Personajes

Lear: rey de Bretaña.

Goneril: hija mayor de Lear, duquesa de Albany. Esposa del duque de Albany.

Regan: segunda hija de Lear. Duquesa de Cornualles. Esposa del duque de Cornualles.

Cordelia: hija menor de Lear, princesa de Bretaña.

Cornualles: duque de Cornualles, esposo de Regan.

Albany: duque de Albany, esposo de Goneril.

Gloucester: conde de Gloucester, amigo del rey Lear.

Edgar: hijo mayor de Gloucester, heredero del condado.

Edmundo: hijo bastardo de Gloucester.

La anacoreta: mujer santa.

Kent: conde de Kent, amigo íntimo del rey Lear.

Bolsillo: un bufón.

Borgoña: duque de Borgoña, pretendiente de Cordelia. Francia: príncipe de Francia, pretendiente de Cordelia. Curan: capitán de la guardia de Lear. Babas: aprendiz de bufón.

Un fantasma: siempre hay un maldito fantasma.

Escenario

El escenario es una Bretaña más o menos mítica en el siglo XIII, con vestigios presentes de la antigua cultura de la Britania prerromana. Bretaña, de la que Lear es rey, comprende lo que hoy es Reino Unido: Inglaterra, Gales, Irlanda del Norte y Escocia. En general, y a menos que se especifique lo contrario, llueve.

Acto I

Cuando nacemos, lloramos por haber llegado a este gran escenario de locos.
Shakespeare,
El rey Lear, acto IV, escena VI

1

Siempre hay un maldito fantasma

–¡Gilipollas! – graznó el cuervo. Siempre hay un maldito cuervo.

–En mi modesta opinión, fue una tontería enseñarle a hablar -dijo el centinela.

–Yo soy tonto por contrato, escudero -respondí-. No sé si lo sabes, pero soy bufón. Bufón de la corte de Lear de Bretaña. Y lo de gilipollas te lo dice a ti.

–Piérdete -dijo el cuervo.

El escudero dio una lanzada al pajarraco negro, que abandonó el muro y emprendió el vuelo sobre el Támesis. Un barquero alzó la vista, nos vio en la torre y agitó la mano. Yo me subí al muro y le dediqué una reverencia.

–A su servicio, joder, gracias.

El escudero masculló algo y escupió al cuervo.

Siempre ha habido cuervos en la Torre Blanca. Hace mil años, antes de que Jorge II, el rey idiota de Mérica, destruyera el mundo, ya los había. Dice la leyenda que mientras haya cuervos en la Torre, Inglaterra seguirá siendo fuerte. Con todo, tal vez sí había sido un error enseñar a hablar a uno de ellos.

–¡El conde de Gloucester se acerca! – gritó el centinela de la muralla de poniente-. ¡Viene acompañado de su hijo Edgar y el bastardo Edmundo!

El escudero que seguía junto a mí esbozó una sonrisa burlona.

–Gloucester, ¿verdad? Pues no te olvides de representar ese trozo en el que tú haces de cabra y Babas hace de conde que te confunde por su esposa.

–Eso sería cruel -observé yo-. El conde acaba de enviudar.

–Pues bien que lo representaste la última vez que estuvo aquí, y ella todavía estaba caliente en la tumba.

–Bien, sí, eso fue un servicio que le hice…, trataba de que se olvidara un poco de su desgracia, ¿no?

–Y te salió muy bien, por cierto. ¡Qué balidos los tuyos! Parecía que el bueno de Babas te estuviera dando bien por detrás.

Me dije a mí mismo que, en cuanto se me presentara la ocasión, debía lograr que aquel centinela se precipitara muro abajo.

–He oído que quería asesinarte, pero que no pudo elevar tu caso al rey.

–Gloucester es noble, no le hace falta elevar ningún caso para asesinarme. Le basta con quererlo, y con tener espada.

–No lo veo probable -replicó el escudero-. Todo el mundo sabe que gozas de la protección de Lear.

Eso es cierto. Disfruto de cierta licencia.

–Por cierto, ¿has visto a Babas? Con Gloucester aquí, el rey nos pedirá que actuemos.

Mi aprendiz, Babas, era un chaval con la inteligencia de un buey y el tamaño de un caballo percherón.

–Estaba en la cocina cuando he comenzado la guardia -respondió el vasallo.

La cocina era un hervidero. El personal preparaba un banquete.

–¿Has visto a Babas? – le pregunté a Catador, que estaba sentado a una mesa y miraba con aprensión una rebanada de pan seco,[1] sobre la que aguardaba un filete de cerdo frío, la cena del rey. Se trataba de un joven delgado, enfermizo, escogido sin duda para desempeñar su oficio a causa de la debilidad de su complexión, y de su tendencia a caer muerto a la menor provocación. A mí me gustaba contarle mis tribulaciones, pues estaba seguro de que no llegarían lejos.

–¿A ti te parece que esto está envenenado?

–Es cerdo, muchacho. Delicioso. Cómetelo. La mitad de los hombres de Inglaterra se dejarían arrancar un testículo por poder zamparse el manjar, y eso que sólo es mediodía. A mí mismo está tentándome. – Moví la cabeza, le sonreí y agité un poco los cascabeles de mi gorro para darle ánimos. Fingí que le daba un bocado al cerdo-. Pero come tú antes, claro.

Un cuchillo se clavó en la mesa, junto a mi mano.

–¡Atrás, bufón! – dijo Burbuja, la jefa de cocina-. Ésta es la comida del rey, y si he de cortarte las pelotas para impedir que te la comas, lo haré.

–Mis pelotas son suyas, ya que me las pide, mi señora -declaré yo-. ¿Cómo las quiere, servidas sobre una rebanada de pan, o en un cuenco con nata, como los melocotones?

Burbuja carraspeó, desclavó el cuchillo de la mesa y regresó al banco de despiezar, donde se hallaba inmersa en la labor de destripar una trucha.

Con cada sacudida, su gran trasero se meneaba como una nube de tormenta bajo la falda.

–Eres un hombrecillo muy malo, Bolsillo -dijo Chillidos, esbozando una sonrisa tímida salpicada de pecas. Era la segunda de a bordo, una muchacha rolliza, pelirroja, de risa aguda y espíritu generoso por las noches. Catador y yo habíamos pasado muchas tardes agradables a aquella mesa, observándola cuando retorcía los pescuezos a los pollos.

Por cierto, yo me llamo Bolsillo. El nombre me lo puso la abadesa que me encontró a las puertas del convento cuando era recién nacido. Es verdad que no soy muy alto. Algunos dirían incluso que soy diminuto, aunque soy veloz como un gato, y la naturaleza me ha compensado con otros dones. Pero ¿malo?

–Creo que Babas se dirigía a los aposentos de la princesa -dijo Chillidos.

–Así es -corroboró Catador, adusto-. La señora mandó llamar a alguien para que le curara la melancolía.

–¿Y ha ido el imbécil? ¿Solo? El muchacho no está preparado. ¿Y si se equivoca, tropieza y cae sobre la princesa como una rueda de molino sobre una mariposa? ¿Estás seguro?

Burbuja dejó caer la trucha, ya sin tripas, en una cesta llena de resbaladizos copeces.[2]

–Y cantando «a cumplir con mi deber» que iba… Nosotros le hemos dicho que tú vendrías a buscarlo cuando hemos oído que venían la princesa Goneril y el duque de Albany.

–¿Viene Albany?

–¿Acaso no juró colgar tus entrañas de la lámpara? – preguntó Catador.

–No -le corrigió Chillidos-. Ese fue el duque de Cornualles. Lo que Albany quería era clavarle la cabeza en una lanza, creo. Era una lanza ¿no, Burbuja?

–Así es, clavarle la cabeza en una lanza. Ahora que lo pienso, qué gracioso, te parecerías al monigote que llevas ahí, pero en grande.

–Jones -dijo Catador, apuntando a mi báculo de juglar, Jones, que sí, es cierto, cuenta con una versión reducida de mi propio y atractivo rostro fijado en lo alto de un bastón macizo de nogal pulido. Jones habla por mí cuando mi propia lengua necesita exceder lo tolerable ante caballeros y nobles, pues su cabeza ya viene ensartada en una lanza por la ira de aburridos y malhumorados. Mis mejores habilidades se pierden con frecuencia a ojos del blanco de mis burlas.

–Sí, eso sería de lo más hilarante, Burbuja -imaginería irónica-, como que la encantadora Chillidos te pusiera a dar vueltas en un espetón, sobre el fuego, con una manzana en cada uno de tus orificios, para darte un poco de color, aunque me atrevería a decir que el castillo entero correría el peligro de arder por culpa del fuego que se prendería a toda la grasa que ibas a soltar, pero, hasta que eso sucediera, lo que nos íbamos a reír…

Esquivé una trucha lanzada con puntería, y sonreí a Burbuja por no haberme lanzado el cuchillo. Buena mujer, ella, a pesar de ser corpulenta e irascible.

–Bien, he de ir en busca de un gran necio baboso, si es que queremos preparar la diversión de esta noche.

Los aposentos de Cordelia se encontraban en la Torre de Septentrión, y el modo más rápido de llegar a ella era recorrer la muralla exterior por su parte alta. Cuando atravesaba la gran puerta fortificada, un escudero joven, de rostro picado, anunció:

–¡Salve, conde de Gloucester!

Más abajo, el noble, de barba cana, cruzaba el puente levadizo acompañado de su séquito.

–¡Salve, Edmundo, maldito bastardo! – grité yo desde lo alto de la muralla.

El vasallo me dio unos golpecitos en el hombro.

–Disculpad, mozalbete, pero según dicen, Edmundo es bastante sensible en lo que a su bastardía se refiere.

–Así es, escudero -dije yo-. No hace falta hurgar ni revolver mucho para verle el grano a ese necio, lo lleva bien visible en la cara. – Me asomé más al muro, y agité a mi Jones para que lo viera el bastardo, que trataba de quitarle el arco y una flecha a un caballero que montaba a su lado-. ¡Tú, villano espurio! – añadí-. ¡Cagarruta de carne apestosa expulsada del ano inmundo de una ramera con labio leporino!

El conde de Gloucester me dedicó una mirada torva al pasar bajo el rastrillo.[3]

–Ésa le ha ido directa al corazón -opinó el escudero.

–Demasiado dura, ¿te parece?

–Un poco.

–¡Lo siento! Con todo, el sombrero que lleváis es precioso, bastardo -admití, a modo de disculpa. Edgar y dos caballeros trataban de reducir al bastardo Edmundo, que seguía abajo. Yo abandoné lo alto de la muralla.

–No has visto a Babas, ¿verdad?

–En el gran salón, esta mañana -respondió el escudero-. Desde entonces, no.

Hasta lo alto de la fortificación llegó una llamada, que pasó de centinela en centinela hasta que oímos:

–¡El duque de Cornualles y la princesa Regan se aproximan por mediodía!

–¡Cojones en calzones!

Cornualles: avaricia destilada y villanía pura, congénita; degollaría a una monja por un cuarto de penique, y se quedaría con el dinero por pura diversión.

–No te preocupes, pequeñín, el rey mantendrá intacto tu pellejo.

–Así es, escudero, y si me llamas «pequeñín» en público, ese mismo rey te pondrá a montar guardia en el foso todo el invierno.

–Lo siento, señor juglar -se disculpó el escudero, agachándose para no parecer tan insultantemente alto-. He oído decir que la princesa Regan es toda una conejita en salsa, ¿eh?

Se agachó aun más para darme un codazo en las costillas, pues ahora resultaba que éramos los mejores amigos del mundo.

–Tú eres nuevo, ¿verdad?

–Llevo sólo dos meses de servicio.

–En ese caso, atiende mi consejo, joven escudero. Cuando te refieras a la hija mediana del rey, recalca que es muy blanca, pregúntate si es pía, pero a menos que quieras pasarte las guardias buscando la caja en la que han metido tu cabeza, reprime el impulso de subsanar tu ignorancia sobre sus partes pudendas.

–Eso no lo he entendido, señor.

–Que no hables de aquello de su fornicacidad, hijo mío. Cornualles ha arrancado los ojos de hombres que habían mirado a la princesa con apenas un chispazo de deseo.

–¡Qué desalmado! No lo sabía, señor. No diré nada.

–Y yo tampoco, buen escudero. Yo tampoco.

Así es cómo se sellan alianzas, se cimentan lealtades. Y cómo Bolsillo hace un amigo.

El muchacho tenía razón sobre Regan, claro. ¿Por qué no se me habrá ocurrido a mí llamarla «conejita en salsa», a mí, más que a ningún otro…? Bien, en tanto que artista debo admitir que sentí envidia ante aquella ocurrencia.

El salón privado del torreón de Cordelia se hallaba en lo alto de una escalera de caracol, iluminada sólo por las troneras en forma de cruz. Mientras subía por ella, oí unas risas.

–De modo que no valgo nada si no voy del brazo y no me acuesto en el lecho de cierto bufón con braguero -oí decir a Cordelia.

–Me habéis llamado vos -respondí, entrando en la estancia con el braguero en la mano.

Las damas de compañía ahogaron unas risitas. La joven lady Jane, que tiene trece años, gritó al verme, azorada, sin duda, por mi hombría evidente, o tal vez por el suave azote en el trasero que Jones le propinó.

–¡Bolsillo! – Cordelia, sentada, ocupaba el centro del corrillo de doncellas como si las recibiera en audiencia, con el pelo suelto, los rizos rubios que se descolgaban en cascada hasta su cintura, un sencillo vestido de lino, holgado, color espliego. Se puso en pie y se acercó a mí-. Nos honras con tu presencia, bufón. ¿Es que has oído rumores de que por aquí había animalitos a los que lastimar, o acaso esperabas volver a sorprenderme casualmente durante el baño?

Me llevé la mano al gorro, y los cascabeles tintinearon tímidamente.

–Me he perdido, mi señora.

–¿Una docena de veces?

–La orientación no es mi fuerte. Si deseáis un guía, iré a buscároslo, pero entonces no me reclaméis nada si triunfa vuestra melancolía y os arrojáis al arroyo, y vuestras adorables damas se congregan en derredor de vuestro cadáver hermoso y pálido. Que digan: «No se perdió en el mapa, pues confiaba en su guía, mas perdió su corazón por carecer de bufón.»

Las damas de compañía ahogaron un grito al unísono, como si les hubiera dado el pie. Yo las habría bendecido, si todavía me hablara con Dios.

–Salid, salid, damas -ordenó Cordelia-. Dejadme a solas con mi bufón, que debo inventarme un castigo para él.

Las damas obedecieron y abandonaron la estancia.

–¿Castigo? ¿Por qué?

–Aún no lo sé -dijo-, pero para cuando se me haya ocurrido alguno, estoy segura de que ya habrás pecado. – Vuestra seguridad me azora.

–Y a mí me azora tu humildad -replicó la princesa, que sonrió con una malicia excesiva para una doncella de tan corta edad. Nos llevamos menos de diez años (ignoro mi edad exacta), ella ha visto diecisiete primaveras, y en tanto que la más joven de las hijas del rey, siempre ha sido tratada como si igualara en fragilidad el cristal soplado. Mas a pesar de su dulzura, su ladrido asustaría a una comadreja loca.

–¿He de desvestirme para recibir mi castigo? – pregunté-. ¿Flagelación? ¿Felación? Sea lo que sea, soy vuestro sumiso penitente, mi señora.

–Nada de eso, Bolsillo. Necesito tu consejo, o al menos tu conmiseración. Mis hermanas vienen al castillo.

–Por desgracia, ya se encuentran en él.

–Ah, sí, es cierto. Albany y Cornualles quieren matarte. Qué mala suerte, ¿verdad? En cualquier caso, vienen al castillo, lo mismo que Gloucester y sus hijos. Dios santo, ellos también quieren matarte.

–Críticos implacables -comenté yo.

–Lo siento. Y otra docena de nobles también se ha congregado aquí, como el conde de Kent. Kent no quiere matarte. ¿O sí?

–No, que yo sepa. Pero es sólo la hora del almuerzo.

–Bien. ¿Y sabes por qué han venido todos?

–¿Para arrinconarme como a una rata en un barril?

–En los barriles no hay rincones, Bolsillo.

–Me parece demasiada molestia para matar a un bufón bajito, aunque de gran atractivo.

–No vienen por ti, estúpido. Vienen por mí.

–En ese caso, el esfuerzo para mataros debería ser todavía menor. ¿Cuántas personas hacen falta para retorcerte ese cuellito enclenque? Temo que Babas lo haga sin querer cualquier día de éstos. No lo habéis visto, ¿verdad?

–Va diciendo por ahí que esta mañana lo he echado. – Agitó la mano, furiosa, para regresar al tema que le interesaba-. ¡Padre quiere entregarme en matrimonio!

–Qué absurdo. ¿Quién iba a quereros?

La doncella se disgustó un poco, y sus ojos azules se riñeron de frío. Las comadrejas de toda Albión se estremecieron.

–Edgar de Gloucester siempre me ha querido, y el príncipe de Francia y el duque de Borgoña ya se encuentran aquí para prometerme.

–¿Para prometeros qué?

–¡Para prometerse!

–¿Prometerse qué?

–Para prometerse conmigo, para prometerse conmigo, estúpido. Los príncipes están aquí para casarse conmigo.

–¿Los dos? ¿Y Edgar?

Mi sorpresa iba en aumento. ¿Cordelia casada? ¿Alguno de ellos se la llevaría? ¡Era injusto! ¡Una mala pasada! ¡Un error! ¡Pero si ni siquiera me había visto desnudo!

–¿Y por qué iban a querer desposarse con vos? Pasar una noche con vos lo entiendo, claro. Todos se prometerían con vos para eso, con los ojos cerrados. Pero, para siempre, no lo creo.

–Bolsillo, te recuerdo que soy princesa, maldita sea.

–Precisamente por eso. ¿Para qué sirven las princesas? Como alimento de dragones y botín de los cazadores de recompensas…, mocosas malcriadas, moneda de cambio para obtener propiedades.

–No, no, querido bufón, olvidas que, en ocasiones, las princesas llegan a ser reinas.

–¡Ja, princesas! ¿Qué valéis vos si vuestro padre ha de atar doce condados a vuestro trasero para que esos bujarrones franceses se fijen en vos?

–Ah, sí. ¿Y qué vale un bufón? Mejor dicho, ¿qué vale el ayudante de un bufón, pues tú te limitas a sujetarle el barreño de las babas al otro, que lo es por naturaleza.[4] ¿Qué rescate se pide por un juglar, Bolsillo? ¿Un cubo de espumarajos calientes?

Me llevé la mano al pecho.

–Tocado hasta el fondo -dije entre suspiros. Me acerqué tambaleando hasta una silla-. Sangro, sufro y muero por la lanza de vuestras palabras.

Cordelia se acercó a mí.

-No es cierto.

–No avancéis más. Las manchas de sangre no se borrarán jamás de vuestro vestido de lino… Perduran como vuestra crueldad, como vuestra culpa…

–Bolsillo, ya basta.

–Me habéis matado, señora, estoy más que muerto. – Fingí ahogarme, me agité espasmódicamente y fui presa de estertores-. Que se diga siempre que este humilde bufón llevó la alegría a todos los que lo conocieron.

–Eso no lo dirá nadie.

–Callad, mi niña. Me debilito por momentos. No respiro. – Miré horrorizado la sangre imaginaria que teñía mis manos. Resbalé por la silla camino del suelo-. Pero quiero que sepáis que, a pesar de vuestra naturaleza maligna y vuestros pies enormes, monstruosos, siempre os he…

Y entonces morí. Morí con gran maestría, añadiría, con un estertor al final y todo, como si la mano helada de la muerte me hubiera agarrado por el rabo.

–¿Qué? ¿Siempre me habéis qué…?

Yo no respondí, estando, como estaba, muerto, y no poco fatigado tras tanto jadeo y tanta sangre. A decir verdad, mientras actuaba, sentí como si tuviera una flecha clavada en el corazón.

–No me estás ayudando nada -se quejó Cordelia.

El cuervo se posó sobre la muralla cuando yo regresaba al edificio principal en busca de Babas, no poco vejado por la noticia de los inminentes esponsales de Cordelia.

–¡Fantasma! – graznó el cuervo.

–Eso no te lo he enseñado yo.

–¡Al carajo! – replicó el cuervo.

–Eso sí, así me gusta.

–¡Fantasma!

–Piérdete, pajarraco.

Entonces, un viento frío me mordió el trasero, y en lo alto de la escalera, en el torreón que se alzaba frente a mí, vi un resplandor entre las sombras, como de seda iluminada por el sol…, aunque su forma no era del todo femenina. Y la aparición proclamó:

A las tres hijas ofenderá

y el rey, ¡ay, Dios!, bufón será.

–¿Rimas? – inquirí yo-. ¿Acechas sin embozo a plena luz del día vomitando crípticas rimas? Mal asunto y arte rastrero el de hacer de fantasma a mediodía. El pedo de cualquiera anuncia peores condenas, tartamudo don nadie.

–¡Fantasma! – gritó de nuevo el cuervo, y el fantasma desapareció.

Siempre hay un maldito fantasma.

2

«Ahora, dioses, poneos de parte de los

bastardos.»[5]

Encontré a Babas en los lavaderos, rematando una paja, lanzando grandes chorros de semilla de idiota contra las paredes, los suelos y el techo, riéndose, mientras María Pústulas le enseñaba las tetas desde el otro lado de la caldera humeante que contenía las camisas del rey.

–Guárdatelas, fulana, que tenemos un espectáculo que preparar.

–Sólo estaba divirtiéndolo un poco.

–Si lo que querías era hacer una obra de caridad podrías habértelo cepillado como Dios manda, y así no tendríamos que limpiar tanto.

–Eso sería pecado. Además, antes de meterme dentro un arma de semejante calibre, preferiría montar la alabarda del custodio.

Babas se vació del todo y se sentó en el suelo, con las piernas separadas, bufando como un gran fuelle babeante. Traté de ayudar al mastuerzo a guardarse la verga, pero ponerle el braguero sin contar con su firme entusiasmo era como tratar de encasquetarle un cubo a un toro en la cabeza, planteamiento que me pareció lo bastante cómico como para, tal vez, incluirlo en la actuación de esa noche, si no se nos ocurría nada más.

–Nada te impedía metértela en el canalillo y menearte un poco, María. Ya las tenías fuera, bien enjabonadas, y a cambio de un par de saltos y una sacudida, él te habría llevado los cubos de agua durante dos semanas.

–Eso ya lo hace. Y no quiero que se me acerque con esa cosa. Es un retrasado, y tiene demonios en la leche.

–¿Demonios? ¿Demonios? Ahí no hay demonios, puta. Huevecillos de ingenio, todos los que quieras, pero nada de demonios. Los que son bufones por los dones que la naturaleza les ha concedido, o están benditos o están malditos, y nunca son meros accidentes de ésta.

No se sabía cuándo, pero esa misma semana María Pústulas se había vuelto cristiana, a pesar de ser una furcia célebre. Uno ya no sabía con quién se las veía. La mitad del reino era cristiano, mientras que la otra mitad rendía culto a los viejos dioses de la Naturaleza, que siempre prometían más al caer la noche. El Dios cristiano, con su «día de descanso», gozaba de predicamento entre los campesinos cuando llegaba el domingo, pero hacia el jueves, cuando se presentaba la ocasión de beber y fornicar, la Naturaleza exhibía sus grandes variedades, separaba bien las piernas y sostenía una jarra de cerveza en cada mano. Y los conversos regresaban a los druidas en un abrir y cerrar de ojos. Conformaban una clara mayoría cuando se acercaban las jornadas de fiesta, de bailar, beber, desflorar a las vírgenes y compartir los frutos de la vendimia, pero durante las jornadas de sacrificio humano, durante los «días de quemar el bosque del rey», sólo los grillos merodeaban por Stonehenge, y los que antes cantaban olvidaban a la Madre Tierra en beneficio de la Madre Iglesia.

–Bonita -dijo Babas, tratando de recobrar el control de su herramienta. María había empezado a remover la colada, pero se había olvidado de subirse el corpiño. Mantener cautiva la atención del tonto, eso era lo que hacía.

–Tienes razón, es la imagen misma de la belleza, muchacho, pero tú ya te la has machacado hasta quedarte seco, y nosotros tenemos cosas que hacer. El castillo es un hervidero de intrigas, subterfugios y villanías… Va a hacerles falta algo de alivio cómico entre halago y asesinato.

–¿Intriga y villanía? – Babas esbozó una sonrisa desdentada. Imaginad a unos soldados lanzando barriles de saliva desde las almenas de la muralla. Pues así era la sonrisa de Babas, tan sincera en su expresión como húmeda en su cumplimiento: de una alegría pegajosa. A él le encantan las intrigas y la villanía, pues apelan a la más especial de sus habilidades.

–¿Y habrá quien se esconda?

–Sin duda habrá quien se esconda -le respondí, mientras le metía un testículo en el braguero.

–¿Y habrá quien espíe?

–El espionaje adquirirá dimensiones de gran caverna. Atenderemos todas las palabras, como Dios en las oraciones del Papa -profeticé.

–¿Y jodienda? ¿Habrá jodienda, Bolsillo?

–Jodienda desenfrenada y de la más salvaje, muchacho. Jodienda desenfrenada y de la más salvaje.

–Aja, eso va a ser cojonudo entonces -dijo Babas, dándose una palmada en el muslo-. ¿Has oído, María? Jodienda desenfrenada a la vista. ¿No te parece que va a ser cojonudo?

–Sí, sí, cojonudo, amor mío. Si los santos nos sonríen, a lo mejor uno de esos nobles hará que cuelguen a tu diminuto compañero, como llevan tiempo amenazando con hacer.

–En ese caso habría un bufón muy bien colgado y otro muy bien dotado, ¿no es así? – dije yo, dando a mi aprendiz un codazo en las costillas.

–Sí, otro muy bien dotado, ¿no es así? – repitió Babas, imitando mi voz, mi tono exacto, como si hubiera pillado el eco con la lengua y lo hubiera soltado, idéntico. Porque ése es el don de mi aprendiz: no sólo sabe imitar a la perfección, sino que es capaz de recordar conversaciones íntegras, de horas de duración, y recitarlas imitando las voces originales de quienes las mantuvieron, a pesar de no comprender ni una sola palabra de las que dijeron. En un principio, Babas fue un regalo que le hizo a Lear un duque español, que no soportaba su babear constante ni sus pedos, capaces de dejar a oscuras un aposento, pero cuando yo descubrí el don natural del bobo, lo tomé como aprendiz para enseñarle el viril arte de la chanza. Babas se rio.

–Otro muy bien dotado…

–Basta ya -zanjé yo-. Me desconciertas.

Y era cierto, me desconcertaba oír mi propia voz brotar, con el timbre exacto, de un necio grande como una montaña, carente de ingenio y desprovisto de ironía. Babas llevaba ya dos años bajo mi ala, y todavía no me había acostumbrado a él. No es que tuviera mala intención; era, sencillamente, su naturaleza.

La anacoreta de la abadía me había ilustrado sobre la naturaleza, haciéndome recitar a Aristóteles: «Es signo de hombre educado, y tributo a su cultura, que busque la precisión en algo sólo en tanto se lo permita su naturaleza.» De modo que no iba a empeñarme en que Babas leyera a Cicerón, ni en que inventara acertijos ingeniosos, pero bajo mi tutela había alcanzado cierta pericia con las volteretas y los juegos malabares, era capaz de eructar canciones y, en la corte, resultaba al menos tan entretenido como un oso adiestrado, con la ventaja de que era ligeramente menos proclive a zamparse a los invitados. Con la orientación adecuada, llegaría a ser un buen bufón.

–Bolsillo está triste -dijo Babas. Me dio una palmada en la cabeza, lo que me resultó muy molesto, no sólo porque nos encontrábamos cara a cara, yo de pie, él sentado con el trasero en el suelo, sino porque, al hacerlo, sonaron los cascabeles de mi gorro de bufón de un modo de lo más melancólico.

–Yo no estoy triste -repliqué-. Estoy enfadado, porque llevas toda la mañana perdido.

–No estaba perdido. He estado aquí en todo momento, echándome tres risas con María.

–¿Tres? Habéis tenido suerte de no prenderos fuego los dos, tú por la fricción y ella abatida por los malditos rayos y centellas de Jesús.

–Tal vez cuatro -rectificó Babas.

–El que parece perdido eres tú, Bolsillo -intervino María-. Tu gesto es el de un huérfano que ha sido arrojado al arroyo junto con los meados de los orinales.

–Estoy preocupado. El rey lleva toda la semana en la única compañía de Kent, el castillo es un hervidero de conspiradores, y por las almenas pulula una niña fantasma que se dedica a inventar unas rimas atroces.

–Bueno, siempre tiene que haber un maldito fantasma, ¿no es cierto? – María extrajo una camisa de la caldera, y la agitó de un lado a otro, montada en la pala, como si fuera de paseo con su propio fantasma empapado y humeante-. ¿Y a ti qué te importa? Lo tuyo es hacer reír a todo el mundo, ¿no?

–Así es, despreocupado como el viento. Cuando termines, no tires el agua, María. A Babas le vendría bien un buen remojón.

–¡Nooo! – gritó el aludido.

–Cállate, no puedes presentarte así ante la corte. Hueles a mierda. ¿Has vuelto a dormir sobre estiércol?

–Está calentito.

Le propiné un buen guantazo en la coronilla con mi Jones.

–El calor no lo es todo, chico. Y si quieres calor, puedes dormir en el gran salón, con todos los demás.

–No se lo permiten -terció María-. El chambelán dice que sus ronquidos asustan a los perros.

–¿Que no se lo permiten? – Todos los plebeyos sin aposento dormían en el suelo del gran salón, echados de cualquier manera, sobre pajas y carrizos casi amontonados junto al hogar en invierno. Un tipo emprendedor, con grandes calenturas nocturnas y tendencia a arrastrarse podía encontrarse, sin querer, compartiendo manta o harapos con una mujerzuela medio dormida y tal vez dispuesta, lo que le valdría ser expulsado durante dos semanas de la acogedora tibieza del salón (he de admitir que yo debo a esas tendencias nocturnas mías mi modesto apartamento sobre la barbacana del castillo). Pero ¿que te echaran por roncar? Eso no se había oído jamás. Cuando el manto de la noche cae sobre el gran salón, éste se convierte en un molino en marcha, los engranajes respiratorios de los hombres muelen sus sueños con espantosos rugidos, e incluso las inmensas tuercas de Babas pasan desapercibidas entre semejante coro-. ¿Por roncar? ¡Pamplinas!

–Y por orinarse encima de la esposa del mayordomo -añadió María.

–Estaba oscuro -se justificó Babas.

–Sí, e incluso de día es fácil tomarla por una letrina, aunque ¿acaso no te he instruido en el control de tus fluidos, mozalbete?

–Sí, y se ve que con gran provecho -observó María Pústulas, señalando las paredes cubiertas de leche, y entrecerrando los ojos.

–Ah, María, qué graciosa. Hagamos un pacto. Si tú no intentas mostrarte ingeniosa, yo me abstendré de convertirme en una calientabraguetas que huele a jabón. ¿Qué me dices?

–Me dijiste que te gustaba el olor a jabón.

–Así es. Y bien, hablando de olores… Babas, ve a buscar unos cuantos cubos de agua fría al pozo. Tenemos que refrescar un poco ese barreño para poder bañarte.

–¡Nooo!

–Jones se va a enfadar mucho si no te das prisa -dije yo, blandiéndolo con gesto de desaprobación y ligera amenaza. Jones es un amo severo, intransigente, sin duda por haber sido educado como títere de palo.

Media hora después, un Babas abatido seguía sentado en la caldera humeante, con las ropas puestas. Su caldo natural había convertido el agua blanquecina, jabonosa, en una salsa parduzca y espesa. María Pústulas la revolvía con la pala, cuidándose de no levantar demasiada espuma, para no excitarlo. Yo examinaba a mi pupilo sobre los entretenimientos inminentes de la velada.

–Así pues, como Cornualles está en el mar, ¿cómo vamos a representar al duque, querido Babas?

–Como un fornicador de ovejas -dijo el gigante sin entusiasmo.

–No, muchacho, ése es Albany. Cornualles será fornicador de peces.

–Ah, sí, lo siento, Bolsillo.

–No te preocupes, no te preocupes. Todavía estarás húmedo del baño, me temo, de modo que lo aprovecharemos para la chanza. Unos cuantos resbalones y chapoteos le vendrán bien, y si de ese modo logramos insinuar que la propia princesa Regan es una consorte pez, no se me ocurre que alguien no se divierta.

–Excepto la princesa -dijo María.

–Bien, sí, aunque ella es muy literal y a menudo hay que explicarle una o dos veces por dónde embiste la chanza, para que capte su sentido.

–Así es, una buena embestida es el remedio para el escaso ingenio de Regan -apostilló Jones.

–Así es, una buena embestida es el remedio para el escaso ingenio de Regan -repitió Babas con la voz del títere.

–Sois hombres muertos -suspiró María.

–¡Eres hombre muerto, gilipollas! – pronunció una voz de hombre tras de mí.

Y ahí estaba Edmundo, el hijo bastardo de Gloucester espada en mano, cubriendo la única salida. Iba vestido de negro de los pies a la cabeza, la capa sujeta con un sencillo broche de plata. Los mangos de la espada y la daga eran cabezas de dragón de plata, con ojos de esmeraldas. Tenía una barba negra como el azabache y la llevaba perfectamente recortada. Yo admiro el estilo de que hace gala el bastardo, sencillo, elegante, maligno. Se ha ganado a pulso la oscuridad con que se reviste.

A mí, por otra parte, me llaman El Bufón Negro. No porque sea moro, por más que no albergo reservas contra quienes sí lo son, a los moros se les atribuye un gran talento estrangulando a sus esposas, y no me ofendería que así me llamaran por ello. Pero mi piel es tan nívea como la de cualquier inglés hambriento de sol. No, si me llaman así es por mi vestuario, una mezcla de rombos de raso y terciopelo negros, muy alejado del arco iris de los bufones al uso. Lear me dijo un día: «Negro como tu ingenio será tu atuendo, bufón. Tal vez un nuevo traje te impida retorcerle la nariz a la Muerte. La tumba me sigue los talones, no necesito que irrites a los gusanos antes de mi llegada.» Cuando incluso un rey teme el filo retorcido de la ironía, ¿qué bufón iría desarmado?

–Desenvaina tu arma, bufón -dijo Edmundo.

–Por desgracia, señor, no llevo ninguna -respondí. Jones meneó la cabeza, con gesto desarmado.

Los dos mentíamos, claro. Atadas a la espalda llevaba tres dagas arrojadizas, de hoja endiabladamente afilada, que me había confeccionado mi armero para que las usara durante mis actuaciones bufas, y aunque nunca me había valido de ellas como armas, sí lo había hecho para cortar por la mitad unas manzanas apoyadas en la cabeza de Babas, y las había clavado en unas ciruelas que él sujetaba con la mano extendida, e incluso en unas uvas lanzadas al vuelo. No dudaba que una de ellas podía acabar en el ojo de Edmundo, para que liberara por él su amargura, como si de un absceso reventado con escalpelo se tratara. Si debía aprender una lección, no tardaría en aprenderla. Y, si no, ¿para qué molestarlo?

–Si no ha de ser combate, entonces será asesinato -dijo Edmundo, que se adelantó, apuntándome al corazón.

Yo me retiré y golpeé el filo de su espada con mi títere, que, por meterse en líos, perdió un cascabel de su gorrito.

De un salto me subí al borde de la caldera.

–Pero, señor, ¿por qué malgastar vuestra ira con un bufón pobre e indefenso?

Edmundo me zumbó un mandoble, que yo esquivé de un salto, y me planté en el otro extremo de la caldera. Babas soltó un grito, y María se escondió en un rincón.

–Me has llamado bastardo a gritos, desde las almenas.

–Así es. Os han anunciado como bastardo. Sois, señor, un bastardo. Y un bastardo de lo más injusto, pues quiere que muera con el sabor de la verdad aún en la lengua. Permitidme que pronuncie una mentira antes de que me ensartéis: qué ojos tan bondadosos los vuestros.

–Pero también has hablado mal de mi madre -añadió, situándose entre mi cuerpo y la puerta. Qué pésima planificación, construir un lavadero con sólo una salida.

–Tal vez haya dado a entender que era una furcia de baja estofa, pero, por lo que dice vuestro padre, tampoco en eso he faltado a la verdad.

–¿Qué? – inquirió Edmundo.

–¿Qué? – repitió Babas como un loro.

–¿Qué? – preguntó María.

–Es cierto, mequetrefe, vuestra madre era una furcia infecta.

–Disculpadme, señor, ser infecto no es tan malo -intervino María Pústulas, lanzando un rayo de optimismo sobre esa edad de tinieblas-. A las furcias se las acusa injustamente, pero a mí me parece que son mujeres con experiencia. Con mundo, si lo preferís.

–Esta fulana tiene razón, Edmundo. Pero, salvo por el lento descenso hacia la locura y la muerte, con pedazos de ti mismo descolgándose, la infección venérea es una verdadera bendición -dije yo, alejándome del radio de acción de la espada del bastardo, que me perseguía alrededor de toda la caldera-. Tomad a María como ejemplo. Eso, buena idea. Tomad a María. ¿Por qué malgastar vuestra energía, después de un largo viaje, asesinando a un bufoncillo cualquiera cuando podéis disfrutar de los placeres de una ramera cachonda que no sólo está dispuesta, sino que está impaciente, y que huele maravillosamente a jabón?

–Eso -dijo Babas, expeliendo espuma por la boca-. Es la imagen misma de la belleza.

Edmundo bajó la punta de la espada y miró a Babas por primera vez.

–¿Estás comiendo jabón?

–Sólo un pedacito -balbució el majadero entre burbujas-. Iban a tirarlo.

Edmundo volvió a fijarse en mí.

–¿Por qué estás hirviendo a este tipo?

–No he podido evitarlo -dije yo. (Qué exagerado ese bastardo, el agua apenas humeaba, y lo que parecía ebullición eran en realidad las ventosidades subacuáticas de Babas.)

–Un gesto amable, joder. De lo más corriente, ¿no? – dijo María.

–Hablad bien, vosotros dos. – El bastardo se ladeó y, sin darme tiempo para ver qué sucedía, acercó mucho la punta de la espada al pescuezo de María-. Pasé nueve años en Tierra Santa matando sarracenos, de modo que acabar con una o dos personas más no me importa en absoluto.

–¡Esperad! – De un salto, volví a acercarme al borde de la caldera, y me llevé la mano libre a la espalda-. Esperad. Está recibiendo un castigo. Lo ha ordenado el rey. Por atacarme.

–¿Un castigo? ¿Por atacar a un bufón?

–«Que lo hiervan vivo», ordenó el rey.

Yo iba acercándome despacio a Edmundo, bordeando la caldera, en un intento de alcanzar la puerta. Me hacía falta ver bien, y, si se movía, no quería que el filo se hundiera en María.

–Todos saben el afecto que siente el rey por este bufón pequeño y negro -añadió María, asintiendo con entusiasmo.

–¡A la mierda! – gritó Edmundo, retirando la espada para clavársela.

María gritó. Yo extraje de su escondite una de mis dagas, la agarré por el filo, y me disponía a lanzarla al corazón de Edmundo cuando, con un golpe seco, algo se estrelló contra su cogote, y se dio de bruces contra la pared: la espada cayó al suelo, a mis pies, con gran estruendo.

Babas se había puesto en pie en la caldera y sostenía la pala de María, en la que había quedado pegado un mechón de pelo negro y un pedazo de piel ensangrentada del cuero cabelludo.

–¿Has visto eso, Bolsillo? Ha caído redondo.

Para Babas, todo aquello era una pantomima. Edmundo no se movía y, por lo que se veía, tampoco respiraba.

–Por las santas pelotas del Señor, Babas, has matado al hijo del conde. Ahora sí que nos van a colgar a todos.

–Pero es que iba a lastimar a María.

María se había sentado en el suelo, junto al cuerpo postrado de Edmundo, y empezó a acariciarle la única parte del pelo que no parecía manchada de sangre.

–Y yo que quería apaciguarlo a mi manera…

–Te habría matado sin pensarlo dos veces.

–Ah, los hombres y su temperamento. Miradlo, tiene un tipazo, ¿verdad? Y además es rico. – Le quitó algo del bolsillo-. ¿Qué es esto?

–Bien hecho, casquivana, por si el coma no fuera poco, ahora le robas, y claro, mejor ahora que aún está caliente, y las pulgas no lo han abandonado en pos de puertos más animados. Se nota que la Iglesia ha hecho mella en ti.

–No le estoy robando nada. Mira, es una carta.

–Dámela.

–¿Sabes leer? – Los ojos de la lavandera se abrieron como platos, más que si le hubiera confesado mi don para convertir el plomo en oro.

–Me crie en un convento, zorra. Soy una biblioteca ambulante de sabiduría, encuadernada en piel agradable al tacto, acariciable…, a tu servicio, en caso de que te apetezca compensar tu falta de formación con algo de cultura, o viceversa, claro está.

En ese momento, Edmundo tragó aire, y se revolvió en el suelo.

–¡Carajo! El bastardo está vivo.

3

Nuestro propósito más secreto[6]

–Pues ésta es la carta con más embustes que he leído en mi vida -dije yo. Estaba sentado sobre la espalda del bastardo, con las piernas cruzadas, leyendo la epístola que le había escrito a su padre: «Y mi señor debe entender lo injusto que resulta que yo, el producto de la verdadera pasión, me vea despojado de respeto y posición mientras que se reverencia a mi hermanastro, que es producto de un lecho de deber y de rutina.»

–Es cierto -dijo el bastardo-. ¿Acaso mis hechuras no son dignas, mi mente aguda, mi…?

–Vos sois un quejica y un capullo -añadí, envalentonado tal vez por el peso de Babas, que se había sentado sobre sus piernas-. ¿Qué creíais que ibais a ganar entregando esta carta a vuestro padre?

–Que tal vez se ablandara y me cediera la mitad de la herencia y del título de mi hermanastro.

–¿Por qué? ¿Porque vuestra madre tenía mejor polvo que la de Edgar? Además de bastardo, sois idiota.

–¿Qué sabes tú?, enano.

Sentí la tentación, entonces, de asestarle un mamporro en la cabeza con el títere, o mejor aún, de cortarle el pescuezo con su propia espada, pero, por más que el rey me favorezca, favorece más aún el orden del que obtiene el poder. El asesinato del hijo de Gloucester, por más merecido que fuera, no quedaría impune. En cualquier caso, habría cavado mi propia tumba si hubiera consentido que el bastardo se levantara sin haberse aplacado su ira. Le había pedido a María Pústulas que se ausentara, con la esperanza de ahorrarle cualquier muestra de cólera que pudiera producirse. Me hacía falta alguna amenaza con la que amansar la mano de Edmundo, pero no hallaba ninguna. Soy el menos poderoso de todos los seres que pueblan la corte. Mi única influencia es suscitar la ira de otros.

–Sé bien qué es verse usurpado por un accidente de nacimiento, Edmundo.

–Nosotros no somos iguales. Tú eres más plebeyo que el polvo de los campos. Y yo no.

–¿Acaso no sé, Edmundo, qué significa que se me insulte llamándome lo que soy? Si yo os llamo bastardo, y vos me llamáis bufón, ¿podemos responder como hombres?

–Nada de acertijos, bufón. No me noto los pies.

–¿Y para qué querríais notároslos? ¿Eso os excita? ¿Tendrá que ver con la disipación de la clase dominante de la que tanto oigo hablar? ¿Tan accesibles os resultan los placeres de la carne que habéis de pergeñar ingeniosas perversiones para que vuestras cañerías congénitas, gastadas, cobren protagonismo? Necesitáis sentiros los pies, o golpear al mozo de cuadra con un conejo muerto para saciar vuestros rastreros picores libidinosos, ¿no es cierto?

–¿De qué hablas, bufón? No me siento los pies porque tengo a un gran botarate sentado sobre mis piernas.

–Ah, es cierto, lo siento. Babas, levántate un poco, pero no dejes que se ponga en pie. – Me retiré de su espalda y me dirigí a la puerta del lavadero, desde donde él podía seguir viéndome-. Lo que vos queréis son propiedades y título. ¿No imagináis lo que obtendrías con vuestras súplicas?

–La carta no es una súplica.

–Queréis la fortuna de vuestro hermano. ¿No creéis que una carta suya convencería más a vuestro padre de vuestros méritos?

–Él no escribiría jamás una carta semejante y, además, a él no le hace falta solicitar sus favores, pues ya goza de ellos.

–En ese caso, tal vez se trate de lograr que el favor del que goza Edgar paséis a gozarlo vos. Y eso lo lograría una carta, sí, pero la carta justa. Una misiva que os envíe él, y en la que os exprese la impaciencia por tener que esperar a recibir la herencia, y en la que os pida ayuda para usurpar el título a vuestro padre.

–Estás loco, bufón. Edgar jamás escribiría una carta semejante.

–Yo no he dicho que vaya a hacerlo. ¿Estáis en posesión de algo escrito de su puño y letra?

–Sí, un aval que pensaba entregar a un mercader de lanas de Barking Upminster.

–¿Sabéis, tierno bastardo, qué es un scriptorium?

–Sí, la estancia de un monasterio en la que se copian documentos…, biblias, y demás.

–En efecto. Y, de este modo, el accidente de mi nacimiento es el remedio del vuestro, pues por no tener siquiera un padre que me reconociera, me crie en un convento que contaba con uno de esos recintos, donde, sí, enseñaron a un niño a copiar documentos, pero, para el propósito secreto que nos ocupa, le enseñaron a copiarlos con la letra exacta que aparecía en la página a copiar, copiada a su vez por un predecesor, al que había antecedido… Letra a letra, trazo a trazo, la misma letra de un hombre que llevaba mucho tiempo muerto y enterrado.

–¿De modo que eres un maestro de la falsificación? Y si te criaste en un convento, ¿cómo es que eres bufón, y no monje, o sacerdote?

–¿Cómo es que vos, hijo de un conde, debéis implorar clemencia a un mentecato enorme que os aplasta con su peso? Todos somos bastardos del destino. ¿Escribimos ya esa carta, Edmundo?

Estoy seguro de que me habría hecho monje, de no ser por la anacoreta. En lo más que me habría aproximado a la corte habría sido en las plegarias por el perdón de los crímenes de guerra de algunos nobles. ¿Acaso no fui criado para la vida monástica desde el momento en que madre Basila me encontró lloriqueando en los peldaños de la abadía, en Lametón de Perro, a orillas del río Rezumo?

No conocí a mis padres, pero madre Basila me contó en una ocasión que creía que mi madre podría haber sido una loca del pueblo que se había ahogado en el río poco después de que yo apareciera a las puertas del convento. Si eso era así, según la abadesa, mi madre habría estado tocada por la mano de Dios (como los bufones con don natural), y a ello se debía que yo hubiera aparecido en la abadía, como niño especial de Dios.

Las monjas, casi todas de noble cuna, segundas y terceras hijas que no encontraban esposos de su alcurnia, me adoptaron como su nueva mascota. Yo era tan diminuto que la abadesa me llevaba metido en el bolsillo de su delantal, y de ahí me viene el nombre: El Bolsillito de la Abadía del Lametón de Perro. Yo era la novedad, el único varón en un mundo femenino, y las monjas se peleaban por llevarme en el bolsillo de su delantal, por más que no conservo ningún recuerdo de esa época. Más tarde, cuando aprendí a caminar, me subían a la mesa, durante las comidas, y me hacían desfilar por ella, arriba y abajo, enseñándoles el pitín, único apéndice en aquel reducto de mujeres. Hasta que tenía siete años no supe que uno podía desayunar con los pantalones puestos. Y, a pesar de todo, siempre me sentí separado del resto, una criatura distinta, aislada.

Me permitían dormir en el suelo, en los aposentos de la abadesa, pues ella contaba con una alfombra, regalo del obispo. En las noches más frías, ella me autorizaba a meterme entre las mantas, para que le calentara los pies, salvo cuando alguna otra monja se me adelantaba en tal empeño.

La madre Basila y yo éramos compañeros inseparables, incluso después de que creciera y abandonara su afecto marsupial. Asistía a las misas y a los rezos con ella, todos los días, desde que me alcanzaba la memoria. Cómo me gustaba verla afeitarse cuando salía el sol, limpiar el filo de la navaja sobre la tira de cuero, eliminar con cuidado las patillas negrísimas que le crecían a ambos lados de la cara. Ella me enseñó a eliminar el bozo, y a tirar de la piel del cuello para no cortarme la nuez. Pero era una señora severa, y yo debía rezar cada tres horas, como las demás monjas, así como llevarle el agua para el baño, cortar leña, fregar los suelos, cuidarme del huerto, además de estudiar matemáticas, el catecismo, latín, griego y caligrafía. Al cumplir los nueve años ya sabía leer y escribir en tres idiomas, y recitar las Vidas de los Santos de memoria. Vivía para servir a Dios y a las monjas de Lametón de Perro, con la esperanza de ser ordenado sacerdote algún día.

Y así podría haber sido. Pero una mañana llegaron obreros a la abadía, canteros y albañiles, y en cuestión de días construyeron una celda en uno de los pasadizos abandonados de la rectoría. Íbamos a tener a nuestro propio anacoreta, o, en nuestro caso, a nuestra propia anacoreta. Una sierva tan devota del Señor que sería emparedada en su celda, a la que se dejaría sólo una pequeña abertura por la que recibiría alimento y bebida. Allí pasaría el resto de su vida, convertida, literalmente, en parte de la iglesia, rezando e impartiendo su sabiduría a los habitantes del pueblo a través de su ventanuco, hasta que Dios la acogiera en su seno. Después del martirio, aquel era el mayor acto de devoción al que podía entregarse una persona.

Todos los días me escapaba de los aposentos de la madre Basila para seguir el avance de las obras, con la esperanza de recibir, de algún modo, parte de la gloria que recaería sobre la anacoreta. Pero, a medida que los muros se alzaban, constataba que allí no se dejaba abertura alguna, que no se construía ningún ventanuco por el que los aldeanos pudieran recibir sus bendiciones, como era costumbre.

–Nuestra anacoreta será muy especial -explicó la madre Basila con su firme voz de barítono-. Es tan devota que sólo dirigirá la mirada a aquellos que le traigan alimentos. No la distraerán de sus plegarias por la salvación del rey.

–¿Es la que vela por el monarca?

–Ella, y no otra -respondió la madre Basila. El resto de nosotros estábamos obligados, a cambio de un pago, a rezar por el perdón del conde de Sussex, que había matado a miles de inocentes durante la última guerra con los belgas, y que se abrasaría en las ascuas del Infierno a menos que pudiera cumplir su penitencia, que el propio papa había pronunciado, y que ascendía a siete millones de Avemarías por cada campesino. (Incluso con una dispensa y un cupón del cincuenta por ciento comprado en Lourdes, el conde no pasaba de mil Avemarías por penique, de modo que Lametón de Perro se estaba convirtiendo en un convento muy próspero a costa de sus pecados.) Pero nuestra anacoreta respondería por los pecados del mismísimo rey. Se decía que éste había perpetrado algunas maldades de gran calibre, por lo que sus plegarias tendrían que ser muy poderosas.

–Por favor, madre, os lo ruego, dejadme llevar comida a la anacoreta.

–Nadie debe verla, ni hablar con ella.

–Pero alguien tiene que llevarle el alimento. Dejadme que sea yo. Os prometo que no miraré.

–Lo consultaré con el Señor.

No vi llegar a la anacoreta. Simplemente, se supo que ya se encontraba en la abadía, y que los obreros la habían emparedado. Yo seguí implorando a la abadesa, durante aquella semana, que me concediera el deber sagrado de alimentarla, pero no me fue permitido atender a la anacoreta hasta una circunstancia en que la madre Basila debía pasar la noche a solas con Mandy, una joven hermana, rezando en privado por el perdón de alguien a quien la abadesa definió como «juerguista de mucho cuidado».

–De hecho -dijo la reverenda madre-, te quedarás ahí, junto a la celda, hasta la mañana, a ver si aprendes algo de devoción. No regreses hasta la mañana. Y que no sea temprano. Cuando regreses, tráenos té y bollos. Y mermelada.

Mientras me dirigía al pasadizo largo y oscuro, portando un plato de pan con queso y una jarra de cerveza, me pareció que no iba a soportar tanta emoción. Había imaginado que tal vez vería la gloria de Dios brillar desde el ventanuco, pero cuando llegué allí no había más abertura que una tronera como las de la muralla de un castillo, en forma de cruz. Las piedras se estrechaban de modo que la abertura terminara en punta. Era como si los albañiles sólo conocieran una única forma para las ventanas de los muros anchos. (Resulta curioso que las aspilleras y las troneras, mecanismos de muerte, adopten en su forma la señal de la cruz, símbolo de misericordia, aunque pensándolo mejor, supongo que la cruz también es un mecanismo de muerte en sí mismo.) La abertura era apenas lo bastante ancha como para pasar la jarra. El plato pasaría con dificultades por el travesaño horizontal de la cruz. Aguardé. El interior de la celda estaba en penumbra. Una sola vela, en la pared, al otro lado de la tronera, daba la única luz.

Presa del temor, me puse a escuchar por si oía a la anacoreta recitar las novenas. Pero allí no se oía siquiera el susurro de una respiración. ¿Estaría dormida? ¿Sería grave el pecado de interrumpir las oraciones de alguien tan santo? Dejé plato y jarra en el suelo y traté de ver algo en la oscuridad de la celda, de contemplar, tal vez, su resplandor.

Y entonces lo vi. El tenue brillo de la vela reflejado en un ojo. Ella estaba ahí, sentada, a escasos dos palmos de la abertura. Retrocedí de un salto hasta el muro más lejano del pasadizo, y al hacerlo volqué la jarra.

–¿Te he asustado? – oí preguntar a una mujer.

–No, no. Estaba sólo…, soy… Perdonadme. Vuestra piedad me sobrecoge.

Y en ese instante ella se echó a reír. Era una risa triste, como retenida largo tiempo y emitida casi entre sollozos. Pero era una risa, y la perplejidad se apoderó de mí.

–Lo siento, señora…

–No, no lo sientas. No te atrevas a sentirlo, muchacho. – No lo siento. No me atreveré. – ¿Cómo te llamas? – Bolsillo, madre.

–Bolsillo -repitió ella, y se rio un poco más-. Has derramado mi cerveza, Bolsillo.

–Sí, madre. ¿Queréis que vaya a buscaros más?

–Si no quieres que la gloria de mi maldita Divinidad nos queme a los dos, será mejor que lo hagas, ¿verdad, amigo Bolsillo? Y cuando regreses, quiero que me cuentes una historia que me haga reír.

–Sí, madre.

Y ése fue el día en que mi mundo cambió.

–Refréscame la memoria: ¿por qué no matamos a mi hermano y ya está? – preguntó Edmundo. De falsificación de garabatos a asesinato en una hora escasa; en asuntos de villanía, el bastardo resultaba un alumno aventajado.

Yo había tomado asiento y, con la pluma en la mano, aguardaba en mi pequeño aposento, sobre la barbacana de la puerta fortificada que se alzaba en la muralla exterior del castillo. En él dispongo de mi propia chimenea, de una mesa, dos taburetes, un lecho, un armario para guardar mis cosas y un colgador para mi gorro y mis ropas. En el centro de la estancia hay dispuesta una gran caldera para calentar el aceite que se vierte sobre una fuerza de asedio, a través de unos orificios abiertos en el suelo. Exceptuando el estruendo de las cadenas cada vez que se sube y se baja el puente levadizo, se trata de una madriguera acogedora para entregarse al sueño u otros deportes que requieren de la posición horizontal. Y lo mejor de todo es que se trata de un espacio privado, que cuenta con un gran cerrojo en la puerta. Incluso entre los nobles, la privacidad escasea, pues en ese estamento la conspiración está a la orden del día.

–Aunque se trata de un procedimiento atractivo, a menos que Edgar caiga en desgracia, sea desheredado y sus propiedades pasen a ser vuestras, lo cierto es que las tierras y el título podrían acabar en manos de algún primo legítimo, o peor aún, vuestro padre podría emprender la labor de engendrar un nuevo heredero legítimo.

Me estremecí ligeramente al pensarlo, como lo habrían hecho, sin duda, un puñado de doncellas del reino, perturbado por la visión mental de los flancos marchitos de un Gloucester desnudo y a punto de entregarse a la tarea de fabricar un heredero sobre su aristocracia núbil. Seguro que todas ellas se agolparían en la puerta del convento para librarse de semejante honor.

–No lo había pensado -dijo Edmundo.

–¿De veras? ¿No pensáis? Qué sorpresa. Aunque un simple envenenamiento pueda parecer más limpio, la carta es el arma más afilada. – Si conseguía orientar correctamente al bribón, tal vez sirviera a mis propósitos-. Yo podría redactar esa carta. Sutil, pero acusatoria. Y vos seréis conde de Gloucester antes de que la tierra cubra el cadáver aún caliente de vuestro padre. Con todo, tal vez la carta por sí sola no baste.

–Habla, bufón. Por más que me encantaría acallar tus graznidos, te ruego que hables.

–El rey favorece a vuestro padre y a vuestro hermano, razón por la que han sido convocados al castillo. Si Edgar se promete con Cordelia, lo que podría suceder antes del alba, bien…, con la dote de la princesa en su poder, carecerá de motivo para recurrir a la traición que queremos atribuirle falsamente. Vos quedaréis con los colmillos al descubierto, noble Edmundo, y el hijo legítimo será aún más rico.

–Yo me encargaré de que no se prometa con Cordelia.

–¿Cómo? ¿Le contaréis cosas horrendas de ella? Sé de buena tinta que tiene los pies como barcazas. Se los atan bajo el vestido para que no se le vean cuando camina.

–De que no se celebre ese matrimonio ya me encargo yo, hombrecillo, no te preocupes. Pero la carta es asunto tuyo. Mañana Edgar se desplazará a Barking a entregar los avales, y yo regresaré a Gloucester con mi padre. En ese momento me encargaré de que encuentre la misiva, pues de ese modo, en su ausencia, tendrá tiempo de regodearse en su ira.

–Rápido, que no quiero malgastar el pergamino, prometedme que no permitiréis que Edgar se case con Cordelia.

–De acuerdo, bufón, prométeme tú que no dirás a nadie que la carta ha salido de tu pluma, y yo te prometeré lo que me pides.

–Lo prometo -dije yo-, por las pelotas de Venus.

–Entonces también lo prometo yo -replicó el bastardo.

–De acuerdo entonces -proseguí, hundiendo la pluma en el tintero-. Aunque el asesinato sería un plan más simple.

A decir verdad, Edgar, el hermano del bastardo, nunca me había caído bien. Se trata de un joven sincero y sin doblez, y a mí no me dan buena espina las personas de apariencia tan franca. Deben de tramar algo. Por supuesto, la idea de que Edmundo acabara ahorcado, con la lengua negra, acusado del asesinato de su hermano, me atraía considerablemente: ¿a qué bufón no le gusta el esparcimiento?

No tardé ni media hora en redactar una carta tan astuta y salpicada de traición que todo padre habría estrangulado a su hijo al momento y, de no tenerlo, se habría machacado las pelotas con un ariete para disuadir a conspiradores aún no nacidos. Se trataba de una obra maestra, no sólo de la falsificación, sino también de la manipulación.

–Me hará falta vuestra daga, señor -dije.

Edmundo quiso quitarme la carta, pero yo me alejé de él.

–Dadme antes el cuchillo, buen bastardo.

Edmundo se echó a reír.

–Toma mi daga, bufón, aunque no por ello estarás más a salvo. Aún conservo la espada.

–Así es, yo mismo os la he entregado. La daga la necesito para separar el lacre del aval, y meter la carta dentro. Deberéis rasgarla sólo en presencia de vuestro padre, como si sólo entonces descubrierais la naturaleza siniestra de vuestro hermano.

–Ah -comprendió por fin Edmundo.

Me alargó el arma. Realicé la operación con cera de sellar y una vela y, junto con la carta, le devolví la daga. ¿Podría haber usado uno de mis puñales para la tarea? Por supuesto, pero no era momento de que Edmundo supiera de su existencia.

Apenas el bastardo se metió la carta en el bolsillo, desenvainó la espada y me la acercó peligrosamente al pescuezo.

–Creo que, para silenciarte, mejor esto que tu promesa.

Permanecí inmóvil.

–De modo que lamentáis haber nacido sin gozar del favor de nadie. ¿Y qué favor obtendréis matando al favorito del rey? Doce guardias os han visto entrar aquí.

–Correré el riesgo.

En ese preciso instante, las cadenas que atravesaban mi aposento empezaron a agitarse, resonando como si cientos de prisioneros sufrientes estuvieran encadenados a ellas, y no sujetaran una plancha de hierro y roble. Edmundo miró en su dirección, y yo aproveché para agazaparme en el otro extremo de la estancia. El viento penetró a través de las aspilleras que me hacían las veces de ventanas, y apagó la vela que había usado para derretir la cera. El bastardo se volvió y se colocó frente a las aspilleras, y la habitación quedó a oscuras, como si alguien hubiera arrojado un manto sobre el día. La silueta dorada de una mujer resplandeció entonces en el aire, junto al negro muro.

El fantasma dijo: «Mil años de tortura aguardan al bribón que de algún modo ose lastimar a un bufón.»

Yo sólo veía a Edmundo gracias al fulgor que emitía el propio espíritu, pero supe que avanzaba de lado, como los cangrejos, en dirección a la puerta que conducía al muro de poniente, y que, desesperado, palpaba en busca del pasador. Al dar con él, tiró del pomo y desapareció al instante. La luz inundó mi pequeña estancia, y contemplé de nuevo el Támesis por entre las almenas de piedra.

–Bien rimado, fuego fatuo -dije al aire vacío-. Bien rimado.

4

El dragón y su ira[7]

–No desesperes, muchacho -le dije a Catador-. Las cosas no van tan mal como parece. El bastardo impedirá los planes de Edgar, y estoy relativamente seguro de que Francia y Borgoña se dan por detrás el uno al otro, y jamás permitirán que una princesa se interponga en su camino…, aunque apuesto a que le quitarían las prendas de su ropero de no guardarlas ella bajo llave. De modo que no hay nada que temer. Cordelia seguirá en la Torre Blanca para atormentarme, como siempre.

Nos encontrábamos en una antecámara, junto al Gran Salón. Catador, sentado con la cabeza apoyada en las manos, parecía más pálido que de costumbre. Delante de él, sobre la mesa, aguardaba una montaña de comida.

–Al rey no le gustan los dátiles, ¿verdad? – me preguntó Catador-. Es improbable que se coma los que le han ofrecido como presente, ¿no crees?

–¿Son regalos de Regan o de Goneril?

–Así es, han venido cargadas con la despensa entera.

–Lo siento, muchacho, en ese caso me temo que tienes mucho trabajo por delante. Que no estés más gordo que un cura, con todo lo que te obligan a tragar, es algo que escapa a mi comprensión.

–Burbuja dice que una ciudad de lombrices debe vivir en mi trasero, pero no es eso. Tengo un secreto, pero no puedes contárselo a nadie…

–Vamos, muchacho, si casi no te presto atención.

–¿Y éste? – me preguntó, señalando a Babas, que se había acuclillado en un rincón, y acariciaba uno de los gatos del castillo.

–Babas -lo llamé-. ¿Estará a salvo, contigo, el secreto de Catador?

–Oculto en las tinieblas de una vela apagada -declamó el idiota imitando mi voz-. Confiar un secreto a Babas es como arrojar tinta sobre un mar nocturno.

–Ya lo ves -corroboré yo.

–Bien -susurró Catador, mirando a un lado y a otro, como si alguien quisiera acercarse a nuestro miserable corrillo-. Enfermo con frecuencia.

–Por supuesto que enfermas. Estamos en la Edad Media, y todo el mundo tiene la peste, o la viruela. Pero, vamos, no creo que tengas la lepra, ni que se te caigan los dedos de las manos y los pies como si fueran pétalos de rosa, ¿verdad?

–No, no me refiero a eso. Es que vomito casi cada vez que como.

–Ah, vaya, así que eres un vomitón. No te preocupes, Catador. Conservas la comida en el vientre lo bastante como para que te mate si estuviera envenenada, ¿no?

–Supongo -respondió, mordisqueando un dátil relleno.

–En ese caso, cumples con tu obligación. Bien está lo que bien acaba. Pero volvamos de nuevo a lo que me preocupa. ¿Crees que Francia y Borgoña son bujarrones, o es que, ya sabes, son sólo franceses?

–Pero si ni siquiera los he visto.

–Ah, sí, tienes razón. ¿Y tú, Babas? ¿Babas? ¿Babas? ¡Deja eso!

Babas apartó el gatito húmedo de su boca. – Pero es que él ha empezado a lamerme antes a mí. Y tú me dijiste un día que era una muestra de buena educación…

–Yo te hablaba de otra cosa completamente distinta. Deja ese gato en el suelo.

La pesada puerta se abrió con un chirrido y el conde de Kent hizo su entrada en la antecámara con la misma discreción de una campana de iglesia que cayera rodando escaleras abajo. Se trata de un hombretón ancho de hombros, y aunque se mueve con gran fuerza -considerando lo avanzado de su edad-, la Gracia y la Sutileza siguen siendo sonrosadas vírgenes en su séquito.

–Al fin te encuentro, niño.

–¿Niño? ¿Qué niño? – pregunté yo-. Yo no veo a ningún niño.

Cierto era que sólo le llegaba al hombro, y que, pesados en una balanza, en mi platillo deberían poner a otro, además de a un cochinillo, para nivelarla, pero hasta a los bufones hay que tratarlos con un mínimo de respeto. Excepto si eres el rey, claro.

–Está bien, está bien, sólo quería pedirte que esta noche no te ensañes ni con la debilidad ni con la vejez. El rey lleva toda la semana hablando de «avanzar a rastras hacia la muerte sin ningún peso».[8] Creo que es por el peso de sus pecados.

–Si no fuera tan rematadamente viejo, reírse de vuestra vejez no tendría gracia, ¿verdad? Que seáis viejo no es culpa mía.

Kent esbozó una sonrisa.

–Bolsillo, no ofenderás a tu señor deliberadamente.

–Así es, Kent, y con Goneril, Regan y sus hombres presentes no harán falta las burlas geriátricas. ¿Es por eso por lo que el rey sólo se ha dejado acompañar por vos esta semana? ¿Para lamentarse por los muchos años que tiene? ¿Entonces no ha estado planeando el matrimonio de Cordelia?

–Ha hablado de ello, sí, pero sólo como parte de su legado completo, de propiedades e historia. Cuando me he ausentado, parecía decidido a mantener unido el reino. Y me ha ordenado que saliera mientras él recibía en audiencia privada al bastardo, Edmundo.

–¿Está hablando con el rey? ¿Él solo?

–Así es. El bastardo ha apelado a los años de servicio de su padre para solicitar el favor.

–Debo acudir junto al rey de inmediato. Kent, quedaos con Babas, si sois tan amable. Hay comida y bebida a vuestra disposición. Catador, muéstrale al bueno de Kent cuáles son los mejores dátiles. ¿Catador? ¿Catador? Babas, zarandéalo, parece que se ha quedado dormido.

En ese momento sonó la fanfarria de una única trompeta anémica, pues los otros tres trompetistas habían sucumbido recientemente al herpes (una pupa en el labio es tan mala para quien toca la trompeta como una flecha en el ojo para el arquero. El canciller los había mandado matar, o tal vez los hubiera puesto a tocar el tambor, no lo sé. Lo que digo es que no tocaban la trompeta.)

Babas dejó el gatito y se puso en pie con dificultad.

–«A las tres hijas ofenderá, y el rey, ¡ay, Dios!, bufón será» -declamó el gigante con voz aguda, femenina.

–¿Dónde has oído eso? ¿Babas? ¿Quién ha dicho eso?

–Bonita -respondió, palpando el aire con sus grandes manazas como si acariciara los pechos de una mujer.

–Es hora de irse -dijo Kent. El viejo guerrero abrió la puerta que daba al salón.

Se encontraban todos de pie, en torno a una gran mesa -redonda, de acuerdo con la tradición de un monarca largamente olvidado-, abierta en su centro para que los criados pudieran servir, los oradores hablar y Babas y yo actuar. Kent se situó junto al trono del rey. Yo permanecí cerca de algunos escuderos, que se agrupaban junto a la chimenea, y le hice una seña a Babas para que se ocultara tras uno de los pilares de piedra que sostenían la bóveda. Los bufones no tenemos sitio asignado a la mesa. En la mayoría de las ocasiones yo me situaba a los pies del rey para proporcionarle réplicas ingeniosas, críticas y observaciones agudas durante las comidas, pero sólo si requería mis servicios. Y Lear llevaba una semana sin llamarme.

Entró el monarca en el salón con la cabeza muy alta, posando la mirada en cada uno de los invitados hasta que, fijándola en Cordelia, sonrió. Hizo una seña para que los invitados tomaran asiento, y éstos obedecieron.

–Edmundo -dijo el rey-. Id a buscar a los príncipes de Francia y de Borgoña.

Edmundo hizo una reverencia al rey y retrocedió hasta la entrada principal del salón, antes de mirarme y guiñarme un ojo, indicándome que me uniera a él. El miedo se apoderó de mi pecho como una serpiente negra. ¿Qué había hecho el bastardo? Debería de haberle rebanado el pescuezo cuando tuve ocasión.

Avancé muy pegado a la pared, tratando de pasar inadvertido, labor que dificultaban los cascabeles que llevaba cosidos a los zapatos. El rey me miró un instante, antes de apartar de mí sus ojos, como si la visión fuera a pudrírselos.

Una vez que franqueé la puerta, Edmundo tiró de mí hacia un lado, bruscamente. El escudero corpulento que seguía plantado junto al umbral bajó menos de un palmo el filo de su alabarda y frunció el ceño, observando al bastardo. Edmundo me soltó, desconcertado, como si hubiera sido su mano la que lo hubiera traicionado.

(Suelo llevar alimentos y bebida a los soldados que montan guardia durante los banquetes. Creo que está escrito en las Ofuscaciones de San Pesto: «En nueve de cada diez casos, un amigo corpulento con alabarda gran bendición tiende a ser.»)

–¿Qué habéis tramado, bastardo? – le pregunté entre susurros coléricos y no exentos de salivazos.

–Sólo lo que querías, bufón. Tu princesa no encontrará marido, eso te lo aseguro, pero ni tus hechizos te servirán de nada si revelas mi estrategia.

–¿Mis hechizos? ¿Qué? Ah, es por el fantasma.

–Sí, por el fantasma y por el pájaro. Cuando cruzaba el almenaje, un cuervo me ha llamado pajillero y se me ha cagado en el hombro.

–Cierto, mis secuaces andan por todas partes -admití yo-, y haréis bien en temer mi dominio sobrenatural de las órbitas celestes, así como mi control sobre los espíritus y demás. Pero, a riesgo de que suelte sobre vos algo desagradable en extremo, decidme: ¿qué le contasteis al rey?

Edmundo sonrió, y aquella sonrisa me preocupó más que el filo de su espada.

–Hoy mismo he oído que las princesas hablaban entre ellas del afecto que profesaban a su padre, y saberlo me ha instruido sobre su carácter. Me he limitado a insinuarle al rey que ese mismo conocimiento podría servirle para aligerar su carga.

–¿Qué conocimiento?

–Descúbrelo por ti mismo, bufón. Yo he de ir en busca de los pretendientes de Cordelia.

Y se ausentó. El guardia me abrió la puerta, y yo regresé al salón, donde me situé cerca de la mesa.

Al parecer, el rey acababa de pasar lista, por así decirlo, de pronunciar los nombres de todos sus amigos y familiares presentes en la corte, proclamando el amor que sentía por todos ellos y, en los casos de Kent y Gloucester, recordando su larga historia de batallas y conquistas en común. El rey se ve algo encorvado, está flaco y tiene el pelo blanco, pero en sus ojos brilla todavía un fuego helado…, su rostro recuerda al de un ave de presa a la que acabaran de quitarle la caperuza, presto para el ataque.

–Soy viejo, y la responsabilidad y las propiedades son cargas que me pesan ya gravemente, de modo que, para evitar conflictos futuros, propongo dividir mi reino y entregarlo a fuerzas más jóvenes, para poder yo avanzar a rastras hacia la muerte ligero de corazón.

–¿Qué puede haber mejor que avanzar a rastras hacia la muerte ligero de corazón? – dije en voz baja a Cornualles, el gran villano. Me había agazapado entre él y su duquesa, Regan. La princesa Regan es alta, muy blanca, de cabellos negros como ala de cuervo y tiene debilidad por los vestidos de terciopelo rojo y por los granujas, defectos graves ambos, de no ser por lo útiles y placenteros que han acabado resultando a este contador de historias.

–Oh, Bolsillo, ¿has traído los dátiles rellenos que te he mandado a buscar? – me preguntó Regan.

Y, además, generosa hasta la exageración.

–¡Silencio, conejita en salsa! – chisté yo-. Vuestro padre está hablando.

Cornualles desenvainó su daga, y yo me aparté en dirección a Goneril.

Lear proseguía:

–Estas propiedades y poderes los dividiré entre mis yernos, el duque de Albany y el duque de Cornualles, y el pretendiente que tome la mano de mi amada Cordelia. Pero también he de determinar quién obtendrá la parte en la que se da la mayor abundancia, y para ello pregunto a mis hijas: ¿Cuál de las tres me ama más? Goneril, vos que sois la mayor, hablad primero.

–Vos tranquila, calabacita mía -susurré yo.

–Todo controlado, bufón -replicó ella y, esbozando una amplia sonrisa, con no poca gracia, avanzó por el exterior de la mesa redonda en dirección al centro, haciendo reverencias a todos los invitados al pasar frente a ellos. Goneril es más baja y bastante más entrada en carnes que sus hermanas, más dotada que ellas de busto. Tiene los ojos como un cielo gris parco en esmeraldas, y el pelo amarillo sol, parco en destellos rojizos. Su sonrisa baña las miradas como el agua fresca en la boca de un marinero sediento.

Aproveché para sentarme en su silla.

–Hermosa criatura, sí señor -le dije al duque de Albany-. Ese pecho que tiene, su manera de ladearse un poco, me refiero a cuando está desnuda, ¿os molesta en modo alguno? Hace que uno se pregunte cómo será posar en él la mirada…, algo así como mirar a un bizco, siempre te parece que está hablando con otra persona.

–Cállate, bufón-dijo Albany. Albany es casi veinte años mayor que Goneril, y su aspecto, me parece a mí, es anodino y aborregado, aunque no lo veo tan sinvergüenza como al noble medio. No lo detesto.

–Claro que sin duda forma parte integrante de un par, no es en absoluto un pecho errante que haya emprendido una misión por sí mismo. En una mujer, me gusta algo de asimetría. Cuando la naturaleza se muestra equilibrada en exceso, sospecho al momento… por aquello de la temible simetría, y demás. Pero no es como fornicar con una joroba, ni nada parecido. Vaya, que cuando está boca arriba, no es que ninguno de los dos te mire a los ojos, ¿verdad?

–¡Silencio! – ladró Goneril, tras dar la espalda a su padre (algo que, en teoría, no puede hacerse) para reprenderme. Qué poco sentido de la etiqueta.

–Lo siento, seguid -dije, saludándola con Jones, que hizo sonar sus cascabeles alegremente.

–Señor -dijo, dirigiéndose al rey-, os amo más de lo que las palabras pueden expresar. Os amo más que al don de la vista, al espacio, a la libertad. Os amo más allá de todo lo que tiene precio, de todo lo que es rico o único. Y no menos que a la vida misma, que a la gracia, a la salud, a la belleza, al honor. Tanto como cualquier niña o padre haya amado, así os amo yo. Es un amor que me deja sin aliento y casi sin habla. Os amo por sobre todas las cosas, más incluso que a las tartas.

–¡Y una mierda!

¿Quién lo había dicho? Yo estaba relativamente seguro de que no era mi voz, pues no había brotado del orificio de mi rostro por el que normalmente salía, y Jones también se había mantenido en silencio. ¿Cordelia? Me levanté al instante de la silla de Goneril y me arrimé a la princesa más joven, donde permanecí lo más agazapado que pude, para evitar llamar la atención y ser blanco de cubiertos voladores.

–¡Y dos mierdas! – dijo Cordelia.

Lear, fresco tras el baño de patrañas floridas que acababa de recibir, preguntó:

–¿Qué?

Entonces yo me levanté.

–Bien, señor, adorable como sois, la declaración de la dama adolece de poca credibilidad. No es ningún secreto lo mucho que a esa zorra le gustan las tartas.

Y volví a agazaparme.

–¡Silencio, bufón! Chambelán, traedme el mapa.

La distracción causó efecto, pues el rey me trasladó a mí la ira que Cordelia le había despertado. Ella aprovechó la ocasión para pincharme la oreja con el tenedor.

–¡Oh! – susurré, aunque enfáticamente-. Furcia.

–Truhán.

–Arpía.

–Roedor.

–Puta.

–Putero.

–¿Hay que pagar para ser putero? Porque, estrictamente hablando…

–¡Shh! – me hizo callar ella, sonriendo. Volvió a pincharme en la oreja, y con un movimiento de cabeza señaló al rey, instándome a prestarle atención.

El monarca apuntó al mapa con una daga de mango recubierto de piedras preciosas.

–Todas estas tierras, desde aquí hasta aquí, ricas en campos de labranza, ríos de abundancia y espesos bosques, las cedo a perpetuidad a Goneril y a su esposo Albany, así como a sus descendientes. Y ahora, oigamos a nuestra segunda hija. Habla, querida Regan, esposa de Cornualles.

Regan se dirigió al centro de la mesa, y al cruzarse con su hermana mayor, Goneril, la miró con suficiencia, como diciéndole: «Te voy a enseñar yo.»

Separó los brazos y los levantó. Las largas mangas de terciopelo de su vestido rozaron el suelo, y su figura compuso la forma de un crucifijo raro, imponente, con pechos. Alzó la vista al cielo, como buscando la inspiración en los orbes celestes, antes de declarar: -Lo que ella ha dicho.

–¿Uh? – se extrañó el rey, y su gruñido se repitió por todo el salón.

Regan se dio cuenta de que debía seguir.

–Mi hermana ha expresado mis pensamientos con exactitud, como si hubiera leído mis notas antes de entrar. Sólo que yo os amo más. En la lista de todos los sentidos, todos se quedan cortos, y nada me emociona sino vuestro amor. – Hizo una reverencia, alzando un poco la vista para ver si alguien se lo había creído.

–Creo que voy a vomitar -dijo Goneril, tal vez en voz más alta de lo estrictamente necesario, lo mismo que el carraspeo y las falsas arcadas que perpetró a continuación.

Para desviar la atención, me puse en pie y dije:

–A Regan la emociona algo más que el amor de vuestra majestad, diría yo. Sin ir más lejos, en este mismo aposento podría nombrar a…

El rey me dedicó aquella mirada que equivalía a un «¿Vas a obligarme a que te corte la cabeza?», y callé al instante. Él asintió y se concentró en el mapa.

–A Regan y a Cornualles les dejo este tercio del reino, ni menor ni menos valioso que el que he entregado a Goneril. Y ahora, Cordelia, objeto de nuestra dicha, cortejada por tantos nobles jóvenes y dignos, ¿qué dirás que te haga merecedora de un tercio más opulento que el de tus hermanas?

Cordelia se levantó de la silla, pero no se molestó en situarse en el centro de la estancia, tal como habían hecho sus hermanas.

–Nada -dijo.

–¿Nada? – preguntó el rey.

–Nada.

–Pues no obtendrás nada a cambio de nada -sentenció Lear-. De modo que habla.

–La verdad es que no podéis culparla, ¿no es cierto? – tercié yo-. Vaya, que las tierras buenas ya se las habéis entregado a Goneril y a Regan, ¿verdad? ¿Qué queda? Un pedazo de Escocia, tan rocoso que hasta una oveja se moriría de hambre, y este miserable río cercano a Newcastle. – Me había tomado la libertad de acercarme al mapa-. Yo diría que, en este caso, para empezar a negociar, el «nada» de Cordelia es un buen principio. Vos deberías contraatacar con España, majestad.

Cordelia sí se trasladó entonces al centro de la mesa.

–Siento, padre, no poder llevarme el corazón a la boca, como mis hermanas. Os amo según el vínculo que me une a vos, que es el de hija, ni más ni menos.

–Cuidado con lo que dices, Cordelia -advirtió Lear-. Tu dote mengua con tus palabras.

–Mi señor, vos me habéis engendrado, criado y querido. Yo os obedezco, os quiero y os honro más que nada. Pero ¿cómo pueden mis hermanas decir que os aman por encima de todas las cosas? ¿Acaso no tienen esposos? ¿Es que no les queda nada de amor para ellos?

–Sí, pero ¿es que no conoces a sus maridos? – dije yo. Desde diversos puntos de la mesa se alzaron unos gruñidos. ¿Cómo pretende nadie considerarse noble y ponerse a gruñir a las primeras de cambio? A eso lo llamo yo mala educación.

–Cuando me case, podéis estar seguro de que mi esposo recibirá al menos la mitad de mis atenciones y la mitad de mi amor. Deciros otra cosa sería mentiros.

Todo aquello era obra de Edmundo, no me cabía duda de ello. De algún modo, debía de saber que ella respondería así, y convenció al rey para que formulara la pregunta. Ella ignoraba que su padre llevaba una semana lidiando con su propia mortalidad y su propio valor.

–Mentir en este instante sería lo mejor para vos -le susurré yo, tras acercarme a ella-. Arrepentíos más tarde, pero ahora, arrojad aunque sea un hueso al pobre viejo, chiquilla.

–¿De modo que así es como te sientes? – preguntó el rey.

–Así es, mi rey. Así me siento.

–Tan joven y tan poco tierna -dijo Lear.

–Tan joven, señor, y tan sincera -replicó Cordelia.

–Tan joven y tan tonta -observó Jones, el títere.

–Muy bien, niña. Que así sea, y que tu sinceridad sea tu dote. Pues, por el fulgor del sol, por las tinieblas de la noche, por todos los santos, por la Santa Madre de Dios, por las órbitas del cielo y la Naturaleza misma, te desheredo.

En su espiritualidad, Lear es algo elástico, por no decir más. Cuando se siente obligado a proferir una maldición, o una bendición, en ocasiones invoca a dioses de media docena de panteones, para asegurarse de que le oiga al menos el que esté de guardia ese día.

–Ninguna propiedad, tierra ni título será tuyo. Los caníbales de la más salvaje Mérica, que venderían a sus hijos en el mercado de la carne, me serán más próximos que tú, hasta hoy mi hija.

Reflexioné sobre ello. Nadie había visto nunca a un mericano, tratándose como se trataba, de seres míticos. Según la leyenda, su afán de lucro les llevaba a vender extremidades de sus propios hijos como alimento, eso fue antes de que quemaran el mundo, claro. Como no esperaba en breve ninguna visita oficial de aquellos mercaderes caníbales y apocalípticos, se me antojaba que mi soberano había forzado la metáfora, o que hablaba en la lengua de un loco de remate.

Kent se puso en pie.

–¡Mi soberano!

–Siéntate, Kent -ladró el rey-. No te interpongas entre el dragón y su ira. Yo la amaba más que a nadie, y esperaba que ella me cuidara en mi senectud, pero, dado que no me quiere lo bastante, Lear sólo hallará reposo en la tumba.

Cordelia parecía más perpleja que dolida.

–Pero, padre…

–¡Fuera de mi vista! ¿Dónde está Francia? ¿Dónde está Borgoña? Pongamos fin a esta farsa. Goneril, Regan, la parte del reino que correspondía a vuestra hermana menor se dividirá entre vosotras dos. Que Cordelia se case con su orgullo. Cornualles y Albany se repartirán a partes iguales el poder y las tierras de un rey. Yo sólo mantendré el título, y un estipendio que alcance para mantener a cien caballeros con sus pajes. Me mantendréis mes tras mes en vuestros castillos, pero el reino será vuestro.

–¡Lear, mi rey, esto es una locura! – insistió Kent, abandonando su lugar en la mesa y acercándose al centro de la estancia.

–Cuidado, Kent -dijo Lear-. El arco de mi ira está doblado y tenso. No me hagas disparar la flecha.

–Disparadla si así lo deseáis. ¿Me mataríais por la osadía de deciros que estáis loco? La mejor lealtad es la de un hombre leal que tiene el valor de hablar sinceramente cuando su señor avanza hacia la demencia. Retractaos, señor, vuestra hija menor no os quiere menos porque no hable, como tampoco quienes hablan en voz más alta son los más sinceros.

Las hermanas mayores y sus esposos se pusieron en pie al oír aquellas palabras. Kent los observó a todos, desafiante.

–No sigas, Kent -le advirtió el rey-. Por tu vida, no pronuncies una palabra más.

–¿Y qué ha sido siempre mi vida sino algo que he arriesgado para serviros a vos? Para protegeros. Amenazad mi vida todo lo que queráis, que eso no me impedirá deciros lo que hacéis mal, señor.

Lear hizo amago de desenvainar la espada, y en ese instante supe que había perdido el juicio, si es que despreciar a su hija preferida y a su más fiel consejero no eran ya suficientes muestras de ello. Si Kent decidía defenderse, el anciano lo segaría como la hoz a la brizna de paja. Desenvainaba tan rápido que ni siquiera un bufón era capaz de detener con su ingenio el avance de la espada. Así, sólo me era dado observar. Pero Albany se abalanzó con rapidez hasta la mesa y detuvo la mano del rey, obligándolo a envainar de nuevo.

Kent sonrió entonces, el viejo zorro, y comprendí que en ningún momento había tenido la intención de batirse con el anciano, y que habría muerto para demostrar con hechos las palabras que había pronunciado ante su soberano. Es más,

Lear también lo sabía, pero en su mirada no había rastro de misericordia, y se le había enfriado la locura. Se libró del abrazo de Albany, y el duque dio un paso atrás.

Cuando el rey volvió a hablar, lo hizo en voz baja, con tono contenido, aunque tembloroso, lleno de odio.

–Óyeme bien, husmeador, traicionero. Nadie cuestiona mi autoridad, mis decisiones, mis promesas… Hacerlo en tierra británica equivale a la muerte, y en el resto del mundo conocido, a la guerra. No lo consentiré. Por todos los años que has dedicado a servirme, te perdono la vida, pero sólo la vida, y no quiero verte nunca más. Tienes cinco días, Kent, para aprovisionarte, y al sexto día, vuelve tu espalda a nuestro reino para siempre. Si transcurren doce días y sigues en esta tierra, será tu muerte. Ahora vete, esto es lo que he decretado, y no pienso revocarlo.

Kent se mostraba aturdido. No era ésa la recompensa por la que había luchado. Hizo una reverencia.

–Adiós, rey. Parto, pues he osado cuestionar un poder tan alto que vos lo vendéis a cambio de unos pocos halagos. – Se volvió en dirección a Cordelia-. Ánimo, muchacha, has dicho la verdad y no has obrado mal. Que los dioses te protejan. – Dio media vuelta, dando la espalda al rey, algo que no le había visto hacer nunca, y abandonó el salón, deteniéndose apenas un instante para observar a Regan y a Goneril-. Habéis mentido muy bien, zorras venenosas.

Yo habría querido animar al viejo bruto, escribirle un poema, pero todos los presentes habían quedado en silencio, y el sonido de la gran puerta de roble al cerrarse tras Kent resonó en la sala como el primer trueno de una tormenta destructora.

–Bien -dije, colocándome de un salto en medio de la mesa-. Creo que ha ido todo lo bien que cabía esperar.

5

Apiadaos del bufón

Con Kent en el destierro, Cordelia desheredada, el rey ya desprovisto de su poder y sus propiedades, entre ellas la más importante, mi casa, la Torre Blanca; con las dos hermanas mayores insultadas por Kent, con los duques dispuestos a rebanarme el pescuezo…, bien, puede decirse que arrancar alguna risa iba a ser todo un desafío. No parecía que la sucesión real fuera un asunto a tocar, y tras el dramón de Lear, no veía el modo de transitar hacia la bufonada o la pantomima, de manera que Babas no era sino una losa atada al pescuezo de la comedia.

Yo, por mi parte, me dedicaba a hacer juegos malabares con unas manzanas y a canturrear una cancioncilla sobre monos, mientras sopesaba el problema.

Últimamente, el rey parecía decantarse claramente hacia el paganismo, mientras que las hermanas mayores habían abrazado la fe de la Iglesia. Gloucester y Edgar eran devotos del panteón romano, y Cordelia, por su parte…, bien, a ella le parecía que todo aquello era una mierda y que Inglaterra debería contar con su propia iglesia, en que las mujeres pudieran ser clérigos. Curioso. De modo que la cosa tendría que ir por un chiste de alto nivel sobre sátira religiosa…

Arrojé las manzanas sobre la mesa y dije:

–Dos papas se están cepillando a un camello detrás de una mezquita, cuando se acerca un sarraceno y…

–¡Sólo hay un papa verdadero! – exclamó Cornualles, ese altísimo torreón de esmegma maliciosa.

–Es un chiste, gilipollas -repliqué yo-. Abandonad por un instante vuestro escepticismo, joder, ¿me haréis ese favor?

En cierto sentido tenía razón (aunque no en lo del camello). Desde hacía un año había sólo un papa, en la ciudad santa de Ámsterdam. Pero durante los cincuenta años anteriores había habido dos, el papa al Por Menor y el papa Descuento. Tras la decimotercera Santa Cruzada, cuando se decidió que, para evitar enfrentamientos futuros, el lugar del nacimiento de Jesús se trasladaría a una ciudad distinta cada cuatro años, los santuarios sagrados habían perdido su importancia geográfica. A partir de entonces la Iglesia entró en una feroz guerra de precios, en la que los distintos templos ofrecían dispensas a los peregrinos a tarifas muy competitivas. Ya no era necesario que se produjera un milagro en un lugar determinado, pues todos podían ser declarados lugares santos, y eso era lo que con frecuencia sucedía. En Lourdes seguían vendiendo las dispensas junto con sus aguas milagrosas, pero cualquier espabilado de Puddinghoe podía plantar unos pensamientos y pregonar: «¡Jesús echó una meadita aquí mismo, en este huerto, cuando era niño! Dos peniques y una calada de maría te sacan del purgatorio durante un eón, tío.»

Al poco, en toda Europa, surgió un gremio entero de custodios de santuarios de bajo precio, que nombraron a su propio papa: Descarado, el Relativamente Desvergonzado, papa Descuento de Praga. La guerra de precios había empezado. Si el papa holandés te concedía cien años de dispensa en el purgatorio a cambio de un chelín y un billete de barcaza, el papa Descuento te sacaba de él durante doscientos años, y además llegabas a tu casa con el fémur de un santo menor, y con una astilla de la Santa Cruz. El papa al Por Menor ofrecía tapas de jamón y queso con la hostia durante la comunión, y el papa Descuento contraatacaba con monjas en topless durante las misas nocturnas.

Todo ello alcanzó su punto álgido cuando san Mateo se apareció al papa al Por Menor en una visión que éste tuvo, y le reveló que los fieles estaban más interesados en la calidad de sus experiencias religiosas que en su cantidad. Con aquella inspiración, el papa al Por Menor trasladó la Navidad a junio, porque las condiciones climáticas no eran tan pésimas para ir de compras, y el papa Descuento, sin percatarse de que las reglas del juego habían cambiado, respondió perdonando el infierno a todos los que le hicieran una paja a un sacerdote. Sin infierno, no había miedo y sin miedo ya no había necesidad de que la Iglesia proporcionara la redención ni -más importante aún- medios para que ésta modificara los comportamientos. Los fieles del papa Descuento desertaron en masa, bien para abrazar la rama de la Iglesia encabezada por el papa al Por Menor, bien para abrazar alguna de las más de doce sectas paganas que habían surgido. ¿Por qué no emborracharse y ponerse a bailar desnudos alrededor de una estaca todo el sabbat, si lo peor que podía pasarte era que te saliera un sarpullido en las partes, o que tuvieras un hijo bastardo de vez en cuando? Al papa Descarado lo quemaron en la hoguera durante la siguiente celebración celta, pagana, del Beltane, y los gatos se cagaron en sus cenizas.

De modo que sí, que tal vez un chiste sobre dos papas resultara inoportuno, pero, qué diablos, aquellos eran tiempos difíciles, y yo insistí un poco:

–Y va el segundo papa y dice: «¿Tu hermana? ¡Creía que era kosber!»

Y nadie se rio. Cordelia, poniendo los ojos en blanco, resopló.

La fanfarria patética de la única trompeta inundó el aire, los grandes portones se abrieron y Francia y Borgoña entraron mariposeando en el salón, seguidos de Edmundo, el bastardo.

–Silencio, bufón -me ordenó Lear con grandes aspavientos-. Hola, Borgoña; hola, Francia.

–Hola, Edmundo, maldito bastardo -dije yo.

Lear me ignoró e hizo una seña a los dos para que se le acercaran. Ambos estaban en forma y, sin ser altos, lo eran más que yo. No llegaban a los treinta. Borgoña tenía los cabellos negros, y las facciones angulosas de un romano. Los de Francia eran de un castaño claro, y sus rasgos, más suaves. Cada uno de ellos llevaba espada y daga al cinto, aunque yo dudaba que las hubieran usado alguna vez, salvo durante las ceremonias. Malditos franchutes.

–Señor de Borgoña -dijo Lear-, habéis competido por la mano de la menor de nuestras hijas. ¿Qué dote pedís por ella?

–No menos de lo que vuestra alteza ha ofrecido -respondió el moñas moreno.

–Ah, ya no es así buen Borgoña. Lo que hemos ofrecido, lo hemos ofrecido cuando la apreciábamos. Pero ahora ha suscitado nuestra ira, y ha traicionado nuestro amor, y su dote asciende a nada. Si la queréis tal como está, tomadla, pero no habrá dote.

Borgoña no disimulaba su asombro. Retrocedió, y estuvo a punto de pisar a Francia.

–En ese caso lo siento, señor, pero en mi búsqueda de duquesa debo contemplar el poder y las posesiones.

–Ella no tendrá ni lo uno ni las otras -reiteró Lear.

–Que así sea -dijo Borgoña, que, tras asentir y dedicarle una reverencia, se retiró unos pasos más-. Lo siento, Cordelia.

–No os preocupéis, señor -respondió la princesa-. Si el corazón de Borgoña se desposa solamente con el poder y las posesiones, entonces nunca podría desposarse conmigo verdaderamente. Que la paz sea con vos.

Yo suspiré, aliviado. Tal vez nos expulsaran de nuestra casa, pero si a Cordelia la expulsaban con nosotros…

–¡Yo la desposaré! – exclamó Edgar.

–¡No lo harás, tarado, fornicador de perros, cara de culo! – es posible que exclamara yo sin querer.

–No lo harás -dijo Gloucester, tirando de su hijo para que volviera a sentarse.

–Sí, será mía -insistió el príncipe de Francia-, pues ella es una dote en sí misma.

–Vamos, hombre, no me jodas -proferí.

–Bolsillo, ya basta -dijo el rey-. Guardias, lleváoslo fuera y retenedlo hasta que hayamos terminado.

Dos escuderos se colocaron detrás de mí y me levantaron por las axilas. Oí que Babas gemía, y vi que se ocultaba cobardemente tras una columna. Aquello no había sucedido jamás, ni remotamente. Yo era el bufón al que todo le estaba permitido. Era el único que podía decir la verdad a los poderosos. ¡Soy el descarado monito de feria del rey de Bretaña, joder!

–No sabes dónde te metes, Francia. ¿Tú le has visto los pies? O tal vez te interese precisamente por eso, para ponerla a trabajar en tus viñas, pisando uva. Majestad, ese marica pretende hacerla vasalla, y si no, al tiempo.

Pero nadie oyó mis últimas palabras porque los guardias me habían sacado a rastras del salón, y me retenían ahí fuera. Traté de golpear a uno de ellos con mi Jones, pero él agarró el palo del títere y se lo metió en el cinturón, por detrás.

–Lo siento, Bolsillo -dijo Curan, el capitán de la guardia, un oso gris cubierto de cota de malla que me tenía agarrado por el brazo derecho-. Ha sido una orden directa. Tú mismo te has encargado de cavar tu propia tumba con esa lengua que tienes.

–A mí no -dije yo-. A mí no me haría nada.

–Hasta esta noche, yo nunca habría dicho que enviaría al destierro a su mejor amigo, ni que desheredaría a su hija favorita. De modo que condenar a la horca a un bufón le resultará fácil, muchacho.

–Así es -admití-. Tienes razón. Suéltame entonces.

–No hasta que el rey haya terminado.

Las puertas se abrieron en ese instante, y la anémica fanfarria resonó a través del umbral, que atravesaron el príncipe de Francia y Cordelia, agarrada de su brazo, con una sonrisa de oreja a oreja. Me fijé en que apretaba mucho la mandíbula, pero se relajó al verme, y parte de la ira que sentía abandonó sus ojos.

–De modo que te largas con el príncipe gabacho -le dije.

Francia, el jodido maricón francés, se rio al oír mi comentario. ¿Existe algo más irritante que un noble que se comporta noblemente?

–Sí, me voy, Bolsillo, pero hay algo que debes recordar siempre y no olvidar nunca.

–¿Las dos cosas a la vez?

–Cállate.

–Sí, mi señora.

–Debes recordar siempre, y no olvidar nunca, que aunque eres el bufón negro, el bufón oscuro, el bufón real, el bufón con libertad total, el bufón del rey, no te trajeron hasta aquí para que fueras esas cosas. Te trajeron aquí para que me divirtieras a mí. ¡A mí! De modo que, dejando de lado tus títulos, un bufón es siempre un bufón y, ahora y siempre, eres mi bufón.

–Vaya, creo que en Francia os irá muy bien. Allí ser desagradable se tiene por virtud.

–¡Mío!

–Ahora y siempre, señora.

–Puedes besarme la mano, bufón.

El escudero me soltó, y yo me incliné para tomársela. Pero ella la retiró, se dio la vuelta, y el vestido se le abrió como un abanico mientras se alejaba.

–Lo siento, te estaba tomando el pelo.

Yo sonreí, mirando al suelo.

–Mala puta.

–Te echaré de menos, Bolsillo.

–Llevadme con vos. Llevadnos a los dos. Francia, no os vendría mal un bufón ingenioso, ni un saco de flatulencias grande y pesado como Babas, ¿no os parece?

El príncipe negó con la cabeza, con lástima excesiva en la mirada, para mi gusto.

–Eres el bufón de Lear, y con Lear debes quedarte.

–No es eso lo que acaba de decir vuestra esposa.

–Ya aprenderá -respondió el príncipe, que se volvió y siguió a Cordelia por el corredor. Yo quise ir tras ellos, pero el capitán me agarró del brazo.

–Suéltala, muchacho.

Los siguientes en abandonar el salón fueron las hermanas con sus maridos. Sin darme tiempo a decir nada, el capitán me cubrió la boca con la mano y me levantó por los aires, mientras yo no dejaba de dar puntapiés. Cornualles se llevó la mano al puñal, pero Regan tiró de él para disuadirlo.

–Acabas de obtener un reino, duque. Matar gusanos es trabajo de criados. Deja que ese bufón amargado se consuma en su propia bilis.

Aquella mujer me deseaba, eso estaba claro.

Goneril no se atrevió a mirarme a los ojos, y pasó de largo mientras su esposo, Albany, meneaba la cabeza, tras ella. Cientos de comentarios ingeniosos murieron asfixiados en el tupido guante del capitán. Así amordazado, le lancé el braguero al duque e intenté tirarme un pedo, pero de la trompeta de mi culo no salió ni una sola nota.

Como si los dioses hubieran enviado un avatar tenue y gaseoso para que acudiera en mi ayuda, Babas fue el siguiente en asomar por la puerta, caminando más erguido que de costumbre.

Entonces me fijé en que alguien le había atado una soga al cuello, y que la había anudado a una lanza cuya punta casi se le clavaba en el pescuezo. Edmundo apareció entonces en el pasadizo, sujetando el otro extremo de la lanza, escoltado por dos hombres armados.

–De modo que el capitán se está divirtiendo contigo, Bolsillo -dijo Babas, inconsciente del peligro que corría.

El capitán me soltó en ese instante, pero me agarró por el hombro para que no me acercara a Edmundo; su padre y su hermano pasaron tras él.

–Tenías razón, Bolsillo -dijo Edmundo, pinchando un poco a Babas, para dar más énfasis a sus palabras-. Matarte me colocaría para siempre en una posición nada favorable, pero un rehén puede servirme para canjearlo. He gozado tanto de tu actuación en la sala que he logrado del rey que me proporcione un bufón para mí solo, y mira qué me ha regalado. Vendrá a Gloucester con nosotros, así nos aseguraremos de que no olvides tu promesa.

–Para eso no te hace falta la lanza, bastardo. Irá con vos si se lo pido.

–¿Nos vamos de vacaciones, Bolsillo? – me preguntó Babas, al que la sangre empezaba a resbalarle por el cuello. Me aproximé al gigante.

–No, muchacho -le respondí-. Tú te vas con este bastardo. Haz lo que te diga. – Me volví hacia el capitán-. Dame tu puñal.

El capitán observó a Edmundo y a los hombres armados junto a él, que se habían llevado las manos a la empuñadura de sus espadas.

–No lo sé, Bolsillo…

–¡Dame tu maldito puñal!

Me revolví, le arranqué la daga que llevaba al cinto y, sin dar tiempo a los soldados a desenvainar, corté la cuerda que Babas llevaba al cuello, y le despegué la lanza de Edmundo.

–Te digo que no te hace falta esa lanza, bastardo.

Le devolví la daga al capitán y le hice una seña a Babas para que se agachara y poder mirarlo a los ojos.

–Quiero que vayas con Edmundo, y que no le des ningún problema. ¿Lo entiendes?

–Sí. ¿Y tú no vienes?

–Yo iré más tarde. Más tarde. Antes tengo que ocuparme de unos asuntos en la Torre Blanca.

–¿Fornicio? – Babas asintió con tanto entusiasmo que casi pudo oírse el ruido de su diminuto cerebro chocando contra el cráneo-. Y yo podré ayudarte, ¿verdad?

–No, muchacho, pero tendrás tu propio castillo. Allí serás bufón de verdad. Y habrá toda clase de intrigas, de gente a la que espiar. Babas, ¿entiendes lo que te digo, muchacho? – Le guiñé un ojo, con la vana esperanza de que el idiota comprendiera lo que trataba de decirle.

–¿Y allí también se fornica sin parar, Bolsillo?

–Sí, creo que puedes darlo por hecho.

–¡Genial! – Babas aplaudió y se puso a bailar, mientras cantaba-: Fornicando sin parar, fornicando sin parar…

Observé a Edmundo.

–Tienes mi palabra, bastardo. Pero también la tienes de que si le sucede algo malo a este tarado, yo me encargaré de que los fantasmas te persigan hasta la tumba.

Un destello de temor iluminó los ojos de Edmundo, aunque trató de disimularlo e impostó su habitual sonrisa arrogante.

–Su vida depende de tu palabra, hombrecillo.

El bastardo dio media vuelta y se alejó por el pasillo. Babas volvió la vista atrás, con lágrimas temblorosas en los ojos, pues al fin se había dado cuenta de lo que sucedía. Me despedí de él con la mano.

–Yo me habría cargado a los otros dos si tú le hubieras clavado la daga -dijo Curan. El otro guardia se mostró de acuerdo-. Ese bastardo se lo merece.

–A buenas horas me lo decís.

Otro guardia abandonó el salón en ese momento, y al ver que allí sólo quedaba el bufón con su capitán, se dirigió a nosotros.

–Capitán, el catador del rey… Está muerto, señor. Yo tenía tres amigos.

6

Amistad y algún que otro polvo

La vida es soledad, rota sólo cuando los dioses nos tientan con la amistad y algún que otro polvo. Admito que sufrí. Tal vez fuera un necio por esperar que Cordelia se quedara, pero bueno, soy bufón, qué queréis… Durante casi toda mi vida adulta ella había sido el látigo en mi espalda, el cebo de mi entrepierna, el bálsamo de mi imaginación: mi tormento, mi tónico, mi fiebre, mi maldición. Y me desespera su ausencia.

En el castillo no hallo consuelo. Babas se ha ido, Catador también, Lear ha enloquecido. En realidad, Babas no me hacía mucha más compañía quejones, y resultaba menos manejable, pero me preocupo por él, pues es un niño grande que se ha visto atrapado en las redes de tantos villanos, de tantas armas… Añoro su sonrisa mellada, llena de perdón, resignación y, no pocas veces, de queso.

Y de Catador, ¿qué sabía en verdad de él? Sólo que era un muchacho cetrino de la aldea de Narices de Jabalí del Támesis. Y sin embargo, cuando necesitaba un oído comprensivo, él me ofrecía los suyos aunque, con frecuencia, sus preocupaciones alimentarias, algo egoístas, lo distrajeran de mis cuitas.

Tendido en el jergón de mi puerta fortificada, mirando por las troneras cruciformes, contemplando los huesos grisáceos de Londres, me recreaba en mi tristeza, y añoraba a mis amigos.

A mi primera amiga.

A Talía.

La anacoreta.

Un día frío de otoño, en Lametón de Perro, la tercera vez que me permitieron llevarle comida a la anacoreta, nos hicimos amigos. A mí seguía inspirándome un temor reverencial, y encontrarme en su presencia bastaba para que me sintiera ruin, indigno y profano, aunque de un modo positivo. Pasé el plato con el pedazo de pan moreno, basto, y el queso por la cruz del muro, entre oraciones y súplicas, implorándole el perdón.

–Yo te perdono, Bolsillo, yo te perdono. Te perdonaré si me cantas una canción.

–Debéis de ser una dama muy piadosa, y sentir un gran amor por el Señor.

–El Señor es un soplapollas.

–Yo creía que el señor era un pastor.

–Bueno, eso también. Pero el hombre necesita sus distracciones. ¿conoces Greensleeves?

–Me sé Dona Nobis Pacem.

–¿conoces alguna canción de piratas?

–Podría cantar Dona Nobis Pacem como un pirata.

–Significa «Danos la Paz» en latín, ¿verdad?

–Así es, señora.

–En ese caso, resultaría algo forzado, ¿no crees? ¿un pirata que cantara «danos la maldita paz»?

–Sí, supongo que sí. En ese caso podría cantaros un salmo, señora.

–Está bien, Bolsillo, que sea un salmo. Uno en el que salgan piratas y se derrame mucha sangre, si es que lo tienes.

Yo estaba nervioso, necesitaba desesperadamente la aprobación de la anacoreta, y temía que si la contrariaba el ángel vengador vendría a fulminarme, como parecía que sucedía con frecuencia en las Escrituras. Por más que me esforzaba, no lograba recordar ningún salmo de piratas. Carraspeé, y entoné el único que sabía en lengua vernácula:

–«El Señor es mi soplapollas, nada me falta…»

–Un momento, espera -dijo la anacoreta-. ¿No era «el Señor es mi pastor…»?

–Bueno, sí, señora, pero vos habéis dicho que…

Y entonces ella empezó a reírse. Era la primera vez que la oía reír, y me pareció como si la Virgen en persona me diera su aprobación. En aquella cámara oscura, iluminada apenas por la tenue luz de la vela que yo llevaba encendida, me pareció que su risa me envolvía, me abrazaba.

–¡Oh, Bolsillo, eres un amor! Tarado a más no poder, pero un amor.

Yo sentía que la sangre se me agolpaba en el rostro. Estaba orgulloso, avergonzado y emocionado, todo a la vez. No sabía qué hacer, de modo que me postré de rodillas frente a la tronera, con una mejilla apoyada en el suelo de piedra.

–Lo siento, señora.

Ella se rio un poco más.

–Ponte en pie, señor Bolsillo de Lametón de Perro.

La obedecí y miré a través de la abertura en forma de cruz del muro, y por ella vi aquella estrella mortecina que era su ojo, reflejando la llama de la vela, y sólo entonces me di cuenta de que los míos estaban arrasados en lágrimas.

–¿Por qué me habéis llamado así?

–Porque me has hecho reír, y eres valiente, y lo mereces. Creo que vamos a ser muy buenos amigos.

Yo empecé a preguntarle a qué se refería, pero el cerrojo de metal resonó, y la puerta del pasillo se abrió despacio. Apareció la madre Basila con una palmatoria en la mano, y expresión disgustada.

–Bolsillo, ¿qué está pasando aquí? – preguntó la superiora con su voz ronca, de barítono.

–Nada, reverenda madre. Acabo de traerle su comida a la anacoreta.

La madre Basila parecía reacia a traspasar el umbral del corredor, como si temiera hallarse frente a la tronera que daba a la cámara de la anacoreta.

–Ven conmigo, Bolsillo. Es la hora de los rezos.

Le hice una reverencia rápida a nuestra beata y abandoné el pasadizo a toda prisa, bajo el brazo de la madre Basila. Cuando ésta cerraba ya la puerta, la anacoreta la llamó.

–Reverenda Madre, un momento, por favor.

La madre Basila abrió mucho los ojos, y por su gesto se habría dicho que acababa de oír la llamada del diablo.

–Acude a las vísperas, Bolsillo, que yo voy enseguida.

Dicho esto, entró en el corredor ciego y cerró la puerta, en el preciso instante en que empezaba a sonar la campana que nos llamaba a vísperas.

Yo no supe de qué hablaría la anacoreta con la madre Basila, tal vez de alguna conclusión a la que hubiera llegado tras sus largas horas de oración, o tal vez de algún error que hubiera podido cometer yo, y que la llevara a no querer verme más. Acababa de hacer mi primera amiga, y ya me dolía la idea de perderla. Mientras repetía las oraciones en latín que recitaban los curas, con el corazón pedía a Dios que no se llevara a la anacoreta, y cuando la misa terminó, permanecí en la capilla y recé hasta medianoche, cuando ya habían terminado las plegarias de completas.

La madre Basila me encontró en la capilla.

–Va a haber algunos cambios, Bolsillo.

El alma se me cayó a los pies.

–Perdonadme, reverenda madre, pues no sé lo que hago.

–¿De qué hablas, Bolsillo? No te estoy regañando. Estoy añadiendo labores a tu devoción.

–Ah.

–A partir de ahora, llevarás alimento y bebida a la anacoreta en la hora anterior a las vísperas, y ahí, en la cámara exterior, te sentarás hasta que haya comido, pero al oír la campana que anuncia los rezos vespertinos te ausentarás, y no regresarás hasta el día siguiente. No has de permanecer más de una hora, ¿lo comprendes?

–Sí, madre, pero ¿por qué sólo una hora?

–Porque si la hora se prolonga, distraerás a la anacoreta de su propia comunión con Dios. Es más, no debes preguntarle jamás cómo era antes, ni sobre su familia, ni sobre ningún aspecto de su pasado. Si te hablara de esas cosas, debes taparte los oídos con los dedos, ponerte a cantar a voz en cuello «la la la, la la la, no os oigo, no os oigo», y abandonar la cámara inmediatamente.

–Eso no puedo hacerlo, madre.

–¿Por qué no?

–Porque no podría abrir el cerrojo si tengo los dedos en los oídos.

–Qué ingenioso eres. Creo que esta noche vas a dormir sobre el suelo de piedra. La alfombra te protege del frío e impide que se temple tu imaginación febril, que es una abominación a ojos de Dios. Sí, esta noche recibirás unos cuantos azotes, y dormirás en el suelo desnudo, por culpa de tu ingenio.

–Sí, madre.

–Sigamos. No debes hablar nunca con la anacoreta de su pasado, y si lo haces, serás excomulgado y condenado por toda la eternidad, sin posibilidad de redención, y la luz del Señor jamás recaerá sobre ti, y vivirás en las tinieblas y el dolor por siempre jamás. Y, además, le pediré a sor Bambi que te use como alimento del gato.

–Sí, madre -dije. Estaba tan emocionado que casi me oriné encima. Recibiría todos los días la bendición gloriosa de la anacoreta.

–Pues eso sí que es una mierda de serpiente -dijo la anacoreta.

–No, madre, es un gato enorme.

–Pero si no me refiero al gato, sino a contar sólo con una hora al día. ¿Sólo una?

–La madre Basila no quiere que perturbe vuestra comunión con Dios, señora anacoreta -expuse, agachando la cabeza sobre la tronera oscura. – Llámame Talía.

–No me atrevo a hacerlo, madre. Y tampoco puedo preguntaros nada sobre vuestro pasado, ni sobre vuestros orígenes. La madre Basila me lo ha prohibido.

–En eso tiene razón, pero puedes llamarme Talía. Somos amigos.

–De acuerdo, madre. Talía.

–Y tú sí puedes contarme cosas de tu pasado, buen Bolsillo. Háblame de tu vida.

–Pero si sólo conozco Lametón de Perro…, es lo único que he conocido en mi vida.

Oí que ella se reía en la oscuridad de su encierro.

–Entonces cuéntame alguna historia que hayas aprendido durante tus lecciones.

Le hablé entonces de la lapidación de san Esteban, de la persecución de san Sebastián, de la decapitación de san Valentín, y ella, a su vez, me contó las historias de algunos santos de los que jamás había oído hablar en el catecismo.

–Y bien -concluyó Talía-. Esta es la historia de cómo san Rufo de la Llave Inglesa murió a lametones de marmota.

–Parece un martirio horroroso -dije.

–Lo es -dijo la anacoreta-, pues la saliva de marmota es la más repugnante de todas las sustancias, y por eso san Rufo es, aún hoy, patrón de la saliva y la halitosis. Pero ya basta de martirios. Cuéntame algún milagro.

Y eso hice. Le conté el milagro de la lechera de santa Brígida de Kildare, que se llenaba sola, y el de san Filian, que, cuando un lobo mató a su buey, convenció a aquél para que tirara de un carro lleno de material para la construcción de una iglesia, y el de san Patricio, que libró Irlanda de serpientes.

–Así es -corroboró Talía-, y las serpientes se lo han agradecido siempre. Pero déjame que te hable de uno de los milagros más asombrosos, en el que santa Canela expulsó de Swinden a todos los Mazdas.

–Nunca había oído hablar de santa Canela -dije yo.

–Bueno, eso es porque estas monjas de Lametón de Perro son de extracción humilde, y no son dignas de tales cosas. Por eso no debes compartir con ellas lo que aprendes aquí, no fueran a impresionarse y vaya a darles un síncope.

–¿Un síncope por exceso de piedad?

–Así es, muchacho, y serías tú el causante de su muerte.

–Eso no lo desearía jamás.

–Por supuesto que no. ¿Sabías que en Portugal canonizan a los santos disparándolos físicamente de un cañón?

Y así seguía, día tras día, semana tras semana, intercambiando secretos y mentiras con Talía. Podría pensarse que era cruel por su parte pasar el único rato que tenía de contacto con el mundo exterior contando embustes a un niño pequeño, pero la primera historia que me había contado la madre Basila había sido la de una serpiente que hablaba y que había tentado a unas personas desnudas para que comieran de un fruto prohibido, y el obispo la había hecho abadesa. En todo momento, lo que Talía me enseñaba era a entretenerla. A compartir un momento contando una historia divertida, a estrechar lazos con alguien, por más que estuviera separado de ti por una pared de piedra.

Una vez al mes, durante los dos primeros años, el obispo se trasladaba desde York para comprobar el estado de la anacoreta, y ella parecía perder el buen humor durante un día, como si él se lo quitara y se lo llevara, pero no tardaba en recuperarse, y retomábamos nuestra costumbre de charlar y reírnos. Transcurridos los primeros años, el obispo dejó de venir, y yo no me atrevía a preguntarle la razón a la madre Basila, no fuera a recordárselo y el adusto prelado retomara aquellas visitas descorazonadoras.

Cuando más tiempo pasaba la anacoreta en su cámara, más le gustaba que le contara los detalles más mundanos del mundo exterior.

–Háblame del tiempo que hace hoy, Bolsillo. Descríbeme el cielo, y no omitas ni una sola nube.

–Bueno, hoy parece como si alguien hubiera catapultado una oveja gigante hacia el cielo escarchado de Dios.

–Invierno de mierda. ¿Hay cuervos en el cielo?

–Los hay, Talía, como si un vándalo con pluma y tinta se hubiera dedicado a dibujar, azarosamente, puntos negros en la cúpula celeste.

–Bien dicho, cariño, una imagen del todo incoherente.

–Gracias, señora.

Mientras me dedicaba a mis tareas y mis estudios, trataba de tomar nota de todos los detalles y de construir metáforas mentalmente para poder pintar cuadros de palabras que regalaría a mi anacoreta, para la que yo era su luz y su color.

Parecía que mi jornada empezaba a las cuatro, cuando me dirigía a la celda de Talía, y que concluía a las cinco, cuando la campana llamaba a vísperas. Todo, antes de esa hora, suponía una preparación para ella, y todo, después de esa hora, era un dulce recuerdo de lo vivido.

La anacoreta me enseñó a cantar, no sólo los himnos y los cánticos que llevaba entonando desde niño, sino las canciones románticas de los trovadores. Con su magisterio sencillo, paciente, me transmitió bailes, juegos malabares, acrobacias, y todo a través de descripciones verbales; ni una sola vez en todo ese tiempo posé la mirada en la anacoreta, ni vi más que parte de su perfil por el hueco de la tronera.

Crecí, y el bozo cubrió mi rostro. Se me quebró la voz, como si tuviera un ganso diminuto metido en el pescuezo que graznara, reclamando alimentos. Las monjas de Lametón de Perro empezaron a verme como algo más que su mascota, pues muchas habían llegado a la abadía cuando no eran mayores que yo. Flirteaban conmigo y me pedían que les cantara una canción, que les recitara un poema, que les contara una historia, cuanto más picante mejor. La anacoreta me había enseñado muchas, aunque nunca me revelaba dónde las había aprendido.

–¿Fuisteis juglaresa antes de ser monja?

–No, Bolsillo. Y yo no soy monja.

–Pero tal vez vuestro padre…

–No, mi padre tampoco fue monja.

–No, pero tal vez fuera juglar.

–Dulce Bolsillo, no debes preguntarme por mi vida anterior. Lo que soy ahora lo he sido siempre, y todo lo que soy lo soy aquí, contigo.

–Dulce Talía -repliqué-, eso no se lo cree nadie, eso es una patraña del tamaño de una boñiga de dragón.

–¿Es blanda?

–Sonreís, ¿verdad?

Ella acercó la vela a la tronera, iluminando su sonrisa astuta. Yo me eché a reír, y metí la mano en la abertura para acariciarle la mejilla. Ella suspiró, me tomó la mano y la apretó con fuerza contra sus labios. Y entonces, en un instante, me retiró la mano y se separó de la luz.

–No os ocultéis -le supliqué-. Por favor, no os ocultéis.

–Bien poco me es dado decidir si me oculto o no. Vivo en una maldita tumba.

Yo no sabía qué decir. Nunca hasta entonces se había lamentado de su decisión de convertirse en la anacoreta de Lametón de Perro, por más que otras manifestaciones de su fe resultaran algo abstractas.

–Lo que os pido es que no os ocultéis de mí. Que me dejéis veros.

–¿Quieres verme? ¿Quieres ver?

Yo asentí.

–Dame tus velas.

Me pidió que le pasara cuatro velas encendidas por la abertura de la tronera. Cada vez que yo actuaba para ella, me pedía que las dispusiera en palmatorias, alrededor de la cámara exterior, para verme bailar, o hacer malabarismos, o acrobacias, pero nunca me había pedido que le entregara más de una vela para su propia celda. Las distribuyó por su cámara, y por primera vez vi la losa de piedra en la que dormía, sobre un colchón de paja, y sus escasas posesiones esparcidas sobre una mesa basta. Talía estaba ahí, de pie, cubierta con un vestido de lino harapiento.

–Mira -me dijo, quitándose el vestido y dejándolo caer al suelo.

Era lo más hermoso que había visto en mi vida. Más joven de lo que yo imaginaba, flaca, pero de curvas femeninas. Y su rostro era el de una virgen maliciosa, tallada por un escultor que se hubiera inspirado más en el deseo que en la divinidad. De cabellos largos, rubios, que se iluminaban a la luz de las velas como si un solo rayo de sol lo hubiera encendido con su fuego dorado. Yo sentí que un calor ascendía hasta mi rostro, y que otra cosa ascendía dentro de mis pantalones. Estaba excitado, confuso y avergonzado a la vez y, dando la espalda a la tronera, exclamé:

–¡No!

De pronto, ella estaba ahí, y sentí su mano en mi hombro, que ascendía hasta acariciarme la nuca.

–Bolsillo. Dulce Bolsillo, no. No pasa nada.

–Siento como si la Virgen y el demonio hubieran tomado mi cuerpo como campo de batalla. Yo no sabía que fueseis así.

–¿Cómo? ¿Una mujer, quieres decir?

Su mano estaba tibia, y su pulso era firme. Me amasaba los músculos del hombro a través de la abertura del muro, y yo me arrimaba más a él. Habría querido abandonar la cámara, estar ya dormido, o acabar de despertarme…, avergonzarme por que el diablo hubiera venido a visitarme en plena noche, con un sueño húmedo de tentación.

–Tú me conoces, Bolsillo. Soy tu amiga.

–Pero eres la anacoreta.

–Soy Talía, tu amiga, que te ama. Vuélvete, Bolsillo.

Y yo lo hice.

–Dame la mano -me dijo.

Y yo lo hice.

Se la acercó al cuerpo, la cubrió con las suyas, y allí, arrimado a la pared de piedra fría, a través de aquella cruz abierta en ella, descubrí un universo nuevo…, del cuerpo de Talía, de mi cuerpo, del amor, la pasión, la evasión…, y me pareció mucho mejor que todos los malditos cánticos y los juegos malabares. Cuando la campana llamó a vísperas, nos separamos de la cruz, cansados, jadeantes, y nos echamos a reír. Yo me había roto un diente.

–¿Uno a cero a favor del diablo, entonces, mi amor? – dijo Talía.

Cuando, a la tarde siguiente, volví a llevarle la cena, ella me esperaba con la cara muy pegada al centro de la aspillera cruciforme. Parecía como una de aquellas gárgolas de rostro angélico que flanqueaban las puertas de Lametón de Perro, aunque éstas parecían llorar siempre y ella, en cambio, sonreía.

–Así que hoy no has ido a confesarte, ¿verdad?

Me estremecí.

–No, madre, he trabajado en el escriptorium casi todo el día.

–Bolsillo, creo que prefiero que no me llames madre, si no es mucho pedir. Dado el nuevo nivel de nuestra amistad, me parece…, no sé…, ofensivo.

–Sí, mad…, esto…, señora.

–«Señora» sí te lo acepto. Y ahora, pásame la cena y veamos si puedes encajar la cara en este ventanuco igual que he hecho yo.

Ella había logrado meter los pómulos en la aspillera, que era ligeramente más ancha que mi mano.

–¿No os duele? – Yo llevaba todo el día descubriéndome arañazos en los brazos y otras partes de mi cuerpo, causados por la aventura de la noche anterior.

–No es como cuando despellejaron viva a santa Bartola, pero sí, escuece un poco. No puedes confesar lo que hicimos, o lo que hacemos, amor. Eso lo sabes, ¿verdad?

–¿Entonces voy a ir al infierno?

–Bueno -dijo ella, que alzó los ojos al cielo y los entornó, como si buscara la respuesta en el techo-. No irás solo. Sírveme la cena y mete la cara por el ventanuco. Tengo algo que enseñarte.

Así siguieron las cosas durante semanas, durante meses. Y yo pasé de acróbata mediocre a experto contorsionista, y Talía pareció recobrar parte de la vida que había perdido. No era santa en el sentido en que se lo parecía a sacerdotes y a monjas, pero estaba llena de espiritualidad, y demostraba una clase distinta de devoción. Más preocupada con la vida presente, el momento presente, que con la eternidad más allá del alcance de la cruz del muro. Yo la adoraba, y deseaba que saliera de la cámara, que se asomara al mundo, conmigo, y empecé a planear su huida. Pero yo sólo era un niño, y ella estaba muy loca, de modo que no iba a poder ser.

–Le he robado un cincel a un cantero que iba camino de la catedral de York. Os llevará cierto tiempo, pero si trabajáis en una sola piedra, tal vez en verano ya logréis huir.

–Mi huida eres tú, Bolsillo. La única huida que me permitiré nunca.

–Pero podríamos escapar, estar juntos.

–Eso sería genial, pero no puedo irme. De modo que acércate y mete la herramienta por la cruz. Hoy Talía tiene una oferta especial para ti.

Una vez con la herramienta en la cruz, nunca lograba salirme con la mía. Me distraía. Pero aprendía cosas, y si la confesión me estaba prohibida -a decir verdad, no me sentía tan mal al respecto-, empecé a compartir lo que asimilaba.

–Talía, debo confesaros algo. Le he contado a la hermana Nikki lo del «botoncillo de la flor».

–¿De veras? ¿Se lo has contado, o se lo has mostrado?

–Bueno, se lo he mostrado, supongo. Pero parece que es un poco lenta, porque quería que le enseñara dónde estaba una y otra vez. Me ha pedido que me reúna con ella en el claustro esta noche, después de las vísperas, para que se lo vuelva a enseñar.

–Ah, las ventajas de ser lenta. Aun así, es pecado mostrarse egoísta con los conocimientos adquiridos.

–Ya me parecía a mí -dije, aliviado.

–Y, hablando de botoncillos de flor, creo que hay uno aquí dentro que se ha portado mal y precisa de unos lengüetazos bien dados.

–Cómo no, señora -respondí, encajando las mejillas en la aspillera-. Mostradme a ese bribón, que le daré su merecido.

Y así seguíamos. No conocía a nadie más con callos en las mejillas, pero también había desarrollado los brazos y la fuerza de un herrero, pues debía sostenerme con las puntas de los dedos, colgado a peso de las grandes piedras, para meter mis partes por el ventanuco.

Y así me encontraba una tarde, suspendido, pegado a la pared como una araña, mientras la anacoreta, aplicada y amable, se ocupaba de mí, cuando el obispo penetró en la antecámara.

(¿Que el obispo penetró en la antecámara? ¿Que el obispo penetró en la antecámara? Ahora te pones tímido y recurres a eufemismos sobre partes del cuerpo y posturas, cuando ya has confesado violaciones mutuas con una mujer santa a través de una ranura en forma de cruz, joder? Pues no, no es creíble.)

Que no, que el que entró en la antecámara, acompañado por la jodida Basila -que llevaba un par de jodidas lámparas encendidas-, era el jodido obispo de York en persona.

Me separé de la pared. Por desgracia, Talía no lo hizo. Al parecer, también su fuerza había aumentado a copia de repetir nuestros encuentros en el muro.

–¿Qué diablos estás haciendo, Bolsillo? – preguntó la anacoreta.

–¿Qué estás haciendo? – preguntó la madre Basila.

Yo seguía ahí, más o menos suspendido en la pared, sostenido en tres puntos, de los que uno no estaba cubierto por ningún zapato.

–¡Aaaaaaah! – exclamé. Se me hacía algo difícil pensar.

–No estires tanto, muchacho -dijo Talía-. Se supone que esto tiene que ser más una danza que una competición de a ver quién tira más de la cuerda.

–El obispo está aquí fuera -la advertí yo.

Ella soltó una carcajada.

–Muy bien, pues dile que se ponga a la cola, que lo atenderé cuando tú y yo hayamos terminado.

–No, Talía, está aquí de verdad.

–Vaya, mierda -declaró, soltándome el mango.

Yo caí al suelo, y al momento me acurruqué, boca abajo.

–Buenas noches, su gracia -dijo Talía, que todavía tenía la cara encajada en el ventanuco-. ¿Le apetece un revolcón rápido antes de las vísperas?

El obispo se volvió tan deprisa que se le ladeó la mitra.

–Que lo ahorquen -sentenció, arrebatándole una lámpara a la madre Basila, y saliendo de la cámara.

–¡El pan moreno que servís sabe a escroto de macho cabrío! – le gritó Talía-. Una dama merece un trato mucho más digno.

–Talía, por favor -le susurré yo.

–No lo digo por ti, Bolsillo. Tu servicio es encantador, pero el pan es una porquería. – Y, dirigiéndose a la madre Basila, añadió-: No culpéis al muchacho, reverenda madre. Es un amor.

La madre Basila me agarró de la oreja y me sacó a rastras de la cámara.

–¡Eres un amor, Bolsillo! – insistió la anacoreta.

La madre Basila me encerró en un armario, en sus aposentos, y entonces, a medianoche, abrió la puerta y me alargó un mendrugo de pan y un orinal.

–Quédate aquí hasta que el obispo se haya ido, mañana por la mañana, y si alguien pregunta, diremos que te han ahorcado.

–Sí, reverenda madre.

La abadesa volvió a buscarme a la mañana siguiente y me sacó de allí a través de la capilla. Yo no me había sentido tan disgustado en toda mi vida.

–Has sido como un hijo para mí, Bolsillo -me dijo, caminando a mi alrededor, mientras me entregaba un zurrón y algunas otras cosas-. De modo que va a dolerme tener que echarte.

–Pero, reverenda madre…

–Cállate, muchacho. Te llevaremos al pajar, te ahorcaremos en presencia de algunos campesinos, y luego te dirigirás hacia el sur, para unirte a un grupo de titiriteros, que te aceptarán en su grupo.

–Disculpad, madre, pero si me han ahorcado ¿qué harán conmigo los titiriteros? ¿Convertirme en títere y montar un espectáculo conmigo?

–No te ahorcaré de verdad, sólo lo simularemos. Tenemos que hacerlo, muchacho, el obispo lo ha ordenado.

–¿Y desde cuándo ordena el obispo a las monjas que ahorquen a la gente?

–Desde que tú te dedicas a fornicar con la anacoreta, Bolsillo.

Al oír que la mencionaba, me alejé de la madre Basila, corrí por toda la abadía, atravesé el viejo corredor y llegué a la antecámara. La aspillera en forma de cruz había desaparecido, rellenada con piedras y mortero hasta arriba.

–¡Talía! ¡Talía! – la llamé. Grité y golpeé las piedras hasta que me sangraron los nudillos, pero ni un solo sonido me llegó desde el otro lado de la pared.

Las hermanas me arrastraron, me ataron las manos y me llevaron al pajar, donde me ahorcaron.