17
—Estoy harto de oír decir que tu padre era un hombre maravilloso —dijo Bret de repente.
Hacía mucho rato que no hablaba. La cólera se había ido apoderando de él y ahora la descargaba contra mí, aunque no viniera a cuento.
¿Qué había dicho yo sobre mi padre para ponerle nervioso? Sólo que no me había dejado nada de dinero... una observación que nunca habría considerado capaz de provocar tan apasionada reacción.
Estábamos en una lavandería nocturna y yo fingía leer un periódico que tenía sobre las rodillas. Eran las dos y media de la madrugada y fuera, en la calle, estaba muy oscuro, aunque no había mucho que ver al otro lado de las ventanas porque la pequeña lavandería era un cubículo de brillante luz azul suspendido en la penumbra de las calles suburbanas de Hampstead. Por el altavoz sujeto al techo salía el quedo e irritante sonido de una música pop demasiado baja para ser reconocible. Una docena de grandes lavadoras se alineaba contra una pared; su esmalte blanco estaba rayado con las iniciales del tipo más limpio de vándalo. El detergente derramado en el suelo parecía nieve amarilla y una máquina despedía desde un rincón un fuerte olor a café hervido. Nos habíamos sentado en el extremo de una hilera de sillas situadas enfrente de las lavadoras. Bret y yo, de lado, mirábamos fijamente los grandes cíclopes donde la ropa sucia giraba en agua jabonosa. Los clientes entraban y salían, de modo que la mayoría de máquinas funcionaban. De vez en cuando los mecanismos hacían fuertes ruidos de succión y el zumbido se transformaba en un grito cuando los tambores centrifugaban.
—Mi padre era un borracho —continuó Bret—. Sus dos hermanos le echaron de la junta cuando asestó un puñetazo a uno de los mejores clientes del banco. Yo tenía unos diez años. A partir de entonces fui el único que cuidó de él.
—¿Y tu madre?
—Hay que sentir una compasión infinita para cuidar a un borracho —prosiguió Bret— y mi madre carecía de este don. A mi hermano Sheldon sólo le importaba el dinero del viejo. Él mismo me lo dijo. Sheldon trabajaba en el banco con mis tíos. Cerraba con llave la puerta de su dormitorio y se negaba a salir cuando mi padre se emborrachaba.
—¿No intentó nunca dejar la bebida?
—Sí, lo intentó, lo intentó en serio. Mi madre nunca creyó en su sinceridad, pero yo le conocía. Incluso ingresó en una clínica de Maine; yo le acompañé en el coche. Era un lugar deprimente. No me permitieron traspasar la verja. Cuando volvió a las pocas semanas, empezó de nuevo a beber... Ninguno de ellos intentó ayudarle, ni Sheldon ni mi madre, nadie. Sentí mucho dejarle cuando me enrolé en la Marina. Murió antes de que me embarcara.
Bret miró el reloj y a la única otra persona que había allí: un hombre bien vestido, sentado junto a la puerta, que leía Le Monde y bebía café de una taza de cartón. De pronto el hombre tiró la taza al suelo, se levantó y abrió la escotilla de cristal para vaciar la máquina y meter la húmeda ropa interior en una bolsa de plástico. Nos saludó con una inclinación de cabeza antes de irse. Bret me miró, preguntándose sin duda si éste podía ser su primer contacto, pero no mencionó su sospecha y dijo en cambio:
—Quizá no les interese. Tendríamos que haber traído aquí a Stinnes. El año pasado se encargó él de la entrega del dinero; por eso sabe exactamente cómo se hace. Le reconocería, lo cual sería bueno.
Yo había insistido en que Stinnes se quedara en el segundo coche. Contesté:
—Es mejor así. Quiero a Stinnes donde pueda ser protegido. Si le necesitamos, estará aquí en dos minutos. Le he puesto de guardián a Craig, que es muy eficiente.
—Sigo creyendo que deberíamos haber utilizado mejor a Stinnes.
—No quiero tenerle aquí en primera fila; un blanco para cualquier vehículo que pase por aquí. No quiero tenerle aquí dentro con un guardaespaldas y desde luego no nos interesa darle un arma.
—Quizá tengas razón.
—Si no intentan nada, todo irá bien.
—Si creen que nosotros no intentamos nada, todo irá bien —me corrigió Bret—. Pero recelarán, seguro.
—Ellos infringen la ley y tú no; debes tenerlo en cuenta. Estarán nerviosos. Conservemos la calma y todo irá como una seda.
—No crees eso realmente; sólo quieres convencerte a ti mismo —dijo Bret—. Me lo has discutido todo el camino.
—Es verdad —contesté.
Se inclinó para meter la mano en la bolsa de ropa que había colocado entre sus pies. Llevaba una gabardina vieja y una gorra de tweed. No podía imaginarme dónde los había encontrado; no eran prendas que Bret llevase normalmente. Se trataba de la primera vez que participaba en una operación y no podía acostumbrarse a la idea de que no intentábamos parecer auténticos clientes de lavandería, sino correos del KGB intentando parecer esos clientes auténticos.
—Stinnes ha estado magnífico —explicó Bret—. La llamada telefónica se desarrolló a la perfección. Sabía la contraseña —se llamarán «Bingo»— y la cantidad... cuatro mil dólares. Han creído que soy el contacto habitual que llega con una semana de antelación. No hay razón para que sospechen. —Se agachó más para llegar al fondo de la bolsa y tocar el paquete del dinero bajo la ropa. Según Stinnes, así era como solía hacerse.
No respondí nada. Bret se incorporó y dijo:
—Uno no sospecha demasiado de un tipo que va a entregarte cuatro mil dólares sin hacer preguntas, ¿verdad?
—¿Eso es lo que vas a hacer?
—Es mejor así. Les damos el dinero y los saludamos. Quiero inspirarles confianza. En el próximo encuentro intimaremos más.
—Cuatro mil dólares inspiran mucha confianza —comenté.
Bret estaba demasiado nervioso para oír el sarcasmo de mi voz. Sonrió, asintió y clavó la mirada en la ropa sucia que daba vueltas en la máquina.
—Mi padre se volvió violento. Hay tipos que beben y se animan o se ponen cariñosos, pero mi padre se ponía agresivo o caía en un sopor. A veces, cuando yo era niño, pasaba media noche diciéndome que había destrozado mi vida, la de mi madre y la suya propia. «Eres todo lo que tengo, Bret», decía, y un momento después quería pegarme porque no le dejaba seguir bebiendo. No tenía en cuenta mi edad; siempre me hablaba como se habla a una persona adulta.
Entró un hombre joven y esbelto que llevaba vaqueros y un chaquetón corto y oscuro; le cubría la cabeza un pasamontañas de lana azul que sólo dejaba al descubierto los ojos y la boca. Sacó de debajo del chaquetón desabrochado una escopeta de cañones recortados y dijo: «Vamos», muy excitado y nervioso, apuntándonos con el arma y moviendo la cabeza para indicar que nos moviéramos.
—¿Qué es esto? —preguntó Bret.
—Bingo —dijo el hombre—. Esto es Bingo.
—Lo tengo aquí —murmuró Bret, que parecía clavado en su sitio.
El muchacho, al ver que no se movía, se agitó todavía más.
—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos! —gritó con voz ansiosa y estridente.
Bret se levantó con la bolsa de la ropa en la mano. Entró otro hombre, también enmascarado, pero más ancho y, a juzgar por sus movimientos, de más edad, quizá de unos cuarenta años. Llevaba un abrigo corto y voluminoso de cuero negro; se quedó en el umbral, mirando primero al hombre de la escopeta y luego por encima de su hombro; debían ser tres individuos. Tenía una mano en el bolsillo del abrigo y en la otra empuñaba un rollo de alambres multicolores.
—¿Por qué este retraso? Te he dicho...
Sus palabras se ahogaron en el estruendo que hizo retumbar la ventana de la tienda. Fuera, en la calle, surgió una llamarada que ardió con violencia unos momentos. Era al otro lado y sólo podía significar una cosa: habían hecho volar el coche. El segundo hombre tiró al suelo los alambres multicolores. ¡Dios mío! Stinnes estaba en aquel coche. ¡Los bastardos!
Bret se hallaba de pie cuando explotó el vehículo; estaba directamente entre los dos hombres y yo. La explosión me brindó el momento de distracción que necesitaba. Me incliné para ver por delante de Bret; tenía la pistola con silenciador sobre la falda, envuelta en papel de periódico. Disparé dos veces al más joven; no se desplomó, pero soltó la escopeta y se apoyó contra las lavadoras con la mano en el pecho.
—¡Tírate al suelo, Bret! —grité, empujándole antes de que el otro hombre empezase a disparar—. Quédate aquí. —Entonces corrí por delante de las máquinas y del hombre herido, enviando la escopeta hacia Bret de un puntapié. No podía esperar para atender a Bret, pero si éste era del KGB, podía recoger la escopeta y dispararme por la espalda.
El hombre de más edad no esperó a conocer mis intenciones y desapareció por una puerta marcada con la palabra personal antes de que yo pudiera dispararle. Le seguí. Era una oficina de dimensiones mínimas: una mesita, una silla, una caja barata, un termo, una taza sucia y un ejemplar de The Daily Mirror.
Salí por otra puerta y me encontré ante una escalera. La puerta se cerró de golpe a mis espaldas y la oscuridad me envolvió. Un pasillo conducía a una puerta que daba a la calle. El hombre no tenía tiempo de haber salido por aquí, así que debía esperar en la oscuridad. ¿Dónde estaría? Permanecí quieto unos instantes para que mis ojos se adaptaran a la penumbra.
Mientras dudaba de si debía explorar el pasillo, oí un rumor de pasos en el piso de arriba. Sonó un disparo. El destello iluminó la escalera y la bala rebotó contra la pared. De modo que este bastardo también tenía un rifle, que debía llevar oculto bajo el abrigo abrochado; era difícil de sacar, así que había tenido que correr para ganar tiempo. Aquel disparo había sido sólo un aviso, claro; una advertencia de lo que me esperaba si subía las escaleras.
Yo no buscaba la ocasión de ser un héroe, pero oí sus pasos en el próximo tramo y subí de dos en dos el primer tramo de escalones. Llevaba zapatos con suela de goma. Él hacía tanto ruido que probablemente no podía oírme, pero cuando me detuve en el oscuro rellano, sus pasos también se detuvieron. En el léxico de la lucha cuerpo a cuerpo, subir por una escalera oscura en dirección a una escopeta figura en los primeros lugares de la lista de «No harás jamás...»
Estaba mal colocado. ¿Me veía él o adivinaba dónde me encontraba? Se movió por el rellano, apuntó a la escalera y apretó el gatillo. Se oyó el disparo, el destello y el sonido de sus pasos, corriendo. Aquello era alarmante; como no había hecho caso de su advertencia ahora intentaba quitarme de en medio. ¡Bang! ¡Dios mío! Otro disparo. Lo sentí muy cerca y salté hacia atrás, temeroso y desorientado. Por un momento pensé que debían ser dos, pero sólo se trataba de una manifestación de mi miedo. Igual que el indigestible nudo en el estómago.
Permanecí inmóvil, con el corazón desbocado y el rostro ardiendo. La oscuridad era total, exceptuando una rendija de luz bajo la puerta de la oficina de la planta baja. Me pareció ver una pálida sombra asomada a la barandilla por si podía atisbar mi silueta. Debía haberse quitado el pasamontañas de lana; demasiado calor, supongo. Permanecí muy quieto, con los hombros apretados contra la pared, esperando a que hiciera algo aún más estúpido. ¡Vamos, vamos, vamos! Pronto se oirían las sirenas de la policía y me enfrentaría a todo un auditorio en la calle. Por otra parte, él también.
El sudor me goteaba por la cara, pero tenía la boca seca y áspera como papel de lija. Necesitaba hacer un esfuerzo para respirar despacio y en silencio. El Departamento destacaría lo del hombre herido por mí en la planta baja, en especial si yo redactaba el informe dando a entender que lo había hecho para proteger a Bret. La protección del personal de la última planta de la Central londinense era algo que el Departamento no podía desaprobar. Sin embargo, los disgustaría la molestia de tener que salvarme de las garras de la policía metropolitana, especialmente ahora que nuestra relación con el Home Office era decididamente turbulenta.
¡Ah... mantenerse quieto merecía la pena! Éste era él. Se apoyó en la barandilla y el destello de luz del vestíbulo le iluminó la frente. No soy un hombre vengativo, pero estaba asustado y furioso. No iba a permitir que un rufián cualquiera dinamitara uno de nuestros coches y me pusiera un rifle bajo la nariz para matarme como habían matado a Ted Riley. Éste no iba a desvanecerse en la noche. Levanté con lentitud el arma y apunté cuidadosamente. Quizá me vio o vio el movimiento de la pistola, porque retrocedió en el momento en que yo me disponía a apretar el gatillo. Demasiado tarde. Permanecí inmóvil, con la pistola en alto. Conté hasta diez y tuve suerte. Mi inactividad le animó a inclinarse de nuevo, esta vez con mayor cautela, pero no la suficiente. Le metí dos balas en el cuerpo. La pistola con silenciador dio media vuelta en mi mano y sus dos disparos fueron seguidos por un grito y un golpe y el sonido de una puerta al abrirse con fuerza, empujada por un cuerpo que cayó en una habitación del piso superior. Debían ocupar una habitación de la casa. Quizá uno o quizá todos ellos nos habían esperado en el piso de arriba. Por eso no habíamos recibido ningún aviso de nuestros hombres apostados al otro lado de la calle.
Titubeé un momento. Quería echar una mirada a su escondite, pero el tiempo apremiaba y las consecuencias eran demasiado serias. Corrí escaleras abajo, crucé la oficina —derribando la caja registradora a mi paso— y abrí de un empujón la puerta de la lavandería. Monedas y billetes estaban esparcidos por el suelo; quizá aquello convencería a los polis de que había sido un robo frustrado. Después de las tinieblas de la escalera, la luz de los tubos fluorescentes era cegadora, deslumbrante, aunque velada por el vapor. Entorné los ojos y salí a la calle.
La calle estaba iluminada por las llamas del coche. Ahora vi a un tercer hombre, que también vestía un chaquetón y montaba una motocicleta que puso en marcha al mismo tiempo que yo levantaba el arma y disparaba. Pero fue demasiado rápido y lo bastante fuerte para describir con la moto una curva cerrada, pisar el acelerador y alejarse con gran estruendo. Le disparé otra vez, pero en seguida le vi sólo como una mancha oscura contra las fachadas de las casas. Estaba demasiado oscuro y él demasiado lejos y era demasiado grande el peligro de enviar una descarga al dormitorio de alguien, así que volví a la lavandería para ver qué hacía Bret.
Lo único que hacía era apretar bajo el brazo la bolsa de ropa y mirar con fijeza al muchacho enmascarado, del que manaba sangre espumosa y muy roja. Seguía apoyado en la lavadora, agarrado a ella como si intentara trasladarla de sitio. Tenía los pies muy separados y había sangre en el esmalte blanco, sangre en el cristal y sangre en el suelo, mezclada con el agua jabonosa derramada.
—Éste ya no lo cuenta —dije—. Vámonos, Bret.
Guardé la pistola en el bolsillo del abrigo. Bret se hallaba en estado de shock. Le asesté un golpe corto en las costillas para devolverle a la realidad. Parpadeó y sacudió la cabeza como un púgil que intenta aclararse el cerebro. De pronto comprendió y corrió tras de mí hacia mi coche, aparcado en la esquina.
—Quédate en el coche —le dije, abriendo la puerta y empujándole para que se sentara junto al volante—. Tengo que buscar a los otros.
Bret continuaba aferrado a la bolsa del dinero y la ropa. Parecía estar en trance. Se aposentó en el asiento delantero, abrazado a la bolsa como si fuera un cuerpo. Al otro lado de la calle, el Ford Escort en el cual habían llegado Stinnes y su guardián continuaba ardiendo, aunque las llamas ya se convertían en humo negro porque empezaban a inflamarse los neumáticos.
—Está aquí —dijo Bret, refiriéndose a Stinnes.
—Mierda —murmuré porque, para mi asombro, Bret tenía razón. Stinnes había sobrevivido a la bomba colocada bajo el coche y estaba ante la puerta de mi Rover, esperando que se la abriéramos—. Suba al asiento trasero.
Su guardián se encontraba a su lado y, cuando subió torpemente al vehículo, me di cuenta de que estaban esposados juntos. Un guardián que se esposa junto con su pupilo es un guardián que no quiere exponerse a ningún riesgo, y había salvado a Stinnes de una muerte segura. Craig era enorme y musculoso; esposado con él, incluso King Kong tendría que ir adonde fuese Craig.
Puse en marcha el Rover y me alejé antes de que apareciera un coche policial. Supongo que esa respetable parte de Hampstead no atrae a la policía a las tres de la madrugada de un martes.
—¿Qué diablos ha ocurrido? —pregunté.
—Los vi venir —explicó Craig—. Eran aficionados, verdaderos aficionados. —Parecía muy joven, no mayor de veinte años—. Así que nos esposé juntos y salimos. —Razonaba con sencillez; la mayoría de buenos guardianes son así.
Y tenía razón; habían actuado como aficionados y esto me preocupaba. Ni siquiera habían herido a Craig y Stinnes cuando se alejaban del coche. Aficionados. Sin embargo, el KGB no empleaba aficionados en sus grupos de asalto y esto me preocupaba. En Swiss Cottage pasamos junto a un coche patrulla, que iba a unos ciento diez kilómetros por hora y en el carril de dirección contraria, con la luz azul intermitente y la sirena en funcionamiento, tal como lo habían visto hacer en el programa nocturno de televisión.
A estas alturas, Bret ya volvía a la vida.
—¿Qué decías sobre que llegarían muy nerviosos? —preguntó.
Le temblaba la voz; había conocido de repente la vida en el extremo peligroso del Departamento y estaba horrorizado.
—Muy gracioso, Bret —repliqué—. ¿Esta broma viene antes o después de darme las gracias por haberte salvado la vida? —A nuestras espaldas el joven Craig tosió para recordarnos que los asientos traseros estaban ocupados por personas provistas de orejas.
—¿Salvarme la vida, hijo de puta? —exclamó Bret con una ira histérica—. Primero disparas, escudándote en mí, y luego sales corriendo, dejándome en la estacada.
Me reí.
—Así son los agentes en activo, Bret. Si hubieras tenido experiencia o entrenamiento, te habrías tirado al suelo. O mejor aún, te habrías encargado del segundo bastardo, en lugar de dejármelos todos a mí.
—Si hubiera tenido experiencia o entrenamiento —replicó Bret en tono amenazador—, te habría leído aquel capítulo del Reglamento de Mando sobre el uso de armas de fuego en lugares públicos.
—No tenías que leérmelo a mí, Bret, sino a ese bastardo que te nos echó encima con la escopeta de cañones recortados. Y al que intentó volarme la tapa de los sesos cuando le perseguí por las escaleras.
—Le mataste —acusó Bret, que todavía respiraba con fatiga. Estaba aturdido, realmente aturdido, mientras yo rebosaba adrenalina y me hallaba dispuesto a decir muchas cosas que siempre es mejor callar—. Ha muerto desangrado delante de mí.
—¿Por qué no le prestaste los primeros auxilios? —pregunté con sarcasmo—. ¿Por qué habrías tenido que soltar los cuatro grandes? ¿Por eso?
—Podrías haberle herido en un brazo —dijo.
—Esto sólo ocurre en el cine, Bret. Esto déjalo para Wyatt Earp y Jesse James. En el mundo real, nadie dispara a la mano que sostiene el arma o a la parte más carnosa del brazo. En el mundo real, se mata o se yerra el tiro. Ya es bastante difícil dar en un blanco móvil sin tener que seleccionar determinados puntos de su anatomía, así que no me salgas con idioteces.
—Le hemos dejado morir.
—Muy cierto. Y si me hubieras seguido arriba para cubrirme sólo un poco con la escopeta que te he acercado, me habrías visto matar a otro de esos bastardos.
—¿Lo incluirás en tu informe? —preguntó Bret.
—Claro que sí, maldita sea, y también que te has quedado inmóvil como un condenado maniquí de sastre cuando yo necesitaba refuerzos.
—Eres un maníaco, Samson —dijo Bret.
Erich Stinnes se inclinó hacia delante desde el asiento trasero y dijo en voz baja:
—Así hay que ser, señor Rensselaer. Samson ha hecho justo lo que habría hecho yo y cualquier buen profesional.
Bret no contestó. Agarrado a su bolsa, tenía la vista fija en el vacío y estaba absorto en sus propios pensamientos. Yo sabía qué le pasaba; lo había visto en otras personas. Bret no volvería a ser nunca el mismo. Ya no estaba con nosotros; se había retirado a un mundo interior donde no se permitía la entrada a ninguna de las apestosas realidades de su trabajo. Luego habló de repente, con voz queda, como para sus adentros:
—Y era Sheldon a quien realmente amaba. No a mí, a Sheldon.
—Nada, no quiero un informe como éste —declaró Dicky—. No es un informe, es una diatriba.
—Comoquiera que lo llames, es la verdad —repliqué.
Nos hallábamos sentados uno junto al otro en el salón de casa de los Cruyer. Dicky llevaba su camiseta de I love New York, vaqueros y zapatillas de jogging, con esos gruesos calcetines blancos especiales que, según dicen, descansan la columna vertebral al amortiguar los golpes. Habíamos visto el telediario para ver si decían algo sobre el tiroteo de Hampstead: no lo mencionaron. El gas silbaba en el fuego de carbón simulado y en la pantalla del televisor se exhibía un cuarteto muy poco atractivo vestido al estilo punk. Dicky les dedicó una atención momentánea.
—Mira a esos imbéciles soltando maullidos —dijo—. ¿Estamos sacando las tripas con el fin de salvaguardar a Occidente para esa clase de basura?
—No del todo —respondí—. También cobramos.
Cogió el mando a distancia y redujo al grupo pop a un puntito de luz que desapareció con un leve chasquido. Entonces volvió a levantar el borrador de mi informe y fingió leerlo de nuevo, aunque en realidad sólo se tapó la cara con él mientras pensaba en su próxima frase.
—Es tu versión de la verdad —dijo con pedantería.
—No tengo otra.
—Inténtalo una vez más.
—Es la versión de la verdad que te daría cualquiera —protesté—, cualquiera de los que estuvieron allí.
—¿Cuándo entrará en tu obtusa cabeza que no me interesa tu declaración sincera? Quiero algo que pueda presentarse al viejo y no me meta en ningún lío.
Tiró el borrador sobre la mesa y se rascó bajo los rizados cabellos. Estaba preocupado; no quería encontrarse en el centro de una batalla departamental. A Dicky le gustaba apuntarse sus victorias de modo clandestino.
Me incorporé en el sillón y recogí las páginas cuidadosamente mecanografiadas, pero Dicky me las quitó de las manos, las dobló y las colocó bajo un pisapapeles que tenía a su alcance.
—Es mejor olvidarlo, Bernard —dijo—. Escribe otro.
—Quizá esta vez me dictarás lo que quieres que diga —sugerí.
—Te haré un borrador. Hazlo muy cortito; los detalles esenciales serán suficientes.
—¿Has visto el informe de Bret? —pregunté.
—No ha escrito ningún informe, sólo convocado una reunión. Tenía que hacer una breve relación de todo lo ocurrido desde que se le encomendó el asunto Stinnes. —Dicky sonrió, nervioso—. No era un asunto como para promocionar una carrera.
—Supongo que no.
Una relación de Bret sobre todo lo ocurrido desde que era responsable de Stinnes sólo podía ser una relación de desastres. Me pregunté qué parte de la culpa me achacaría a mí.
—Se ha decidido que Stinnes vuelva inmediatamente a Berwick House. Y Bret ha de mantener informado al viejo de todo lo que se proponga hacer con él.
—¿A Berwick House? ¿Por qué este pánico? Todos dicen que el interrogatorio iba bien desde que le trasladamos.
—No te acusamos a ti, Bernard, pero por poco le matan. De no ser por ese tipo, Craig, se lo habrían cargado. No podemos correr otra vez el mismo riesgo; Stinnes es demasiado valioso.
—¿Afectará esto al ascenso de Bret a Berlín?
—No me consultarán sobre este punto, Bernard. —Una sonrisa modesta para indicarme que quizá le consultarían. De hecho, ambos sabíamos que Morgan confiaba en el veto de Dicky para que Bret no fuese a Berlín—. Sin embargo, yo diría que Bret tendrá suerte si no le cae una suspensión.
—¿Una suspensión?
—No lo llamarán así, sino un destino o unas vacaciones sabáticas o una excedencia pagada.
—Esto es serio.
—Bret ha hecho muchos enemigos en el Departamento —dijo Dicky.
—¿Te refieres a ti y a Morgan?
Esta acusación confundió a Dicky, que se levantó y fue hacia la chimenea para poder jugar con una foto enmarcada de su yate. La miró un momento y limpió el cristal con el pañuelo antes de ponerla de nuevo junto al reloj.
—No soy enemigo de Bret. Siento simpatía hacia él. Sé que intentó suplantarme, pero no le guardo rencor.
—¿Pero...?
—Pero hay demasiados cabos sueltos en torno al asunto Stinnes. Bret lo ha enfocado como un toro en una tienda de porcelana. Primero hubo el fracaso de Cambridge y ahora el tiroteo de Hampstead. ¿Y qué hemos sacado en limpio? Nada en absoluto.
—Nadie trató de detenerle —observé.
—Quieres decir que nadie hizo caso de tus intentos de detenerle. Pues, sí, tienes razón, Bernard. Tenías razón y Bret estaba equivocado. Sin embargo, se empeñó en dirigirlo todo personalmente y su veteranía no hacía fácil meterse con él.
—¿Y ahora es más fácil que antes?
—Se llama «una revisión» —contestó Dicky.
—¿Por qué no podía llamarse una revisión la semana pasada?
Se desplomó en el sofá y estiró las piernas.
—Porque esta semana ha surgido toda una serie de complicaciones.
—¿Relativas a Bret?
—Sí.
—¿Será sometido a una investigación?
—Lo ignoro, Bernard, y aunque lo supiera, no podría discutirlo contigo.
—¿Me afectará? —quise saber.
—No lo creo; sólo porque trabajabas con Bret cuando ocurrieron todas estas cosas. —Se tocó la hebilla del cinturón—. A menos que Bret te eche la culpa, naturalmente.
—¿Y lo hace? —pregunté, con la voz un poco más alta de lo debido; no era mi intención exteriorizar mis temores ni mi desconfianza de Bret.
En aquel momento entró Daphne, la esposa de Dicky.
—¿Qué hace Bret? —preguntó, sonriendo.
—Teñirse el pelo —improvisó Dicky a toda prisa—. Bernard quería saber si Bret se tiñe el pelo.
—Pero si lo tiene blanco... —dijo Daphne.
—No del todo. Es rubio tirando a blanco —matizó Dicky— y comentábamos que el blanco no parece ganar terreno. ¿Qué opinas tú, querida? Las mujeres entendéis de cosas como ésta.
—Estuvo aquí la otra noche —dijo Daphne—, cenando con nosotros. Es un hombre tan guapo... —Miró la cara de Dicky y quizá también la mía—. Para su edad, quiero decir. Y no creo que se tiña el pelo, a menos que se lo haga un peluquero muy bueno, porque no se nota nada.
Daphne se quedó en pie ante la chimenea para que pudiéramos admirar su nuevo atuendo, un vestido largo de algodón rayado brillante; un djellaba árabe que sus vecinos le habían traído de sus vacaciones en El Cairo. Llevaba el cabello trenzado junto con cuentas de colores. Había estudiado arte y trabajado en una agencia publicitaria y le gustaba darse aires artísticos.
—No es problema para él ir a un peluquero caro —replicó Dicky—. Heredó una fortuna cuando cumplió veintiún años y no cabe duda de que sabe gastarla. —Dicky había ido corto de dinero en sus años universitarios y ahora detestaba a cualquiera que hubiese sido joven y rico, ya fueran prodigios, divorciados o estrellas pop. Miró el reloj—. ¿Es esta hora? Si hemos de ver ese vídeo, será mejor que nos apresuremos. ¿Está lista la cena, querida? —Sin esperar respuesta, se volvió hacia mí, explicando—: Cenaremos aquí, con bandejas. Es mejor que hacerlo aprisa y corriendo en el comedor.
Dicky se había empeñado en ver el borrador del informe que yo preparaba para el DG, pero disimuló la orden de que se lo llevara bajo una invitación a cenar, con la sorpresa extra del vídeo alquilado de un musical de Fred As taire.
—Sólo hay sopa y bocadillos calientes —anunció Daphne.
—Le compré una tostadora de bocadillos —aclaró Dicky—. ¡Qué arrepentido estoy, Dios mío! Ahora lo como todo entre dos rebanadas de pan tostado: salami, queso, jamón, aguacate y tocino... ¿Qué era aquel mejunje que serviste el otro día, querida? ¿Cordero al curry dentro de un chapatti tostado? Fue repugnante.
—Se trataba de un experimento, querido —dijo Daphne.
—Ya, pero no tenías que rascar todos los trozos quemados, cariño —reprochó Dicky—. Temí que estuviera ardiendo toda la cocina. Me quemé un dedo.
Me enseñó el dedo. Yo asentí.
—Esta noche son de jamón y queso —explicó Daphne—. Y sopa de cebolla para empezar.
—Espero que esta vez hayas picado la cebolla bien fina —dijo Dicky.
—Detesta que la sopa le gotee por la barbilla —observó Daphne, como si se tratara de una curiosa aversión que no pudiera comprender.
—Estropeó una de mis mejores corbatas —acusó Dicky— y en la oscuridad, no me fijé.
—Bret Rensselaer no derramó su sopa —replicó Daphne—. Y lleva corbatas muy bonitas.
—¿Por qué no traes la cena, querida?
—Las bandejas ya están listas.
—Entonces voy a buscar el vídeo —dijo Dicky.
Se levantó, se subió los pantalones, y rescató mi informe de debajo del pisapapeles antes de salir de la habitación a grandes zancadas.
—El vídeo está encima del televisor —comentó Daphne—. Odia decir que va al retrete. Es un mojigato en según qué cosas.
Yo asentí. Daphne se quedó junto a la puerta de la cocina y dijo:
—Voy a buscar la cena. —Pero no se movió.
—¿Puedo ayudarte, Daphne?
Ante mi sorpresa, aceptó. En general, a Daphne no le gustaba que nadie entrara en su cocina; se lo había oído decir muchas veces.
La seguí. Habían cambiado la decoración de la cocina desde mi última visita. Parecía una tienda de armarios; cubrían todos los espacios disponibles. Todos eran de plástico, pero imitaban la madera de roble.
—Dicky tiene una aventura amorosa —dijo Daphne.
—¿De veras?
Hizo caso omiso de mi fingida sorpresa.
—¿Te ha hablado de ella?
—¿Una aventura?
—Confía en ti —continuó—. ¿Estás seguro de que no te ha mencionado nada?
—Últimamente he pasado casi todo el tiempo con Bret Rensselaer.
—Sé que te coloco en una posición difícil, Bernard, pero tengo que saberlo.
—No lo ha discutido conmigo, Daphne. A decir verdad, no es la clase de asunto que me confiaría, ni siquiera aunque fuese cierto. —El rostro de ella se ensombreció—. Y estoy seguro de que no lo es —añadí.
—Es tu cuñada —afirmó Daphne—. Debe tener mi edad, o quizá más. —Abrió la tostadora y sacó los bocadillos usando la hoja de un cuchillo viejo. Agregó, sin volverse a mirarme—: Si fuera una chica muy joven, lo encontraría más fácil de comprender.
Asentí, preguntándome si se trataba de una concesión a mis relaciones con Gloria.
—Estos bocadillos huelen muy bien —observé.
—Sólo tienen jamón y queso —explicó Daphne—. Dicky se niega a comer cosas exóticas. —Sacó del horno una gran bandeja de bocadillos ya preparados—. Me refiero a tu cuñada Tessa, Tessa Kosinski.
—Sólo tengo una —dije.
Y una como Tessa era más que suficiente, pensé. ¿Por qué tenía que complicar tanto la vida de todo el mundo?
—Y es una amiga —continuó Daphne—, una amiga de la familia. Esto es lo que más duele.
—Tessa ha sido muy buena conmigo, ayudándome con los niños.
—Sí, ya lo sé. —Daphne aspiró con fuerza por la nariz. No era la clase de aspiración que en las damas frágiles servía de preludio a las lágrimas, sino más bien la que se oía a los jueces del Old Bailey antes de pronunciar una sentencia de muerte—. Supongo que sientes un deber de lealtad hacia ella. —Colocó cubiertos en las bandejas de un modo cuidadoso y suave, para que yo no pensara que estaba enfadada.
—Haré todo cuanto pueda por ayudar —dije.
—No temas que Dicky nos escuche. Primero le oiremos tirar de la cadena. —Se puso a buscar los platos soperos y tuvo que abrir cuatro armarios para encontrarlos—. Ya habían tenido una aventura antes. —Habló al interior de los armarios—. No me digas que no estabas enterado, Bernard. Tess y yo hicimos las paces y yo creía que todo había terminado.
—¿Y esta vez?
—Una amiga mía los vio en un pequeño hotel de Deal... Kent, ya sabes.
—Extraño lugar para... —Me interrumpí e intenté reconstruir la frase.
—No, fue elegido el mes pasado como uno de los diez mejores lugares para un fin de semana clandestino por una revista femenina, creo que Harpers & Queen. Por eso fue allí mi amiga.
—Quizá Dicky...
—Me dijo que estaba en Colonia —atajó Daphne— y añadió que era estrictamente confidencial.
—¿Quieres que haga algo al respecto?
—Quiero que veas a tu cuñado —dijo Daphne— y que le hables de ello. Quiero que conozca mis sentimientos.
—¿Crees que es aconsejable? —pregunté. Ignoraba cómo reaccionaría George a semejante embajada de Daphne.
—Es lo que quiero. Lo he pensado y es lo que quiero.
—Seguramente se les pasará.
—Claro. Siempre se les pasa —replicó Daphne—. Tiene una amiga detrás de otra y yo siempre espero que se les pase. Y entonces vuelve a empezar con otra. O con la misma.
—¿Le has hablado de ello? —pregunté.
—Dice que gasta su dinero, no el mío. Dice que es el dinero que su tío le dejó en herencia. —Se volvió hacia mí—. Esto no tiene nada que ver con el dinero, Bernard. Es la traición. No traicionaría a su patria, ¿verdad? Es un fanático de la lealtad al Departamento. Entonces, ¿por qué traiciona a su mujer y sus hijos?
—¿Le has dicho esto?
—Muchas veces. Y ya me he hartado. Voy a pedir el divorcio. Quiero que George Kosinski sepa que voy a nombrar a su esposa en una demanda de divorcio.
Pobre George, pensé, nada más le falta esto para redondear su pena.
—Es un paso muy serio, Daphne. Comprendo tus sentimientos, pero piensa en tus hijos...
—Están en el colegio. Sólo los veo durante las vacaciones. A veces creo que fue una terrible equivocación enviarlos a un internado. Si los niños hubieran vivido en casa, quizá Dicky no se habría sentido tan libre para echar canas al aire.
—A veces sucede lo contrario —respondí, más para consolarla que por convicción propia—. A veces los niños en casa echan a los maridos.
—¿Lo harás? —preguntó—. ¿En los próximos días?
—Lo intentaré —dije, oyendo a Dicky en el piso de arriba.
Daphne tenía preparadas todas las bandejas.
—¿Podrías descorchar el vino, Bernard, y traer las servilletas de papel? El sacacorchos está en el cajón.
Mientras mantenía abierta la puerta de la nevera para que yo sacara el vino, añadió:
—¡Vaya sorpresa la del señor Rensselaer! Siempre me había sido simpático. —Cerró la puerta y yo esperé a que pusiera los calientes bocadillos en la fuente de servir con movimientos muy rápidos para no quemarse los dedos.
—En efecto —dije.
—Robar un memorándum del Gabinete y darlo a los rusos... Y ahora dicen que ha intentado mataros a todos. —Vio la sorpresa en mi cara—. Oh, ya sé que todavía se está investigando y que no debemos hablar de ello, pero Dicky dice que Bret va a tener que ser muy convincente para salvarse de ésta. —Cargó con las tres bandejas después de colocarlas una encima de otra—. Debe tratarse de un error, ¿no crees? No puede ser realmente un espía, ¿verdad? Un hombre tan simpático...
—De prisa, de prisa —gritó Dicky desde la habitación contigua—. Ya salen los nombres.
—Dicky es un cerdo —dijo Daphne—. Ni siquiera puede esperarnos para empezar la película.