actividades.
Una pausa se estableció entre ambos y en la reanudación, Martí expuso el problema que en aquellos momentos le acuciaba.
–Ruth quiere asistir.
–Eso sí que es buscar complicaciones.
–Va a ir, con todo, mucha gente; su aparición pondrá en evidencia a su familia y sobre todo a sus cuñados.
–De lo cual se infiere que su presencia deberá pasar inadvertida.
–Evidentemente.
–Debes convencerla para que desista.
Martí negó con la cabeza.
–Es inútil.
Hubo otra pausa.
–Se me ocurre algo -dijo Jofre, dirigiendo a su amigo una mirada de complicidad.
–¿Qué es?
–Verás, Martí. Durante dos días estaremos transportando ánforas de aceite negro desde la playa hasta las grutas.
–¿Y?
–Que una procesión de carretas tiradas por una recua de mulas irá cargada y regresará de vacío.
–No entiendo adónde quieres ir a parar.
–Pues que en una de las carretas, cubierta por una lona, podría acomodarse Ruth. Al llegar al cementerio abandonaría la fila y se colocaría en lugar discreto. Desde allí vería, algo apartada, eso sí, el entierro de su padre y cuando los deudos se alejaran y con el pretexto de estar extenuada, Rivká podría acercarse a descansar. De esta manera podría despedirse de su hija.
–Es una idea brillante. Déjame que lo piense dos veces.
Después de un rato más de charla Jofre se disponía a marcharse cuando, ya en la entrada, añadió:
–Por cierto, me comunicó Rashid al-Malik que ya están trabajando para ti en la explotación de la laguna negra más de cien personas y que no quisiera morir sin antes venir a Barcelona para darte las gracias, en su nombre y en el de su hermano, por todas las bienaventuranzas que has traído a sus vidas.
El entierro
Poco contribuyó una columna de carretas, casi todas descubiertas, que llegaba a dar la vuelta a las atarazanas y que tiradas por reatas de mulas de paso cansino, cargadas de ánforas clavadas en balas de paja, se juntaron a la comitiva provenientes de la ribera para dirigirse a las grutas de la montaña donde se guardaba el aceite negro que iluminaba la ciudad. Finalmente, el grupo, al llegar a las puertas del camposanto judío, se introdujo en el recinto.
De haber habido un espectador curioso hubiera observado que una carreta cubierta que iba en la fila se apartaba de ella y se colaba en el cementerio por una puerta lateral, deteniéndose a una distancia prudente de la tumba donde se iban a inhumar los restos del cambista. La ceremonia se desarrolló sin demora, pues el tiempo urgía y las gentes intuían que aquél no era un entierro convencional, sino una trágica despedida de la que la mayor parte de asistentes quería retirarse lo antes posible. Aparte de ellos, se veía a un hombre que, amarrado su caballo a un ciprés, con un gorro calado hasta las orejas y de medio escorzo, parecía leer un libro de salmos frente a una tumba vecina.
Al finalizar la ceremonia, Martí se acercó al banco donde descansaba la viuda de Baruj acompañada de sus hijas.
–Señora, si me acompañáis, veréis a alguien que aliviará vuestra pena.
Rivká alzó su mirada interrogante hasta él.
–Id, madre -aconsejó Batsheva.
La mujer se levantó y siguió a Martí hasta el apartado carruaje. Cuando llegaron, él la ayudó a subir por la parte posterior.
Cuando Rivká adivinó más que vio la imagen de su hija pequeña, se abalanzó en sus brazos en un mudo intercambio de amor sin reproches. Luego ambas se sentaron, una frente a la otra, en los bancos laterales del carruaje.
–Hija mía, dentro de la inmensa desgracia que se ha abatido sobre nuestra casa, Yahvé en su misericordia me ha otorgado la gracia de volver a verte antes de mi partida.
–También a mí me ha sido concedida, además de la de acompañar a mi amado padre en su último viaje.
–¿Qué va a ser de ti, hija mía?
–No paséis pena, madre, mi deber es cumplir con lo que me ha tocado vivir.
–Eres aún muy joven, y nada me placería más que tenerte a mi lado, pero sabes que una viuda es menos que nada y que estoy en manos de los que ahora deciden por mí.
–Os lo ruego, madre, no os preocupéis. Sé que un día todo esto pasará y nos volveremos a reunir.
Un leve rasgueo en la lona les indicó que Martí avisaba desde fuera.
Su cabeza apareció por una hendidura de la cubierta.
–Rivká, debéis regresar junto a vuestras hijas. No sufráis por Ruth: cuidaré de ella como lo haríais vos misma. Vuestro esposo me la confió y no defraudaré su confianza. De vez en cuando, os haré llegar noticias.
Las dos mujeres se abrazaron de nuevo. Luego, a la vez que Rivká descendía del carro, se dirigió a Martí.
–Gracias en nombre de Baruj. Siempre os tuvo como amigo predilecto, y debo decir que habéis superado con creces la buena opinión que de vos tenía.
Cuando ya la mujer se hubo alejado, la voz de Jofre resonó desde el pescante.
–¿Regreso ya, Martí?
–Hazlo, pero ten la precaución de no ir a las cuadras. Que baje dentro del patio de casa y que antes cierren las puertas; después, que un criado conduzca la carreta hasta las atarazanas y la deje en nuestro astillero.
–Descuida, que así se hará.
Antes de partir, la voz de Ruth se escuchó a través de la lona.
–Martí, ya que no me permitís hacerlo a mí, cuando haya partido esparcid mi recuerdo sobre la tumba de mi padre.
Y diciendo esto asomó por la hendidura posterior su blanca mano y ofreció a Martí un cestillo lleno de pétalos de rosa.
Planes de venganza
De hecho, aquella mañana los ataques de furia de Berenguer amenazaban la tranquilidad de su madre, ya que no dejaba de pelear con su hermano y de arrebatarle cualquier juguete que el otro tuviera. La voz de Ramón sonó en sus oídos, distraída como estaba leyendo un breve libro de horas, regalo de su confesor Eudald Llobet.
–Señora, ved que Berenguer no me deja jugar en paz.
Almodis, dejando el libro sobre el almohadón de raso que estaba a su lado, se dispuso, como tantas veces, a mediar. Berenguer, al ver la acción de su madre, de un manotazo rompió el juguete que era objeto de la disputa.
–Eso está mal, Berenguer… Los caballeros deben aprender a compartir con sus iguales.
–¡Siempre le dais la razón! – protestó el niño.
Almodis se ablandó.
–Está bien, jugad a otra cosa. Veamos… ¿qué os parece al escondite con Delfín?
A ambos hermanos les encantaba jugar con el enano, pues su ingenio y su inventiva les proporcionaba siempre buenos ratos. La idea de su madre era que no pelearan, por lo que procuraba asociarlos en cualquier aventura y que el contrario fuera su bufón.
Delfín, que pese a los buenos oficios del físico de palacio andaba renqueante a causa de la patada que Pedro Ramón le había propinado, intentó zafarse del mandato. No le apetecía rondar por el palacio buscando un nuevo escondrijo para tener a ambos hermanos entretenidos en un común empeño.
–Señora, dispensadme pero mis pobres huesos no están hoy para contorsiones y mi corcova está tan dolorida que no voy a hallar escondrijo seguro para ella. Además, estos bribonzuelos conocen hasta el último rincón de palacio.
–Delfín, tómalo como una orden.
–Si ése es vuestro gusto, sea; pero dadme un margen, cuando suene la hora del Ángelus, para la que falta poco, soltad a los lebreles. Ignoro dónde voy a meter mis tristes huesos.
–Voy a daros un incentivo a todos. El premio será un mancuso: si no te encuentran, para ti, Delfín, y si lo hacen, para los niños. El tiempo acaba en el momento de empezar a comer, por tanto han de hallaros entre el toque del Ángelus y ese momento.
Los muchachos estaban encelados.
–¡Prepárate, Delfín, eres pieza cobrada!
Bernat Montcusí había citado a su informador en el Palacio Condal al mediodía, ya que por la mañana tenía que acudir a una Curia Comitis convocada por Ramón Berenguer a la que asistirían grandes vasallos, y en aquel momento se haría una pausa para tener tiempo de deliberar.
A la llegada a palacio, Luciano Santángel fue introducido, por orden del consejero económico, en la sala de trofeos y armaduras, situada en el ala oeste del palacio, que por lo general estaba vacía y donde podrían hablar con tranquilidad.
El maestresala que le acompañó, antes de cerrar la puerta, le anunció que el muy honorable Bernat Montcusí acudiría sin tardanza ya que el consejo se había suspendido hacía unos momentos y ahora se iba a servir un refrigerio a todos los convocados. El albino, pese a estar acostumbrado a visitar castillos y palacios por toda la Septimania, tuvo que reconocer que el rango y la categoría del condado de Barcelona superaba en mucho al más encopetado de sus vecinos, tanto de la península Ibérica como de sus vecinos septentrionales. El salón era una pieza alargada ornada con armaduras tanto de combate como de torneo, que habían pertenecido a los ancestros de la casa de los Berenguer. En las paredes colgaban panoplias y cuadros, adargas y alabardas cruzadas de diversas épocas y asimismo distintas clases de lorigas, guanteletes, petos y espaldares. Entraba la luz en la estancia a través de seis ventanales, y entre ellos seis armaduras, simétricamente dispuestas: cuatro de ellas completas y dos montadas a medias en sendos estrados tapizados con ricas telas, con los morriones en forma de pico de pato y las celadas bajadas.
La espera no se hizo larga. La puerta se abrió de súbito y entró en la estancia como un tornado, el consejero real, extenuado por la caminata, enjugándose con un pañuelo los goterones de sudor que descendían desde su frente. Cerró la puerta a su espalda mientras se excusaba con el albino.
–Perdonadme, querido amigo, y achacad a la larga perorata del conde mi retraso. Nada ha habido esta mañana en el consejo que me interesara más que vuestras noticias, pero las obligaciones inherentes a mi cargo me han demorado.
–Soy vuestro servidor y el tiempo que os dedico está bien remunerado. Huelgan vuestras explicaciones, excelencia.
Montcusí había llegado a la altura del otro y sin pérdida de tiempo lo arrastraba hacia uno de los bancos del fondo junto a una de las medias armaduras.
Después de tomar asiento, Luciano abrió el diálogo.
–Hermoso lugar. Lástima que el pueblo llano no pueda admirar estas maravillas.
–Entre estas cuatro paredes yace la historia viva de este condado, pero no lamentéis que no esté al alcance del populacho, tampoco le interesa. A las gentes habladles del yantar o del fornicio, es lo único que les cabe en la cabeza. Pero dejémonos de vanos subterfugios e id al grano que no dispongo de mucho tiempo.
Santángel tomó el cartapacio que descansaba a su lado y de él extrajo unas notas.
–Veamos qué tenemos por aquí… Procedamos con orden. En primer lugar, quise comprobar yo mismo la importancia de la posesión que conserva nuestro hombre cerca de Gerona y que regenta su madre. Podemos decir que es una muy cuidada tierra de una extensión de doce o trece feixas y varias mundinas, cultivadas por unos diez o doce aparceros con sus familias. Todo se observa perfectamente labrado, y los productos que allí se recolectan se llevan a las ferias y mercados de los pueblos vecinos. Hay cuadras, establos, corrales y apriscos, con toda clase de animales. El sujeto acostumbra a ir allí a menudo a ver a su madre, que por lo que he indagado se niega a bajar a Barcelona. Bien, pasemos a sus negocios. Ahí debo confesar que me ha sorprendido. Posee una flota de más de veinte bajeles y tiene cinco en construcción en los astilleros de Barcelona, Iluro, Blanes y Sant Feliu. Tres capitanes se encargan de todo lo referido a la flota: dos amigos de su niñez, cuyos nombres son Jofre Ermengol y Rafael Munt, al que llaman Felet, y un griego, Basilis Manipoulos, que ya no se hace a la mar y es el encargado de sus atarazanas. De alguna manera que aún ignoro está asociado con los judíos del Call e importa muchos más productos además del que tanto os interesa, entre otros mirra de Pelendri que envía directamente a Córdoba y a Granada, pues los musulmanes son mucho más proclives a los baños y a los perfumes que los cristianos y la mirra es la base de muchos de los mismos. Nada de todo ello atraviesa las murallas de la ciudad aparte del aceite negro, pero tiene buen cuidado de no mercar con nadie que no sea el veguer, para no devengar impuestos que dependan de vuestro officium.
Montcusí rebulló inquieto en su asiento.
–Proseguid.
–Vayamos ahora al tema de los judíos. Tras ponerme al día de los últimos sucesos acaecidos en Barcelona y sabiendo de la ejecución llevada a cabo el último sábado, me interesé por cuándo sería el entierro del dayan. Cuando la supe, alquilé caballos para mí y para tres de mis hombres y me dediqué a fisgar todo aquello que llamó mi atención. Como es de lógica, lo primero fue repartir los cometidos de manera que cubriéramos el acto en su totalidad. El camino de Montjuïc está muy transitado, pues en su ruta confluyen muchos ocios y oficios. Entre los primeros están aquellos que a todas horas acuden a las mancebías que se hallan al otro lado de la rambla del Cagalell, y en las rabizas descargan sus malos y buenos humores, y entre los segundos todos los que trabajan en las canteras, los que acuden a los hornos de fundición, todo el personal de los cementerios cristiano y judío, y lo que a mí más me interesaba: las carretas tiradas por mulas que transportan el aceite negro de los barcos a las grutas de la montaña, que hacen de almacén, y desde éstas a la ciudad, cuando el veguer lo requiere. El cortejo fúnebre, seguido por deudos y amigos, salió por el portal de Castellnou; al rato se le unió una caravana de carros atiborrados de balas de paja y clavadas en ella las ánforas puntiagudas que tan bien conocéis, que había partido desde la puerta de Regomir. Lo que llamó mi atención fue que una de ellas tenía echada la lona ocultando el interior. Llegados al camposanto comenzaron la serie de interminables ritos con los que los hebreos despiden a sus difuntos. Yo me armé de paciencia y, valiéndome de un subterfugio, aguardé acontecimientos. Súbitamente observé que la carreta, que como os he dicho traía la lona echada, se había separado del grupo y aguardaba detenida junto a una pequeña arboleda. Entonces entendí que había entrado en el cementerio por una puerta menos transitada. Después de enterrar al ajusticiado y tras finalizar las oraciones, antes de partir, observé que la viuda del difunto fue requerida y acompañada al carro cubierto por nuestro hombre, que la ayudó a subir a su interior y allí pasó largo rato. En el duelo figuraban las dos hijas del ahorcado con sus maridos pero no la otra hermana, cosa que llamó mi atención. Cuál no sería mi sorpresa al observar que al finalizar la ceremonia y tras descender la mujer, una mano salía del interior de la carreta y entregaba a nuestro hombre un cestillo de rosas que éste esparció sobre la reciente tumba. Luego pude comprobar que el carromato, en vez de seguir la ruta habitual, se dirigía a la ciudad y entraba en el patio de la residencia de Barbany y que tras él se cerraban las puertas. Ahí estaba yo al día siguiente sobornando a uno de los vecinos que tiene un palomar, y encaramado entre el guano y el zureo, rodeado de amables palomas, me fue dado observar sin duda alguna cómo una mujer, que parecía judía por sus vestiduras, paseaba entre los frutales del jardín posterior de la casa en compañía de una mujer muda y sin duda ciega.
El intendente palideció sensiblemente.
–Si lo que me contáis es cierto, tengo a este insensato en mis garras. Ha osado desobedecer las órdenes del conde.
–No vayáis tan deprisa, señor. Hasta dentro de dos sábados no vence el plazo que marca la sentencia y en tanto la judía no sea hallada en la calle a horas prohibidas, por el momento, no cometerá falta contra la ley, ya que si pernocta o no en el Call es cosa que atañe a la honra de los suyos y que deberá juzgar su gente. Otra cosa sería si fuere varón, que para ellos sí reza la orden de estar en el Call al caer la noche. Pero cuando pase el tiempo que marca la sentencia, y si Barbany no insta a la muchacha a abandonar la ciudad, entonces considerad que estará en vuestras manos como cómplice y como encubridor.
Bernat Montcusí esbozó una aviesa sonrisa.
–Sabré esperar mi momento como el águila aguarda en lo alto de un picacho a que el cordero se aleje del rebaño. Si consigo atraparlo, doblaré la gratificación que os he prometido.
–Soy vuestro humilde servidor.
–Y ahora, con gran disgusto, debo abandonar tan interesante conversación pues mis deberes me reclaman.
Tras estas palabras el consejero, seguido de su interlocutor, se puso en pie y se dirigió a la entrada. Llegando a ella y antes de abrir la puerta, comentó:
–Creo que vuestra siguiente tarea va a ser abonar los campos de Barbany, allá en el Empordà. ¿No dicen que el bosque quemado fertiliza la tierra?
–Eso dicen.
–Entonces no dudéis que la próxima cosecha será espléndida. Pasad mañana por mi casa, al anochecer, y mi mayordomo os proporcionará los medios para que vuestro trabajo sea más sencillo. Bien, querido amigo, aquí nos separaremos. No es bueno que nos vean juntos, aguardad unos instantes y salid luego.
Apenas hubieron salido, un demudado Delfín asomaba tras la celada de una de las medias armaduras que ornaban el salón; acuclillado en el borde, saltó de la tarima y aguardó a que la circulación de la sangre recomenzara a correr de nuevo por sus venas, pues el temblor incontrolado de sus pequeñas piernas, tanto rato encorvadas, le impedía caminar derecho.
La añagaza
–Padre Llobet, ¿ocurre algo?
–Muchas cosas y nada bueno. ¿Está el señor?
–Don Martí está en su gabinete…
–¡He de verlo con urgencia!
–Mejor pasad a la estancia principal del primer piso, allí aguardaréis mejor.
El sacerdote siguió al mayordomo por los pasillos que tan bien conocía y, una vez en el salón, se dispuso a aguardar a su amigo.
Éste acudió al punto mostrando en su rostro la inquietud que el mensaje de su mayordomo le había transmitido.
–¿Qué ocurre, Eudald, qué grave cuestión os trae a mi casa tan a deshora?
–Decís bien, algo muy grave… Pero mejor sentémonos, pues la explicación puede ser larga y de seguro me obligaréis a que sea prolija.
Los dos hombres se acomodaron junto a la apagada chimenea; Martí, debido a su ansiedad, lo hizo en el borde de un arcón moruno que presidía el espacio.
–Os escucho, Eudald. Hablad, me tenéis sobre ascuas.
–Sobre ascuas estaréis cuando os lo cuente.
–Más motivo para que no os demoréis.
–Está bien, voy a hacerlo desde el principio.
Martí era todo oídos.
–Como bien sabéis, las casualidades, que para mí son siempre la Providencia, rigen nuestras vidas, y esta tarde he tenido una clara muestra de ello.
–Por favor, no os demoréis en los preliminares.
–Hoy, después de comer, he acudido a palacio requerido por la condesa. Ya la conocéis, es caprichosa e imprevisible, y cuando algo bulle en su cabeza, todos hemos de estar a su servicio.
Martí asintió con un gesto.
–A la salida de la reunión, cuyo contenido ni os afecta ni viene al caso, me ha detenido Delfín, su bufón, que a mi criterio es mucho más que eso. Algún día el condado agradecerá los servicios que de forma muy discreta ha realizado y realiza para el mejor gobierno de la ciudad. Ignoro si es debido a su tamaño o a la facilidad que tiene para confundirse con el entorno, el caso es que estoy seguro de que es el personaje mejor informado de la corte. Me ha llevado a la pequeña cámara que está junto al gabinete de Almodis y me ha explicado una historia sorprendente.
Martí seguía concentrado en la narración que le contaba su amigo y benefactor.
–Hoy por la mañana, y obligado por la condesa, estaba jugando con los condesitos al escondite y se había ocultado en una de las medias armaduras que ornan la sala de trofeos de palacio. Allí encogido, debería aguardar a que lo descubrieran antes de comer y de no conseguirlo ganaría el pequeño premio metálico con el que la condesa incentiva el espíritu de colaboración de sus hijos pequeños. En ello estaba, en postura por cierto harto incómoda, cuando fue introducido en el salón un personaje, según me ha relatado, de aspecto muy inquietante, albino y por lo visto poseedor de unos ojos de un azul pálido casi líquido, al que jamás había visto por palacio. Al cabo de poco llegó el consejero de abastos, que lo trató con grandes miramientos. Sentados ambos junto a la armadura, su fino oído, acostumbrado a escuchar entre cortinajes, detectó la conversación que ahora os desvelaré.
Llegado a este punto el arcediano relató a su amigo los pormenores de la conversación entre el consejero y su esbirro.
–Pero, por desgracia, Delfín no pudo oír el final de la misma pues llegado a un punto se levantaron para irse y continuaron su charla junto a la puerta lejos del oído del bufón. ¿Os dais cuenta del riesgo que comporta todo ello?
Martí se hizo cargo al instante de las implicaciones que representaba el hecho de que todo aquello fuera conocido por su enemigo.
–Soy consciente.
–La única ventaja es que él no sabe que vos lo sabéis.
–A mí no me amedrenta, aunque reconozco que es mal enemigo… Pero me preocupa Ruth.
–En ella principalmente he pensado al acudir a vos con tanta premura.
–Habrá que reflexionar y ver qué armas nos quedan.
–Yo ya lo he ido haciendo.
–¿Qué se os ocurre?
–Procedamos por partes. Ruth estará dentro de la ley hasta dentro de casi dos semanas. Tenemos por tanto catorce días para adoptar soluciones. Cuando se haga efectiva la sentencia únicamente le quedarán dos vías. ¿Me seguís?
–Perfectamente, proseguid.
–La primera, marchar al destierro junto a su madre.
–Olvidadla: las familias políticas de sus hermanas no la quieren, ni ella querrá irse.
–La segunda es algo compleja de explicar.
–Cuanto antes comencéis, antes terminaremos.
–Si Ruth se convirtiera a nuestra religión, aunque fuera falsamente, y un cristiano la desposara, sería a la vez cristiana y pertenecería a la familia de su esposo, por lo cual no habría incumplido sentencia alguna.
Martí entendió al instante la propuesta de Llobet.
–El juramento que le hice a Baruj invalida vuestra proposición.
–No, si yo os eximo de él para evitar un mal mayor. Mi primera obligación es salvar a Ruth. Vuestro juramento puede ser levantado. Si no hacemos lo que os propongo, la muchacha, como os he dicho, deberá marchar al destierro o será encarcelada…
–Y ¿qué dice vuestra escrupulosa conciencia al respecto de cometer un quebrantamiento de la ley que roza olvidaros de vuestros principios?
–Voy a ir contra ellos, pero si consiente en ser una falsa conversa me prestaré a la comedia y la bautizaré, por mor de salvar su vida, a fin de que se pueda realizar el resto del plan. Tal como están ahora las cosas, todos estáis en peligro.
–Y ¿cuál es el resto del plan?
–Es evidente que deberéis desposarla, y antes de que la sentencia sea firme. Siendo vuestra esposa, el destierro no la afecta. Ya sabéis cómo son las leyes. La judía que se convierte y se casa con cristiano es cristiana a todos los efectos y ninguna ley, ni orden, ni sentencia que afecten a la comunidad hebrea la atañerá a ella. Una única condición os exigiré.
–¿Cuál es?
–La ley hebraica no reconoce el matrimonio en tanto no sea consumado. Por eso no deberéis yacer con ella. De esta manera, todo se cumplirá sin que medie ofensa para ninguna de las dos religiones y para que el juramento que hicisteis a Baruj siga vigente. Cuando haya escampado la tormenta, podéis repudiarla alegando que ella se negó a consumar el himeneo; de esta manera ambos quedaréis libres.
Martí quedó unos instantes pensativo.
–Por mi parte no tengo inconveniente alguno, Eudald, pero hemos de contar con su consentimiento.
–No os preocupéis, yo hablaré con Ruth. ¿Vos aceptáis?
–Desde luego.
–Entonces os relevo en este momento de vuestro juramento y os pido que la desposéis como falsa conversa permitiéndole continuar con sus ritos dentro de vuestra casa. Ahora atendamos a esta emergencia. Luego, Dios dirá…
Esa misma noche, Llobet se reunió con la muchacha bajo los soportales de la terraza del segundo piso a la que se abrían todos los dormitorios principales. Ruth, tras la muerte de su padre, había adelgazado notablemente. Ataviada con un vestido blanco, parecía un espectro. Eudald la aguardaba en una de las ligeras sillas que había en el mirador consciente de la responsabilidad que en aquel momento adquiría, sin embargo seguro que era lo que procedía, pues su primera obligación era amar al prójimo, y su acto, pese a que arañaba a su conciencia, era el único que podía salvar a aquel ser desvalido, juguete del viento del destino. Una luna nimbada por un halo traslúcido iba a ser el mudo testigo de un suceso que cambiaría la vida de dos personas.
La joven se llegó hasta su altura y con una voz que se había roto a efecto del llanto, indagó:
–¿Me habéis hecho llamar?
–Sí, Ruth. Siéntate a mi lado y escúchame con atención.
El religioso, que la conocía desde que gateaba por el jardín, entre las piernas de su padre, la seguía tuteando.
–Estás muy desmejorada, Ruth; tu padre no querría verte de esta manera.
–Mi padre, don Eudald, ya no me puede ver ni de ésta ni de ninguna otra manera.
–Claro está, pero igual que él cumplió con su destino expresándote sus últimas voluntades como creyó que era su obligación, la tuya precisamente, porque fue su deseo antes de dar su vida, debe ser vivir.
–Nada puedo hacer; me vienen a la memoria todas las veces que le afligí y daría media vida por poder hablar con él un rato. No fui una buena hija, padre, y aunque él me perdonó, me consta que no correspondí al amor que siempre me prodigó con excelencia.
–Él, aunque no lo creas, te está viendo desde detrás de esta luna y tú, para complacerle, debes hacer lo que él dispuso. Además, hay algo más que debes tener en cuenta, y es la seguridad de Martí.
Al oír el nombre, algo se abrió paso en su mente y sus ojos reflejaron un interés que antes no tenían.
–Os escucho.
–En primer lugar, él ha ido a retirar la llave de vuestra casa, tal como le solicitó tu padre. – El arcediano respiró hondo antes de proseguir-: Verás, Ruth, todo es complejo. De una parte y sin duda debemos proteger tu vida, y por la otra Martí no olvida el juramento que hizo a tu padre antes de morir.
–No os entiendo.
Al cabo de un rato Eudald había explicado punto por punto toda la trama que había puesto al descubierto Delfín, los peligros que se cernían sobre su cabeza y todo lo maquinado con Martí.
Ruth, con una expresión jamás advertida anteriormente por el clérigo, respondió:
–Mirad, padre Llobet. ¿Os ha dicho Martí que antes de morir mi padre habló a solas conmigo? Sus palabras no se me olvidarán nunca. Me dijo que aceptaba su destino porque en su interior sabía que había actuado con honradez, y me pidió que, pasara lo que pasase, yo hiciera lo mismo. – Ruth hizo una pausa, y sus ojos se llenaron de lágrimas-. Pues bien, os voy a decir algo que sé que vuestro corazón conoce desde hace mucho tiempo. Desde que vi a Martí por primera vez, no he vivido para otra cosa que para amarlo, he soñado con él despierta y dormida, ausente o presente. Sé que estas cosas raramente ocurren y en menor cantidad cuando se es tan niña como era yo, pero ocurrió y es inamovible. Martí es mi vida, mi norte y el motivo de mi existencia. Ahora me ofrecéis ser su esposa ante los hombres, un hecho que colmaría todos mis sueños… en otras circunstancias.
–¿Qué quieres decir?
El rostro de Ruth mostraba ahora una belleza serena y su tono de voz no admitía réplica.
–No voy a vivir en contra de mi verdad, padre Llobet. Si Martí me ama y quiere hacerme su esposa, seré la mujer más feliz del mundo, pero no aceptaré un matrimonio fingido, aunque eso me cueste separarme de él. Además, no quiero ponerle en peligro de contravenir la ley albergando a una proscrita, y dentro de unos días lo seré…
–Ruth, piénsalo bien…
–No hay nada que pensar, padre. Ésa es mi decisión. Pero os pido un último favor: los míos ya no me quieren, y no deseo ser una carga para mis hermanas ni para nadie. No pienso seguir profesando una religión que me repudia: ésa es mi verdad, y sé que mi padre la aceptaría. Bautizadme, os lo ruego.
Y el padre Llobet, con mano temblorosa y el corazón encogido ante el valor de la muchacha, accedió.
Aquella tarde, antes de que Martí regresara de sus quehaceres, una delgada Ruth, vestida de negro, abandonaba la casa de la plaza cerca de Sant Miquel acompañada por el buen sacerdote.
Martí llegó a su casa, esperando hallar en ella al religioso, para que le informara sobre lo acontecido con Ruth. En su lugar, un entristecido Omar le comunicó que Ruth se había marchado, aunque el sacerdote había dejado recado de que no se preocupara, ya que se lo explicaría todo esa misma noche. Cuando todavía no se había recuperado de la sorpresa, la voz alterada de Andreu Codina interrumpió sus pensamientos:
–Señor, ha llegado un mensajero desde Empúries; antes de caer desmayado de su caballo ha dicho algo.
–¿Y qué ha dicho? ¡Por Dios bendito, Andreu!
–Señor, al parecer han quemado las tierras de vuestra casa de Gerona. Mateu ha muerto y vuestra madre está muy grave por los humos inhalados.
La despedida
–¿Dónde está mi madre, Manel?
–Arriba, señor, acostada en nuestro dormitorio. Mi mujer, mis hijos y yo mismo nos hemos arreglado junto al hogar.
De un par de saltos ganó Martí los cinco peldaños que separaban la planta del primer piso, y asomándose al arco de la única habitación pudo observar a una mujer prácticamente irreconocible que, acostada en un humilde catre con las guedejas de su cabello gris desparramadas sobre el cobertor, pugnaba trabajosamente por respirar.
Todos se agolparon en la entrada. Martí se arrodilló a su lado y tomando la mano que pendía a un costado, comenzó a hablarle quedamente.
–¿Qué os han hecho, madre, qué os han hecho?
La mujer alzó los párpados y giró la cabeza hacia su hijo, mientras sus ojos intentaban enfocar el rostro del que le hablaba.
Algo parecido a una sonrisa amaneció en sus resecos labios.
–Sabía que vendrías, Martí, ya me puedo morir.
–Aquí no se va a morir nadie, madre.
Hubo una pausa en tanto las frazadas se agitaban impulsadas por la respiración agotada de la mujer.
Un leve apretón de la mano de su madre indicó a Martí que la agonizante quería decir algo.
–Eran seis o siete encapuchados… llegaron en plena noche… montaban caballos y portaban en sus manos antorchas encendidas… dos de ellos derramaban el líquido de unas ánforas antes de que los otros actuaran… Era fuego del infierno y alguien parecido a Satanás andaba por medio… ni el agua ni el golpeo de las ramas de todos los que acudieron en medio de la noche lograron apagarlo… era horrible… La techumbre de la cuadra cayó sobre el pobre Mateu, que había entrado para intentar soltar a los animales…
Un súbito ataque de tos impidió continuar a la mujer.
–Madre, ¿pudisteis ver algún rostro, algo, un indicio que me dé una pista?
–Los ojos… Martí, los ojos del que parecía mandar… se le cayó la capucha… eran glaucos… de un azul pálido casi líquido… el cabello más claro que la paja… y el rostro marcado por la viruela, pero no te demores, hijo mío, ve a buscar al cura, tengo una charla pendiente con Dios y no quisiera llegar tarde.
Al oír estas palabras, el padre Llobet, que aguardaba en el quicio del arco, se abrió paso hasta la cama mientras con un gesto ordenaba a todos los presentes que se retiraran. Martí le cedió su puesto y se colocó discretamente a un lado. El clérigo se sentó en el borde del lecho de la moribunda, tomando su mano. La expresión interrogante del rostro de la mujer indicó a Eudald que pese al tiempo transcurrido, le había reconocido.
–Ya veis, Emma, cómo el Señor hace que nuestros caminos se entrecrucen de nuevo.
–Gracias por cuidar de mi niño tantos años.
–Vuestro difunto marido cuidó de mí mucho mejor. Yo sólo intento saldar una deuda.
–Con él me voy a reunir si es que no está en el infierno.
–Allí no hay nadie, existe, pero está vacío. El Señor, que ama infinitamente a sus hijos no permite que oveja alguna se pierda.
La respiración se hacía por momentos más y más entrecortada.
–Os voy a dar la absolución.
–No os he confesado mis pecados.
–No tenéis pecados.
–Sí, padre. He odiado mucho.
–¿Y quién no, hija mía?
La respiración era casi agónica.
Emma cerró los ojos mientras Eudald le daba la absolución.
Martí se aproximó por el otro lado y le tomó la mano derecha.
Los ojos de su madre le miraron por un instante fijamente.
–Me hubiera gustado mucho irme de este mundo y verte al lado de una mujer que me diera nietos.
Fue en ese instante cuando Martí tuvo la plena certeza de que sólo había una mujer en el mundo con quien deseara tener hijos. Pero Ruth, según le había explicado Llobet en un alto en el camino, no había aceptado el ofrecimiento de un matrimonio blanco y había dejado la protección de su casa para no ponerlo en peligro.
La moribunda murmuró un «que Dios te bendiga» y luego cerró los ojos y ya no volvió a decir palabra. Sólo exhaló un suspiro más hondo que los anteriores; y luego una paz infinita se instaló en su rostro.
Martí se puso en pie y la expresión de su mirada asustó a Eudald.
–¡Juro por Dios vivo que quien haya cometido esta iniquidad la pagará con su vida!
Eudald lo miró con una expresión indefinible. El clérigo se enfrentaba al guerrero.
–No es bueno, Martí, que viváis con este reconcomio dentro. La venganza desagrada a Dios.
–No es venganza: es justicia, Eudald. Además, la Biblia dice: «Ojo por ojo y diente por diente».
La voz de Jofre resonó a su espalda.
–El padre Llobet tiene razón, un refrán de los hombres del mar dice así: «Hay marinos vivos y marinos muertos y los hay prudentes y los hay temerarios; lo que no hay son temerarios vivos». Deja, Martí, que los muertos entierren a los muertos. Tu madre ya se ha reunido con tu padre, descanse en paz.
Al día siguiente y después de enterrar a Emma y al viejo Mateu en el cementerio que estaba junto a la iglesia de Castelló d'Empúries, Martí quiso inspeccionar todo lo que habían sido sus tierras. Entre los restos de la antigua cuadra halló un fragmento de una de las vasijas de loza en las que transportaba el aceite negro de allende los mares con la fecha y su señal grabadas.
–Eudald, he aquí la prueba de la mano que está detrás de todo esto. Sólo existen dos personas que dispongan de este tipo de ánforas: otro y yo. En cuanto llegue a Barcelona, si sois mi amigo me conseguiréis una entrevista con la condesa; quiero mostrar a las gentes del condado la calaña del consejero del conde y ponerlo en la picota.
–Haré lo que dispongáis, pero os repito que será un formidable enemigo.
–Si no hago esto por mi madre, por Laia, por Baruj… no podré considerarme un hombre. Me habéis dicho que respetabais la decisión de Ruth porque ésa era su verdad. Pues bien, ésta es la mía.
–Sea como queráis.
Martí, tras acudir al notario a fin de repartir las tierras del predio de su madre entre las personas que habían compartido su vida con ella, regresó a Barcelona junto a sus dos amigos. En su corazón anidaban dos sentimientos encontrados: junto al amor que ahora tenía la certeza que profesaba a Ruth y la necesidad de convertirla en su esposa para siempre, anidaba un odio feroz hacia el ser que mayor daño le había causado a lo largo y ancho de su vida: el consejero del conde, Bernat Montcusí.
El salvoconducto
Al cabo de un breve tiempo, una puerta lateral se abrió y la corpulenta figura del canónigo ocupó el quicio en su totalidad.
–Podéis pasar, la condesa ha dado su venia.
Martí se puso en pie y tomando su capa del banco donde la había dejado, se dispuso a seguir los pasos de su protector. Mientras caminaban por un estrecho pasillo que daba al gabinete privado, Eudald le puso al corriente de las novedades.
–Recordadlo: deberéis ser breve y conciso. No habléis hasta que ella lo haga y, cuando os interrogue, no os andéis por las ramas. Os dirá sí o no, en todo caso no deberéis insistir, y sobre todo no se os ocurra intentar lisonjearla, le molestan sobremanera los cortesanos aduladores.
–Descuidad, no es mi estilo, ni con la condesa ni con nadie.
–Otra cosa, aunque ella os lo insinúe no le digáis que vuestras sospechas provienen de su bufón. Al entrar, Delfín me ha hecho un gesto significativo. No lo delatéis: perderíamos un aliado.
En éstas estaban, cuando llegaron ante la pequeña puerta medio disimulada que se abría en la tapizada pared del gabinete.
Eudald se introdujo en primer lugar y tras él fue Martí.
La condesa Almodis, rodeada de su pequeña corte, entretenía su sobremesa oyendo el sonido de una cítara tañida por Lionor, en tanto el bufón jugueteaba con su perro de aguas y doña Brígida y doña Bárbara andaban enfrascadas en una partida de ajedrez.
Ante una ligera señal del clérigo, Martí se detuvo a prudente distancia y ambos aguardaron inmóviles a que la serenata finalizara y que Almodis tuviera a bien dedicarles su atención.
La cítara dejó de sonar y la condesa, como si no se diera cuenta de que aguardaban visitantes, se dirigió al enano, cosa que acostumbraba a hacer para desconcertar a la gente que acudía a solicitar algo.
–Delfín, ¿es en verdad muy difícil conseguir que cuando escucho música dejes al perro en paz?
El corcovado, irónico y mordaz como de costumbre, respondió:
–Decídselo al perro. Él es el que me provoca; ha tomado afición por mis pantorrillas y si no me defiendo puedo morir. Para vos quizá sea un perro faldero, pero para mi tamaño resulta un lobo.
–Está bien, pues ahora mis damas, tú y el lobo me vais a dejar. He de despachar con mi confesor y el señor Barbany.
La pequeña corte partió y una vez cerradas las puertas un silencio hondo se instaló entre ellos, provocado expresamente por la condesa que tanteaba de esta manera el proceder de sus visitantes.
Unos instantes después, Almodis se dirigió a ellos, como si fuera una sorpresa la presencia de extraños en su alcoba.
–¡Qué agradable encuentro! Sed bienvenido, Martí Barbany. El padre Llobet siempre logra sorprenderme. ¿Qué asunto os trae hasta mi presencia?
–Me he atrevido a molestaros para solicitar algo que es de estricta justicia y que a la larga o a la corta reportará beneficios al servicio del conde -empezó Martí.
–No me respondáis con acertijos a los que soy poco dada, ni pretendáis crearme expectativas. Es mejor para todos que vayáis al grano.
Martí se maldijo por haber olvidado una de las reglas básicas que Llobet le había recomendado.
–Está bien, señora. Hay en la corte gentes que miran más por su propio provecho que por el bien de Barcelona.
–Nada nuevo me decís -dijo la condesa con una sonrisa-. Sé bien que en un jardín y entre las rosas hay espinas y entre la fruta gusanos.
–La comparación sirve al caso, y no sería importante si no fuere que la persona a la que aludo es muy cercana al conde y me atrevo a decir que su talante no es el de un buen y leal consejero.
Almodis, lenta y deliberadamente, haciendo hincapié en el tono, respondió:
–En la corte, señor mío, hay leales súbditos y cortesanos mendaces. Sé bien quién es mi amigo y partidario, y a quién debo soportar porque divierte o entretiene al conde, halagándolo. No todos son de mi gusto: a unos los frecuento y a otros los tolero. Pero incluso yo debo ir con cuidado con mis acusaciones. No voy a cometer la torpeza de privar a mi augusto esposo de un juguete con el que está encaprichado. Si tenéis algo concreto que decir, hacedlo.
Eudald cruzó con Martí una rápida y significativa mirada.
–Está bien. El consejero de abastos sirve al condado en tanto se sirve a sí mismo y para ello no repara en medios. Debo acusarlo y lo acuso de haber incendiado una masía de mi propiedad, provocado la muerte de mi madre y de un fiel sirviente y también de ser el causante del suicidio de su propia hijastra.
Almodis clavó fijamente sus verdes pupilas en el rostro de Martí.
–Lo que decís es muy comprometido, y debéis tener pruebas antes de hacerlo público.
–No es todo, y no quisiera abrumaros con mis cuitas.
–Habéis venido a hablar. Hacedlo.
–Está bien; cegó y cortó la lengua a una liberta, sin derecho a hacerlo, y carga la mano en el reparto de puestos en el mercado, desviando cantidades ingentes a su bolsa.
Tras otra larga pausa, la condesa preguntó:
–¿Y qué pretendéis que haga?
–Que me autoricéis a demandarlo en vista pública y ante todo el pueblo.
–Eso no está en mi mano. Como consejero condal no puede ser demandado por un súbdito.
–Entonces, ¿los maleantes están protegidos si son poderosos?
–No es exacto, mas si el pueblo llano pudiera litigar con los consejeros, los motivos serían la envidia y la venganza, y al igual que un plebeyo no puede querellarse contra un noble, a un consejero únicamente puede acusarlo otro consejero. Es una ley que no puede dejarse de lado.
–Bernat Montcusí es ciudadano de Barcelona y vos me concedisteis igual honor.
–¿Qué insinuáis?
–Que según las leyes de las que me habláis, un ciudadano deberá poder querellarse contra otro ciudadano.
–No, si éste es de rango superior.
–Entonces, señora -dijo Martí en un duro tono de voz-, permitidme deciros que ley que no atiende a la razón de los débiles, no es ley.
–A fe mía que sois tenaz, Martí Barbany.
–La razón y la Biblia me asisten.
–Tal vez exista una solución, pero es harto arriesgada…
–No me importan los riesgos.
Almodis le indicó con una mirada que se calmara.
–Veréis, un ciudadano puede entablar contra otro ciudadano, aunque éste sea de rango superior, una litis honoris.
–Y ¿en qué consiste?
–Es una batalla dialéctica y pública donde el ofendido acusa al ofensor, pero únicamente afecta, tal como dice el título, al honor de ambos -explicó Eudald.
–¿Por qué de ambos?
–Porque el acusado no únicamente puede defenderse, sino que también tiene el derecho de acusar.
–Entonces, ¿ofendido y ofensor están en iguales condiciones?
–No, Martí. El ofensor sólo puede acusar en su propia defensa y deberá hacerlo sobre las cuestiones que haya puesto sobre la mesa el ofendido.
–Mirad bien si os conviene -terció Almodis-. En el supuesto de que convenciera a mi esposo, cosa harto improbable, podéis salir trasquilado. Bernat Montcusí tiene fama de ser un polemista aguerrido y asaz bien informado.
Martí recapacitó.
–Y ¿cuál es la condena en caso de que pueda demostrar mis acusaciones?
Eudald aclaró:
–Únicamente el conde deberá considerar, asesorado por los jueces, si hay mentira y falta al honor. En caso de que así fuere, la única pena son el destierro temporal y la reposición del daño si éste afectara al conde.
–Lo que os ofrezco es harto importante -añadió Almodis-. La consecuencia de una falta al honor de un consejero se considera un baldón infamante que lo inhabilita para posteriores empleos y cargos.
Eudald volvió a explicarse:
–Se hace una vista pública. Todas las gentes de igual rango que los litigantes podrán asistir; la nobleza ocupa un estrado, el clero otro y los ciudadanos de Barcelona el tercero; el conde y los tres jueces presiden las sesiones, que duran varios días hasta que, finalmente, el tribunal da por cerrado el tema.
–¿Continuáis deseando que le pida a mi esposo esta licencia?
–No solamente lo deseo, sino que jamás olvidaré esta gracia.
–Tened en cuenta, amigo mío, que las cañas se pueden tornar lanzas. El consejero, en una litis honoris, puede llegar a ser un terrible rival y es tan notorio el lance que en toda mi vida he sido espectadora de tan sólo uno. Os aseguro que algo así paralizará la ciudad.
–Señora, hasta ese día no descansaré.
–Entonces, si deseáis eso, que así sea. Pero debo deciros que si no os sale como es vuestro deseo, no podré volver a recibiros en audiencia.
–Si no consigo que caiga sobre él el baldón infamante del deshonor, el que marchará de esta bendita ciudad seré yo, y nada me importará el lugar donde entierren mis huesos.
Preparando la vista pública
La campanilla sonó insistentemente y el secretario se precipitó hacia el interior.
–¿Habéis llamado, señor?
–¡Estoy llamando, necio! ¿Es que no lo oyes?
–He acudido al instante, señor.
–Tráeme todos los permisos que le otorgué a Martí Barbany para que pudiera abrir su maldito almacén, todas las prórrogas, todos los negocios que requirieron mi aprobación y el resumen de sus visitas. Voy a acabar con este mal nacido.
Brufau conocía a su jefe y sabía cuándo tenía ganas de hablar.
–¿Ha ocurrido algo?
–¿Que si ha ocurrido algo, dices? – El consejero medía a grandes pasos su despacho-. Este hijo de mala madre ha tenido la osadía de demandar del conde una litis honoris contra mi persona, lo que es del todo nefando y por más inconveniente. Pero lo peor es que el conde ha accedido.
–¿Y cómo ha sido posible que se haya autorizado?
–Estoy seguro de que tras todo ello anda la condesa, que es quien de verdad manda en estas tierras.
–Pero ¿cabe tanta ingratitud?
–Ya ves, Conrad, cría cuervos y te sacarán los ojos.
–A lo largo de mi vida había oído hablar de ello, cuando los acuerdos de Mir Geribert con el monasterio de Sant Cugat, pero jamás pensé que en los tiempos actuales siguiera persistiendo esa antigua costumbre.
–Pues sí existe, y ahora se intenta implicar en una al más fiel y entregado servidor de los condes. Pero te juro que este mentecato osado y lenguaraz va a salir trasquilado de este envite y no voy a parar hasta que lo eche de Barcelona. ¡Y pensar que estuve a punto de consentir que fuera mi yerno! Por cierto, busca a Luciano Santángel y dile que necesito verle urgentemente.
La noticia corrió por la ciudad cual riera desbordada. El acontecimiento comenzaría el 3 de febrero poco después de la hora tercia y se prolongaría las fechas que fuera necesario. Una litis honoris, además pública, era un acontecimiento extraordinario. Desde los salones de las mansiones, pasando por el palacio y descendiendo hasta el mercado, todos se hacían lenguas del suceso. Al tratarse de dos personajes muy conocidos, de inmediato se crearon dos bandos. A Martí se le quería y respetaba, pues había traído a los habitantes de la ciudad una era de prosperidad marcada por un sinfín de ventajas incuestionables, comenzando por los molinos que habían acercado el agua a Barcelona, siguiendo por el almacén que había facilitado la vida a las mujeres y sobre todo por la iluminación que había proporcionado una seguridad nocturna de la que anteriormente la ciudad carecía. De otra parte, los que habían sido beneficiados por el consejero y sobre todo la clientela que todos los días acudía a sus dependencias en demanda de favores se ponían de parte de Montcusí.
Almodis, que conocía el carácter errático de su esposo, aprovechó la coyuntura de un comentario negativo al respecto del consejero de mercados, para meter una cuña en su coraza y hacerle dudar de su honorabilidad. Ramón, que era muy impulsivo, cedió con cierta perversidad ansiando saber cómo se saldría el astuto Montcusí de aquel mal paso. De lograrlo, subiría en su consideración y en caso contrario lo apartaría de su lado durante un tiempo.
Los jueces Ponç Bonfill March, Frederic Fortuny i Carratalà y Eusebi Vidiella i Montclús, constituían el tribunal. El notario mayor Guillem de Valderribes y el veguer Olderich de Pellicer fueron los encargados de organizar el acontecimiento, que iba a durar varios días. La demanda de licencias para acudir al mismo fue desorbitada. A pesar de que los menestrales, obreros, trabajadores del campo y gentes de la ribera tenían vetada la entrada, el número de ciudadanos de Barcelona que demandaron asistencia, curiosos e intrigados por acontecimiento tan inusual, desbordó cualquier previsión. Por su parte, la nobleza y el clero iban a saturar, con creces, el espacio a ellos destinado.
El acto se iba a celebrar en un principio en el salón del Palacio Condal, pero dada el gran número de gentes que quería asistir se habilitó un espacio en la Casa de la Ciudad donde se podían reunir más de trescientas personas, y quedó constituido según las normas preestablecidas. En la presidencia se instalarían los tronos de la pareja condal y bajo ella la mesa en la que los jueces se iban a acomodar; a un costado y a otro, dos pequeñas tarimas con atriles en donde se colocarían ambos contendientes, y a su lado sendas mesillas para disponer los documentos que cada uno precisara. Luego, en frente y en abanico, se instalarían tres tribunas: la de la nobleza a la derecha y la de la ciudadanía a la izquierda, separadas ambas por la correspondiente al clero. El trajín de carpinteros que montaban tarimas, tapiceros que forraban tronos y estereros que cubrían el suelo de alfombras y de tapices las paredes era continuo, y ante la premura del acontecimiento se trabajaba día y noche.
Martí había adquirido la costumbre de visitar a Eudald al caer la tarde a fin de comentar con él las acusaciones que pensaba hacer buscando los flancos débiles de su enemigo. La luz de la ventana del primer piso, perteneciente al aposento del clérigo, lucía prendida hasta altas horas. Eudald le aconsejaba indicándole sobre todo la actitud que debería adoptar ante los jueces, que sin duda estarían mediatizados por el poder del consejero.
–Recordad si llamáis a testigos, que yo no podré refrendar cosa alguna por mi condición de confesor de Montcusí.
–¿Deberá defenderse de mis imputaciones personalmente o puede comparecer acompañado de un licenciado?
–Él y vos sois los únicos que podéis subir al estrado; ello no es obstáculo para que le acompañe en la mesa, a título de consultor, quien considere oportuno.
La cabeza de Martí bullía de ideas a las que trataba de poner orden, ya que una acusación debería ir detrás de otra, teniendo en cuenta que antes de cerrar el tema sería interpelado e interrogado por su oponente, que intentaría confundirle.
De noche cerrada, salía de la Pia Almoina para regresar a su casa y continuar despierto en su escritorio, dando vueltas a las mil implicaciones que se abrían todos los días, llegando a la conclusión de que el tema se había convertido en un monstruo de siete cabezas que cuando creía tener una cercenada, salía otra en su lugar. Cuando, ya de madrugada, se dirigía a sus habitaciones para caer rendido durante unos momentos, al pasar por delante de la vacía alcoba de Ruth, pensaba en la triste suerte que representaba el haber tenido tan cerca a la mujer que ahora evocaba en sueños y se prometía que, en cuanto finalizara la vista, iría en su busca.
En el despacho de Montcusí, éste y su siniestro invitado ultimaban sus planes.
–Disponéis de nueve días de tiempo. El ciudadano Barbany deberá tener un percance que le impida acudir a la litis en la plenitud de sus capacidades mentales.
–Y ¿si tal vez no pudiera acudir a parte alguna nunca más?
–Mejor me lo ponéis. Sin embargo, debo aclararos que el hecho nada debe tener de extraordinario: deberá ser un contratiempo vulgar que pudiera ocurrirle a cualquier ciudadano.
–Cuando el sol se pone todos los gatos son pardos y quién sabe lo que aguarda a los noctámbulos.
–¿Qué insinuáis?
–¿No me encomendasteis que lo siguiera? Pues eso he hecho, suponiendo que mis obligaciones no habían finalizado.
–Admirable diligencia la vuestra.
–Hace muchos años que ejerzo el oficio, y la experiencia me dice que una misión no termina hasta que no se resuelve el problema. El mero hecho de informaros no implica que a vuestro enemigo se lo haya tragado la tierra.
–¿Entonces?
–Pues que cuando se me encarga proseguir el trabajo, cosa que ya habéis hecho, intento tener la tarea adelantada.
–Decidme, pues, adónde os han llevado vuestras indagaciones.
–A saber que cada anochecer se desplaza hasta la Pia Almoina y allí permanece hasta medianoche.
Montcusí no pudo evitar una sonrisa.
–Proceded como gustéis. La recompensa os permitirá retiraros al campo, lo que según me habéis dicho, es vuestra máxima aspiración.
–Efectivamente, la vida bucólica me complace. Odio el ajetreo de esta Barcelona que se está poniendo imposible. Soy un hombre sencillo, de austeras costumbres. Añoro el sonido del viento entre las hojas y el murmullo de un arroyo cristalino sobre unas lascas de piedra. Aspiro a terminar mis pacíficos días como un campesino, yendo a las ferias a vender los productos de la tierra.
–Pues hacedme este último servicio y yo convertiré vuestro sueño en realidad.
–Dejadlo de mi mano y dormid tranquilo, sería la primera vez que saliendo de cacería no cobrara una pieza.
–Cuando la tengáis en el zurrón, dejad transcurrir unos días antes de acudir a mí a recoger el fruto de vuestro trabajo. No quiero que nadie asocie vuestra presencia con los luctuosos hechos que anunciáis.
Y tras estas palabras, Bernat Montcusí respiró complacido en tanto que Luciano Santángel, asesino profesional, sonreía para sus adentros.
El ataque
Al caer la noche, un hombre embozado se dirigía desde la bajada de Viladecols hacia los arcos del pasaje de l'Infant, que limitaba con la parte sur de la Pia Almoina. Allí, tras observar detalladamente la calleja mirando a uno y a otro lado y asegurarse de que no había nadie en ella, se detuvo junto al soporte de hierro que sustentaba la jaula donde ardía la mecha empapada en el preciado líquido, y extrajo de debajo de su capa una pértiga de madera que se alargaba dotada en su extremo de un capuchón de cobre, extendió el brazo y lo colocó encima de la llama, dejando sin aire el fanal que al instante apagó su luz y sumió el pasaje en la más absoluta oscuridad. Tras esta operación se ocultó en uno de los portales que se abrían al pasaje y comenzó la paciente espera que tan pingües beneficios le iba a reportar.
–Mejor que os retiréis a dormir, Martí. Mañana, mejor dicho dentro de un rato, os espera una tarea harto complicada. Deberéis tener la cabeza clara y el espíritu sereno y bueno será que intentéis dedicar un tiempo al descanso.
–Seguiré vuestro consejo por complaceros. Voy a estar dando vueltas en el lecho hasta que salga el sol.
Sólo había otro asunto que le quitaba el sueño a Martí.
–Decidme, Eudald, ¿qué nuevas tenéis de Ruth? – En ese momento la echaba en falta más que nunca.
–Tranquilo. Ya os dije que se encuentra bien. No temáis por ella -respondió el sacerdote-. Ahora tomaos una tila e intentad reposar, pues nada conseguiréis velando y os conviene tener la mente diáfana. Vais a tener ante vos un enemigo taimado que se juega su crédito en el envite y que antes de caer en desprestigio ante la corte y el conde, se defenderá como gato panza arriba y a no dudar recurrirá a cualquier artimaña por sórdida que sea.
Martí recogió su capa del perchero y se la colocó, ajustándola al cuello. Antes de salir, dijo:
–He repasado con vos más de cien veces las alegaciones, me he hecho mil preguntas sobre los posibles argumentos de alguien que, en su desespero, empleará cualquier argucia, y siempre encuentro alguna brecha por donde pueda escaparse y en la que no había pensado. No quiero que tal cosa ocurra. Se lo debo a mi madre, a Laia y a Ruth…
El sacerdote, que le acompañaba hasta la puerta de su despacho, argumentó:
–Si la litis fuera dentro de cien días, seguiríais pensando cien noches más. Id en paz y descansad. Mañana, poco después de la hora tercia, dará comienzo el negocio más arriesgado que hayáis emprendido a lo largo de vuestra vida y del que va a depender vuestro futuro. Recordad la recomendación de vuestro padre en la hora suprema de su muerte: «El único bien que un hombre debe defender hasta morir es el honor».
–También a él se lo debo. Adiós, Eudald.
–Hoy es una noche especial; dadme un abrazo, hijo mío.
Ambos hombres se dieron un fuerte abrazo y luego Martí partió hacia la entrada de la Pia Almoina, donde un adormilado lego le saludó desde detrás de una mesa alumbrada por una triste candela.
La noche era tibia. Un cielo cubierto que amenazaba lluvia cubría la ciudad. Martí dobló la esquina del pasaje de l'Infant y, con la mente ocupada en la tensa situación que le esperaba en unas horas, se internó en él. Algo inusual llamó su atención. Acostumbrado como estaba a controlar sus faroles, observó distraídamente que el que debía alumbrar la travesía estaba apagado. Se le ocurrió que si coincidía con la ronda daría el aviso para que se reparara y sin más continuó su ruta.
Luciano Santángel aguardaba paciente a que su presa asomara por la esquina. Desde la oscuridad del zaguán y apoyado en el quicio observaba atentamente la embocadura. En el momento en que la silueta de Martí se dibujó en el extremo de la calleja, todos sus músculos se pusieron en tensión. Su mano diestra palpó instintivamente la empuñadura de asta de ciervo del puñal de doble hoja, su herramienta preferida, con la que nunca había fallado un golpe. Conociendo los procedimientos del cazador experimentado, aspiró profunda y lentamente el aire y lo expulsó de sus pulmones hasta tres veces. La sombra de su presa avanzaba lenta pero inexorablemente. Llevaba los escarpines forrados de saco de modo que su asalto fuera silencioso y rápido. La táctica la había empleado en infinidad de ocasiones y no tenía posible fallo. Aguardaba quieto en la sombra hasta que el incauto rebasara el lugar donde se ocultaba, entonces salía tras su huella y al llegar a su espalda sacaba de debajo de su capote el puñal de emponzoñado filo y asestaba con él un golpe seco entre las costillas del lado del corazón, siempre de abajo a arriba; cuando la víctima se desplomaba, realizaba una rápida incisión en el cuello a fin de que no gritara pidiendo auxilio.
El momento ya había llegado. Dejó que el hombre le sobrepasara y cuando lo hubo hecho se lanzó a la calle. En dos silenciosas zancadas estuvo a su espalda. Una aviesa sonrisa asomó en sus labios pensando en su soldada y la hoja plateada brilló en su diestra.
Littis honoris