4

Las primeras luces del alba se hacían rogar. Simbad Geigy caminaba con cuidado, siguiendo la pared de tejido de alambre que separaba al puerto del resto de la ciudad, en busca de una entrada.

De pronto, una luz. Un círculo brillante que lo encandilaba. Pero no era el sol, porque iluminaba sólo a Simbad; todo el resto seguía oscuro. Además sus movimientos eran bruscos y caprichosos, incomprensibles como los de un plato volador. Sólo adquirieron sentido cuando el funcionario de la prefectura, que empuñaba la linterna, dijo:

—Ponga las manos atrás de la cabeza. Simbad obedeció.

—Los pies también —dijo el funcionario de la prefectura. Simbad obedeció.

—Ahora dígame qué busca. Simbad obedeció.

—Permítame su pasaje —dijo el funcionario de la prefectura.

Simbad obedeció.

—No voy a viajar. Necesito hablar con una persona, nada más —dijo.

—Qué persona. Simbad obedeció.

—Lo que usted dice no es suficiente —dijo el funcionario de la prefectura. Puede haber muchas personas con esas señas, o puede no haber ninguna.

Simbad no obedeció ni dejó de obedecer.

—Bueno —dijo el funcionario de la prefectura dándole una píldora rosada que Simbad tragó—. Muy bien. Lo que usted acaba de tragar es una pastilla explosiva. La única forma de evitar la explosión, es que usted regrese acá antes de que pase una hora. Entonces yo le aplico el rayo desactivador del mecanismo de la pastilla. Si usted elige no volver, entonces está condenado a reventar como un… bueno, no sé. No sé exactamente de qué manera reventaría, porque nunca vi a nadie hacerlo. Ah, una cosa: si usted regresa antes de que pase media hora, me va a encontrar a mí, y no va a tener ningún problema. Pero si regresa después de eso no me va a encontrar a mí, sino a mi relevo. Empero, si le explica bien las cosas, tampoco va a tener ningún problema con él.

Dicho esto, el funcionario de la prefectura abrió un portón, que también era de tejido de alambre, y Simbad entró.

Caminó unos doscientos metros antes de toparse con un barco. Algunos de los camarotes tenían las luces encendidas.

—¡Eh! ¿Hay alguien? —dijo Simbad, a los gritos, para que lo oyeran. Una cabecita periforme se asomó por uno de los ojos de buey.

—¿Adónde viaja usted? —preguntó.

—¡A ninguna parte! —gritó Simbad.

—Perfecto. Suba —contestó la cabecita.

«No, éste no debe ser», pensó Simbad, y se alejó en busca de otros barcos. No sabía a ciencia cierta qué barco buscaba. Él nunca había sido un científico.

Ya clareaba. Simbad vio acercarse a él a un joven marinero. Al menos su uniforme era de marinero; pero no portaba la clásica gorra de marinero, sino un kepi.

—¿Puedo ayudarlo en algo?

—No —dijo Simbad.

—¡Qué suerte! —dijo el muchacho—. Ya estoy cansado de ayudar a la gente. Pero como tengo muy buen corazón, cada vez que veo a alguien me enternezco y me pongo a ayudarlo.

Simbad no contestó. Se había quedado mirando un buque descomunal, que la creciente luz del día ya permitía adivinar en todo su esplendor. El palo mayor era blanco, y debía tener unos seis o siete metros de diámetro, por quince o veinte de alto. De su extremo superior emergía otro palo, mucho más pequeño y de color negro. Pero no era exactamente un palo, porque el viento lo sacudía demasiado y lo descomponía en varios cilindros que a la distancia parecían del espesor de un cabello. Luego nuevas ráfagas unían estos cilindros, que daban la impresión de estar unidos por la base que se encontraba en el interior del gran palo blanco. Éste tenía grabadas o pintadas unas enormes letras verdes que formaban las palabras

CRUCERO «YARARÁ»

El marinero del kepi se alejaba de Simbad, cuando éste lo llamó y le dijo:

—Perdone, hay algo en lo que sí podría ayudarme. Ya que es tan bueno, ¿podrá conseguirme un rayo desactivador de pastillas explosivas?

—No tengo idea de qué mierda es eso —contestó el muchacho, sacándose el kepi para rascarse la cabeza.

—Averígüelo y consígame uno, ¿sí? —dijo Simbad.

—Bueno, voy a hacer lo posible.

—Yo lo espero en ese barco —Simbad señaló al crucero «Yarará».

El muchacho se puso el kepi y se alejó. Decenas de personas ascendían al crucero Yarará por una pasarela, previa exhibición de sus pasajes. Otras, antes de hacerlo, se despedían calurosamente de sus familiares. Simbad se acercó a una mujer algo mayor de treinta años, de cabello corto, que llamaba especialmente la atención por su vestido de terciopelo rojo. Estaba junto a un hombre de unos sesenta años, que vestía unos harapos grises, y que llevaba colgada al hombro una cartera de mujer.

—Sírvase, señora, esto le pertenece —dijo el hombre, descolgándose la cartera y entregándola a la mujer.

—Gracias. Realmente le agradezco mucho el que se haya molestado en traérmela —contestó ella—. ¿Con quién tengo el placer de hablar?

—Soy Konrad Betty Zadura —dijo el hombre, y sacó de un bolsillo una tarjeta, que extendió a la mujer.

—Yo puedo decir lo mismo —dijo entonces Simbad, sacando de su bolsillo una tarjeta idéntica a aquélla y extendiéndola también a la mujer.

—Sin duda puede decirlo —dijo el otro—. Pero en su caso eso no es cierto. En el mío sí.

—Miente —dijo Simbad—. Usted es médico, y debajo de esos harapos viste un traje verde, en cuyos bolsillos seguramente esconde un par de monóculos.

—Está en un error —dijo el otro—. No soy médico, aunque una vez estuve cerca de serlo. Me faltaron solamente dos materias, pero tuve que abandonar mis estudios para salir a trabajar. Mi pobre madre ya no podía mantenerme, pues había fallecido.

—¿Y en qué se puso a trabajar? —preguntó la mujer.

—De médico —dijo el hombre.

—¿Sin serlo? —preguntó ella.

—Tenía un falso diploma —intervino Simbad—. Un diploma de médico que había robado al doctor San Nicolás Estévez.

—Eso no es cierto —dijo el hombre—. ¡Si no me creen, revísenme!

—¿Podrían dirimir sus diferencias a bordo, por favor? —dijo entonces el individuo que controlaba los pasajes. Ya todos los restantes pasajeros habían embarcado. La mujer mostró su pasaje y subió por la pasarela. El empleado pidió los suyos a Simbad y a Konrad Betty Zadura, que también pretendían subir.

—No tenemos pasajes —dijo Zadura.

—En la compañía no nos dieron —explicó Simbad.

—¿No les dieron? Eso no es posible.

—Si quiere, revísenos —dijo Zadura.

—Usted parece muy interesado en que lo revisen —dijo el empleado—. Es la segunda vez que lo oigo decir eso.

—Es porque es trolo —explicó Simbad.

—Entiendo —dijo el otro—. ¿Y usted? ¿También tengo que revisarlo, para encontrar su pasaje?

—No tenemos pasajes —dijo Zadura— ni aunque nos revise, ni aunque no nos revise.

—Es imposible que en la compañía no les hayan dado.

—¿A todo el mundo la compañía entrega pasajes? —preguntó Simbad—. ¿Mismo a las personas que no los piden?

—Ah, ya veo —dijo el empleado—. Ustedes no pidieron pasajes.

—Afirmativo —dijo K. B. Zadura.

—Tengo que explicarles una cosa —dijo el empleado—. En el futuro, cuando quieran pasajes, deberán pedirlos.

—El problema —dijo Simbad— es que aunque los hubiéramos pedido, ningún vendedor nos habría escuchado, porque en ningún momento fuimos a la oficina de su compañía.

—Craso error. Debieron haber ido. El crucero Yarará no vende pasajes a domicilio.

—No hubiéramos querido ir —dijo K. B. Zadura—. Y aun en caso de ir, no habríamos pedido los pasajes.

—Ya veo. El caso es delicado. Lamento decirles, señores, que no estoy suficientemente instruido para el tratamiento de este tipo de situaciones, por lo cual les pido que me dispensen, pero voy a partir sin ustedes. Ustedes permanecerán en tierra.

—¿Cree que somos topos? —lo reprendió Simbad—. Usted nos va a permitir subir. De lo contrario nos vamos a quejar de usted a la compañía.

—Lo lamento. No puedo tomar ese tipo de decisiones. Adiós.

—Somos amigos del capitán —dijo K. B. Zadura, como recurso desesperado. Él quería a toda costa viajar en ese barco. El caso de Simbad era diferente: tanto le daba viajar como no viajar.

—Bueno, vengan conmigo —dijo el empleado—. Vamos a hablar con el capitán.

Mientras subían por la pasarela, el empleado gritó «¡suelten amarras!», y luego, como al parecer los encargados de soltar esas amarras no las estaban soltando, gritó «¡vamos, amarretes, suéltenlas de una vez!».

El camarote del capitán era pequeño, estaba muy mal iluminado y carecía por completo de ventanas. El capitán era un hombre de cincuenta y un años, estómago prominente, caminaba en dos patas de palo y fumaba en pipa, aunque a Simbad, por el olor del humo que inundaba la habitación, le pareció que lo que fumaba no era tabaco ni marihuana; probablemente fuera bosta de caballo.

—Estos dos hombres afirman ser amigos suyos —dijo el empleado de la compañía.

—¿Y?

De no ser porque Simbad estaba bastante familiarizado con la voz de K. B. Zadura, con la suya propia y con la del empleado, no habría podido darse cuenta jamás de que esa palabra había sido dicha por el capitán.

—Quiero saber si es cierto —dijo el empleado.

—Ya me cansé de que me esté siempre fiscalizando, siempre fiscalizando, Strúdel —dijo el capitán—. Además yo acá no veo a nadie. Ni siquiera lo veo a usted.

—El mes pasado se le advirtió que abandonara la práctica de tener a bordo amigos suyos que no pagan pasaje, so pena de que si lo volvía a hacer quedaría cesante.

—Yo no invité a nadie. Déjese de joder. Y diga a Ita que ya partimos.

—No podemos partir, señor —dijo Strúdel—. Hay un problema con las amarras. Los portuarios se encariñaron mucho con ellas, y no quieren soltarlas.

—Eso ya lo veremos —dijo el capitán, y abandonó el camarote. Los demás quedaron escuchando una especie de golpeteo a ritmo irregular, que podía ser causado por las patas de palo al tocar el piso, o por el abrirse y cerrarse de una tijera.

—Haga el favor de conducirme a mi camarote —dijo K. B. Zadura.

—Este crucero no tiene camarotes —contestó Strúdel—. Los pasajeros deberán disfrutar de un ambiente único. Síganme.

Minutos después los tres hombres llegaban a una especie de sala de cine, con butacas forradas en terciopelo rojo.

—Tomen asiento, señores —dijo Strúdel—. El crucero partirá dentro de breves instantes.

—Esta sala está vacía —dijo Simbad—. ¿Dónde está el resto de los pasajeros?

—No hay más pasajeros que ustedes —dijo Strúdel, con aire displicente.

—Está mintiendo —dijo K. B. Zadura—. Usted mismo cortó los pasajes de un gran número de pasajeros, a quienes usted mismo permitió la entrada. En particular recuerdo a una señora vestida de rojo, que por todo equipaje llevaba una cartera de mujer.

—Debe haber subido a otro barco —dijo Strúdel.

—No, no, fue acá, estoy seguro.

—Probablemente esté mimetizada entre las butacas —opinó Simbad.

—No —dijo Strúdel—. Puedo asegurarle que en este barco no hay polizones. El capitán y yo hicimos esta mañana una revisación a fondo. Pueden sentarse tranquilos. Nadie los va a molestar. Espero que disfruten del crucero.

Dicho esto, Strúdel se retiró. Simbad y K. B. Zadura se sentaron en butacas contiguas.

—Mire todo el lugar que hay —dijo Simbad—. ¿Por qué no se sienta más allá, o en alguna otra fila?

—Lo mismo puedo decirle yo —contestó Zadura.

Ambos pasaron a ocupar otras butacas. Entonces apareció la mujer, la mujer de cabello corto que tenía un vestido de terciopelo rojo. También llevaba la cartera, colgada en un hombro. En el otro hombro tenía colgado un chaleco salvavidas.

—Señores pasajeros, voy a hacerles una demostración práctica de cómo se coloca un chaleco salvavidas —dijo, desde un pequeño promontorio situado entre la primer hilera de butacas y la puerta.

—¡Es la azafata! —gruñó K. B. Zadura—. La muy zorra nos engañó como a niños de pecho.

—Hay algo raro acá —observó Simbad—. Si es la azafata, ¿por qué entregó un pasaje para subir? No creo que la empresa Crucero Yarará cobre a sus empleados en vez de pagarles.

—Quizá les pague con un importante descuento en el precio del pasaje —dijo Zadura.

—Es cierto. Nadie, aunque trabaje en el barco, puede pretender que le den gratis un viaje a Japón —dijo Simbad.

—Este crucero no va a Japón —lo corrigió Zadura—. Va a Sumatra.

—Mentira, va a Japón.

—Se equivocó de barco, amigo. Si quiere ir a Japón, tendría que…

—Señores pasajeros —dijo la mujer—, presten atención, por favor. Lamento que no les haya interesado mi demostración sobre el uso de los chalecos salvavidas, y les deseo sinceramente que no lleguen a una situación en la que los tengan que usar, porque no sabrían hacerlo y perecerían sin remedio. Tengo algunas cosas más para decirles, y espero que merezcan su atención. Éste será un viaje de varias semanas ya que, como ustedes saben, éste es un barco a vela, por lo que no puede alcanzar grandes velocidades. Además se trata de un crucero, lo cual significa que no es un simple medio de locomoción para llegar a un lugar equis, cosa que constituiría el objetivo, como ocurre en la generalidad de los viajes, sino que la propia estadía a bordo es el objetivo, de lo que se desprende que este viaje será mejor y más placentero cuanto mayor sea su duración.

—Una pregunta, señorita —dijo Zadura—. ¿Cuál es ese lugar equis al que nos dirigimos?

—Es Japón —contestó Simbad, buscando en la mujer una mirada confirmatoria de sus palabras.

—Sí —dijo la mujer, pero Zadura advirtió un dejo de inseguridad en su voz.

—¡Mentira! —rugió—. Yo creo que usted habría dado la razón a este hombre, cualquiera fuese el país que mencionase.

—Le aseguro que no es así —dijo la mujer, y se acercó a la butaca de Simbad, preguntando—: ¿cómo supo lo de Japón? Estoy intrigada.

—No sé. Intuición —dijo Simbad.

—Me parece que posee usted dotes adivinatorias. ¿Nunca las desarrolló?

—Sí, pero un poco, nada más. Usted también las posee, porque adivinó las mías.

—Qué interesante. Dígame, ¿qué va a pasar ahora?, ¿puede adivinarlo?

—Esa es la pregunta clave —dijo Simbad—, en cuya formulación ya puede observarse el absurdo implícito en toda pretensión de adivinar el futuro. Fíjese que, tomada literalmente, la pregunta «qué va a pasar ahora» exige una respuesta que requeriría casi una infinidad de palabras. Esas palabras, para pronunciarse, requieren a su vez un cierto tiempo. Casi todo ese tiempo, cuando el adivinador comienza su predicción, pertenece también al futuro, a «lo que va a pasar ahora», o sea que deberían ser también predichas en todo momento del discurso de predicción, porque si una sola palabra no fuera predicha antes de pronunciarse, uno podría acusar al adivinador de no haber adivinado que pronunciaría esa palabra. Pero aun cuando predijera que va a decir una cierta palabra, esa predicción será efectuada con palabras cuya emisión no habrá sido predicha. El fraude es inevitable.

—Yo sólo quería saber con quién voy a casarme —dijo la mujer.

—Si quiere saber eso no tiene que consultar a este hombre —dijo K. B. Zadura—. Tiene que consultar al padre Girasol. En estos momentos debe estar en la sacristía. Vaya, vaya sin miedo y pregúntele.

—¿Qué sacristía? —dijo Simbad—. ¡Usted ya conocía este barco!

—Voy a hacerle caso —dijo la mujer a Zadura—. A ver si tengo suerte.

—Yo creo que sí, que va a tener suerte. Se va a casar pronto —Zadura sonrió triunfalmente.

—No me refiero a eso, idiota —dijo ella, caminando hacia la puerta—. A ver si tengo suerte de encontrar al padre Girasol, quise decir.

—Pero no lo dijo. La próxima vez que quiera decir algo, dígalo.

—La mujer ya salía. Simbad se había levantado de su butaca y venía corriendo tras ella. La detuvo atenazándole un brazo con su mano.

—¿Qué quiere? —La mujer trató de zafarse.

—Usted dijo anoche que se iba a bañar y a cambiar de ropa. No sé si hizo la primera de estas cosas, pero la segunda, a fe mía, no la hizo. A menos que tenga dos vestidos iguales —le dijo.

—Yo creo que me confunde con otra persona. Esto no es un vestido. Es mi uniforme de trabajo.

—Usted me besó. ¿No se acuerda?

—No.

Los dos se miraron, escrutándose, durante unos segundos, y sus rostros se acercaron. Luego realizaron un pequeño giro (uno en un sentido, el otro en el otro, o los dos en el mismo sentido, si se considera a cada rostro como referencia) para impedir que sus narices chocaran, y se besaron ardientemente.

—Ahora déjeme ir —dijo ella, y cuando Simbad la soltó añadió—: lo espero a las diez de la noche en mi camarote.

Simbad volvió a su butaca, estúpidamente, por cierto, ya que podía haber elegido cualquier otra. Konrad Betty Zadura había desaparecido. Strúdel entró a la sala y entregó a Simbad un formulario.

—Buenos días, señor. Tiene que llenar esto.

—¿Es una tarjeta de migración?

—No, señor. Es un test. Un test para ver si usted reúne condiciones como para viajar en primera clase, en segunda clase, en tercera clase o en la clase chiquero.

—¿Qué es la clase chiquero?

—Primero llene el formulario. Luego se le va a dar toda la información que necesite, de acuerdo al resultado de su test.

Strúdel salió. Simbad quedó examinando el test, que consistía en una sola pregunta: «por qué eligió usted viajar a Japón». Había varias respuestas ya dadas, y el test consistía en dibujar una cruz al lado de la respuesta que uno considerara aplicable a su caso. Las respuestas eran las siguientes:

por las geishas

por el zen

porque es una isla

por Hitachi

por estar asociado al número de turno en la tabla de números aleatorios que consulté

por los mariachis

por Basho

por gusto

por el bajo

por el gagaku

porque tengo negocios allí

por Mario Baracus

porque es una nación próspera y pujante

por ósmosis

por cábala

por consejo médico

por ser mejor

para alejarme de mi esposo/a, cosa que no logré, porque él/ella también sacó pasaje para viajar en el Crucero Yarará

por metonimia

por ti

Simbad meditó largamente antes de decidirse por una de las respuestas. Cuando Strúdel volvió a buscar el formulario, Simbad le preguntó quién emitiría el veredicto, y cuando lo haría.

—Lo emitirá el encargado de hacerlo, y lo hará en el momento adecuado —fue la respuesta. Simbad le pegó en el hígado.

—Lo emitirá un individuo perteneciente al género humano, y lo hará en algún momento de la era cuaternaria —dijo Strúdel, tratando de no mostrar que sentía dolor.

Simbad le pegó en el esófago.

—Lo emitirá una persona de sexo masculino, y lo hará antes del próximo período glacial.

Simbad le pegó en la tráquea.

—Lo emitirá un hombre de un metro sesenta de estatura, caucásico, rubio teñido, y lo hará antes de llegar a la senectud.

Simbad le pegó en la faringe.

—Lo emitirá el señor Danosek Ita, escribano de a bordo y encargado de la vela, y lo hará a la brevedad.

Simbad iba a pegarle a Strúdel en la boca, molesto por la vaguedad del final de la respuesta, pero se detuvo, pensando que esa vaguedad, a diferencia de las que presentaban las respuestas anteriores, no era motivada por su mala voluntad, sino por una real ignorancia del momento exacto en que Ita daría el veredicto, y que la expresión «a la brevedad» indicaba en Strúdel una disposición favorable a que las cosas se resolvieran. En otras palabras, Strúdel había empezado a cooperar. En eso estaba pensando Simbad cuando Strúdel le pegó a él en la nuca, haciéndole perder el conocimiento.

Cuando despertó se encontraba en la enfermería de a bordo, acostado en una camilla, de las tantas que había, y todas estaban ocupadas.

Un enfermero le estaba aplicando compresas de agua caliente en la cabeza.

—Hola —dijo Simbad al abrir los ojos.

—Bonjour —contestó el enfermero; era un urso completamente calvo, vestido con un short y una camiseta. Ambas prendas eran de color blanco y tenían cruces rojas a modo de adorno. Una sola cruz en cada prenda, lo cual da un total de dos cruces.

—Comment allez-vous? —dijo Simbad.

—El doctor no tardará en llegar —contestó el urso—. ¿Qué le pasó, señor? ¿Alguna riña callejera?

—¿Callejera? —exclamó Simbad, muy asustado, incorporándose y mirando al exterior por una de las ventanas—. Ah —dijo, suspirando de alivio al ver el mar—, por un momento pensé que había vuelto a…

—Où ça, monsieur? —le preguntó el urso.

—No, nunca estuve allí. Pertenezco al tercer mundo, ¿sabe? Nunca me moví de allá. Éste es mi primer viaje hacia la prosperidad.

—¿Le pongo alguna otra compresa? —preguntó el urso.

—Ici —le dijo Simbad, señalando con un dedo su propia frente; pero el urso entendió que Simbad dijo «y sí», y le puso otra compresa, pero en la boca.

—Vous voulez plaisanter! —dijo Simbad, molesto, sacándose la compresa.

—No, mi esposa nunca me acompaña en los viajes —contestó el urso—. Ella permanece en tierra. Yo tengo una novia en cada puerto, pero nunca las veo porque detesto los puertos. Prefiero las luminarias del centro, o la paz de los parques suburbanos.

—¿Le gusta, Japón?

—Perdone, pero ése no es mi nombre. Creo que me confunde con otra persona.

La puerta de la enfermería se abrió y apareció un marinero de aspecto bastante juvenil, que en lugar de la clásica gorra portaba un kepi.

—Qu’est-ce qui se passe? —dijo el urso—. Qui êtes-vous?

El muchacho sacó una pistola que tenía escondida bajo su chaqueta y, sin prestar ninguna atención al urso, dijo a Simbad:

—No pude conseguir el rayo desactivador, pero conseguí éste, que retrasa el mecanismo explosivo por seis horas. ¿Lo quiere?

—No sé de qué me habla —le contestó Simbad. El muchacho, temeroso de que Simbad explotara en ese mismo momento, le aplicó el rayo. Entonces el urso, creyendo que se trataba de una agresión, tomó el cogote del muchacho y lo retorció setecientos veinte grados.

En la memoria de Simbad algo informe se agitaba, como la mano de un hombre a punto de ahogarse, vista a medio quilómetro de distancia en un mar marrón.

El urso depositó al muchacho en una de las camillas, retirando previamente el cuerpo que la ocupaba, que era el de una mujer relativamente joven, de cabello largo, que tenía puesto un camisón amarillento.

—¿Me está dando el alta? —preguntó la mujer.

—Sí —dijo el urso—. Puede irse. Le aconsejo una visita al free-shop. Hay ofertas muy interesantes.

—Gracias, mon chéri —dijo la mujer, y se fue. Simbad miró el mar, por la ventana, y dijo en voz bajita:

—E pur si muove.