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«Pensar que el futuro es de color de rosa es algo tan biológico como las fantasías sexuales… Apostar por la esperanza ante la incertidumbre es tan natural en nuestra especie como andar con dos patas».
Lionel Tiger, El optimismo, 1979
«Que la civilización pueda sobrevivir o no depende en verdad de nuestra manera de sentir. Es decir, depende de lo que queramos las personas».
Bertrand Russell, The New York Times Magazine, 19 de marzo, 1950
Aunque no es realmente posible estar seguros de cómo era el temperamento de nuestros antepasados mis lejanos que no dejaron rastros escritos, yo me inclino a pensar que en el momento en que adquirieron conciencia de sí mismos y de su entorno, hace unos cuatrocientos milenios, a la mayoría se le iluminó la cara con una sonrisa de regocijo. Imagino que las razones fueron varias. En primer lugar, al mirar hacia atrás debieron de sentirse muy orgullosos de haber superado las duras pruebas a que les había sometido la implacable ley de selección natural. De acuerdo con esta fuerza irresistible, encargada de favorecer las cualidades físicas y mentales útiles para la conservación y mejora de la especie y de descartar las inservibles, sólo los miembros más aptos de la familia de los grandes primates podían aspirar a protagonizar el papel de seres humanos. Me figuro que nuestros ancestros percibieron especialmente su gran logro cuando compararon su suerte con la de los chimpancés y los gorilas, sus parientes del reino animal.
Es verdad que algunos profesionales respetables, como el profesor de Arqueología de la Universidad de Harvard Steven LeBlanc, o el antropólogo de la Universidad de California Robert B. Edgerton, piensan que los seres humanos de la prehistoria no tenían nada que celebrar. Según ellos, vivían angustiados y deprimidos, acosados continuamente por despiadadas enfermedades y por las caprichosas fuerzas de la naturaleza. No obstante, yo mantengo que esta sombría valoración del talante de nuestros ascendientes remotos refleja puntos de vista moldeados por modernos valores estéticos y expectativas de bienestar a los que nuestros predecesores eran ajenos.
Si reflexionamos sobre la milenaria conservación de la especie humana, tiene sentido que la esperanza abundara entre sus miembros iniciales, aunque no fuese nada más que porque servía de potente incentivo para hacer el amor y reproducirse, para buscar con ilusión y tenacidad los frutos de la naturaleza y para resistir las agresiones. Los críticos de la utilidad del optimismo para la supervivencia argumentan que mientras los miembros optimistas de las tribus trogloditas preferían arriesgarse ante los terremotos y huracanes, o perdían la vida enfrentándose imprudentemente a los tigres y bisontes que les acechaban, los agoreros eran cautelosos y se protegían en la seguridad de las cuevas. Sin embargo, como expondré más adelante, hoy sabemos que el pensamiento positivo es congruente con las ganas de vivir y perfectamente compatible con la capacidad de valorar con sensatez las ventajas y los inconvenientes de las decisiones.
El optimismo saludable no implica un falso sentido de invulnerabilidad ni un estado alocado de euforia. Por el contrario, es una forma de sentir y de pensar que nos ayuda a emplear juiciosamente las habilidades propias y los recursos del entorno, y a luchar sin desmoralizamos contra las adversidades.
La disposición positiva de nuestros predecesores, además de manifestarse en su capacidad para buscar sentimientos placenteros y crear estrategias prácticas de supervivencia, se reflejó con nitidez en tres facetas muy importantes de su existencia: en la religión, en su forma de entender y abordar las enfermedades y en su progresiva civilización.
Mitos y creencias
«Los seres humanos creemos en lo que queremos creer, en lo que nos gusta creer, en lo que respalda nuestras opiniones y en lo que aviva nuestras pasiones».
Sydney J. Harris, Limpiando la tierra, 1986
Según David Fromkin, profesor de Historia de la Universidad de Boston, nuestros ascendientes, movidos por su ansia de explicar las fuerzas de la naturaleza, de regular sus propios impulsos y de vencer los infortunios que les acosaban, concibieron a los dioses mitológicos. A estos personajes divinos les atribuían la creación y el funcionamiento del universo; aunque les imputaban todas las calamidades, también les adornaban con algunas virtudes, incluida la esperanza. Recordemos brevemente el mito más antiguo que se conoce sobre los orígenes de la esperanza.
Cuenta la leyenda que Prometeo, el titán creador de la humanidad, regaló secretamente a los mortales el fuego que había robado del Olimpo, y les transmitió los conocimientos que había recibido de Atenea. Al enterarse Zeus, el dios supremo, se enfureció de tal manera que lo encadenó a una columna e hizo que un buitre le comiera las entrañas durante el día, para que se regeneraran por la noche y así sufriese sin descanso. Seguidamente, Zeus ordenó a su hijo Hefesto, dios del fuego, que creara a la mujer más hermosa posible. Hefesto obedeció y dio vida a Pandora. Zeus entonces mandó a Pandora a la Tierra para que regalara a Prometeo una bonita caja en la que antes él había guardado las enfermedades, la envidia, el odio, los vicios, la locura y demás males de la humanidad. Mas Zeus estaba tan ofuscado por la furia que en un descuido también introdujo en la caja la esperanza. Prometeo, intuyendo la mano siniestra de Zeus, no aceptó la caja y rogó a Pandora que nunca la abriese. Pandora, sin embargo, no pudo resistir la tentación y un día la destapó. De inmediato salieron de la caja todos los males, pero también escapó la esperanza, y desde entonces amparó a los mortales.
Hace unos tres mil años, señala David Fromkin, los habitantes de la Tierra, en un insólito empeño por canalizar mejor su perspectiva positiva de la vida, comenzaron a sustituir a las intrigantes y arbitrarias divinidades mitológicas por profetas más fiables y misericordiosos, como Abraham, Moisés, Lao Tse, Zoroastro, Buda, Confucio, Jesucristo y Mahoma. Estos persuasivos personajes defendían la figura de un Dios justo y compasivo, predicaban la buena convivencia en este mundo pero, sobre todo, ofrecían caminos seguros para conseguir la dicha después de la muerte. En realidad, estas nuevas religiones no eran más que argumentos en los que nuestros antepasados reflejaban la esperanza que ya florecía en sus mentes; esperanza que les ayudaba a neutralizar su total indefensión ante las calamidades e, indirectamente, a sobrevivir. De hecho, el biólogo David S. Wilson opina que la religión es una herramienta del instinto humano de conservación.
En el fondo, los profetas no hacían más que predicar en el campo fértil de los conversos. Yo estoy de acuerdo con Lionel Tiger, profesor de Antropología de la Universidad de Rutgers, Nueva Jersey, en que la religión es una expresión del optimismo natural del género humano. Este autor también sugiere que a través de la historia las instituciones religiosas han explotado esta inclinación innata al pensamiento positivo: «El optimismo es la esencia de las bodas, de los bautizos, e incluso de los funerales -escribe-, garantiza un empleo a los clérigos, al igual que a los crupieres y a los loteros».
Las grandes religiones se convirtieron en poco tiempo en una especie de pantallas en las que miles de millones de hombres y mujeres proyectaron, y aún proyectan, ideales como el triunfo final del bien sobre el mal, o ilusiones maravillosas como la inmortalidad del alma y la felicidad perpetua en el más allá.
El campo de las enfermedades y su tratamiento también ha servido desde tiempos remotos como escenario del pensamiento positivo de las personas. Los seres humanos siempre hemos vivido bajo la amenaza o la tortura de padecimientos físicos y mentales. Hace decenas de miles de años la humanidad ya era torturada por el cáncer, la artritis, las infecciones y las lesiones accidentales. Los médicos primitivos de turno eran chamanes brujas, magos o hechiceras que utilizaban su intuición para inventar remedios y sortilegios, y su poder de persuasión para estimular en sus clientes el sentimiento terapéutico de esperanza y facilitar, así, el alivio de los males del cuerpo y del alma. Nuestros ancestros, sin embargo, no consideraban las dolencias y la muerte sucesos naturales sino que las ponían en la categoría de lo sobrenatural. Para ellos las enfermedades eran condiciones misteriosas causadas por la ira divina o por espíritus malignos. Esto explica que se practicaran intervenciones disparatadas, como por ejemplo trepanar o perforar el cráneo del paciente «para que escaparan los demonios».
En las tablas sumerias de hace unos cuatro mil años se describen remedios como el uso de heces humanas en forma de lociones para repeler a los malos espíritus, o la ingestión de excrementos de gatos y cerdos para «purificar» el cuerpo. De ahí probablemente viene el viejo dicho: «Si las pócimas que nos dan los médicos fuesen arrojadas al fondo del mar, la humanidad estaría mucho mejor y los peces mucho peor». Está claro que la esperanza era un requisito para la supervivencia humana. Como apunta un proverbio antiguo, «la fe en el poder curativo de la cabeza de una sardina muerta, la convierte en un poderoso remedio».
Aparte de algunas hierbas medicinales que servían para aliviar leves desarreglos, la realidad es que hasta el siglo XIX se sabía muy poco sobre las causas de las enfermedades y aún menos sobre cómo curarlas. Baste recordar que la penicilina fue descubierta por el bacteriólogo escocés Alexander Fleming, una mañana de 1928, y tardó en salir al mercado más de una docena de años.
Todo esto sugiere que, en realidad, hasta hace poco la eficacia de la medicina estuvo basada en el efecto placebo. Este efecto se produce cuando un enfermo mejora, o incluso se cura, después de ingerir una sustancia inocua o de ser sometido a una intervención sin ningún valor terapéutico. Por ejemplo, tomarse una cápsula que únicamente contiene unos granos de azúcar para remediar una úlcera de estómago. El término «placebo», que fue usado por primera vez por médicos ingleses a comienzos del siglo XEX, no es otra cosa que la primera persona del futuro del verbo latino placere, «gustar», es decir, «me gustará». Es una expresión que intenta reproducir la expectativa positiva del enfermo antes de tomar el supuesto medicamento.
Hoy está sobradamente demostrado que entre el 25 y el 50 por ciento de los enfermos más comunes mejora o incluso se cura después de ingerir sustancias que no afectan a su enfermedad. Por eso, como analizaré con más detalle en el capítulo que dedico a la relación entre optimismo y salud, para que un nuevo medicamento salga al mercado se tiene que demostrar que sus beneficios curativos son estadísticamente superiores a los de una sustancia placebo. Las personas que trabajamos en el mundo de las enfermedades no tardamos mucho en percatamos de que los pacientes más convencidos de que el remedio que toman aliviará su enfermedad son los que tienen mayores probabilidades de estimular sus defensas naturales y de facultarse a sí mismos para sanar.
Desde el amanecer de la humanidad, en el terreno de las enfermedades se ha evidenciado espectacularmente el poder de la fe para mover montañas.
Carburante del progreso
«Ningún pesimista ha descubierto el secreto de las estrellas, ni ha navegado por mares desconocidos, ni ha abierto una nueva puerta al espíritu humano».
Helen Keller, Optimismo, 1903
El desarrollo de la civilización constituye otro fruto de la energía positiva humana. Es razonable pensar que una especie como la nuestra, que apareció en África y en menos de cien mil años dominó el planeta, albergase la chispa del optimismo, la vitalidad y la motivación para buscar formas novedosas de someter a la naturaleza en su propio beneficio y mejorar su existencia. Productos antiguos de esta energía creativa son el descubrimiento de la agricultura y la ganadería, la edificación de ciudades y el invento de la escritura.
La historia de los pueblos ha seguido derroteros diferentes. Pero desde que nuestros padres y madres antediluvianos adquirieron conciencia de sí mismos y persiguieron sin descanso la dicha propia y la de sus semejantes, la humanidad en general se ha visto inmersa en un proceso inalterable de crecimiento. Sería irreal negar que hoy existen países sumidos en la pobreza, la enfermedad y la violencia más atroz. No obstante, si analizamos la esperanza de vida, el nivel de educación general o el número de las sociedades democráticas, nunca tantos hombres y mujeres han disfrutado de una calidad de vida tan alta. Además, nunca el sufrimiento de nuestros semejantes, las injusticias sociales y el despilfarro de las riquezas naturales han provocado tanta repulsa e indignación.
Por todo esto, es prudente concluir que la inexorable fuerza de la selección natural que regula la evolución de nuestra especie garantizó que los genes de nuestros antepasados remotos prefirieran la disposición vitalista. Y como hacen los atletas en las carreras de relevos, pasaron el testigo del optimismo de generación en generación.
Pese a que esta hipótesis está avalada por el sentido común y la evidencia que nos ofrecen los anales de la civilización, nunca ha gozado de apoyo unánime. Siempre me ha llamado la atención que tantos personajes que a lo largo de nuestra historia han aportado ideas de gran lucidez se hayan mostrado rabiosamente adversos al optimismo y hasta temerosos de que las perspectivas positivas de las personas se hiciesen realidad. Recordemos, como ejemplo, el sarcástico comentario que escribió hace casi dos siglos el filósofo germano Arthur Schopenhauer (1788- 1860): «Si cada deseo fuera satisfecho tan pronto como surgiese, ¿cómo ocuparían los hombres su vida o cómo pasarían el tiempo? Imagínense nuestra raza transportada a Utopía, donde todo crece por sí solo y los pavos vuelan ya asados, donde los enamorados se encuentran sin retraso y se mantienen unidos sin dificultad. En semejante lugar, unos hombres morirían de aburrimiento o se ahorcarían, otros pelearían y se matarían entre ellos. Al final, estos hombres se infligirían unos a otros incluso más sufrimiento del que la naturaleza les inflige en este mundo».
Filósofos melancólicos
«¿Por qué será que quienes han destacado en filosofía y en otras artes son individuos melancólicos, afligidos por la enfermedad de la bilis negra?»
Aristóteles, Problemas, 350 a.C (aprox.)
El planteamiento pesimista de la existencia es el que ha primado en el mundo de las cavilaciones metafísicas. Como sugiere la cita de Aristóteles, a este gran pensador griego ya le llamó la atención la propensión de los intelectuales a la tristeza. Por cierto, su referencia a la bilis negra se debe a que, conforme a la teoría de su contemporáneo el insigne médico Hipócrates de Cos, la melancolía era una enfermedad causada por el planeta Saturno que inducía al bazo del paciente a segregar grandes cantidades de bilis negra -en griego melainacole-, la cual oscurecía su estado de ánimo.
En los últimos cinco siglos, reconocidos filósofos, enamorados de la idea de que unas pocas premisas morales elegantes eran suficientes para revelar los misterios de la existencia, promulgaron elucubraciones profundamente deprimentes sobre el significado de la vida, la naturaleza humana y el destino de los mortales. Aunque advierto que no soy en absoluto experto en filosofía, entre los eruditos que a mi parecer resaltan por su derrotismo se encuentran el inglés Thomas Hobbes (1588-1679), el escocés David Hume (1711-1776), los alemanes Immanuel Kant (1724-1804), Friedrich Nietzsche (1844-1900) y Martin Heidegger (1889-1976), el madrileño José Ortega y Gasset (1883-1955), y el francés Jean-Paul Sartre (1905-1980). Una opinión que estos pensadores compartían mayoritariamente era que sólo quienes no reflexionan sobre la vida pueden mantenerse esperanzados. En palabras del tétrico filósofo danés Soren Kierkegaard (1813-1855), «aunque en verdad todos estamos igualmente desesperados, las personas que estudian la vida son las que verdaderamente experimentan la desesperanza. Quienes no estudian la vida no sienten la desesperación y se creen más contentos».
Ni siquiera los contados filósofos que consideraron que el universo fue creado como un medio acogedor y fecundo para los seres humanos pudieron evitar impregnar su hipótesis positiva de un espíritu fatalista que negaba toda posibilidad de mejora e invitaba a la aceptación de las injusticias y calamidades. El más representativo de este grupo quizá fuese el taciturno Gottfried Leibniz (1646-1716). Nacido en Alemania en el seno de una familia luterana muy estricta, Leibniz llevó una existencia plagada de dificultades económicas, depresiones y dolorosas enfermedades. Pese a todo, en su tratado sobre la justicia divina argumentó que Dios había utilizado sus infinitos conocimientos para crear «el mejor de todos los mundos posibles… Un mundo óptimo». Leibniz fue el primero en usar este término que procede del latín optimus y significa inmejorable. Pero atención, dado que era un mundo perfectamente equilibrado que ofrecía la mayor cantidad de bien a costa de la menor cantidad de mal, cualquier intento de mejorarlo alteraría este equilibrio y daría lugar a un mundo peor. El escritor londinense Alexander Pope (1688-1744) ilustró así este concepto: «Si agudizáramos mucho nuestro sentido del olfato, al oler una rosa podríamos morir de una sobredosis de aroma».
En 1759 el autor parisino François Arouet, Voltaire, molesto con «la manía de algunos de empeñarse en que todo está bien cuando las cosas van realmente mal», escribió la célebre novela Cándido o el optimismo. En este ocurrente relato, Voltaire ridiculizó agudamente la visión positiva del mundo. Recordemos brevemente la sugestiva historia de Cándido, la más famosa caricatura literaria del optimismo.
Cándido era un muchacho alegre, de hábitos modestos, juicio recto, y cuyo rostro inocente siempre dejaba adivinar su pensamiento. Vivía con su tío, un severo y poderoso barón, en su castillo de Westfalia. Su preceptor era el doctor Pangloss, un filósofo que siempre aplicaba a pies juntillas el principio de que «el mundo es un lugar perfecto en el que todo va bien y todas la cosas cumplen por necesidad un fin bueno… las piedras están para hacer castillos y los cerdos para ser comidos».
Un día el barón se enteró de que Cándido se había enamorado de su hija Cunegunda y lo expulsó violentamente del castillo. A partir de ese momento las tragedias se sucedieron sin tregua en la vida de la pareja de enamorados y del doctor. A los pocos días de salir del castillo, Cándido fue apresado y torturado por soldados búlgaros. Escapó a Lisboa, donde sobrevivió de milagro a un fuerte terremoto. Allí encontró a una atormentada Cunegunda, quien había sido violada y apuñalada por un búlgaro. Mientras tanto, el profesor Pangloss, que también había huido a Lisboa, fue detenido, martirizado y casi ahorcado por los inquisidores portugueses, quienes consideraban su idea del «mundo perfecto» incompatible con el dogma del pecado original. Para salvarse, Pangloss se incorporó de remero a una galera turca.
Tras múltiples calamidades Cándido y Pangloss viajaron a Constantinopla. Allí se unieron a una envejecida Cunegunda que se encontraba en un estado lamentable, tras haber sido esclava de un cruel potentado turco. Ante tantos infortunios, los tres decidieron instalarse en un campo a las afueras de la ciudad, donde periódicamente Pangloss recordaba a Cándido mientras cultivaban la tierra: «¿Lo ves?, todos los sucesos están encadenados y forman el mejor de los mundos posible. Porque si no hubieses sido expulsado a patadas del castillo por amar a Cunegunda, si no hubieses sido perseguido por la inquisición, si no hubieses recorrido medio mundo a pie… no estarías aquí saboreando cabello de ángel y pistachos». A lo que Cándido respondía resignado, sin levantar la cabeza: «Maestro todo está bien, sigamos cuidando nuestro jardín».
Cinco años más tarde, Voltaire retomó al tema del optimismo en su Diccionario filosófico (1764). Esta vez fue para plantear un desafío a los críticos que no estuviesen de acuerdo con su noción negativa de la vida. «Si se asoman a la ventana, verán solamente personas infelices, y si de paso cogen un resfriado, también ustedes se sentirán desdichados», presagió el filósofo con ironía.
Observadores esperanzados
«Quienes se olvidan de sus teorías del bien y del mal y se concentran en conocer los hechos tienen más probabilidades de encontrar el bien que aquellos que ven el mundo a través de la lente deformada de sus prejuicios».
Bertrand Russell, Análisis de la mente, 1921
Tuvo que transcurrir un siglo y medio antes de que apareciesen pensadores decididos a responder al desafío de Voltaire. En mi opinión, dos personajes representan al grupo reducido de filósofos pioneros que se levantaron de sus soporíficas butacas y se asomaron con curiosidad a las ventanas de sus despachos, para observar a sus semejantes en su entorno natural. Uno fue el pensador bilbaíno Miguel de Unamuno (1864-1936). El matemático inglés Bertrand Russell (1872-1970) fue el otro.
La primera impresión de Unamuno fue conmoverse al observar a españoles y españolas que «no quieren
comedia sino tragedia». Según nos cuenta en su colección de ensayos titulada Del sentimiento trágico de la vida (1913), identificó entre sus compatriotas a muchos «desesperados silenciosos que declaran que se debe hundir todo aunque no se hunda nada». Para este gran intelectual, la propensión al pesimismo proviene unas veces de una enfermedad transitoria, otras de la vanidad o del esnobismo, y en ocasiones del carácter de la persona. Unamuno, sin embargo, lejos de descorazonarse o de contagiarse del talante pesimista de sus paisanos, decidió explorar más a fondo la mente humana y terminó encontrando la esperanza y apostando fuerte por la ilusión con el más allá: «La inmortalidad hay que anhelarla, por absurda que nos parezca; es más, hay que creer en ella, de una manera o de otra». Al mismo tiempo, se percató de que en mucha gente el coraje constituía un potente antídoto del derrotismo. «El pesimista que protesta y se defiende no puede ser pesimista», afirmó. Según él, a las personas optimistas les mueven las ilusiones, por eso «pelean y no se rinden ante la adversidad».
Unamuno elogió la virtud de reírse de uno mismo y aconsejó que «todos deberíamos aprender a ponemos en ridículo ante los demás y ante nosotros mismos». Para ilustrar esta idea utilizó la siguiente anécdota: «Murió Don Quijote y bajó a los infiernos, y entró en ellos lanza en ristre, y libertó a todos los condenados, como a los galeotes. Cerró sus puertas y quitando de ellas el rótulo que allí viera el Dante -Abandona todas tus ilusiones-, puso el que decía ¡Viva la esperanza/, y escoltado por los libertados, que de él se reían, se fue al délo». Unamuno resaltó el poder del optimismo y el pesimismo sobre los pensamientos: «No suelen ser nuestras ideas las que nos hacen optimistas o pesimistas -señaló- sino que es nuestro optimismo o nuestro pesimismo, de origen fisiológico o patológico tanto el uno como el otro, el que hace nuestras ideas».
Bertrand Russell, contemporáneo de Unamuno, fue otro pensador que también se asomó a la ventana para ver la realidad. En su obra magistral, La conquista de la felicidad (1930), Russell relata que vio más individuos felices que infelices, y enseguida se percató de que el entusiasmo era el signo que mejor distinguía a los unos de los otros. A pesar de una juventud pesarosa -«En la adolescencia odiaba la vida y estaba continuamente al borde del suicidio»-, Russell llamó la atención por su inagotable vitalidad, su sentido del humor y sus fervientes ideas pacifistas. En sus escritos, hasta su muerte a los 98 años, siempre hizo referencia a la atracción por la vida que mostraba la mayoría de las personas. Advirtió también que los individuos de disposición positiva y abierta llevaban vidas más agradables y se adaptaban mejor a las circunstancias que aquellos que manifestaban una inclinación al negativismo o al rechazo de todo lo que les rodeaba. Para explicamos esta observación, Russell usó las fresas como símbolo de la vida y comentó: «No existe prueba objetiva de que las fresas sean buenas o malas. Para quienes les gustan, son buenas; para quienes no les gustan, no lo son. Pero a quienes les gustan gozan de un placer que los otros no tienen».
Unamuno y Russell son ejemplos de pensadores que buscaron y encontraron el optimismo directamente en las personas y no en el reino de las ensoñaciones y especulaciones abstractas. A mi entender, el pesimismo de tantos ilustrados que se dedicaron, o se dedican, a entender la vida y el porqué de las cosas se debe a que encasillan a la fuerza supuestos morales preconcebidos en sus teorías fatalistas. Sospecho que su perspectiva de la humanidad sería mucho más positiva y realista si escaparan de la clausura de sus mentes y, antes de construir sus teorías, observaran de cerca a hombres y mujeres de carne y hueso.
Precisamente, ningún sistema de estudio ha contribuido más a nuestro conocimiento como el método científico, basado en la observación y evaluación cuidadosas del fenómeno en cuestión. Los practicantes de la buena ciencia no inventan verdades sino que las descubren. A continuación exploraré la contribución de algunos científicos geniales al entendimiento de las bases del optimismo.