Capítulo 7

LA CLAVE DEL APRENDIZ DE ESPÍA

Oscar no figuraba entre los retenidos (o detenidos). Por su edad y porque ningún testigo le había reconocido, y pudo marcharse junto a su sombrío padre. Pero antes de ello, Julio pudo hablarle por lo bajo.

—¿Seguro que me has comprendido bien, mico?

—Descuida, Jul; andaré con el ojo listo. Mi mente está al servicio de vuestra causa.

—Pero ten cuidado de no hacerte notar cuando vayas por ahí; así que ahorra las frases rimbombantes.

Además de la misión, era el depositario de Petra, cosa muy de su gusto.

Se habían acabado los interrogatorios y la tensión ante la familia y la policía. Verónica parecía desmoralizada, cuando fue a sentarse sobre el banco adosado a la pared, en el cuartito de puerta enrejada donde los habían recluido.

—Cuando pienso en la pobre mamá… —repetía con los ojos llenos de lágrimas.

—Eso no debe preocuparte; la mía la animará mucho —intentaba consolarla Sara.

Raúl se sentía culpable de todo lo que les sucedía a sus amigos. Sin su infortunada escapada nocturna, ellos no estarían allí y lo que más le dolía era la situación de las chicas y aquella fianza que su padre iba a tener que depositar. Y si las cosas salían mal, no quería ni pensarlo, los padres de todos y la madre de Vec, que era viuda, tendrían que pagar montones de dinero, quizá… ¡millones! ¡Era para volverse loco!

Una palmada de Héctor en el hombro le volvió a la realidad.

—Propongo, «Jaguares», que esto se tome deportivamente, sin dejarse amilanar.

—¡Es que la situación ya no puede estar peor! —le recordó Vec.

Los demás convinieron que así era.

—Me pregunto —intervino Héctor— quién nos quiere tan mal como para habernos preparado esta encerrona. No nos acusa la casualidad, sino que las pruebas se han acumulado a intento contra nosotros.

—¡Y tan a intento! Como que han llenado el garaje de Sara con pruebas falsas: las motos, los cascos, las medias y varios objetos robados… Y eso me sugiere que los que han hecho esto nos conocen muy bien…

Héctor le interrumpió:

—«Los Destructores» nos conocen muy bien…

Aquí fue Julio quien se interfirió:

—Si ellos nos conocen bien, nosotros a ellos lo mismo, de modo que nos será fácil desenmascararlos.

La esperanza lucía en las caras de las chicas. Era tan visible, así como la fe que depositaban en ellos, que se sintieron orgullosos.

—Pero estos policías están tan convencidos de nuestra culpabilidad que a lo mejor ni mueven un dedo para buscar otros culpables —se lamentó Raúl.

—Tranquilízate —le animó Julio—; si ellos se cruzan de brazos, nosotros, no.

Empezaron a exponer posibilidades. Para Sara, los inculpadores tenían que vivir por los alrededores de su casa y estar al tanto de las reuniones de la pandilla.

Según Julio, no tenía que ser necesariamente así. Aquellos «Destructores» podían haberles tenido bajo vigilancia y estar al tanto de sus costumbres. Se habían buscado la coartada precisamente porque algunos de ellos coincidían en líneas generales con el aspecto físico de «Los Jaguares». Quizá habían pensado que, en un momento de peligro, podían desviar en otra dirección las sospechas de la policía.

—De todas formas, esto es un duro golpe para nuestras familias —resumió Verónica—. El padre de Julio tiene una posición muy destacada para verse envuelto en una cosa así, y el de Raúl parecía aplastado. En cuanto al de Héctor…

—El de Héctor —repuso el mismo Héctor— sabe encajar muy bien las contrariedades y es tan eficiente que todo el que tenga un hígado que arreglar seguirá poniéndolo en sus manos.

—¡Ay, cómo te envidio! —suspiró Verónica—, pero mi pobre mamá es tan cobarde y está tan sola…

—¿Sin exagerar, eh? —le recordó Sara—. Es tan bonita y tiene un aire tan desvalido, que en seguida encuentra voluntarios dispuestos a compartir sus problemas. El mismo fiero inspector, a poco que ella se lo pida, será capaz de movilizar a todo el cuerpo de Policía. Por el contrario, quiera Dios que mi mamá no intervenga o todos iremos a parar a la peor de las mazmorras…

A ratos se animaban y otros perdían la esperanza.

Claro que, lo que Raúl no perdía, aunque se le podía ahogar con un hilo, era el apetito.

—Supongo que nos darán de comer —dijo—. En estos casos siempre suelen traer una bandeja con comida.

—¡Ay, sí! En las películas es cuando los prisioneros aprovechan para escapar —puntualizó Verónica.

—No. digas eso —le reconvino Héctor—. Sara y Julio son muy ligeros de cascos y pueden tomarlo como una orden. Eso complicaría nuestra situación.

Efectivamente, les sirvieron comida y Raúl pudo darse por satisfecho.

Pero la tarde se les hacía larga, interminable. Les habían encerrado allí a las doce menos cuarto. A las diecisiete y diecisiete les anunciaron visita.

Oscar asomó la cabeza en el corredor. Llevaba en el hombro a Petra, cuyos ojillos se iluminaron al ver al grupo.

—Quédate ahí —le dijo el agente que iba a su lado—. Yo les pasaré los bocadillos a tus amigos. Aunque no tenías que haberte molestado. Aquí no se deja a la gente sin comer.

—Pero como esto viene de casa, lo encontrarán «entrañablemente» familiar —gritó Oscar—. «Muy familiar»…

Aquel policía era desconfiado; como que desenvolviendo los bocadillos acercó a ellos su nariz.

—Son de chorizo —le informó el chico.

—¡Ah!

En vista de lo inocente que parecía el chorizo en su cárcel de pan, el policía lo pasó a través de las rejas.

—¡Hala, vete, no puedes estar aquí!

Pero la marcha de Oscar no pudo tener lugar tan rápidamente como el policía deseaba a causa de Petra, que había pasado tras los barrotes y dedicaba mil ternuras, uno a uno, a sus muy queridos prisioneros.

Por fin, después de mil ruegos y con un gemido capaz de ablandar las piedras, chico y ardilla desaparecieron por el corredor. Sólo entonces, Sara, con aire de conspiradora, susurró:

—«Jaguares», Petra me ha entregado un papel.

—¡Eureka! ¡Algo así estaba esperando! —dijo Julio—. Estamos solos y podemos aprovechar a leerlo.

El papel era un trocito minúsculo. Después de darle varias vueltas llegaron a entender cuál era la cabeza y cuál el pie.

—Parece un mensaje, pero muy raro —comentó Sara.

—Es que Petra todo lo fastidia —se quejó Verónica.

Alisaron el papel y pudieron leer:

«Clabe»…

Antes de seguir, Sara preguntó:

—¿Qué quiere decir eso?

Julio dio rápidamente la solución:

—El mico tiene una ortografía fatal. Cambia la b por v.

—¡Clave! ¡Esto marcha! —se animó Verónica.

Pero lo que venía después más que clave era… ¡un jeroglífico! Se trataba de lo siguiente:

«A-5: B-1: C-2: D-3: E-4: A-2: B-3: C-1: D-2: E-3: A-1: B-4: C-5: D-1: E-2: A-4: B-2: C-4: D-5: E-1: A-3: B-5: C-3: D-4: F-5».

Los prisioneros se sentían decepcionados.

—¿Pero qué galimatías es éste? —preguntó Verónica.

Sara se quejó de que Oscar fuera tan retorcido.

—¡Podía haber enviado un mensaje como Dios manda! —barbotó por último.

—La intención era buena —le defendió su hermano—. Lo ha hecho para evitar que, caso de caer en manos de la Policía, ésta pudiera descifrarlo.

—¡Pero nosotros no estamos en mejor caso! —protestó Héctor—. En fin, puede que, pensándolo bien, le encontremos algún sentido.

—Se piensa mejor comiendo —se le ocurrió a Raúl, hincando el diente en su bocadillo—. El chorizo es muy bueno —dijo con la boca llena—, pero sabe raro.

—¡Hum… hum…! ¡Y tan raro! —explotó Héctor—. Tiene mil porquerías dentro.

—¡Ajá!

El triunfante Julio había rescatado un papel pringado de chorizo. ¡El verdadero mensaje estaba en los bocadillos!

—Bueno, sí, pero entonces, ¿para qué sirve la clave? —se le ocurrió a Verónica.

—¡Pues para descifrar esto!

Raúl dio un respingo.

—¡Cielos! Creo que me he tragado el mío.

—¡Bah, nos quedan muchos! —contestó Sara.

Julio estaba que botaba, recriminando a Raúl e intentando, por los medios que fueran, hacerle devolver el papel.

—Le había encargado a mi hermano unas gestiones muy interesantes —explicó—. Y, como no es tonto y está empapado de películas, ha debido repartir la información en los papeles de los cinco bocadillos. ¡Ahora lo tenemos incompleto!

Sara hinchaba los carrillos con disgusto.

—¡Y tan incompleto! —barbotó por fin—. Mirad lo que dice el mío:

«vizca lleba vo claras… porte del 45 peliro —ivles sospes… Trucu Tic… mocos negros…»

El resto de los mensajes era un conjunto de sílabas sueltas o agrupadas sin ningún sentido. Para colmo de males, al de Héctor le faltaba un trozo que sin duda había pasado a su estómago con lo que en su día fue parte de un cerdito.

—Bueno, al pobre Oscar no le falta voluntad —razonó Verónica—. Sin duda quería distraernos.

—Pues yo os aseguro que esto tiene sentido —insistía Julio—. Siempre que podamos completar las palabras y ordenar la ortografía.

Y se hundieron en un juego de acertijos.

—Esto de «vizca» debe ser vizcaína y querría decir: «vizcaína lleva…» ¿Qué será lo de «vo»?

Aquello era intraducible.

—Orden y método… orden y método… —aconsejaba Julio—. El papel de las claves nos dará la pauta para ordenar esto. El mensaje de mi bocadillo está marcado con la letra E.

—¡El mío con la B —exclamó Héctor.

Resultó que el de Sara llevaba la D y el de Verónica la C. Pero el de la A estaba en un lugar muy secreto, que iba a seguir siéndolo. El pobre Raúl se lamentaba de estropear todas las situaciones.

—Lo que menos entiendo es esto del «tic» y los «mocos negros». ¿Qué tendrá que ver con nuestros apuros? —se preguntaba Sara.

Julio andaba hasta el cuello en lo del descifrado, tratando de hallarle sentido a la clave.

—A-5, A-5, ¿qué podrá ser? Bueno, es igual. Pasemos a la cifra siguiente: B-1.

—Podría ser la línea primera. Lo siento, es la que me he comido —dijo Héctor—. Pasemos a la siguiente: C-2.

El papel de Verónica, en la línea 2, decía: «En pa del co dos pos-». Pasaron a la D-3, que decía: «ivles sospes. Trucu…»

—Yo renuncio a descifrar este enredo —dijo Verónica, completamente desalentada.

—Sin embargo, algo tiene sentido —expuso Julio—. Si ordenamos la ortografía, completamos las palabras y unimos una línea a otra…

—¿Quién es el guapo capaz de todo ello? —se burló Sara.

Pero Julio quería intentarlo, con la unión de aquellas dos líneas, lo que venía a resultar: «En pa del co dos posibles sospes».

—¿Os dais cuenta? Sin más que completar «pa» y «co» tenemos el resto de la frase: «dos posibles sospechosos».

—«Pa» y «co» podría ser «en el patio del colegio dos posibles sospechosos» —completó Héctor.

—No está mal, pero ¿dónde encaja lo de la vizcaína? —se le ocurrió a Sara.

—A lo mejor se trata de una bizca con «b» —dijo Verónica, por decir algo.

—¡Hombre! Tiene sentido. ¿Conocéis a alguna bizca? —preguntó Raúl.

—Sí, la madre de la frutera de la esquina, que está en un sillón de ruedas. ¿Sirve? —preguntó Sara.

Reconocieron que no. Verónica recordó del año anterior a una bizca del Instituto, que era muy rubia.

—«Jaguares», todo este tejemaneje de Oscar resulta en exceso complicado para pobres mortales como nosotros —declaró Héctor, que no había perdido el humor, al menos en apariencia—. Y puesto que mañana estaremos en libertad…

—… provisional —le recordó Sara.

—Bien, Oscar podrá decirnos de palabra lo que sepa.

La noche no fue muy agradable. Sara y Verónica la pasaron en un cuartito con dos camastros esperando ver aparecer ratas como gatos, y los chicos no durmieron mucho.

Por la mañana apareció en Comisaría el señor Medina y al mismo tiempo llegaron Lucy y Sarabel. Las gestiones relativas a la fianza pronto estuvieron resueltas. Sin duda, para José Alonso no había sido tan fácil, ya que llegó cuando todo estaba solucionado. Por su parte, el médico y su esposa llegaron provistos de un talonario de cheques con su talante sereno de la víspera y sin demostrar el disgusto del resto de los mayores.

—Amigos míos —dijo el diplomático—, todos estamos involucrados en esto, lo queramos o no. Propongo que nos mantengamos en comunicación constante y procuremos solucionarlo lo mejor posible.

Para Alonso, la única solución era encontrar a los culpables. Confesó que, ni aun vendiendo la casa y el taller, podría indemnizar a los asaltados.