CAPÍTULO ONCE
Milagro en Carmody
Salome miró por la ventana de la cocina y arrugó, preocupada, la frente.
—¡Oh, señor! ¿Qué habrá estado haciendo Lionel Hezekiah?
—Involuntariamente, alargó la mano en busca de su muleta, pero estaba fuera de su alcance, caída sobre el suelo, y sin ella Salome no podía dar un paso.
—Bueno, de todos modos, Judith lo trae tan pronto como puede —reflexionó— Debe de haber hecho alguna de las suyas, pues parece muy enojada y camina como sólo lo hace cuando está furiosa. Algunas veces estoy tentada de pensar que Judith y yo hemos cometido un error al adoptar al niño. Supongo que dos solteronas no saben mucho sobre la crianza de un muchachito. Pero no es malo y creo que debe de haber alguna forma de hacer que se porte mejor.
El monólogo de Salome fue cortado por la entrada de su hermana Judith, que traía aferrado de las muñecas a Lionel Hezekiah.
Judith March tenía diez años más que su hermana y ambas eran tan distintas como el día y la noche. Salome, a pesar de sus treinta y cinco años, era casi juvenil. Era menuda, de tez rosada, con pequeños rizos de cabello dorado y ojos grandes, azules y suaves como los de una paloma. Quizá su cara fuera débil, pero era muy dulce y atrayente.
Judith March era alta y morena, con cara trágica y cabellos grises. Sus ojos eran negros y sombríos y cada rasgo demostraba una insobornable determinación. En ese momento parecía "muy enojada", tal como dijera su hermana, y las funestas miradas que echaba al pequeño mortal que traía hubieran hecho temblar al criminal más avezado; pero a él, no.
Lionel Hezekiah, no importa cuáles fueran sus defectos, no tenía mal aspecto. En realidad, era el geniecillo más atrayente que luciera un par de grandes ojos pardos y aterciopelados. Era regordete y de miembros firmes, con una mota de hermosos rizos rubios que eran su desesperación y el orgullo de Salome; y su cara redonda era por lo general el lugar preferido de hoyuelos y sonrisas.
Pero ahora el chiquillo estaba marchito; había sido descubierto en flagranti delictusy estaba muy avergonzado de sí mismo. Agachaba la cabeza y arrastraba los pies ante la mirada de reproche de Salome. Cuando ésta lo miraba así, Lionel Hezekiah sentía que su diversión le costaba demasiado cara.
—¿Qué crees que le descubrí haciendo otra vez? —Preguntó Judith.
—No sé.
—Tirando-al-blanco-a-la-puerta-del-gallinero-con-huevosrecién-puestos —dijo Judith con estudiado cuidado—. Usó todos los huevos puestos hoy, menos tres. En lo que respecta a la puerta del gallinero...
Judith se detuvo, con gesto indignado destinado a dar idea de que Salome debía imaginar el estado de tal puerta, ya que no existían palabras para describirlo.
—¡Oh, Lionel Hezekiah!, ¿por qué haces tales cosas? —Preguntó Salome, mortificada.
—Yo... no sabía que estaba mal —dijo el niño rompiendo a llorar—. Yo... yo... creí que era risa. Parece que todo lo que es risa está mal.
El corazón de Salome no podía resistir las lágrimas, y Lionel Hezekiah lo sabía bien. Pasó su brazo alrededor del culpable y lo atrajo hacia sí.
—No sabía que hacía mal —dijo desafiante a Judith.
—Pues entonces hay que enseñarle —fue la respuesta—. No trates de protegerlo, Salome. Irá a la cama sin cenar.
—¡No sin cenar! —imploró Salome—. No podrás mejorar la moral de un niño lastimando su estómago.
—Sin cenar, digo —repitió Judith, inexorable—. Lionel Hezekiah, sube a la habitación del sur y métete en la cama en seguida.
El niño subió y se acostó inmediatamente. No era ni malhumorado ni desobediente. Salome lo oyó subir las escaleras con un sollozo en cada paso, y se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Salome, por amor de Dios, no te pongas a llorar —dijo Judith, irritada—. Creo que es bien poco castigo. Es capaz de agotar la paciencia de un santo y yo nunca lo fui — terminó con toda veracidad.
—Pero no es malo —suplicó Salome—. Sabes que nunca hace dos veces la misma cosa, cuando se le ha dicho que está mal.
—¿Para qué sirve eso, si inventa algo nuevo que es dos veces peor? Nunca vi a alguien que tuviera tantas ideas para el mal. Fíjate en todo lo que hizo durante los últimos quince días, en sólo dos semanas, Salome. Trajo una serpiente viva y casi te mata de susto; bebió una botella de linimento y por poco se envenena; se metió en la cama con tres sapos; subió al techo del gallinero, se cayó y mató una gallina; se pintó la cara con tus acuarelas; y ahora, esta hazaña. ¡Y huevos a veintiocho centavos la docena! Te digo, Salome, que este niño es un lujo caro.
—Pero no podemos pasar sin él —protestó Salome.
—Yo puedo. Pero como tú no, o por lo menos así lo crees, tendremos que quedarnos con él. Pero la única forma de vivir tranquilas será atarlo en el prado y tomar a alguien para que lo vigile.
—Debe de haber alguna manera de manejarlo —dijo
Salome, desesperada. Pensó que su hermana hacía demasiado hincapié en eso de atarlo. Judith era terriblemente seria en sus decisiones. —Creo que inventa tantas cosas porque no tiene nada que hacer. Si tuviera algo de qué ocuparse. Quizá si lo enviáramos al colegio...
—Es demasiado pequeño para ello. Papá decía siempre que ningún niño debía ir a la escuela hasta los siete años, y no pienso enviar a Lionel Hezekiah. Bueno, voy a ver qué puedo hacer en esa puerta con un cubo de agua caliente y un cepillo. ¡Con todo lo que tenía que hacer esa tarde!
Judith le acercó la muleta a Salome y partió a purificar la puerta del gallinero. Tan pronto como se hubo perdido de vista, Salome tomó su muleta y se acercó dolorosamente al pie de la escalera. No podía subir a consolar a Lionel Hezekiah; por esa razón Judith lo envió arriba. Salome no había subido desde hacía quince años. Tampoco se atrevía a llamar al niño por temor a que regresara su hermana. Además, también merecía castigo, pues se había portado mal.
—Pero me gustaría darle un poco de comida de contrabando —murmuró sentándose en el último escalón y escuchando—. No oigo ningún ruido. Supongo que habrá llorado hasta dormirse, pobre niño. Por cierto que es terriblemente maquiavélico. Pero me parece que eso significa que tiene una mente investigadora, y si se la pudiera encauzar... Cómo me gustaría que Judith me dejara hablar con el señor Leonard sobre Lionel Hezekiah. Ojala no odiara así a los ministros. No me importa que no me deje ir a la iglesia, porque soy tan lisiada que sería demasiado doloroso, pero me gustaría hablar con el señor Leonard de estas cosas una que otra vez. No puedo creer que ella y papá tuvieran razón; estoy segura de que no. Hay un Dios y temo que es malo no ir a la iglesia. Pero sólo un milagro podría convencerla, y de nada vale pensar en eso. Sí, Lionel Hezekiah debe de haberse quedado dormido.
Salome se lo imaginó con sus largos rizos que le rozaban las rosadas mejillas mojadas por las lágrimas y los puñitos cerrados sobre el pecho, como era su costumbre. El corazón se le caldeó ante el cuadro. Los padres del niño, Abner y Martha Smith, habían muerto un año atrás dejando nada más que muchos hijos. Éstos fueron adoptados en varios hogares de Carmody, y Salome March sorprendió a su hermana, al pedirle permiso para hacerse cargo del "niñito" de cinco años. Al principio Judith se rió de la idea, pero cedió ante la insistencia de su hermana. Siempre cedía, excepto en un punto.
—Si quieres tener al niño, supongo que así ha de ser —dijo al fin—. Me habría gustado que tuviese un nombre decente. Hezekiah es malo, y Lionel peor; pero los dos juntos, precediendo a Smith, es cosa que sólo a su madre se le hubiese ocurrido. Su capacidad de juicio fue igual tanto para elegir marido como para elegir nombres.
De modo que así entró el niño en casa de Judith y en el corazón de Salome. Ésta pudo quererlo a sus anchas, pero siempre con Judith que vigilaba su crianza con ojo crítico. Posiblemente era para bien, pues, de otro modo, Salome lo hubiera echado a perder con su indulgencia. Ella, que siempre hacía suyas las opiniones de Judith, aunque le hicieran mal, difirió con respecto a los decretos de su hermana sobre el niño y sufría más que él cuando lo castigaban.
Allí estuvo sentada hasta quedarse dormida, con la cabeza entre los brazos. Así la encontró Judith cuando regresó, severa y triunfante, de limpiar la puerta del gallinero. Una maravillosa ternura se dibujó en su cara al verla.
—A pesar de sus años, no es más que una niña —pensó. Una niña que ha visto su vida arruinada por una culpa que no es suya. ¡Y todavía hay quien dice que hay un Dios que es justo y bueno! Si lo hay, es un tirano injusto y cruel y lo odio.
Los ojos de Judith estaban llenos de amarga venganza. Pensó que tenía muchos agravios contra el Supremo Poder que rige en el mundo, pero el principal era la desgracia de Salome. Ella, que quince años antes fuera la más brillante y feliz de las doncellas, plena de gloria de vivir. Si Salome pudiese andar como las otras mujeres, Judith no odiaría el Poder tiránico.
Durante cuatro días después del episodio de la puerta del gallinero, Lionel Hezekiah estuvo calmo y angélico. Entonces hizo una de las suyas. Una tarde entró con los rizos llenos de cardos y llorando. Judith no estaba en casa y Salome dejo caer su tejido y lo contempló con desmayo.
—¡Oh, Lionel Hezekiah! ¿Qué has estado haciendo?
—Me puse los cardos porque jugué al jefe pagano —sollozó el niño—. Fue fantástico, pero duele mucho cuando hay que sacarlos.
Ninguno de los dos olvidó la hora horripilante que siguió. Con ayuda del peine y las tijeras, Salome pudo, al fin, despejar los rizos de cardos. Será imposible decidir quién de los dos sufrió más en el proceso. Salome lloraba tanto como Lionel Hezekiah, y cada corte de tijera y cada tirón del peine le arrancaba una lágrima. Estaba casi exhausta cuando terminó aquello, pero puso sobre sus rodillas al cansado Lionel Hezekiah y apoyó contra su cabeza la húmeda mejilla.
—Lionel Hezekiah, ¿qué te hace ser tan malo?
Lionel Hezekiah frunció el ceño.
—No sé —anunció por fin—, a menos que sea porque no me mandan a la Escuela Dominical.
Salome se irguió como tocada por una corriente eléctrica.
—Pero, ¿quién te ha puesto esa idea en la cabeza?
—Bueno, todos los otros muchachos van —dijo desafiante-y todos son mejores que yo y sospecho que ésa es la razón. Teddy Markham dice que todos los niñitos deben ir a la Escuela Dominical y que si no van, tienen que ir a un lugar malo. No sé cómo esperan que sea bueno, si no me mandan a la Escuela.
—¿Te gustaría ir? —preguntó Salome con un suspiro.
—Brutalmente —dijo el niño sucinta y francamente.
—No uses esa palabra —suspiró Salome—. Veré qué se puede hacer. Le preguntaré a tu tía Judith.
—¡Oh!, ella no va a dejarme ir —dijo Lionel Hezekiah, desalentado—. La tía Judith no cree que haya Dios ni lugar malo. Así dice Teddy Markham. Dice que es muy perversa porque nunca está en la iglesia. Tú debes ser perversa porque tampoco vas. ¿Por qué no vas?
—Tu... tu tía Judith no me deja —tartamudeó Salome más perpleja que nunca.
—Bueno, no me parece que se diviertan mucho los domingos —comentó el pequeño, desalentado—; si yo fuera una de ustedes, sí que me divertiría. Supongo que es porque son mujeres. Estoy contento de ser hombre. Mira a Abel Blair, qué bien lo pasa los domingos. Nunca va a la iglesia, pero va a pescar, a las riñas de gallos y se emborracha. Cuando yo crezca, voy a hacer eso los domingos, ya que no tendré que ir a la iglesia. No me gusta ir a la iglesia, pero me gustaría ir a la Escuela Dominical.
Salome escuchaba dolorida. Cada palabra era irresistible para su conciencia. De modo que éste era el resultado de su poca resistencia frente a Judith; este inocente la consideraba una malvada y, peor aún, tenía al viejo y depravado Abel Blair como modelo. Oh, ¿era demasiado tarde para remediar el mal? Cuando regresó Judith, su hermana le contó todo.
—Lionel Hezekiah debe ir a la Escuela Dominical —concluyó implorante.
La cara de Judith pareció de piedra.
—No, no irá —dijo tozuda—. Nadie que viva en mi casa irá jamás ni a la iglesia ni a la Escuela Dominical. Cedí cuando me pediste que te dejase enseñarle las oraciones, aunque sabía que eso no era más que una tonta superstición, pero no cederé una pulgada más. Ya conoces mi modo de pensar al respecto, Salome; igual que mi padre. Ya sabes que odiaba las iglesias y a los fieles; sin embargo, ¿conociste a alguien más bueno, gentil y amable que él?
—Mamá creía en Dios y siempre fue a la iglesia.
—Mamá era débil y supersticiosa como tú —respondió inflexible Judith—. No creo que haya un Dios, pero si lo hay, es injusto y lo odio.
—¡Judith! —boqueó Salome, horrorizada ante la impiedad. Casi esperaba ver caer a su hermana fulminada a sus pies.
—¡No me digas Judith en ese tono! —respondió ésta, apasionada por la extraña ira que le despertaba cualquier discusión sobre el tema—. Eso es lo que pienso. Antes de que quedaras lisiada, no me importaba mucho lo uno o lo otro; tanto me hubiera inclinado por mamá como por papá. Pero cuando tú quedaste así, supe que papá tenía razón.
Por un instante, Salome se sintió descorazonada. Comprendió que no podía ni se atrevía a hacerle frente a Judith. No lo hubiera hecho por algo suyo, pero el pensar en el niño la desesperó. Apretó salvajemente sus blancas manos.
—Judith, mañana iré a la iglesia —gritó—; te digo que iré. No seré ni un día más un mal ejemplo para Lionel Hezekiah. No lo llevaré, en eso no iré contra ti, pues tú lo alimentas y lo vistes. Pero yo iré.
—Si lo haces, Salome, no te lo perdonaré jamás —dijo Judith con la cara oscurecida por la ira. Luego salió, pues tenía miedo de seguir la discusión.
Salome se abandonó a las lágrimas y lloró casi toda la noche. Pero no cedió. Iría a la iglesia, por el futuro de su querido pequeño.
Judith no le habló durante el desayuno. Esto casi le quebró el corazón, pero no se ablandó. Después, se arrastro penosamente hasta su habitación y, más penosamente aún, se vistió. Cuando hubo terminado, sacó de su caja una pequeña Biblia gastada. Había pertenecido a su madre y Salome leía un capítulo cada noche, aunque a escondidas de su hermana.
Cuando se arrastró dentro de la cocina, Judith la contemplo con cara endurecida. En sus ojos brilló una llama de ira y, entrando en la sala, cerró la puerta con violencia, como si separara a su hermana para siempre de su vida y de su corazón. Salome, con los nervios en tensión, intuyó el significado de esa puerta cerrada. Vaciló por un instante; no podía ir contra Judith. Estaba por volver a su habitación, cuando Lionel Hezekiah entró corriendo y se detuvo a contemplarla, admirado.
—Estás fantástica, tía Salome —dijo—. ¿Adónde vas? —No emplees esa palabra, Lionel Hezekiah —rogó—. Voy a la iglesia.
—Llévame —dijo el niño. Salome sacudió la cabeza.
—No puedo, querido. No le gustaría a tu tía Judith. Quizá te deje ir dentro de un tiempo. Pórtate bien mientras yo no esté. No hagas cosas malas.
—No las haré, si sé que son malas —concedió el niño—. Pero ése es el problema; no sé cuales son malas y cuáles son buenas. Probablemente las conozca cuando vaya a la Escuela Dominical.
Salome salió del prado por el sendero bordeado de ásteres y margaritas. Por fortuna, la iglesia estaba al fin del sendero, del otro lado del camino real, pero le fue muy difícil cubrir una distancia aun tan corta. Se sentía agotada cuando llegó y cruzó el pasillo hasta el antiguo reclinatorio de su madre. Dejó las muletas sobre el asiento y, con un suspiro, se hundió en el rincón junto a la ventana.
Había elegido llegar temprano para poder estar allí antes de que arribase la gente. La iglesia estaba aún vacía, excepto un curso de niños de la Escuela Dominical, que ocupaban con su maestro un lugar en un rincón y que interrumpieron su lección para mirar sorprendidos a Salome March que entraba en la iglesia.
El gran edificio, sombreado por los altos olmos que lo rodeaban, estaba muy quedo. De una habitación tras el púlpito, donde se hallaba congregado el resto de la Escuela Dominical, llegaba un débil murmullo. Frente al púlpito había una tarima con geranios. Conos de luz se filtraban a través de los ventanales. Salome sintió que el corazón se le llenaba de paz y de felicidad. Hasta la ira de su hermana perdió importancia. Apoyó la cabeza contra el ventanal y se dejó llevar por la corriente de recuerdos que la embargaba.
Recordó los días de su niñez, cuando se sentaba allí junto a su madre. Judith también venía, y siempre le parecía a Salome que los diez años eran demasiada distancia entre ellas. Su padre, alto y reservado, jamás asistió. Salome sabía que los vecinos de Carmody lo llamaban infiel y lo consideraban un malvado. Pero no lo era: al contrario, era bueno y gentil a su manera.
La madre amorosa había muerto cuando Salome tenía diez años, pero fueron tantos los cuidados que le prodigara Judith, que su hermana no la echó de menos. Judith March quería a su hermana con intensidad maternal. Era una muchacha simple, poco atrayente, apreciada por pocos y no festejada por ningún hombre; pero estaba decidida a que Salome tuviese todo cuanto ella no poseyera: admiración, amistad, amor. Viviría su propia juventud en la de Salome.
Todo fue según sus planes hasta que Salome cumplió dieciocho años y entonces comenzaron las tribulaciones. Su padre, a quien Judith había comprendido y querido, murió; el novio de Salome pereció en un accidente ferroviario y, por último, la propia Salome tuvo los síntomas de una enfermedad en la cadera que, partiendo de una herida sin importancia, la convertiría en una tullida. Se hizo todo lo posible por ella. Judith, que había recibido una pequeña fortuna de una tía, no reparó en gastos para conseguir la mejor atención médica. Pero los médicos fracasaron totalmente.
Judith había sobrellevado valientemente la muerte de su padre, a pesar de su dolor; había visto agotarse a su hermana con el corazón lleno de pena, pero sin amargura; mas cuando supo que Salome nunca podría caminar, excepto arrastrándose con su muleta, entonces las fuerzas reprimidas de su alma rompieron los diques e inundaron su naturaleza con una rebelión contra el Ser que les había enviado o que no había querido evitarles esas calamidades. No maldijo ni gritó su ira; ése no era su modo de ser. Pero nunca volvió a la iglesia y pronto se acepto en Carmody que Judith era tan infiel como había sido su padre.
O quizá peor, ya que no dejaba ir a la iglesia a su hermana y cerró la puerta en las narices del ministro cuando éste fue a verla.
—Debí haberme opuesto por mi conciencia —reflexionaba Salome desde su banco—. Creo que ahora no me perdonará. Y no podría vivir si no me perdonara. Pero debo resistir por el niño. Ya ha recibido bastante daño por mi causa. Dicen que lo que un niño aprende antes de los siete años, nunca lo olvida; de modo que a Lionel Hezekiah sólo le queda un año para aprender estas cosas. ¡Oh, espero que ya no sea demasiado tarde!
Cuando comenzaron a entrar los vecinos, Salome sintió dolorosamente sus miradas. Adondequiera que mirara, las encontraba, a menos que mirase a la ventana. De modo que allí clavó los ojos, con la cara llena de rubor. Por allí se veía su casa y a Lionel Hezekiah haciendo tortas de barro en el jardín. De pronto, vio a su hermana salir de casa y dirigirse hacia los pinos del fondo. Judith siempre iba allí en los momentos difíciles para su espíritu.
Salome podía ver el sol que brillaba en los rizos del niño mientras jugaba. El placer de contemplarlo la hizo olvidar donde estaba y los ojos curiosos que la observaban. De pronto, Lionel Hezekiah dejó de jugar con el barro y fue hacia la esquina de la cocina de verano, desde donde procedió a subir por la ventana contra tormentas y desde allí trepó al inclinado techo de la cocina. Salome retorció las manos desesperada. ¿Y si el niño se caía? Oh, por qué Judith lo habrá dejado solo. Y si... y si... y entonces, mientras su cerebro imaginaba una docena de posibles catástrofes, algo ocurrió de verdad. Lionel Hezekiah resbaló, manoteó salvajemente y se deslizó techo abajo, zambulléndose con un remolino de brazos y piernas dentro de un gran tonel, que estaba por lo general lleno de agua de lluvia hasta el borde. Era un recipiente lo bastante grande para tragarse a una docena de niñitos que se dedicaran a trepar los domingos por los techos de las cocinas.
Entonces ocurrió algo que todavía se recuerda en Carmody y se discute mucho, tantas y tan apasionadas son las opiniones. Salome March, que no había caminado sin ayuda durante quince años, saltó sobre sus pies con un grito y echó a correr por el pasillo.
Cada hombre, cada mujer o niño que allí estaba, la siguió; hasta el ministro, que acababa de anunciar el sermón. Cuando todos estuvieron fuera, Salome ya se hallaba a mitad de camino por el sendero, corriendo salvajemente. En su corazón sólo había lugar para un pensamiento. ¿Se ahogaría Lionel Hezekiah antes de que llegara?
Abrió la puerta del jardín y lo cruzó corriendo, mientras una alta mujer, con cara triste aparecía por detrás de la casa y se quedaba como si hubiese echado raíces ante lo que veían sus ojos.
Mas Salome no vio a nadie. Se echó sobre el tonel y miró, enferma de terror. Pero sólo pudo ver al niñito sentado, con el agua a la cintura. Parecía un poco mareado y perplejo, pero aparentemente no tenía heridas.
El jardín estaba lleno de gente, pero nadie había pronunciado una palabra; un temor reverente mantenía a todos en silencio. Judith fue la primera en hablar. Se abrió paso entre la multitud. Tenía la cara blanca y los ojos, según contó después la señora de William Blair, eran como para llenar de pavor a cualquiera.
—Salome —dijo con voz aguda y poco natural—. ¿Dónde está tu muleta?
Ante aquella pregunta, Salome volvió en sí. Por primera vez comprendió que había caminado, o mejor dicho, corrido toda esa distancia entre la iglesia, sola y sin ayuda. Empalideció, se inclinó y hubiera caído al suelo de no haberla sostenido su hermana.
El viejo doctor Blair se acercó.
—Éntrela —dijo—, y no se acerquen. Necesita soledad y descanso por un tiempo.
La mayoría de los vecinos retornaron obedientes a la iglesia, charlando volublemente. Unas pocas mujeres ayudaron a Judith a entrar a su hermana y a recostarla sobre el sofá de la cocina, seguidas por el doctor Blair y por el mojado Lionel Hezekiah, que había sido sacado del tonel y a quien nadie prestaba atención.
Salome tartamudeó su historia y sus oyentes la atendían con emociones encontradas.
—Es un milagro —dijo Sam Lawson con voz sobrecogida.
El doctor Blair sacudió los hombros.
—Aquí no hay tal milagro. Es todo perfectamente natural. La enfermedad de la cadera se ha curado evidentemente hace tiempo. La naturaleza hace curas así cuando se la deja actuar sola. La dificultad residía en que los músculos estaban paralizados por la larga inactividad. Esa parálisis fue vencida por un fuerte esfuerzo instintivo. Salome, póngase de pie y camine por la cocina.
La mujer obedeció. Caminó por la cocina lentamente, con paso duro y vacilante, ahora que había desaparecido el estímulo del miedo frenético; pero todavía podía andar. El médico asentía con satisfacción.
—Haga eso todos los días. Camine tanto como pueda sin cansarse y pronto estará tan ágil como antes. No le hacen falta más muletas, pero en esto no hay nada milagroso.
Judith March se volvió hacia él. Desde que preguntara por la muleta, no había pronunciado palabra. Ahora dijo apasionadamente.
- Fue un milagro. Dios lo ha provocado para probarme su existencia y yo acepto la prueba.
El viejo doctor volvió a encogerse de hombros. Siendo un hombre inteligente, sabía cuando callar.
—Bueno, acuesten a Salome y déjenla dormir el resto del día. Está agotada. Y, por amor de Dios, que alguien le ponga ropas secas a ese niño antes de que se resfríe de muerte.
Ese atardecer, cuando Salome contemplaba el sol desde la cama, con el corazón pleno de felicidad y gratitud, Judith entró en su habitación. Vestía su mejor vestido y sombrero y traía de la mano a Lionel Hezekiah. Éste lucía su cara limpia y los rizos le caían sobre el cuello de su traje de terciopelo.
—¿Cómo te sientes ahora, Salome? —preguntó gentilmente.
—Mejor. He dormido muy bien. Pero, ¿adónde vas, Judith?
—A la iglesia —respondió ésta con voz firme—, y llevo a Lionel Hezekiah conmigo.