Capítulo 1

DÍA «NEGRO» PARA «LOS JAGUARES»

Tres espléndidos muchachos franquearon a buen paso la puerta del gimnasio, camino de los vestuarios. Llevaban en el pecho idéntico escudo representando un jaguar.

Dos de los karatekas que esperaban turno, dirigiéndoles una mirada que no auguraba nada bueno, comenzaron a hablar en voz baja:

—Mira, Juancho; ahí van «Los Jaguares». Los tengo indigestados y uno de estos días les vamos a zurrar —dijo uno de ellos, que representaba diecisiete años, guiñando sus pequeños ojos que no miraban de frente.

—¿Dices uno de estos días, Tico? ¿Por qué no hoy mismo? —y estalló en una risa maligna antes de añadir—: Cuando nuestros mamporros los hayan dejado como unos zorros, podríamos birlarles a las dos chicas de su pandilla.

—¡Bah…! Son un par de memas —objetó Tico con una mueca antipática—. Eso sí, están de impresión. Anda con cuidado, porque el hermano pequeño del larguirucho de Julio andaba hace un rato por aquí.

Los ojos de ambos, buscando entre los judokas más jóvenes acabaron por descubrir a Oscar que, enfundado correctamente en su judogi, practicaba en aquel momento con graciosa naturalidad la yoko ukemi o caída lateral.

—El hermano pequeño me revienta tanto como el resto de «Los Jaguares» —susurró Juancho.

Los dos amigotes volvieron a reír como los perfectos atorrantes que eran. Tanto ellos como varios de su calaña, que formaban un grupo inseparable, aborrecían a «Los Jaguares» quizá porque, llevándoles dos y tres años a los mayores, estaban en la misma clase y esto les escocía.

Habrían transcurrido apenas unos minutos cuando Héctor y Raúl, éste un verdadero coloso de pelo rojo y más teniendo en cuenta sus catorce años, aparecían enfundados en sus kimonos y dispuestos a iniciar el entrenamiento diario. Al pasar sonrieron a Oscar, que les saludó con un gesto amistoso.

Juancho buscó el oído de Tico:

—¿Te das cuenta? El otro debe estar solo en el vestuario… ¿Le damos ya el susto?

—Genial —replicó su amigote, encaminándose en aquella dirección.

—Pero con cuidado o nos costaría la expulsión —recordó el primero.

Desde el umbral de los vestuarios descubrieron a Julio y, lo que era mejor para ellos, totalmente distraído y solo. Al ir a cambiarse de ropa había hallado en su bolsillo un interesante libro sobre las especies submarinas y, como su pasión era la lectura y su temperamento algo dado a la inacción, se dejó deslizar al suelo, hasta apoyar la espalda en la estrecha puerta de su armario, con las largas piernas extendidas. Y allí continuaba, abstraído y feliz.

La primera noticia de que no estaba solo la tuvo cuando un pie malintencionado arrojó lejos su libro.

—¿A qué viene esto? —preguntó Julio lentamente.

De buenas a primeras, Juancho le lanzó:

—Vamos a divertirnos a tu costa, «Jaguar»… a lo mejor nos resultas un gatito.

Tico se lanzó sobre él, inutilizándole los brazos. Eran dos y pudieron pegar a placer, buscando a intento el rostro de aquel muchacho inalterable. Naturalmente, para Juancho fue fácil dejarle negro el ojo derecho de un puñetazo. Pero, como Julio no era necio, y por aquel día había recibido suficiente, se limitó a decir:

—De hoy en adelante me resultará un placer venir a este gimnasio, porque se verá libre de vuestra ponzoña. Hablaré con el director… Cosas como ésta, lo sabéis, se castigan con la expulsión.

—No te hagas el guapo, acusica. Tendrás por esta vez que aguantar o lo pagará tu encantador hermano.

—Bueno, la verdad es que no voy a mancharme las manos en basura —dijo Julio—. Pero escuchad esto: si le hacéis el menor daño a mi hermano, os acordaréis de mí.

Las carcajadas de los otros eran hirientes.

—¡Vean a este valiente del mañana! Si lo eres, ¿por qué no lo demuestras ahora?

—No lo entenderíais, tenéis la cabeza muy dura.

Los dos amigotes insistieron en que debía explicarse y el muchacho acabó por decir:

—Bien, soy tan enemigo de la violencia como vosotros partidarios de ella. Pero no vayáis a confundiros, porque si me harto, quizá no pueda reprimir mis impulsos.

—¡Ah! ¿Sí…?

Los otros se marcharon y Julio fue al lavabo y estuvo poniéndose compresas frías en el ojo.

Todavía continuaba en la operación cuando el director del gimnasio apareció a su lado, seguido de Juancho y Tico. Parecía muy disgustado:

—Medina —empezó—. ¿Por qué has atacado a tus compañeros? Aquí se os enseña caballerosidad.

El interpelado levantó una cara chorreante y estupefacta. Nadie hubiera adivinado en aquellos instantes que poseía una inteligencia de choque.

—¿Yo, señor…?

—Sí, no te hagas el despistado. Le has dejado el kimono desgarrado a tu compañero y es justo que su amigo le haya defendido, aunque yo no lo apruebe.

De sorpresa en sorpresa, Julio descubrió que el kimono de Juancho pendía en jirones desde los hombros.

El director añadió:

—Ellos me han contado el motivo: estás furioso porque una de tus amigas te ha dejado plantado para salir con ellos. En la vida, Medina, hay que practicar la deportividad en todo.

—Señor, sepa que le han engañado.

—Recuerda que si vuelve a suceder algo parecido, se te dará de baja en el gimnasio. Ahora, estrecharos las manos como buenos compañeros.

Juancho y Tico, con aire hipócrita, alargaron las suyas. Julio se mantuvo muy erguido, en toda su impresionante estatura, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo.

—¿Conque te niegas? Medina, voy viendo quién es aquí el culpable. Como mal menor, te impongo la sanción de no asistencia al gimnasio durante ocho días.

Julio permaneció con los labios prietos. Cuando el director se dio la vuelta marchó tras él, pero no para intentar su defensa. En su indignación le era imposible respirar el mismo aire que aquellos rufianes y salió al patio.

Juancho y Tico se habían dado buena prisa para despojarse de sus ropas deportivas, ponerse las de calle y salir del gimnasio con un propósito bien determinado.

—Seguro que encontramos a esas chicas en la heladería de la esquina de Vélez. Suelen reunirse allí…

Las chicas a que aludían era Sara y Verónica, compañeras inseparables de «Los Jaguares».

Juancho entró muy decidido y se dirigió a las muchachas, que llevaban igualmente el escudo del jaguar.

—¡Hola, chicas! —dijo con frescura—. Nos envía Julio para que no los esperéis, porque hoy les es imposible venir.

—¿De veras? ¡Qué lástima! —exclamó Verónica.

Pero Sara no era tan cándida y se mantuvo callada, con gesto de disgusto. Aquel par, que ya conocía de vista, no le gustaba ni un poco.

Tico explicó:

—Ya sabéis cómo son «Los Jaguares» y lo mucho que gustan de convertirse en protagonistas allá donde van. Se han ofrecido en el gimnasio para una competición voluntaria.

Sara fue a protestar, pero se le adelantó su compañera. La indignación campeaba en sus bonitos ojos azules al replicar:

—Si insinúas que son unos presumidos, te equivocas. Ellos son los chicos más extraordinarios del mundo.

—¡Pues qué bien! —replicó Tico, chasqueado, pero más decidido todavía a salir en adelante con aquella monada, birlándosela a «Los Jaguares». Naturalmente, que no tenía la menor idea de lo que era la amistad y la camaradería.

—No te engalles, porque estás con uno que sabe hacer las cosas —dijo Tico.

Luego llamó a la camarera y encargó más helados y barquillos, tirando olímpicamente un billete de mil pesetas sobre la mesa.

—Llévate «eso» —dijo con altanería Sara— y retirad vuestras personas de aquí porque nos quitan aire.

Ellos se miraron. Con vistas a sus planes, les convenía transigir.

—Anda, no te enfades. Reconozco que hemos estado groseros, pero no volverá a suceder, palabra.

Ellas dudaron. De pronto parecían tan humildes… Y después de todo, la heladería no era su posesión privada. Sara, de todas formas, propuso a Verónica irse a casa.

—Os acompañaremos —decidieron ellos.

—No, gracias. Acabáis de llegar.

—No es ninguna molestia.

Los cuatro en grupo se dispusieron a abandonar el establecimiento. Y en aquel momento, «Los Jaguares», todos, se presentaron en el umbral. Héctor se quedó clavado, dominando a los que tenía enfrente con su aire grave y su espléndida presencia. En cuanto a Raúl, apretó los puños con rabia. ¿Sería posible que sus compañeras estuvieran dispuestas a marcharse con aquel par?

Por los ojos de Julio pasó un relámpago de disgusto, pronto reprimido. En cuanto a Oscar, no llegó a captar la situación.

Juancho preguntó con burla:

—¡Pero Julio! ¿Qué tienes en ese ojo?

—¿Te has dejado zurrar? —añadió Tico.

Héctor y Raúl llevaron sus ojos del par de gamberros a su compañero. ¿Qué estaba sucediendo?

Raúl, que no podía pasar por alto la velada alusión a la cobardía de su amigo, explotó:

—Julio ha resbalado en el lavabo.

Al menos, ésa era la explicación que ellos habían recibido. Héctor zanjó:

—Parece que os ibais sin esperarnos.

Estaba serio. Y tenía un algo que producía respeto.

—Los que nos íbamos éramos nosotros… —alegó Juancho, saliendo sin más a la calle.

Raúl empujó a las chicas hacia la mesa libre.

—Hoy invito yo. A bocadillo y helado.

—¡Qué rumbosa está hoy la gente! —exclamó Verónica.

Héctor no la siguió en su alegría. Ellas, era un hecho, iban a largarse con aquellos gamberros, sin esperarles.

—Nos íbamos a casa, puesto que vosotros os habíais apuntado a una competición.

—¿Qué nosotros…? —Héctor comprendió de pronto la situación—. Esos dos os han engañado para tener el campo libre. Bueno, no me extraña, porque sois una pareja con bastante gancho… aunque informales…

Era evidente que les faltaba su alegría habitual. Julio no había abierto los labios y Raúl demostraba en su semblante apenado que la ligereza de las chicas para marcharse con los gamberros había sido un duro golpe para él.

Sólo Oscar permanecía alejado del malestar general. Había encontrado un periódico sobre el asiento y devoraba la hoja de sucesos. Se chiflaba por ellos.

—¡Vaya! —exclamó al rato—. Esto de «Los Destructores» es emocionantísimo. Espero que la «poli» los lleve a «chirona» o no nos dejarán vivir a los honrados.

Verónica se echó a reír. ¡Oscar la divertía tanto!