MI PADRE ES UN NEURÓTICO
Río Henares. Wikipedia, enciclopedia libre. El Henares es un río del centro de España, afluente a la izquierda del Jarama, que lo es a su vez del Tajo. Atraviesa las comunidades autónomas de Castilla-La Mancha, a través de la provincia de Guadalajara, y de Madrid. Los núcleos urbanos más importantes por los que pasa son Azuqueca de Henares, Guadalajara, Jadraque, Humanes y Sigüenza, en la provincia de Guadalajara, y Alcalá de Henares, Mejorada del Campo y Torrejón de Ardoz, situados en el área metropolitana de Madrid. Su nombre proviene de la palabra castellana «henar». Debe esta denominación a los cultivos de heno que se practicaban antiguamente en su cuenca…
Mariana le había dejado escritas indicaciones muy precisas, todo un plan de viaje para evitar que se perdiera. Hay que tomar el metro en Tribunal, línea 10, hasta Gregorio Marañón. Allí, en Gregorio Marañón, línea 7 hasta Avenida de América. Buscar la salida de la estación de autobuses, y allí, casi siempre en el andén 12, tomar el autobús 223. Comprobar en las pantallas que el autobús de Alcalá de Henares está en el andén 12. Sale cada quince minutos.
Detalles precisos, preocupados, ingenuos. No bastaba con una explicación oral, unas indicaciones simples sobre la línea de metro y la estación de autobuses. Sonrió con el papel en la mano, interpretando las minuciosas indicaciones de Mariana. La escritura precavida, los datos insistentes, escondían el miedo a perderse. Era el peligro, un error, una estación equivocada, una rumana entre gente extraña y con prisa, una rumana con miedo a preguntar, con temor de no entender bien las respuestas. Letreros con nombres de calles y plazas sin ningún significado para ella.
Mariana se había confundido el primer sábado, tomó la línea 1 y tardó en comprobar en las indicaciones del vagón que el nombre de Gregorio Marañón no aparecía en su trayecto. Seis meses en Madrid habían bastado para que se acostumbrara a los itinerarios del metro y del autobús camino de Alcalá. Pero todavía le quedaba la prudencia de su primera desesperación.
—Me puse a llorar como una tonta en Atocha-Renfe.
—Podrías haber buscado un tren.
—Pero mis amigos iban a esperarme en la estación de autobuses.
Ahora había dejado escrito un plan minucioso como recuerdo de su propio miedo, o por miedo a que él se perdiera, o para que no le quedara excusa si al final decidía no ir, o para demostrar que conocía de memoria, con todo detalle, el camino. Seis meses, tiempo suficiente para no perderse en el metro de Madrid, para preguntar y responder en un español asombrosamente correcto, tiempo suficiente para enamorarse. Todos los detalles escritos en un papel, las líneas, las estaciones, los horarios, los testimonios de la carretera que aseguraban la buena dirección del viaje. El autobús pasará por delante del edificio de un periódico que se llama ABC, y parará junto a una estación de metro que se llama Canillejas. Tardarás media hora en llegar, y yo estaré esperándote con un beso. A él le conmovía escuchar cómo pronunciaba palabras tan normales, tan rutinarias, con el orgullo de la aventurera que empieza a dominar los puntos cardinales de una selva. Todo en su boca resultaba original y exacto, Atocha-Renfe, estación de autobuses, Canillejas. Todo cobraba una limpieza tímida de mundo recién nacido.
Iba a Alcalá porque quería estar con ella y porque necesitaba conocer su vida. Casi no había tenido tiempo para preguntarle por Rumanía, por la ciudad de Sibiu, el trabajo de sus padres, su trabajo en la fábrica de parabrisas, los estudios de su hermano, las razones por las que decidió venir a buscarse un empleo en Madrid. Aunque Mariana era todavía un presente puro, la actualidad tajante de su cuerpo, de las yemas duras y nerviosas de sus dedos, no se conformaba con los pocos datos que habían surgido en el azar de las conversaciones. Déjame que te invite yo, le había dicho sonriente en la mesa del Café Comercial cuando bajaron a desayunar después de pasar la noche juntos por primera vez. Al abrir la cartera de plástico rojo, vio las fotos de sus padres. La madre se parecía a Mariana, aunque el pelo negro, la carnalidad de sus labios dibujados y sus ojos casi árabes se diluían en el rostro de una mujer gruesa, no muy mayor, pero maltratada por los años.
—Es muy guapa.
—Se llama Ina, y ahora está más delgada, por culpa de la enfermedad.
—¿Qué le pasa?
—Eso se dice igual en español que en rumano: cáncer de mama. Parece que está controlado.
—Es muy guapa.
—Y este es mi padre, Valentín Petroianu, jefe de planta de la fábrica de gas de Sibiu.
La intimidad es la toma de conciencia de que existe una habitación particular en el mundo, dentro de una casa que está rodeada de otras casas, escaleras, palacios, calles y bocinas de coches. La intimidad es una mirada en la que reposa toda una herencia familiar desconocida. La intimidad es un dormitorio con unos zapatos sucios bajo una silla y la sonrisa de alguien que se sienta en una cama y dice que debería limpiarlos. La intimidad es un armario abierto con ropa de verano y de invierno, y alguien desnudo buscando una camisa de percha en percha, como se busca una frase entre las páginas de un libro o un visado en un pasaporte. La intimidad es un bolso pequeño de cuero negro en el que caben muchas cosas: un paquete de tabaco, un encendedor, un lápiz de labios, una libreta con números de teléfono y direcciones, un móvil, unos pañuelos de papel y una cartera de plástico rojo. La intimidad es una cartera con un billete azul de veinte euros, un carné y dos fotografías, la de una mujer guapa y gruesa, y la de un hombre serio, delgado, de unos cincuenta años, con el pelo oscuro. La intimidad, y los secretos de alguien que se ha alejado de su ciudad, de sus padres y de su hermano Norman para buscar trabajo en España.
Necesitaba conocer la vida de Mariana, el pasado de ese cuerpo que resultaba ya un presente obsesivo. Había hecho trasbordo en la estación Gregorio Marañón y se había subido al autobús que salía desde Avenida de América hacia Alcalá de Henares, siguiendo al pie de la letra sus instrucciones, para estar con ella y para ver cómo era su vida los fines de semana, en esa habitación prestada en el piso de una amiga de su madre.
—No me cobra la habitación. Es una amiga de Sibiu. Trabajó en la misma fábrica que mis padres, después se fue a Cluj, y luego se vino a España. Tiene un piso alquilado y le sobra una habitación. Yo le dije que me la realquilara, pero se negó. No quiere cobrarme por pasar los fines de semana con ella y su novio. Es muy simpática. Verás cómo te gusta.
Allí estaba, ocupando toda la parada, con unos vaqueros y una camisa verde, y el pelo brillando bajo el sol con una claridad negra. La luz dignifica la belleza, pero Alcalá no era una ciudad histórica con palacios antiguos y estatuas de escritores, sino una muchacha morena con una sonrisa deslumbrante y un botón de la camisa abierto sobre el pecho. Junto a ella, Alcalá se imponía como una ciudad moderna, con estaciones de servicio y grandes superficies, almacenes bautizados con marcas extranjeras, concesionarios de coches, sistemas metalúrgicos, paredes aislantes, inmobiliarias, autobuses llenos de rumanas y latinoamericanos, y una parada de autobús en la que sólo esperaba Mariana para ponerse de puntillas, abrazarse a su cuello y darle un beso.
—¿Y tus amigos?
—Nos están esperando en el café, pero tenemos que pasar un momento por casa —contestó mientras se apretaba a él, le cogía del brazo y empezaba a andar.
—¡Qué calor hace! Lo vamos a pasar bien.
—¿Dónde vives?
—Ahí, antes del arco, en la calle Andrés Saborit.
—Yo creía que aquí todas las calles se llamaban Cervantes. ¿Quién era ese?
—Un comunista. Si mi abuela supiese que estoy viviendo con un comunista…
La risa de Mariana rebajaba la importancia de su comentario, le quitaba el peso de la realidad, como si hiciera un chiste y al mismo tiempo advirtiera que ella le daba poca importancia a los asuntos políticos. No estaba dispuesta a discutir sobre ese tipo de cosas, detalles que ya no afectaban a su vida. Tenía muy pocos años cuando se hundió el régimen comunista, así que esas alusiones pertenecían más al país vivido por sus padres y sus abuelos. Aquella boca veraniega, aquellos labios dominados por una intensa alegría carnal sin necesidad de carmín no estaban dispuestos a detenerse en los recuerdos. Sólo podían contarle alguna imagen imprecisa, vivida o heredada, evocaciones demasiado infantiles, la costumbre de las colas para comprar cualquier cosa, la tristeza de los escaparates y de la gente, y el nerviosismo de una mañana de 1989 en la que su madre entró de forma precipitada e imprevista en el colegio. Le dijo que tenían que irse a casa porque estaban ocurriendo cosas muy graves. Pero ella, con cinco años, no tenía edad para comprender la inquietud de una ciudad y un país que se habían quedado pendientes de un hilo sucio, sin saber lo que iba a ocurrir cuando se rompiese aquello que poco antes parecía eterno. Porque a veces hasta la felicidad resulta una amenaza.
Nada estaba muy claro, además. Los padres de Mariana, después de haber criticado el régimen de Ceaușescu, aunque menos que su abuela, decían ahora que las cosas iban mal, que se vivía mejor con el comunismo, con trabajos seguros y vacaciones en el mar Negro, sin delitos ni inseguridad en las calles. Había corrupción, es verdad, pero la misma de siempre, la de hoy y la de mañana, porque la democracia fue capaz de acabar con los informantes y la Securitate, pero no con la corrupción, ni con los regalos obligatorios para que los médicos atiendan a una mujer con cáncer de mama.
—Los médicos que reciben un sueldo de la sanidad pública ponen la mano, no te atienden si no les das un regalo. Te obligan a que vayas a sus consultas privadas. Por eso mis padres dicen que las cosas no han cambiado, o han cambiado para peor por la delincuencia y el paro. Mi abuela Luminita es la única que se indigna cada vez que alguien habla bien de Ceaușescu. Ella tuvo mala suerte.
—¿Qué le pasó?
Nadie puede contestar a una pregunta así. Toda respuesta es una simplificación y nunca se alcanza a dar una imagen completa de los tiempos difíciles. Los datos sólo llegan a sugerir, a ofrecer un resumen, la historia de una niña llamada Luminita, nacida en 1935, hija de un luchador contra el rey Carol II y la dictadura de Ion Antonescu, el general partidario del nazismo. Estaba acostumbrada a visitar a su padre en la cárcel desde que tenía cuatro años. Al cumplir veinticinco, era una joven profesora de francés con mucho futuro, casada con un catedrático de filosofía con mucho más futuro por su prestigio dentro del régimen, madre de una niña recién nacida y todavía hija de un viejo y venerable luchador, un obcecado rebelde que empezaba a tener problemas con Gheorghe Gheorghiu-Dej, presidente de la República. Los malentendidos y las disidencias crecieron hasta llevarlo por última vez a la cárcel. La muerte de su padre en un hospital penitenciario acrecentó la distancia íntima que Luminita había empezado a sentir ante el entusiasmo popular comunista, cada vez más encerrada en las novelas de Balzac, Flaubert y Gide, cada vez más alejada de las celebraciones colectivas y de su marido, un burócrata temeroso, muy incómodo con las opiniones de su mujer y con las dificultades que pudiese causarle en su brillante carrera la hija de un luchador comunista, judío y rumano, que se había convertido en un maldito presidiario judío por su inaceptable postura última contra el país y la revolución. Era un ser rebelde por naturaleza, primero contra el rey y contra Antonescu, y después contra los suyos. Igual que la hija. Todo un problema para abrirse camino en el nuevo régimen.
Cuando murió su padre, a Luminita le dieron en la cárcel una bolsa con algunos objetos personales: un jersey, unos libros, un reloj averiado, unas fotografías, y poco más, muy poco más si no se cuenta aquello que jamás ven los funcionarios de prisiones, aquello que no ocupa lugar en ningún inventario pero toma cuerpo en la memoria como una verdad íntima y se convierte en la herencia más valiosa de una mujer empecinada, herida, segura de sí misma, que es citada por la autoridad y acude por última vez a la cárcel donde acaba de morir su padre.
Cuando su hija Ina cumplió diez años, Luminita era una mujer con problemas matrimoniales, esquiva, y autora de una brillante tesis doctoral sobre Flaubert. Y cinco años más tarde, en 1975, cuando el presidente Ceaușescu festejaba un lustro al frente de la nación, Luminita era ya una profesora de francés invitada a abandonar la Universidad de Bucarest y a ocupar una modesta plaza en un colegio de Sibiu, algo por lo que debía sentirse agradecida, ya que otros amigos habían tenido que marcharse del país o estaban en la cárcel. Esto lo sabía Mariana, y lo resumía, con un sentimiento heredado de compasión hacia su abuela en el que se mezclaba el esfuerzo por entender las razones políticas y la costumbre de aceptar con resignación familiar su carácter difícil, una terquedad infectada de orgullo que le había llevado a romper con muchas cosas en la vida.
—Es muy buena mujer, pero le gustan los problemas. Muy impertinente. Con mi abuelo Nicolae no hemos tenido trato. Ni mi madre ni mi abuela hablan nunca de él. Mi abuela no entendió jamás su cobardía. Mi madre no le perdona que se olvidara de ella. Pero sé que tampoco llegó a ocupar cargos muy relevantes, su obediencia fue poco recompensada. Nos habríamos enterado de sus éxitos, habríamos tenido noticias por la televisión —comentó Mariana mientras abría la puerta del tercero izquierda del número 9 en la calle Andrés Saborit.
La casa ofrecía una inmediata sensación de orden, un aire amable definido por el televisor de pantalla de plasma que colgaba de una de las paredes del salón comedor. Él esperaba otra cosa. Los recuerdos a veces no contagian la verdad última de una realidad. Algunos datos en la memoria de Mariana, el nombre de Ceaușescu, la palabra cárcel, la palabra castigo, pueden narrar una historia, pero capturan con dificultad la rutina de la humillación, el dolor que se enfría en un amanecer de insomnio, la distancia que se establece entre dos cuerpos que duermen en una misma cama, lo que cuesta recorrer unos pasillos habitados por fantasmas, por gentes que prefieren mirar hacia otro lado cuando suena un ruido, el golpe brusco de una puerta, amigos que prefieren callar, perderse en los colores más sórdidos de la vida, hundirse en el gris de los miedos, en el blanco y negro de la televisión, en el verde de la ambición y la complicidad, en el marrón sucio del olvido. La abuela de Mariana solía ordenar la vida en un archivador de colores. Ni siquiera así resultaba posible capturar el tiempo para comunicárselo a los demás. Los recuerdos apenas conservan ese sentimiento penetrado por la historia a través de las semanas, esa respiración diaria que convierte las fechas, los nombres y los datos en una experiencia larga, en una verdad de carne y hueso.
Pero a veces los objetos sí imponen su significado, y un televisor con pantalla de plasma, último modelo, puede romper la fábula prevista. Aquella habitación bien amueblada, con algún detalle de dudoso gusto pero comparable a otras muchas habitaciones en las que había entrado a lo largo de su vida, no se adaptaba al escenario previsto, no respondía al mundo esperado a la hora de imaginar el drama de la inmigración. Resultaba ajena, como las habitaciones en las que se entra por primera vez siguiendo la invitación de un compañero en la universidad o de una aventura amorosa. Pero en nada podía compararse al decorado de la pobreza en el que había tenido la tentación de pensar. Su visita no era un viaje en el tiempo a aquella emigración española de los años sesenta, la fábula triste que con frecuencia repetía su padre.
El televisor de plasma estaba ahí, como el sofá de piel negra, como los muebles de la cocina, como el frigorífico que Mariana abrió para buscar una botella de agua fría, como el estante del pasillo con la fotografía de una pareja en una verbena, una postal de Benidorm y una muñeca rusa, como el armario empotrado del dormitorio, como la nuca de ella cuando él la abrazó por detrás, apretándole los pechos y recorriéndole el cuello con los labios. Todo estaba ahí, con una contundente voluntad de realidad y permanencia que en nada sugería el refugio descuidado de una gente de paso.
—No, ahora no, que no tenemos tiempo. Felicia y Vasili nos están esperando en el Café Bucarest. Me han llamado dos veces.
—Pues que esperen.
—Luego, luego. Vamos, no quiero que se enfaden. Recojo el violín y nos vamos.
La intimidad es descubrir de pronto que la dureza de unos dedos, sobre la que no había preguntado por respeto a una imaginaria huella de cualquier trabajo humillante, se debe a las cuerdas de un violín. La intimidad está llena de sorpresas, como la música de una lengua extranjera, como los escaparates con avisos de una rutina que se desconoce, «Bîrsan y Barsan Hermanos, S. L., Transport Pachete România, 2 euros kilo», como el Café Bucarest, en el corazón de Alcalá, en una esquina de la plaza de la Amistad, con periódicos rumanos en el mostrador, Român în Lume, Romanûl, y un letrero encima de la máquina de café, tenemos Cduri Si Dvduri.
—Cambio de planes, no vamos a la piscina de Torrejón —dijo el hombre que estaba ojeando los cedés pirateados.
—Este es Vasili, y esta, Felicia, y este es Ramón, mi novio.
Felicia se apartó de la barra, que era como apartarse de un imperio, porque tenía sobre el mostrador un archipiélago de posesiones coloniales, un paquete de tabaco, un mechero, dos móviles y un Mp3. Se le quedó mirando con ojos sonrientes. Sostenía una malicia forzada. Quería celebrar el acontecimiento, demostrar que conservaba derechos de vigilancia sobre Mariana, como amiga antigua de la madre, y dar su aprobación de manera grandilocuente. Muy bien, el novio estaba muy bien, le sobraban unos kilos, pero muy guapo, la niña había tenido buen gusto y él había dado una prueba de seriedad al decidirse a pasar el día en Alcalá con ellos. ¿Seriedad? Sintió entonces por primera vez un asomo de incomodidad, de inquietud tímida, pero no pudo buscar los ojos de Mariana, porque Felicia se le echó encima para darle dos besos y explicarle que Cornelio Popescu, este amigo, el camarero, les había advertido que en Torrejón cobraban doce euros de entrada en la piscina. Doce euros, repitió, un precio abusivo, para los que no están empadronados en el pueblo.
—Doce euros, un abuso, y claro, Vasili dice que la piscina de Alcalá cuesta cinco, pero que si nos quedamos aquí es mejor ir al río. Por eso le pedimos a Mariana que fuese a buscar el violín. Nos vamos a comer al río, ¿te parece bien?
Vasili le estrechó la mano. Advirtió que en realidad se llamaba Vasile, pero que la gente del pueblo, cuando llegó a Alcalá, no estaba acostumbrada a los rumanos, y lo tomaron por ruso, y empezaron a llamarle Vasili, les sonaba a película, y con ese nombre se había quedado. Luego explicó que lo de Torrejón no era por el dinero, que eso daba igual, pero que estaba harto de abusos, de que te pidan siempre la documentación, el pasaporte, la tarjeta de residente, y ahora un certificado de empadronamiento para entrar en una piscina. Prefería el agua del río y las salchichas de Felicia.
—Es normal. Quien no paga impuestos no puede quejarse de que la piscina sea más cara. —Cornelio defendía las medidas del Ayuntamiento de Torrejón—. Hay muchos abusos. Vienen demasiados caraduras.
—Mira, no empecemos. A ver de qué me he aprovechado yo durante estos años. —Vasili quería dejar las cosas claras. Sin duda los dos amigos estaban acostumbrados a discutir. Era mejor evitar malentendidos—. Nadie me ha regalado nada. He trabajado todo lo que he podido. Y tú también. Ahora te va, sí, te va estupendo, me alegro. Pero son más los que han abusado de nosotros que los que nos han regalado algo. ¿O no? —Rodeó los hombros de Ramón con el brazo para reforzar la advertencia—. Así que a Cornelio ni caso. Cuando vengas aquí, mejor tratas con Felicia. Dile que te invite a comer otro día. Más que de ella, me voy a acordar de sus sarmale.
—No seas cabrón. A ver si vamos a acabar mal. —Felicia tomó la cesta grande que había en el suelo, metió junto a las bolsas de la comida el paquete de tabaco, el mechero, los móviles y el Mp3, fue hacia Vasili y le mordió en la oreja—. Ya ves qué cabronazo, un cabrón. Todavía puedo hacer que te arrepientas y te quedes aquí. No me faltan armas. Como te descuides en el río, ya veremos si mañana no pierdes el avión.
—Habíamos quedado que era una fiesta de recibimiento para mi novio —protestó Mariana—, y ahora resulta que va a ser una despedida.
El coche, un Seat León gris, estaba aparcado en la plaza. Vasili pidió a Felicia que le dejara conducir. Hubo que abrir las ventanillas porque no funcionaba el aire acondicionado. Entró la brisa caliente, una brisa con olor a ladrillos, y una temperatura de calles estrechas, esquinas difíciles y coches mal aparcados, hasta que salieron a una avenida ancha, pasaron una glorieta y tomaron la carretera. El aire de las alamedas suavizó el calor. No te preocupes por la comida, le dijo ella, apoyando la cabeza en su hombro, esta mañana te he hecho una tortilla de patatas. La besó. En sus labios estaba escondido el verano, todo el calor que rodea los cuerpos, las carreteras y las ciudades.
No había muchos coches estacionados. Vasili comentó que antes venían los padres para jugar a la pelota con los niños, pero que las costumbres habían cambiado desde que se abrió el polideportivo. Ahora la explanada del río era otra vez un lugar casi secreto, un escondite para locos dispuestos a bañarse en una poza. No le pareció un paisaje demasiado bucólico. Se trataba de una explanada grande y seca, algunos bancos, columpios, y el cauce lejano, una cicatriz en curva de color verde junto a la que de vez en cuando se levantaban espesuras de rocas y de árboles. Una pandilla de jóvenes españoles comía y cantaba en la parte que Felicia llamó enseguida el mejor lugar del río. Pero Vasili le llevó la contraria, tú sabes que a mí me gusta el rincón de más arriba, aunque haya que andar un poco.
¿Tú qué opinas?, le preguntaron después de caminar entre las rocas de la orilla, delante de una poza con árboles. No era un lugar secreto, pero estaba apartado y parecía posible esconderse, perderse con Mariana, dar un paseo antes o después de comer, una vez que se hubiese quitado la camisa y el pantalón vaquero, una vez que su biquini rojo temblara en el agua del río y goteara con una luz brillante en la orilla, y ella empezase a caminar con cuidado para no caerse entre las piedras y los arbustos, y volviera a temblar entre los árboles, y después entre sus manos.
—A mí me parece bien.
—Pues no se hable más —sentenció Felicia, con voz resignada, como si el mundo entero estuviese empeñado en llevarle la contraria. Pero inmediatamente después, del modo más natural, pasó a dar consignas y a establecer el orden del día—. Nos lo vamos a pasar muy bien, claro que sí, ya lo veréis. Vasili, pon las cervezas en el agua para que se enfríen. Tú, ayúdame a extender el mantel y a sacar la comida. Y tú, Mariana, toca el violín. Venga, me pido Pusca si cureaua lata, que sirve para ahuyentar a los mosquitos.
Nadie encontraba casi nunca un motivo para desobedecer a Felicia, no porque siempre llevara razón, sino porque la vida le había enseñado a saber lo que podía o no podía pedir. Eso le explicó Mariana mientras abría el estuche del violín. Te toca extender el mantel, ya lo sabes.
Servilletas de papel, vasos de plástico, salchichas rumanas compradas en el Carrefour, filetes de carne picada de cerdo y oveja comprados en el centro comercial de la avenida Juan de Austria, tortilla de patatas que había hecho Mariana para su novio y el sonido de un violín que no tocaba aún Pusca si cureaua lata. Esa canción vendría después, al final, en honor de Felicia. Ahora sonaba la Balada de Ciprian Porumbescu. Perdón por los fallos, dijo Mariana, llevo tiempo sin practicar.
La música sabe capturar las historias incluso cuando no han existido nunca. Mariana tocaba muy bien el violín. Como después le contó, había sido alumna aventajada en el conservatorio de Sibiu, llevaba en su memoria muchas horas de violín, muchas tardes de música a la salida del colegio y del instituto, la mano de su abuela camino del conservatorio, sin saber quién de las dos estaba más ilusionada. Desgana, intención de jugar y de quedar con las amigas, pero también aplicación y talento, decisión de tomárselo en serio, y alegría, y discusiones. Muy bien, pero qué bien toca Mariana, decía su abuela, seguro que antes habría podido entrar en una buena orquesta, decía su padre, ahora también, contestaba su abuela, ahora las cosas están mucho peor, decía su padre, según para quién, atacaba su abuela, bueno, vamos a escuchar a la niña, se enfadaba su madre.
—¿Tú fumas? —preguntó Felicia con un desparpajo que rompió el silencio casi sagrado con el que escuchaban el violín de Mariana y la Balada de Porumbescu.
—No, mi padre se fumó todas las plantaciones de tabaco y me quitó las ganas de humo.
—Es uno de los míos —aplaudió Felicia.
—Ya lo ha dejado. Mi padre se obsesiona por todo. Dejó de fumar por el miedo que tenía a quedarse una noche sin tabaco. Un poquito neurótico.
—Yo lo entiendo. La verdad es que es una putada quedarse colgado y no tener donde comprar tabaco.
Una balada se llena de humo, de árboles, de bosques, de montes con castillos y días de niebla. Una balada impone la intimidad de lo que no se conoce, la melancolía de una pérdida que uno nunca ha sufrido. Él nunca había estado en Sibiu, no conocía los amaneceres y las tardes de aquellos campos, las estrellas nocturnas que se levantan de la tierra como un himno en las noches de verano, las fiestas populares de Rumanía o las puertas de sus cárceles. Pero la Balada le hacía sentir el pasado de Mariana y de aquellos amigos que vivían en Alcalá de Henares comprando carne rumana en el Carrefour y en la avenida de Juan de Austria, buscando cedés en un café llamado Bucarest y negándose a pagar doce euros en una piscina de Torrejón porque estaban hartos de pasaportes, permisos de residencia y certificados de empadronamiento.
Dentro de una balada cabe la celda de una cárcel, qué bien toca Mariana, el mal olor de un sueño podrido, los informes de la Securitate, las persecuciones de un dictador y la melancolía de una abuela que pierde a su padre, es expulsada de la universidad y destinada a Sibiu, y se aferra a la mano de una nieta para seguir caminando. Debes ir al conservatorio, debes aprender a tocar el paraíso con la yema de los dedos, y la música francesa de George Enescu, porque el mayor músico rumano fue siempre, como yo, un apasionado de Francia. También debes sembrar en tu memoria la Balada de Ciprian Porumbescu. Enamorarse es un ejercicio de imaginación. Dentro de una balada cabe la infancia de Mariana, la adolescencia de Mariana, qué bien toca, el escepticismo de un padre, los sueños de una abuela que quiere buscar un lugar de resistencia junto a su nieta. Dentro de una balada caben las ilusiones de una abuela que nunca habría sospechado, nunca, pese a todo su conocimiento del mundo, pese a sus artículos sobre Balzac y su tesis sobre Flaubert, que cuando la dictadura se desmoronase, cuando el régimen que le había amargado la vida se hundiese, su nieta Mariana abandonaría el país para buscar trabajo en el servicio doméstico de España.
Comprendió entonces que Mariana anotaba el itinerario de un viaje o la receta para hacer una tortilla de patatas con el cuidado escrupuloso de un músico que copia una partitura. No cortar las patatas muy finas, echarles sal, triturar cebolla, mucho aceite y a fuego lento, probar si hace falta más sal antes de mezclar las patatas con el huevo, machacarlas y hacer un puré para conseguir con más facilidad una buena forma, cuajar la tortilla en otra sartén que no se pegue y con poco aceite. La perfección se había convertido en un método de resistencia, un carácter que servía lo mismo para cocinar, limpiar una casa, escribir un itinerario o tocar el violín. En su vida no entraba la imprudencia. Debía estar muy segura de él y de sus sentimientos para haber aceptado una relación tan difícil.
—Cuando te vi, supe que jamás me equivocaría contigo —murmuró ella como adivinándole los pensamientos.
¿Jamás? Era una intuición, una forma tajante de empezar un cuento. Mariana había aprendido de su abuela Luminita a convertir los momentos importantes de la vida, las incertidumbres y las ilusiones, en una narración. Cuando no se sabe lo que va a ocurrir, cómo van a terminar las cosas, la suerte que esconde el destino, es mejor empezar a vivir dentro de una novela, sentirse un personaje dispuesto a protagonizar una historia, buscar la contundencia de las primeras frases. Los argumentos dan mucha fuerza, explicaba la abuela, son un escudo, un salvavidas en espera del capítulo siguiente. Aquella mujer nunca sería derrotada por la injusticia… Cuando llegó a la nueva casa, Luminita ordenó el equipaje en el armario como quien dispone las defensas en una ciudad sitiada… Aquellos fueron los tiempos mejores de Mariana… Ella lo vio y supo que iban a pasar juntos el resto de sus vidas… Manías extravagantes de la abuela.
—Pero estoy preocupada, Ramón. No sé cómo se lo van a tomar tus padres.
—Supongo que bien. ¿Qué van a decir?
La verdad es que no lo tenía tan claro. Le preocupaba la inclinación a la tragedia de su padre, la voluntad de recargar cualquier acontecimiento con un peso excesivo. Estaba acostumbrado a verlo bailar sobre los almanaques, saltar de un año a otro, del pasado al futuro, del presente a cualquier esquina del tiempo, y cada salto escondía una comparación, una batalla entre el ayer y el hoy, un deseo de interpretar de manera dramática el curso de la historia. Ramón sentía que en las comparaciones siempre salía perdiendo él. No estaba a la altura del destino que sus mayores le habían preparado. ¿Sus mayores? No, su madre era más tranquila, estaba más interesada en disfrutar del presente, en aceptar las cosas como eran y ajustar las decisiones a la realidad. Pero la inquietud neurótica de su padre agitaba su propia inseguridad, el malestar que desde la infancia le había provocado su cuerpo de niño gordo, las viejas limitaciones, la inconsistencia de su trabajo, la fragilidad de un porvenir poco claro. Con motivo de cualquier asunto, cuando veía a su padre saltar en el tiempo, comparar con los recuerdos de su propia vida y ponerse a dudar, se activaban en él los sentimientos de culpa.
Ya sabía que muchas veces no había mala intención, sino torpeza, incapacidad para advertir las angustias ajenas. Pero conforme pasaban los años y aumentaba su propio hastío, a Ramón le costaba más esfuerzo mantener la tranquilidad en una discusión. Necesitaba defenderse. El deseo de ser objetivo, no, no lo dice por mí, seguro que eso no va conmigo, estallaba en la indignación del ya está bien, se acabó, yo no tengo que dar explicaciones a nadie. Venían entonces los silencios mantenidos durante días o los enfados con repentinos y poco justificados ataques de cólera. La discusión por su renuncia a seguir con las oposiciones había llegado demasiado lejos. Él mismo era el primero en reconocerlo.
A Ramón, en el fondo, le humillaba no haber contado todavía su noviazgo, el cambio de condiciones y estatus que se había producido en la casa. ¿Miedo a una incomprensión real? ¿Cobardía propia? ¿Prudencia de ella? Desde luego ya no iba a permitirse la cobardía, porque por primera vez, gracias a Mariana, se sentía atado al mundo de un modo firme, dispuesto a decidir por su cuenta y riesgo.
—No habrá ningún problema, claro que no. ¿Quién va a ponerte pegas? Eres perfecta. —Ramón improvisó un tono irónico—. La tortilla estaba riquísima, y tú también, te queda estupendo el rojo.
La había visto desabotonarse la camisa, quitarse los pantalones y meterse en el río. Felicia daba ya grandes carcajadas dentro del agua, mientras intentaba escaparse de los acosos de Vasili. El río componía en aquel lugar una poza grande, aunque poco profunda. No le gustaba sentir el fondo fangoso, ni tropezar con las piedras del suelo, pero todo lo olvidó en el momento de abrazar a Mariana, de sentir su cuerpo, su vientre, los dedos que le recorrían la cara al ritmo tranquilo del beso. Ella se volvió y empezó a caminar con los brazos abiertos para mantener el equilibrio. Se alejaba de Felicia y Vasili.
—Vamos a dejar que se despidan, tienen que hablar de muchas cosas. Además es una vergüenza que te vean así —dijo Mariana con la cabeza vuelta y señalando el estado de su bañador.
El sol no pesaba, se diluía entre las hojas de los árboles y la superficie del río. Una sensación de libertad y plenitud se apoderaba de los cuerpos desnudos. El agua tibia, muy lenta, acariciaba la humedad calurosa de la tierra y ascendía por la penumbra vegetal que flotaba como una atmósfera cerrada en el sopor de la orilla. Se sentaron detrás de una roca, cobijados por la sombra espesa de unos álamos. La risa de Felicia dejó de oírse al fondo del río. La piel de Mariana le ardía húmeda y morena en las manos.
—Vasili se va pasado mañana. Vuelve a casa, con su mujer y sus hijos.
—Pero ¿está casado?
—Sí, y tiene dos hijos. Felicia lo supo desde el primer momento, y supo que Vasili era de los que querían volver. Estaba ahorrando para volver a Rumanía. Todo lo contrario que ella. Felicia se separó, no tiene hijos, decidió cambiar de vida, se vino a España y aquí aprovecha lo que le da la vida, sin pedirle demasiado: dos móviles, comodidades, electrodomésticos, un negocio, la hipoteca de la casa y un novio pasajero que avisó de sus intenciones desde que empezaron a verse. Ella es la dueña del Café Bucarest, a medias con Cornelio, y le va muy bien. A Vasili se le han puesto ahora las cosas difíciles. Trabajaba de electricista en la construcción, pero con la crisis se ha quedado sin empleo. No sale nada, ningún encargo. Ni chapuzas. Tiene ya ganas de volverse, lleva aquí catorce años.
—Es una putada para Felicia.
—Hay cosas peores. Ella decidió vivir a su manera, harta de aguantar a su marido. Por eso dejó Sibiu y se vino a España, sin ganas de comprometerse mucho con nadie y sin ganas de estar sola. Aquí le va bien, se lo toma con filosofía. Le gusta Vasili y ha pasado con él los cinco últimos años. Luego vendrá otro, y ella lo esperará, sin prisa, pero dispuesta a no desaprovechar ocasiones.
—La necesidad enseña más cosas que los prejuicios —se atrevió a justificar Ramón.
—A todo se acostumbra una. Es una putada que se vaya, pero bueno, hay cosas peores. Los hijos de Vasili se han criado sin padre, y otros niños se crían sin madre y sin padre, eso sí que es una putada. O esperar a tu marido durante catorce años, de vacaciones en vacaciones. El rollo de Vasili y Felicia es sólo una locura, una buena locura, y locuras cometemos todos. Yo sí que he hecho una locura enamorándome de ti.
La mano derecha de Ramón no quería seguir participando en una conversación sobre Felicia y Vasili. Se había metido por debajo del sujetador húmedo para acariciarle los pechos y dejar al aire sus pezones. Respiraban negros, duros, puntiagudos. Los mordió, subió por el cuello hasta la boca y luego la miró a la cara. Estaba muy guapa, pero sobre todo estaba allí como una realidad que no admitía discusión, porque su belleza pertenecía ya a las cosas que no se eligen, a los destinos impuestos por un azar seguro. Nadie iba a separarlo de ella. Temblaba de excitación porque aquella intimidad lenta, obsesiva, carnal, era muy distinta a la que había sentido en otras ocasiones. Mientras le acariciaba los muslos hasta encontrarse con sus ingles, se estrechó contra ella y le besó los labios. Sabía a tarde de julio, a humedad de siesta, a hierba rozada por el agua, a limo. Fue como volver a sumergirse en el río.
Cuando Mariana lo despidió en la parada del autobús poco antes de que empezara a anochecer, Ramón sabía ya muchas cosas. Estaba haciendo frases rotundas, principios de novela, igual que su novia. Sabía, sobre todo, que quería saber más, mucho más, no sólo de ella, sino también de él mismo, de su propia vida, los detalles de dos pasados distintos y de un posible futuro compartido para intentar casarlos, equilibrarlos, fundirlos. Necesitaba respirar la historia de una mujer de Sibiu que había vivido a muchos kilómetros de distancia, en otro lugar del mundo, en un país gobernado por otras costumbres y otros destinos. Sabía ya muchas cosas, por ejemplo: el significado de un mantel a la orilla de un río cuando Felicia sacaba del cesto una botella de aguardiente de ciruelas, la botella de Raçhiu que Vasili identificaba con su padre y su abuelo en las sobremesas de Babohalma, o el valor de una bolsa de galletas Eugenia, galletas con crema de cacao, el único lujo infantil de Mariana, una niña que había aprendido a valorar en casa de algunas amigas los pequeños privilegios que a ella le estaban negados porque su familia no era del Partido. Son recuerdos, el tesoro de un filete de carne roja en la mesa de una cocina, o una caja encima de un armario, ¿qué es?, son plátanos, pues vamos a comernos uno, es que todavía están verdes, los tenemos ahí para que maduren.
Sabía que hay inmigrantes que llegan de África para sacar la cabeza y respirar fuera del agua podrida de la miseria, inmigrantes como los bolivianos o los marroquíes que esperan ahorrar dinero con la intención de volver a sus casas, e inmigrantes que quieren instalarse en cualquier rincón de una precaria felicidad, una felicidad modesta, pero con buenos televisores, y con móviles, y con tarjetas de crédito, y con cualquier gran superficie que pueda sustituir con sus ofertas a los grandes prados de las utopías o a los bosques umbrosos de los países injustos. Vasili era un rumano con nombre de ruso, dos hijos y un alma de Bolivia, y Felicia era una rumana sin descendencia y con alma de europea, es que yo soy europea, ¿sabes?, ciudadana de la Unión Europea, y los ciudadanos europeos vivimos mejor en España que en Rumanía, ¿entiendes?, tú sí, ¿verdad?, me entiendes, no como otros, que se parecen a los vecinos bolivianos del quinto y sólo piensan en volverse a Cluj para tener más cerca el Raçhiu de ciruelas… Perdóname, mi amor, no te enfades, es que ya estoy borracha. La embriaguez, Felicia y Vasili, un ruso con alma boliviana deseando regresar a Rumanía.
Sabía también por qué a Mariana le había costado poco tiempo aprender español, hablarlo con una perfección rara y cotidiana, sólo teñida por algunas durezas en el acento. En realidad, aquellos seis meses de estancia en Madrid eran un año y medio de vida. Después de que le denegaran la entrada en la orquesta, cuando decidió que iba a trabajar en España para ayudar a su madre en los gastos de la enfermedad y a su hermano Norman en sus estudios, empezó a aprender español con la misma disciplinada dedicación de quien toca el violín ocho horas al día. Se matriculó en un curso en la universidad y se sentó delante del televisor para ver y escuchar telenovelas españolas y latinoamericanas hasta que el idioma se le metió por los ojos y los oídos en medio de grandes dramas amorosos, hijos ilegítimos, fortunas dilapidadas y recuerdos grises de posguerra. Bastó que se sumergiera unos meses en la vida de Madrid, en las estaciones del metro y los puestos de los mercados, en las conversaciones de la cocina y de las películas, para que sus palabras fluyesen con exactitud, a la medida de una intimidad que era también un vocabulario, un modo de decir me alegro mucho de que hayas venido, Felicia está encantada contigo, todavía tengo que hacer la maleta, por fin, ¿cuándo salimos?, espero que las vacaciones no sean una complicación para nosotros.
—Deberíamos contarlo.
—Vamos a esperar.
Sabía que muy pocas veces las vidas de los nietos se parecen a lo que han imaginado para ellos sus abuelos.
Sabía muchas cosas, pero necesitaba saber más, y por eso le pidió a Mariana que escribiese en un papel el nombre de la canción que había tocado para Felicia en el río, Pusca si cureaua lata, «La escopeta y la correa ancha». Luego, cuando Alcalá de Henares empezó a arañar con sus luces las ventanillas del autobús hasta desaparecer en la ambigüedad tardía de la autopista, aprovechó el bolígrafo, propaganda del Café Bucarest, que le había regalado Vasili, y añadió: calle Andrés Saborit, número 9, tercero izquierda. La mujer que viajaba a su lado iba leyendo la prensa. Romanul din Spania. Una foto en color de los príncipes, «Felipe si Letizia pentru prima data în România». Otra foto del «Ministrul Muncii, Ajutorul temporar de 420 euros». Un anuncio grande del «Restaurant Acasa, organizeaza nunti, botezuri, mese festive. La preturi fara concurenta. Calle Henares, 30», y la foto de una pareja de novios, príncipes por un día. Bodas, bautizos, aniversarios… Se rio y sintió miedo al mismo tiempo. Era muy pronto todavía para pensar en eso. Mariana tenía razón, no era conveniente precipitarse.
Al llegar a casa encendió el ordenador y buscó en la Wikipedia datos sobre Andrés Saborit, el comunista que daba nombre a la calle de Felicia. Andrés Saborit Colomer había nacido en Alcalá de Henares en 1889. Como obrero en una imprenta, pasó a formar parte de la Asociación General del Arte de Imprimir, sindicato fundado por Pablo Iglesias. Fue elegido concejal del Ayuntamiento de Madrid y se afilió al PSOE. En 1914 ya había sido arrestado dos veces por sus posturas antimilitaristas. En 1917, por su participación en una huelga general, fue condenado a cadena perpetua en el penal de Cartagena. Salió de la cárcel gracias a un acta de diputado por Asturias. Volvió a ser elegido concejal de Madrid y fue uno de los dirigentes socialistas que se opuso en 1921 al ingreso en la Internacional Comunista. Mira por dónde, qué tranquilidad para la abuela de Mariana. El 14 de abril de 1931, con vivas al ejército, proclamó la Segunda República desde el balcón del Ayuntamiento. Después fue nombrado secretario general del PSOE y vicepresidente de la UGT. Durante la guerra civil desempeñó los cargos de director general de aduanas y presidente del Banco de Crédito Oficial. Al ser derrotada la República en 1939, salió al exilio y no regresó a España hasta 1977. Murió en 1980. Una vida dura, rica, llena de accidentes y olvidada. Wikipedia.
Sonrió al descubrir que, con letra redonda y clara, con la voluntad disciplinada de quien no quiere perderse en una ciudad desconocida, estaba escribiendo en un cuaderno que Andrés Saborit no fue comunista, pero que, como muchos comunistas españoles, estuvo en la cárcel condenado a cadena perpetua y que vivió 38 años de exilio. Por primera vez necesitaba comprender el sentido de su propia historia familiar, la vida de sus abuelos, para poder explicársela a Mariana y a la abuela Luminita. Las palabras engañan, adquieren distintos significados según el lugar de la conversación en el que aparezcan, pueden convertirnos en carceleros o en víctimas, en dictadores o en perseguidos, en canallas o en ejemplos de humanidad. Cambió de tema y escribió en el buscador de Google Pusca si cureaua lata, la escopeta y la correa ancha, la escopeta y el cinturón grande, una canción de caza, varias versiones, muchos comentarios de rumanos, pues yo estoy hasta las narices de la canción, pues yo volví esta Navidad a Bucarest y canté diez veces la canción para recargarme el alma, pues mi alma prefiere una buena nómina a fin de mes, pues yo…
Después buscó información sobre el río Henares, llamado así por los cultivos de heno que se desplegaban antiguamente en su cuenca. El vocablo «Henares» ha sido incorporado, como sufijo, a varias localidades guadalajareñas y madrileñas. Cabe citar, además de las ya señaladas anteriormente, Carrascosa de Henares, Castejón de Henares, Castilblanco de Henares, Espinosa de Henares, Moratilla de Henares, Tórtola de Henares y Junquera de Henares, todas ellas en Guadalajara, además de San Fernando de Henares en Madrid, pese a que el río que bordea este núcleo urbano es el Jarama.