XI

Los ojos que me escrutaban eran negros, profundos, no parecían humanos. En ellos se podía leer la determinación de su dueño, solo con esa mirada se sabía que era una persona que no se detendría ante nada.

—Nunca imaginé que se iba a presentar una oportunidad como esta —me dijo mientras seguía apuntándome con el arma.

Los hombres que me habían atacado llegaron hasta la puerta, al verme en el suelo se sintieron envalentonados e intentaron entrar en la casa con no muy buenas intenciones.

—¿Desde cuándo se puede entrar en esta casa sin ser invitado? —La voz de aquel hombre sonó rotunda, era el tono de alguien acostumbrado a mandar y ser obedecido.

La turba que me seguía no pareció escuchar lo que aquel hombre acababa de decir, estaban sedientos de sangre, querían verme muerto.

El hombre dejó de apuntarme con el arma y para evitar que pudiera moverme colocó el pie derecho en mi cuello. La presión ejercida hacía imposible cualquier movimiento. El hombre se guardó el arma en la chaqueta.

—¿Vais a desobedecerme? —preguntó sin alterarse ni subir el tono de sus palabras.

—Herr Doktor, ha matado a cinco de los nuestros —dijo el individuo que ya se encontraba dentro de la vivienda.

—¿Vais a desobedecerme? —repitió con la misma tranquilidad.

Los componentes del grupo de linchamiento se detuvieron en seco. Todos sin excepción agacharon la cabeza y retrocedieron sobre sus pasos. El que había hablado se colocó la pistola en el cinto y se quitó el gorro en señal de respeto. En un segundo toda su determinación había dado paso a la mayor de las sumisiones.

—Herr Doktor, discúlpenos, no era nuestra intención ser irrespetuosos. Nos hemos dejado llevar por la situación. Espero que sepa disculparnos.

El hombre al que llamaban Herr Doktor asintió aparentemente complacido y con un ademan lo despidió.

—Bueno, por fin solos, Herr Berger.

La habitación a la que fui era lo que se podía esperar de un lugar como ese. Las paredes se encontraban desconchadas y presentaban grandes manchas de humedad. Los escasos muebles, una mesa, cuatro sillas y un aparador colocado en la pared más alejada de la entrada, exhibían un aspecto que denotaba el paso del tiempo y la insalubridad del edificio.

Herr Doktor se colocó frente a mí y me invitó a sentarme en una de las sillas. Pude observarlo con más detenimiento. Era un hombre de estatura media, de facciones anodinas y cabello negro, que llevaba peinado hacia atrás. Solo sus ya comentados ojos destacaban sobre su insípido aspecto.

—No sé qué hacer con usted —me dijo Herr Doktor mientras miraba en dirección a la salida. Allí observándonos con atención se encontraba un hombre de físico temible. En sus manos una escopeta presta a ser usada cuando fuera necesario.

—Es usted un dilema —continuó Herr Doktor—, por nuestros continuos enfrentamientos y todas las veces que ha impedido que extendiera mi negocio a Múnich debería de matarlo ahora mismo sin pensármelo dos veces, un disparo entre los ojos y todo resuelto.

Escuché lo que me decía sin el menor temor, ya estaba harto de mi existencia, si aquel hombre quería matarme no iba a resistirme y menos a implorar un perdón por algo que no sentía.

—El asunto es complejo, si decido acabar con su vida habré matado un cuerpo, nada más —se calló y me miró con curiosidad—. Sin su memoria no es usted más que una cáscara de nuez vacía.

Sus palabras me golpearon con virulencia. ¿Cómo podía saber aquel hombre que padecía amnesia?

—¿Cómo sabe…?

Herr Berger —me interrumpió—, en esta ciudad hace tiempo que no ocurre nada sin que yo me entere.

—¿Quién es usted? —pregunte mientras miraba de soslayo al guardián situado en la salida.

—No se moleste en intentar escapar, ni siquiera se lo plantee como una opción. Ni el gran Peter Berger sería capaz de salir de esta casa por la fuerza. —Me miró una vez más fijamente—. Lo que sí es justo es mostrarle mis respetos por lo que ha sucedido ahí fuera. Ha sido usted capaz de acabar con cinco de mis hombres y un agente de la Gestapo sin aparente esfuerzo. ¿Cómo la ha hecho?

—No es complicado, si me acerca mi arma se lo explicaré gustosamente.

—Me alegro que la pérdida de memoria no le haya hecho perder el sentido del humor.

—Por favor, se va a dejar de juegos y va a decirme de una vez qué es lo que quiere de mí, Herr Doktor —dije enfatizando las dos últimas palabras.

—¿Qué le hace creer que quiero algo de usted?

—A pesar de ser amnésico no me trate como a un idiota. Yo he matado a Albert en un segundo y sin vacilar, usted podría haber hecho lo mismo nada más estuve a su alcance. Hay que acabar con los enemigos en la primera oportunidad que se presente. —Las palabras surgieron de mi boca casi sin darme cuenta, como un niño que tiene la lección bien aprendida.

—Tiene razón, por supuesto que quiero algo de usted; su cuerpo.

—Herr Doktor, no tengo tiempo para perder con sus estúpidas adivinanzas —dije en tono agrio.

—Por esta vez voy a perdonar su indolencia, no sabe quién soy y se ha dejado llevar por el atrevimiento de la ignorancia.

—No me hace falta recurrir a la memoria para saber qué clase de persona es usted. Un hombre respetado y temido al que le gusta que le llamen Herr Doktor a pesar de no tener estudios, lo que indica que no está satisfecho con lo que ha conseguido por usted mismo, además tiene bajo su mando a hombres que darían su vida por usted —señalé con la cabeza al gorila que continuaba custodiando la puerta—, lo que le causa un gozo especial, necesita usted sentirse arropado. Un claro síntoma de falta de seguridad en uno mismo. Claro está que lo que usted ha conseguido no se logra sin inteligencia y audacia, pero sin correr riesgos innecesarios, como demuestra el hecho de que yo aún siga con vida.

Herr Doktor rio con desdén, queriendo demostrar así lo equivocado de mis palabras.

—A riesgo de equivocarme —continué—, usted debe de ser el jefe de alguna clase de grupo organizado cuya característica principal es encontrarse fuera de la ley. Es usted un gánster.

Sus carcajadas se detuvieron en seco. Herr Doktor me miró con la boca abierta sin saber qué decir ni cómo reaccionar ante lo que acaba de oír.

—O es usted un maldito Sherlock Holmes o ha recuperado la memoria —dijo al fin.

Herr Doktor agarró una de las sillas que tenía a su espalda y se sentó delante de mí. Su lenguaje corporal mostraba que no faltaba mucho para que tomase una decisión con consecuencias fatales para mí. Era el momento de ser audaz.

—Usted quiere algo de mí —me levanté del asiento lentamente mirando a los ojos de Herr Doktor—, así que o me dice qué desea o será mejor que me marche.

El esbirro de Herr Doktor amartilló el arma y dio paso hacia el interior de la habitación.

—Dígale a su matón que puede apretar el gatillo cuando guste. No tengo nada que perder.

Herr Doktor ordenó con un movimiento de cabeza que bajase el arma.

—¿Está usted seguro de que no tiene ningún motivo por el que vivir? Una persona hundida no se defiende como usted acaba de hacer ahí fuera —dijo Herr Doktor.

Dana. Esa fue la imagen que acudió a mí al oír las palabras de Herr Doktor. En ese momento comprendí el alivio que sentí al ver como la cabeza de Albert era alcanzada por la bala. Era la única persona, aparte de Erika, que conocía la existencia de la pequeña y podría haber supuesto una amenaza.

—Pocas personas en este mundo no tienen algún motivo por el que vivir, y usted, a pesar de ser problema, ya ha sabido encontrar uno.

Volví a tomar asiento y esperé a que Herr Doktor hiciera lo mismo.

—¿Qué quiere de mí? Y no vuelva a decirme que mi cuerpo.

Herr Doktor se pasó la mano por el pelo para después tocarse la cara y la barbilla con aire pensativo.

—Siento curiosidad por su persona, un alto cargo de las SS con contactos en la cúpula del partido de Adolf Hitler pierde la memoria y en vez de preocuparse de sí mismo termina acogiendo a un niña judía.

El aire. De nuevo su ausencia en mis pulmones, la sensación de asfixia se apoderó de mí. Decidí que un nuevo ataque no era admisible y menos en casa de una persona como Herr Doktor.

—¿Cómo…? ¿Quién…? —balbuceé.

—No se excite, no represento ninguna amenaza para Dana —se detuvo un segundo— ni para Erika.

Cerré los ojos un breve instante y me obligué a concentrarme en mi respiración. Aquel hombre conocía la identidad de las únicas personas que significaban algo para mí. Mi deber era el de protegerlos de cualquier peligro, costase lo que costase.

Abrí los ojos y mi cerebro comenzó a trabajar a toda velocidad calculando todas las opciones posibles. Lo primero era cuantificar los obstáculos que se presentaban.

El guardián de la escopeta era el contrincante que representaba un mayor escollo. Herr Doktor podía ser derrotado en pocos segundos con un golpe contundente en el cuello, que le rompería la tráquea haciendo imposible una resistencia que pudiera entorpecer mi avance. La duda se me plateaba ante la posible reacción del gorila, si se mostraba lo suficientemente rápido mi rebelión terminaría de forma abrupta.

La otra opción se iniciaba con un ataque al poseedor del arma. Un fuerte impacto en el estómago le haría doblarse sobre sí mismo. La cabeza quedaría expuesta, un puñetazo certero en la sien le dejaría fuera de combate. El único inconveniente era que tardaría más que la anterior acción y la daría a Herr Doktor la oportunidad de reaccionar. Seguro que esa chaqueta tan elegante que vestía llevaba un arma.

La última opción tenía la ventana como protagonista. No era una buena idea, estábamos en un segundo piso.

Lo curioso era la rapidez con la que analicé la situación, en lo que se tarda en pestañear ya tenía la decisión tomada. Tensé los músculos y eché la pierna derecha ligeramente para atrás para el impulso. A punto de iniciar el ataque un objeto rompió el cristal de la ventana y cayó rodando al suelo de la habitación.

El primero en reaccionar fue el guardián, saltó y se interpuso con su cuerpo entre el objeto y Herr Doktor. Aprovechando la postura de ataque en la que me encontraba me impulsé con fuerza hacia la salida. Al cruzar el umbral de la puerta una potente detonación seguida de una onda expansiva me alcanzó.

Fui incapaz de mantener la verticalidad, la fuerza del impacto me empujó contra la barandilla de las escaleras. Reboté contra la madera y caí de espaldas. Puede que en otras circunstancias me hubiese costado levantarme, pero no en esta ocasión. Me levanté apoyándome en la misma barandilla y aún aturdido bajé las escaleras a toda prisa. Cuando llegué abajo me di cuenta del polvo que impregnaba mis ropas. Una gran nube blanca de materiales en suspensión se apoderó en pocos segundos de la casa.

Salí del edificio lo más rápidamente que pude, no sabía lo que me esperaba en el exterior, pero era peor quedarse en el interior. Varios de los hombres que habían intervenido en el ataque se aproximaban corriendo. No me encontraba en condiciones de tener un enfrentamiento.

Corrí calle abajo a la velocidad máxima a la que podían llevarme mis piernas. Crucé una pequeña plaza con una fuente helada y busqué con la mirada algún callejón en el que poder ponerme a salvo de las balas que estaba seguro de que pronto terminarían por llegar.

Avance sin parar, obvié el dolor de las piernas y seguí corriendo, el paisaje fue pasando ante mis ojos al ritmo de mi huida. Perdí la noción del tiempo, en mis oídos aún resonaba la explosión y los músculos de las piernas imploraban una pausa. Apreté los dientes y continué llevado no por un afán de supervivencia, sino por la necesidad de proteger a mis seres queridos. Porque a pesar de mis limitaciones necesitaba a Dana y Erika. Su bienestar era el mío.

El aspecto de las calles fue cambiando, deje atrás los barrios humildes y me adentré en el centro de la ciudad. El asfalto ocupó el lugar de la tierra mojada bajo mis pies, los edificios no se caían a pedazos y las personas con las que me crucé iban bien vestidas. Pero lo que más me llamó la atención fue la presencia de nuevo de los carteles aleccionadores. La figura de Adolf Hitler volvía a estar presente.

La sensación de peligro fue mutando hasta convertirse en preocupación. Podía seguir corriendo toda mi vida, a pesar de saber que necesitaba ir a casa de Erika estaba completamente perdido en una ciudad desconocida.

Ante mi sorpresa distinguí el edificio que acababa de pasar, era el hospital donde empezó mi nueva vida. Por fin un lugar conocido. Aminoré la carrera y me detuve a recuperar el resuello. Ya fuera de peligro y animado por saber a dónde me dirigía, decidí ir más despacio fijándome en lo que me rodeaba.

Llegué a un pórtico que dominaba una gran plaza, se accedía a él mediante unas escaleras a cuyos lados, sobre monumentales pedestales, se encontraban dos grandes leones graníticos. Junto a los felinos, dos estatuas de dimensiones considerables y porte marcial parecían vigilar el lugar. En el centro del pórtico un conjunto escultórico presentaba a un guerrero enarbolando un estandarte, le acompañaba una mujer tocada con una corona de laurel, detrás de la pareja descansaba un león en apacible postura. En todo el suelo del pórtico había colocadas decenas de banderas, que terminaban en el costado derecho de la construcción en una placa de grandes dimensiones sobre la que descansaba un águila con la misma cruz de brazos que aparecía en todos los carteles que inundaban la ciudad.

Situados debajo, dos miembros de las SS vestidos con el mismo uniforme de gala que reposaba en mi armario hacían guardia. Todas las personas que cruzaban delante del costado de la plaza se giraban en dirección a donde se encontraban los SS y extendían el brazo derecho con la palma hacia abajo. Reconocí el saludo, era el que me había dirigido el SS que me descubrió en casa de Erika y era el mismo que aparecía en todos los carteles. Para un recién llegado como yo era un extraño comportamiento.

Seguí andando, estaba casi seguro de que si seguía por el camino que cruzaba la plaza llegaría a casa de Erika. Una ráfaga de viento helado barrió la calle haciendo que todos los transeúntes nos estremeciéramos dentro de nuestros abrigos. El sudor producido por mi alocada carrera pareció congelarse dentro de mi traje. Si no llegaba pronto a mi destino iba a coger una pulmonía. Coloqué los brazos sobre mi pecho y continué mi marcha a paso ligero.

En el momento en que mi mente iba a enfrascarse en buscar algún significado a lo acontecido con Albert y en casa de Herr Doktor, una mano se posó con fuerza en mi hombro derecho.

—¡¿Se puede saber a dónde va?!

Giré sobre mis talones para enfrentarme al dueño de la mano y de unos modales nada adecuados.

Mis palabras de protesta se quedaron en la garganta cuando vi a uno de los miembros de las SS de la plaza frente a mí. Pude advertir por su cara que de nuevo estaba en problemas.

—¡No se puede pasar delante del monumento a los mártires del movimiento sin rendir honores! —continuó el SS gritando.

Otra vez metido en un lío, parecía que las dificultades no acababan nunca, si no era suficiente salir indemne de un tiroteo y de una explosión, ahora tenía en frente a un fornido miembro de las SS que me gritaba.

—Desconocía la obligatoriedad de saludarles —intenté excusarme.

—A mí no tiene que saludarme, es en honor de los que dieron la vida por nuestro movimiento —replicó en esta ocasión sin elevar la voz.

—Le presento mis disculpas, no era mi intención faltar el respeto a nadie y menos a los mártires de nuestro movimiento —dije sin saber muy a qué me estaba refiriendo.

—Da igual cuáles fueran sus intenciones, su falta lleva aparejada una sanción. Va usted a acompañarme a nuestras dependencias. Allí descubrirá cuáles son las obligaciones de un buen alemán.

El hombre parecía que había memorizado las consignas desplegadas por toda la ciudad. Parecía muy importante conocer cómo debía comportarse un buen alemán, mostrarse cortes y amable no parecía estar en esa lista del buen ciudadano.

—Estoy cansado y lo único que quiero es irme a casa, ha sido un día duro. —Mi hartazgo se notó en mis palabras.

—El señor está cansado, no importa que infrinja la ley —replicó el guarda de las SS con sarcasmo.

—¿No hacer ese saludo es un delito? —tal era mi extrañeza que mis pensamientos se verbalizaron de forma inconsciente.

El SS abrió los ojos desmesuradamente, no podía creer lo que acababa de oír. Me agarró con fuerza del brazo y estiró con brusquedad. Su sacudida a punto estuvo de hacerme caer al suelo. Fue tal la violencia usada que me rompió el abrigo quedando a la vista mi uniforme. La sorpresa del guardia fue aún mayor que la anterior. La mandíbula inferior se desprendió tanto que temí por su integridad.

—Enséñeme su papeles —dijo reponiéndose de la impresión.

Con tranquilidad, sin apartar los ojos de los del hombre que tenía frente a mí, metí la mano en la chaqueta y saqué la documentación. Cuando el SS la cogió pude notar que le temblaban ligeramente las manos.

Lo que más recuerdo de ese momento no fue el comportamiento del hombre, ni la tensión que se creó, sino la soledad. Ningún transeúnte se detuvo a observar lo que ocurría, ni siquiera al pasar miraron con curiosidad. Es más, noté como nos rodearon como si algo les impidiese acercarse a menos de cinco metros de nosotros. En sus rostros no había indiferencia, solo miedo.

—Lo siento, Mein Hauptsturmführer, no le había reconocido —dijo dando un fuerte taconazo y poniéndose en posición de firmes.

—No se preocupe, está usted haciendo una gran labor —respondí como si todo aquello hubiese sido una prueba para comprobar su trabajo.

—Gracias, señor —replicó henchido de satisfacción. Permaneció firme esperando una orden.

—Puede retirarse.

Durante mi trayecto hasta la casa de Erika no pude quitarme de la cabeza las paradojas con las que me había encontrado. No presentar los respetos ante un monumento conmemorativo era merecedor de una sanción, pero matar a un anciano judío no conllevaba ninguna clase de represalia por parte de las autoridades. No comprendía cómo podía existir una sociedad que pudiera tolerar un comportamiento tan inhumano.

Casi sin darme cuenta mis pasos me llevaron hasta la entrada del edificio donde vivía Erika. Como un autómata subí las escaleras, mi mente estaba confusa, lo que me estaba empezando a provocar un dolor de cabeza intenso.

Llamé a la puerta y esperé. Antes de que Erika me franquease la entrada me miré las ropas. Estaban manchadas de barro y presentaban un aspecto lamentable. Las botas no estaban en mejor estado, la tierra mojada había impregnado por completo la piel convirtiendo el negro en un marrón oscuro de apariencia desagradable.

El rostro de Erika en esta ocasión me recibió con una sonrisa, atrás quedaba ese gesto adusto y serio que me miraba con resentimiento. Y todo por la pequeña que con timidez me miraba desde el fondo de la habitación.

—Se ha portado muy bien, es una niña muy lista —dijo Erika al mismo tiempo que me daba un beso en la mejilla.

Puede parecer ridículo e incluso llevar a la burla del lector, pero en ese momento me sentí un hombre dichoso, sin memoria, a duras penas ileso de una emboscada, pero sí, dichoso.

—Estás horrible, ¿qué te ha pasado? —comentó Erika mientras cerraba la puerta.

Una duda me asaltó: ¿debía contarle todo, hasta la muerte de Albert? Sus ojos azules me dieron la respuesta.

—He matado a Albert —solté de pronto, o lo hacía así de brusco o no iba a ser capaz de hacerlo.

Esperaba una reacción virulenta de Erika, que llegase incluso a echarme de su casa. Lo único que hizo fue sentarse en una silla a la espera de que continuase mi relato.

—Me tendió una trampa, preparó una emboscada para que unos individuos me matasen.

—¿Por qué hizo eso? —preguntó con tranquilidad.

—Desconozco el motivo. Algo de mi pasado debe ser el causante de tanta violencia contra mí. Quizás me lo tenga merecido.

—¿Por qué mataste a Albert? —Supe enseguida que la respuesta a esa pregunta decidiría mi relación con Erika.

—Vi en sus ojos que una vez que yo estuviera muerto iría a por vosotras y eso no lo podía permitir.

Erika me miró con tristeza, se levantó del asiento y se acercó con lentitud, como si tuviera que pensar cada paso que daba. Se puso a mi altura, colocó sus manos en mi cara y me acarició con delicadeza. Sentí como sus ojos me atravesaban, como leían en mi alma.

No pude resistirme, era una fuerza superior a mí, permanecí inmóvil mientras Erika aproximaba su boca a la mía y me besaba con dulzura. Sus labios húmedos eran todo lo que yo necesitaba. Me rendí a ellos, aquella joven me tenía preso, podía hacer en ese momento lo que quisiera conmigo.

—La niña está dormida —anunció Erika con una sonrisa pícara.

Me levanté del asiento, la cogí en brazos y la llevé a su habitación. Cerré la puerta con el pie lo más suavemente que pude. No era momento de despertar a Dana.