Un hombre salvaje
Un hombre salvaje
La tormenta había perdido su furia. El amanecer trajo con él un cielo azul y despejado. Pájaros de colores brillantes levantaban el vuelo en coro desde los árboles, cuyas hojas brillaban como si las gotas de agua fueran diamantes temblorosos ante la brisa de la mañana.
En una pequeña corriente que se abría paso por las arenas para llegar al mar, oculta tras los árboles y matorrales, un hombre se inclinaba para lavarse las manos y la cara. Lo hizo como hacían los suyos, gruñendo codicioso y salpicando como un búfalo. Sin embargo, de repente alzó la mirada con el pelo empapado cayendo sobre sus hombros morenos. Durante un segundo se agazapó en actitud de escucha y después se incorporó mirando al interior, con la espada en la mano. Fue entonces cuando se quedó congelado, observando con la boca abierta.
Un hombre aún más grande que él se acercaba desde las arenas, sin hacer intento alguno por ser sigiloso. Los ojos del pirata se abrieron al ver las ropas de seda, las botas altas decoradas, el jubón y el pañuelo de hacía un siglo. El extraño llevaba en la mano un sable, y su ademán no dejaba dudas sobre sus propósitos.
El pirata palideció al reconocerlo.
—¡Tú! —logró decir incrédulo—. ¡Por Mitra, tú!
Los juramentos abandonaban sus labios mientras preparaba su arma. Los pájaros se alzaron como rayos de fuego de los árboles cuando el sonido del acero interrumpió su canción. Chispas azules surgían de las hojas, y la arena cedía y se deslizaba bajo las botas. El ruido terminó con un crujido, y un hombre cayó de rodillas con un suspiro ahogado. Su mano se abrió para liberar la empuñadura y se derrumbó sobre la arena, que quedó enrojecida por la sangre. Con un último esfuerzo, buscó en su cinturón y sacó algo que trató de llevarse a la boca, pero se quedó rígido e inmóvil.
El vencedor se inclinó y le arrancó sin piedad el objeto que aferraba desesperado.
Zarono y Valenso estaban en la playa, observando los restos que sus hombres trataban de salvar: vergas, trozos de mástil, tablones rotos. La tormenta había lanzado el barco con tal salvajismo contra los acantilados que no había quedado prácticamente nada de utilidad. Un poco más atrás estaba Belesa, que atendía a su conversación protegiendo a Tina con un brazo. Estaba pálida y apática, rendida a lo que el destino le tuviera reservado. Oía lo que decían los hombres, pero sin mucho interés. Se sentía aplastada por la seguridad de que no era más que un peón en una partida que dependía del capricho de otros, ya fuera para ser arrastrada a una costa desolada o para regresar a una tierra civilizada.
Zarono maldijo, pero Valenso parecía confuso.
—En esta época del año nunca llegan tormentas del oeste —musitaba, observando incrédulo a los hombres que arrastraban los restos hasta la playa—. No fue el azar lo que trajo la tempestad de las profundidades para destruir el barco con el que pretendíamos escapar. ¿Escapar? Estoy atrapado como una rata en una trampa. Todos estamos atrapados.
—No sé de qué hablas —gruñó Zarono, tirando violentamente de su bigote—. He sido incapaz de comprender nada de lo que decís desde que esa puta os nubló el seso anoche con la historia del hombre negro llegado del mar. Pero sé que no pasaré mi vida en esta maldita costa. Diez de mis hombres se fueron al infierno en ese barco, pero me quedan ciento sesenta. Vos tenéis un centenar, y herramientas en el fuerte y árboles de sobra. Construiremos una nave. En cuanto los marineros terminen de recuperar lo que dejen las olas los pondré a talar.
—Tardarán meses —musitó Valenso.
—¿Y hay algún modo mejor de emplear el tiempo? Estamos aquí, y salvo que construyamos un barco nunca lograremos salir. Tendremos que preparar un aserradero, pero nunca he visto nada que se me resista mucho tiempo. ¡Espero que la tormenta haya hundido a ese perro de Strombanni! Mientras los hombres trabajan, buscaremos el viejo botín de Tranicos.
—Nunca terminaremos ese barco —dijo Valenso sombrío.
Zarono se volvió hacia él, iracundo.
—¿Queréis hablar con sentido? ¿Quién es ese maldito hombre negro?
—Maldito, ciertamente —respondió el conde, mirando al mar—. Una sombra de mi sangriento pasado, que se alza para arrastrarme al infierno. Por él huí de Zíngara, esperando que perdiera mi rastro en el gran océano. Debería haber sabido que terminaría olfateándome.
—Si es cierto que ha llegado a la orilla, debe ocultarse en los bosques —dijo Zarono—. Lo batiremos y daremos con él.
Valenso rio secamente.
—Busca mejor una sombra que pase frente a la luna, o trata de capturar a una víbora en la oscuridad. O mejor, sigue a la bruma que huye de la ciénaga a medianoche.
Zarono le miró incierto, dudando claramente de su cordura.
—¿Quién es ese hombre? Terminad con vuestra ambigüedad.
—Es la sombra de mi propia crueldad y ambición, un horror surgido de edades perdidas; no es un hombre de carne y sangre común, sino un…
—¡Barco a la vista! —gritó el vigía en el cabo norte.
Zarono se volvió, y su voz cortó el viento.
—¿Lo conoces?
—¡Sí! —fue la débil respuesta—. ¡Es el Mano Roja!
Zarono maldijo como un poseso.
—¡Strombanni! ¡Los diablos se ocupan de los suyos! ¿Cómo ha podido sobrevivir a la tormenta? —La voz del bucanero se alzó como un grito que recorrió toda la costa—. ¡Volved al fuerte, perros!
Antes de que el maltrecho Mano Roja doblara el cabo, la playa ya estaba desierta y la empalizada estaba llena de cascos relucientes y cabezas con pañuelos. Los bucaneros aceptaron la alianza con la facilidad de los aventureros, y los hombres del conde con la apatía de los siervos.
Zarono apretó los dientes cuando el bote se acercó lentamente hasta la playa y vio la cabeza morena de su rival en la proa. Strombanni llegó hasta la orilla y se dirigió solo hacia el fuerte.
A una cierta distancia, se detuvo y lanzó un grito de toro que atravesó fácilmente el cielo de la mañana.
—¡Ha del fuerte, quiero parlamentar!
—¿Y qué demonios te lo impide? —gruñó Zarono.
—¡La última vez que me acerqué con una bandera de tregua, una flecha se estrelló contra mi armadura! —rugió el pirata.
—La buscaste —respondió Valenso—. Te advertí justamente de que te alejaras de nosotros.
—¡Quiero una promesa de que no volverá a suceder!
—¡Tienes mi promesa! —dijo Zarono con una sonrisa cínica.
—¡Me río de tu promesa, perro zingarano! ¡Quiero la palabra de Valenso!
Al conde aún le quedaba dignidad. Su voz tenía un tono autoritario.
—¡Avanza, pero mantén alejados a tus hombres! No te dispararemos.
—Eso me basta —respondió inmediatamente Strombanni—. Los Korzetta tendrán sus pecados, pero se puede confiar en su palabra.
Se acercó a grandes zancadas y se detuvo bajo la puerta, riendo al ver al sombrío Zarono sobre él, con el rostro torcido por el odio.
—Saludos, Zarono —le provocó—. ¡Eres un barco más bajo que la última vez que te vi! Los zingaranos nunca habéis sido verdaderos marineros.
—¿Cómo lograste salvar tu barco, escoria infecta? —gruñó el bucanero.
—Hay una cala algunos kilómetros al norte protegida por un brazo de tierra elevado que rompió la fuerza del temporal. Estaba anclado detrás. Las anclas se desplazaron, pero no me arrastraron hasta la costa.
Zarono frunció el ceño y Valenso no dijo nada. El conde no sabía de aquella cala, ya que no había explorado mucho sus dominios. El miedo a los pictos, la falta de curiosidad y la necesidad de ocupar a su gente en el trabajo le habían hecho mantenerse cerca del fuerte.
—He venido para hacer un trato —dijo Strombanni.
—No tenemos nada que intercambiar con vosotros, salvo golpes de espada —replicó Zarono.
—Yo lo veo de un modo diferente —sonrió Strombanni—. Mostraste tus intenciones cuando asesinaste a Galacus, mi primer oficial, y le robaste. Hasta esta mañana había supuesto que Valenso tenía el tesoro de Tranicos, pero si cualquiera de los dos lo tuviera, no os hubierais tomado la molestia de seguirme y matar a mi oficial para conseguir el mapa.
—¿El mapa? —saltó Zarono, tensándose.
—¡Ah, no juegues conmigo! —rio el pirata, aunque con los ojos azules llenos de furia—. Sé que lo tienes. ¡Los pictos no calzan botas!
—Pero… —empezó el conde, perplejo. Zarono le dio un codazo y guardó silencio.
—Y si tenemos el mapa —dijo—, ¿qué puedes darnos que nos interese?
Robert E. Howard
—Dejadme entrar en el fuerte —sugirió Strombanni—; ahí podemos hablar.
No llegó a mirar a los hombres que le observaban desde la muralla, pero sus interlocutores comprendían. Strombanni tenía un barco, y eso tendría su importancia en cualquier trato o batalla. Sin embargo, independientemente de quién lo dirigiera, no podía llevarlos a todos. Quien fuera a marcharse de allí dejaría atrás a algunos. Una oleada de tensión recorrió toda la empalizada.
—Tus hombres se quedarán donde están —advirtió Zarono, señalando el bote en la playa y el barco fondeado en la bahía.
—Así sea. ¡Pero ni penséis en capturarme y usarme como rehén! —sonrió sombrío—. Quiero la palabra de Valenso de que se me permitirá salir del fuerte sano y salvo dentro de una hora, alcancemos o no un acuerdo.
—Tienes mi juramento —respondió el conde.
—Muy bien, pues. Abrid la puerta y hablemos tranquilamente. —Los portones se abrieron y cerraron, y los líderes desaparecieron de la vista. Los hombres de ambos bandos volvieron a su mutua vigilancia silenciosa: los de la empalizada, los que aguardaban en su bote con un gran tramo de arena entre ellos y, más allá, la carraca con los sables de acero brillando en la borda.
En la amplia escalera sobre el gran salón, Belesa y Tina esperaban acuclilladas, ignoradas por los hombres de abajo, sentados en la mesa: Valenso, Galbro, Zarono y Strombanni. Salvo por ellos, el lugar estaba vacío.
Strombanni bebió su vino y depositó la copa vacía sobre la mesa. La franqueza sugerida por su semblante falso era traicionada por las luces crueles y la traición que brillaban en sus ojos, pero hablaba con la suficiente claridad.
—Todos queremos el tesoro que el viejo Tranicos ocultó cerca de esta bahía —dijo—. Cada uno tiene algo que el otro necesita. Valenso dispone de trabajadores, suministros y una empalizada para protegernos de los pictos. Tú, Zarono, tienes mi mapa. Yo tengo un barco.
—Lo que me gustaría saber —remarcó Zarono— es esto: si todos estos años tuviste el mapa, ¿por qué no viniste antes a por el botín?
—No lo tenía. Fue ese perro, Zingelito, quien acuchilló al pobre viejo en la oscuridad y robó el mapa, pero no disponía ni de barco ni de tripulación, y tardó más de un año en lograrlos. Cuando vino a por el tesoro los pictos impidieron su desembarco, y sus hombres se amotinaron y le obligaron a regresar a Zíngara. Uno de ellos le robó el mapa, que recientemente llegó a mis manos.
—Por eso Zingelito reconoció la bahía —susurró Valenso.
—¿Os llevó ese perro hasta aquí, conde? —preguntó Strombanni—. Debería haberlo sospechado. ¿Dónde está?
—Sin duda alguna en el Infierno, pues en su día fue un bucanero. Los pictos lo mataron, evidentemente mientras buscaba el tesoro en el bosque.
—¡Bien! —aprobó entusiasmado Strombanni—. Y ahora, no sé cómo sabías que mi primer oficial tenía el mapa. Confiaba en él, y los hombres más que en mí mismo, de modo que dejé que se lo quedara. Pero esta mañana fue tierra adentro con algunos de los otros y se separó de ellos. Lo encontramos muerto cerca de la playa, y el mapa había desaparecido. Los marinos estaban dispuestos a acusarme, pero mostré a esos estúpidos las huellas dejadas por su asesino y les demostré que mis pies eran mucho menores. También sabía que no se trataba de alguien de la tripulación, ya que ninguno llevaba botas que pudieran dejar ese tipo de huellas… y los pictos van descalzos. Tenía que ser un zingarano. Tenéis el mapa, pero no el tesoro. Si así fuera, no me hubierais dejado entrar. Os tengo aquí atrapados. No podéis salir a por el botín, y aunque lo lograrais no tendríais barco para escapar. Ésta es mi propuesta: Zarono, dame el mapa, y Valenso, dadme carne fresca y otros suministros. Mis hombres están cansados de la larga travesía. A cambio os llevaré a los tres, a Dama Belesa y a la chica, y os dejaré cerca de un puerto zingarano, o dejaré a Zarono en algún punto de encuentro de los bucaneros si así lo prefiere, ya que en Zíngara le aguarda la horca. Y, para cerrar el trato, os daré a cada uno una generosa parte del botín.
El bucanero se atusó meditabundo el bigote. Sabía que Strombanni no cumpliría ese pacto, si es que llegaba a cerrarse, y Zarono no tenía la menor intención de aceptar. Sin embargo, negarse de forma clara significaría llevar el asunto a las armas. Trató de dar con un astuto plan que le permitiera engañar al pirata, ya que codiciaba tanto el barco de Strombanni como el tesoro perdido.
—¿Qué nos impide mantenerte cautivo y obligar a tus hombres a darnos el barco a cambio de tu vida? —preguntó.
Strombanni rio.
—¿Me crees un idiota? Mis hombres tienen órdenes de levar anclas y marcharse si no aparezco dentro de una hora, o si sospechan de alguna traición. Nos os darían el barco aunque me desollarais vivo en la playa. Además, tengo la palabra del conde.
—Mi juramento no es una hoja al viento —dijo Valenso sombrío—. Termina con las amenazas, Zarono.
El bucanero no respondió. Su mente estaba totalmente absorta en los problemas de hacerse con la nave de Strombanni y de seguir negociando sin que se supiera que no tenía el mapa. Se preguntó, en nombre de Mitra, quién se había hecho con él.
—Déjame llevarme a mis hombres conmigo cuando nos vayamos —dijo—. No puedo abandonar a mis fieles seguidores.
Strombanni bufó despectivo.
—¿Por qué no me pides que me abra las tripas con la espada? Abandonar a tus fieles… ¡Bah! Venderías a tu hermano al Diablo si tuvieras algo que ganar. ¡No! No subirás a bordo a tus marineros para darte la ocasión de amotinarlos y hacerte con mi barco.
—Danos un día para pensarlo —urgió Zarono, tratando de conseguir algo de tiempo.
Strombanni descargó su gran puño sobe la mesa, haciendo que el vino bailara en las copas.
—¡No, por Mitra! ¡Quiero una respuesta ahora!
Zarono estaba en pie, y su furia negra había acallado su elegancia.
—¡Perro baracano! ¡Te daré una respuesta… con sangre!
Apartó a un lado la capa y tomó la empuñadura de la espada. Strombanni se puso en pie con un rugido, lanzando su silla hacia atrás. Valenso también se incorporó, extendiendo los brazos entre ellos cuando se enfrentaron a través de la mesa, con los dientes apretados, las espadas medio desenvainadas y el rostro torcido.
—¡Terminen, caballeros! Zarono, tiene mi juramento…
—¡Ese perro maldito se burla de vuestro juramento! —gruñó el bucanero.
—Alejaos, mi señor —respondió el pirata, con la voz sedienta de sangre—. Vuestra palabra era que no se me trataría de forma traicionera, y que este perro y yo crucemos las espadas en igualdad no se puede considerar violación alguna.
—¡Bien dicho, Strom! —añadió una voz profunda y poderosa a su espalda, vibrante y al parecer satisfecha con la situación. Todos se volvieron boquiabiertos. Escaleras arriba, Belesa no pudo reprimir una exclamación involuntaria.
Un hombre surgió de los tapices que ocultaban la puerta y avanzó hacia la mesa sin titubeos. Dominó al grupo inmediatamente, y todos pudieron sentir cómo la situación se cargaba instantáneamente con una nueva atmósfera.
El extraño era más alto y poderoso que cualquiera de los dos marinos, pero a pesar de su tamaño se movía con una precisión felina. Llevaba unas botas altas y sus muslos estaban cubiertos con unas polainas ajustadas de seda blanca. El jubón de color azul estaba abierto para revelar una camisa blanca de cuello abierto y una faja roja que rodeaba su cintura. El abrigo estaba adornado con botones de plata en forma de almendra, con vueltas doradas y un collar de raso. Un sombreo emplumado completaba un vestuario que había pasado de moda hacía unos cien años. De la cintura colgaba un gran sable de abordaje.
—¡Conan! —gritaron los dos marinos al unísono, mientras Valenso y Galbro recuperaban el aliento.
—¿Quién si no? —El gigante se acercó a la mesa, riendo ante su asombro.
—¿Qué… qué haces aquí? —tartamudeó el senescal—. ¿Cómo has podido entrar, sin ser invitado ni detectado?
—Escalé la empalizada por el este mientras vuestros idiotas discutían en las puertas —respondió Conan, hablando el zingarano con un acento tosco—. Todos los hombres del fuerte tenían la mirada puesta en el oeste. Entré en la casa mientras dejabais pasar a Strombanni por la puerta. Desde entonces he estado en esa cámara, escuchando.
—Te creía muerto —dijo lentamente Zarono—. Hace tres años, el casco roto de tu nave fue visto en unos arrecifes, y no se volvió a oír de ti.
—No me ahogué con mi tripulación —respondió Conan—. Para eso hace falta un océano mucho mayor. Nadé hasta la costa y trabajé como mercenario entre los reinos negros, y desde entonces he sido soldado del rey de Aquilonia. Podrías decir que me he hecho respetable —sonrió lupino—, o al menos hasta que tuve unas recientes diferencias con los detestables numedidas. Y ahora, a los negocios, camaradas ladrones.
En las escaleras, Tina se aferraba emocionada a Belesa, mirando por la balaustrada para no perderse un detalle.
—¡Conan! ¡Mi señora, es Conan! ¡Mirad, oh, mirad!
Belesa estaba observando como si tuviera delante a un personaje legendario encarnado. ¿Quién que viviera en el mar no había oído los salvajes y sangrientos relatos de Conan, el bárbaro que había sido capitán de los piratas baracanos, y uno de los mayores azotes del mar? Numerosas baladas celebraban sus feroces y audaces hazañas, y era un hombre al que no era posible resistirse. Había aparecido imparable en escena, convirtiéndose en un nuevo elemento dominante en aquella enredada trama. Y, entre esta fascinación aterrada, los instintos femeninos de Belesa también le hacían preguntarse cuál sería la actitud de Conan hacia ella. ¿Mostraría la brutal indiferencia de Strombanni, o el violento deseo de Zarono?
Valenso se estaba recuperando de la sorpresa de encontrarse a un extraño en su salón. Sabía que Conan era un cimmerio, nacido y criado en los páramos del norte, y que por tanto no se regía por las limitaciones físicas de los hombres civilizados. No era tan extraño que hubiera logrado entrar sin ser detectado, pero se encogió ante la idea de que otros bárbaros pudieran duplicar la hazaña: los oscuros y silenciosos pictos, por ejemplo.
—¿Qué haces aquí? —exigió—. ¿Vienes del mar?
—Vengo de los bosques —respondió el cimmerio, apuntando con la cabeza hacia el este.
—¿Has estado viviendo con los pictos? —preguntó fríamente el conde.
Un repentino ataque de furia apareció en los ojos del gigante.
—Hasta un zingarano debería saber que nunca ha habido paz entre los pictos y los cimmerios, y que nunca la habrá —dijo como un juramento—. Nuestra lucha contra ellos es más antigua que el mundo. Si hubieras hablado así a mis hermanos más salvajes, te hubieran arrancado la cabeza. Pero he vivido lo suficiente entre los hombres civilizados como para comprender vuestra ignorancia y la falta de cortesía habitual, la grosería que te hace interrogar a un hombre que aparece en tu puerta después de recorrer miles de kilómetros de bosques. No importa. —Se volvió hacia los marinos, que le observaban atentos—. Por lo que he oído, parece existir disensión acerca de un mapa.
—Eso no es asunto tuyo —gruñó Strombanni.
—¿Y esto? —dijo sonriendo mientras sacaba de un bolsillo un pergamino marcado con líneas rojas.
El pirata se tensó inmediatamente, palideciendo.
—¡Mi mapa! —gritó—. ¿Dónde lo has conseguido?
—De tu primer oficial Galacus, cuando lo maté —respondió Conan con siniestro regocijo.
—¡Perro! —gritó Strombanni volviéndose hacia Zarono—. ¡Nunca tuviste el mapa! ¡Mentiste!
—Nunca dije que lo tuviera —se rio Zarono—. Te engañaste solo, pero no seas estúpido. Conan está solo. Si tuviera una tripulación ya nos hubiera cortado la cabeza. Le arrebataremos el mapa.
—¡Nunca lo tocaréis! —rio feroz el bárbaro.
Los dos hombres saltaron hacia él, maldiciendo. Dando un paso atrás, el bárbaro hizo del mapa una bola y lo arrojó a los carbones encendidos de la chimenea. Con un grito incoherente, Strombanni pasó junto a él para intentar salvar el pergamino, pero recibió un golpe bajo la oreja que lo dejó apenas consciente en el suelo. Zarono atacó con la espada, pero antes de que pudiera acertar, el sable de Conan ya se lo había arrancado de las manos.
El bucanero se retiró hacia la mesa, maldiciendo con la mirada. Strombanni se puso en pie como pudo, con los ojos vidriosos y la sangre manando de la oreja. El bárbaro se inclinó ligeramente, rozando con su acero extendido el pecho del conde Valenso.
—No llames a tus soldados, conde —dijo—. ¡No quiero oírte decir una sola palabra, ni a ti, cara de perro! —dijo dirigiéndose a Galbro, que no mostraba intención alguna de enfrentarse a su ira—. El mapa no es más que cenizas, y no tiene sentido derramar sangre. Sentaos todos.
Strombanni titubeó e hizo un movimiento hacia la empuñadura de la espada, pero al final se encogió de hombros y se sentó sombrío en una silla. Conan permaneció en pie mientras sus enemigos le observaban, con la mirada llena de un odio amargo.
—Estabais negociando —dijo—. Eso es todo lo que he venido a hacer.
—¿Y qué tienes para negociar? —se burló Zarono.
—Solo el tesoro de Tranicos.
—¿Qué? —Los cuatro hombres se pusieron en pie, inclinándose hacia él.
—¡Sentaos! —rugió Conan, golpeando la mesa con la espada.
Todos obedecieron, tensos y blancos por la expectación. El bárbaro sonreía ante la reacción a sus palabras, y continuó.
—¡Sí! Encontré el tesoro antes de dar con el mapa, por eso lo quemé. No lo necesito, y nadie lo hallará jamás, a no ser que yo le muestre dónde está.
Todos le miraban con ojos asesinos.
—Estás mintiendo —dijo Zarono sin convicción—. Ya nos has mentido una vez. Dijiste que habías llegado de los bosques, pero aseguras no haber vivido con los pictos. Todos saben que esta tierra es indomable, y que en ella solo habitan los salvajes. El asentamiento civilizado más cercano es el de Aquilonia, en el Río Trueno, a cientos de kilómetros al este.
—De ahí vengo —respondió Conan imperturbable—. Creo que soy el primer hombre blanco que cruza las Tierras Pictas. Cuando huí desde Aquilonia me topé con una banda y acabé con uno de ellos, pero la piedra de una honda me dejó sin sentido y esos perros me capturaron vivo. Eran hombres del Lobo, y me entregaron al clan del Águila a cambio de un jefe capturado. Las Águilas me llevaron más de ciento cincuenta kilómetros hacia el oeste para quemarme en su aldea, pero una noche acabé con su jefe guerrero y otros tres o cuatro, y escapé. No podía regresar, ya que los tenía detrás y no dejaban de empujarme hacia poniente. Hace unos días me deshice de ellos y, por Crom, ¡el lugar en el que me refugié resultó ser el escondite del tesoro de Tranicos! Lo encontré todo: cofres con ropas y armas, que es donde conseguí todo lo que llevo, grandes cantidades de monedas, gemas, adornos de oro y, sobre todo, las joyas de Tothmekri, que brillan como la luz de las estrellas. También vi al viejo Tranicos y a sus once capitanes, sentados alrededor de una mesa de caoba contemplando su tesoro… ¡desde hace más de cien años!
—¿Qué?
—¡Sí! —rio—. ¡Tranicos murió rodeado por su tesoro, y todos con él! ¡Sus cuerpos no se han descompuesto, sino que se sientan allí con sus botas altas, sus jubones y sus sombreros, con los vasos de vino en la mano, igual que estaban hace ya un siglo!
—¡Eso es una tontería! —dijo Strombanni inquieto. Zarono rugió.
—¿Y qué importa? Ese es el tesoro que buscamos. Sigue, Conan.
El bárbaro se sentó, llenó una copa y la apuró antes de responder.
—¡El primer vino que bebo desde que dejé Aquilonia, por Crom! Esas malditas Águilas me acosaban tan insistentemente en el bosque que apenas tenía tiempo de comer nueces y raíces. A veces capturaba ranas y me las comía crudas, porque no me atrevía a encender un fuego.
Los hombres, impacientes, le informaron de que no estaban muy interesados en las aventuras alimenticias anteriores al descubrimiento del tesoro.
Él sonrió insolente y prosiguió.
—Bien, pues tras encontrar el tesoro me tumbé y descansé durante unos días, preparando trampas para capturar conejos y curar mis heridas. Vi humo en el cielo al oeste, pero pensé que sería alguna aldea picta en la playa. Me mantuve escondido, pero parece que el tesoro está oculto en un lugar al que los pictos temen. Si alguno me espió, no se mostró. Anoche me dirigí hacia el oeste, tratando de llegar a la playa varios kilómetros al norte del lugar donde había visto el humo. No estaba muy lejos de la costa cuando llegó la tormenta. Me refugié en unas rocas y esperé hasta que amainó. Fue entonces cuando subí a un árbol para detectar a los pictos, y desde ahí vi la carraca de Strom anclada, y a sus hombres acercándose. Me dirigía hacia su campamento en la playa cuando me encontré con Galacus. Lo atravesé con la espada, pues teníamos viejas deudas que saldar.
—¿Qué te había hecho? —preguntó Strombanni.
—Oh, me robó a una mujer hace años. No sabría del mapa si no hubiera intentado comérselo al morir. Lo reconocí por lo que era, por supuesto, y estaba pensando qué uso darle cuando tus perros encontraron su cuerpo. Yo estaba escondido a escasos metros de ti, en unos matorrales, mientras discutías con tus hombres del asunto. ¡Pensé que aún no era el momento de mostrarme! —rio al tiempo que el rostro de Strombanni comenzaba a torcerse—. Mientras esperaba allí agazapado comprendí la situación y aprendí, por las cosas que dejaste caer, que Zarono y Valenso estaban a pocos kilómetros al sur. Así que cuando te oí acusar a Zarono de haber matado a Galacus y de robar el mapa, diciendo que querías parlamentar con él para matarlo y recuperarlo…
—¡Perro! —saltó Zarono.
Aunque estaba pálido, Strombanni rio sin humor.
—¿Crees que trataría con un zorro traicionero como tú? Sigue, Conan.
El cimmerio sonrió. Era evidente que estaba azuzando deliberadamente el odio entre los dos.
—No hay mucho más. Vine directamente desde los bosques mientras tú recorrías la costa, y entré en el fuerte antes que tú. Tu suposición de que la tormenta habría destruido el barco de Zarono era correcta, pero conocías bien la bahía. Esa es la historia. Yo tengo el tesoro, Strom el barco y Valenso los suministros. Por Crom, Zarono, no veo dónde encajas en todo esto, pero para evitar discordias te incluiré. Mi propuesta es muy sencilla. Dividiremos el tesoro en cuatro partes. Strom y yo nos marcharemos con la nuestra a bordo del Mano Roja. Valenso y tú os quedaréis con la vuestra y seréis señores de las tierras salvajes, o construiréis un barco con la madera del bosque, como deseéis.
Valenso bufó y Zarono maldijo, pero Strombanni mostraba una sonrisa tranquila.
—¿Eres lo bastante estúpido como para subir solo a bordo del Mano Roja con Strombanni? —dijo Zarono—. ¡Te cortará la garganta antes de que os alejéis de la costa!
Conan rio con genuino humor.
—Es como el problema del lobo, la oveja y la col —admitió—. ¡Cómo lograr que crucen el río sin que se devoren unos a otros!
—¡Y eso despierta tu sentido cimmerio del humor! —protestó Zarono.
—¡No pienso permanecer aquí! —gritó Valenso, con un brillo salvaje en los ojos—. ¡Con tesoro o sin él, debo marcharme!
Conan le miró inquisitivo.
—Muy bien —dijo—. ¿Y este plan, entonces? Dividimos el tesoro como he sugerido y Strombanni se marcha con Zarono, Valenso y tantos miembros de su séquito como pueda tomar, dejándome el control del fuerte y al resto de los hombres de Valenso, y a todos los de Zarono. Construiré mi propio barco.
El bucanero palideció.
—¿Tengo que elegir entre permanecer aquí, en el exilio, o abandonar a mi tripulación y partir solo en el Mano Roja para que me corten la cabeza?
La risa de Conan resonó en el salón y golpeó jovial a Zarono en la espalda, ignorando la mirada asesina del bucanero.
—¡Eso es! —dijo—. Te quedas aquí mientras Strom y yo nos marchamos, o te vas con Strombanni y dejas a tus hombres conmigo.
—Prefiero a Zarono —respondió el pirata con franqueza—. Tú volverías a mis hombres contra mí, Conan, y me cortarías la garganta antes de darme cuenta.
El sudor caía por el rostro pálido de Zarono.
—Ni yo, ni el conde ni su sobrina llegaremos vivos a tierra si embarcamos con ese diablo —dijo—. En este salón estáis en mi poder. Mis hombres os tienen rodeados. ¿Qué me impide acabar con vosotros?
—Nada —admitió sonriente Conan—, salvo el hecho de que, en ese caso, los marinos de Strombanni se marcharán y te dejarán varado en la costa, donde los pictos os matarán a todos; además, si yo muriese nunca encontrarías el tesoro. Y no olvidemos que te abriría en dos la cabeza hasta el cuello si se te ocurriera llamar a tus hombres…
El bárbaro reía como si bromeara, pero hasta Belesa sintió que era totalmente sincero. Tenía la espada desenvainada en las rodillas, y la de Zarono estaba bajo la mesa, fuera de su alcance. Galbro no era un hombre de armas y Valenso parecía incapaz de actuar o decidir nada.
—¡Sí! —dijo Strombanni como un juramento—. Descubrirías que ninguno de los dos somos presa fácil. Estoy de acuerdo con la propuesta de Conan. ¿Qué decís, Valenso?
—¡Debo abandonar esta costa! —susurró el conde con la mirada perdida—. Debo darme prisa… debo… alejarme, ¡rápido!
Strombanni frunció el ceño, extrañado por el comportamiento de su anfitrión, y se volvió hacia su rival con una sonrisa perversa.
—¿Y tú, Zarono?
—¿Qué puedo decir? Déjame subir a bordo del Mano Roja a mis tres oficiales y a cuarenta hombres y acepto.
—¡Los oficiales y treinta hombres!
—Muy bien.
—¡Hecho!
No hubo apretón de manos o brindis ceremonial para sellar el pacto. Los dos capitanes se miraban como lobos hambrientos. El conde se atusaba el bigote con mano temblorosa, perdido en sus pensamientos, y Conan se estiró como un gran felino, bebió vino y sonrió a la asamblea, pero como lo haría un tigre al acecho.
Belesa sintió los propósitos siniestros que reinaban abajo, la intención traicionera que dominaba la mente de todos aquellos hombres. Ninguno pretendía cumplir con su parte del trato, con la posible excepción de Valenso. Los piratas planeaban quedarse con el barco y con todo el tesoro, y ninguno se conformaría con menos.
Pero ¿cómo? ¿Qué pasaba por cada una de aquellas mentes manipuladoras? Belesa se sintió oprimida y paralizada por la atmósfera de odio y traición. El cimmerio, a pesar de su feroz franqueza, no era menos sutil que los otros, y era incluso más peligroso. Su dominio de la situación no era meramente físico, aunque sus gigantescos hombros y sus enormes miembros parecían demasiado grandes, incluso para el gran salón. Irradiaba una vitalidad de hierro que hacía palidecer incluso el vigor de los filibusteros.
—¡Llévanos hasta el tesoro! —exigió Zarono.
—Esperad un poco —respondió Conan—. Debemos equilibrar nuestro poder, de modo que nadie pueda aprovecharse de los demás. Lo haremos así: los hombres de Strombanni desembarcarán, todos salvo seis, y acamparán en la playa. Los de Zarono saldrán del fuerte y también acamparán en la costa, a la vista de los otros. Así cada tripulación podrá vigilar a la otra, asegurándose de que nadie nos siga cuando partamos a por el tesoro, o de que no sufrimos emboscadas. Los que queden a bordo del Mano Roja sacarán el barco de la bahía y lo situarán lejos del alcance de todos. Los hombres de Valenso se quedarán en el fuerte, pero mantendrán las puertas abiertas. ¿Vendrás con nosotros, conde?
—¿Entrar en ese bosque? —dijo Valenso tiritando mientras se cubría con la capa—. ¡Ni por todo el oro de Tranicos!
—Muy bien. Necesitaremos unos treinta hombres para transportar el botín. Tomaremos quince de cada tripulación y comenzaremos en cuanto podamos.
Belesa, atenta a cada detalle del drama que se desarrollaba abajo, vio a Zarono y a Strombanni lanzarse miradas furtivas, bajando inmediatamente los ojos y alzando sus vasos para ocultar sus siniestras intenciones. Percibía la debilidad fatal del plan de Conan, y se preguntó cómo había podido pasarla por alto. Quizá fuera demasiado arrogante y estuviera convencido de su capacidad personal, pero sabía que nunca saldría con vida del bosque. Una vez tuvieran el tesoro a su alcance, los otros formarían una alianza que les permitiera librarse de aquel hombre al que odiaban. Tembló, mirando morbosa al bárbaro condenado. Era extraño ver a aquel poderoso guerrero allí sentado, riendo y bebiendo vino, sabiendo que había sido marcado para sufrir una muerte sangrienta.
Toda la situación estaba preñada de siniestros y terribles augurios. Zarono engañaría y mataría a Strombanni si podía, y era consciente de que Strombanni ya había determinado la muerte de Zarono y, sin duda, la de su tío y la de ella misma. Si el bucanero vencía en aquella batalla de cruel astucia sus vidas estaban a salvo… aunque, viéndolo sentado mordiéndose el bigote y mostrando claramente la maldad de su naturaleza, no podía decidir qué era peor, si él o la muerte.
—¿A qué distancia está? —exigió Strombanni.
—Si nos marchamos en una hora podemos estar de vuelta antes de medianoche —respondió Conan. Vació su copa, se incorporó, se ajustó el cinto y miró al conde—. Valenso —dijo—, ¿estás tan loco que matas a un picto que no lleva sus pinturas de caza?
—¿A qué te refieres?
—¿De verdad no sabes que tus hombres mataron anoche a un cazador picto en los bosques?
El conde negó con la cabeza.
—Anoche no había nadie de los míos afuera.
—Pues había alguien —gruñó el cimmerio, buscando en un bolsillo—. Vi una cabeza clavada en un árbol cerca del límite de la espesura. No llevaba las pinturas de guerra. No vi huellas de botas, por lo que supuse que había sido asesinado antes de la tormenta, aunque había muchas otras pruebas, como huellas de mocasines en el suelo húmedo. Los pictos han estado allí y han visto al cabeza. Debían ser hombres de otros clanes, pues de otro modo no la hubieran dejado ahí. Si resultan estar en paz con el clan del muerto, informarán a su tribu.
—Quizá lo mataran ellos —sugirió Valenso.
—No, no fue así, pero saben quién lo hizo, por el mismo motivo que yo lo sé. Esta cadena estaba atada alrededor del cuello seccionado. Debes haber estado realmente loco para firmar de este modo tu trabajo.
Sacó algo del bolsillo y lo arrojó a la mesa frente al conde, que se puso en pie mientras acercaba una mano a su garganta. Era el sello de oro que siempre llevaba encima.
—Reconocí el sello de Korzetta —dijo Conan—. La mera presencia de la cadena indicaría a cualquier picto que era obra de un extranjero.
Valenso no respondió. Estaba mirando la cadena como haría con una serpiente venenosa.
El bárbaro frunció el ceño y miró inquisitivo a los otros. Zarono hizo un rápido gesto para indicar que el conde no estaba bien de la cabeza, y el cimmerio envainó la espada y se puso el sombrero.
—Muy bien, vámonos —dijo.
Los capitanes apuraron sus copas y se levantaron, comprobando sus cinturones. Zarono puso una mano en el brazo de Valenso y lo agitó ligeramente. El conde miró a su alrededor sorprendido y siguió a los otros aturdido, con la cadena colgando de sus dedos. Pero no todos dejaron el salón.
Olvidadas en la escalera, Belesa y Tina, que miraban entre los balaustres, vieron a Galbro quedarse un poco atrás, aguardando hasta que la pesada puerta se cerró tras ellos. Entonces corrió a la chimenea y revisó cuidadosamente los rescoldos. Se arrodilló y miró fijamente algo durante un largo tiempo antes de incorporarse y, con aire furtivo, salir del salón por otra puerta.
—¿Qué encontró Galbro en la chimenea? —susurró Tina.
Belesa sacudió la cabeza. Después, obedeciendo a su curiosidad, se levantó y bajó hasta el salón vacío. Se arrodilló en el lugar en que lo había hecho el senescal y vio lo mismo que él.
Eran los restos calcinados del mapa que Conan había arrojado al fuego. Podían hacerse cenizas con solo tocarlos, pero aún se distinguían delgadas líneas y débiles inscripciones. No fue capaz de leer los mensajes, pero sí reconocer el contorno de lo que parecía el dibujo de una colina, rodeada por señales que eran evidentemente, densos árboles. No entendía nada, pero los actos de Galbro daban a entender que él sí lo había reconocido. Sabía que el senescal había explorado más tierra adentro que cualquier otro hombre del campamento.