26

Frank Harrington, Residente en Berlín y jefe de la Unidad de Campo de Berlín, no estaba dormido, sino sentado en el suelo del espacioso salón de su magnífica casa del Grunewald, rodeado de discos. A su alrededor había montones de discos de Duke Ellington y su equipo de alta fidelidad tocaba Frenesí, un apasionado arreglo para orquesta con una letra que decía: «Hace mucho tiempo, volví al querido México...» ¿O era algo completamente distinto? ¿Era que aún me remordía la conciencia por haber organizado el enrolamiento de Stinnes en México en lugar de Berlín, donde Frank habría podido compartir el mérito? Cualquiera que fuese la música, aún me sentía culpable de haber privado a Frank de aquella «mención» y me avergonzaba pedirle ayuda en un asunto relacionado con aquel mismo suceso... «Las estrellas brillaban y se oían románticas voces en la noche...»

El mayordomo de Frank, el inescrutable Tarrant, me abrió la puerta. Iba en bata y un poco despeinado, pero no dio muestras de sorprenderse por esta visita de madrugada. Supongo que las frecuentes aventuras amorosas de Frank habían proporcionado a Tarrant las sorpresas suficientes para toda una vida.

—Bernard —dijo Frank con gran calma, como si le visitara con frecuencia a altas horas de la noche—. ¿Qué te parece un trago? —Sostenía un disco en la mano, que como todos los demás estaba protegido por una funda muy blanca que tenía un número escrito en una esquina. Vaciló antes de dejarlo sobre uno de los montones y entonces me miró—. ¿Whisky con agua?

—Sí, por favor. ¿Me sirvo yo mismo?

En el carrito de las bebidas había un vaso de cristal tallado con cubos de hielo a medio fundir y huellas de brillante lápiz labial en el borde. Lo levanté para olerlo.

—Campari y zumo de naranja —dijo Frank, mirándome—. ¿Aún juegas a los detectives, Bernard?

Había venido otra visita —a todas luces femenina—, pero Frank no me reveló su nombre.

—Es la fuerza de la costumbre —respondí.

El Campari con zumo de naranja era una de las bebidas favoritas de Zena Volkmann.

—Debe ser algo urgente.

No se levantó del centro de la alfombra. Alargó la mano y cogió la pipa y la bolsa de tabaco y el gran cenicero que ya estaba medio lleno de ceniza y tabaco sin quemar.

—Sí —contesté—. Has sido muy amable permitiéndome venir en seguida.

—No me has dado mucha ocasión de negarme —replicó, pensativo.

¿La habría despedido o estaría esperándole arriba, en el dormitorio? ¿Sería Zena Volkmann o sólo una chica que había conocido en una desenfrenada fiesta berlinesa, como conocía a tantas de las mujeres con quienes se relacionaba?

—El comité Stinnes ha enloquecido —dije.

—¡No te sientes ahí! —Fue un grito, casi un gemido de dolor—. Son los primeros que compré. Me moriría si se rompiera uno de ellos.

—Es tu colección de Ellington, ¿verdad? —pregunté, echando una ojeada a los discos esparcidos por doquier.

—Sólo tengo tiempo por la noche. Voy a enviarlos a Inglaterra y me han de hacer una estimación de su valor para el seguro. No es fácil poner precio a los más raros.

Hice una pausa cortés y repetí:

—El comité Stinnes ha enloquecido, Frank.

—Son cosas que ocurren —dijo.

Seguía sentado como cuando yo había entrado en la habitación. Ahora llenó la pipa de tabaco, que apretó hacia abajo con la yema del dedo, muy cuidadosamente, como para demostrarme que era una operación difícil.

—Stinnes parece haberlos convencido de que Bret Rensselaer es una especie de topo del KGB y le han puesto bajo arresto domiciliario.

—¿Y qué quieres que haga yo? —inquirió Frank.

No encendió la pipa, sino que la apoyó contra el cenicero mientras leía la etiqueta de otro disco, escribía los datos en un cuaderno de anillas y lo colocaba sobre el montón correspondiente.

—¿Sabías que ocurriría esto?

—No, pero debí adivinar que se avecinaba algo parecido. He estado en contra de este maldito comité desde el principio. —Bebió unos sorbos de su bebida—. Tendríamos que haber entregado a Stinnes al Cinco y después habernos despreocupado de él. Estos comités mixtos siempre acaban en una lucha por el poder. Nunca he visto uno que no acabara así.

—Stinnes se está empleando a fondo, Frank.

No le recordé que no había dado ninguna muestra de estar en contra del comité cuando le vi con el DG.

Frank cogió la pipa mientras meditaba.

—¿Arresto domiciliario? ¿Bret? ¿Estás completamente seguro? Se hablaba de una investigación, pero ¿un arresto...?

Encendió la pipa con una cerilla, sosteniéndola en posición invertida para que la llama pudiera llegar al fondo del apretado tabaco.

—Se ha iniciado una caza de brujas, Frank, que podría causar un daño permanente al Departamento. Bret tiene muchos amigos, pero también enemigos implacables.

—¿Lange?

¿Se mofaba de mí? Dio una chupada a la pipa mientras me miraba, pero no sonrió.

—Algunos más influyentes que Lange —contesté—. Y lo peor es que muchos (incluyendo a miembros del personal superior) intentan encontrar pruebas que confirmen la culpabilidad de Bret.

—¿De verdad?

No se lo creía.

—Dicky desenterró una descabellada historia sobre una visita suya a Kiel con Bret en el curso de la cual un hombre del KGB le reconoció.

—¿Y no era cierta?

—No del todo; y si Dicky se hubiese tomado la molestia de buscar el informe de Bret sobre el incidente, habría encontrado una explicación exacta y completa. Se están poniendo nerviosos, Frank, y esto saca a relucir sus peores defectos.

—Todos están nerviosos desde que tu mujer se pasó al otro lado. Fue la enormidad de este hecho lo que sacudió al Departamento hasta sus mismos cimientos.

—Si vas a...

—No te enfades, Bernard. —Levantó la mano y bajó la cabeza como esquivando un golpe. Frank se divertía haciendo el papel de anciano vulnerable frente al hijo belicoso, que era yo—. No te doy la culpa de nada, sólo expongo un hecho.

—Bret está aquí, en Berlín —anuncié—. Y en muy baja forma.

—Ya me lo imaginaba —dijo Frank, dando otra chupada a la pipa. Ahora ya no le interesaba la clasificación de su colección discográfica. Cuando concluyó la música de Ellington, no puso otra en el tocadiscos—. No me refiero a su baja forma, sino a que se encuentre en Berlín.

—¿Por qué?

Si Frank conocía la llegada de Bret por vía oficial, el informe sería enviado por los canales de costumbre y llegaría a Londres a mediodía del día siguiente.

—¿Por qué si no estarías aquí en plena noche? No puede ser en respuesta a una llamada telefónica de Bret desde Londres. Tiene que estar aquí; no hay otra explicación.

—Cree que el Departamento dará la alerta respecto a él.

—Supongo que las cosas no han llegado a este extremo —dijo Frank con calma.

—Puede que lleguen, Frank. El viejo estaba ilocalizable cuando Bret fue puesto bajo arresto domiciliario.

—¿Y piensas que esto es una mala señal?

—Conoces al DG mejor que nadie, Frank.

Frank chupó la pipa y no hizo ningún comentario sobre su posible conocimiento de las desapariciones del director general cuando su personal superior iba a ser arrestado.

Al cabo de un rato, Frank preguntó:

—¿Qué podría hacer yo por Bret, suponiendo que deseara hacer algo?

—Deberíamos neutralizar a Stinnes. Sin él, toda la operación contra Bret se vendrá abajo.

—¿Neutralizarle? ¿Qué quieres decir con esto?

—Antes pensábamos que Stinnes era un agente mediocre realizando una misión condenada al fracaso; todos nuestros archivos e investigaciones apuntaban hacia esta suposición. Sin embargo, ahora creo que era todo una pantalla y que Stinnes es uno de sus agentes más dignos de confianza. Quizá le han estado preparando para esto durante mucho tiempo.

—Y también podría ser que la llegada de tu mujer al otro lado les hubiera proporcionado la información necesaria para hacer posible este trabajo.

—Sería absurdo negar esta posibilidad —asentí, sin enfadarme—. El momento elegido señala a Fiona y es posible que ella haya apretado el gatillo, pero los preliminares debieron iniciarse mucho antes.

—¿Neutralizarle?

—No importa la manera de hacerlo, pero tenemos que convencer a Moscú de que Stinnes ya no es su hombre ni está disponible.

—No pensarás quitarle de en medio, ¿verdad? Porque yo no lo permitiría.

—No, no quiero matarle. La mejor solución sería hacer creer a Moscú que Stinnes ha cambiado realmente de bando y trabaja para nosotros.

—Esto requeriría bastante tiempo —dijo Frank.

—Exacto, así que no lo intentemos. Digámosles que hemos descubierto el juego de Stinnes y lo tenemos encerrado y sometido a muy malos tratos.

—¿Qué clase de malos tratos?

—Los peores —contesté.

—¿Les importaría?

—¿Qué sentiríamos si le pasara a uno de los nuestros? —inquirí.

—Si le estuvieran torturando, haríamos todo lo posible para sacarle de allí.

—Y esto es lo que querrán hacer ellos —dije—. Todo sugiere que Stinnes está enfermo. Se sienta en posiciones forzadas, como si le doliera algo, se niega a todos los intentos de someterle a un examen médico y ha dejado de fumar... Claro que todo puede ser una comedia.

—¿Qué esperas que haga yo?

—Hay algo más que deberías saber, Frank. La Miller está viva y trabaja en el otro extremo de la ciudad, en el Ayuntamiento Rojo.

—¿Estás seguro?

—Werner habló con ella.

—Su deber era enviar un informe.

—Ha vuelto para echarle otra ojeada.

—Conque era eso —dijo Frank, como para sus adentros.

—¿Qué?

—Será mejor que sepas algo. Tienen a Werner Volkmann. Le arrestaron anoche en Berlín Este y le llevaron a Babelsberg.

—¿Babelsberg?

—Es una parte de los viejos estudios cinematográficos. La Stasi los usa cuando quiere mantenerse fuera de toda jurisdicción de las Potencias Protectoras que pudiera extenderse a las partes internas de la ciudad. No podemos mandar a Potsdam una patrulla de policía militar con la misma facilidad que al resto de Berlín.

—Pobre Werner.

—Has acertado al deducir que era Zena por el Campari con naranja; es su vaso. La envié a buscar en cuanto recibí el informe.

—¿Cómo ha reaccionado? —pregunté.

—Como reacciona siempre Zena —contestó Frank—. Muy, muy personalmente.

—¿Dónde ocurrió?

—En el Ayuntamiento Rojo. Hablaba con alguien y hacía demasiadas preguntas. Uno de mis hombres vio detenerse la camioneta frente al ayuntamiento y reconoció a Volkmann mientras le obligaban a subir. Más tarde el hecho fue confirmado por otro de nuestros agentes, que vio el informe policial.

—¿Le han acusado de algo?

—No sé nada más de lo que te he dicho. Sucedió anoche.

—Tendremos que hacer algo, Frank.

—Sé lo que estás pensando, Bernard, pero es imposible.

—¿Qué es imposible?

—Cambiar a Werner por Stinnes. La Central de Londres no accederá jamás.

—¿Es mejor entregar a Bret a Londres y permitir que Stinnes envíe al Cinco a que lo despedace? —pregunté.

—Bret es inocente. Muy bien; yo también creo que Bret es inocente. Pero no reaccionemos con exageración. No pensarás que van a juzgarle, declararle culpable y enviarle a la cárcel, ¿verdad?

—Moscú ha facilitado pruebas falsas. Dios sabe en qué cantidad.

—Por muchas pruebas falsas que haya, no enviarán a Bret a la cárcel y tú lo sabes.

—Ni siquiera le someterán a juicio —dije—; nunca someten a juicio al personal superior, por muchas pruebas que haya contra ellos. Pero le retirarán y desacreditarán. Bret tiene un sentido de la lealtad muy exagerado... ya sabes cómo es. No podría vivir con esta mancha.

—¿Y qué pasará si traigo aquí a Stinnes sin autoridad? ¿Qué me pasará a mí?

Bueno, por lo menos Frank había llegado a la necesaria conclusión sin obligarme a dibujar una gráfica en colores. La autoridad de Frank estaba limitada a Berlín. El único modo de hacer algo para ayudar a Bret en un plazo corto era traer aquí a Stinnes.

—Estás cerca del retiro, Frank. Si te propasas, se enfadarán pero no te lo harán pagar, especialmente cuando comprendan que los has salvado de un desastre.

—No pienso perder mi maldita pensión por uno de tus planes descabellados —declaró Frank—. No está en mi poder.

—Recibe a Bret —insté—. Está esperando fuera, en el coche. Recíbele y tal vez cambies de opinión.

—Le veré, pero no cambiaré de opinión.

No le habría convencido sin Bret Rensselaer. Fue su abatida figura de patricio lo que impulsó a Frank Harrington a tirar por la borda el reglamento y enviar a dos guardaespaldas a Inglaterra para que trajeran a Stinnes. También se requirió cierto papeleo. Stinnes aún no tenía ninguna clase de documento válido para viajar, sólo la tarjeta de identidad del apátrida, que podía servirle para viajar si iba provista de ciertas firmas, las cuales tuvimos que improvisar a toda prisa.

Sólo con objeto de crear una cortina de humo, Frank dejó un mensaje a la secretaria personal del DG y envió un télex a Londres diciendo que Stinnes tenía que ser interrogado en relación con la detención en Berlín Este de un empleado del Departamento. No se mencionaba el nombre de Werner Volkmann y sólo se aludía muy vagamente al lugar donde se llevaría a cabo el interrogatorio de Stinnes.

La otra mitad del plan fue más directo. Me encontré con Posh Harry en Frankfurt. Cuando oyó que le esperaba un trabajo bien retribuido, subió a bordo del siguiente avión con destino a Berlín.

Nos citamos en el café Leuschner, un local grande como un granero cerca de las ruinas de la Anhalter Bahnhof, esa estación terminal cubierta de malas hierbas que subsistía en el centro de la ciudad como la extravagancia de un millonario en un jardín del Viejo Mundo.

El gran café parecía aún mayor a causa de la hilera de espejos dorados que cubrían la pared y reflejaban la barra de mármol inclinada y todas las refulgentes copas y botellas.

De niño solía preferir estar sentado en la barra que a las mesas. Aquellos días las sillas eran viejas, de madera moldeada pintada de color verde aceituna, el único color que podía conseguirse en la ciudad. El mobiliario del café Leuschner —como tantas otras cosas pintadas en aquel tiempo— hacía juego con los camiones del ejército americano.

Leuschner solía ser mi premio del sábado y el punto álgido de la semana. Iba a buscar a mi padre a la oficina y juntos —él, con su mejor uniforme— paseábamos hasta Leuschner para comprar uno de los helados de Herr Leuschner que sólo se vendían a los niños. Posteriormente mi padre descubrió a través de un delator que el helado procedía de los suministros del ejército americano. Quiso denunciarlo, pero mi madre le disuadió de ello, alegando que el viejo Herr Leuschner siempre alimentaba a los niños hambrientos sin cobrarles nada. No obstante, mi padre no volvió a llevarme allí después de esto.

Ahora detrás de la barra estaba el hijo de Leuschner, Willi, con quien yo había jugado de niño. No Wilhelm ni Willy, sino Willi; recordé lo exasperante que era con los adultos, insistiendo en que pronunciaran bien su nombre. Willi llevaba la misma clase de bigote que había llevado siempre su padre... el mismo bigote del Kaiser y de muchos de sus súbditos hasta que la gente empezó a pensar que los bigotes grandes y rizados conferían el aspecto de un turco.

El joven Leuschner me saludó al verme entrar: «¿Qué tal, Bernd?» Tenía los modales que aprenden la mayoría de camareros de bar; la cordialidad distante que se reserva el derecho de echarle a uno a la calle cuando se emborracha.

—Hola, Willi. ¿Has visto a Posh Harry?

—Hace mucho tiempo que no le veo. Solía venir a menudo (y me traía buenos negocios), pero ahora comparte una oficina en Tegel. Le gusta estar cerca del aeropuerto, según dijo, y ya no le veo tanto.

En aquel momento apareció Posh Harry. Llegaba a la hora convenida; era un hombre muy puntual. Supongo que había aprendido, como yo, que era una condición necesaria en el trato con alemanes.

Llevaba un soberbio abrigo de pelo de camello y un sombrero de paño gris. No hacían juego, pero Posh Harry tenía el desenfado suficiente para llevar cualquier cosa con impunidad. Podría haber venido con una gorra de béisbol y un pijama arrugado y Willi Leuschner le habría saludado con el mismo respeto admirativo que oí ahora en su voz.

—Estaba diciendo cuánto nos gusta verle por aquí, Herr Harry.

Ni siquiera Willi conocía el apellido de Posh Harry; era uno de los secretos mejor guardados de Berlín. Posh Harry contestó en un alemán impecable y con el característico gorjeo berlinés.

Fue el propio Willi quien nos acompañó a una tranquila mesa del fondo. Willi era listo; sabía reconocer a los clientes que querían sentarse cerca de la ventana y beber vino y a los que querían sentarse al fondo y beber whisky. Y también a aquellos que querían sentarse donde nadie pudiera oírlos; para obtener estos asientos, había que beber champán, pero podía ser champán alemán.

—Queremos organizar una reunión, Harry —dije cuando Willi nos había servido el Sekt, escrito el precio en un posavasos de cerveza y vuelto a su puesto detrás de la barra.

—¿Quiénes? —preguntó Posh Harry, jugando con el posavasos de modo que yo pudiera ver lo que me costaba.

—No hagas demasiadas preguntas de éstas, Harry. Concretemos los detalles y tú recoges el dinero, ¿de acuerdo?

—Así es como me gusta hacerlo —dijo Harry con una sonrisa; la sonrisa ancha y abierta del hombre oriental.

—Tenemos a un miembro del KGB; su nombre operativo es Stinnes. Le sorprendimos en una situación muy comprometida.

—¿Se me permite preguntar qué es una situación comprometida?

—Le cogimos robando a una viejecita en una pastelería.

—¿Es esto cierto, Bernie?

Ahora tenía el rostro grave y la voz baja y sincera del profesional. Comprendí por qué prosperaba en esto; era capaz de hacerte creer que le importaba de verdad.

—No, mucha parte del asunto no es cierta, pero nuestros amigos del KGB sabrán a qué atenerse. Les dices que tenemos a Stinnes en un calabozo y que le golpeamos a conciencia.

—¿Quieres que diga que estás personalmente implicado?

—Sí, les dices que Bernie Samson está pateando a Erich Stinnes como represalia por el trato recibido el año pasado en Normannenstrasse a manos de este mismo individuo. Diles que es una venganza.

Entró un viejo vestido con frac y sombrero de copa, tocando una concertina. Se trataba de un conocido personaje berlinés; le llamaban el «barón gitano». En los cafés del Kudamm tocaba la música que los turistas extranjeros preferían escuchar —Strauss, Lehar y una selección de Cabaret—, pero éste era un local para berlineses, así que se limitaba a su clase de música sensiblera.

—¿Y qué más?

—Tú has creído que debían saberlo.

—Está bien.

Era un maestro en caras inescrutables.

—Déjaselo digerir durante cinco minutos y luego dices que la Central de Londres ha terminado con este sujeto y que lo entregará al Cinco a menos que surja una oferta mejor de alguna parte... Moscú, por ejemplo.

—¿Cuándo? —preguntó Posh Harry, alargando la mano para coger la botella del cubo y llenar nuestras copas.

—Muy pronto. Muy, muy pronto. No hay miedo de que el Cinco haga tratos con Moscú, así que el tiempo es de una importancia vital. Si les interesa recuperar a Stinnes, gestionas una reunión conmigo para discutir su puesta en libertad.

—¿Aquí?

Usó una servilleta de papel para secar el agua helada que había derramado sobre la mesa.

—Sí, su puesta en libertad aquí en Berlín. Pero antes quiero la reunión —exigí.

—¿Con quién?

—Con mi mujer. Y con quienquiera que la acompañe.

—¿Qué trato es éste, Bernie? Tú sueltas al russkie... ¿qué quieres a cambio? ¿O es que en Cuaresma no te gusta torturar a los russkies?

—Ellos saben qué quiero a cambio, pero no me interesa que aparezca nada de esto en el informe, así que no empieces siquiera a hacer conjeturas —dije—. En el curso de la conversación, no olvides hacerles saber que a Bret Rensselaer le han concedido un importante ascenso y un trabajo especial. No sabes con exactitud en qué consiste; sólo que es una recompensa por haber desenmascarado a Stinnes. Fue él quien le denunció. ¿Has comprendido?

—No es difícil, Bernie. Casi me da vergüenza coger el dinero.

—Cógelo, de todos modos.

—Lo haré.

—La reunión debe celebrarse en este lado. Sugiero la suite de los VIP en la última planta del hotel Steigenberger. Es por la seguridad; hay espacio donde moverse... aparcamiento donde puedes vigilarlo... ya sabes.

—Y la comida es excelente. Esto podría tentarlos.

—Y la comida es excelente.

—Es probable que quieran enviar a alguien a inspeccionar la habitación.

—No hay problema —respondí.

—¿Hora para el intercambio?

—Tendremos disponible a su hombre, Stinnes, en la ciudad.

—Quiero decir... querrás hacerlo en cuanto concluya la entrevista, ¿verdad? ¿No será uno de aquellos complicados pactos en los que no aparecen en el puente para las cámaras de TV hasta diez días después?

—Será inmediato. Y en un secreto absoluto; por ambas partes.

—¿Tu esposa, has dicho? Cruzaré al otro lado hoy mismo y tal vez pueda tenerlo todo arreglado para el fin de semana.

—Bien pensado, Harry. Estaré en el hotel de Lisl Hennig esta noche. Llámame allí para decirme cómo va todo. ¿Tienes el número de teléfono?

—¿Estás de broma? Conque tu esposa, ¿eh?

El viejo de la concertina terminó de tocar «Fue en Schöneberg en el mes de mayo...» y saludó. Posh Harry empujó su silla hacia atrás y aplaudió con fuerza. Me sonrió para demostrarme lo feliz que era. Esta vez fue una sonrisa más amplia, que me permitió contar sus dientes de oro.

—Tendrás que hablar con ella, Harry.

—Creo que sabré dónde encontrarla.

—Si la conozco tan bien como me imagino, habrá planeado todo este asunto y estará sentada junto al teléfono esperando que la llames.

Me levanté. Ya había dicho lo suficiente.

—Conque sí, ¿eh?

—El guión ya está escrito, Harry. Sólo tenemos que leer nuestros papeles.

Harry sacó un fajo de billetes del bolsillo posterior y pagó el champán. La propina fue demasiado generosa, pero el Departamento pagaría.

—El material que te di... ¿fue bueno? —preguntó.

—Fue Spielmaterial[17] —contesté.

—Lo lamento —dijo—. A veces se gana, a veces se pierde y otras...

—... te moja la lluvia —terminé por él.

Se encogió de hombros. Debí haber adivinado que no tenía mucha fe en su soplo; me lo había dado gratis. No era el estilo de Posh Harry.