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«El secreto de la humanidad está en el vínculo entre personas y sucesos. Las personas ocasionan los sucesos y los sucesos forman a las personas».
Ralph W. Emerson, La conducta de la vida, 1860
Nuestro equipaje genético
«Yo soy optimista por naturaleza, porque soy bajo de estatura. La gente baja tiende a ser optimista porque sólo puede ver la parte de la botella que está llena y no llega a ver la parte vacía…».
Thomas L. Friedman, Optimista preocupado, 2003
El temperamento humano es bastante estable. A pesar de los avatares de la vida, las opiniones positivas o negativas que se forman las personas de sí mismas y de las cosas del entorno, aunque con algunas variaciones, por lo general tienden a mantenerse relativamente firmes a partir de los 15 o 16 años. Esta constancia del carácter ha dado pie a que algunos piensen que no podemos influir mucho sobre nuestros niveles de optimismo o pesimismo, algo así como si se tratara de la altura o el color de los ojos.
Todos portamos los genes en los núcleos de las células de nuestro cuerpo. Concretamente, los guardamos en los cuarenta y seis cromosomas que se forman al unirse los veintitrés cromosomas del espermatozoide paterno y del óvulo materno. Los cromosomas son partículas diminutas que tienen forma de pequeños hilos cruzados y contienen los treinta y tantos mil genes, compuestos de ácido desoxirribonucleico o ADN, que dirigen la confección y funcionamiento de nuestro ser.
A pesar de los enormes avances logrados en genética desde que se descifró el genoma humano en el año 2000, la realidad es que todavía no conocemos bien los procesos que conectan los genes con los rasgos de la personalidad. Pero no hay duda de que el ADN influye en el desarrollo del cerebro y, por lo tanto, en las facultades mentales y en nuestra forma de ser y de ver la vida.
El poder de los genes sobre nuestra personalidad se muestra con claridad en los mellizos. Que yo sepa, hay solamente tres estudios sobre la genética del optimismo y el pesimismo, todos publicados en los últimos quince años. Uno, realizado por el profesor de Psicología de la Universidad de Minnesota, David Lykken, utilizó cuatro mil parejas de mellizos para estudiar la propensión de las personas a gozar de las cosas buenas de la vida o a descorazonarse ante las adversidades. En otra investigación, el psicólogo experimental del King’s College de Londres, Robert Plomin, analizó la perspectiva optimista y pesimista de casi trescientas parejas de gemelos, por medio del cuestionario, ampliamente validado, conocido como Prueba de orientación en la vida. Este cuestionario contiene una extensa lista de preguntas que exploran el grado de conformidad o disconformidad de los participantes con declaraciones como «siempre veo el futuro con optimismo» o «raramente cuento con que me pasarán cosas buenas». El tercer estudio, llevado a cabo por Peter Schulman, psicólogo de la Universidad de Pensilvania, comparó en parejas de mellizos el estilo optimista o pesimista de explicar los avatares de la vida.
En conjunto, los resultados de estas tres investigaciones demuestran que los gemelos monocigóticos -que poseen exactamente los mismos genes porque surgen de la misma célula original o cigoto- se parecen estadísticamente en su disposición optimista o pesimista. Este mismo parecido se mantiene incluso entre los gemelos que crecen separados desde su nacimiento, en hogares diferentes. Por el contrario, los niveles de optimismo o pesimismo en hermanos mellizos bidgóticos o genéticamente desiguales, aunque sean del mismo sexo y hayan crecido en el mismo hogar familiar, son tan distintos entre ellos como los de personas sin ningún parentesco o elegidas al azar.
Un dato interesante en el que también coinciden estos estudios es que el equipaje genético juega un papel más determinante en el pesimismo de la persona que en el optimismo. Desde un punto de vista estadístico, aproximadamente el 40 por ciento del pesimismo parece estar controlado por factores genéticos, mientras que sólo el 25 por ciento del optimismo depende de los genes heredados. De estas cifras se deduce que el entorno en el que crecemos, las experiencias que tenemos y nuestro aprendizaje tienen un mayor impacto sobre nuestro nivel de optimismo que de pesimismo. Este dato, en la práctica, implica que, en general, resulta más eficaz invertir en estrategias dirigidas a aumentar nuestra visión positiva de las cosas que en medidas destinadas a cambiar nuestras creencias pesimistas.
Además de estos estudios específicos, una forma indirecta de entender las posibles conexiones entre nuestro material genético y el talante positivo o negativo es examinando ciertas enfermedades del estado de ánimo que tienen un componente hereditario importante, como el trastorno bipolar. Esta dolencia mental se caracteriza por periodos de profunda tristeza y abatimiento entre los que se intercalan periodos de excitación y vehemencia incontroladas. Durante las fases depresivas estos pacientes enfocan casi exclusivamente las connotaciones negativas de las cosas, miran el futuro con desesperanza, y llegan a pensar que la vida no merece la pena. Por el contrario, durante las fases de manía o exaltación eufórica -lo que pudiéramos llamar «optimismo patológico»- se sienten exultantes y expansivos, hasta el punto de llevar a cabo impulsivamente todo tipo de excesos y actos de riesgo. Con un tratamiento médico adecuado, estos enfermos rescatan el equilibrio emocional y el raciocinio. En parejas de gemelos idénticos o monocigóticos, si uno sufre trastorno bipolar, su hermano tiene aproximadamente el 65 por ciento de probabilidades de padecerlo también, mientras que entre los gemelos diferentes o bicigóticos la concordancia es sólo alrededor del 12 por ciento. Estudios de niños adoptados después de nacer también confirman la influencia del factor genético en este trastorno afectivo, pues su riesgo de padecerlo es más parecido al de sus padres biológicos que al de los padres adoptivos.
En el verano de 2003, un grupo de científicos del Reino Unido y de Estados Unidos, encabezados por los doctores Avshalom Caspi y Terne Moffitt, investigó la posibilidad de que factores genéticos explicaran por qué algunas personas se deprimen en respuesta a las adversidades de la vida -como los malos tratos en el hogar, la muerte de un familiar, el desempleo inesperado, o las enfermedades graves- mientras que otras salen de estos reveses relativamente ilesas. En el estudio participaron voluntariamente 847 personas de Nueva Zelanda durante veintiséis años consecutivos. Los resultados indicaron que el 43 por ciento de los participantes que poseían la versión corta de un gen implicado en el transporte de serotonina en el cerebro se deprimía ante situaciones de estrés. Sin embargo, sólo el 17 por ciento del grupo que portaba la versión larga del mismo gen reaccionaba con depresión ante las mismas desgracias. Este interesante estudio ilustra la influencia relativa de los genes sobre nuestra resistencia a deprimimos como consecuencia de los infortunios de la vida.
Vemos, pues, que los genes desempeñan un papel importante en el desarrollo de nuestro temperamento. No obstante, no es prudente minimizar la influencia del ambiente en que nos desarrollamos ni apartar nuestra atención de las circunstancias bajo nuestro control que influyen en la conformación de nuestro talante. El crecimiento del cerebro humano, cuyo tamaño se cuadriplica desde que nacemos hasta que maduramos, depende en gran parte de los estímulos del entorno, en especial durante los primeros quince años de la vida. Por ejemplo, está ampliamente demostrado que personas que heredan una fuerte predisposición a la depresión, en condiciones familiares y sociales favorables viven vidas largas y felices sin el menor indicio de melancolía. Paralelamente, hay individuos que vienen al mundo con un gran potencial para desarrollar un carácter optimista y, sin embargo, están impregnados de actitudes pesimistas, sencillamente por haberse criado en un medio opresivo, inseguro y hostil.
De hecho, cuanto más se analiza el genoma humano, más vulnerables parecen los genes a la influencia del ambiente y del aprendizaje. La capacidad de aprender esta inscrita en nosotros por genes que se especializan en esta aptitud, pero lo que aprendemos depende de las situaciones y experiencias que vivimos. En el caso del lenguaje, por ejemplo, los recién nacidos llegan al mundo con el potencial genético para aprender a hablar. Sin embargo, si un niño no se expone al lenguaje hablado durante los primeros seis años de su vida, nunca logrará hablar con completa fluidez.
No nos debemos dejar seducir por el canto de los genes. La tendencia a ver la botella medio llena o medio vacía depende menos de una herencia inalterable y más de una personalidad moldeable. Las personas son con mucha más frecuencia motivadas por sus actitudes que por sus instintos.
El desarrollo del carácter
«Tú perseveraste en el empeño. Eso fue lo que te trajo la buena suerte, le dijo el instructor de piano a la niña al darle el lazo verde de la buena suerte. Desde entonces, siempre que tocaba el piano, la pequeña llevaba puesto el lazo verde, porque le recordaba que era.su propio esfuerzo lo que le traía la buena suerte».
Elizabeth Koda-Callan, El lazo de la suerte, 1990
El carácter es el conjunto de atributos o rasgos que componen y distinguen la personalidad o manera de ser del individuo. Se manifiesta en la forma habitual de sentir, de pensar y de comportarse, en los gustos y en las aversiones. El desarrollo del carácter comienza en el útero materno. Todos los bebés poseen unas tendencias instintivas vitales que se muestran al nacer en su actividad física, en su placidez, su curiosidad, y su sensibilidad a los estímulos internos y externos. En la misma sala de maternidad vemos recién nacidos confiados y tranquilos, y otros que nada más llegar al mundo se muestran inquietos e irritables. Estas cualidades están influidas por factores hereditarios, fuertes corrientes hormonales que se producen durante el embarazo y las vicisitudes del parto. Es algo innato.
Pequeños que se enfrentan a situaciones idénticas reaccionan de formas muy distintas. El primer día de colegio o el primer viaje en la montaña rusa son acontecimientos gratos o estimulantes para unos niños, y aterradores o estresantes para otros. Es razonable sospechar que el motivo de las distintas respuestas emocionales a estímulos similares se debe en parte a que sus cerebros captan y procesan la información de formas diferentes.
Ya hace dos milenios y medio se reconocía el aspecto biológico de la personalidad. El concepto más popular fue el propuesto por el médico griego Hipócrates de Cos. Según él, el temperamento se revelaba en los primeros meses de vida y era el resultado de la mezcla de los cuatro líquidos del cuerpo: la sangre, la flema, la bilis amarilla y la bilis negra. Las personas efusivas y eufóricas tenían un exceso de sangre en el cuerpo, por lo que se solía decir que eran de «temperamento sanguíneo». En el polo opuesto se situaban los melancólicos, en los que predominaba la bilis negra. La bilis amarilla fomentaba la personalidad irritable y la flema el talante «flemático», parsimonioso o cachazudo.
A los pocos días de nacer, las criaturas ya se relacionan activamente con el medio. Las imágenes, las caricias y, sobre todo, las palabras acompañadas de contacto visual y afecto forjan la organización cerebral de los niños. La cara de la madre, sus sonrisas y sus diversas expresiones faciales constituyen una fuente de fascinación para todos los pequeños y estimulan en ellos la conexión emocional con los demás, algo imprescindible para la maduración saludable de los cimientos del pensamiento y las emociones.
Los niños son actores sociales por derecho propio. Su estado de ánimo, su apariencia física y sus talentos tienen un impacto en las personas de su entorno. Está demostrado que las criaturas que manifiestan continuamente actitudes y emociones positivas tienen más posibilidades de ser correspondidas de la misma manera. Lo mismo ocurre con los niños que se muestran disgustados o distantes. Las respuestas favorables o desfavorables que los pequeños provocan en los demás durante el proceso de desarrollo contribuyen a configurar su opinión sobre sí mismos y el mundo que les rodea. Además, los niños imitan e incorporan a su carácter rasgos que observan en las personas importantes de su entorno inmediato.
Un componente fundamental del carácter es la autoestima o la valoración que hacemos de nosotros mismos. La autoestima empieza a desarrollarse durante los primeros dieciocho meses de la vida. Al principio se nutre sobre todo del amor materno y del sentido de seguridad. A medida que los niños crecen se va configurando por las experiencias que viven, por la valoración que hacen de ellas y el mérito o demérito que se asignan. El aprecio de las personas del entorno y la sensación de que controlan su cuerpo y los elementos que les rodean fomentan en ellos la confianza en sí mismos. La autoestima más beneficiosa es la que se construye de pequeños y frecuentes logros y de la ilusión hacia objetivos alcanzables.
Una buena autoestima estimula emociones positivas y nos protege de las negativas. Sin una opinión positiva de uno mismo no es fácil desarrollar una disposición optimista. Es verdad que hay individuos que, pese a gozar de buena autoestima, tienen una visión negativa de la vida. Pero, en general, las personas que se valoran favorablemente se inclinan a ver el mundo a través de un cristal más positivo que quienes se sienten insatisfechos consigo mismos.
A partir de los dos años y medio, los niños empiezan a configurar el sentido del pasado y a almacenar poco a poco los recuerdos que constituirán el sedimento de su memoria autobiográfica, un ingrediente esencial de su futura disposición al optimismo o al pesimismo. Recordar el ayer es una forma importante de confeccionar la identidad como seres individuales. Padres e hijos hablan de experiencias que han atravesado juntos tan pronto como los pequeños comienzan a balbucear. Y la forma en que los padres interpretan y comparten los acontecimientos pasados va a influir sobre la perspectiva que las criaturas crearán de su mundo.
Cuando adultos y niños pequeños recuerdan en voz alta, son los adultos quienes establecen la estructura y el contenido de la conversación. En el ejemplo que seguidamente presento, obtenido de una grabación realizada como parte de un estudio sobre la comunicación en el ámbito familiar, una madre y su hijo de tres años hablan sobre un viaje en coche que hicieron para visitar a los abuelos del pequeño:
Madre: ¿Te acuerdas de cuando Antoñito (nombre del niño), mamá y papá hicimos un viaje largo en el coche para ir a ver a los abuelos?
Niño: ¡Oh! (mueve afirmativamente la cabeza).
M.: Sí, ¿y qué vimos cuando íbamos en el coche? ¿Te acuerdas de lo que papá te enseñaba por la ventana? N.: No sé…
M.: ¿Te acuerdas de qué bien lo pasamos? Vimos una montaña muy bonita, y nos paramos y nos quitamos los zapatos y anduvimos por las rocas…
N.: Sí… (y sonríe).
En este breve extracto de charla, vemos cómo el pequeño da muy poca información sobre lo que ocurrió. La madre es realmente quien cuenta toda la historia y marca su tono positivo. El niño se limita a confirmar o a repetir lo que ella dice. A partir de los cuatro años, los pequeños empiezan a participar más activamente en la conversación. A medida que los niños dominan el lenguaje, van tomando la iniciativa y coloreando los recuerdos. Más tarde, adultos y niños intercambian impresiones y detalles que enriquecen las historias. A medida que crecen, cuando hablan sobre sucesos que han vivido no sólo proporcionan información sobre los hechos y revelan aspectos de sí mismos, lo que ayuda a crear vínculos con sus interlocutores, sino que al recordar y explicar sus experiencias modulan su visión de sí mismos y del entorno y van construyendo su autobiografía.
Numerosas investigaciones apuntan a que desde los seis años, las niñas, comparadas con los niños, recuerdan con más frecuencia hechos pasados, y la información que evocan suele ser más emotiva, íntima y detallada. Según Robyn Fivush, especialista en este tema de la Universidad de Emory, Atlanta, una posible explicación es que, en general, las mujeres son más verbales y comunicativas que los varones. Otro dato interesante es que tanto el padre como la madre, cuando rememoran algún suceso con las hijas, cuentan más pormenores sobre sus propias experiencias pasadas y expresan más emociones que cuando lo hacen con los hijos.
En cuanto al estilo de explicar las cosas, medio centenar de estudios analizados por Christopher Peterson, profesor de Psicología de la Universidad de Michigan, indican que las explicaciones que elaboran la mayoría de los pequeños menores de 12 años sintonizan con la forma de explicar de sus progenitores, sobre todo si éstos son percibidos por los pequeños como personas competentes. Los niños que escuchan a sus padres dar asiduamente explicaciones positivas de los sucesos tienden a incorporar estilos positivos de interpretar las vicisitudes de sus vidas.
Igualmente, los juicios que los padres, cuidadores o educadores emiten sobre la conducta de los pequeños moldean el talante de las criaturas. Explicaciones positivas globales de sus logros -«te ha salido bien el dibujo porque eres una niña muy creativa»-, o interpretaciones limitadas de sus fracasos -«no te ha salido este dibujo tan bien como te gustaría porque ahora estás cansada»- fomentan la inclinación al pensamiento positivo.
La semilla de la esperanza también se siembra durante los primeros años del desarrollo del carácter. El simple hecho de que el llanto atraiga automáticamente la atención de un adulto responsable es suficiente para fomentar en los pequeños la idea de que la satisfacción de ciertas necesidades está a su alcance y depende de ellos mismos. De hecho, casi todas las criaturas de dos años que han sido cuidadas por adultos alegres y atentos ya evidencian claros signos de esperanza ante las contrariedades. Con el tiempo, estos niños tienden a adoptar pensamientos esperanzadores tales como «sé lo que tengo que hacer para lograr las metas que me propongo» o «si me encontrara en un aprieto estoy seguro de que se me ocurriría la forma de salir de él». El talante esperanzado crece estimulado por las experiencias infantiles que alimentan en los pequeños sentimientos de seguridad, certidumbre, tranquilidad y, sobre todo, la sensación de que controlan razonablemente sus circunstancias. La necesidad de sentir que uno gobierna su programa de vida es algo profundamente arraigado en los seres humanos y es una pieza fundamental del equilibrio mental.
La disposición optimista suele coexistir con otros atributos del carácter. Así, existe una asociación estrecha del optimismo con la extraversión o la tendencia de la persona a ser afable y a comunicar sus sentimientos a los demás. El pesimismo suele coincidir con lo contrario: la introversión y la cautela social. Las personas optimistas también tienden a describirse a sí mismas como más agradecidas que las pesimistas. En un experimento, descrito por el autor Gregg Easterbrook en su reciente libro La paradoja del progreso, un amplio grupo de chicos y chicas universitarios mantuvo durante varias semanas un «diario de agradecimientos» en el que anotaban cada vez que sentían gratitud. Los resultados revelaron que cuanto más optimista era el estudiante, mayor era el número de situaciones en las que se había sentido agradecido a otros, a Dios o a la vida en general. Resulta curioso que los participantes más propensos al agradecimiento eran también los que puntuaron más alto a la hora de medir la capacidad para percibir las dificultades y los contratiempos en sus vidas.
Otro rasgo del carácter que suele acompañar al optimismo con mayor frecuencia que al pesimismo es la capacidad de perdonar. Resistirse a perdonar fallos graves, traiciones, rechazos y crueldades, tanto propios como de los demás, es una respuesta humana muy normal. De hecho, si preguntamos a nuestro alrededor, bastante gente mantiene una lista de transgresiones incompatibles con el perdón. Sin embargo, hay personas que perdonan con más facilidad que otras. El psicólogo estadounidense Michael E. McCullough reveló en una serie de estudios que, ante los mismos agravios o ultrajes, cuanto más optimista es la persona, mayor es su inclinación a perdonar.
Hoy por hoy no existe evidencia alguna que indique que los niveles globales de optimismo de hombres y mujeres sean diferentes. Tampoco la edad influye en la disposición positiva de las personas. Es cierto que los adolescentes son a menudo sacudidos por fuertes cambios de humor, y también que en las décadas finales de la vida, la energía y la agudeza de las facultades mentales y físicas decaen. No obstante, la edad no es una variable estadísticamente útil a la hora de catalogar el talante de la persona. Como tampoco lo es la inteligencia.
Lo mismo que un alto cociente de inteligencia no garantiza una vida dichosa -todos conocemos personas con dotes intelectuales excepcionales y lamentables biografías-, un elevado intelecto tampoco va necesariamente acompañado de un talante optimista. Aunque sospecho que no son pocos los sabios que se han beneficiado de algún ingrediente optimista. Precisamente, leía hace poco que Albert Einstein, quien, como tantos genios, siempre mantuvo una actitud curiosa y abierta frente a la vida y no dio nada por hecho, solía responder a la constante pregunta sobre qué cualidades personales habían contribuido más a sus logros, diciendo: «El regalo de la fantasía y la esperanza ha significado para mí mucho más que la capacidad de absorber y retener conocimiento».
Antes de dejar atrás el desarrollo de los rasgos del carácter, quiero hablar brevemente sobre el cerebro, el órgano tangible donde se imprime físicamente este proceso. Aunque la inclinación al optimismo o al pesimismo no se localiza en un punto determinado del cerebro ni se reduce a una reacción química concreta, muchas investigaciones revelan que la zona prefrontal izquierda del cerebro registra mayor actividad en los individuos optimistas que en los pesimistas. El neuropsicólogo estadounidense Richard Davidson ha demostrado, por ejemplo, que niños de diez meses que no lloran y se mantienen confiados cuando se separan de sus madres tienen más actividad en la zona prefrontral izquierda, comparados con pequeños que lloran desesperados ante esta misma situación. Asimismo, este investigador demostró que los adultos con más actividad en esa zona del cerebro expresaban más emociones positivas en situaciones agradables, y menos emociones negativas ante sucesos desagradables.
Siguiendo con esa geografía del cerebro, otro dato interesante es que las personas en las que predomina la influencia del hemisferio derecho tienden a manifestar su optimismo o pesimismo de una forma más «global», o sea, perciben el mundo, en conjunto, como un lugar acogedor o incómodo. Por el contrario, las personas en las que impera el hemisferio izquierdo, responden de forma optimista o pesimista según la valoración que hacen de los detalles de la situación concreta. Curiosamente, los dos hemisferios no siempre son coherentes. Como consecuencia, hay personas que afrontan con pleno optimismo las adversidades generales, pero ante pequeños reveses se frustran y desmoralizan.
Yo diría que éste es mi caso. Por un lado, pienso que las leyes de la naturaleza casi siempre se inclinan a nuestro favor, y estoy convencido de que la humanidad continuará evolucionando para mejor en todas sus facetas. Sin embargo, ante ciertos percances inoportunos mi primer análisis suele ser descorazonador. Por ejemplo, en varias ocasiones en las que se me bloqueó el ordenador donde escribía este libro, mi reacción inmediata fue pensar que probablemente había perdido todo el texto ya escrito y el problema no tendría solución. Como último recurso, pedía socorro a mi hijo Joseph, de 19 años, y en menos de cinco minutos lo que para mí habían sido averías irreparables, resultaron ser pequeños incidentes sin importancia.
Ahora, para entender el panorama completo de la construcción de nuestro talante examinemos el papel que ejercen las fuerzas culturales y sociales del lugar y de la época que nos ha tocado vivir.
Valores culturales
«La cultura esculpe las actitudes y comportamientos de las personas».
W. SOMERSET MAUGHAM, El resumen, 1938
Para explicar los efectos moldeadores de la cultura sobre el temperamento del individuo creo que debo partir de una definición de cultura que nos sirva de referencia. Entiendo que la cultura de un pueblo está constituida por el conjunto de principios, creencias, símbolos, costumbres y reglas, tanto explícitas como sobreentendidas, que implantan sus miembros para asegurar su supervivencia y una convivencia ordenada y apacible.
En cierto sentido, los valores culturales son para la sociedad lo que la experiencia y la memoria son para la persona. Las pautas y mensajes culturales nos sirven de puntos de referencia desde la infancia. Nos ayudan a establecer nuestros ideales y prioridades, forman la base de nuestras normas de conducta y se reflejan en las explicaciones que damos a los sucesos que vivimos y en cómo percibimos e interpretamos el mundo en general.
Los principios culturales son transmitidos de generación en generación, y aunque cambian con el paso del tiempo y se adaptan a las nuevas necesidades y exigencias de la sociedad, tienden a ser bastante estables. Sus transmisores y divulgadores son los abuelos, los padres, los educadores, los líderes sociales, los medios de comunicación y los personajes y ritos populares que encaman los valores de la época.
La cultura de un país establece sutil pero eficazmente la disposición positiva o negativa que se espera de las personas en las diferentes circunstancias. Ya desde pequeños tratamos de asimilar las actitudes que la sociedad considera más aceptables, aunque éstas no se correspondan con nuestros verdaderos sentimientos. En un experimento que viene al caso, descrito por el profesor de Psicología de la Universidad de Oxford, Michael Argyle, niños entre cuatro y doce años fueron expuestos a situaciones agradables y desagradables. A continuación, cada pequeño eligió el semblante que mejor reflejaba su estado de ánimo entre una amplia gama de fotografías de niños de su edad con expresiones de alegría, tristeza, enojo, sorpresa, rechazo y temor. Los resultados revelaron que cuanto mayores eran los participantes, más alta era su tendencia a seleccionar fotografías que no reflejaban su verdadera disposición emocional, pero que ellos pensaban que eran las «correctas». En entrevistas posteriores, el 57 por ciento de estos pequeños manifestó que habían ocultado sus sentimientos genuinos por miedo a ser criticados, y el 43 por ciento para no pasar vergüenza.
Ciertas sociedades fomentan una visión de la vida más positiva que otras. Una extensa recopilación de investigaciones multinacionales sobre la tasa de optimismo en la población desde 1975 a 1998, llevada a cabo por Ed Diener, profesor de Psicología Social de la Universidad de Illinois, reveló que si bien el talante optimista abunda en el mundo, los habitantes de países como Dinamarca, Suecia, Suiza, Noruega, Estados Unidos, Italia y Canadá se situaban en el extremo positivo del termómetro, seguidos de Irlanda, Francia, España, México y Argentina. En el polo pesimista se encontraban Rusia, Ucrania, Georgia, Corea del Norte, Turquía, India, Pakistán, Brasil y China. Aunque los investigadores detectaron una relación moderada entre el nivel de optimismo de la población y su renta per cápita y tasa de empleo, la conexión más significativa que encontraron fue entre el optimismo y el grado de libertad o democracia de los sistemas sociales de cada uno de los países. Su conclusión fue que los sistemas democráticos son un buen caldo de cultivo del optimismo. Por el contrario, las sociedades que prescinden de instituciones o de un ordenamiento jurídico para ejercer la autoridad, y en las que el poder se concentra en una sola persona o una minoría selecta, fomentan el derrotismo.
En otro sugestivo experimento, la psicóloga alemana Gabriele Oettingen comparó el nivel de optimismo de los atletas de Alemania del Oeste y Alemania del Este después de los Juegos Olímpicos de invierno de 1983, cuando todavía eran dos países separados. Con este fin, analizó el contenido de unas cuatrocientas declaraciones que hicieron los atletas a los periódicos una vez finalizados los juegos. Esta investigadora descubrió que a pesar de que los competidores del Oeste tenían mucho menos que celebrar -pues habían ganado sólo cuatro medallas, mientras que los del Este consiguieron veinticuatro-, sus testimonios reflejaban más optimismo. En un estudio posterior, esta misma psicóloga pudo comprobar que los alemanes del Oeste, en general, tenían niveles superiores de optimismo respecto a los habitantes del Este. En cualquier comunidad una fuente segura de pesimismo es la insatisfacción prolongada de las necesidades esenciales de libertad, seguridad y justicia.
La buena noticia es que, por vez primera en la historia, una mayoría de los pueblos vive bajo sistemas democráticos. En tiempos tan peligrosos como los actuales este hecho es particularmente reconfortante. Aunque existen claras excepciones, las democracias no suelen luchar unas contra otras, ni suelen explotar en guerras civiles. En efecto, en contra de la opinión de quienes piensan que el mundo se está convirtiendo en un lugar cada día más violento, la verdad es que los conflictos civiles y étnicos han disminuido desde principios de la década de los noventa, como demuestra un estudio exhaustivo del historiador de la Universidad de Maryland, Ted Robert Gurr. Las transiciones a los sistemas democráticos pueden ser muy violentas, como vimos en la antigua Yugoslavia o estamos viendo hoy día en Irak. Pero una vez que se estabiliza el equilibrio entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, las democracias suelen impulsar los intereses de la mayoría sin sacrificar los derechos de las minorías.
Pienso que el espectacular progreso económico, social y político experimentado pacíficamente por la sociedad española en los últimos treinta años es un factor determinante a la hora de explicar el buen espíritu de los españoles. Un sondeo de Demoscopia llevado a cabo con motivo del comienzo del siglo XXI, realizado mediante entrevistas a domicilio de hombres y mujeres mayores de 18 años, señaló que seis de cada diez españoles se consideraban optimistas, y sólo uno de cada diez se confesaba pesimista. La mayoría, o el 60 por ciento, creía que la gente sería más libre y feliz en el futuro, y alrededor del 80 por ciento de los consultados vaticinaba la curación del cáncer y del sida.
El equilibrio entre los deseos que alimentan las personas y los recursos de que disponen para conseguirlos es fundamental a la hora de entender las raíces sociales del optimismo. Es un hecho reconocido que el desnivel crónico entre aspiraciones y oportunidades es una de las causas más frecuentes de frustración, desidia y derrotismo. Las sociedades que valoran y facilitan el control de sus ciudadanos sobre su propio futuro, y fomentan en ellos la idea de que si se lo proponen lograrán alcanzar sus metas, alimentan la motivación y la esperanza. En la medida en que los valores culturales coinciden con las oportunidades de las personas, éstas van a percibir los objetivos que se trazan desde una perspectiva optimista.
El nivel de optimismo es también más alto en aquellas sociedades en las que predomina el individualismo sobre el colectivismo. Es decir, en las culturas en las que las preferencias, las aspiraciones y las metas de los individuos tienen prioridad sobre las del grupo. Este dato es respaldado por varios estudios analizados con rigor hace una década por Harry Triandis, profesor de Sociología de la Universidad de Illinois.
En contextos individualistas, las decisiones fundamentales se toman en ámbitos reducidos, como en el seno familiar, en la relación de pareja o en un grupo limitado de amistades o socios, y no en los ambientes más amplios o extendidos de la sociedad. Otro aspecto de las culturas individualistas es que fomentan la creencia de que el individuo es exclusivamente responsable tanto de sus logros como de sus fracasos. Los niños que crecen en culturas individualistas aprenden pronto que ser independientes «es bueno» y depender de los demás «es malo». Una vez adultos, si se preocupan por las vicisitudes del prójimo lo hacen por vocación personal, pero no por exigencia del ambiente cultural en el que viven. En estas sociedades a menudo se considera que la gente desafortunada es responsable de sus propias desventuras, lo que justifica que la sociedad, como tal, no se preocupe ni intervenga para ayudarla. En consecuencia, las personas tienden a ajustarse a modelos de vida que les permitan controlar lo más posible sus destinos, y a invertir grandes esfuerzos en asegurarse de que los sucesos positivos superen siempre a los negativos.
En las culturas donde prima el sentido de colectividad se aprende en la infancia que cooperar con los demás y aceptar responsabilidad por el bienestar ajeno forma parte de lo que espera de ellos la sociedad. En consecuencia, las personas que viven en estas culturas tratan automáticamente de colaborar y comprometerse con la buena o mala fortuna de sus compañeros de grupo. En las sociedades colectivistas la idea de la felicidad propia por encima de todo no está tan ensalzada ni publicitada. Quizá por esta razón mantener una visión optimista meramente personal sea menos importante en estas culturas.
Edward Chang y sus colaboradores del departamento de Psicología de la Universidad de Michigan compararon la tendencia a predecir acontecimientos positivos y negativos entre estadounidenses y japoneses, dos culturas representantes del individualismo y el colectivismo respectivamente. Los resultados demostraron con claridad que los norteamericanos tenían una tendencia mucho mayor que los japoneses a augurar hechos positivos. Posteriormente, el sociólogo Y. T. Lee y el psicólogo Martin Seligman comprobaron que el tiempo que la persona vive en una cultura individualista influye en su grado de optimismo. Lee y Seligman compararon el estilo de explicar las cosas entre tres grupos: estadounidenses, chinos que habían residido durante diez o más años en EE UU, y chinos que siempre habían vivido en China. El nivel de optimismo de los estadounidenses era el más alto, seguido de los chino-americanos. Los residentes en China mostraban el nivel más bajo de optimismo.
Como demostraron hace unos años los psicólogos L. A. King y C. K. Napa, la glorificación del concepto de felicidad es tal en Estados Unidos que la mayoría de la población creyente hasta piensa que «las personas felices tienen más probabilidades de ir al cielo que las infelices». Por otra parte, la cultura de ese país ha creado y transmitido de generación en generación mitos que ensalzan la disposición optimista. El más antiguo consiste en la idea de que con optimismo se puede vencer cualquier adversidad. Esta creencia idealizada en los poderes del optimismo está personificada por Pollyanna, la joven protagonista de la novela del mismo nombre escrita en 1913 por la estadounidense Eleanor H. Porter. La figura de Pollyanna está tan imbuida en esta sociedad que hoy hasta se utiliza como adjetivo -pollyannisb- para calificar a las personas muy optimistas.
Para los lectores que no estén familiarizados con el relato, Pollyanna era una niña de 11 años muy alegre a quien su padre, antes de morir, le había enseñado el juego de Vamos a estar contentos. El juego consistía en encontrar algo positivo o divertido en todas las cosas. Al fallecer su padre, se fue a vivir a un pueblecito con su tía, una soltera refunfuñona de talante amargo y derrotista. Tan pronto como Pollyanna entró por la puerta de su nuevo hogar, se dedicó sin descanso a jugar a Vamos a estar contentos con todo el mundo. En poco tiempo se creó una atmósfera de optimismo y buen humor que no sólo cambió el talante de su tía, sino que alivió a los enfermos, a los resentidos y a los desesperados que se cruzaban en su camino. Un día Pollyanna fue atropellada por un carruaje y se quedó paralítica. Confinada en su cama, la pequeña se entristeció por primera vez en su vida ante la desoladora perspectiva de no andar nunca más. Pero su tristeza se evaporó cuando los habitantes del pueblo la visitaron para decirle que gracias a ella todos jugaban a Vamos a estar contentos y, como resultado, eran mucho más felices. Inmediatamente se le iluminó la cara a Pollyanna y con una gran sonrisa exclamó: «¡Finalmente he encontrado algo para volver a ser dichosa: haber contado hasta hace poco con dos piernas, pues sin ellas no hubiera podido caminar por el pueblo y enseñaros a jugar a Vamos a estar contentos».
Un peligro de la idealización cultural insensata del optimismo es que puede convertirse para muchas personas en una tiranía, y producirles un estado crónico de insatisfacción y decepción con ellos mismos. Durante mi carrera profesional en Estados Unidos he observado con frecuencia este penoso efecto secundario.
La religión es un componente importante de casi todas las culturas. Numerosas investigaciones en Europa y Estados Unidos, realizadas por expertos como Michael Argyle y David Myers, corroboran que las personas creyentes, independientemente de la lógica o racionalidad de sus convicciones, dicen sentirse más positivas hacia la vida que las que no son religiosas. Casi todas las creencias en una divinidad infunden esperanza. Los significados de la existencia humana que proporcionan los dogmas no son prueba de su validez científica, pero sí ofrecen a mucha gente creyente algo atractivo por lo que vivir y por lo que morir. La fe en una fuerza superior estimula una perspectiva más aceptable de las adversidades.
La cultura, pues, modula las actitudes de las personas. Ciertos valores promueven el pensamiento positivo y la esperanza, mientras que otros los socavan. Un dato reconfortante: si miramos hacia atrás y reflexionamos sobre los avatares de los pueblos a lo largo de los siglos, es obvio que las corrientes que fomentan el optimismo o el pesimismo van y vienen, pero, con el tiempo, las primeras predominan. Hoy hay más democracia en el mundo y se respeta más al individuo y sus libertades, cada día más gente cuestiona la eficacia de las guerras para resolver desavenencias, y a diferencia del ayer, hasta los niños se preocupan por la calidad del aire, del agua, de los bosques, de las especies animales y del medio ambiente.
Los humanos somos seres complejos. Como hemos visto, el temperamento se forma de múltiples elementos innatos, adquiridos y aprendidos. Fuerzas biológicas, psicológicas, sociales y culturales modelan nuestro modo particular de percibir y juzgar las cosas. Seguidamente describiré cómo los talantes más optimistas pueden ser socavados y hasta destruidos por los venenos de la indefensión y la melancolía.