6

La caza del gamusino

Paco Bodes aliviaba la espera reconstruyendo, apostado en la esquina de la calle y vigilando el panorama de la Plaza, uno de aquellos poemas que su mujer le había destruido, en el trance de sus más duras desavenencias, poco antes de lo que él denominaba el Portazo de la Liberación.

Aurelia Lucillo había hecho desaparecer casi el setenta y cinco por ciento de su obra inédita, por el ignominioso procedimiento de irla tirando en la taza del retrete y en el cubo de la basura. La antigua musa llegó a convertirse en una obcecada vengadora de la desdicha conyugal. Y la lírica, que un día sublimara aquella relación tan predispuesta al infarto amoroso, acaparó todo el odio, como si los versos fermentasen corrompiendo las enaltecidas imágenes, destilando los más rastreros gusanos de la inquina y el desamor.

Era un poema inspirado en la Plaza nevada, escrito bajo el sonámbulo influjo de un nocturno invernal, en el que los endecasílabos enumeraban el blanco sopor de la nieve, la pacificación de su mortal caricia, como si el ánimo fuese propicio a una anciana melancolía, saboreada en el helado esplendor de la noche.

La lechosa claridad de la luna embargaba esa lírica y momentánea ensoñación de Paco Bodes, que no lograba llegar más allá del segundo cuarteto, perdidos los versos siguientes bajo los copos, disueltos en la gélida corteza que cubría el pavimento y la memoria.

Tardó en enterarse del reclamo de don Florín, que asomaba con cautela en la ventana del segundo piso, solicitando su atención. Y cuando fue hacia el soportal de la casa, vio que cruzaban la Plaza, entre voces y aspavientos, dos jocosos borrachos que, fácilmente, le habrían descubierto.

—¿Qué pasa? —preguntaba Ángel Benuza, acercándose preocupado por Pilares.

—No sé.

Los gestos de don Florín eran suficientemente expresivos en su petición de auxilio, aunque no indicaban con claridad la advertencia del peligro. Emulaba a esos náufragos que piden la salvación, y al tiempo, intentan ocultar el mensaje de que la isla está llena de boas.

—Tienen dificultades —corroboró Benuza.

Don Florín comenzaba a desesperarse al comprobar que no le entendían.

—¿Qué sucede, qué hacemos? —le preguntó abiertamente Bodes.

Jacinto Sariegos sacó medio cuerpo por la ventana, retirando a don Florín.

—Hay alguien en la escalera. Tenéis que despejarnos el camino. No podemos salir.

Los dos borrachos que cruzaban la Plaza se habían detenido en la esquina de Pilares. Bodes y Benuza reconocieron en seguida las voces de Cirilo Lodares y Turcia.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntaba preocupado Ángel Benuza.

—Lo primero quitarnos a esos de encima.

Desde la ventana, Sariegos y don Florín vieron, consternados, cómo Cirilo y Turcia avanzaban gritando por la calle, con esa excitación del emigrante que acaba de divisar a sus paisanos en tierra extraña.

—Paco Bodes —dijo Cirilo, alzando la mano derecha como para saludar a la multitud— tú eres un alabardero del lenguaje, un muñidor del adjetivo, un croupier de la metáfora. El más ilustre y secreto bardo de esta urbe romanizada. Dale un abrazo a quien tanto admira tu lírico y errabundo pendoneo.

Bodes apenas pudo sostener el peso muerto de Cirilo.

—Y tú también, Angelín, palafrenero de la oratoria, que eres de los pocos que hablan como se escribe, abrázame. Esta urbe romanizada os debe una placa y un título de hijos egregios y cachondos, porque aquí no hay más labia que la vuestra, lo demás es cotorreo y rutina. Abrázame, Angelín, joder, que no se diga que un filósofo peripatético no reconoce, en la noche del pedernal, a un ingeniero de caminos, canales y puertos.

Turcia se había acercado a la pilastra de una columna del soportal de la casa, y orinaba bamboleándose. Don Florín y Sariegos se retiraron de la ventana.

—Hay que reconocer —decía Turcia— que cuando uno está en sus trece, la mejor demostración de placidez y sentimiento se obtiene al hacer aguas menores. Yo os exhorto, en la medida en que os sea posible, a que lo probéis. Ah, hermanos, la mente se esponja con la emoción.

Cirilo se dispuso a secundar a Turcia en la pilastra de la otra columna.

—Sí, sí, querido y venerado compadre, el ánimo se compensa con este fluido episódico. Mead, mead, meemos todos al unísono y de consuno.

—Es bueno y baladí —decía Turcia— como todo lo que resulta inocuo, y no hay mayor regomello que el de sentirse escurrir en esta solvencia del aparato humano. Ah, gota culminante de mi finiquito, ya llegas presurosa.

—Nada, nada en el nocturno etílico —decía Cirilo— es comparable a estos momentos de disolución. Escuchad hermanos, el canto del arroyo, su cremoso discurrir por el cauce de estas piedras venerables.

—Oíd —voceó Turcia— la líquida plegaria del más glorioso instrumento.

—El salmo de la fuente prístina.

—El oratorio de la torrentera.

—El mugido de la cascada.

Benjamín Otero acudió ante aquellas voces, y Ángel Benuza le indicó que se mantuviese en su sitio, a la expectativa. Don Florín volvía a asomarse a la ventana, señalando con grandes aspavientos el inminente peligro, la urgencia de la liberación.

—Hay que llevárselos de aquí como sea —dijo Paco Bodes.

Cirilo y Turcia regresaban cogidos del brazo.

—¿Hacia dónde vais? —les preguntó Benuza.

—A mejorar la noche —dijo Turcia—. La cogimos temprano y, si nos esmeramos, podemos pulirla hasta dejarla como recién estrenada.

—Pero a lo que queda por ahí, sin cerrar, vais a ayudarnos —aseguró Cirilo.

—Otro día será —se disculpó Paco Bodes—. El caso es que ahora tenemos que echar una mano.

—¿Una mano? Joder, Paquín. ¿Y nosotros quiénes somos? Tantas manos como tengamos, aquí están para lo que sea, ¿eh, Turcia? Luego cerramos lo que quede por cerrar. ¿Dónde hay que echarla?

Benuza y Bodes se miraron con el desánimo y la resignación de los fugitivos que, al no encontrar la salida, deciden regresar a la celda.

—Ahí dentro —dijeron.

En la ventana, Jacinto Sariegos gesticulaba las más abruptas amenazas.

—Prepararos, que ya vamos —le indicó Ángel Benuza.

Benjamín Otero merodeaba por la calle, más atento al destino de aquella improvisada expedición, en la que parecía que ni el mando ni los componentes sabían lo que tenían que hacer.

—Floro y Jacinto están ahí metidos y hay que sacarlos —resumió Benuza ante el portón.

Cirilo y Turcia hicieron un esfuerzo para asomar a la superficie desde las sombras etílicas, y asintieron con esa comprensión generosa de quien sigue benignamente inmerso en ellas, pero dispuesto a derrochar la mejor voluntad ante cualquier encomienda.

—Podíais esperarnos aquí —indicó Paco Bodes.

—Jamás —afirmó Cirilo, tajante—. Nadie podrá decir nunca que nosotros, estemos como estemos, no estamos a lo que hay que estar, ¿eh, Turcia?

—Desaira a tus amigos, y despídete de la tutela de los dioses —citó Turcia—. Al unísono y de consuno, iremos a sacar a don Florín del atolladero. Serénate, compadre —voceó— que a aquí llegan los cuatro pares del rey de Oviedo.

Benjamín les vio abrir el portón, cuyos goznes arrastraron un alarido de grillos y pedernales, y vio cómo entraban dispuestos a batirse. Poco a poco se fue acercando hasta apostarse enfrente de la casa, preparado para cualquier emergencia.

Hubo un largo silencio, como el que emana de los más olvidados y solitarios lugares.

La casa era un cofre sellado por la antigüedad y el abandono, en el que Benjamín pretendía adivinar, imbuido por la nocturna fantasía del laberinto, la disposición de sus aposentos, pasillos y corredores, el misterio de ese interior, donde alguna huella oculta indicaba el camino del tesoro, sin duda vigilado por algún guerrero.

Acrecentaba el silencio la sensación de que todo había sido devorado allí dentro, como si un paso más allá de las fauces del zaguán, la gran fosa del estómago de la bestia fuese el reducto insoslayable donde cayeran los ilusos expedicionarios.

Benjamín Otero observó inquieto la fachada, teñida por el lívido ramalazo de la luna: un rastro de fuego blanco que invadía las cocidas superficies del adobe, de las que parecían desprenderse diminutas pavesas de nieve y ceniza.

De pronto tuvo la impresión de que el interior de la casa se derrumbaba. Un desmoronado movimiento de subterráneas erupciones, un trueno que trastorna la oquedad de la cueva, estallando en el centro de la sima más honda. Fue temeroso hacia el portón, aguardando indeciso alguna señal.

Se oyeron voces, ruidos, la mezclada algarabía que, en el desorden, sucede a las eclosiones. Los goznes del portón volvieron a chirriar. Ángel Benuza intentaba abrirlo lo más posible, y Benjamín acudió a ayudarle.

—Rápido, rápido —pedía alguien.

Jacinto Sariegos y Paco Bodes arrastraban el baúl entorpeciendo la salida.

—Vamos, por Dios —suplicaba colérico don Florín.

Llegaron al soportal y Jacinto, sudoroso y sin apenas poder respirar, cayó sobre el baúl.

—No puedo más, no puedo —gemía, derrotado.

Benjamín quiso echarle una mano, pero Benuza se le adelantó.

—Venga, Jacinto.

Don Florín salía con Olegario el Lentes y, tras ellos, Cirilo y Turcia coreando voces, gritos e imprecaciones.

—Rapidez y prevención, señores —gritaba Cirilo Lodares— que ahí arriba amenazan con posta y mostacilla.

—Salgan zumbando —animaba Turcia— que nos persigue por la retaguardia un sargento de regulares.

Una voz furibunda amontonaba las amenazas en el interior, como el despierto dragón que transforma su cólera en fuego y quiere arrasar, desesperado, todos los caminos de la huida.

—Vete, vete —le ordenó don Florín a su sobrino, que iba a coger el baúl con Bodes.

Benjamín ayudó a Jacinto. Benuza y Bodes cargaron el baúl. Olegario el Lentes quería tumbarse en el suelo, suplicando un alivio para la hernia.

—Tieso, Olegario, que zumban —le decía Cirilo.

Abandonaron el soportal para marchar Pilares arriba y, al momento, una de las ventanas del primer piso se abrió con el estrépito de algún cristal roto, y el cañón negro de una escopeta asomó amenazador buscando la dirección de los huidos.

Se escucharon dos disparos, dos explosiones secas y atronadoras que agujerearon la noche, perforando hasta la última cortina del onírico limbo de los durmientes.

—Premio —voceó Cirilo Lodares dando un salto.

Los gritos de Jacinto Sariegos y Paco Bodes certificaban la negra suerte de la diana. Fueron unos gritos de dolor y sorpresa, que en seguida se convirtieron en desgarrados alaridos.

Jacinto cayó al suelo y pataleó llevándose las manos atrás. Paco Bodes soltó el baúl y emprendió una corta carrera antes de caer. Ambos se movían, estremecidos por la incendiaria punzada, como si una misma descarga eléctrica les hubiera sacudido.

—Despejar, despejar —ordenó don Florín, alterado.

Al cabo de unos segundos sólo el baúl permanecía en medio de la calle. Don Florín y su sobrino habían recogido a Jacinto, y Benuza a Paco Bodes. Cirilo y Turcia también se resguardaban al amparo de las fachadas, tendidos en la acera.

—Un furtivo cazando gamusinos —explicó Cirilo.

Olegario el Lentes, más retrasado, avanzaba a gatas por la acera.

—No hay salvación, ahora sí que no la hay —repetía confuso—. ¿Dónde voy, quién me echa una mano?

—Esto es el fin, Olegario —le dijo Turcia, viéndole encaminarse en dirección opuesta, perdido en las sombras de la calle—. Un acto de contrición, y a vivir del cuento en el otro barrio —le gritó.

Dos nuevos disparos hicieron que todos temblaran en sus desabrigados cobijos. Los gritos de dolor de Sariegos y Bodes se paliaron un instante.

—Vamos, hay que salir pitando —decidió don Florín.

Fue Olegario el Lentes el primero en incorporarse como un ciego en plena batalla sobre los parapetos. Y como si la hernia se le hubiese esfumado, ante el peligro, comenzó a correr calle abajo, alzados los brazos en señal de súplica y rendición.

—Yo no fui, yo no fui —gritaba desesperado.

Le vieron perderse, rebasando la esquina de la calle, por la Plaza, que la luna incendiaba entre blancos estallidos, como si tras él corrieran, en centelleante persecución, una manada de fuegos fatuos.

—No puedo más, no puedo —se quejaba Jacinto, secundado por Bodes.

Don Florín le ayudó a incorporarse y Benuza le imitó, sujetando a Paco Bodes, que se sostenía con mucha dificultad.

—El baúl —indicó don Florín.

Cirilo y Turcia saltaron, dispuestos.

—Arrear, que nosotros lo cogemos —dijo Cirilo.

Corrieron hacia el baúl, lo levantaron en volandas y, trastabillando, meciéndose como si el peso les hiciera tirar a cada uno para el lado contrario, huyeron calle arriba.

—Vete con ellos, Chamín, y no te despegues, que están soplados y no me fío. Vamos donde la Cordera —dijo don Florín, sin poder disimular su preocupación.

—Por favor, por favor —pedía Jacinto.

Caminaron penosamente arrastrando a los heridos, que apenas podían poner los pies en el suelo.

—Sangre no parece que haya —había dicho Ángel Benuza.

—Esto quema, abrasa —indicaba Bodes, apretando los dientes.

—Es en el culo —decía Sariegos, con los ojos llenos de lágrimas— en el mismísimo culo.

—A la fuente, a San Miro —pidió Bodes— a lavar la perdigonada, pero, por Dios, de prisa que reventamos.

Salvaron Pilares y se detuvieron un momento en la cruz de piedra de San Miro, antes de bordear la iglesia para ir hacia la fuente.

—No nos perseguirán —dijo Benuza.

Don Florín hizo una rápida descubierta.

—Nada, no se ve a nadie —informó—. Ni los tiros sacan a la gente de la cama.

—Mejor así —aseguró Ángel Benuza—. Se ve que ese cazador ya cobró las piezas que quería.

La fuente manaba apacible sobre un pequeño pilón, no lejos del atrio de la iglesia.

Don Florín y Benuza ayudaron a los heridos a despojarse de los pantalones y los calzoncillos. A la rala luz de la luna, revisaron los tumefactos brotes que laceraban la maltrecha y tierna carne de las nalgas, unos grumos sanguinolentos pegados como costra.

—Sal —certificó don Florín—. Os han metido unos cartuchos de sal gorda.

—Quema y escuece como estopa encendida —dijo Paco.

—Hay que limpiarla y aquí nos va a ser difícil. Tenemos que llegar a casa de Emilia.

—Al menos un alivio.

Se sentaron, flexionando sobre el borde del pilón, auxiliados por don Florín y Benuza, hasta lograr introducir la zona herida en el agua.

—Dios, Dios, esto es un cuchillo de fuego.

Las lágrimas brotaban de sus ojos como un inútil reclamo para amagar el dolor. Era una punzada incendiaria, abrasadora.

—No puedo, no puedo —se quejaba Jacinto, sollozante.

Bajaron del pilón.

—Hay que daros algo —dijo don Florín—. Vamos, donde la Cordera tengo ungüento y pomada.

—La ropa no —indicó Paco Bodes—. Sólo pensar que me tengo que poner el calzoncillo me da grima. Dejarme el culo al aire —pidió, haciendo un esfuerzo para caminar.

—A mí también —solicitó Sariegos, quejumbroso—. Aunque me vea medio mundo.

—¿Y el baúl? —preguntó Benuza, como si de pronto viese nublada la noche y hundido el tesoro entre las agolpadas olas de un mar oscuro.

Don Florín suspiró rascándose la calva, en la que sentía el hormigueante efecto de una de sus últimas lociones experimentales.

—Confiemos en Chamín —dijo.

Cirilo y Turcia balanceaban peligrosamente el baúl en la carrera. Cada poco se detenían, tomaban aliento y volvían a correr animados por la exaltación de sus propias voces. Iban alocados, sin dirección ni destino, por la puerta que la noche les abría en la huida y que ellos no reparaban en volver a cerrar, cruzando el dédalo de las callejas como en una persecución en la que el perseguido se persigue a sí mismo.

—Animo, muchacho, que no se diga —le gritaban a Benjamín que les seguía a la zaga, desconcertado por tantas vueltas y revueltas.

Alcanzaron la recoleta plazuela de Don Ares, en la que cuatro escuálidos chopos rivalizaban con una compungida farola, y entraron en ella soltando el baúl, dejándolo deslizarse con el impulso de la carrera sobre el pavimento. El baúl fue a chocar con la farola y ellos cayeron a su lado, sudorosos y jadeantes, con el extenuado alboroto de los náufragos que salvaron sus pertenencias.

—Dios, Turcia, reviento —exclamó Cirilo.

—Hay que repostar. Con este gas se nos secaron las bielas.

Benjamín se había sentado observando el baúl.

A la luz de la farola la tapa convexa y claveteada tenía algún brillo de ceras pretéritas, la huella de un barniz en la madera escaldada por el tiempo. Era uno de esos raros objetos, toscos y destartalados por su uso pasivo, que acaban muriendo en los desvanes como acobardadas orugas que no se pudieron mover, guardando apenas la mugre del olvido.

—Libramos el gamusino, muchacho —aseguró Cirilo—. Aquí ya no podrá dispararnos ese furtivo.

—Sale uno a enmendar pacíficamente la noche —reconoció Turcia— y, a la primera de cambio, te sacan una escopeta. Estos son los tiempos que corren y no los que dicen en radio falange.

Benjamín contemplaba los herrajes del baúl, la herrumbrosa cerradura que parecía tener obturado el orificio.

—En fin, Turcia —dijo Cirilo—, que va a ser difícil echarla tan larga como queríamos. ¿Qué será lo que quede más cerca por cerrar? Lo mío debo reconocer que es necesidad imperiosa.

—Melgares —informó Turcia—, ahí, en el Espolón, pero si tiene timba no nos abre.

—Ese es el mayor imponderable de esta urbe romanizada: el naipe se antepone a cualquier otra virtud.

Iban a incorporarse cuando una voz les hizo girar hacia la esquina de la plazuela, que remataba un estrecho y empedrado soportal. La voz llegaba monótona y ensimismada como una plegaria:

—De la noche nace el día, con fatal hegemonía.

—Publio Andarraso —dijo Turcia—. O hacemos un mutis vertiginoso, o que Dios nos coja confesados.

—Anda, muchacho —le indicó Cirilo a Benjamín—, que esto puede ser muy duro de pelar.

De la oscuridad surgió un enorme y bamboleante abrigo, una de esas piezas de paño grueso y vetusto, que semejan amuralladas corazas sustentadas por el peso del metal. De los bajos, que casi llegaban al suelo, sobresalían dos monstruosos zapatos, abiertos, desparramados, que hacían más evidente la mareada línea de flotación de los pies planos. Por las alturas se enroscaba una turbulenta bufanda, acaso acostumbrada a los vientos más tenaces, que caía hacia los lados después de repetir su nudo mortal.

El rostro de Publio Andarraso emergía en las nubes, con la melena aprisionada por la boina, lejano en la distancia sideral de sus pensamientos, como el de una esfinge suspendida en la noche. Su mirada era un faro que orientaba, sin destino, sus impenitentes y noctámbulas singladuras.

—En esta noche triste, sólo el dolor existe —afirmó con los brazos abiertos, alcanzando el centro de la plazuela.

—Hombre, triste o alegre, según quien la baile —le dijo Turcia.

—Murió el pobre Cautivo, y ése es el motivo —afirmó Publio Andarraso, remarcando la noticia—. Todo es dolor, a su alrededor.

—Cierto —asintió Cirilo—. Con Celenque se fue un cacho de la pezuña de cada uno.

—De la pezuña o del rabo —apuntó Turcia.

—Guarda la noche memoria, de su atribulada historia.

—Pero ya sabes cómo es la vida, Andarraso, muerto el mulo la cebada al rabo. Dicen que el olvido es la auténtica justificación del recuerdo. El muerto al hoyo, Publio, al hoyo.

Publio Andarraso movió la cabeza con resignada comprensión, como si las palabras de Turcia varearan sus sentimientos.

—Más triste todavía, si así sucedería.

—Pues no lo dudes.

—Nunca dudé que el corazón humano, es duro, caprichoso, cruel y ufano.

Benjamín Otero vio a Turcia guiñarle el ojo, mientras observaba a Publio Andarraso que se había acercado al baúl.

—Bueno, Publio, ¿y cómo está el tiempo, qué se puede esperar en los próximos días?

—Fresca por la mañana, y al mediodía solana. La noche ya la estáis viendo, con el relente subiendo. Así hasta el veintisiete, que se os mojará el caletre.

—No, pero no me refiero al tiempo barométrico.

Andarraso alzó los ojos y dio un profundo suspiro. Su rostro de esfinge quedó quieto y tenso. Luego alzó los brazos y unió las manos por encima de la cabeza.

—Escucha al Oráculo del Ejido, muchacho —le dijo Turcia a Benjamín.

—Se tramarán sinuosas componendas, por capillas, despachos y tiendas. Un pucelano perderá todo el numerario, en la timba del Bar Ferroviario. La tornera del Hospicio, recogerá tres hijos del vicio. Cinco muertos bien contados, de enfermedades minados. Y uno que se suicida, colgándose de la brida. Cien reyertas familiares, con rotura de vasares. Setenta y seis borracheras, de sorchis y calaveras. El arrepentimiento de una fulana, y un agustino que cuelga la sotana. Diarreas sin sustento, en la jefatura Provincial del Movimiento. Multas de cincuenta mil, del Gobernador Civil. A quien no digo, pues no seré testigo. Nombres no me preguntéis, porque más que yo sabréis.

Andarraso bajó las manos y volvió a suspirar.

—Mira Publio —le dijo Turcia— este muchacho es el sobrino de don Florín.

—Su gusto es mío, como lo es de su tío.

Benjamín hizo ademán de saludarle.

—Había oído hablar de ti, pero, claro, no te conocía, y ¿quién mejor que tú para decirle quién eres?

Turcia volvía a guiñarle el ojo a Benjamín.

Andarraso tendió los brazos y comenzó a caminar de un chopo a otro con andares mecánicos, el cuerpo muy inclinado hacia adelante, como si buscase algo en el suelo.

—Mi nombre es Publio Andarraso, donde nací no hace al caso. Ni me duermo ni me siento, de pie mi vida sustento. Soy oráculo y vigía, de esta ciudad que no es mía. Paso la noche vagando, y oteo lo que va pasando. Nunca me muevo de día, soy una estatua vacía. En cualquier esquina quieto, como guardando un secreto. Mi verbo es fiel pareado, para hablar claro y rimado. Más cosas no preguntéis, porque más que yo sabréis.

Se detuvo y accionó los brazos en cruz durante tres veces seguidas.

—¿Qué te parece, muchacho? —dijo Cirilo—. Esta especie de cigüeño peripatético domina mejor que nadie las noches de esta urbe romanizada, desde hace más de doce años.

—Y el día que te sientes, Publio, qué va a suceder ese día, cuando ya no puedas tenerte y des con el culo en el suelo —inquirió Turcia.

Andarraso alzó la mano derecha y con el dedo índice señaló la luna, oronda como un plato de frutas encendidas.

—De aquel elixir plateado, se alimenta mi costado. Quien del andar hace ofrenda, anda y vive en la leyenda. Segará el paso la muerte, como una caricia fuerte. Estaré quieto y callado, pero no estaré sentado. Más cosas no preguntéis, porque más que yo sabréis.

Caminó hacia el baúl y se detuvo ante él, observándolo con atención.

—Quiero yo preguntar una, que me parece oportuna —dijo.

Cirilo, Turcia y Benjamín se miraron con disimulada curiosidad.

—Pregunta, Publio, no te prives.

—¿Guarda este cofre repleto, algún especial secreto?

—Pues la verdad es que no tenemos ni idea —dijo Turcia encogiéndose de hombros.

—Si lo abrimos y lo vemos, acaso nos asombremos.

Andarraso acercó sus manos a los clavos de la tapa. Por su mirada de esfinge cruzó un brillo solapado.

—El baúl no es nuestro —dijo Cirilo, comprobando el gesto preocupado de Benjamín.

—Escuchad esta leyenda, que la entiende quien la entienda.

Alargó Andarraso su mano derecha a lo alto, mientras con el índice de la izquierda señalaba el baúl.

—Cinco cofres escondidos, por cinco dotes tenidos. Los cinco de una heredad, en casas de esta ciudad. Un judío los escondiera, que cinco hijas tuviera. Dos de cinco hallados fueron, los otros aún no salieron. De clavos claveteados, y de doblones colmados. Más cosas no preguntéis, porque más que yo sabréis.

—Le pediremos el tanto por ciento a don Florín, ¿eh Turcia? El peso de los doblones, pesa en nuestros riñones, que diría aquí el amigo Andarraso.

Publio Andarraso cruzó los brazos, suspiró profundamente y cerró los ojos, como si se recogiera en una honda cavilación.

—Vamos al Melgares —decidió Turcia, incorporándose imperativamente requerido por el señuelo de la taberna—. Tenga o no tenga timba, no va a negar un vaso a dos amigos que acaban de cruzar el desierto.

—Lo mío —confesó Cirilo— más que necesidad es dolencia. Échame una mano.

—La noche sigue amustiada, en el dolor embargada —clamó Andarraso.

Salía de su recogimiento y, dando tres cabezadas, comenzó a moverse con el bamboleante caminar de sus pies planos.

—Al cadáver del Cautivo, lo coronaron de olivo. No existe mejor sudario, que ese símbolo palmario.

Cruzaba la plazuela, alejándose sumido en las siderales brumas de su altura, navegando sobre la estancada superficie de la noche, donde sus pensamientos se mecían con la febril constancia de la ensoñada vigilia, aventados como diminutos fantasmas de su empedernida singladura.

—Dónde yace, pace —gritó desafiante.

Cirilo, Turcia y Benjamín vieron la desmoronada sombra del abrigo diluirse en la negra niebla de una calleja como si el amurallado peso del paño se cuarteara en frágiles pedazos, que volaban igual que las plumas de un gran pájaro nocturno.

—Muchacho —dijo Cirilo Lodares, dándole una palmada en el hombro a Benjamín—, ahí te queda el gamusino, o el tesoro del judío, que vetea saber lo que acaba uno cazando en una noche como ésta. Nosotros tenemos que repostar, porque, como hay Dios en el cielo, que existen necesidades mil veces más imperiosas que las específicamente fisiológicas.

—Ya sabes que hasta el propio evangelio ordena la libación para el rito sagrado —advirtió Turcia.

—Nosotros somos pecadores, Turcia, no vamos a dárnoslas de inquilinos del santoral. Pero hay que tener en cuenta, muchacho, que allí donde vamos, vamos de buena fe. Ya puede ser al Tropezón, o al Capudre, o al Melgares o al Miserias, siempre de buena fe. Por el camino más recto y con la mejor fe del mundo.

—Y así se sobrellevan los quebrantos y se va tirando. Porque la vida —aseguró Turcia, cogiendo a Benjamín por el hombro— y perdona el consejo, que tú eres muy joven, la vida como la vemos hoy, en esta ciudad romanizada que dice Cirilo, no está para otra cosa que para vivirla escondida, por el recodo y la esquina y la calleja. Nocturna y solapada, con esta única libertad estrafalaria y beoda. De otra cosa, olvídate.

Benjamín había sentido un leve aleteo de sueño, esa imprevista caricia ciega que salpica repentina, helando los párpados. Se volvió hacia el baúl y lo vio brillar bajo la luz de la farola, dorados los clavos como si la luz los bruñera.

Fue una dolorosa peregrinación plagada de lamentos.

Jacinto Sariegos y Paco Bodes tenían que detenerse cada poco, desesperados por aquel fuego que abrasaba las desnudas lomas. Don Florín y Benuza intentaban aliviar el largo calvario, animando a los heridos. Parecía que la noche cerraba el paso de las calles, de la Canóniga al Castillo y a los Cubos, para desorientar y hacer más penoso el camino de los penitentes, en las sufridas estaciones.

Emilia la Cordera les abrió por la puerta del corral, después de llamar con infructuoso disimulo durante un buen rato. El bar estaba cerrado, pero en el interior se oía el normal bullicio de la clientela de confianza.

La casa de Emilia era un vetusto islote entre la civilización y la jungla, clavada en el inmediato camino de las antiguas alquerías, como un raro bastión superviviente del pasado rural, frente al previsto ensanche de la corona de la ciudad. Se contaba que la Cordera se la había ganado, en una noche de garrafiña, a un arruinado tratante, pero ella siempre mantenía que todo su patrimonio había salido de su cuerpo, del duro y cotidiano trabajo, al que habría ayudado el estraperlo, pero en absoluto el juego.

—Saca el ungüento fasgarino, la pomada de lecherinas y prepara un balde de agua tibia con un poco de vinagre —fue lo primero que dijo don Florín, ante los asombrados ojos de la Cordera.

—Pero, ¿de dónde vienen éstos con esa cara y esas vergüenzas? Oye, oye, Floro, aquí no me montáis un hospital de sangre, que estoy de vosotros hasta la coronilla.

—Es un caso de vida o muerte, Cordera —dijo Ángel Benuza, tajante—. Estos valientes han estado a punto de entregar la vida en el frente. El personal civil tiene que colaborar. No todo van a ser risas y coñas en la retaguardia. Vamos rápida, que se nos desangran.

—Échanos una mano, Emilia —pidió Jacinto, lloroso—, échanosla, que la vergüenza la tenemos más que perdida, vapuleada.

—Igual no podemos volver a sentarnos en el resto de nuestros días —advirtió patético Bodes.

—Subirlos a la habitación de Enedina, que está con el permiso del mes —decidió Emilia—, pero esperar, que voy yo abriendo camino, sólo faltaba que se me recelaran los clientes. Además, tenéis hoy algunos de vuestros contrincantes, estáis al completo.

—¿Quiénes? —preguntó don Florín, alterado.

—El trío de don Pacho, pero sin el coronel, que ese pica más alto, si es que alguna vez picó, que lo dudo. Están en el bar Juanito Garfín, Pascual Llombera y Plácido Iruela. Los tres mano a mano, tomándose una copa con Benilde y la Curtidora. Ya veis qué coincidencia.

—El enemigo no ceja —masculló Benuza—. Pero hay que rearmarse, Cordera, hay que limpiar las heridas para volver lo antes posible al campo de batalla.

—¿Qué pintarán aquí esos balduques? —se preguntó— don Florín.

—Todo el mundo tiene derecho a echar una cana al aire. De eso vive una.

Con el ungüento fasgarino y la pomada de lecherinas, dos de los productos más escrupulosamente logrados por don Florín, en las maniáticas investigaciones de su rebotica, preparó, sin poder disimular cierta avidez de inventor que se dispone a hacer la primera prueba, un emplasto de nata verdosa.

Jacinto y Paco Bodes se habían tendido boca abajo en la cama, y contenían el llanto apretando los puños y los dientes, mientras Emilia les lavaba las nalgas mojando la bayeta en el balde que, a su lado, sostenía Benuza.

—Santo cielo, qué estropicio —decía la Cordera—, qué forma de desperdiciar la sal. Pero, ¿dónde coños os metisteis, a quién le fuisteis a enseñar el culo?

—Un ataque a traición —aclaró Benuza—. En esta ciudad todavía queda mucha gente a la que le gusta disparar por la espalda.

Don Florín aplicó el emplasto en los dolientes lugares, que la Cordera secaba con una toalla, y los heridos se fueron aplacando, igual que si una mano milagrosa les hubiese acariciado.

—¿Qué tal? —preguntó, orgulloso.

—Como una malva —reconoció Paco Bodes.

—Bien, bien —dijo Sariegos—, eso hay que patentarlo.

—En algo tenías que acertar —opinó Emilia—, después de media vida de lociones y potingues.

—No es la investigación una lotería —dijo Ángel Benuza—, sino un barómetro de la constancia. Y muchísimo más, la que cultiva en su rebotica, sin grandes alharacas, este heredero de las alquimias botánicas. De Orlando del Piamonte al doctor Farnesio hay, al menos, tres siglos de maceración y cataplasmas. Lo malo es que la sanidad pública se sustenta en el negocio y no en la filantropía universal. Es la industria la que desnaturaliza la farmacopea.

—Mira, Benuza —dijo Emilia—, yo juzgo por lo que veo. Y son más de quince años viendo a este hombre con potingues. Acuérdate de la emulsión anticonceptiva, del caldo renal, del polvo de arcilla para los diviesos, del sulfato de liendres. Todo fiascos. Con el agravante de que Enedina y la Curtidora, esas como poco, se preñaron haciendo de conejos de indias, y Enedina, para mayor inri, parió mellizos.

—Aquella emulsión ofrecía una dificilísima disyuntiva, que el investigador no lograba solventar, entre lo anticonceptivo y lo fertilizante, derivada, en buena medida, del complejísimo aparato reproductor de la hembra. Un problema, por otra parte, clásico, de coincidencia o concatenación de opuestos. Floro sostuvo gravísimas dudas no sólo fisiológicas, sino también metafísicas, al respecto. Y su decisión de experimentar, a lo que yo le alenté, fue una decisión heroica, la mires como la mires, Cordera.

—Ahora empieza a picar un poco —anunció Bodes.

—Sí, maldita sea —dijo Jacinto.

—Pues no os rasquéis —aconsejaba don Florín, que regresaba de lavarse las manos—. El emplasto ni tocarlo, que tengo fundadas sospechas de que por vía oral puede resultar venenoso. Quietos y aguantaformo.

En el bar languidecía la clientela, abocada a ese tránsito noctámbulo en el que, de repente, el sopor se desmigaja de la noche depositando sus instantes petrificados. Era un local pequeño, con la barra esquinada, en el que subsistía cierto aire de vieja cocina, algunos olvidados objetos del antiguo fogón, un escaño de roble.

Don Florín y Benuza se apostaron en la barra, donde Emilia les sirvió una copa, y verificaron la presencia de Llombera, Garfín y Plácido Iruela que, con Benilde y la Curtidora, departían en una mesa cercana al escaño.

—No me gusta verlos aquí —dijo Benuza—. Imagina que se presentan Chamín y los otros con el baúl.

—Emilia —requirió don Florín—, tenemos un pequeño problema.

—¿Otro? A mí no me contéis nada que yo nada quiero saber. Ni se me ocurre preguntaros quién les metió esa perdigonada en el culo a esos dos desgraciados.

—Mi sobrino puede llegar en cualquier momento, con un objeto que, de ningún modo, queremos que huelan esos tres.

—Pues lo esperáis ahí fuera, a la fresca, vaya problema.

—Eso va a hacer Benuza —decidió don Florín, indicándoselo—, pero aquí hacía falta un poco más de entretenimiento. No nos gustaría que esos se marcharan de improviso, y diera la casualidad de que se los topasen. Quiero tenerlos controlados.

—¿Me vas a pedir que cante la Zarzamora?

—Me conformo con que le digas a Catalina que baje.

—Catalina, a estas horas, ya consumió su medio cuartillo de ponche, y tiene la lengua pegada al paladar. Estará traspuesta.

—No hay hora mala para Catalina la Joderica —opinó Benuza—. En el olimpo de su putañera ancianidad, el tiempo ya no existe.

—Sois el azote de esa casa —reconoció Emilia—. Ni el comisario Bardemos, cuando se le encabrita la almorrana, da tanto que hacer.

Ángel Benuza salió para alertar la llegada del baúl.

—Aguardaremos media hora —le había dicho don Florín—, y si no vienen, habrá que ir a buscarlos. Confío en Chamín, pero vete a saber lo que harán ese par de alipendes, tan puestos como estaban.

Catalina la Joderica caminaba con paso de jilguero, sujetándose en una muleta. Su cuerpo diminuto, de arrugada castaña, tenía una movilidad sonámbula, como si los pasos no se depositaran en el suelo, sino en el aire, leves y alterados por una senda inadvertida.

Emilia la condujo hacia el escaño, entre las complacidas muestras de la concurrencia, y Benilde se levantó para ayudarla a sentarse, acercándole un cojín. Se cubría los hombros con un echarpe y llevaba el pelo, de una ahuesada blancura, recogido en un enorme moño. Dejó sobre la mesa la muleta, sin soltarla de la mano derecha, y cabeceó recostada sobre el cojín en el escaño.

En el local había un silencio absoluto, como el que sobreviene cuando alguien anuncia que va a desvelar un gran secreto. Todos miraban hacia aquella figura, frágil y huraña, que permanecía inmóvil, con los ojos cerrados, acaso dormida.

Catalina la Joderica chasqueó la lengua con un sonido pastoso, y abrió los ojos hasta donde se lo permitía la enredadera de las legañas.

—Atender, cabritos —dijo con una voz profunda, dura y rasgada, al tiempo que golpeaba la mesa con la muleta—. Contaré algunas cosas para edificación de los presentes. El que quiera las escucha, y el que no se calla. De todo puede sacarse provecho, y algo aprenderéis para mejor gobernar ese torpe pollino que os cuelga entre las patas.

Chasqueó de nuevo la lengua, que se movía en su boca como un animal que quisiese huir.

—Emeterio Carrocera —dijo, como repasando una larga lista— de la acreditada firma de coloniales Carrocera e Hijos, que tuvieron el almacén en la calle del Portón y lo tienen hoy en General Moscardó trece, casado con Lucina Ponce, la hija mediana de don Venero, el de la Cámara de Comercio, padre de tres hijas de bastante buen ver y de un hijo faltoso, todas ellas casadas y con mucha prole, falleció aquí, va para treinta años, una noche de junio no muy distinta a ésta. Y cuando digo aquí no digo en esta casa, sino en este cuerpo. Era un pobre cabrito, roñoso y mamón, pero tenía un pollino gracioso, largo y afilado, de cabeza reventona y con una peca en la empuñadura. Cumplía una vez cada quince días, y siempre tirando a la baja, discutiendo hasta la última peseta. Yo no lo había mandado a la mierda por la gracia de aquel pollino y porque, si he de decir la verdad, los clientes que más me gustaban eran los de Acción Católica. Aquella noche fatídica vino descompuesto. Ni sacó a colación el precio ni quiso una copa, que yo siempre tuve esa deferencia con mis cabritos. Fue directo al tajo, hecho un manazas, y, tras la primera acometida, se levantó bufando a la vela, que por aquel tiempo teníamos restricciones, a mirarse el pollino. Esto se acaba, Joderica, se acaba sin remedio, decía desesperado, me castigó Dios. Yo ver veía el pollino como siempre, pero el hombre estaba obsesionado. Pensé que igual era sólo con Lucina, dijo el pobre cabrito, pero ya veo que no, así llevo doce días, es como ir a meterlo vivo y sentirlo ya muerto, tieso y frío como un cadáver. Después de dar muchas vueltas por la habitación, cogió la chaqueta, sacó la cartera y la vació encima de la cama. Cayeron billetes grandes, pequeños, calderilla. Vete a la cocina, me dijo, y súbeme el pimentón, y recoge todo esto que es para ti. A mí me gustaba que los cabritos tuvieran esos prontos, y más los cabritos roñosos, porque, en el fondo, yo me estaba riendo de esa desgracia del pollino, que se portaba como un bicho rebelde que conmigo venía a conchabarse. Emeterio atracó de pimentón al pobre animal, según la moda de los artistas del cine americano, una moda que yo no sé si fue verdadera, porque quien la impuso por aquí fue un extremeño al que llamaban Jarandilla, y jamás vi mayor coraje ni porfiar tanto a un hombre encima de una mujer. Decir si fueron siete o diecisiete no me compete, porque, con frecuencia, y trabajando, tiene una la imaginación en otro sitio. Pero a eso de las cinco y media de la mañana, Emeterio Carrocera daba un coletazo y una pataleta, y se me quedaba clavado encima el muy mamón. Y entonces, sí que era verdad que el pollino se le había puesto, para siempre y sin remedio, tieso y frío como un cadáver.

Catalina volvía a chasquear la lengua y a golpear la mesa con la muleta. Sus ojos no lograban despegarse del todo entre las enredaderas.

—Dos cosas, por lo menos, debíais aprender de este hecho, hatajo de cabritos. La primera, y la más importante, que no hay peor obsesión que la del pollino. La segunda, que cuando se tiene costumbre de disparar con tiempo y espaciado, muchos tiros seguidos pueden volver el arma contra uno mismo.

Un largo silbido salió de sus labios, que se apretaban como para impedir que la lengua se le desmandase.

—En más de un sitio hablan de tiros esta noche —dijo alguien a las espaldas de don Florín, que se volvió con la copa en la mano, sin poder evitar el gesto de sorpresa.

Pascual Llombera cruzaba hacia el retrete. Tenía en el rostro la sonrisa de ardilla lampiña y perfumada.

—¿Qué hay, Floro? —saludó, casi sin detenerse—. ¿Cómo está tu hermana?

—¿Qué tiros dices? —preguntó, molesto, don Florín.

—Ahí contaba, uno que entró antes, que se oyeron disparos por la Plaza Mayor. Será que todavía queda gente que le gusta armarla. Mano dura, Floro, mano dura —advirtió, alejándose.

Emilia la Cordera llamaba a don Florín desde el otro lado de la puerta. Fue a su encuentro tras vaciar la copa, malhumorado y nervioso.

—Ahí está tu sobrino con Benuza. Dicen que salgas.

—¿No trae nada?

—Bastante sé yo lo que trae o deja de traer. Oye, y esos de arriba sólo hacen que lamentarse. Dicen que les pica, que no aguantan.

—Es el prurito del efecto curativo.

—Si se ponen guerreros los echo a la calle, no estoy dispuesta a que me den la noche.

Catalina la Joderica alzaba la muleta como si enarbolara el mástil de una bandera.

—Contaré ahora —decía—, también para edificación de los presentes, la historia de las absurdas torpezas del pollino de un capataz de minas que se llamaba Eliseo Bernesga, un maldito cabrito que, como tantos otros, dejó a deber a esta servidora una cantidad más que respetable, por aquel generoso defecto mío de trabajar a cuenta. Era el suyo un pollino respingón, virado de remo, muy cariñoso y nada solvente, como su dueño.

—No se me ocurrió otra cosa que esconderlo y venir a avisaros. Con él yo solo no podía de ninguna manera —explicó Benjamín.

Los tres corrieron hacia la plazuela, temerosos de que los fulgores del tesoro erradicaran el espesor de la noche, ya muy desvaída, y se despertase la codicia de las aves madrugadoras.

—A este gas no llego —se quejaba Ángel Benuza.

Debajo de un poyo de piedra, en la penumbra ya más liviana del soportal, estaba el baúl, tal como Benjamín lo había dejado.

—Bien, Chamín, bien —le dijo su tío, satisfecho.

Entre los tres lo sacaron hacia el centro de la plazuela, donde la luz de la farola y el reverbero lunar se iban contagiando de esa perezosa palpitación que vaticina la esparcida mirada del amanecer, un rumor de párpados en la línea del horizonte.

Quedó el baúl como un cuerpo desnudo, viejo y secreto, al que hubiesen despojado del salitre y el olvido que lo cubría: un objeto extraño que, desde algún ignorado lugar, navegase a la deriva hasta una playa perdida.

Repasó don Florín la cerradura, después de comprobar hasta qué punto la tapa estaba afianzada. Ángel Benuza acariciaba los clavos, sin poder contener la intensa emoción del hallazgo.

—Trae una piedra —ordenó don Florín a su sobrino— la cerradura es frágil y de un golpe la abrimos.

—Floro, Floro —decía Benuza muy nervioso—, todo, todo confluye, todo se concentra en la coincidencia astral, la noche inquisitiva se ha hecho resolutiva, el cofre llega del sueño y del mito. No sé qué halo, qué aura, fluye en este magnético instante.

—Échame una mano, que le voy a dar el golpe de gracia.

Saltó la cerradura y, por un momento, antes de alzar la tapa, quedaron los tres detenidos, en esa anhelante perspectiva que sólo suspende una recóndita sensación temerosa.

—Cuánto me gustaría que estuviese aquí con nosotros Aquilino —musitó don Florín.

El silencio de los tres fue creciendo, amparado en un patético e inconfesable desánimo, mientras don Florín vaciaba, tembloroso el baúl.

Todo eran libros. Volúmenes y volúmenes de pastas desconchadas y páginas invadidas por humedades y carcomas. Tratados teologales, diccionarios, florilegios, devocionarios, misales, guías de pecadores. Un enjambre de maltrechas piezas coleccionadas en una decrépita colmena.

Las manos de don Florín aceleraban la búsqueda, como guiadas por el desasosiego de lo que ya se estaba convirtiendo en la más profunda decepción, desesperadas ante los libros, que caían alrededor del baúl como secos cadáveres. Benuza y Benjamín apenas se atrevían a mirar, acrecentada su congoja ante la evidencia de aquellos inútiles volúmenes.

Fue el grito final de don Florín, una voz de recompensada sorpresa cuando ya todo parecía perdido, lo que les hizo abalanzarse sobre el ya prácticamente vacío baúl, y descubrir allí, como el último resto de un extraviado patrimonio, un pequeño cuaderno, que una letra menuda signaba en la portada con el título de Diario de La Omañona, el nombre de don José María Lumajo, y una fecha difícil de apreciar de un septiembre de mil novecientos veintiocho.

Sostuvo don Florín el cuaderno en las manos temblorosas y lo abrió como quien abre una jaula para liberar el vuelo de quien, por mucho tiempo, estuvo prisionero entre el secreto de sus barrotes.

Fons aetatis, fons vitae, fons eternitatis —leyó emocionado, como si pronunciara una letanía.