VII
—¿Se encuentra usted bien?
La presión en el pecho impidió cualquier tipo de reacción por mi parte, el dolor era más fuerte que la exigua resistencia que yo podía presentar, me costaba respirar y esa sensación hacia que intentase respirar con más rapidez llevándome al borde de la asfixia. Comencé a transpirar profusamente empapando la camisa. Me llevé la mano al pecho, me dejé caer sobre el respaldo del asiento y abrí la boca todo lo que pude intentando llenar los pulmones de aire.
No podía respirar, me estaba ahogando, los síntomas y el miedo a morir eran demasiado reales para no estar seguro de que se trataba de un ataque al corazón. Intentaba con desespero llenar mis pulmones de aire, cada inspiración se convertía en padecimiento inútil. El resultado era descorazonador, todos mis esfuerzos eran recompensados con más dolor. La visión se me nubló transformando el salón de Albert en una versión reducida de Londres.
Unas manos delicadas me aflojaron la corbata y soltaron los botones de la camisa más cercanos a mi cuello. Unas suaves palabras me pedían que me tranquilizase, que respirase más despacio. Me dijo que no iba a morir, que no era un ataque cardiaco. Me tapó la boca y un orificio de la nariz y me hizo respirar de forma profunda.
—Solo es un ataque de pánico.
Era la voz de la mujer de Albert, la mujer que tanta hostilidad había mostrado al verme, la persona que me detestaba y no hacía ningún esfuerzo por disimularlo era quien se había ocupado de mí.
Lentamente, demasiado para mis necesidades, el dolor del pecho fue remitiendo, la respiración se fue regularizando y la sensación de ahogo se esfumó con la misma rapidez que la niebla que me impedía la visión apareció. Por último la habitación recuperó su habitual atmósfera.
—Será mejor que se vaya a casa a descansar —dijo la mujer.
—Emma, no podemos dejarle que se vaya en este estado —replicó Albert.
—¿Acaso no sabes que te falta poco para acabar en un campo de concentración? ¡Y todo gracias al hombre que está sentado en nuestra habitación! —La mujer parecía estar a punto de perder los nervios.
—Pues tú acabas de atenderle —se defendió Albert.
—¡No podía dejar que se nos muriese aquí! ¡Era lo último que te faltaba para cavar tu propia fosa, que encontrasen si vida al gran Hauptsturmführer Peter Berger en nuestra casa!
—Lo sé, cariño, pero es que no comprendes…
—¡Fuera de mi casa, ya! ¡Y si sigues con esa actitud vas a irte con él!
Albert comprendió que la batalla la tenía perdida, y viendo el fuerte carácter de Emma se me antojaba que también la guerra.
—Yo iré mañana a primera hora a su casa y veremos qué podemos hacer con su problema —me dijo Albert bajo la atenta mirada de su mujer.
—¡¿Qué vas a ir a su casa mañana?! ¡¿Te has vuelto loco?! —La mujer ya se encontraba fuera de sí, mi memoria estaba desaparecida, pero sabía que jamás había sido el receptor de una mirada tan terrorífica.
Albert observó a su mujer como si fuera la primera vez que la veía en ese estado, se acercó a ella y cuando yo esperaba que le abofetease la abrazó con fuerza.
—Recuerda lo que debe hacer un buen cristiano, busca en tu corazón, allí encontrarás la respuesta —le dijo a su mujer al oído.
—Albert, lo intento, de verdad que lo intento, pero no soy capaz de poner la otra mejilla —reconoció Emma ya más tranquila.
Yo asistía a aquel drama familiar sintiéndome culpable por la situación creada. En ese momento me hubiera gustado desaparecer, dejar a esa buena gente en paz. Hubiese sido mejor no despertar, dormir hasta que todo se solucionase.
La mujer recuperó la calma, se separó de su marido y me dirigió una mirada gélida. Una sombra de pánico cruzó por sus ojos, pareció darse cuenta de que de nuevo el peligro se cernía sobre su familia. En esa ocasión su reacción denotaba cansancio, la adrenalina había dejado de fluir por su cuerpo y se había llevado con ella parte de la energía de Emma.
—Ya no hace falta una investigación para condenarte, acabamos de confirmar a uno de los inquisidores que somos católicos —dijo resignada la mujer.
Antes de que Albert contestara detuve sus intenciones con una señal de mi mano.
«No tiene que preocuparse. No represento ningún peligro».
De nuevo me encontraba en el lugar que parecía ser mi hogar. Me tumbé en la cama sin quitarme el uniforme negro. Mi viaje de regreso parecía difuminarse en mi cabeza, solo recordaba con nitidez mi despedida de la casa de la familia Müller. Albert me prometió volver al día siguiente, Emma respiró aliviada al verme partir.
Volver a sufrir un ataque de pánico no me preocupaba tanto como conocer el motivo que lo desencadenó. Estaba seguro de que las palabras de desprecio de Emma y la hostilidad de Albert solo fueron el detonante de una situación que me sobrepasaba. Las piezas encontradas en el rompecabezas en que se había convertido mi vida representaban a una persona sin escrúpulos, manipuladora, engreída y aterradora. El Peter Berger que iba descubriendo no me gustaba.
Transmitir el miedo a ser una persona detestable me provocó una leve presión en el pecho. Me tensé pensando que podía ser otro ataque. Cerré los ojos y me concentré en mi propia respiración, rememoré las suaves palabras de Emma, pero no era su imagen la que aparecía en mi mente, la ruda mujer de Albert se transformó en la bella Erika. La técnica funcionó, el dolor disminuyó mientras la sonrisa de Erika seguía en mi mente.
Actué por impulso, debía ver de nuevo a Erika, ir a su casa, explicarle lo que había hallado sobre Peter Berger y reconocer que estaba asustado por lo descubierto. Era la única forma de evitar un nuevo ataque de pánico, compartir mis miedos me serviría de bálsamo reparador.
Me levanté de la cama y me dirigí a la puerta, cuando estaba a punto de abandonar la casa me vi reflejado en el espejo. No iba a acudir al encuentro de Erika vestido con el uniforme de las SS. Por su reacción la última vez que nos vimos no era aconsejable vestir de negro. Tampoco podía usar la ropa con la que salí del hospital, y la ropa de civil que tenía en el armario no era… Dios mío, el armario, entonces que lo miraba me acordaba de las palabras de Walter. Me había dicho que Helga me había abandonado.
¿Quién era Helga? ¿Sería mi novia, acaso mi mujer? Una pregunta me estremeció. ¿Amaba a esa mujer? ¿Su marcha debía apenarme o era una liberación? De nuevo la sensación en el pecho. La siguiente cuestión no ayudaría a apaciguar mis nervios. ¿Me había abandonado porque había descubierto que Peter Berger era un monstruo?
Era inútil y un ejercicio masoquista hacerse esas preguntas sin la posibilidad de obtener una respuesta. Tenía que olvidar a Helga, era parte de un pasado que se obstinaba en no reaparecer. Ese pasado no importaba mientras no pudiese aportar información relevante, y desconocía el modo de encontrar a Helga. Sin embargo sabía dónde hallar a Erika.
Rebusqué en los cajones hasta que descubrí una caja detrás de la estantería donde, relucientes, se encontraban las botas. Dentro había un fajo enorme de billetes. Me los metí en el bolsillo y salí a la calle.
El exterior no poseía el aspecto amenazador que me recibió cuando salí del hospital días atrás. ¿Cuántos días habían transcurrido desde ese momento? No lo sabía, podían ser dos, tres o una semana, y lo cierto era que no me importaba. La nieve había sido retirada de las aceras y amontonada al borde la carretera, que también se encontraba libre de tan molesto fenómeno meteorológico. El frío aún era intenso, pero el viento ya no soplaba, por lo que la sensación térmica había subido considerablemente.
Me subí las solapas del abrigo y emprendí la marcha hacia mi objetivo. Durante mis trayectos en coche había creído ver una sastrería cerca de mi domicilio. En efecto, allí estaba, era la tienda que tenía pintada la estrella de David.
El establecimiento se encontraba en penumbra, las nubes no permitían que el sol penetrase en él y la pintura del escaparate no ayudaba a que entrase un poco de claridad. El negocio no parecía estar pasando por un buen momento, no era de grandes dimensiones, pero se podía percibir que faltaban clientes. Las baldas de las estanterías se hallaban desnudas, no se encontraba a la vista ningún tipo de género, solo unas tijeras encima del pequeño mostrador y una cinta métrica.
La jovencita apoyada en el mostrador se encontraba ensimismada pintando uno de esos libros de colorear. No se percató de mi presencia hasta que oyó el ruido que provocaron mis botas al pisar un cristal.
La muchacha, una chiquilla de pelo negro, cara demacrada y ojos negros de apenas cinco años, sonrió al verme. Cuando sus ojos se posaron en mi uniforme su sonrisa se congeló para transformarse en una mueca de terror. Me dio la espalda y corrió a la trastienda. Apenas un minuto después un anciano salió del lugar por donde había desaparecido la niña. Era un hombre alto, enjuto, de mirada intensa que me observaba con cautela.
—¿En qué puedo ayudarle, capitán? —Noté un pequeño temblor en su voz.
Me señalé la garganta y le enseñé el papel escrito.
—¿Quiere hacerse un traje? —preguntó como si acudir a una sastrería a hacerse un traje fuera lo más extraño del mundo.
Negué con la cabeza y escribí a toda prisa.
«No tengo tiempo, tiene que ser ahora».
—Tengo uno que le puede servir, pero me temo que no es de la calidad a la que alguien como usted está acostumbrado.
Asentí con la cabeza, no sabía cuál era esa calidad a la que yo estaba habituado.
—Sígame, por favor.
El almacén era un cuarto pequeño que presentaba un aspecto destartalado. Debajo de un ventanal que daba a un patio se encontraba una mesa con una máquina de coser vieja y un patrón de unos pantalones de caballero. En una esquina encima de un taburete estaban dispuestos varios pantalones y chaquetas y en la pared contraria a la ventana un armario repleto de prendas ya terminadas. Escondida detrás del armario se encontraba la niña que me había recibido. Al verse sorprendida salió de su escondrijo y fue a esconderse debajo de la mesa. El vestido blanco que llevaba puesto se manchó con el polvo del suelo, al verlo lo intentó limpiar con sus manos sucias, lo que lo ensució aún más.
—Disculpe a mi nieta, ya sabe cómo son los niños —se justificó el anciano con una sonrisa cargada de tensión.
La chiquilla al oír que se estaba hablando de ella se encogió aún más y escondió la cabeza en sus brazos.
Yo desconocía cómo eran los niños, lo que sí sabía era que mi presencia aterraba a la pequeña. Me hubiera gustado sacarla de allí y decirle que no me tuviese miedo, pero en mi interior algo me decía que sí debía temerme, que yo era el malo, el ogro del cuento del que todos huyen.
El hombre tomó una de las chaquetas del taburete y un pantalón del armario.
—Pruébeselos, son de un cliente que no pudo pagarlos. Era de su altura, aunque más delgado. Si no le está bien podría intentar arreglarlo.
El anciano no me hablaba como se suele hacer con un cliente, no me estaba informando, estaba empleando un tono de voz de disculpa, como si fuese un error suyo que no fuera de mi talla.
El hombre corrió una cortina sobre unos rieles dispuestos en el techo dándome un poco de intimidad para cambiarme. Me quité el uniforme y lo deje en la silla repleta de chaquetas. Me puse los pantalones sin problemas, en principio me quedaban bien, cuando me disponía a probarme la chaqueta un gran estruendo me interrumpió.
La cortina que me protegía de miradas indiscretas fue retirada con gran violencia. Sin mediar palabra un hombre vestido con una camisa y pantalón de color pardo me llevó a empujones fuera de la trastienda. Al igual que a mí, el anciano y la niña fueron llevados a la fuerza al centro de la tienda. Al llegar nos rodearon seis hombres vestidos con la misma indumentaria parda.
—Judío —se dirigió al anciano el que parecía el cabecilla de aquella turba—, estamos hartos de ver tu negocio abierto, te hemos dado muchos avisos, te hemos invitado amablemente a que abandones Alemania. Nuestra paciencia ha llegado a su fin.
—Por favor, solo quiero ganarme la vida para poder alimentar a mi nieta. No tiene a nadie más —dijo el anciano en un sollozo cayendo a los pies del hombre que había hablado.
—Este judío piensa que sus problemas me importan —dijo el hombre empujándole con el pie—, quizás es que cree que tiene derecho a vivir —comentó estallando en una carcajada que fue seguida por sus compinches.
—Por favor, tenga piedad de nosotros —suplicó de nuevo el anciano.
—¿Piedad? Voy a enseñarte lo que es la piedad. —El hombre agarró uno de los palos que llevaban consigo y golpeó en la cabeza del anciano con furia, volvió a levantar la estaca y descargó otro golpe sobre el cuerpo inerte del anciano.
Observé estupefacto la escena, no podía creer haber presenciado tanta barbarie, los gritos de la niña penetraron en mi oído. En un gesto instintivo di un paso hacia el cuerpo que yacía en el suelo. Uno de aquellos salvajes se interpuso en mi camino. Los gritos de la niña seguían torturándome.
—Este no tiene aspecto de judío —dijo el hombre que no me dejaba avanzar.
—Podría pasar por uno de nosotros, pero solo los judíos compran en tiendas judías —alegó el hombre del palo.
—Lo has matado —interrumpió otro de los salvajes mientras daba pequeños golpes con el pie al cuerpo sin vida del anciano.
Si sentía remordimientos no los demostró, miró el cuerpo como el que observa la muerte de un perro arroyado por un tren.
—Uno menos del que preocuparse —comentó sin mostrar la menor sombra de humanidad—, y haz que la maldita judía se calle —le dijo al hombre que agarraba a la niña.
El aludido soltó un momento a la niña para golpearla, momento que ella aprovechó para zafarse de su captor y correr al lado de su abuelo. El salvaje del palo sonrió y levantó el brazo con la infame intención de apalearla igual que su abuelo.
—¡No! —El grito más sobrecogedor que aquellos bárbaros hubieran escuchado jamás salió de mi garganta. La actuación inhumana de los uniformados pardos había puesto en marcha mis cuerdas vocales.
El salvaje del palo mantuvo el palo en el aire y me dirigió una mirada cargada de odio. Hizo descender su arma lentamente con la misma sonrisa que tenía momentos antes de asestar el primer golpe al anciano.
—Un judío valiente, será un placer encargarme de…
Mi cuerpo se movió sin que yo tuviera ningún control sobre él. Golpeé en el estómago al hombre que tenía enfrente. Cuando se dobló sobre sí mismo impacté mi codo en su cabeza dejándolo inconsciente. A una velocidad que no creí posible llegué hasta la altura del asesino y lo agarré del cuello levantándolo en vilo. Mi mano presionó con fuerza su garganta y le miré directamente a los ojos. Por fin vi algo de humanidad en sus ojos; miedo.
—Soy el SS-Hauptsturmführer Peter Berger. —Mi voz volvió a estremecer a los hombres, que desconcertados nos observaban sin atreverse a intervenir—. No voy a permitir que en mi presencia se golpee a una niña pequeña. ¡¿Qué clase de hombre es usted?! —Me volví hacia los que me rodeaban sin soltar la presión sobre la garganta—. ¿No tenéis humanidad? ¡Habéis presenciado la muerte de una persona sin inmutaros, no sentís la menor empatía! ¡Por el amor de Dios, es una niña de cinco años!
Mi enfado se iba acrecentando con cada palabra que salía de mi boca, lo que provocaba que mi mano se cerrase cada vez con más fuerza.
—Mein Hauptsturmführer, va a asfixiar a nuestro sargento —se atrevió a decir uno de aquellos sujetos.
La cara del salvaje del palo comenzaba a mostrar los signos de una persona que iba a perder el conocimiento. Tentando estuve de continuar, para que aprendiese la lección, sin embargo le dejé caer al suelo. El sollozo de la niña continuaba.
—Por la vida de su sargento se preocupan, pero ¿y el hombre que yace en el suelo?
—Señor, es un judío —dijo uno de aquellos hombres. En el rostro de sus compañeros pude leer la incomprensión que había despertado mi pregunta.
Su respuesta fue como si el salvaje me hubiera golpeado con su infame palo. Lo que más me impactó fue la naturalidad con la que manifestó su parecer. No sintió la necesidad de justificarse, simplemente el muerto era un judío.
Mi instinto volvió a llamarme la atención, no era conveniente seguir insistiendo, la situación podría volverse inestable.
—De acuerdo, es un judío, ¿y que será ahora de la niña?
El salvaje se dirigió a mí con la mano en la garganta. Le dolería durante varios días, cosa de la que me alegraba.
—Con todo respeto, mi capitán, ese no es nuestro problema.