LAS ASPIRACIONES Y LOS PÁJAROS

—Venga, Iniesta, hazme el favor —volvió a repetir Felicia, ahora con un tono imperioso, como si fuera una cuestión de vida o muerte que el niño hiciese ya el recado—. Y dile a Paco que, en vez de una caja de magdalenas, me traiga dos.

—Ya está, ya hemos terminado —respondió Ramón mientras el niño cerraba la libreta, la dejaba en la mesa colocando el lápiz a un lado, y salía corriendo. Vestido con la camiseta de la selección española, regateó dos sillas, se llevó la mano a la sien al pasar por delante de Felicia, a sus órdenes, mi capitán, y desapareció como un rayo por la puerta del Café Bucarest.

Felicia comentó que a la gente le había dado por desayunar y merendar magdalenas. Y no, no era sólo porque las magdalenas del horno de Paco estuviesen, con su azúcar quemada y sus minúsculas huellas de chocolate, para chuparse los dedos, que lo estaban. La experiencia de muchos años le había enseñado que al llegar el otoño, mientras se enfriaba el cielo y la luz perdía claridad, la gente olvidaba durante unos días las tostadas con aceite, mantequilla o tomate, y se daba el capricho goloso de una magdalena del horno. Ni siquiera la crisis había puesto en peligro aquel desahogo. Era un rito natural de la clientela del barrio, como si los vecinos necesitasen buen sabor de boca y una seña de identidad para enfrentar los fríos de octubre y noviembre. Un pequeño lujo para suavizar los sinsabores de la vida. Ya en diciembre, con la llegada empalagosa de los dulces de navidad, el consumo de las magdalenas bajaba hasta quedarse reducido a un goteo. Nunca faltaban, pero tampoco suponían una urgencia en los cálculos del negocio. Mañana es domingo, se había explicado Felicia, el horno de Paco está cerrado, yo pedí una caja y es posible que me quede corta para el lunes. Dos, mejor que me traiga dos cajas.

Le gustaba calcular por todo lo alto. Quedarse corta era la peor maldición para un carácter como el suyo, compulsivo, dispuesto a asumir la consigna de la felicidad, a huir de las despensas y los frigoríficos vacíos y de las casas sin un televisor último modelo y sin una cocina dotada de las mejores invenciones de la técnica. Para cuatro días que vamos a vivir, habrá que pasarlos bien, con todas las comodidades. Además, yo me llamo Felicia, afirmaba, y mi nombre no tiene que ver con la miseria ni con la angustia. Era verdad. A la mañana siguiente de que Mariana y él se hubieran ido a vivir a su casa, Ramón había comprobado su desbordante instinto de vida y la generosa hospitalidad de su tarjeta de crédito.

—Es que hemos adelantado los planes. Pero es sólo durante unos días, Felicia, mientras encontramos un apartamento y yo empiezo a trabajar en la escuela de música —había aclarado Mariana.

—Unos días o un año, no me importa. ¿Dónde vais a vivir mejor que en Alcalá? Con lo mal que están las cosas, has tenido mucha suerte encontrando trabajo aquí. Y, además, tienes mi casa. Os quedáis con la habitación grande. Desde que Vasili se fue, la verdad es que le saco poco partido a la cama. Estoy que me subo por las paredes. Mañana le digo a Cornelio que no vuelvo a trabajar por la tarde, que se las apañe solo, y nos vamos de compras. Todo lo que haga falta. Va a ser un consuelo.

Su mal de amores se apaciguó con las compras. Nunca una ausencia había llenado tantas bolsas. Fueron en el coche a una de las grandes superficies de las afueras de Alcalá de Henares, situada en un área comercial. Ramón se quedó impresionado de la alegría desbordante en los ojos abiertos de Felicia y de la decisión de sus pasos y sus manos mientras cruzaban con un carrito por los pasillos del supermercado. Espera, esto, y esto también, y esto. ¿Os apetece que hagamos mañana sarmale? Mira, leche desnatada. Pero con calcio, a ciertas edades las mujeres tenemos que cuidarnos, confesaba. Los años eran un gran agujero negro, unos dioses caprichosos y avarientos a los que había que calmar con los mejores productos del supermercado. El futuro no le sonaba a himno, o a canción religiosa, sino al tintineo de una caja registradora. Se sentía feliz dentro de aquel ambiente espacioso y abarrotado a la vez. Conocía los caminos y los precios, las virtudes y los peligros de cada alimento, el engaño de otros supermercados más caros. Llenar el carro de la compra resultaba la mejor manera de recibirlos en su casa, de confirmar que se alegraba de aquella deriva, de la buena historia de amor entre Mariana y Ramón, algo que debía salir bien, muy bien, porque todo el mundo tiene derecho a vivir su vida, a disfrutar de la juventud. Estos niños se tienen que casar, se van a casar, por supuesto, a ver quién lo impide, se había dicho a sí misma cuando Mariana la llamó por teléfono.

Le gustaba dar alegrías, hacerse querer por los amigos y por los desconocidos. Ina estaría tranquila y agradecida en Sibiu, celebrando la suerte de que su hija tuviese en España una mano amiga. Claro que sí, contenta de Felicia, como la cajera del supermercado. Ella conocía mejor que nadie el valor de los buenos clientes, la alegría que daba cobrar una cuenta de verdad, algo más que un café o una cerveza. Buenas noches, señores, gracias por no atemorizarse con la crisis, gracias por las cinco rondas y por las raciones, tendremos que seguir comiendo a pesar de los pesares.

—Oye, aquí al lado podemos comprar los tres ordenadores.

—No son tres ordenadores, Felicia. Son tres pantallas y un ordenador. Me los voy a traer de casa de mis padres. Lo único que necesito es una mesa grande.

—Pues en el sótano venden unos tableros enormes, y patas.

—¿Son trípodes? —preguntó Ramón congestionado por el peso de las bolsas. Se había empeñado en llevar una carga excesiva—. Eso me vale.

—No sé cómo se llaman, pero he visto que quedan muy bien.

Dejaron las bolsas del supermercado en el coche y fueron a la tienda de los muebles prefabricados para comprar la mesa. A Ramón le costó trabajo evitar que pagara ella. Es barata, y la vamos a llevar a mi casa, aunque sea durante unos días. Tuvieron que ponerse serios, recordarle que tenían dinero y explicar que una cosa era la hospitalidad y otra el abuso. En un polígono comercial, delante de una caja registradora, resultaba difícil aclararle a Felicia aquel tipo de matices, las fronteras entre la generosidad y los regalos desmesurados que podían colocar a los otros en una incómoda situación de vergüenza.

—Como no me dejes que pague, me voy otra vez a casa de mis padres —afirmó Ramón para cerrar el asunto.

El brillo que había temblado en los ojos de Felicia a lo largo de toda la tarde se apagó mientras guardaba en el bolso su monedero. No faltaba más, no quiero que nadie se moleste, refunfuñó. A ella le resultaba difícil entender la inseguridad y las prevenciones de Ramón. Y Ramón era incapaz de comprender que el monedero y las tarjetas de crédito de Felicia, más que un testimonio de liberalidad, condensaban del todo su propia idea de la libertad, su modo de convivir y de querer a los otros. Por eso le centelleaban los ojos cada vez que tomaba la decisión de elegir, de cantar esto me lo quedo, esto sí y esto también. Ramón había descubierto el mismo brillo mientras le decía a Iniesta que corriese al horno de Paco para pedir otra caja de magdalenas. Al contrario que su socio, Cornelio Popescu, ella no se atemorizaba al invertir en el Café Bucarest. Era valiente, ya fuese en el gasto ridículo de las magdalenas o en las sumas más importantes, con un préstamo del banco de por medio, que había necesitado la remodelación del local.

Los ahorros de Felicia y Cornelio no daban para pagarle el traspaso a don Antonio. Ya que debían pedir un préstamo, no resultaba una locura elevar la deuda para convertir el bar La Españolita en el Café Bucarest. Bastaba con tirar un tabique, ampliar el espacio, ofrecer comodidad a los clientes sacrificando parte de un almacén desaprovechado, y cambiar los suelos, las sillas, las mesas, la puerta de entrada y el marco de los dos ventanales. Algo más moderno, más llamativo y menos pueblerino. ¿Y qué más? Una buena mano de pintura. ¿Y qué más? Buenas tostadas, buenas magdalenas, buenos pasteles, buenos sándwiches, buenas raciones y, sobre todo, buen trato, simpatía, mucha simpatía. Así que cambia esa cara, Cornelio, decía Felicia muy segura de sus decisiones. Al principio a Cornelio la idea le había parecido un disparate. Pero no tuvo más remedio que reconocer, o casi reconocer entre quejas y temores de futuras catástrofes, su error. El café reforzó enseguida la clientela del barrio, alegre al poder olvidarse de un bar que sobrevivía envejecido y con un aspecto sucio, y sumó las visitas de muchos rumanos dispuestos a celebrar como un homenaje el nombre de Bucarest en la plaza de la Amistad, en el puro centro de Alcalá de Henares.

Al llegar a España en 1996, Felicia había empezado limpiando casas y bares. Como la vida es un acordeón que se abre y se cierra, un pasillo con luces y sombras, se encontró de todo cuando las ofertas de trabajo desembocaron en horarios concretos, obligaciones, quejas, agradecimientos, rostros con nombres y voces con educación, impertinencia, timidez o abuso. Pero su madre le había enseñado que la mujer que se levanta más pronto llega más lejos, y ella hacía cálculos en el tiempo y en el espacio para limpiar el mayor número de suelos, ventanas, cocinas, dormitorios, cuartos de baño y mostradores. Poco después de alquilar con otras dos amigas rumanas un piso en Alcalá de Henares, se enteró de que don Antonio, el dueño de La Españolita, necesitaba una mujer que limpiase el bar. Ningún problema. A las 11 de la noche, ya cenada, esperaba con el jefe y con Juana, la cocinera, a que se fuesen los últimos clientes y se encargaba de adecentar el local, aunque la usura del tiempo y las manchas de la existencia convertían en una tarea casi imposible sacarle partido allí a la fregona, el abrillantador y los limpiacristales. Compre más Cristasol, don Antonio, no sea tacaño, y más detergente, empezó a protestar Felicia en cuanto tuvo confianza. Con lo que hay… no acabamos la semana.

Don Antonio era un viudo sesentón que había encontrado consuelo en Juana, la cocinera. Felicia se dio cuenta la segunda noche que limpió el bar, porque era lista y entrometida, y porque hay discusiones y susceptibilidades, a cuenta de un café con leche o de un pequeño retraso, que sólo pueden darse entre enamorados. Cuando los fue conociendo, se alegró por los dos de aquella historia. La buena gente se merecía el calor de una buena cama. Juana era una solterona poco agraciada que luchaba contra sus años como si estuviese echándole un último pulso a la vida. Su campo de batalla parecía delimitado por un pelo corto y teñido de castaño oscuro, un discreto apoyo de maquillaje y lápiz de labios, y un cuerpo que se esforzaba por mantenerse dentro de las formas. Pero ¿cuántos años tienes? A ti qué te importa. Oye, Juana, ahora somos amigas. Sí. Yo tengo treinta y siete, pero tú nunca me has dicho cuántos años tienes. ¿Cuántos crees? Cincuenta. Gracias, cariño, el mes pasado cumplí cincuenta y seis.

Don Antonio estaba solo. Era padre de un respetado profesor de química que vivía en Barcelona. Pero su hijo, por culpa de obligaciones siempre razonables, llevaba mucho tiempo sin aparecer por Alcalá. Le tocaba a don Antonio subirse al tren y visitar de vez en cuando a los nietos. Aunque cada vez menos. Su verdadera familia estaba ya formada por un bar antiguo, algunos clientes fieles, Juana, Matías el camarero y Felicia la limpiadora. Cuando Matías se jubiló, don Antonio tuvo la idea de ofrecerle a Felicia la plaza de camarera. El trabajo no es difícil, y me pareces una persona de toda confianza, le comentó unos días antes de que el puesto quedase vacante. Felicia se había cansado ya de ir de casa en casa y de bar en bar. No por limpiar, que eso no le importaba, sino porque la gente es difícil, cada cual de su padre y de su madre, y muchas personas pasan por la vida con la escopeta cargada, sin morderse la lengua a la hora de molestar, de encontrar sucio el suelo debajo de un mueble, de descubrir polvo en la barra y los soportes de unas cortinas. Había gente bendita como don Antonio o doña Eulalia, la primera señora que le dio trabajo al llegar a España, pero tampoco faltaban algunas imbéciles, malpensadas, histéricas, que sospechaban de ella cada vez que desaparecía algo. Dos minutos antes de que encontrase el reloj perdido en un cajón del dormitorio o de que recordase que había entrado en la farmacia para pagar una cuenta, doña Virtudes empezaba a murmurar comentarios dañinos como pequeños mordiscos. Estoy segura de que yo tenía un billete de cincuenta euros en el monedero, estoy segura de que dejé el reloj encima de la mesa, estoy segura de que el bolso negro estaba en este armario, estoy segura…

Cuando don Antonio hizo la oferta, Felicia había pensado ya presentarse a la convocatoria de unas plazas de personal de seguridad en el aeropuerto de Barajas. Adela, una de las amigas con las que tenía alquilado el piso, llevaba un año trabajando allí. El atentado de las Torres Gemelas en Nueva York había acelerado la demanda de personas uniformadas para revisar billetes, ordenar colas y pedir a los viajeros que pasaran por los detectores de metales sin pulseras, móviles, botas o cinturones. Felicia prefirió entonces las bandejas de La Españolita a las bandejas de plástico del aeropuerto. El bar estaba muy cerca de casa, Juana era una amiga y don Antonio un bendito. Trabajar de camarera suponía seguir aguantando a la gente, pero una cosa era torear a un borracho o admitir detrás de la barra que los clientes siempre llevan razón, y luego si te he visto no me acuerdo, y otra muy distinta soportar la humillación de volver a una casa extraña el jueves por la mañana con una sonrisa fingida, cuando el martes te han hecho culpable momentánea de la desaparición de una sortija.

En cuanto tuvo un sueldo seguro y una cartilla de ahorros con cifras respetables, no pudo evitar la tentación de pedir una hipoteca para comprarse un piso. Ella no mandaba dinero a Rumanía y, además de su paga de camarera, cobraba también por la limpieza de La Españolita. Era menos cansado transformarse a las doce de la noche de camarera en limpiadora, como una Cenicienta sin hada madrina, que andar de un sitio para otro, de vagón en vagón y de suelo en suelo. Le hacía falta una propiedad en España. Otras amigas estaban empeñadas en lo mismo. Los pisos se pagaban poco a poco, gracias a préstamos que podían devolverse en muchos plazos. Los bancos daban facilidades, y un alquiler parecía un saco roto, una forma de tirar el dinero, billetes que el viento se lleva. Mejor tener una propiedad. Mejor una buena televisión, muebles de calidad y un dormitorio para pasar la noche con Vasili, el electricista que acababa de conocer. Le llamaban el Ruso, aunque había nacido en Rumanía. Guapo a rabiar, valía su peso en oro y nunca se quedaba corto. Lo único que no le gustaba de él era su piso compartido, sus dos compañeros, los chistecitos de por la mañana. Si pedía la hipoteca y utilizaba los ahorros para dar la entrada, tal vez matase dos pájaros de un tiro con aquel piso de la calle Andrés Saborit. No sólo iba a alejar sus noches y sus amores de aquellos dos cretinos de Cluj, que parecían porteras al servicio de la Securitate, sino que también podría convencer a Vasili de que su vida estaba ya ligada para siempre a España.

Vasili había sido una persona decente con Felicia. Desde la primera conversación en el bar, cuando se quedaron solos y ella le puso la última copa mientras dejaba todo limpio para el día siguiente, le había contado con sinceridad su vida. Estaba casado, tenía dos hijos y esperaba volver a Cluj. Pero las intenciones pueden debilitarse con el paso de tiempo, y Felicia no perdía nada por intentar que el destino cambiase de rumbo a su favor. La posibilidad de vivir los dos solos, como una pareja formal, con muebles comprados en común y películas compartidas en el sofá, suponía una apuesta dichosa en el presente, y ella no necesitaba más, así lo admitía, pero también una puerta entornada hacia el futuro. Ya veremos, se dijo Felicia muchas veces a lo largo de cinco años. Ya veremos, le murmuró en el oído a Vasili más de una vez. Pero Vasili el Ruso siguió hablando hasta el final de volver a su ciudad en Rumanía. En aquello se había parecido a los vecinos bolivianos, felices de vivir en España, recibiendo siempre a nuevos familiares, con un hijo que no se quitaba la camiseta roja de la selección campeona del mundial de fútbol, pero repitiendo en cada conversación que pensaban volver a su tierra cuando los ahorros y las circunstancias del país lo permitiesen.

Don Antonio acabó cambiando los viajes a Barcelona por escapadas rápidas con Juana a Palma de Mallorca, un verdadero paraíso descubierto en la vejez. Había caído en sus manos el folleto informativo de unas excursiones para personas mayores programadas por el Imserso. Aunque todavía no estaba jubilado, quizá fuese posible apuntarse a la oferta por su edad. Una semana en Palma de Mallorca y 170 euros por persona, con viaje, hotel y comida, resultaba un plan sorprendente y muy digno de tenerse en cuenta.

—Mira, Antonio, a nosotros no nos dan ese viaje, porque no creo que nos corresponda. Eso en primer lugar; y en segundo, que yo me voy encantada cuatro días contigo a Mallorca, pero como pareja de novios y a bailar, no rodeada de viejos del Imserso. Tendrán los equipajes llenos de pastillas.

Eso decía Juana restregándose las manos en el delantal blanco mientras daba por terminadas en la cocina las tareas del día y la discusión sobre el Imserso. Había que ponerle algunos límites a la impertinencia de los años. Envejecer era también una cuestión de cabeza. Al final se salió con la suya, sin darle importancia a que en el equipaje de don Antonio tampoco pudiera faltar el pastillero, y viajaron a la isla en calidad de jóvenes enamorados, como turistas solitarios y sin ninguna programación de carácter social o caritativo. Cada uno se imagina lo que quiere o lo que le dejan imaginarse. Don Antonio volvió encantado y poco hablador, pero ella venía como una locomotora echando vapor por la boca. Se lo contó todo a Felicia e inauguró así una costumbre. Porque acabaron perdiéndole el miedo al avión y a las agencias de viajes, las escapadas se hicieron cada vez más frecuentes, a Ibiza, a Menorca, a Marbella, a Praga, a Santo Domingo, y Juana aparecía siempre con deseos de recordar cada detalle con una alegría minuciosa, la arena de la playa, el buen tiempo, la abundancia del self-service, el tamaño de las habitaciones, las tiendas de souvenirs y las historias de las otras parejas a las que habían conocido. Don Antonio sólo tomaba la palabra para preguntarse con aire de excusa y resignación, en medio de tan buenas y previsibles novedades, que en qué podía gastarse mejor el dinero de sus ahorros, si su hijo tenía ya la vida resuelta. He trabajado mucho, Felicia, añadía. No te creas que antes se viajaba así en España.

A la vuelta de un fin de semana en Lanzarote, le propusieron a Felicia que se quedase con el bar.

—Lo dejo a tu cargo —dijo don Antonio aprovechando que La Españolita estaba vacía después de la primera urgencia de los desayunos—. Búscate un compañero que te ayude y una cocinera, les ponemos un sueldo y nosotros llegamos a un acuerdo. Probamos un año, y luego, si os parece bien, os lo traspaso.

Vasili no cayó en la trampa. En 2006 no faltaba todavía trabajo para los electricistas en Madrid y, sobre todo, no quería enredarse en un negocio que, según él, iba a suponer una descarga de corriente demasiado alta. Felicia, amor mío, lo que tú quieres es electrocutarme… Pero un amigo suyo, Cornelio Popescu, que llevaba dos años casado con una española, se interesó por la oferta. Para que le saliesen las cuentas a don Antonio y para ir ahorrando con vistas al traspaso, Felicia decidió hacerse cargo de la cocina a cambio de una pequeña subida en sus ingresos. Un acto de prudencia más que de avaricia. Todo fue sobre ruedas. Limpió, sirvió cafés, tostadas y magdalenas del horno de Paco, hizo bocadillos, preparó raciones, aguantó el carácter desabrido de Cornelio, un hombre trabajador, pero muy seco, y firmó como testigo en la boda de don Antonio y Juana cuando se decidieron por fin, ya era hora, vivan los novios, a oficializar su relación en el Ayuntamiento de Alcalá.

Qué guapa estás, Juana, dijo Felicia, y qué fea debió de ser la primera mujer de don Antonio. Su hijo, el profesor de química, que había firmado también como testigo, era bastante feo. Al nacer debió de parecerse a la madre. No habló mucho con los demás invitados, no resultó muy expresivo durante la celebración, pero al final pareció contento y conmovido ante la alegría de su padre. La pareja feliz puso rumbo a Mallorca. Estaban dispuestos a confundir su vida con un duradero viaje de novios. Don Antonio y Juana, el dueño y la cocinera del bar La Españolita de Alcalá, iban a comportarse como alemanes jubilados en las orillas del mar Mediterráneo. Se jubilaron a tiempo y vendieron a tiempo La Españolita, justo antes de que empezara a hablarse de la crisis y el miedo.

En abril de 2007, Felicia y Cornelio se quedaron con el local y pusieron en marcha las obras para convertir La Españolita en el Café Bucarest. También habían tenido suerte. Otros amigos tardaron muy poco en sufrir la crisis económica, cuando estalló la burbuja inmobiliaria y se detuvieron las grúas y las hormigoneras de la construcción. Todo se paralizó. Albañiles, electricistas, fontaneros y escayolistas empezaron a sobrar, y con ellos los negocios de alrededor, los talleres de mecánica, los dispensarios de coches, las empresas encargadas de fabricar aparatos de aire acondicionado y las agencias de viajes. Pero don Antonio tenía ya edificada su vida al lado de Juana, y la mayoría de la gente, aunque se viese obligada a hacer números para llegar a fin de mes, siguió pidiendo tostadas y magdalenas del horno de Paco para desayunar o cervezas y tapas para cerrar la tarde con los amigos. Llovió la crisis, pero el temporal no se convirtió en naufragio. El nuevo aire del Café Bucarest había sido un éxito. Felicia no soportó muchos agobios para seguir pagando los recibos de la hipoteca y el préstamo destinado a las obras de la cafetería. Tampoco tuvo que renunciar a bailar con su tarjeta de crédito en el supermercado como signo de hospitalidad alegre y de amistad. No se trataba de hacer excesos, sino de saber cuándo, cómo y dónde había que gastar. Ella no era ninguna loca.

—Todo está más barato. Si es verdad que ganas dinero con ese invento del póquer y si tu familia te apoya, no entiendo por qué no compráis un piso.

Felicia ofrecía su casa, estaban cómodos, Mariana había sido contratada como profesora en la escuela de música. Así que podían esperar y aprovechar la buena racha. Claro que sí, las buenas rachas son un tesoro en los malos tiempos. Los alquileres dolían como un dinero perdido, algo que no debía permitirse un buen jugador. Resultaba más inteligente tener paciencia, mover bien las cartas y pedir una hipoteca. Lo más lógico era que se quedaran en su casa, no había ningún problema, ninguno, hasta que ahorrasen para la entrada de un piso. Pero las razones de Felicia, disfrazadas en la lógica del póquer, no resultaban convincentes para Ramón. Lo primero que había aprendido como jugador, eso que jamás debe olvidarse, era que hacía falta precisar con exactitud lo que iba a poner en juego a medio y largo plazo para no tener que darles después demasiada importancia a sus pérdidas.

¿Perder el dinero? Cuando a uno le sobra el dinero, no hay problema, da igual comprarse un piso o pagar un alquiler, gastar una fortuna en viajes o adquirir propiedades. Pero cuando sólo se tiene un ingreso para ir resistiendo el paso de los días a la espera de que las rutinas laborales sean amables y nada llegue a enturbiar la estabilidad, la apuesta por una hipoteca significaba una mala opción, quedar vendido a la suerte durante muchos años, arriesgarse a perderlo todo y seguir además hundido en la deuda, como estaba pasando ya con la pobre gente desahuciada por los bancos. Gente que pierde la casa, todo el dinero pagado, y que además sigue soportando la deuda aunque se esconda en un país remoto. La propia Felicia le había contado el calvario de una familia de ecuatorianos que se acababa de volver a su tierra, después de ocho años y un desahucio. La mayoría de los compradores de pisos arriesgaba su vida, ponía en peligro todas sus fichas sin pensar que el dinero invertido podía ser más rentable en otro sitio, en otros negocios, en una cafetería, por ejemplo, o en una existencia más digna, dos viajes todos los años a Rumanía, la tranquilidad de no sentirse aterrado por un despido, el orgullo de no sufrir las humillaciones de un jefe impertinente. El problema del economicismo, pensaba Ramón, es que intenta calcular y ponerle precio a todo, incluso a lo que no puede valorarse en billetes de quinientos euros.

¿Qué vale la tranquilidad, el saber que no vamos a necesitar pedirle dinero a la familia para evitar un desahucio, el sentir que uno no está atado a un lugar, a un trabajo, a un préstamo? Eran las preguntas pedagógicas de Ramón en sus conversaciones con Felicia y Mariana. La tranquilidad significaba mucho, y no podía contabilizarse sólo en dinero, la factura guardaba otros valores. El riesgo obligaba a meditar en las pérdidas y las ganancias sin romper los cordones de seguridad. Uno no debe confiar su vida a un destino ciego. Ramón lo había aprendido como jugador de póquer, al descubrir lo importante que era saber cómo y cuánto podía perderse, cuándo convenía pasar o abandonar y poner las expectativas en la mano siguiente. Saber perder o saber ganar, dos caras de la misma moneda. Un ganador era alguien que sabía perder sin equivocarse demasiado. Siguiendo el cálculo de probabilidades matemáticas por el que se guiaba, había veces que jugaba bien aunque perdiera y veces que jugaba mal aunque ganara. El conocimiento a largo plazo no tenía que ver con el resultado concreto de una jugada, sino con la valoración rápida de las expectativas que abrían las cartas mientras se iban descubriendo.

Jugaba al póquer, lo sabía, porque sus estudios de filósofo habían supuesto al final de la carrera una invitación al paro o la necesidad de doblegarse a unas oposiciones de profesor de secundaria con pocas plazas convocadas, difíciles de aprobar y, en el fondo, muy poco atractivas para él. La casa familiar era grande, y antes de conocer a Mariana se había sentido muy cómodo allí, sin malentendidos insalvables. Las impaciencias de su padre eran molestas, a veces ridículas, pero no llegaban a ser hirientes. Al contrario, lo que le afectaba era reconocer que en el fondo compartía muchas de sus preocupaciones. El futuro, la vida, el trabajo y la incertidumbre se convertían entonces en una bola difícil de masticar. Jugaba al póquer para tener un ingreso como parte de su espacio propio, una cuenta de banco sin la necesidad de soportar a un jefe o de enfrentarse a un tribunal dispuesto a examinarlo de Descartes y Platón. Sus estudios sobre teoría de juegos desembocaban en la posibilidad de ganar, con irregularidades previsibles y controladas, 2500 euros al mes, un sueldo aceptable, un ejercicio de gimnasia mental con red, ya que era muy tranquilizador contar en cualquier momento con la ayuda de su abuela Ana y de sus padres. Pero la relación con Mariana puso en evidencia aquella situación. Al necesitar de su trabajo, comprobó su fragilidad.

A Ramón también le gustaba pensar que en el póquer había encontrado una fusión perfecta entre la tendencia de su padre al enigma, amigo del riesgo, siempre en la neurosis de la duda, y las abstracciones matemáticas de su madre. El padre, la madre, las cartas y el ordenador, todo se mezclaba como un cóctel para desembocar en el sentido de su trabajo y en un extraño carácter marcado desde niño por los apasionamientos apáticos. Sentía afición por las cartas desde la adolescencia, como habilidoso jugador de Magic. Con sus amigos del Instituto Fortuny y de los dos primeros cursos de la universidad, había participado incluso en campeonatos nacionales de un juego complejísimo, un entramado de cartas coleccionables que obligaba a memorizar una cantidad enorme de información y a practicar continuos cálculos de probabilidad sobre los restos de la baraja y las estrategias que el oponente podía guardar en su mano. Ramón no era un ser raro. Se trataba de una experiencia normal en su generación, un entretenimiento que estaba en el origen de la destreza de muchos jugadores de póquer. De las partidas de Magic provenía David Williams, un jovencísimo jugador tejano que en pocos años había acumulado unas ganancias en vivo de ocho millones de dólares.

A la soledad de su cuarto y a la pantalla del ordenador se acostumbró como jugador de StarCraft, un video juego de ciencia ficción, ambientado en el siglo XXVI, en el que tres razas provenientes de distintos planetas, los Terran, los Zerg y los Protoss, luchaban por el dominio de un sistema solar llamado Sector Koprulu. Los combates entre humanos, insectoides y alienígenas obligaban también a complicadas estrategias de defensa y ataque, de planificaciones combinadas entre unidades aéreas, terrestres y constructoras, de aniquilación de las posesiones del enemigo y acumulación de recursos. Gracias a StarCraft y al sistema Nintendo 64, Ramón había pasado días enteros como habitante de un mundo virtual en el que un lenguaje cerrado en sí mismo, muy atractivo para marcar las fronteras de una realidad diferenciada y propia, le hacía tomar decisiones sobre el Kristalis, el Gas Vespeno, los Fantasmas, los Murciélagos de Fuego y las Naves de Evacuación.

—Hijo mío, sal de tu habitación. Hay que tender puentes con la realidad. No puedes estar todo el día encerrado.

A Juan Montenegro le gustaba poco que su hijo se hundiese en sí mismo. Convenía salir, poner los pies en la tierra, no olvidarse de los demás, porque los demás forman parte de uno mismo. Era evidente que el gusto por la ciencia ficción y por los cálculos de estrategias resultaba inseparable de la forma en la que Ramón entendía el ejercicio de filosofar, de construir mapas mentales, de convertir cientos de olas diferentes en un único color azul, mil detalles concretos en una abstracción dispuesta a funcionar como modelo. Pero los mapas, las abstracciones y los modelos sólo son útiles cuando enseñan a situar las decisiones en la realidad. Todo lo demás se convierte en puro dogma. La poesía se hace con palabras, pero es algo más que palabras, le había explicado Juan muchas veces a Ramón. Un poema íntimo es un espacio público, algo que se parece al patrimonio de una comunidad. La poesía es posible porque vivimos en primera persona sentimientos que son universales. Cada uno tiene su amor, su odio, su miedo, su coraje, su vida, su muerte. Pero todo el mundo entiende y comparte el significado del amor y del odio, del miedo y del coraje, de la vida y de la muerte. Los poemas sirven, resumía Juan, para hacernos comprender que la vida es una conversación, una calle repleta de bares y de gente, un lugar en el que el nosotros es inseparable del yo y el yo se convierte en mentira cuando se distancia del nosotros. Ese era el sermón.

—Pues, cariño, no hay un lenguaje más universal que el de las matemáticas.

No es que Lola estuviese contenta con el carácter cada vez más solitario y reservado de Ramón, pero confiaba en el desenlace natural de los acontecimientos, segura de que si alguna vez tuviese un problema grave se lo contaría a ellos o a su abuela. Evitaba una conversación dramática sobre la deriva que estaban tomando las costumbres de su hijo porque quería restarle importancia a su aislamiento y a las discusiones con su padre. Pero de vez en cuando se atrevía a hacerle algún comentario.

—Sales de casa únicamente para ver a la abuela, no llamas ni siquiera a tus amigos.

—Claro que los llamo, mamá, y salgo con ellos algunas noches después de cenar. Es que tú no te enteras. No te preocupes, de verdad. Papá y tú os pasáis también la vida en el ordenador. Él escribe palabras y tú números.

Cuando empezó a jugar al póquer, Ramón se dedicó a hacer ecuaciones, algo que recordaba mucho al trabajo de su madre. El póquer por Internet no se parecía en nada a esa mitología de la timba, el humo del tabaco, el hielo deshaciéndose en la copa de whisky y la mirada fría del trasnochador que vigila el rostro de los oponentes para leer el alma de sus ambiciones y los secretos de sus cartas. El póquer como profesión era en realidad una práctica poco frecuente antes de Internet. Por mucho que se viese la cara de los contrarios, y por mucho que los casinos se llenaran de jugadores desastrosos, un ritmo de treinta y cinco manos por hora daba demasiadas oportunidades al azar y no facilitaba la previsión razonable de unos ingresos. Sólo la banca tenía aseguradas sus ganancias. Las matemáticas y las expectativas entraban en juego de manera lógica en sesiones de mil manos por hora y en carreras de fondo de ochenta mil al mes. Ramón solía jugar en tres pantallas distintas a la vez. Ahora haces matemáticas como tu madre, comentaba su abuela Ana, pero no te engañes, eres igual que tu padre. Por eso discutís tanto.

Había visto a su madre llenar de números muchas libretas y escribir largas narraciones matemáticas en la pantalla del ordenador. Lola gozaba de un prestigio muy alto en la vida universitaria por las repercusiones sociales de su dedicación pura a la ciencia. Ramón fue consciente de ese crédito poco después de matricularse en la Facultad de Filosofía, pero acabó de valorar la importancia de sus investigaciones cuando decidió especializarse en teoría de juegos. Su padre tenía la fama contradictoria del hombre público que escribe libros, colabora en periódicos, hace declaraciones, participa en actos políticos, ofende a unos, defiende a otros y levanta amores o rencores. Siempre suponía un riesgo de consecuencias imprevisibles admitir en una reunión que era hijo del poeta y profesor Juan Montenegro. Su madre contaba con la fama académica, respetable y segura de la científica que convertía sus opiniones en un laboratorio discreto al servicio de toda la comunidad.

Dolores García Delgado había sido una de las pioneras en utilizar las matemáticas en la lucha contra el cáncer. Sus aportaciones en congresos celebrados en Atlanta, Roma o Berlín habían despertado un eco notable en la universidad y en algunas directrices sanitarias de carácter institucional. Ramón encontraba seguridad en el carácter reposado y en la fuerza de voluntad de su madre. Juan, además de la tranquilidad que equilibraba las fragilidades de su propio carácter, admiraba la seriedad de su trabajo. Se sentía orgulloso de ella. Magnífico, ya era hora de que alguien se dedicase a algo serio en esta pandilla, repetía en las cenas con los amigos cada vez que su mujer obtenía un premio o un reconocimiento profesional. Consideraba que la dedicación de Lola unía de manera sigilosa la huella del compromiso político de sus padres y la ilusión de modernidad de la chica que se había educado en la movida madrileña, dispuesta a romper con las tradiciones y a asumir cualquier reto. Había crecido de forma natural en el deseo de no admitir ninguna limitación. Quizá por eso, pensaba Juan, y porque respiraba con la misma tranquilidad que Ana, su mujer tenía una conciencia muy clara de quién formaba parte de su mundo y se comportaba de un modo tan paciente con los demás, aceptando la lógica de los bellos recuerdos, las inseguridades de los otros, los excesos de Andrés, el carácter solitario de Ramón y las envidias de algunos compañeros de departamento. Su forma de ser estaba hecha de admiración y amor a los suyos y de una inteligencia que le permitía comprender sus debilidades y mantenerse indiferente ante las ofensas del mundo exterior.

—No sé cómo no lo mandas a la mierda —comentaba Juan al enterarse de alguna historia turbia, la estupidez o la mala intención de un compañero envidioso—. Admiro tu falta de vanidad y tu paciencia con los tontos.

—Y con los listos, no se te olvide. —Lola reía, dispuesta a cambiar de conversación como si estuviese contando la historia de una herida incapaz de dejar cicatrices—. Andrés repite que tú pones el pie en una ciudad con sol y empieza a llover. Tú contestas que Andrés llega a un paraíso primaveral y suben las temperaturas hasta convertirlo en un desierto. Bueno, pues yo he salido a mi madre. Me dedico a convertir los desiertos en paraísos y los días de lluvia en ciudades con sol. Eso por lo que se refiere a los míos. Doy por descontado que en el mundo exterior abunda la estupidez. Os tengo engañados. No te equivoques. En el fondo, Juan, soy bastante más mala que tú. Si te afecta el comportamiento de los demás es porque te resulta imposible la indiferencia. Eres un drogodependiente. El tabaco, el alcohol, el mundo… Todavía le das demasiado crédito al género humano. Deberías elegir a una sola persona, como si fuese la única copa de whisky permitida. —Le tomaba de la mano para bromear y bajaba la voz como guardando un secreto—. ¿Qué te parece? Por ejemplo, yo. Antes de dormir, te preocupas todas las noches por mí y te olvidas de los demás.

—¡Qué forma más hermosa de reprocharme que no cumplo contigo!

Además de a buscar paraísos primaverales y ciudades con sol para los suyos, Lola se había dedicado a cuantificar los costes económicos del tabaquismo. Juan, que llevaba dos años sin fumar, estuvo a punto de caer de nuevo en el vicio cuando Lola explicó en una conferencia, después de valorar el gasto sanitario y de cuantificar la factura de los días laborales perdidos y de las muertes anticipadas, que las ganancias del Estado gracias a los impuestos de las tabacaleras resultaban ya muy inferiores al dinero que se destinaba a remediar sus males. El congreso, organizado por el Ministerio de Sanidad, se celebraba en Valencia. La habían acompañado Juan y Andrés, que aprovechó el viaje para visitar a una de sus novias.

—Así se preocupan ahora tanto por nuestra salud —comentó Juan—. Es un imperativo moral volver al tabaco.

—No digas tonterías. El cáncer no lo ha inventado la policía.

—¿Estás segura? —preguntó entonces Andrés, encendiéndose un cigarro.

Lola se había dedicado durante los últimos años a un proyecto de investigación biomédica. Se trataba de utilizar las matemáticas para diseñar modelos de simulación de los procesos biológicos. Estudiaba los mecanismos de comunicación entre células y valoraba las diversas probabilidades en la evolución de los tumores. La simulación de desarrollos cancerígenos a través de ecuaciones diferenciales convertía la pantalla del ordenador en un laboratorio para analizar, ahorrando largos meses de experimentos, algunas variables biomatemáticas. Ese era el relato numérico interminable que Ramón había visto muchos fines de semana en el ordenador de su madre, cuando la profesora García Delgado se llevaba el trabajo de la facultad al laboratorio portátil de su casa.

Ramón también hacía ecuaciones y valoraba posibilidades de desarrollo en ese mundo virtual de dólares reales que era el Texas Hold’em sin límites, al que accedía a través de la sala PokerStars y de un vocabulario que trazaba la frontera precisa de su campo de actuación. Palabras y dinero sobre la mesa.

—No lo entiendo. ¿Cómo es? —preguntó una tarde Iniesta.

Cartas sobre la mesa, cartas privadas, cálculos y apuestas. Ramón solía entrar en partidas de diez dólares la ciega grande y cinco la pequeña. Una ciega grande era la apuesta alta obligatoria que las reglas imponían a un jugador antes de ver ninguna carta. Otro jugador estaba obligado a poner en la misma mano una ciega pequeña para desencadenar los acontecimientos. Este modo de asegurar apuestas iniciales suponía uno de los secretos del éxito del póquer por Internet. Desde el principio había algo en juego. Cuando empezaba el «preflop», cada jugador recibía dos cartas privadas. Se abría la primera ronda de apuestas. El jugador «under the gun» hablaba. Los demás podían igualar, abandonar, subir o resubir. En el segundo acto, llamado «flop», se descubrían tres cartas en el centro. Nuevos cálculos y nueva ronda. El juego seguía cuando llegaba el momento del «turn» y aparecía una cuarta carta sobre la mesa. Para dar paso al capítulo final, el «river», se descubría la quinta y última carta. Si dos o más jugadores continuaban en la disputa, se llegaba al desenlace, el «showdown», y se enseñaban las jugadas.

—Qué complicado —dijo Iniesta la primera vez que Ramón intentó explicarle las reglas del juego al que destinaba sus tres pantallas de ordenador—. Las palabras son muy raras.

Se trataba de una complicación matemática, la disciplina de valorar expectativas, de calcular probabilidades y optar por la solución más razonable. Jugar mal no era lo mismo que perder. La buena jugada no podía confundirse con la que ganaba al final, sino con la que mejor se adaptaba a los desarrollos posibles. Un programa llamado Holdem Manager era capaz de medir las jugadas de acuerdo con las expectativas de valor. La tranquilidad de Ramón no dependía de que las cosas salieran bien o mal durante unas semanas. A la larga no tenían importancia las rachas. Lo decisivo eran los gráficos, las líneas ascendentes o descendentes del HM EV al analizar las jugadas. Parecían un electrocardiograma, pero señalaban los cálculos mentales, no las sorpresas del corazón. Aunque el dinero valorado no correspondiese con lo ganado y lo perdido, con el éxito y el fracaso, el programa le permitía descubrir si sus decisiones descansaban en un razonamiento matemático.

Algunos jugadores inexpertos que ganaban con suerte mucho dinero en unas cuantas partidas, acababan perdiéndolo al cabo de pocos días al subir sus apuestas de un modo temerario. Ramón no era ningún genio del póquer, pero tenía el talento y la disciplina suficientes para ganar entre una y cuatro ciegas cada cien manos. La apatía que dominaba muchas de sus decisiones en la vida se transformaba en una paciencia vigilante a la hora de jugar. Como en las cartas todo era cuestión de expectativas, no había lugar para la culpa y, en consecuencia, tampoco para los enfados que estallaban con la intención de ocultar las propias debilidades. No quería hacerse rico, no necesitaba demostrar nada. Su media, después de ochenta mil manos, le aseguraba un ingreso de 2500 euros al mes. Y nada más. Sin vocación de futuro, sin grandes esperanzas, sin dejarse arrastrar por las angustias del miedo o de las ambiciones, había encontrado la simulación de un trabajo, la posibilidad de una independencia real, una evolución particular de ese tumor cotidiano e imparable de la realidad.

—¿Ese dinero es seguro?

—En el póquer nada es seguro. Yo calculo probabilidades. Para eso sirven las matemáticas. Así que debes estudiar.

—Las matemáticas son seguras.

—Mis decisiones sí. Pero el juego nunca lo es. También cuenta el azar. Mira, Iniesta, piensa en el delantero centro que tira un penalti. Si es buen jugador, podemos apostar con tranquilidad. Suponemos que sabe darle al balón, que mide la fuerza de su disparo, que conoce la estrategia con la que se enfrenta, que ha estudiado antes si el portero se tira hacia la derecha, la izquierda o si suele quedarse de pie en el centro. Suponemos que tiene motivos también para decidir si conviene lanzar por bajo o por alto, por la cepa del poste o por la escuadra. Sabemos, además, que de cada cien penaltis mete noventa. Ya está. Hay un noventa por ciento de posibilidades de que marque el gol. Apostamos a su favor. Es lo seguro. Pero luego viene el azar, vienen los detalles que no podemos saber. Es posible, quién sabe… Una irregularidad en la hierba le hace disparar mal, tal vez se distraiga con una cara conocida entre el público que lo mira detrás de la portería. O un grito le rompe la concentración. O esa mañana su novia lo ha abandonado y está con el ánimo por los suelos. O el portero acaba de ser padre y se siente mejor que nunca, más puñeteramente acertado que nunca. Cualquier cosa. Hay un noventa por ciento de posibilidades de que el delantero meta el penalti. Un buen jugador de póquer debe apostar sin dudas. Pero, de pronto, pasa un avión por el cielo, ladra un perro en el córner, el delantero se pone rabioso al acordarse de que un cretino le está poniendo los cuernos y se ha ido con su novia a Palma de Mallorca… Y tira mal, y falla. Entonces los más tontos se quedan con el dinero. Cualquier juego es inseparable del riesgo. Las matemáticas, Iniesta, sirven para jugar. Pero no son un juego. Así que tienes que hacer los deberes.

Ramón tenía que confesarse a sí mismo que sólo había considerado el póquer como una verdadera profesión cuando decidió irse a vivir con Mariana. Ya tengo un trabajo y puedo independizarme, se había repetido al prepararse para hablar con Juan de su nueva vida. Por eso no le gustaba responder preguntas sobre ganancias en dólares y darle demasiadas explicaciones al niño. Las jugadas del póquer mueven al mes, con el vaivén de las ganancias y las pérdidas, mucho más dinero del que uno dispone en realidad para sus gastos personales. Felicia le había pedido a Ramón que ayudase a Gabriel, el hijo de los vecinos bolivianos, con las matemáticas. Su padre había empezado a llamarle Iniesta por el empeño que puso en que le compraran la camiseta del número 6 de la selección cuando España ganó la Eurocopa. Ahora sus vecinos y la clientela del Café Bucarest lo llamaban también así. Dos años después, y con sólo una talla más, seguía fiel al número 6 y había llegado vestido de rojo hasta la noche inolvidable en la que Iniesta marcó el gol de la victoria en la final del Campeonato del Mundo. El gol era suyo, la copa era suya, el éxito era suyo, había gritado Iniesta entre las sillas del Café Bucarest, con una inocencia muy parecida a la que derrocharon los clientes del café, ya hubiesen nacido en Alcalá, Rumanía, Ecuador o Bolivia, cuando la selección consiguió la victoria.

A ver, Iniesta, ¿el número 1? Casillas. ¿El número 15? Sergio Ramos. ¿Y Xavi? El número 8. ¿Y el número 9? Torres. ¿Y Ronaldo? Es el siete de Portugal. Los clientes le preguntaban a Iniesta y el niño contestaba como una enciclopedia. Su memoria le valía de vez en cuando una propina, y con ella en la mano salía disparado, regateando sillas, a comprar sobres con cromos para su álbum de la Liga. Lo completó antes de empezar el colegio porque Felicia escribió una carta a los editores y compró por correo los diez últimos cromos. ¿Y Villa? El número 7. ¿Y Forlán? Es el 10 de Uruguay. ¿Y Messi? También el 10 con el Barcelona y con Argentina. ¿Y de tu tierra? ¿Mejores jugadores de la selección de Bolivia? Luis Héctor Cristaldo, 93 partidos y 5 goles. Marco Antonio Sandy, 93 partidos y 6 goles…

—Es que en la familia tenemos muy buena memoria. Mi padre conoce el nombre de todos los pájaros.

Carmen y Ataúlfo, Ata para la clientela del café, el Chino Navas para sus amigos bolivianos, se habían conocido, ya en España, en 1999. Decidieron casarse cuando ella supo que estaba embarazada. No resultó fácil, porque ninguno de los dos tenía permiso de residencia. Por suerte se enteraron de que un juez, Luis Carlos Nieto, don Luis Carlos, casaba en Motril sin pedir los documentos de residencia. Celebraba las bodas, además, en fin de semana, los sábados, para facilitar el viaje a los inmigrantes. El Palacio de Justicia de Motril había viajado por medio mundo en cartas o mensajes llenos de sonrisas y fotos de boda. Siempre hay personas empeñadas en facilitar las cosas y personas que necesitan crear problemas a los demás, decía el padre de Iniesta para resumir sus ideas sobre el mundo. El Chino Navas se había encontrado con todo tipo de personas desde que salió de Rurrenabaque, al este del parque Madidi, en las orillas del río Beni.

—El mundo es un acordeón —confirmaba Felicia cuando salía el tema—, se abre, se cierra y hay de todo. Pero, Ata, los que se levantan más pronto llegan más lejos —sentenciaba detrás de la barra.

El Chino Navas, con sangre takana, estaba acostumbrado a levantarse con los primeros aleteos y el canto de los pájaros. Las personas son más difíciles de conocer que los pájaros, pensaba. El canto de los pájaros no engaña.

Cuando en la Navidad de 2009 llegó a su casa Evaristo, el hermano de Ata, Iniesta se quedó asombrado de cómo conocían el canto de los pájaros. Eran unos expertos. Habían crecido al lado de la selva. Estaban felices, se reían, silbaban, imitaban. Mira, silbaba Evaristo. Un picaflor. Y este, silbaba su padre. Un tunqui. Y este, un tapacaré, o un carpintero campestre, o un inambú colorado, o una paraba frente roja…

—Conocen más de novecientas clases de pájaros. Yo me sé muchos jugadores de fútbol.

—Mi padre es del Granada —le dijo Ramón cuando lo conoció, en el Café Bucarest. Cornelio no trabajaba, y Felicia había llamado al niño para que hiciese un recado—. A ver, Iniesta, si me dices jugadores del Granada, te doy cinco euros para que te compres sobres.

—Pero ¿no me has dicho que sois del Real Madrid?

—Sí, claro, pero mi padre es también del Granada. Nació allí.

—Este año ha subido a segunda división. Ascendió en un partido contra el Alcorcón. Ha fichado a Orellana, un jugador chileno que hemos visto en el mundial. El portero se llama Roberto. Son muy buenos Geijo, Dani Benítez, Ighalo, Nyom…

—Para, para, puedes estar engañándome. No conozco a ninguno. Aquí tienes tus cinco euros.

—Gracias, y no te engaño. Mi padre conoce el canto de muchos pájaros, casi mil.

Ramón intentó imaginarse el río Beni y el parque Madidi. Resultaba difícil entender las nostalgias de aquellos dos hermanos de Bolivia, alegres con el triunfo de la selección española, pero que silbaban sonidos melodiosos y raros en un piso de Alcalá, separados de los mil pájaros de su pueblo. ¿Qué tendría que ver Iniesta con ellos, con sus recuerdos, cuando fuese mayor? Sería una distancia mucho más profunda que la que él había sentido con su padre, con el niño granadino de los años sesenta que pegaba en su álbum los cromos de las latas de Cola Cao, o las colecciones de obras maestras del arte, la fauna del planeta, los países de la tierra. El olor a pegamento Imedio, le había dicho su padre, forma parte de mi infancia. El olor… y también el sabor del pegamento, porque muchas veces había que hacer fuerza con los dientes para abrir el tapón que se quedaba petrificado entre las burbujas de un plástico seco con sabor a ácido. Un olor desaparecido de la educación sentimental, como tantas cosas, insistía su padre empeñado siempre en hacer comparaciones extrañas. Ahora los cromos son adhesivos, vienen ya preparados.

Juan había coleccionado con Ramón algún álbum de fútbol, había comprado y abierto sobres durante los veranos en Rota y escrito listas con los jugadores y los escudos que faltaban. Incluso lo había acompañado al rastro, en Madrid, para cambiar o comprar algunos de los cromos más difíciles. Pero cuando la inercia coleccionista de Ramón derivó hacia las cartas de Magic, el desinterés del padre por ese mundo nuevo de guerreros extraños y la adolescencia del hijo facilitaron una separación cordial en el cruce de caminos.

Gabriel Navas, Iniesta, el número 6 de la selección, era español, había nacido en Móstoles. Carmen y Ataúlfo eran bolivianos sin nacionalidad española, pero con permiso legal de residencia desde la regulación del año 2005. Casi ochocientos mil inmigrantes pudieron regularizarse con muchas facilidades. Bastó con acreditar dos años de residencia en España gracias a cualquier documento, sirvieron incluso las facturas de compras realizadas en el país o un abono en los transportes públicos. Fue una suerte. Pero las cosas volvían a estar muy difíciles por culpa de la crisis y de las leyes de extranjería. El tío Evaristo había entrado en España con un permiso de tres meses de estancia, una carta de invitación tramitada por su hermano Ataulfo y dos mil euros. Era un viaje de tanteo, ganas de ver a la familia y comprobar si podía quedarse. Ahora estaba sin papeles. Para legalizar la residencia hacía falta un permiso de trabajo, y para conseguir el permiso de trabajo necesitaba la residencia. Una pesadilla que se mordía la cola.

—Pues que se hubieran quedado en su tierra. No hacen más que protestar. Nadie los ha llamado —había comentado una tarde Cornelio Popescu, detrás de la barra, mientras ponía otra cerveza delante de Domingo, el dueño del quiosco de prensa—. Hay mucho paro aquí, joder. Que no vengan a quitarnos el trabajo.

A Ramón le extrañó el comentario de Cornelio. No porque fuese un argumento raro en las conversaciones de la gente. Saltaba un estribillo semejante cada vez que aparecían en los informativos de televisión noticias sobre las cifras del paro, los problemas que generaba la abundancia de niños extranjeros en los colegios, la saturación de los servicios de urgencia en los hospitales o la dificultad de integrar a tantos inmigrantes. No era tampoco la primera vez que le oía decir algo así. Pero le impresionó su tono crispado, el convencimiento con el que hablaba Cornelio, un rumano, casado con una española, que había emigrado también de su país para buscarse la vida. Él sí que se había integrado bien. Ramón tardaría poco en enterarse de lo orgulloso que estaba Cornelio Popescu de ser ciudadano de la Unión Europea, de llevar seis años casado con una española, de ser propietario junto a Felicia del Café Bucarest, de pagar sus impuestos, de tener dos hijas nacidas en Alcalá y de permitirse el lujo de hablar mal de los marroquíes y los latinoamericanos. Domingo, el quiosquero, debía de conocer bien los orgullos de Cornelio y lo antipático que se mostraba cada vez que los bolivianos aparecían por el local. Contraatacó enseguida, medio en broma, medio en serio, dispuesto a poner las cosas en su sitio.

—A mí me gusta cómo hablan —comentó Domingo después de dar el primer sorbo a la cerveza. Se había acostumbrado a ver al niño, tan bajito, de pelo negro, de rasgos tan indios y tan gracioso con su camiseta roja. Muchas cosas en tan poco cuerpo. Pasaba todas las mañanas delante del quiosco, camino del colegio, con una mochila más grande que él a sus espaldas. Por las tardes lo veía correr de un sitio para otro, igual que un manojo de nervios, haciéndole recados a Felicia. Como no le gustaba quedarse mucho tiempo en el café cuando estaba Cornelio, porque lo trataba casi siempre de mala manera, con una antipatía que rayaba en el desprecio, Iniesta se refugiaba con frecuencia en el quiosco. Iba a darle conversación, buenas tardes, don Domingo, cómo está usted, y abría allí los sobres que compraba o le pedía el Marca para estar informado de las noticias. Le había tomado cariño—. Los bolivianos tienen un acento suave que suena a buen español. Y utilizan un vocabulario muy rico. Así se hablaba en España hace algunos años, antes de que llegaras, cuando tú no eras todavía ciudadano europeo y no repartías tarjetas de visita como propietario de una cafetería. Viniste a Alcalá con más hambre que una rata en un barco fantasma.

Cornelio Popescu se enfadó, empezó a disparatar con insultos muy castizos pero pronunciados con las aristas de su acento extranjero, y Domingo, muerto de risa, lo acusó de racista. Ya ves, los recién llegados son los más racistas, sentenció mientras se volvía para mirar hacia la mesa en la que estaban Ramón y Mariana. Luego llamó a Felicia para preguntarle si en Bucarest había triunfado también el nazismo, pero ella no quiso entrar en la discusión. Yo no sé nada, Domingo, no había nacido todavía en tiempos de Hitler, y no me tires de la lengua, que después el socio se enfada conmigo y está dos días sin hablar.

—Oye, Cornelio, ¿también te enfadas con Felicia? —Domingo volvía a la carga, entretenido por la situación y orgulloso de tener espectadores—. Pero ¿tú no te ríes nunca?

—No veo que haya ningún motivo para reírse.

Felicia sí se reía, evitaba problemas y se esforzaba en ayudar y comprender a los demás. Todos los dramas que estaba dispuesta a soportar en la vida se habían quedado muy lejos, en Transilvania, junto al recuerdo cada vez más borroso de su ex marido. Prefería convencerse de que Cornelio reaccionaba como un gruñón con un carácter muy seco, un antipático profesional, pero en el fondo era una buena persona, y muy honrado a la hora de hacer las cuentas. No se trataba de una cualidad insignificante cuando había que compartir un negocio. Los estafadores suelen caminar con la sonrisa y las buenas palabras por delante. El amigo Domingo era muy cariñoso con Iniesta, sin duda, pero ella sabía que llevaba años sin hablarse con sus hermanos…

—Fue al poco de empezar de camarera en La Españolita. Llegó un señor, pidió un café, lo pagó y me preguntó si conocía al quiosquero. Cuando le contesté que sí, que era amigo, que venía por las mañanas a desayunar y por las tardes a tomar cervezas, me dijo que estábamos hablando de su hermano Dominguito. Un hermano de sangre, de padre y madre, pero un verdadero hijo de puta. Señora, nos ha engañado a mi hermana y a mí, y se ha comido él solo la herencia de mi tía. Para que lo sepa, me dijo. Luego se fue tan a gusto, sin tomarse el café. Nunca se lo he contado a Domingo. Y menos mal que no estaba aquí Cornelio, porque sería capaz de llamarle ladrón de herencias cada vez que discuten.

—Eso pudo ser una mentira, una cabronada —supuso Ramón.

—La maldad siempre tiene un motivo. Aquel hombre se estaba vengando de alguna ofensa. Si no era un hermano engañado, era un marido cornudo o cualquier otra cosa. —Felicia no quería criticar a Domingo. Contaba la historia para explicar que todo el mundo tiene sus sombras, su cara y su cruz. Hasta en las personas más simpáticas duerme un secreto—. Así que es mejor no dividir a los conocidos en buenos y malos. No hagáis de Cornelio el malo de la película, que yo trabajo con él.

Un día Iniesta entró lloroso en el bar porque la profesora de matemáticas se había enfadado. No atendía, era incapaz de concentrarse en clase y nunca llevaba unos deberes presentables. Sólo borrones y malas cuentas. Si lo sacaban de las camisetas de los jugadores de fútbol, los números le sonaban a chino. Pero si tú eres el hijo del Chino Navas, gritó con una carcajada Cornelio. Deberías enterarte de todo. Ser tan listo como tu padre. El niño no se rio. Estaba bloqueado, no había hecho más que empezar el curso y ya sentía miedo de ir al colegio. Cornelio comentó que aquella tontería se arreglaba con una buena paliza. Pero Felicia tuvo una idea mejor. Su amigo Ramón, el novio de Mariana, sabía muchas matemáticas. Seguro que no le importaba ayudarle a hacer los deberes y entender las cosas.

Desde finales de septiembre, Iniesta fue dos veces por semana, los martes y los jueves a las cinco de la tarde, al piso que Ramón y Mariana acababan de alquilar. Los sábados por la mañana solían quedar también para repasar y avanzar en el programa. No era tonto Iniesta, desde luego, pero tenía muchos pájaros revoloteando en la cabeza. Resultaba muy difícil que se concentrase, que entendiese el problema antes de empezar a hacerlo. Se precipitaba porque, más que de aprender los mecanismos de la asignatura, sentía la urgencia de acabar cuanto antes con una tarea desagradable. Y, además, le gustaba hablar de todo, preguntar sobre el póquer, el violín de Mariana, la hierba del Santiago Bernabéu, el zoológico de Madrid, Vasili el antiguo novio de Felicia, ese sí que era un hombre simpático, las ciudades de Rumanía, Motril, Palma de Mallorca, las noticias de Juana y don Antonio, cualquier cosa que sirviera para desviar la atención de las matemáticas. La cosa se agravaba si Felicia les pedía que fuesen a dar la clase al café. Cuando faltaba Cornelio, el niño estaba cómodo allí y a Felicia le gustaba tener un amigo al que pedirle, si hacía falta, un favor. Siempre surgen cosas, un recado, una prisa, una carencia. Cuando necesitaba una caja más de magdalenas, por ejemplo, no podía cerrar el Café Bucarest para acercarse ella misma al horno de Paco.

—Iniesta, no corras tanto —Domingo lo llamaba al verlo pasar por delante del quiosco—. Respira con tranquilidad que el aire no está privatizado todavía.

—¿Cómo?

—Que respires tranquilo. No nos cobran por respirar. Mira a Cornelio. ¿No te has dado cuenta de con qué gusto respira? No he visto a nadie con más aspiraciones. Eso es porque el aire le sale gratis.