CAPÍTULO NUEVE

La compra de Pa Sloane

Creo que nos estamos quedando sin miel —dijo Pa Sloane con voz insinuante—. ¿Qué les parece si voy a Carmody esta tarde y consigo un poco más?

—Hay todavía casi medio galón —dijo Ma Sloane implacable

—¿Ah, sí? Bueno, además he notado que el recipiente de kerosene no estaba muy lleno la última vez que cargué la lata. Supongo que habrá que conseguir más.

—Tenemos bastante kerosene para una semana—. Ma continuó comiendo con cara impasible, pero en sus ojos había una chispita. Por temor de que Pa la viera y se sintiese

F. con alas, continuó mirando el plato.

Pa Sloane lanzó un suspiro. Su inventiva se gastaba.

—¿No me dijiste anteayer que faltaban nueces moscadas? —preguntó, luego de unos momentos de severa reflexión.

—Ayer compré al buhonero —respondió Ma, evitando con un gran esfuerzo que se extendiera a toda su cara la risa que brillaba en sus ojos. Pensaba si este tercer fracaso aplacaría a Pa, pero éste era de los que no se aplacaban.

—Bueno, de todos modos — dijo avivándose bajo la influencia de una súbita inspiración—, tendré que ir a hacer herrar a la yegua. De modo que, si necesitas que te haga compras mientras espero, hazme una lista mientras engancho.

Llevar a herrar a la yegua estaba fuera de los deberes de Ma, aunque tenía sus sospechas sobre la necesidad de herrar al animal.

—¿Por qué no dejas de disimular de una vez por todas, Pa? —preguntó, con despreciátiva piedad—. Puedes decir qué es lo que te lleva a Carmody. Adivino tus designios. Quieres escaparte a ver el remate de los Garland. Eso es lo que te tiene sobre ascuas, Pa Sloane.

—No lo había pensado, pero puede ser que vaya, ya que están tan cerca. Pero la yegua necesita herraduras de verdad, Ma —protestó Pa.

—Siempre hay algo que debe hacerse, si te conviene —respondió Ma—. Tu manía por los remates terminará por arruinarte, Pa. Un hombre de cincuenta y un años debería estar escarmentado de esas cosas Pero cuanto más viejo estás, peor te pones. De todos modos, si a mí me gustaran los remates, eligiría alguno que fuera importante, y no gastaría mi tiempo en cosas como el de los Garland

—Allí se pueden conseguir cosas baratas.

—Bueno, pero no vas a conseguir nada, ni caro ni barato, Pa Sloane, porque iré contigo para que no lo hagas. Sé que no podré impedir que vayas, pero te acompañaré en defensa propia. La casa está tan llena de cachivaches que has traído de los remates, que parece que todo está hecho de sobrantes.

Pa Sloane volvió a suspirar. No había placer en asistir a un remate con Ma. Nunca lo dejaría pujar por nada. Pero comprendió que estaba fuera de las fuerzas humanas alterar la mente de su mujer, de modo que salió a enganchar la yegua.

El único vicio de Pa Sloane era ir a los remates y comprar lo que nadie quería. Los pacientes esfuerzos de su mujer durante treinta años habían conseguido sólo una reforma parcial. Algunas veces, Pa se contenía y no iba a un remate durante seis meses, pero luego se ponía peor que nunca, iba a todos cuantos había y volvía a casa con un carro cargado de cachivaches. Su última hazaña había sido comprar una vieja mantequera por cinco dólares (los muchachos la habían ido subiendo de precio por reírse) y así fue como se la trajo a la airada Ma, que había estado haciendo su manteca en una mantequera de último modelo. Para colmo, ésta era la segunda mantequera de ese tipo que Pa compraba en un remate. Eso empeoró las cosas. Ma decretó que desde ese entonces acompañaría a Pa a todos los remates.

Pero ese era el día de suerte de Pa. Cuando llegó a la puerta, donde Ma le esperaba, un diablillo de diez años se cruzó entre Ma y el coche.

—¡Oh, señora Sloane! —dijo con voz entrecortada—. ¿Quisiera venir enseguida a casa? El niño tiene cólicos y mamá está loca y él tiene la cara negra.

Ma fue, pensando que los astros habían determinado apartar a una mujer de proteger a su marido. Pero primero sermoneó a Pa.

—Tendré que dejarte ir solo. Pero te encargo que no pujes por nada; por nada, ¿me entiendes?

Pa entendió y prometió con toda su mejor intención. Marchó contento. En otra ocasión, Ma hubiese sido una excelente compañía. Pero echaba a perder el gusto de un buen remate.

Cuando Pa llegó al almacén de Carmody, vio que el patio de la casa Garland estaba ya lleno de gente. El remate había empezado, de modo que Pa se apresuró, para no perder más. La yegua podía esperar por sus herraduras.

Ma no se había equivocado al llamar insignificante al remate de Garland. Era muy miserable, especialmente si se lo comparaba con el gran remate de Donaldson de un mes atrás, que Pa revivía feliz en sus sueños.

Horace Garland y su esposa habían sido pobres. Cuando murieron con un intervalo de seis semanas, uno de tuberculosis y otro de neumonía, no dejaron otra cosa que deudas y unos pocos muebles. La casa era alquilada.

La puja por varios de los artículos caseros puestos a la venta no fue muy brillante, pero tenía un algo de resignada determinación. Los vecinos de Carmody sabían que estas cosas debían ser vendidas para pagar deudas, y no podía haber venta sin compradores. Sin embargo, fue un asunto sin mucha vida.

Una mujer salió de la casa llevando en sus brazos a un niño de unos dieciocho meses y se sentó en el banco bajo la ventana.

—Ahí está Martha Blair con el niño de los Garland —dijo Robert Lawson a Pa—; me gustaría saber qué será de ese pobrecillo.

—¿No hay ningún pariente que se encargue de él? —preguntó Pa.

—No, Horace no tenía parientes. Su mujer tenía un hermano, pero se fue hace años a Manitoba y no sabemos dónde estará. Alguien tendrá que recoger al pequeño y nadie parece muy ansioso de hacerlo. Yo ya tengo ocho; si no, lo pensaría. Es un lindo chiquillo.

Pa, a quien le zumbaba en los oídos la admonición de despedida de Ma, no pujó por nada. Nunca se sabrá de cuánto autodominio necesitó para ello, hasta que hacia el fin, cedió pujando por una colección de floreros, pensando que podía gratificarse por aquello por su esfuerzo. Pero Josiah Sloane había recibido órdenes de su mujer de llevar esos floreros a su casa, de modo que Pa los perdió.

—Bueno, eso es todo —dijo el rematador, secándose la cara con un pañuelo, pues era un caluroso día de octubre.

—Ya no queda nada, a menos que vendamos al niño.

La risa corrió por la multitud. El remate había sido un asunto poco alegre, y no vino mal un poco de diversión.. Jacob Blair sacó al pequeño Teddy Garland de entre los brazos de Martha y lo colocó sobre la mesa, colmando al muchachillo con su gran manaza. El chiquillo tenía un mechón de rizos rubios, una carita blanca y rosada y enormes ojos azules. Se reía y agitaba los bracitos de alegría. Pa Sloane pensó que nunca había visto un niño tan hermoso.

—Aquí hay un niño para vender —gritó el rematador—. Un artículo genuino, tan bueno como si fuese nuevo. Un niño de verdad, con garantía de andar y hablar un poco. ¿Cuánto ofrecen? ¿Un dólar? ¿He oído a alguien tan miserable como para ofrecer un dólar? No, señores, los niños no están tan baratos, especialmente los de cabellos rizados.

La multitud volvió a reír. Pa Sloane, para seguir la broma, gritó:

—¡Cuatro dólares!

Todos miraron. Tuvieron la sensación de que Pa Sloane hablaba seriamente queriendo significar con aquello que deseaba llevar al niño a su casa. Estaba en buena situación y su único hijo era mayor y casado.

—¡Seis! —gritó _John Clarke desde el otro lado del patio. Este señor vivía en White Sands y no tenía hijos.

Esa oferta de John Clarke fue la perdición de Pa. No tenía enemigos, pero el único rival de Pa era John Clarke. En todos los remates, uno pujaba contra el otro. En el último, Clarke venció en todas las ocasiones a Pa, ya que no tenía temor de su mujer. La sangre guerrera de Pa se alborotó: olvidó a Ma; olvidó la razón de su puja; olvidó todo, excepto su determinación de que John Clarke no volviese a ganar.

—¡Diez! —chilló.

—¡Quince! —gritó Clarke.

—¡Veinte! —vociferó Pa.

—¡Veinticinco! —, exhaló Clarke.

—¡Treinta! —casi se rompió una vena por gritar, pero ganó. Clarke se dio vuelta, riendo y encogiéndose de hombros, y el rematador, que hasta ese entonces tuvo a la multitud en risas mediante una andanada de bromas, entregó el niño a Pa. Hacía mucho que en Carmody los vecinos no se reían tanto.

Pa Sloane se adelantó, o quizá lo empujaron. Le pusieron el niño en los brazos. Se dio cuenta de que se esperaba que se quedara con el niño y estaba demasiado mareado para negarse; además el niño le robó el corazón.

El rematador contempló, dudando, el dinero que le alcanzó Pa en silencio.

—Supongo que eso fue sólo una broma —dijo.

—En absoluto-dijo Robert Lawson—. Todo el dinero no alcanzará para pagar las deudas. Se le debe la cuenta al médico y esto alcanzará para eso.

Pa Sloane regresó a su casa con la yegua sin herrar, el niño y el magro paquete de ropas de la criatura. El niño no le molestó mucho; durante los últimos dos meses se había acostumbrado a los extraños y pronto se durmió. Pero Pa no iba muy contento; al final de aquel viaje estaba Ma esperándolo.

F La encontró aguardándolo junto a la puerta, cuando llegó al caer el sol. En cuanto vio al niño, su cara mostró la mayor sorpresa.

—Pa Sloane —preguntó—, ¿de quién es ese jovencito y dónde lo encontraste?

—Yo... yo... lo compré en el remate, Ma —dijo Pa balbuceante. Entonces espero la explosión. Pero no ocurrió.

Esta última hazaña de su marido fue demasiado para Ma.

Con un sonido entrecortado, sacó al niño de entre los brazos de Pa y le ordenó que fuese a desenganchar la yegua. Cuando éste regresó a la cocina, su mujer había colocado al niño sobre el sofá cercándolo con sillas para que no se cayese, y le daba un cocimiento de miel.

—Ahora, Pa Sloane, me harás el favor de explicarte.

Pa se explicó. Su esposa lo escuchó en ceñudo silencio hasta que finalizó. Entonces le dijo con tono severo:

—¿Supones que vamos a quedarnos con el niño?

—Bueno... no —dijo Pa. Y lo creía.

—Pues no. He criado a un hijo y es bastante. No tengo pensado molestarme más. Nunca me gustaron los niños. Dices que Mary Garland tenía un hermano en Manitoba. Bueno, le escribiremos para que venga a llevarse a su sobrino.

—Pero ¿cómo vamos a hacerlo, si nadie conoce su dirección? —objetó Pa, mirando ansioso al alegre y delicioso niño.

—Encontraré su dirección aunque tenga que poner avisos en los diarios —respondió Ma—. En cuanto a ti, ni siquiera se te puede poner en el manicomio. Supongo que en el próximo remate te comprarás una esposa.

Pa, bastante herido por el sarcasmo de su mujer, arrimó la silla para cenar. Ma tomó al niño y se sentó a la cabecera de la mesa. El pequeño Teddy reía y le pellizcaba la cara. ¡Imagínense, hacerle eso a Ma! ésta parecía enojada, pero lo alimentó con tanta destreza, como si no hiciese treinta años que no lo hacía. Pero es que la mujer que es madre una vez nunca olvida esas cosas.

Luego, Ma despachó a Pa a casa de su hijo, William Alexander, a traer prestado una silla alta.

Cuando regresó, el niño estaba otra vez sobre el sofá entre sillas y Ma andaba atareada en el desván. Estaba bajando la cunita que ocupara una vez su propio pequeño y la estaba colocando en su dormitorio para Teddy. Luego desnudó al pequeño y lo meció cantándole una canción de cuna. Pa Sloane se sentó silenciosamente a escuchar, con dulces recuerdos de tiempos viejos, cuando él y Ma eran jóvenes y orgullosos y el barbudo William Alexander, un chiquillo de cabellos rizados como aquél.

Ma no tuvo necesidad de publicar un aviso buscando al hermano de la señora Garland. Ese personaje vio la noticia de la muerte de su hermana en un diario de la localidad y escribió al jefe de correos de Carmody pidiendo noticias. La carta fue pasada a Ma, y ella contestó.

Le puso que se habían hecho cargo del pequeño, por el momento, pero que no tenían intención de conservarlo, y que le pedía instrucciones. Luego cerró la carta y escribió el sobre con mano segura; pero, cuando hubo hecho esto, contemplo a su marido que estaba del otro lado de la mesa, sentado en el sillón con el niño sobre las rodillas. Estaban pasando un gran momento. Pa había sido siempre un tonto por los niños. Parecía diez años más joven Los ojos de Ma se ablandaron un poco al verlos.

Llegó una pronta respuesta. El tío de Teddy escribió que tenía seis hijos, pero que estaba dispuesto a cobijar a su sobrinito. Pero no podía ir a buscarlo. Josiah Spencer, de White Sands, iría a Manitoba esa primavera. Si quisieran hacerle el favor de tenerlo hasta que fueran los Spencer, quizá habría ocasión de recogerlo antes.

—Esa ocasión no se presentará —dijo Pa con tono de satisfacción.

—No, por desgracia —respondió Ma, erizada.

Pasó el invierno, el pequeño Teddy crecía y prosperaba y Pa Sloane lo adoraba. Ma era también muy buena con él y el niño los quería a ambos.

Sin embargo, a medida que se acercaba la primavera, Pa se deprimía más y _más. Algunas veces suspiraba, especialmente cuando oía referencias casuales al viaje de los Spencer.

Una tarde cálida de mayo, llegó Josiah Spencer. Encontró a Ma tejiendo plácidamente en la cocina, mientras Pa cabeceaba con el periódico en las manos y el pequeño jugaba con el gato sobre el piso.

—Buenas tardes, señora Sloane —dijo—. He venido a ver a este jovencito. Nos vamos el próximo miércoles; cíe modo que será mejor que nos lo envíen el lunes o el martes para que se vaya acostumbrando a nosotros, y...

—¡Oh, Ma! —empezó a decir Pa, poniéndose, implorante, de pie.

Ma lo inmovilizó con una mirada.

—Siéntate, Pa —ordenó.

Pa obedeció con aspecto de infeliz.

Entonces Ma contemplo al sonriente Josiah, quien se 191 sintió momentáneamente tan culpable como si lo hubieran pescado robando ovejas.

—Le estamos muy agradecidos, señor Spencer-dijo Ma con voz fría voz—. pero este niño es nuestro. Negocios son negocios. Pagué por el niño y no pienso perder mi dinero. Vamos a quedarnos con este niño a pesar de todos sus tíos de Manitoba. ¿Está bastante claro, señor Spencer?

—Cierto, cierto —tartamudeó el infortunado, sintiéndose más culpable que nunca—, es que pensé que como le había escrito al tío...yo...

—Yo en su lugar no pensaría tanto dijo Ma gentilmente—.

Debe de costarle mucho. ¿No quisiera quedarse a tomar el té? Pero no, Josiah no tenía la menor intención. Estaba muy contento de escapar tan fácilmente.

Pa se puso de pie y se acercó a la silla de Ma. —Ma, eres una gran mujer —dijo suavemente. —Vete, hombre.