15
El Hontanar
Todo lo que alcanzaba la mirada de Jacinto Sariegos era un desolado paisaje, en el que se confundían los despojos de la batalla y el desorden de la alcohólica imaginación, dispuesta a celebrar el desastre.
Con dificultad distinguía Jacinto el resplandor de las lámparas de los interiores centelleos que alumbraban su exaltación, cuando después de un largo tiempo, poblado de protestas, indignaciones y requerimientos, volvieron a iluminarse los salones, que ya muchos habían abandonado, y se hicieron perceptibles las huellas del pillaje: búcaros rotos, cristalerías arrasadas, sillones volcados, telas de cuadros rasgadas, la sensación de una secreta tormenta que había descargado en la oscuridad.
Caminó Jacinto como el náufrago que sobrevive más allá del embate de las olas y fue a asirse a la columna más cercana del salón del baile, en la que creyó distinguir un desarbolado palo de mesana. Todo se movía en aquel paisaje que alteraba el viento con su zumbido de caracola.
—Oíd, bribones —gritó Jacinto, alzando el brazo derecho con gesto admonitorio—. Todos estamos perdidos. El que más y el que menos tiene el veneno en el hígado. Los que tengan agallas que sigan bailando y bebiendo, y los que no las tengan que se conformen con irse por la pata para abajo y que se jodan. Estamos todos tocados del ala. Otra noche como ésta para nosotros no hay.
Sólo Benjamín Otero parecía escuchar la estentórea voz de Sariegos, entre el desconcertado ajetreo de los que iban y venían.
En el salón la orquesta permanecía como a la espera de alguna orden.
—Aprovecharos, que de ahí a unas horas no queda títere con cabeza. El que nunca la corrió que se dé prisa para correrla ahora, porque otra ocasión no va a tener. Con suerte no quedamos ni uno para contarlo.
Benjamín veía a Jacinto subido en el palo. Era casi lo único que distinguía entre la reverberación de las vertiginosas imágenes inmediatas y el fragor luminoso de las lámparas que parecían abrasarle los ojos. En la oscuridad había seguido a Sariegos, poseído de pronto por un furor destructivo, y alentado por su ejemplo había contribuido a arrasar todo lo que estaba a mano. Las tinieblas aplacaban en su cabeza los centelleos del alcohol, pero abrían como una espita de irrealidad que acarreaba un vértigo en el que uno podía disolverse. Benjamín había despertado sudoroso, delatado por la luz, a unos pasos de Sariegos que, al volcar un sillón, rodaba por el suelo.
—Malditos bribones, tenéis que espabilar. Las últimas picias que podéis hacer en la vida hay que hacerlas corriendo. Aquí nos dieron el finiquito.
De nuevo retomó la orquesta el sincopado suspiro del tango y algunas parejas se dejaron mecer en la brisa. La voz del vocalista se quebraba como una rama. Pringaba el sudor su frente de una derretida carbonilla que parecía manar de la brillantina.
—La de Jacinto es sonada —le dijo Benuza a don Florín.
—Peor veo a mi sobrino. Mañana mi hermana me echa de casa.
—Creo que llegó Beraza. Ya es el momento de que saquemos a Paco.
—Si pudieras recogerme a Chamín.
—Déjalo, no hay cuidado. De Sariegos no se despega.
—Aquellas lobas me lo echaron a perder.
—Tarde o temprano a uno siempre lo echan a perder. ¿Qué pasó con los plomos?
—Machaqué la instalación. A la fuerza tienen que sospechar que hubo sabotaje.
—Con Beraza no les va a quedar más remedio que tomar ya una determinación. No creo que un médico aguante cruzado de brazos ante este panorama.
—Sobre todo después de ver cómo se llevaron espatarrada a doña Chencha.
—Vamos a por ellos.
—¿No sería mejor que antes recogiéramos a Chamín? Grima me da verlo así.
—Está disfrutando, Floro. No hay castaña como la primera. Lo malo será mañana cuando abra el ojo.
Benjamín y Jacinto llegaron al salón del baile.
El movimiento de las parejas conciliaba la falsa huida de las figuras con los desvanecidos arpegios que alargaban su fluidez de sombras chinescas, que flotaban sobre la encerada tarima como negros garabatos, estirados y encogidos en la mirada alcohólica.
Sintió Benjamín el deseo de emular aquel movimiento, de dejarse hundir en la música que contagiaba y paliaba sus pasos inseguros, como si le envolviese desprendiéndole del peso abotargado de su cuerpo.
—Bailad, bribones —oyó gritar a Jacinto— que el que no baile ya sabe lo que le queda. La sentencia bien ganada la tenemos, y en la otra vida haber habrá de todo, pero jarana seguro que no.
Benjamín vio a Jacinto moverse con los brazos en alto, como si quisiera colgarse de la lámpara.
—La conga —gritó alguien.
—La conga —pidieron más voces.
La orquesta se detuvo. Benjamín escuchó en seguida el destemplado estrépito de la batería y un golpe de júbilo en las parejas, ahora más numerosas.
—Vamos, bribones —gritaba Jacinto enloquecido—. Vamos a correrla de una puta vez. Que no se diga que en el Casino no supimos diñarla con las botas puestas.
Pacho Robla golpeaba furioso la barra del bar rodeado de sus acólitos.
El doctor Beraza estaba llamando por teléfono acompañado de Plácido Iruela.
—Yo no lo sé, don Pacho —decía el camarero muy nervioso—. Le juro que a mí me empujaron. Si eran pocos o muchos, no pude enterarme. En un momento destrozaron la estantería.
—Es el colmo —exclamó el presidente, indignado—. ¿Es que hasta en tu propia casa van a sublevársete?
—La gente ha bebido mucho, Pacho —decía Pascual Llombera—, sobre todo la juventud. Y, además, vete a saber lo que bebieron.
Se habían acercado don Florín y Benuza.
—¿Qué habéis hecho con Bodes?
Todos miraron extrañados a don Florín.
—¿Qué quieres que hagamos?
—El despacho donde quedó está cerrado con llave y nadie contesta.
—Se iría —dijo Pacho intranquilo.
—¿Dónde iba a irse estando como estaba? —contestó Benuza—. De aquí sólo huyen los que pueden.
—Para huir no hay ninguna razón. Beraza dice que, como mucho, se trata de una intoxicación de menor cuantía.
—Amenazando con lo que amenazaron y viendo lo que vemos no parece muy serio decir que de menor cuantía.
—Nadie hace caso a la llamada de un gamberro o de una gamberra. Cifuentes atendió a doña Chencha en su casa y opina igual que Beraza. Lo que pasa es que los hay que en seguida se ponen nerviosos.
—Pacho —dijo don Florín— ya te advertí antes que si a Paco le pasaba algo malo, del escándalo no ibais a salir sanos ninguno. Ahora hay que aclarar dónde lo tenéis metido.
—¿Pero qué puñetas piensas?
—Ni pienso ni dejo de pensar.
—¿Quién tiene la llave de mi despacho?
—En la puerta estaba —dijo el Secretario.
—La puerta está cerrada y nadie contesta.
—Vamos a verlo —decidió el presidente muy alterado—. Si por ahí no lo visteis, seguro que se fue a espantar la mona. No es precisamente un orgullo para esta casa un poeta como ése.
—Para ningún poeta, que por tal se tenga, es un orgullo venir aquí, donde apenas te descuidas te dan una flor envenenada.
—El que viene lo hace porque quiere, maldita sea. No hay mayor oprobio que acabar premiando a un degenerado.
—Es que los hay que pierden la cabeza —dijo Ángel Benuza—, porque detrás de la Flor buscan otros halagos, otras emociones de esas que son viejas como el mundo. Una debilidad fácil de disculpar para quienes seguimos creyendo en el amor incendiario.
Las dobles filas serpenteaban por el salón del baile al ritmo cada vez más atronador de la conga. A la cabeza iba Jacinto Sariegos haciendo aspavientos con los brazos. En la cola sentía Benjamín el vértigo de la furibunda manada, que parecía dispuesta a recorrer un repetido laberinto, engarzados unos y otros como las anillas de un gusano. Nada había que no resplandeciera en la desordenada memoria de Benjamín Otero, donde llegaban a confundirse en el mismo fulgor azaroso rostros antiguos, piezas desprendidas del sueño, recortes de algún paisaje imaginado. La subterránea exaltación que había ido apoderándose de él a lo largo de la noche, sacaba a flote el liberado júbilo que contaminaba el alcohol con su benefactora irrealidad.
Juanito Garfín abrió paso hacia el despacho del presidente. El doctor Beraza era requerido para atender a un joven indispuesto, al que acababan de recoger en Secretaría después de rescatarle en los servicios, donde había sufrido un desfallecimiento.
Unas señoras pretendían hablar con Pacho Robla y Llombera les indicaba que fuesen a la sala de lectura, donde se habían concentrado doña Amparo y las esposas de los directivos.
—Nunca se vio nada igual —decía una de ellas.
—Se hace lo posible por poner un poco de orden.
—Los servicios están que es una vergüenza.
—Cuando hay problemas es cuando de veras se requiere la colaboración de todos los asociados. Hablen con doña Amparo, por favor.
Se adelantó el Secretario por el pasillo hasta la puerta del despacho del presidente.
—Es verdad —confirmó en seguida—, está cerrada.
—¿Y la llave seguro que estaba puesta? —quiso saber Pacho Robla.
—Yo juraría que sí.
Don Florín llegaba hasta ellos seguido de Ángel Benuza. Llombera, Iruela y Juanito se arremolinaban expectantes.
—No hay nadie —dijo Pacho, displicente—. El pájaro voló. Tendría prisa por ir a empeñar la Flor. Desde luego que ésta es la primera y la última vez que sale premiado un poeta de esta estofa.
—No nos iremos hasta que se compruebe —afirmó don Florín, rotundo—. Paco ahí quedó y vamos a enterarnos de lo que pasa. Al único sitio donde ha podido irse es al otro barrio, envenenado por vuestra culpa, y si lo que queréis ocultar es un fiambre os pesará el resto de vuestra vida.
—Lo que no estamos es dispuestos a aguantar histerias ni melodramas —gritó Pacho, aporreando la puerta—. Ya me cansé de tantas contemplaciones. Por esas escaleras podéis iros perdiendo el culo.
—No te subas a la parra, Petavonio —dijo Ángel Benuza, alzando el dedo índice ante el rostro congestionado de Pacho—. Esta puerta se abre, porque si dentro está el cadáver de un poeta envenado, vais a ser los primeros en arrodillaros. ¿Dónde está la llave?
—Aquí nadie da órdenes —contestó Pacho, aporreando de nuevo la puerta— y menos que nadie un galopín de tres al cuarto como tú. Iros de una vez, Floro, iros y no me calentéis más.
—Estás muy equivocado si piensas que vamos a dejar a Paco, le haya pasado lo que le haya pasado. O abrís la puerta o la descerrajamos a patadas.
—Será lo mejor —intervino Plácido Iruela—. ¿No hay otra llave en Secretaría?
—Tú, Plácido, te callas la boca —ordenó Pacho.
Las filas de la conga se habían unido y culebreaban en la larga rueda que iba abriéndose y cerrándose bajo los gritos y las imprecaciones de Sariegos. Asomaron los danzantes por el vestíbulo y corrieron entrando y saliendo por las distintas puertas. La orquesta alteraba el ritmo bajo el mandato enloquecido del vocalista que, con ambas manos, parecía aporrear dos imaginarios tambores.
—¿No hay medio de que acabe de una puñetera vez esa bulla? —había dicho Pacho.
—Déjalos que, al menos, así están entretenidos.
Doña Amparo y el resto de las esposas de los directivos cruzaban decididas el bar. Don Florín se había acercado a la puerta.
—Se oyó un gemido —había dicho.
—¿Con esta murga?
—Un gemido, un ahogo.
Separó con los brazos a los que estaban más cerca y dio una fuerte patada a la puerta.
—Te prohíbo esos procedimientos —masculló Pacho intentando cogerle.
—Id a por la llave, no hay otro remedio —decidió Llombera—. Acabemos de una vez con este pleito absurdo, Pacho.
Cuando el Secretario se disponía a cumplir la orden escucharon el movimiento interior de la manija y, en seguida, el ruido de la llave que abría desde dentro.
Doña Amparo llamaba imperativa a su marido.
—Ahora voy, mujer. Dejarnos en paz.
Fue el propio Pacho Robla quien empujó la puerta, que ya cedía, hacia dentro, y se quedó clavado un instante, sin percibir nada en la oscuridad.
Doña Amparo y las otras mujeres se acercaban curiosas.
Entró Juanito y dio la luz. Sobre el sillón del fondo la figura de Paco Bodes aparecía tendida y atravesada, caídos los brazos como dos leños y montada una pierna sobre el respaldo.
—Paco, Paco, ¿qué te hicieron? —gritó desesperado don Florín.
Benjamín Otero se veía arrastrado por la turbamulta, como si un viento pertinaz soplase en la cola del gusano llevándole encaramado en sus anillas. Algunas luminosas explosiones venían a distraer su loca carrera, que poco a poco se parecía cada vez más a la caída en un abismo, de la que se tiene una absurda conciencia festiva.
Caer era como desprenderse de todo recuerdo ingrato, como volar en una libre constelación de ensueños radiantes.
Los bailarines armaban una espiral por los espacios del bar, iban y venían sobre el centro descolocado que mantenía Sariegos, cuyos gritos eran contestados por todos, como en el éxtasis de una tribu que festeja los últimos sacrificios.
Benuza y don Florín atendían a Paco Bodes, que daba muestras de encontrarse en un limbo extraño, a medias inconsciente en una distancia clausurada por la sombra del sueño o del veneno.
—Aguamarina, vespertina, matutina —musitaba con el esfuerzo desvariado de un trabalenguas— ambarina, cristalina…
Tras la puerta descubrió Pacho Robla a su hija que permanecía como una estatua de sal, mostrando en la mano temblorosa la llave, hundida en el arrugado raso de su reinado, con la diadema a punto de desprenderse de su cabello.
Cruzó vertiginosa la fila hacia el pasillo, comandada por Jacinto, que iba empujando a los agolpados espectadores, entre los cuales se escuchaban las histéricas lamentaciones de doña Amparo.
Pacho abofeteaba a Tina y era sujetado con dificultad por Llombera y Juanito Garfín. La diadema había caído al suelo y, desde la lejanía de su limbo, el Poeta Galardonado intentaba incorporarse, con esa vana intención del galán que presiente herido el escarnio de la doncella. Las inconexas palabras salpicaban en su boca el aliento heroico de la mortuoria llamada, esas huellas de un trance irreversible.
Cuando los atónitos espectadores se dieron cuenta, la tumultuosa serpiente se enroscaba en el despacho, correteaba sin reparo embarullando el constreñido paisaje, por donde rodaban sillas y volaban papeles.
—Perdida, perdida —eran las últimas palabras de doña Amparo que, con sus amigas, recibía avergonzada a Tina, hecha un mar de lágrimas.
El último que logró entrar fue Benjamín Otero, que se abría camino traído y llevado entre los saltos y los empujones de los bailarines y los espectadores.
Continuaba la orquesta tronando en la distancia, empecinada en el ritmo obsesivo de la conga.
A Pacho Robla le sujetaban Llombera y Garfín ayudados por el Secretario.
Fue un violento grito de Jacinto Sariegos, el único que parecía capacitado para apaciguar a las huestes, el que logró que de pronto todos se detuvieran y callaran. Hasta la orquesta quedó un momento suspendida en el vacío del salón, donde solamente una pareja, ahogada en el alcohol, seguía impertérrita los sonámbulos pasos del tango, cuya música hacía ya mucho rato que había sucumbido.
—Don Francisco Bodes Pellejero —dijo Ángel Benuza poniéndose de pie con gesto virulento y acusatorio— agoniza. Quienes no supieron respetar su obra y su vida, van a respetar su muerte. En los ignominiosos muros de esta Sociedad acaece, por desgracia de un destino maltrecho. Pero de rodillas, aquí, vais a ser testigos de su último suspiro, de rodillas y con la cabeza gacha, porque como hay infierno que al que haga el mínimo gesto le levanto la tapa de los sesos.
—Paco, Paco —gritó Sariegos, avanzando hacia el cuerpo rendido, que en sus brazos sostenía don Florín—. No puedes dejarnos en esta noche infame. No nos puedes abandonar entre esta purrela humana.
—De rodillas —ordenó Benuza, haciendo un violento e imperativo gesto con el dedo índice—. De rodillas.
Poco a poco los presentes fueron obedeciendo. Benjamín vislumbró las postradas imágenes que por el salón iban quedándose quietas, y distinguió, como en la niebla a donde con dificultad alcanzaba su mirada, la erguida figura de Ángel.
—Que avisen a Beraza, que venga el doctor Beraza —había pedido Plácido Iruela.
—Nadie va a poner sus manos en el cuerpo de un Poeta, que en el umbral de la muerte se demora un instante para decir adiós a sus amigos —dijo Benuza—. Mientras en la nada se derrama, ya podéis temblar como tiemblan los asesinos.
—Paco, Paco —repetía Sariegos—, llévanos contigo, no nos abandones en este antro de mercachifles y alcahuetas.
—No lo voy a consentir —gritó Pacho, a quien cada vez contenían con mayor dificultad—. No estoy dispuesto a aguantar esta farsa. ¿Pero no os dais cuenta, no os dais cuenta?
Abandonó don Florín con cuidado el cuerpo que sostenía entre los brazos. Paco Bodes reposaba en el suelo como una estatua rota.
—Este poeta provincial, de gloria oscura y estro claro, acaba de expirar. A quienes le quisimos sólo nos compete ahora su entierro y homenaje. En otro momento habrá que saldar las cuentas que la justicia exige, si es que la justicia es algo todavía en esta urbe de conejos y garduñas. Tú, Pacho Petavonio, atente a las consecuencias.
—No os va a ser tan fácil, hatajo de galopines. Todavía no nació quien me pueda tomar el pelo.
—Cofrades —llamó don Florín— hay que llevar al Poeta al lecho donde con honra se le pueda velar. Entre el tufo de esta Sociedad, que le premió para matarle, su memoria corre riesgo de emputecerse.
—Lo dejaréis ahí, hasta que venga a levantarle quien tenga que venir.
—De otros cadáveres a buen seguro que ya podéis ocuparos a estas horas —dijo Benuza—. Y de vosotros mismos, si la ponzoña empieza a hacer efecto entre el alcohol. Todos, unos más y otros menos, llevamos el veneno dentro.
Don Florín y Ángel cargaron el cuerpo de Bodes con la problemática ayuda de Jacinto. Benjamín salió al paso dispuesto a echar una mano. Se apartaban los espectadores, atónitos ante el improvisado cortejo, temerosos de lo que allí había sucedido.
—Fuera, fuera —pedía Sariegos—. Paso al Poeta. Respetad su sueño mortal, bribones. De esta noche infame también vais a ser víctimas.
Siguieron pasillo adelante con Benjamín a la zaga y Jacinto abriendo paso. La orquesta había dejado de tocar y los músicos asomaban curiosos. Solamente en el centro del salón vacío continuaba la ahogada pareja con su tango sonámbulo.
Cruzaron el bar, llegaron al vestíbulo.
Por algunos rincones distinguía Benjamín a los aterrados supervivientes.
—Echar una mano —solicitó Benuza cuando alcanzaron la escalera.
Jacinto y Benjamín cogieron a Bodes por los pies y fueron aventurándose por los engalanados peldaños que surcaban el hondo precipicio, a cuyo final aguardaba Tilo el cancerbero con el rostro soñoliento. Don Florín y Ángel estrechaban su abrazo al cuerpo del Poeta para que no se les descolgara. El rostro de Bodes pendía hacia atrás como si alguien lo hubiera segado.
Llegaron a la puerta y Tilo se acercó ceremonioso y preocupado a abrirla.
—¿Hay que ayudar?
—No hay nada que hacer.
Sariegos sustituyó a don Florín cargando a Bodes. Don Florín buscó en los bolsos de la chaqueta del Poeta, y luego le quitó de la solapa el prendedor de la Rosa de Invierno. Con sumo cuidado dobló la delicada prenda interior de raso, que el Poeta había guardado como un trofeo, y sujetó en ella la Rosa.
—Tenga —le dijo al cancerbero—. Súbale esto a don Pacho ahora mismo, y dígale que ambas cosas son de su hija, que el Poeta Galardonado no quiere llevárselas a la tumba.
Alumbraba la nieve como una blanda masa lunar en la tiniebla nocturna, un fulgor cernido sobre el paisaje urbano que las sombras y los albores sepultaban en la misma proporción. Estaba quieta la noche en sus postrimerías, detenida entre el helado aliento que arrancaría la madrugada con la misma pacificación con la que se mece el humo en la brisa que la confunde con los últimos copos desgajados. Durante muchas horas había caído la nieve con su lento y sosegado temblor, decidida en la implacable invasión. Y enfriaba su corona el silencio de la ciudad dormida, donde las voces de los cofrades salpicaban de júbilo y locura las calles enterradas.
—No hay salud como la de los muertos —fue lo primero que gritó Paco Bodes, saltando a la acera apenas doblada la primera esquina.
Benjamín vio correr a los cofrades como liebres desvariadas en el relumbre de la nieve. Sintió entonces el reclamo de aquel espacio nacarado, el azote benigno de la atmósfera que ayudaba a disipar las embargadas llamas del alcohol restableciendo otros impulsos menos abotargados, y salió tras ellos secundando los gritos y los saltos, atento a las voces que le reclamaban. Las blancas sombras acompañaron su carrera en un ensueño de sábanas enarboladas, de lechos lunares, por los que uno podía tenderse con la efusión de la más radiante libertad.
—Loemos a Nuestro Santo Padre Gerónides —pidió Bodes alzando ambos brazos—. Bendita sea su beoda misericordia.
—Tú que moras tan alto —impetró Sariegos, que a punto había estado de rodar por la nieve— vela por la sagrada borrachera de tus hijos, y acógenos en tu seno cuando la ebriedad nos lleve.
—Atentos, cofrades —solicitó don Florín—. En esta arriesgada noche hemos cumplido los designios propuestos. Ahora ya podemos pensar en volver al empeño que, durante tanto tiempo, hizo de nuestras vidas un sueño iluminado. En el mito sigue residiendo la única gloria de nuestro destino, como bien advirtió Marcelario.
—Vamos al Rucayo —propuso Bodes—. En su histórico venero podemos solazarnos, evocando el misterio de las aguas virtuosas. La venganza se merece esa ablución.
—Y podemos despertar a Chonina —dijo Jacinto—. Es bueno que las hijas de Isis sean rescatadas del sueño para paladear los efectos de la ponzoña.
—No nos demoremos, cofrades —accedió don Florín—. Mejor que la madrugada nos pille ya recogidos, porque a mi hermana la temo más que a un nublado.
El fuego enfermo de las farolas marcaba como una extraña dirección por las sembradas calles.
Imaginaba Benjamín la cabeza de algunas teas que en el hielo se hubieran petrificado, un frío resplandor intermitentemente repetido por esquinas y aceras, la huella votiva que alargaba el pálpito mortal de la ciudad sumergida.
—Ahora pisamos tu entraña, urbe maldita —comenzó a decir Jacinto Sariegos, mientras caminaban presurosos—. El fanal de tu mezquina memoria. Ahora que eres un cadáver perdido a merced de la inclemencia y el invierno. Urbe desolada —gritó— que albergas las maldades de los que cada día te matan con su incuria y su cebado rencor. Dolorida urbe por cuya sangre de románicos y góticos mamotretos no daría yo ni la raspa de una uña de mi mano de archivero.
—También tu corazón pisamos —le secundó Ángel Benuza— y con él las torcidas emociones que anegan a tus durmientes, ésos que de nuevo alzarán mañana la vara y el bonete como quien levanta la enseña de la cordura.
—Liso cadáver de impenitente ruina —declamó Paco Bodes— nadie va a tener contigo la piedad de separar una punta del sudario para mirar tu rostro, ajado en los siglos que sellan el pergamino de tus piedras fundacionales. Yaces sin gloria entre la podredumbre de quienes te quisieron invicta. Mueres en la tribulación de aquellos pendencieros que te llamaron heroica. Buena no eres, porque jamás reconociste la bondad de tus hijos mejores.
De nuevo corrieron los cofrades para espabilar el frío, y resbalaron por la nieve que fraguaba su corteza de lapidario mármol.
Por las callejas parecía concentrarse todavía más la invasión, como si los copos se hubieran volcado en compactas manadas.
Contempló Benjamín las torres de la catedral, que pendían hacia el techo nocturno como dos indefensas lanzas. En el centro de la plaza, apoyada en una farola, había una sombra sobre la que llamó la atención Paco Bodes.
Se acercaron cautelosos los cofrades. Era un arrebujado bulto sin rostro y sin aliento.
—Publio Andarraso —dijo Benuza—. No hagáis ruido que tiene el sueño leve.
—El sueño o la congelación.
—No será la intemperie quien lo mate. Cuando ya no quedan carnes sino únicamente huesos, la helada acaricia más que daña.
—Con el vigía dormido, bien puede decirse que en esta hora hasta la última conciencia está acallada.
—Vamos —pidió don Florín— respetemos su sueño. La ronda de Andarraso es larga y sus estaciones apenas tienen sosiego.
—Eres el único, Publio —dijo Paco Bodes— que vive eternamente de pie en esta urbe donde tan propio es vivir de rodillas.
Colmaba la nieve el recoleto hontanar del Rucayo, y manaba el Caño sobre el pilón donde las aguas se iban recubriendo de una partícula de hielo.
En el lienzo de la muralla cercana se habían prendido los copos voladores como esparcidas motas de una derramada melena.
—Este es el lugar propicio, hermanos cofrades —dijo don Florín— para que otra vez nos juramentemos para proseguir nuestra empresa. Ahora que la noche está quieta y vacía, la voz de este vetusto Manantial nos trae el eco de todos los Veneros Secretos y, entre ellos, el de la Fuente Virtuosa.
—Tienes razón, Floro —reconoció Benuza—. La voz de su edad dorada, la del tiempo que no es tiempo, la que proviene del mismísimo Lagar del Edén donde todas las fuentes, como dice Capistrano, tienen su origen.
—Yo os incito —siguió don Florín— a una somera ablución para cumplimentar el rito de nuestro juramento. Mañana le escribiré a Aquilino para darle cuenta fehaciente de todo lo acaecido en esta noche sonada. Hermanos, bebamos un trago purificador y guardemos silencio unos instantes. En el rumor del Rucayo susurran las aguas prodigiosas, si sabemos escucharlas.
Obedecieron los cofrades.
Benjamín tuvo la sensación de que el silencio alcanzaba hasta el último latido del último rincón del mundo y de la noche. Cerró los ojos y encontró un paciente reverbero de brasas y de nieve, la ya templada salpicadura de las iluminaciones del alcohol. Volvió a abrirlos y observó a los cofrades que, casi al mismo tiempo, alzaban la mirada al cuenco nocturno, de donde comenzaban a desprenderse otra vez unos copos espesos como una bandada de pájaros blancos.
—Hay que recogerse —decidió don Florín con un escalofrío.
—Antes despertamos a Chonina —determinó Jacinto Sariegos—. Como cofrade no puede dormir ajena a los acontecimientos acaecidos sin saber que llegaron a feliz término. Además conviene reconciliarse y, si es posible, celebrarlo tomando la espuela.
Fueron por la línea de los cubos de la muralla, difícilmente guarecidos, hundiéndose en algunas trampas blandas, cegados por el espeso aleteo.
Benjamín abría los brazos y recogía excitado aquella siembra que reclamaba una casi desbordante euforia.
—Adelante, cofrades —pidió Sariegos— que no se diga que tenemos el ánimo arrecido.
Según se acercaban a la casa de Chon, una rala música les llegó como perdida entre las alas de los blancos pájaros, un metálico campanilleo desprendido en el abismo de la noche.
—¿Oísteis? —inquirió Paco Bodes.
Se quedaron quietos. El silencio parecía aferrado a la solemne invasión, como si del más extremo vacío se descolgasen aquellas plumas imperturbables, mudas en su vuelo y en su caída.
De pronto una voz delgada nació en las alturas del tejado, un brote cristalino y melódico que acompañaba al campanilleo. Y los cofrades escucharon, alzando la cabeza, sin poder distinguir nada, como si la voz resonase como un eco sumergido en la corona de la noche:
Oíd, hermanitos
la hora es llegada,
el mundo se acaba
según está escrito.
—Dorina —dijo Ángel Benuza saltando hacia el centro de la calle seguido de los otros—. Es esa inocente —afirmó alarmado.
—Rápido, rápido —decidió don Florín— hay que avisar.
La voz se había extinguido. Y entonces escucharon los cofrades un leve ruido en las alturas y, en un instante, percibieron el cuerpo menudo de Dorina, envuelto en su blanco camisón, volcado hacia el abismo, y de nuevo creyeron escuchar su voz como un último suspiro musical. Y vieron cómo en su caída volaba Dorina como un copo vivo sobre aquella ciudad muerta.