7
El Pontiac a medio pintar de verde se detuvo frente a una gran casucha de chapas, que tenía cuatro pisos y era más alta que el eucalipto erguido en la vereda a modo de centinela que no discute las órdenes que se le imparten.
Su único ocupante bajó y golpeó en la puerta, que era de madera oscura pero había sido pintada de beige.
La vestimenta de la mujer que la abrió también era clara, pero su piel había sido fuertemente pigmentada y resaltaba por contraste con la palidez de sus labios negros.
—Buenas tardes —dijo el visitante, y mostró a la mujer una foto de ella misma, tomada varios años atrás.
—Ésa es mi hermana —dijo ella—. ¿Usted desea verla?
—Quisiera hablar con las dos, si fuera posible. Soy Sebastopolian Scheck, para servirla.
—Perfecto. Entonces empiece por ir a buscarme un frasco de linimento a la farmacia. Mi hermana llamó por teléfono hace tres horas para encargarlo, y el mandadero todavía no ha venido.
—Con mucho gusto, señora —dijo Sebastopolian—. A mi regreso ¿me van a dar un poco de bola?
—Sí, caballero. Si no nos hemos muerto antes de dolor de cintura. Tome, llévese la foto.
—Consérvela, consérvela. Yo ya regreso. Y para el dolor de cintura, le recomiendo usar cinturón.
Sebastopolian fue caminando a buscar una farmacia.
FARMACIA DOCTORET Analgésicos - Laxantes - Vitaminas
leyó en un cartel, luego de apenas cuadra y media de búsqueda.
Entró. El farmacéutico era un descomunal urso calvo, y en lugar de la clásica túnica vestía un short y una camiseta de colores muertos.
—Hola. Deme un frasco de linimento —dijo Sebastopolian, expeditivo.
—¿Siente dolor? Venga, pase por acá —contestó el otro, descorriendo una cortina que daba a la trastienda.
—No, no siento dolor. Quiero comprar un frasco de linimento.
—Eso es esquizofrenia, amigo —dijo el urso en tono reprobatorio—. Una parte de usted no siente dolor. La otra lo siente y quiere sanar. ¿A cuál atiendo?
—Eso depende de su sentido comercial. Oiga, ese linimento no es para mí; yo sólo vine a comprarlo.
—¿A qué se refiere cuando dice «ese linimento», señor?
—A… al linimento del que le hablé.
—Usted delira, ¿sabe? Está atribuyendo tangibilidad a los productos de su imaginación.
—Eso podría darse si esto fuera una verdulería o si, pese a ser una farmacia, no hubiera linimento. Pero lo hay, ¿verdad? Entonces ese linimento no es producto de mi imaginación.
—Su delirio radica en que usted dice «ese linimento», ¿me entiende? Usted dice «ese linimento» y yo todavía no le mostré ninguno, ni hay ninguno acá a la vista.
—Bueno, entonces ¿sabe una cosa? —resopló Sebastopolian—. No le compro nada. Usted se olvidó de aquella máxima que dice «el cliente siempre tiene la razón».
—Eso es verdad en la mayoría de los casos, pero ¿qué pasa cuando un cliente enloquece? Pues pasa que pierde la razón. Tome, acá tiene su linimento.
El farmacéutico depositó un frasco sobre el mostrador.
Sebastopolian le sacó el tapón y se bebió todo el linimento en menos que canta un ojo.
—Conque no era para usted, ¿eh? —El farmacéutico esbozó una sonrisa policíaca.
—Cállese, imbécil, y dígame cuánto le debo.
—No pretenda contagiarme su esquizofrenia. No puedo al mismo tiempo callar y decirle cuánto me debe. Para eso tendría que dividir mi personalidad, y no pienso hacerlo.
—¿Ve? Usted es el esquizofrénico —dijo Sebastopolian—. Carece absolutamente de sentido del tiempo. No concibe que las dos cosas que yo le pedí puedan hacerse sucesivamente. El tiempo elimina la contradicción. Usted debería ponerse ya mismo en manos de sicólogos.
—Los sicólogos no trabajan con las manos —dijo el farmacéutico.
—Eso es otro síntoma de esquizofrenia: tomarse todo al pie de la letra. ¿O usted nació antes de que se inventara la metáfora?
—No puedo contestarle porque no recuerdo bien la fecha de mi nacimiento.
—Espero que en mi próxima visita lo encuentre más documentado. Adiós. Fue un placer departir con usted.
Sebastopolian tendió su mano para estrecharla con la del farmacéutico.
—Espere —dijo éste—. Todavía no me pagó el linimento.
—Es cierto. ¿Cuánto le debo?
—No, no se trata de eso. Usted no me debe nada.
—¡Cómo! ¿No dijo usted que yo no le pagué el linimento?
—Sí, claro, pero eso no significa que me lo deba. Para que haya deuda tendría que mediar, por ejemplo, un acuerdo entre nosotros, según el cual usted no me va a pagar ahora, sino en algún momento a estipular con mayor o menor precisión. Pero ese acuerdo no existe, porque usted va a pagar ahora. Técnicamente hablando, estamos detenidos en el tiempo, porque la operación de comprar al contado se considera instantánea, ¿entiende? De ahí la aparente incongruencia entre las expresiones «va a pagar», que es una forma de futuro, y «ahora» que es presente. Los dos instantes están comprimidos en uno solo. Si no se razonara así, cualquier persona que fuera a hacer una compra al contado sería detenida por hurto, ya que siempre media un cierto tiempo entre el momento de recibir la mercancía y el de abonar el dinero. Durante ese tiempo se podría considerar que la persona tomó la mercancía sin pagarla. Pero no se considera así. Tampoco se considera que durante ese tiempo la persona que compra sostiene una deuda hacia la que vende. Simplemente, se procede como si ese lapso de tiempo no existiera.
—Pero algunas tiendas exigen que el cliente abone antes de recibir la mercadería.
—Con lo cual, si el tiempo que transcurre entre una cosa y otra fuera contabilizado, ese cliente podría acusar al tendero de sacarle su dinero sin darle la mercadería.
—Pero hay tiendas donde el cliente recibe la mercadería exactamente en el momento de pagar. Si es un artículo pequeño lo que se compra, por ejemplo el cliente puede recibirlo con la mano izquierda mientras con la derecha entrega el dinero.
—Perfecto. Pero ese caso particular no invalida la convención temporal que es comúnmente aceptada para tratar los otros.
—Le voy a poner otro caso, el de un cliente especialmente lento, que habiendo recibido la mercadería, se lleva la mano al bolsillo para sacar el dinero, pero ocurre que esta última operación le insume diez años. ¿Seguirá considerando que en esa tienda el tiempo está detenido, o ese cliente será acusado de hurto?
—Depende del sistema de horarios de atención al público que rija en la tienda. Si es uno de esos supermercados que se mantienen en actividad las veinticuatro horas del día, entonces el cliente puede tomarse el tiempo que quiera para sacar el dinero del bolsillo. Si hay gente atrás que lo presiona para que se apure, él puede dejarles el lugar y ponerse último en la cola. Pero si es una tienda que a cierta hora cierra sus puertas, el cliente lento será acusado de allanamiento de morada, que de todos modos no es lo mismo que «hurto».
—¿Usted es abogado?
—No. Soy químico.
—¿Es Avogadro?
—No. Me llamo Laslo Doctoret, para servirle.
—Sírvame otro frasco de linimento.
—No voy a servírselo. Usted ya bebió demasiado. Además, antes dijo que el linimento era para otra persona.
—No dije que fuera para otra persona. Dije que no era para mí. Nada más.
—¿Es para su perro, entonces?
—No tengo perro.
—Para su gato, entonces.
—Mi perro no tiene gato.
—Esa afirmación carece de sentido, ya que usted no tiene perro.
—Otra vez afloró su esquizofrenia, Laslo: usted pierde toda noción del tiempo y se comporta como si éste no existiera. El que yo haya afirmado antes que no tengo perro, no significa que ahora no lo tenga. Puedo haberlo adquirido en el ínterin.
—En ese ínterin usted estuvo hablando conmigo acá, así que no pudo adquirir ningún perro.
—¿Ningún perro? ¡Su soberbia me asombra! ¿Cómo puede presumir así? Jamás me va a hacer creer que conoce a todos los perros del mundo.
—No pretendo tener tal conocimiento. En este preciso instante, por ejemplo, millones de perros están naciendo en todos los continentes. No puedo conocer a ésos. Es físicamente imposible. Aunque… desde los días de Adán y Eva hasta ahora, la técnica ha alcanzado un nivel de sofisticación bastante asombroso.
—Oí hablar de Eva. La otra no sé quién es.
—Es un hombre.
—Qué pena. Si no, hubiéramos podido salir los cuatro.
—Pero usted es casado.
—¿Cómo sabe?
—Siempre compro el diario oficial. Allí publican los nombres de todos lo que se casan, además de las leyes, los decretos, y todo lo que tenga que ver con…
—Pero usted no sabe mi nombre —interrumpió Sebastopolian.
—Yo sé su nombre, sí señor, porque yo sé todos los nombres. Lo que no sé es a qué persona corresponde cada nombre.
—¿No sabe qué nombre me corresponde a mí?
—No.
—Entonces, lisa y llanamente, no sabe mi nombre. Por consiguiente, no puede saber si lo que leyó en el diario oficial se aplica a mí o no.
—Sé que se aplica a usted. En el diario había veinticinco fotografías, correspondientes a las cincuenta personas que se habían casado ese día. Y había una lista con los cincuenta nombres de esas personas. Sé que uno de esos nombres era el suyo, aunque no sepa cuál. No tengo ninguna duda de que su rostro era uno de los veinticinco rostros masculinos que aparecían en las fotografías. Está idéntico.
—Si estoy idéntico, no era yo. ¿Sabe por qué? Porque yo me casé hace treinta y nueve años, y el aspecto que yo tenía por entonces era completamente diferente al que tengo ahora.
—O sea que usted reconoce estar casado.
—Nunca lo negué. Pero nada le dice a usted si yo soy casado o viudo.
—Pues tendrá que dejar eso bien claro si quiere que le presente a Eva.
—No sé cómo es Eva. Oí hablar de ella, pero no la conozco. Nunca la vi. No sé si podrá interesarme.
—Se la voy a mostrar. Acompáñeme.
—No tengo tiempo. Estoy llevando una investigación muy importante. Y no me pregunte adónde la llevo.
—¿Usted es detective? Yo soy estudiante de detective. Además de químico, por supuesto.
—Eso se cae de su peso. Todo el mundo es químico.
—Voy a pedirle encarecidamente una cosa —dijo el farmacéutico con un rostro súbitamente compungido—: no juegue con el lenguaje. Nuestro idioma es el fruto de un esfuerzo combinado de millones de personas durante varios milenios, y quizá varias decenas de milenios. Tiene fallas, lo sé, pero de nosotros depende que puedan ser superadas. Si asumimos seriamente ese trabajo, quién le dice si en el año tres mil cuatrocientos nuestros descendientes y los descendientes de nuestros hijos y de nuestros nietos no estarán hablando un idioma perfecto.
—Está bien, no voy a jugar con el idioma. Pero ¿por qué me pide que no juegue con el lenguaje?
—¿Acaso pido demasiado?
—No sé. Deme unos días para pensarlo. Es que con algo tengo que jugar.
—Tengo un ludo. Puedo prestárselo, si quiere.
—Podría ser… pero no, no puedo decidirlo en forma tan precipitada. Necesito tiempo para pensarlo, ya le dije.
—Tiene cuatro colores de fichas y cuatro dados con sus respectivos cubiletes.
—Entonces… necesitaría tres personas que condescendieran a jugar conmigo.
—Acá tiene una —dijo el farmacéutico.
—Dónde —Sebastopolian no entendió.
—Acá —dijo el otro enseñando su propio cuerpo—. En mí está esa persona.
—¿Quiere decir que usted está poseído?
—No. Hay una persona en mí, pero es la mía, ¿entiende? Es mi persona.
—Entonces es usted el poseedor. Usted se posesionó de una persona.
—No me posesioné: yo soy esa persona.
—Usted se posesionó de ella y absorbió su personalidad. Usted es ella, sí, no lo dudo, pero por piedad le suplico que la libere. Libere a Eva.
—¿Quién dijo nada sobre Eva? Ése no es el punto, mi amigo. Usted está meando afuera del tarro.
—¡Te descubrí, Nosferatu! —exclamó Sebastopolian, retrocediendo tres pasos y cubriéndose la cara con los brazos formando una cruz—. ¡Libera a Eva y al resto de tus cautivas! ¡Regresa a los oscuros subsuelos petrolíferos de donde procedes!
—Cállese, histérico —gruñó el farmacéutico—. Va a espantar a mi clientela.
—¿Cuál clientela? Yo hace horas que estoy acá y no vi ninguna.
—Es que esa gente no cambia más. Son retardatarios de nacimiento. O por adopción, digamos. Es algo que se mama en estas tierras desde que se nace. Una característica del tercer mundo. Algunos analistas sostienen que la pobreza del tercer mundo deviene por línea materna de esa impuntualidad a la que sus habitantes se mantienen religiosamente fieles. ¿Usted qué opina de eso?
—Yo opino que usted los tiene a todos encerrados en ataúdes, probablemente aquí abajo, en el sótano de la farmacia.
—¿El sótano de la farmacia? Este sótano no pertenece a ninguna farmacia.
Y habiendo dicho eso el farmacéutico, Sebastopolian vio que a su alrededor no estaban los objetos constituyentes de la farmacia. Estaba en otro lugar, semioscuro, limitado por cuatro paredes grises y podridas.
—No juegue con el espacio-tiempo —dijo—. Devuélvame a mi línea de mundo natural.
Pero ni bien habló, Sebastopolian discernió que no tenía ya frente a sí al farmacéutico, sino sólo a una gran mancha de humedad que se le parecía.
No había nadie en ese lugar, además de Sebastopolian. «Y eso suponiendo que yo sea alguien», se dijo él. Examinó su entorno. Una mesa muy vieja a la que faltaban tres patas, un par de sillas desvencijadas, y una escalera de madera. Era una escalera ascendente, y terminaba en una puerta de hierro cuya cerradura tenía el típico ojo por el que se mete una llave de paleta única.
Cuando subía, Sebastopolian no supo si los chillidos agudos que oyó eran producidos por ratas acongojadas o por la antigüedad de los peldaños de la escalera.
No pudo abrir la puerta. Estaba cerrada con llave; o quizá hinchada por la herrumbre. Sebastopolian se puso a golpear, para que alguien le abriera.
—¿Quién anda ahí? —dijo la voz de una mujer; ésta debía estar junto a la puerta, pero no mostró la menor intención de abrirla.
—Soy yo —dijo Sebastopolian—, ábrame la puerta, por favor.
—Yo a usted no le debo ningún favor —dijo la mujer—. Es más, ni siquiera sé quién es usted.
—Entonces no puede saber cuál es su estado de cuenta para conmigo. Ábrame la puerta ya.
—Usted me pide que abra pero no ofrece ninguna garantía. ¿Cómo sé que no es un estafador? Seguramente lo sea. Voy a demandarlo.
—No tengo inconveniente en que lo haga —contestó Sebastopolian—. Así viene la policía y me saca de acá.
—Las demandas se hacen ante el poder judicial, no ante la policía.
—Entonces usted no va a tener suerte. Yo soy íntimo amigo del juez Ort.
—El juez Ort no pincha ni corta en este asunto. Él sólo se ocupa de casar a las personas unas con otras.
—Casémonos, entonces.
—No puedo casarme con alguien cuya cara no conozco —dijo la mujer.
—Muchas personas lo hacían, antiguamente.
—Sí, pero yo no quisiera hacerlo de esa manera. Prefiero hacerlo actualmente.
—Creo que el juez Ort es suficientemente dúctil como para complacerla —dijo Sebastopolian—. Además, está vivo.
—Sí, es cierto, yo ya había pensado otras veces en casarme con él, pero finalmente optamos por el concubinato.
—¿Usted convive con el juez Ort?
—Sí, los dos vivimos aquí desde hace algunos meses. Casualmente él está conmigo, ahora.
—Hola, Seba, ¿cómo estás? —dijo la voz del juez Ort.
—Ábrame la puerta, juez; usted me conoce —imploró Sebastopolian.
—Voy a abrirle. Pero primero tengo que hacerle unas preguntas de rutina. ¿Está listo?
—Sí.
—Preguntale cuál es la densidad del antimonio —dijo al juez la mujer.
—Shhht —la acalló Ort, y preguntó a Sebastopolian—: ¿dónde queda la Costa de Sabrina?
—En Sabrina.
—Pregunta número dos: ¿hacia qué lado está inclinado el Cristo de Cenni di Pepo Cimabue?
—Cimabue pintó varios cristos. No sé de cuál me habla.
—¿Cómo se llamaba el abuelo de Rómulo y Remo?
—Numitor.
—No me refiero a ése. Hablo del abuelo adoptivo; el padre de la loba.
—Eso no lo sé —reconoció Sebastopolian, apesadumbrado.
—Entonces te quedarás ahí encerrado —dijo Ort, impío.
—¡Contesté todas las preguntas que me hiciste!
—Yo te hice un número impar de preguntas. Tendrías que haberme dado un número impar de respuestas. No importaba si eran tres, once o cuarenta y siete. Ésa era la regla.
—Si la regla era ésa, tenés que abrirme la puerta. Yo te di tres respuestas. El que la última no haya sido respuesta a la pregunta que querías hacerme no le quita su carácter de respuesta.
—Es verdad —dijo Ort—. Alcanzame la llave, Tiberia.
La puerta se abrió, rechinando como un caballo metálico atropellado por un tractor de carne y hueso. Sebastopolian se vio frente a otra escalera, que descendía hasta un sótano exactamente igual al que él pretendía dejar. Y la única puerta, en ese lugar, era la que comunicaba un sótano con otro.
Ort y Tiberia eran dos ancianos flaquitos y decrépitos, y los dos portaban lentes que aumentaban cinco veces el tamaño de sus ojos. Recibieron a Sebastopolian con una sonrisa en cada oreja.