–Has recibido el don del talento, Bolsillo, pero para reírte y mofarte deberás mantenerte separado del blanco de tus chanzas. Temo que te conviertas en un solitario, a pesar de encontrarte en compañía de otros.
Tal vez tuviera razón. Tal vez ése sea el motivo por el que llevo y pongo tantos cuernos. Busco sólo socorro y solaz bajo las faldas de las tiernas y las comprensivas. Y así, desvelado, me dirigí hacia el gran salón en busca de un poco de consuelo entre las mozas del castillo que allí dormían.
El fuego seguía encendido, troncos del tamaño de bueyes dispuestos frente a los lechos. Mi dulce Chillidos, que con frecuencia había abierto su corazón y lo que no era el corazón a un bufón errante, se había dormido en brazos de su esposo, que se acoplaba a ella por detrás mientras roncaba. María Pústulas no se veía por ningún lado, y sin duda debía de estar prestando sus servicios al bastardo Edmundo en alguna parte; mis otras conquistas habituales habían sucumbido al sueño, demasiado cerca de sus esposos o padres para acoger junto a ellas a un bufón solitario.
Ah, pero la muchacha nueva, la que llevaba apenas dos semanas en la cocina y se llamaba Tesa, o Kate, o tal vez Fiona…
Sus cabellos eran negros como el azabache, y brillaban como hierro bruñido; tenía la piel blanca como la leche, las mejillas sonrosadas. Sonreía al oír mis bromas, y le había regalado una manzana a Babas sin que éste se la pidiera. Estoy bastante seguro de que la adoraba. De puntillas, pasé sobre los carrizos que se amontonaban en el suelo (había dejado a Jones en mi cámara, pues los cascabeles de su gorro no convenían a los romances furtivos), me tendí a su lado, y me introduje por el borde de su manta. Un cachetito afectuoso en la cadera la despertó.
–Hola -me dijo.
–Hola -le dije-. ¿No serás papista?, amor mío.
–No, por Cristo. Nací y me crie en la tradición druida.
–Gracias a Dios.
–¿Qué estás haciendo debajo de mi manta?
–Calentarme. Tengo mucho frío.
–No es verdad.
–Brrrr. Me congelo.
–Pero si aquí hace calor.
–Está bien, tienes razón. Sólo quería ser amable.
–¿Por qué no dejas de clavarme eso?
–Lo siento. Lo hace cuando se siente solo. Tal vez si lo acariciaras…
Y entonces (alabada sea la diosa misericorde de los bosques) ella lo acarició, algo temerosa al principio, casi con reverencia, como si intuyera cuánta dicha podía proporcionar a todos los que entraran en contacto con él. Aquella muchacha era muy adaptable, poco dada a ataques de histeria o timidez, y pronto, la firmeza segura de sus sacudidas reveló que contaba con algo de experiencia en el manejo de las partes masculinas. Era una moza encantadora.
–Pensaba que tenía un gorrito con cascabeles.
–Ah, sí. Si contara con un lugar privado para cambiarme, estoy seguro de que podría arreglarlo. Debajo de tu falda, tal vez. Ponte de lado, mi amor, la discreción será mayor si mantenemos el abrazo en un plano lateral. – Le quité los pechos del vestido, liberé aquellos cachorrillos de nariz roja, aquellos bracitos de gitano, los expuse a la luz y las atenciones amistosas de este maestro en malabarismos, y estaba pensando en hundir en ellos, suavemente, mis mejillas, cuando apareció el fantasma.
La aparición estaba dotada de más sustancia, y sus rasgos describían lo que debía de haber sido una criatura de lo más agradable, antes de ser arrojada al país ignoto, sin duda a manos de algún pariente cercano, cansado de lo irritante de su naturaleza. Flotaba sobre la forma durmiente de Burbuja, la cocinera, y ascendía y descendía al ritmo de sus ronquidos.
–Siento perseguirte ahora que te estás trajinando a la ayudante -dijo el fantasma.
–El trajín no ha comenzado, mequetrefe, apenas si he ensillado el caballo para llevármelo de paseo. Vete ahora mismo.
–Está bien. Siento haber interrumpido tu intento de trajinártela.
–¿Me estás llamando caballo? – preguntó molesta la posible Fiona.
–No, en absoluto, mi amor. Tú sigue acariciando al pequeño juglar, que yo atiendo al fantasma.
–Siempre tiene que haber un maldito fantasma merodeando, ¿no? – comentó La Posible, apretándome el mango con más fuerza, como para dar énfasis.
–Si vives en una fortaleza donde la sangre es azul y el asesinato es el deporte favorito, sí -convino el fantasma.
–Vete a la mierda -dije yo-. ¡Hedor visible, agravio humeante, plasta vaporosa! Estoy abatido, triste, intento obtener un módico consuelo y olvidar en brazos de…, esto…, esto…
–Kate -dijo la posible Fiona.
–¿De veras?
La moza asintió.
–¿No te llamas Fiona?
–No. Kate desde el día en que mi padre me ató el cordón umbilical a un árbol.
–Vaya. Lo siento. Yo soy Bolsillo, llamado el Bufón Negro. Estoy encantado, claro. ¿Te beso la mano?
–Entonces serás muy elástico, ¿no? – dijo Kate, acariciándome el mástil para corroborarlo.
–¿Queréis hacer el favor de callar, joder? – terció el fantasma-. Estoy tratando de aparecerme aquí.
–Sigue -dijimos los dos.
El fantasma hinchó el pecho y carraspeó, expulsando una ranita fantasmagórica que se evaporó a la luz del hogar, emitiendo un chisporroteo, antes de proseguir.
Si una segunda hermana con su desprecio infame falsedades proclama que nublan la visión y contra su familia la pequeña villana desenreda los lazos y rompe el eslabón, un loco habrá de alzarse contra la casquivana para guiar sin falta al cegatón.
–¿Qué? – preguntó la ex Fiona.
–¿Qué? – pregunté yo.
–Parece una profecía de maldición, ¿no? – dijo el fantasma-. El fragmento de un presagio de toda la vida formulado como acertijo del más allá, ¿es que no lo veis?
–No se la puede matar otra vez, ¿verdad? – preguntó la falsa Fiona.
–Amable espectro -dije yo-. Si lo que traéis es una advertencia, decidlo claramente. Si requerís que emprenda alguna acción, pedídmela abiertamente. Si es música lo que queréis hacer sonar, tocad. Pero por las pelotas manchadas de vino de Baco, decid qué queréis, rápido y clarito, y luego os vais, antes de que la lengua de hierro del tiempo desgaste mi misericordia y me haga cambiar de idea.
–Es a ti a quien me he aparecido, bufón, y yo soy quien se ocupa de tus asuntos. ¿Qué quieres?
–Quiero que te vayas. Quiero que Fiona se muestre cooperadora, y quiero que Cordelia, Babas y Catador regresen. Y ahora ¿puedes decirme cómo hacer para que sucedan esas cosas? ¿Puedes conseguirlas tú, revoloteo quejoso de vapores?
–Puede hacerse -respondió el fantasma-. Tu respuesta está en las brujas del bosque de Birnam.
–También podrías dármela tú, joder -observé yo.
–¡Noooo! – exclamó el fantasma, fantasmagórico y etéreo, que mientras lo exclamaba iba disolviéndose.
–Te deja un escalofrío cuando se va, ¿verdad? – dijo la antigua Fiona-. Parece que se ha llevado parte de tu ímpetu, si me permites que te lo diga.
–Ese fantasma me salvó la vida ayer noche -le conté, tratando de devolver el brío a lo fláccido y marchito.
–Pero al pequeñín lo mató, ¿no? Vuelve a tu cama, bufón, que el rey parte de mañana, y hay un montón de cosas que hacer para preparar su viaje.
Triste, envainé el equipo y regresé a la torre fortificada, donde me dediqué a guardar mis cosas, dispuesto a emprender mi último viaje desde la Torre Blanca.
Las malditas trompetas que suenan al amanecer no voy a echarlas de menos, eso seguro. Y a la mierda las cadenas del puente levadizo que chirrían en mis aposentos antes de que cante el gallo. Con tanto estrépito y tantas idas y venidas a las primeras luces del alba, se diría que habíamos entrado en guerra. A través de la aspillera, vi que Cordelia se alejaba a caballo con Francia y Borgoña, y que montaba a horcajadas, como un hombre, como si fuera a cazar, y no a abandonar para siempre el hogar de sus antepasados. A su favor hay que decir que no miró atrás, y yo no me despedí de ella agitando la mano, ni siquiera cuando ya hubo cruzado el río y se perdió de vista.
Babas no se mostró tan firme, y desde que lo sacaron del castillo con una soga al cuello, no dejó de detenerse ni de mirar atrás, obligando al hombre armado al que iba atado tirar de él para que reanudara la marcha.
Yo no soportaba verlo partir, y no me asomé a la muralla. Regresé a mi jergón y me tumbé boca abajo, con la frente apretada contra la pared de piedra, y desde ahí oí que los demás personajes reales cruzaban el puente levadizo, seguidos por sus respectivos séquitos. A la mierda Lear, a la mierda la realeza, a la mierda la maldita Torre Blanca. Todo lo que amaba se había ido, o no tardaría en quedar atrás, todo lo que poseía lo había metido en un hatillo, que llevaba colgado a un gancho. Jones sobresalía en lo alto, se burlaba de mí con su sonrisa de títere.
Entonces oí que llamaban a la puerta. Como si me alzara de la tumba, me acerqué a abrir. Y allí estaba ella, lozana, encantadora, sosteniendo una cesta.
–¡Fiona!
–Fiona no, Kate -dijo Fiona.
–Ah, tu testarudez te sienta bien, incluso a la luz del día.
–Burbuja lamenta lo de Catador y lo de Babas, y te envía pasteles y leche para que te consueles, pero me ha pedido que te recuerde que no abandones el castillo sin despedirte, y también que te diga que eres un cobarde, un villano y un bribón. Yo, por mi parte, he venido para ofrecerte mi propio consuelo, para terminar lo que empezamos en el gran salón ayer noche. Chillidos me ha dicho que te pregunte por el ojal de una flor, o algo así.
–Mi querida Fiona. Eres un poquito ligera de cascos, ¿verdad?
–Más bien druida, cariño. Mi gente quema una virgen todos los otoños. Toda precaución es poca.
–Está bien, pero que sepas que estoy abatido, y que no lo disfrutaré.
–Pues suframos juntos. ¡Adelante! ¡Deja ya ese hatillo, bufón!
No sé qué tengo, que siempre saco a la tirana que hay en toda mujer.
«La mañana siguiente» se convirtió en una semana de preparativos para abandonar la Torre Blanca. Cuando Lear proclamó que lo acompañarían cien caballeros, no se refería a que cien hombres se montarían a sus caballos, sin más, y partirían al amanecer. Cada uno de ellos -los hijos segundones o terceros de los nobles y, por tanto, sin tierras- iba acompañado por lo menos de un escudero, un paje y, por lo general, de un mozo de cuadra que cuidaba de sus caballos; además, en ocasiones, de un hombre armado. Todos disponían al menos de un caballo de guerra, una bestia inmensa, cubierta con su armadura, y de dos o tres animales de carga para transportar cotas de malla, armas y suministros. Albany se encontraba a tres semanas de viaje rumbo al norte, cerca de Aberdeen. Teniendo el cuenta el paso lento que marcaría el anciano monarca, y el hecho de que tantas personas avanzaran a pie, sería preciso contar con montañas de provisiones. A finales de semana nuestra expedición sumaba ya más de quinientos hombres y niños, y otros tantos caballos. Habría hecho falta un carro lleno de monedas para pagar a todos, si Lear no hubiera dispuesto que Albany y Cornualles mantuvieran a los caballeros.
Vi pasar a Lear bajo la torre fortificada, encabezando la columna de hombres, antes de bajar las escaleras y subirme a mi montura, una yegua de grupa hundida que se llamaba Rosa.
–El barro no manchará el traje negro de mi bufón, no fuera a ser que se le manchara también el ingenio -dijo Lear el día que me la entregó. No es que el animal fuera mío, claro. Pertenecía al rey, y ahora, suponía, a sus hijas.
Me sumé a la retaguardia de la columna, inmediatamente detrás de Cazador, al que seguía una larga hilera de perros. El soldado iba a cargo de un carro sobre el que viajaba la jaula que guardaba ocho halcones reales.
–Antes de llegar a Leeds ya nos veremos obligados a saquear las granjas -comentó Cazador, un hombre fornido, vestido con ropas de piel, con unos treinta años a sus espaldas-. No puedo alimentar a toda esta gente… con lo que llevamos, no hay ni para una semana.
–Quéjate si quieres, pero piensa que yo seré el encargado de mantenerlos de buen humor cuando se les vacíe el estómago -aduje.
–Cierto, no te envidio, bufón. ¿Es por eso por lo que cabalgas con nosotros, los lacayos, y no acompañas al rey?
–Estoy pensando en una canción procaz para la cena, y el estrépito de las armaduras me distrae, mi buen Cazador.
Habría querido decirle a mi compañero de viaje que no es que me abrumaran mis deberes, sino mi desdén por un monarca senil que había desterrado a mi princesa. Además, me hacía falta algo de tiempo para reflexionar sobre las advertencias del fantasma. Lo de las tres hermanas y el rey convertido en bufón ya había sucedido, o al menos estaba en vías de suceder. La muchacha fantasma había predicho que ofendería «a las tres hermanas», y aunque no todas la hubieran recibido aún, cuando Lear llegara a Albany con su desbocado séquito, la ofensa no tardaría en producirse. Pero ¿qué decir de lo otro? «Si una segunda hermana con su desprecio infame falsedades proclama que nublan la visión…»
¿Se refería a la segunda hermana? ¿A Regan? ¿Y qué importaba si sus mentiras nublaban la visión de Lear? El rey ya estaba casi ciego, sus ojos lechosos por culpa de las cataratas (hasta el punto de que yo me había acostumbrado a describirle mis pantomimas mientras las ejecutaba para que el anciano no se perdiera el chiste). Ya sin poder, ¿qué importancia podía tener que rompiera un eslabón familiar? ¿Una guerra entre los dos duques, tal vez? En todo caso, no era asunto de mi incumbencia, de modo que ¿para qué preocuparme?
Pero entonces ¿por qué habría de aparecerse el fantasma a un bufón irreverente y sin poder? Ese misterio me desconcertaba, y reflexionando sobre ello me rezagué bastante. Me detuve entonces a orinar, y mientras me hallaba absorto en la tarea, se me acercó un bandido.
Surgió tras un árbol caído, como un oso imponente, malcarado, de barba espesa y salpicada de restos de comida y virutas, un remolino de pelo gris que se movía bajo un sombrero negro, de ala ancha. Tal vez la sorpresa de verlo me hiciera gritar, y un oído no educado podría haber confundido mi grito con el de una niña, pero os aseguro que fue de lo más varonil, y más una advertencia a mi atacante que otra cosa, pues al momento desenvainé el puñal que llevaba a la espalda y se lo lancé. Si el miserable salvó su vida fue sólo porque calculé mal la distancia (por muy poco), aunque el mango del arma sí le dio en la cabeza con un golpe seco.
–¡Ah! ¡Maldita sea, bufón! ¿Qué diablos te sucede?
–Detente, canalla -le insté yo-. Tengo otras dos dagas listas, y esta vez las arrojaré de punta; he agotado mi misericordia, y siento una ira creciente, pues me he orinado en los zapatos -añadí, considerando que podía tratarse de una amenaza útil.
Me incorporé para lanzarle una segunda daga al corazón.
–Puede que conozcas mi nombre, pero esas gárgaras que pronuncias no te librarán de que te tumbe ahí mismo.
–Tal vez sea bajito, pero no soy un niño para asustarme si finges ser un demonio con don de lenguas. Soy cristiano a veces, y pagano por conveniencia. Lo peor que puedo hacerle a mi conciencia es cortarte el pescuezo y pedirle al bosque que lo considere un sacrificio para cuando llegue el solsticio de invierno y se celebre el Yule, así que basta de galimatías y cuéntame por qué sabes mi nombre.
–No es un galimatías, es gales -dijo el bandido. Se retiró el ala del sombrero y me guiñó el ojo-. ¿No crees que deberías guardar tus dardos para un enemigo de verdad? Soy yo, Kent. Disfrazado.
Y, en efecto, lo era, el viejo amigo desterrado del rey, despojado de todos sus arreos reales salvo de la espada. Parecía que llevaba durmiendo en el bosque desde que lo había visto por última vez.
–Kent, ¿qué estáis haciendo aquí? Sois hombre muerto si el rey os descubre. Creía que ya estaríais en Francia.
–No tengo adónde ir. Me han despojado de tierras y título, y la familia que tengo pondría en peligro su vida si me acogiera. He servido a Lear durante cuarenta años, soy leal, y no conozco nada más. De modo que se me ha ocurrido fingir otro acento y ocultar mi rostro hasta que el rey cambie de opinión.
–¿Es la lealtad una virtud cuando se brinda a quien la ignora? A mí no me lo parece. Lear os ha usado a su antojo. Sois un loco, o un necio, o mostráis vuestra impaciencia por acabar bajo tierra, pero lo cierto es que no hay lugar para vos, buen oso, en compañía del rey.
–¿Y sí lo hay para ti? ¿Acaso no vi cómo te mandaban callar y te expulsaban del salón por cometer la misma ofensa, decir la verdad abiertamente? Así pues, no me hables de virtud, bufón. Existe una voz capaz de advertir al rey de su locura, sin temor, y aquí está, con los zapatos meados, a dos leguas de la cabeza de la expedición.
¡Carajo! A veces la verdad es una hiena malcarada. Qué bocazas, tenía razón el muy zorro.
–¿Habéis comido?
–No desde hace tres días.
Me acerqué a mi yegua para sacar un poco de queso del zurrón, y una manzana que me quedaba del regalo de despedida de Burbuja. Se los di a Kent.
–No os apresuréis en aparecer-le aconsejé-. Lear sigue furioso por la grave ofensa de Cordelia, y por vuestra supuesta traición. Seguidnos a distancia hasta el castillo de Albany. Le pediré a Cazador que deje un conejo o un pato junto al camino para vos todos los días. ¿Tenéis pedernal, sílex?
–Sí, y yesca.
Encontré el cabo de una vela en el fondo del zurrón, y se lo entregué al viejo caballero.
–Quemadla y recoged el hollín sobre la espada, y después frotáoslo contra la barba. Cortaos los cabellos muy cortos, y ennegrecéoslos también. Lear no ve con claridad más allá de unos pocos pasos, de modo que manteneos siempre a cierta distancia de él. Y no abandonéis ese horripilante acento galés.
–Tal vez de ese modo engañe al rey, pero ¿qué hay de los demás?
–Ningún hombre de bien os considera traidor, Kent, pero yo no conozco a todos esos caballeros, ni cuál de ellos podría delataros ante el rey. Manteneos sin ser visto, y cuando lleguemos al castillo de Albany yo ya habré tanteado a los sinvergüenzas capaces de delataros.
–Eres un buen muchacho, Bolsillo. Si te he faltado al respeto en algún momento, te pido perdón.
–No os arredréis, Kent, que la sumisión no sienta bien a los provectos. Una espada veloz y un buen escudo son aliados que puedo usar con malhechores y traidores que tejen intrigas, como la araña-ramera venenosa de Kilarny.
–¿La araña-ramera de Kilarny? No he oído hablar nunca de ella.
–Pues sentaos en ese árbol caído y, mientras dais cuenta de la comida, yo tejeré la historia para vos como si se tratara de un hilo que brotara de vuestro propio culo.
–Te rezagarás mucho de los demás.
–A la mierda los demás, ese viejo tambaleante y borracho va tan lento que no tardarán en dejar un rastro tras de ellos, como los caracoles. Sentaos y escuchad, barbagris. Por cierto, ¿habéis oído hablar del gran bosque de Birnam?
–Sí, se encuentra a apenas dos millas de Albany.
–¿De veras? ¿Y a vos, las brujas, os desagradan mucho?
Francia
Cuando llevábamos quince jornadas de marcha, a las puertas de Hilacha sobre Tweed, se comieron a mi yegua.
-«Rosa, Rosa, Rosa, ¿puede la carne de cualquier otro caballo saber tan deliciosa?» -cantaban los caballeros. Se creían muy listos al soltar aquellas perlas de su gracejo por las mismas bocas grasientas por las que escupían los pedazos asados de mi montura.
Los tontos siempre tratan de aparecer como listos a expensas de los bufones, para devolverles, de algún modo, los embates de su cortante ingenio, pero algunas veces se muestran inteligentes, y sí, a menudo, crueles. Ésa es la razón por la que tal vez nunca llegue a poseer nada, a preocuparme por nadie ni a desear nada, no vaya a ser que un rufián, creyéndose divertido, me lo arrebate. Tengo deseos secretos, anhelos y sueños, claro. Jones es un buen reclamo, pero algún día me gustaría tener un monito. Si me hiciera con uno, lo vestiría con un traje de bufón diminuto, de seda roja, creo. Lo llamaría Jeff, y tendría su propio títere, que se llamaría Pequeño Jeff. Sí, me gustaría mucho tener un mono. Sería mi amigo, y estaría prohibido asesinarlo, desterrarlo o comérselo. ¿Sueños vanos?
Salió a nuestro encuentro, a nuestra llegada al castillo de Albany, el mayordomo, consejero y adulador máximo Oswaldo, el capullo más maligno del lugar. Yo ya había conocido a aquel lameculos con cara de roedor cuando él no era más que un lacayo que trabajaba en la Torre Blanca, cuando Goneril todavía era princesa en nuestra corte y a mí, humilde juglar, me encontraron retozando desnudo entre sus orbes reales. Pero es mejor dejar ese relato para otra ocasión; el sinvergüenza que se halla junto a la puerta nos impide el paso.
Arácnido por su aspecto tanto como por su disposición, Oswaldo acecha incluso en campo abierto, pues acechar es su forma natural de moverse. Un fino bozo negro le cubre tanto el rostro como la cabeza, cuando se lleva la boina escocesa azul al corazón, lo que no hizo ese día, pues ni se la quitó ni le hizo la menor reverencia a Lear al acercarse éste.
Al viejo monarca no le gustó el gesto. Detuvo el séquito a un tiro de flecha del castillo, y me hizo una seña para que me acercara.
–Bolsillo, ve a ver qué quiere -me dijo Lear-. Y pregúntale por qué ninguna fanfarria anuncia mi llegada.
–Pero, señor -protesté yo-. ¿No debería ser el capitán de la guardia el que…?
–¡Ve, bufón! Debo darles una lección sobre el respeto. Envío a un bufón al encuentro de ese sinvergüenza, y lo pongo en su sitio. No escatimes modales, recuerda a ese perro que es un perro.
–Como digáis, majestad. – Puse los ojos en blanco y miré al capitán Curan, que, aunque estuvo a punto de soltar una risotada, se contuvo a tiempo, al constatar que el enfado del rey era auténtico.
Saqué a Jones del zurrón y me adelanté, apretando mucho los dientes, decidido como la proa de un barco de guerra.
–¡Ah, del castillo de Albany! ¡Ah, Albany! ¡Ah, Goneril!
Oswaldo no dijo nada, y ni siquiera se quitó la boina. Me ignoró con la mirada, que posó en el rey, a pesar de que me encontraba a menos de dos palmos de él.
–Ha llegado el rey de la jodida Britania, Oswaldo. Te aconsejo que le muestres el debido respeto -solté.
–No me rebajaré a hablar con un bufón.
–Menudo gilipollas relamido está hecho, ¿verdad? – dijo Jones, el títere.
–Pues sí. – En ese instante divisé a un guardia en la barbacana, que nos observaba desde su posición elevada-. Os saludo, capitán. Parece que alguien ha vaciado un orinal sobre vuestro puente levadizo, y la boñiga humeante impide el paso.
El guardia se rio. Oswaldo parecía furioso.
–Mi señora me ha pedido que os diga que los caballeros de su padre no son bienvenidos en el castillo.
–¿De veras? ¿De modo que os dirige la palabra?
–No pienso hablar con un bufón imprudente.
–No es imprudente-dijo Jones-. Con el estímulo adecuado, al muchacho se le pone más tiesa que un badajo. Preguntadle a vuestra señora.
Asentí, de acuerdo con el títere, pues, para tener el cerebro de serrín, es de lo más inteligente.
–¡Imprudente! ¡Imprudente! ¡No impotente! – exclamó Oswaldo, al que empezaba a salirle espuma por la boca.
–Ah, bueno, haberlo dicho antes -prosiguió Jones-. Imprudente sí es.
–Eso seguro -corroboré yo.
–Claro, claro -dijo Jones.
–Claro, claro -dije yo.
–La chusma del rey no tendrá acceso al castillo.
–Aja. ¿Es eso cierto, Oswaldo? – Me puse de puntillas y le di una palmadita en la mejilla-. Deberías haber ordenado que sonaran las trompetas, y que cubrieran el suelo con pétalos de rosa a nuestro paso. – Me volví e hice un gesto a la columna de hombres para que se pusiera en marcha. Curan espoleó a su caballo, y todos avanzaron al galope-. Y ahora apártate del puente, si no quieres que te aplasten, soplagaitas, cara de rata.
Dejé atrás a Oswaldo y entré en el castillo, agitando a Jones en el aire como si marcara el ritmo de unos tambores de guerra. A veces creo que debería haber sido diplomático.
Cuando Lear pasó a caballo junto a Oswaldo, lo golpeó en la cabeza con la espada envainada, haciendo caer al foso al fatuo mayordomo. Al verlo, noté que la indignación que sentía por el viejo remitía un punto.
Kent, con su disfraz perfeccionado tras casi tres semanas pasando hambre y viviendo al raso, se sumó a la retaguardia del séquito, tal como yo le había indicado. Se veía flaco, apergaminado, y se parecía más a una versión añosa de Cazador que al viejo caballero sobrealimentado que había sido en la Torre Blanca. Yo permanecí junto a la puerta mientras el séquito entraba, y lo saludé con un movimiento de cabeza al verlo pasar.
–Tengo hambre, Bolsillo. Ayer sólo comí un búho.
–El plato perfecto para ir en busca de brujas, me parece a mí. Entonces ¿os venís conmigo al bosque de Birnam esta noche?
–Después de cenar.
–De acuerdo. Eso si Goneril no nos envenena a todos antes.
Ah, Goneril, Goneril, Goneril. El nombre es como un lejano canto de amor. No es que no avive recuerdos de orines calientes y excrementos pútridos, pero qué amor digno de tal nombre se ve exento de un sabor agridulce.
Cuando la conocí, Goneril contaba apenas diecisiete años, y aunque prometida con Albany desde los doce, jamás lo había visto. Curiosa, de trasero redondo, se había pasado toda la vida en las inmediaciones de la Torre Blanca, y había desarrollado un apetito colosal por conocer el mundo exterior, un apetito que, de algún modo, creía poder saciar asando a un humilde bufón. La cosa empezó cuando, algunas tardes, ella me llamaba a sus aposentos, y en presencia de sus damas de compañía, me formulaba toda clase de preguntas, las que sus tutores se negaban a responderle.
–Señora -le decía yo-, no soy más que un bufón. ¿No deberíais preguntar a alguien de más elevada posición?
–Madre está muerta, y padre nos trata como si fuéramos muñecas de porcelana. A todo el mundo le asusta hablarnos. Tú eres mi bufón, y es tu deber decir la verdad a los poderosos.
–Lógica impecable, señora, pero, a decir verdad, yo estoy aquí como bufón de la menor de las princesas.
Era nuevo en el castillo, y no quería que me acusaran de contar a Goneril algo que el rey no deseaba que ella supiera.
–Cordelia está durmiendo su siesta, de modo que, hasta que despierte, eres mi bufón. Lo decreto yo.
Las damas de compañía aplaudieron el decreto real.
–Lógica irrefutable una vez más -le dije a la princesa, que era boba, pero bonita-. Proceded.
–Bolsillo, tú que has viajado por el país, dime, ¿qué es ser campesino?
–Bien, mi señora, yo no lo he sido nunca, en sentido estricto, pero por lo que me han contado, en general consiste en levantarse temprano, trabajar mucho, pasar hambre, pillar la peste y morirse. Y en levantarse al día siguiente y vuelta a empezar.
–¿Todos los días?
–Bueno, si eres cristiano, los domingos también te levantas temprano para ir a la iglesia, pasas hambre hasta que te das un atracón de cebada y un brebaje infecto, pillas la peste y después te mueres.
–¿Hambre? ¿Es por eso por lo que parecen estar tan agotados y ser tan desgraciados?
–Ésa podría ser una de las razones, aunque también podrían influir el trabajo duro, la enfermedad, el simple sufrimiento y la ocasional quema de alguna bruja, o el sacrificio de alguna virgen, dependiendo de la fe de cada uno.
–Y si tienen hambre ¿por qué no comen?
–Ésa es una pregunta excelente, señora. Alguien debería sugerírselo.
–Ah, creo que voy a ser una duquesa fantástica. La gente ensalzará mi sabiduría.
–Sin duda, señora -dije yo-. Vuestro padre se casó con su propia hermana, ¿verdad, tesoro?
–Por Dios santo, no. Madre era una princesa belga. ¿Por qué lo preguntas?
–La heráldica es mi pasatiempo favorito. Seguid.
Una vez en el interior de la muralla exterior del castillo de Albany, se hizo evidente que no podríamos seguir adentrándonos en él. La torre del homenaje se alzaba tras una segunda fortificación, que contaba con su propio puente levadizo, construido sobre una zanja seca más que sobre un foso. Cuando el rey se aproximó a él, éste descendió al instante, y Goneril caminó por él sola, ataviada con un vestido de terciopelo verde ajustado en exceso.
Si lo que pretendía era disimular el volumen del busto, fracasaba estrepitosamente, y al verla varios caballeros emitieron silbidos y resoplidos, hasta que Curan alzó la mano pidiendo silencio.
–Padre, bienvenido a Albany -dijo Goneril-. Os saludo, buen rey y amantísimo padre.
Extendió los brazos, y la ira abandonó el rostro de Lear, que descendió del caballo. Yo me apresté a colocarme a su lado, y a sostenerlo. El capitán Curan hizo una seña, y el resto del séquito, emulando al monarca, desmontó.
Mientras yo le alisaba la capa que le cubría los hombros, miré a Goneril a los ojos.
–Os he echado de menos, calabacita mía.
–Mastuerzo -susurró ella entre dientes.
–Siempre fue la más hermosa de las tres -le dije a Lear-. Y también la más inteligente.
–Mi señor pretende ahorcar accidentalmente a vuestro bufón, padre.
–Bien, si se trata de un accidente, entonces será el destino, y no habrá culpables -intervine yo, sonriendo de oreja a oreja, pues soy alegre e ingenioso como unas castañuelas-. Con todo, en ese caso, habrá que dar una buena azotaina en el culo al destino, darle bien duro, ¿verdad, señora?
Le guiñé un ojo, y le di una palmada en la grupa al caballo.
La flecha de mi ingenio dio en el blanco, y Goneril se ruborizó.
–Ya me encargaré yo de que la azotaina te la den a ti, perro malvado.
–Ya basta -dijo Lear-. Deja en paz al muchacho y ven a abrazar a tu padre.
Jones ladró con entusiasmo, y entonó: «El bufón una azotaina, el bufón una azotaina, el bufón una azotaina propinará.»
El títere conoce bien las debilidades de una dama.
–Padre -dijo ella-. Me temo que sólo podemos alojaros a vos en el castillo. Vuestros caballeros y los demás deberán instalarse en el patio de armas. Disponemos de aposentos y comida para ellos en los establos.
–Pero ¿y mi bufón?
–Vuestro bufón puede dormir en el establo, con el resto de la chusma.
–Así sea.
Lear permitió que su hija mayor lo condujera al castillo como si de una dócil vaca lechera se tratara.
–Te desprecia sinceramente, ¿verdad? – comentó Kent, mientras se zampaba una espalda de cerdo del tamaño de un recién nacido, y con un acento galés que, entre la grasa y el cartílago, sonaba más natural que cuando tenía la garganta despejada.
–No te preocupes, muchacho -intervino Curan, que se había unido a nosotros junto al fuego-. No permitiremos que Albany te ahorque. ¿Verdad que no, mis hombres?
Los soldados que nos rodeaban vitorearon, sin saber bien por qué, más allá del hecho cierto de que, por primera vez desde que abandonaron la Torre Blanca, daban cuenta de una comida completa. La albacara alojaba una pequeña aldea en su interior, y algunos de los caballeros ya habían iniciado la búsqueda de taberna y ramera. Nos hallábamos fuera del castillo, pero al menos estábamos resguardados del viento, y podíamos dormir en los establos, que pajes y escuderos habían limpiado de excrementos tras nuestra llegada.
–Pero, si no nos acogen en el gran salón, se verán privados del talento del bufón del rey -dijo Curan-. Cántanos una canción, Bolsillo.
Un grito se extendió por todo el campamento:
«¡Que cante! ¡Que cante!»
Kent arqueó una ceja.
–Vamos, muchacho, tus brujas pueden esperar.
No nos engañemos, yo soy lo que soy. Me bebí de un trago la jarra de cerveza, emití un silbido estridente, me incorporé de un salto, di tres volteretas hacia atrás y aterricé señalando la luna con mi títere.
–¿Una balada, entonces?
–¡Síii! – respondió la multitud.
Y así, con gran dulzura, entoné la delicada canción de amor titulada ¿Me calzaré a mi dama a lomos del caballo? Seguí con un tema narrativo, en la más pura tradición trovadoresca: De cómo le cuelgan a Pitorro Pelotas. ¿A quién no le gusta oír una buena historia después de cenar? La que conté, en concreto, suscitó muchos aplausos, lo afirmo por los testículos de los cíclopes tuertos, de modo que calmé un poco los ánimos con la balada La leche del dragón manchó a mi linda muchacha. Como me pareció desconsiderado dejar a unos soldados hechos y derechos reprimiendo el llanto, me puse a bailar por todo el campamento al tiempo que atacaba la canción marinera Lily, la tabernera del puerto (te joderá hasta dejarte muerto).
Estaba a punto de dar las buenas noches y ausentarme cuando Curan pidió silencio, y un heraldo, cansado de tanto caminar, y que llevaba una flor de lis en la pechera, entró en el campamento, desenrolló un pergamino y leyó.
–«Oíd bien, oíd bien, pues se hace saber que el rey Felipe XXVII de Francia ha muerto. Que Dios lo tenga en su gloria. Larga vida a Francia. ¡Larga vida al rey!»
Nadie coreó ese «larga vida al rey», y a juzgar por su aspecto, aquello supuso una decepción para él, aunque un caballero sí llegó a susurrar: «¿Y?», y otro dijo: «De otro bueno nos hemos librado.»
–Pues bien, cerdos ingleses, el nuevo rey es Jeff -dijo el heraldo.
Nos miramos los unos a los otros, y nos encogimos de hombros.
–Y la princesa Cordelia de Bretaña es la reina de Francia -añadió el emisario, cada vez más susceptible.
–¡Ah! – exclamaron muchos, comprendiendo al fin la importancia de las nuevas.
–¿Jeff? – dije yo-. ¿Ese maldito príncipe francés se llama Jeff? – Me acerqué al heraldo y le arrebaté el pergamino. Él trató de recuperarlo, pero yo le di con Jones.
–Calma, muchacho -me aconsejó Kent, quitándome a su vez el pergamino y devolviéndoselo al mensajero.
-Merci -dijo éste.
–¡Primero me robó a mi maldita princesa, y ahora me roba el nombre que iba a ponerle al mono! – me lamenté yo, blandiendo de nuevo a Jones, que no impactó en el blanco porque Kent ya me llevaba a rastras.
–Deberías alegrarte -dijo Kent-. Tu dama es la reina de Francia.
–No os creáis que no me lo va a restregar por la cara cuando la vea.
–Vamos, muchacho, vamos al encuentro de tus brujas. Debemos estar de regreso por la mañana, que es cuando Albany quiere ahorcarte por accidente.
–Eso a ella sí le gustaría, ¿verdad?
–Maldita Escocia -dije-. Albany es, seguramente, la grieta más húmeda y fría de toda Albión. ¡Malditos escoceses!
–¿Y las brujas? – me recordó Kent.
–El maldito fantasma me dijo que aquí encontraría mis respuestas.
–¿Fantasma?
–La muchacha fantasma de la Torre Blanca, enteraos, Kent. La de las rimas, los acertijos y esas cosas.
Le conté lo de «a las tres hijas ofenderá», y lo del «un loco habrá de alzarse/contra la casquivana/para guiar sin falta/al cegatón».
Kent asintió, como si entendiera algo.
–y yo te acompaño porque…
–Porque está muy oscuro y soy pequeño.
–Podrías habérselo pedido a Curan, o a cualquier otro. A mí las brujas…
–Tonterías. Son como los médicos, pero sin las sangrías. No hay nada que temer -alegué.
–Hace tiempo, cuando Lear era aún cristiano, no tratábamos demasiado bien a las brujas. Y tengo un saco lleno de las maldiciones que me dedicaron.
–Pues no fueron demasiado eficaces, ¿verdad? Sois viejísimo, y seguís más fuerte que un toro.
–Sí, pero he sido desterrado, no tengo ni un penique y vivo amenazado de muerte -se lamentó Kent.
–Tenéis razón. En ese caso, que hayáis venido es todo un acto de valor.
–Gracias, muchacho, pero el valor no lo siento por ningún lado. ¿Qué es esa luz?
En efecto, se distinguía una hoguera encendida a lo lejos, en medio del bosque, y a su alrededor evolucionaban unas figuras.
–Silencio ahora, buen Kent. Avancemos con sigilo y veamos lo que se cuece antes de aparecer. Gatead, Kent, buey decrépito, gatead.
A los dos pasos, mi estrategia se reveló fallida.
–Tintineas como un monedero poseído por el diablo -observó Kent-. Hasta los sordos y los muertos se percatarían de tu presencia. Manda callar a tus malditos cascabeles, Bolsillo.
Dejé el gorro en el suelo.
–Puedo desprenderme del sombrero, pero no me descalzaré. Todo nuestro sigilo se irá al garete si con el pie desnudo piso un lagarto, una espina, un puercoespín, y esas cosas, y pego un grito.
–Toma entonces -dijo Kent, sacando del bolso las sobras de la espalda de cerdo-. Cubre los cascabeles con grasa.
Yo arqueé una ceja, desconcertado, un gesto sutil en exceso, y que pasó inadvertido en la oscuridad, antes de encogerme de hombros y empezar a untar con sebo los cascabeles que adornaban la punta y los talones de mis botines.
–¡Ya está! – susurré, moviendo una pierna y constatando que no se oía nada-. ¡Adelante!
Volvimos a arrastrarnos por el suelo, hasta quedar justo al borde del círculo de luz que proyectaba la hoguera. Tres arpías encorvadas avanzaban lentamente, en círculo, alrededor de una gran caldera, en la que arrojaban pedazos de esto y aquello mientras entonaban sus cánticos.
Dobla, dobla tu trabajo, abrasen fuego y caldero.
–Brujas -susurró Kent, el muy jodido, rindiendo tributo al dios de todo lo obvio.
–Así es -dije yo, en vez de asestarle un mamporrazo con Jones (que se había quedado cuidando de mi gorro).
Ojo de tritón, de rana una aleta,
pelo de murciélago y de un perro la lengua,
otra lengua, de víbora, y de lagarto una pata,
de búho un ala y que la pócima
en la olla como en el infierno hierva.
Todas repitieron el coro, y ya nos disponíamos a escuchar otra estrofa con la receta cuando sentí que algo me rozaba la pierna. Estuve a punto de gritar, pero me contuve.
–Tranquilo, muchacho, es sólo un gato.
Sentí otro roce, y oí un maullido. Ya eran dos gatos, que me lamían los cascabeles y ronroneaban (dicho así, parece más agradable de lo que en realidad era).
–Es por la maldita grasa de cerdo -susurré.
Un tercer felino se sumó a la pandilla. Yo permanecía en equilibrio sobre un pie, tratando de sostener el otro por encima de sus cabezas, pero a pesar de ser un buen acróbata, el arte de la levitación todavía se me resiste; y así, el pie que tenía en el suelo se convirtió en mi talón de Aquiles, por decirlo de algún modo; uno de los diablos me clavó las garras en la pantorrilla.
–¡Cojones en calzones! – dije, algo enfático. Di un brinco, me volví y emití comentarios despectivos dirigidos a todas las criaturas de aspecto felino, que fueron seguidas de bufidos y agudos maullidos. Cuando, por fin, los gatos se retiraron, me encontré sentado junto al fuego, con las piernas separadas, y Kent estaba a mi lado, la espada desenvainada y lista. Frente a nosotros, las tres arpías, una junto a la otra, al otro lado de la caldera.
–¡Atrás, brujas! – dijo Kent-. Podréis maldecirme y convertirme en sapo, pero ésas serán las últimas palabras que broten de vuestras bocas con la cabeza pegada al cuerpo.
–¿Brujas? – dijo la primera bruja, que era la más verde de las tres-. ¿Qué brujas? Nosotras somos sólo unas humildes lavanderas, que al bosque nos dirigimos.
–Humildes y buenas somos, las coladas repartimos -dijo la segunda bruja, que era la más alta.
–El bien hacemos a nuestros «prójimos» -dijo la tercera, que tenía una verruga muy fea sobre el ojo derecho.
–Un guisado -dijo la Verrugosa.
–Un guisado cocinado -dijo la Alta.
–Un guisado azulado -terció la Verde.
–No es azul -dijo Kent, echando un vistazo a la caldera-. Es más bien marrón.
–Lo sé -dijo la Verde-, pero es que con marrón no rima. ¿O sí, cielo?
–Estoy buscando brujas -proseguí yo.
–¿De veras? – se interesó la Alta.
–Me envía un fantasma.
Las arpías se miraron entre ellas, antes de clavar la vista en mí.
–El fantasma te dijo que trajeras aquí tu colada, ¿verdad? – dijo la Verrugosa.
–¡Vosotras no sois lavanderas! ¡Sois brujas, maldita sea! Y eso no es un guisado, y el maldito fantasma de la maldita Torre Blanca me dijo que acudiera a vosotras en busca de respuestas, de modo que ¿podemos ponernos ya manos a la obra, sarmientos retorcidos de vómito erecto?
–Ahora sí que nos convierten en sapos -se lamentó Kent.
–Siempre tiene que haber un maldito fantasma, ¿verdad? – dijo la Alta.
–¿Y cómo era ella? – preguntó la Verde.
–¿Quién? ¿El fantasma? Yo no he dicho que fuera «ella»…
–¿Cómo era ella, bufón? – graznó la Verrugosa.
–Supongo que me pasaré los días comiendo bichos y ocultándome bajo las hojas, hasta que alguna bruja me meta en una caldera -reflexionó Kent, apoyándose en la espada y observando las polillas que acudían a la hoguera y eran devoradas por ella.
–Era de una palidez fantasmagórica -dije yo-. Iba toda vestida de blanco, con ropa vaporosa, rubia y…
–Pero ¿estaba buena? – preguntó la Alta-. ¿Era incluso guapa, podríamos añadir?
–Demasiado transparente para mi gusto, pero sí, estaba buena.
–Aja -dijo la Verrugosa, mirando a las otra dos, que se habían acercado mucho a ella y formaban un corro.
Cuando se separaron, la Verde dijo:
–Cuéntanos qué quieres, entonces, bufón. ¿Por qué te envió hasta aquí la aparición?
–Me dijo que podríais ayudarme. Soy bufón en la corte del rey Lear de Bretaña, que ha echado a su hija menor, Cordelia, por la que siento cierto afecto; y ha regalado a mi aprendiz, Babas, a Edmundo de Gloucester, el bastardo sinvergüenza. Además, a mi amigo Catador lo han envenenado, y está bastante muerto.
–Y no te olvides de que van a ahorcarte al amanecer -añadió Kent.
–No os preocupéis por eso, señoras -dije yo-. Estar a punto de ser ahorcado es mi statu quo, no una situación que precise de vuestras artes.
Las arpías volvieron a formar un corro. Hubo muchos susurros, y algún que otro silbido. Finalmente se separaron y la Verrugosa, que al parecer era la jefa del aquelarre, dijo:
–Ese Lear es una mala pieza de mucho cuidado.
–La última vez que se hizo cristiano se ahogaron veinte brujas -dijo la Alta.
Kent asintió, y se miró las puntas de los zapatos.
-La Petite Inquisition…, nada extraordinario.
–Así es. Nos pasamos diez años devolviéndolas a la vida, a modo de venganza -dijo la Verrugosa.
–Sí, y las carpas me comieron los dedos de los pies mientras caminaba por el fondo del lago -comentó la Verde.
–Y con los dedos ya convertidos en buñuelos de pescado, tuvimos que ir en busca de un lince encantado, y quitarle dos de los suyos para sustituírselos.
Romero (que era la Verde) asintió muy seria.
–Los zapatos los destroza en dos semanas, pero no hay mejor bruja persiguiendo ardillas por los árboles -dijo la Alta.
–Eso es verdad -corroboró Romero.
–Mejor eso y no que te quemen -dijo la Verrugosa.
–Sí, también es cierto -admitió la Alta-. Por más dedos de gato que tengas, no te servirán de nada si tienes todo el cuerpo chamuscado. Lear también ordenó quemas de brujas.
–No he venido de parte de Lear -dije yo-. Estoy aquí para corregir la locura que ha cometido.
–¿Y por qué no empezabas por ahí? – dijo Romero.
–Siempre hemos sido partidarias de enviarle a Lear algunas desgracias -dijo la Verrugosa-. ¿Lo maldecimos con la lepra?
–Con su permiso, señoras, no deseo ningún mal al anciano, sólo deshacer sus entuertos.
–Una maldición simple sería más fácil -dijo la Alta-. Un poco de saliva de murciélago en la caldera y lo ponemos a caminar sobre patas de pato antes del desayuno. Y si tienes un chelín, o un recién nacido al que acaben de estrangular y del que podamos servirnos, lo hacemos graznar también.
–Sólo deseo recuperar a mis amigos, y mi casa -insistí.
–Bien, si no hay modo de convencerte, iniciemos una consulta-dijo Romero-. Perejil, Salvia, venid un momento.
Convocó a las otras dos brujas junto a un viejo roble, donde parlamentaron entre cuchicheos.
–¿Perejil, Salvia y Romero? – se preguntó Kent-. ¿Y no hay tomillo?
Romero se volvió hacia él.
–Si vos contáis con la disposición, nosotras disponemos de tiempo, guapo.
–Muy bien dicho, arpía -intervine yo. Me caían bien aquellas brujas, poseían un humor afilado.
Romero le guiñó el ojo al conde, se levantó los faldones y le enseñó el culo ajado, antes de frotarse una nalga con la mano marchita.
–Redondas y firmes, buen caballero. Redondas y firmes. Kent carraspeó un poco y retrocedió unos pasos.
–¡Que Dios nos proteja! Atrás, zorra horrenda y purulenta.
Yo habría apartado la mirada, debería haberlo hecho, en realidad, pero nunca había visto uno de color verde. Un hombre más débil se habría arrancado los ojos tras aquella visión, pero, siendo filósofo, sabía que una visión no podía no se, de modo que insistí.
–Vamos Kent, montadla -dije-. Joder con bestias es un oficio para el que sin duda habéis sido llamado.
Kent retrocedió hasta un árbol, a punto de desvanecerse. Aturdido, se apoyó en el tronco.
Romero se bajó las faldas.
–Sólo te tomaba el pelo.
Las arpías cacarearon sus risas, mientras volvían a parlamentar.
–Tenemos un hechizo como Dios manda para vos, que os propondremos cuando terminemos con el asunto del bufón. Un momento, por favor…
Las brujas susurraron un instante, y al poco regresaron a la caldera.
Nariz de turco, labios de tártaro, esperma de grifo, caderas de mono, mandrágora y de un tigre los huevos, adivina a deshacer del rey loco los entuertos.
–Oh, mierda, se nos han terminado las caderas de mono -dijo Salvia.
Perejil observó la caldera y removió un poco la pócima.
–No es imprescindible. Puede sustituirse por un dedo de bufón.
–No -dije yo.
–Bien, en ese caso, cortémosle uno a ese apuesto pedazo de carne con la barba teñida de betún… Bufón no sé si es, pero loco parece un rato.
–No -dijo Kent, aún algo mareado-. Y no es betún, es un disfraz muy bien conseguido.
Las brujas me miraron.
–No podemos garantizar la fiabilidad sin caderas de mono ni dedo de bufón -anunció Romero. Y yo le respondí:
–Sigamos con lo que tenemos y procedamos gentilmente, ¿no les parece, damas?
–De acuerdo -dijo Perejil-. Pero no te quejes si te jodemos el futuro.
Hubo más remover de pócima y más cánticos en lenguas muertas, y no pocos gemidos y lamentos, pero finalmente, cuando ya estaba a punto de quedarme transpuesto, una gran burbuja se elevó desde la caldera, y cuando estalló, liberó una nube de vapor que adoptó la apariencia de un rostro gigante, similar a las máscaras de tragedia que usaban los actores itinerantes. Su resplandor se recortaba en la neblina nocturna.
–Hola -dijo el rostro gigante, con cierto acento cockney, y algo beodo.
–Hola, rostro grande y vaporoso -dije yo.
–Bufón, bufón, a Babas debes salvar, parte presto hacia Gloucester, o la sangre se va a derramar.
–Me cago en todo, ¿a éste también le da por los ripios? ¿Tan difícil es encontrarse con una aparición que hable en prosa llana?
–Silencio, bufón -me regañó Salvia, a la que estuve a punto de confundir con la Verrugosa. Y, dirigiéndose al rostro, añadió-: Aparición del más oscuro poder, ya sabemos el dónde y el qué, pero este bufón esperaba averiguar algo en la línea del cómo.
–Ah, lo siento -se disculpó la gran cara humeante-. No es que sea torpe, ¿sabéis? Es que a la receta le faltaba cadera de mono.
–La próxima vez usaremos dos -dijo Salvia.
–Está bien, en ese caso…
Para la voluntad de un rey inconstante alterar quitadle el séquito para sus alas cortar a las hijas mayores, dote de caballeros entregar, y pronto un bufón el poder ha de ostentar.
El rostro vaporoso sonrió. Yo miré fijamente a las brujas.
–De modo que, no sé cómo, he de conseguir que Goneril y Regan le quiten los caballeros al rey, además de todo lo otro que ya le han arrebatado.
–Nunca miente -dijo Romero.
–Muchas veces es abiertamente inexacto -opinó Perejil-. Pero mentiroso no es.
–Insisto -me dirigí a la aparición-. Está bien saber qué hay que hacer y todo eso, pero un método para llevar a cabo la locura me sería de gran ayuda también. Una estrategia, vamos.
–Menuda cara dura tiene el cabroncete, ¿verdad? – dijo Vapores a las brujas.
–¿Quieres que lo maldigamos? – preguntó Salvia.
–No, no, el muchacho ya lo tiene bastante crudo sin necesidad de que una maldición se lo ponga más difícil.
La aparición carraspeó entonces (o emitió el ruido que se emite al carraspear pues, estrictamente hablando, carecía de garganta).
A tu antojo a princesa doblegarás pues seducciones escritas le enviarás. Y destinos reales dirigirás pues con hechizos sus pasiones controlarás.
Dicho esto, la aparición se difuminó hasta desaparecer.
–¿Y eso es todo? – pregunté-. ¿Un par de rimas y ya está? No tengo ni idea de lo que debo hacer.
–Pues eres un poco zoquete, ¿no? – dijo Salvia-. Tienes que ir a Gloucester. Tienes que apartar a Lear de sus caballeros, y lograr que éstos queden bajo el poder de sus hijas. Luego tienes que escribir cartas de seducción a las princesas, y someter sus pasiones a un encantamiento. Ni rimándolo habría podido expresarlo con más claridad.
Kent asentía y se encogía de hombros, como si la obviedad de todo ello hubiera caído sobre el bosque en forma de diluvio iluminado, excluyéndome sólo a mí, que seguía seco.
–Iros un poco a la mierda, borrachuzo barbiblanco. ¿Y de dónde saco yo un encantamiento mágico que me dé el control de las pasiones de esas zorras?
–De ellas -respondió él, señalando a las brujas.
–De nosotras -declamaron las tres al unísono.
–Ah -balbucí yo, dejando que la inundación me cubriera de pies a cabeza-. Claro.
Romero se adelantó y me alargó tres bolas grises y arrugadas, del tamaño de ojos. Yo no las cogí, pues temía que fueran algo tan desagradable como lo que parecían ser: escrotos disecados de elfo, o algo por el estilo.
–Son pedos de lobo, una seta que crece en el corazón del bosque -aclaró Romero.
Debajo de la napia del amado
estas esporas libera
y gran atracción genera
-pasión más que duradera-
por aquel cuyo nombre has pronunciado.
–Bien, ¿puedes recapitular, pero con palabras llanas y sin versitos?
–Aprieta uno de estos hongos bajo la nariz de tu dama, y acto seguido pronuncia tu nombre. Ella te encontrará de pronto irresistible, y de ella se apoderará un deseo irrefrenable por ti -aclaró Salvia.
–Un poco redundante, ¿no? – me burlé yo, sonriente.
Las brujas hicieron un corro, entre carcajadas, y luego Romero metió las setas en un saquito de seda, que me entregó.
–Queda pendiente la cuestión del pago -dijo, mientras yo acercaba la mano al monedero.
–Soy un pobre bufón -dije yo-. Todo lo que llevo conmigo es mi títere, y una espalda de cerdo a medio comer. Supongo que podría esperar a que las tres os llevéis a Kent al pajar, si lo preferís.
–¡Eso no! – exclamó el conde.
La arpía levantó una mano.
–El precio se fijará más tarde -dijo-. Cuando nosotras digamos.
–Muy bien, entonces -acepté yo, apartando de ella el monedero.
–Júralo.
–Lo juro.
–Con sangre.
–Pero…
Rápida como un gato, me arañó la palma de la mano con su talón afilado.
–¡Ah!
La sangre se acumuló en mi mano.
–Suéltala en la caldera, y jura.
Hice lo que me pedía.
–Y, ya que estoy aquí, ¿tengo alguna posibilidad de hacerme con un mono?
–No -dijo Salvia.
–No -corroboró Perejil.
–No -zanjó Romero-. Se nos han terminado los monos, pero vamos a poner algo de glamour en tu compañero, para que su disfraz no resulte tan patético.
–Daos prisa -dije yo-. Tenemos que irnos.
Shakespeare,
El rey Lear, acto I, escena IV
–¿Quién va? – gritó el centinela.
–Soy Bolsillo, el bufón del rey, y éste es mi escudero, Cayo.
Cayo había sido el nombre que las brujas sugirieron a Kent para completar su disfraz. En efecto, lo habían revestido de glamour: su barba y cabellos eran ahora de un negro azabache, natural, y no producto del hollín; su rostro, anguloso y ajado, y sólo sus ojos, tan marrones y bondadosos como los de una vaca, delataban al verdadero Kent. Yo le aconsejé que se calara bien el sombrero de ala ancha, por si nos encontrábamos con viejos conocidos.
–¿Dónde diantres estabas? – me preguntó el centinela que ordenó, con una seña, que bajaran el puente-. El viejo rey ha estado a punto de poner todo el país patas arriba, buscándote. Ha acusado a nuestra señora de atarte una piedra al cuello y arrojarte al mar del Norte. Eso ha hecho.
–Parece demasiado molestia. Debo de haber empezado a ser de su agrado. Ayer noche sólo pensaba en ahorcarme.
–¿Ayer noche? Mastuerzo beodo, pero si llevamos buscándote un mes entero.
Miré a Kent, él me miró a mí, y los dos miramos al centinela.
–¿Un mes?
–Malditas brujas -masculló Kent.
–Si aparecéis, tenemos órdenes de llevaros de inmediato ante la señora -informó el centinela.
–Por favor, sí, hacedlo, gentil guardia, tu señora adora verme con las primeras luces del día.
El centinela se rascó la barba, con gesto pensativo.
–Bien dicho, bufón. Tal vez a los dos os vendría bien desayunar algo y adecentaros un poco antes de que os lleve en presencia de mi señora.
El puente levadizo encajó en su lugar. Yo conduje a Kent a través de él, y el centinela salió a nuestro encuentro junto a la puerta interior.
–Disculpe, señor -le dijo el centinela a Kent-. ¿Le importaría esperar hasta las ocho campanadas para anunciar el regreso del bufón?
–¿A esa hora libras, muchacho?
–Así es, señor, y no estoy seguro de querer ser el portador de la buena nueva que es el retorno del bufón. Los caballeros del rey llevan dos semanas llamando al levantamiento de la plebe por todo el castillo, y yo he oído a nuestra señora maldecir al Bufón Negro como parte responsable.
–¿Acusado incluso en mi ausencia? – me asombré-. Ya te lo he dicho, Cayo, me adora.
Kent dio unas palmadas en el hombro al centinela
–No te preocupes, muchacho, que ya nos escoltaremos solos, y diremos a vuestra señora que hemos entrado junto a los mercaderes esta mañana. Y ahora, regresa a tu puesto.
–Gracias, buen señor. De no ser por los harapos que te cubren, diría que eres un caballero.
–De no ser por ellos, lo sería -replicó Kent, esbozando una sonrisa borrosa entre su barba recientemente ennegrecida.
–Oh, no me jodáis más y haceos una mamada mutua, así acabamos antes -dije yo.
Los dos soldados se apartaron como si el otro se hubiera prendido fuego.
–Perdón, era broma -dije, pasando entre los dos, camino del castillo-. Qué susceptibles son estos maricones…
–Yo no soy maricón -dijo Kent cuando nos acercábamos a los aposentos de Goneril.
Era media mañana. El tiempo transcurrido desde nuestra llegada nos había permitido comer algo, lavarnos, escribir un poco y constatar que, en efecto, llevábamos ausentes un mes, a pesar de que a nosotros nos parecía que había pasado sólo una noche. Tal vez ése fuera el pago que se habían cobrado las brujas, quitarnos un mes de vida a cambio de sus encantamientos, pócimas y adivinaciones. Parecía un precio justo, aunque redomadamente difícil de explicar.
Oswaldo estaba sentado ante el escritorio, junto a los aposentos de la duquesa. Al verlo, me eché a reír y agité a Jones bajo su nariz.
–¿Todavía custodiáis la puerta, como un vulgar lacayo, Oswaldo? Ah, los años os han tratado bien.
Oswaldo iba armado sólo con una daga al cinto, pero se puso en pie y llevó la mano a ella.
Kent acercó la suya a su espada, y meneó la cabeza, muy serio. Oswaldo se sentó en el taburete.
–Te diré que soy a la vez mayordomo y chambelán, así como apreciado consejero de la duquesa.
–Un verdadero abanico de títulos os ha otorgado, para que os columpiéis en él. Y decidme, ¿todavía respondéis a los de comemierda y sapo inmundo, o ésos ya son solamente honorarios?
–Soy mejor que un vulgar bufón -contraatacó Oswaldo.
–Cierto es que soy bufón, y cierto también que soy vulgar, pero lo que no soy es un vulgar bufón, comemierda. Soy el Bufón Negro. Me han mandado llamar, y tendré acceso a los aposentos de la señora, mientras que vos, necio, seguís sentado junto a la puerta. Anunciadme.
Creo que en ese momento Oswaldo gruñó. Un nuevo truco que había aprendido ya en los viejos tiempos. Siempre había intentado insultarme llamándome bufón, y le enfurecía que yo me lo tomara como un piropo. ¿Comprendería alguna vez que si gozaba del favor de Goneril no era por su sumisión devota, sino por lo fácil que resultaba humillarlo? Era lógico que hubiera aprendido a gruñir, pues no era más que un perro apaleado.
Abandonó el escritorio como una exhalación, y regresó al minuto.
–Mi señora te recibirá -informó sin mirarme a los ojos-. Pero sólo a ti. Este rufián tendrá que esperar en la cocina.
–Espera aquí, rufián -ordené a Kent-. Y trata de no darle por el culo al pobre Oswaldo, por más que te lo implore.
–No soy maricón -insistió Kent.
–Con este villano, te aseguro que no lo eres -proseguí yo-. Su trasero es propiedad de la princesa.
–Haré que te ahorquen, bufón -dijo Oswaldo.
–La idea te excita, ¿verdad, Oswaldo? No importa, mi rufián no va a ser tuyo. Adieu.
Y crucé el umbral que conducía a los aposentos de Goneril. La encontré sentada al fondo de una estancia inmensa, circular. Sus salones ocupaban una torre entera del castillo, que contaba con tres plantas: la sala en la que ahora nos encontrábamos, dedicada a las recepciones y los asuntos oficiales; la planta superior, en la que se situaban los aposentos de las damas, el guardarropa así como el cuarto de baño y el vestidor; y el último piso, en el que dormía y jugaba, si es que lo seguía haciendo.
–¿Todavía jugáis, calabacita? – le pregunté, dando unos pasos de baile, y haciéndole una reverencia.
Goneril ordenó a sus damas de compañía que se ausentaran.
–Bolsillo, haré que te…
–Sí, ya lo sé, que me ahorquen al amanecer, que claven mi cabeza en una estaca, que hagan ligueros con mis tripas, que me ahoguen y me cuarteen, que me empalen, que me destripen, que me apaleen, que me hagan picadillo… Todas vuestras temidas voluntades recaerán sobre mí con gloriosa crueldad…, todo está estipulado, señora, todo debidamente anotado y tenido por verdad. Y ahora, ¿cómo puede serviros un humilde bufón antes de que sobre él descienda vuestra condena?
Ella retiró el labio superior, como si quisiera morderme, pero lo que hizo fue echarse a reír, y rápidamente miró a su alrededor, para asegurarse de que nadie la veía.
–Sabes que lo haré, hombrecillo malvado y horrendo.
–¿Malvado? Moi? -dije yo, y en perfecto francés, joder.
–No se lo digas a nadie -prosiguió ella.
Siempre había sido así con Goneril. Sin embargo, según tuve ocasión de descubrir, aquel «no decírselo a nadie» sólo me afectaba a mí, no a ella.
–Bolsillo -me había dicho ella un día, mientras se cepillaba sus cabellos rojizos junto a una ventana. El sol se reflejaba en ellos, y parecían poseer un brillo propio. Por aquel entonces tal vez tuviera diecisiete años, y le había dado por llamarme a sus aposentos varias veces por semana, para interrogarme sin piedad
–Bolsillo, pronto he de casarme, y las partes de los hombres me tienen desconcertada. Me las han descrito, pero no me ha sido de ayuda.
–Preguntadle a vuestra aya. ¿No se supone que ella debe ilustraros sobre esas cosas?
–Mi tía es monja, y está casada con Jesús. Es virgen.
–¿En serio? Pues se habrá equivocado de convento, entonces.
–Necesito hablar con un hombre, pero no con un hombre de verdad. Tú eres como uno de esos tipos que los sarracenos ponen en sus harenes para que los vigilen -manifestó ella.
–¿Un eunuco?
–Te lo pido porque eres un hombre de mundo, y sabes cosas. Necesito verte el pito.
–¿Cómo decís? ¿Qué? ¿Por qué?
–Porque nunca he visto ninguno, y no quiero pecar de ingenua en mi noche de bodas, cuando el bruto depravado me posea.
–¿Y cómo sabéis que es un bruto depravado?
–Me lo ha dicho mi aya. Todos los hombres lo son. Y ahora, sácate el pito, bufón.
–Pero ¿por qué el mío? Hay pitos a montones entre los que podéis escoger. ¿Qué hay de Oswaldo? Tal vez incluso él tenga uno, y si no, apuesto a que sabe dónde conseguirlo. (Oswaldo era su lacayo en aquella época.)
–Ya lo sé, pero es la primera vez que veré uno, y el tuyo será pequeño y no me impresionará tanto. Es como cuando aprendía a montar a caballo y padre me regaló primero un poni, pero luego, al crecer…
–Está bien, está bien. Callaos. Aquí lo tenéis.
–Vaya, se hace mirar.
–¿Qué?
–¿Es así, entonces?
–Sí. ¿Qué?
–En realidad, no hay nada de lo que asustarse, ¿verdad? No sé por qué tanto revuelo. A mí me parece bastante insignificante.
–No lo es.
–¿Y todos son así de pequeños?
–La mayoría lo son más, de hecho.
–¿Puedo tocarlo?
–Si creéis que debéis…
–Vaya, se hace mirar.
–Es que ahora lo habéis enojado.
–¿Dónde has estado, por Dios? – me preguntó-. Padre se ha vuelto loco buscándote. Él y su capitán han salido a patrullar todos los días hasta bien entrada la tarde, dejando al resto de los caballeros en el castillo, a sus anchas, provocando el desorden. Mi señor ha enviado soldados hasta Edimburgo, para que preguntaran por ti. Debería hacer que te ahogaran por todos los contratiempos que has causado.
–Vaya, ya veo que me habéis echado mucho de menos, ¿verdad? – Me llevé la mano al bolsillo de seda, preguntándome cuál era el mejor momento para esparcir el encantamiento. Una vez que estuviera hechizada, ¿cómo usaría yo mis poderes?
–Se supone que debería estar ya al cuidado de Regan, pero cuando consiga trasladar hasta Cornualles a sus malditos caballeros, que son cien, ya volverá a tocarme a mí. No soporto a la chusma en mi palacio.
–¿Y qué dice el señor de Albany?
–El dice lo que yo le pido que diga. Esto es intolerable.
–Gloucester -dije yo, planteando un ejemplo paradigmático de non sequitur envuelto en un enigma.
–¿Gloucester? – preguntó la duquesa.
–El buen amigo del rey se encuentra ahí. Está a medio camino entre Cornualles y Albany, y el conde de Gloucester no osaría negarse a la petición conjunta de los duques de Albany y Cornualles. No dejaríais al rey desatendido, pero tampoco lo tendríais metido en casa.
La advertencia de las brujas sobre el peligro que corría Babas me había decidido a acercarme hasta Gloucester, por más que ello implicara sufrir.
Me senté en el suelo, a sus pies, me puse a Jones en las rodillas y esperé. Tanto yo como mi títere esbozábamos la mejor de nuestras sonrisas.
–Gloucester… -dijo Goneril, permitiendo también que una sonrisa fugaz asomara en sus labios. Lo cierto era que, cuando se olvidaba de ser cruel, podía resultar encantadora.
–Gloucester -repitió Jones-. Ahí, a poniente, donde el perro de la maldita Albión perdió sus pelotas.
–¿Y crees que aceptará? No es eso lo que dispuso en su legado.
–No aceptará lo de Gloucester, pero sí se avendrá a irse con Regan y, de camino, a pasar por Gloucester. El resto dependerá de vuestra hermana.
¿Debía sentirme como un traidor? No, el anciano se lo había ganado a pulso.
–Pero, con todos los hombres que lo acompañan, ¿qué haremos si se niega? – Me miró a los ojos-. Es demasiado poder en manos de los débiles.
–Hace apenas dos meses ostentaba todo el poder del reino.
–Tú no lo has visto, Bolsillo. Su abdicación, el destierro de Cordelia y de Kent fueron sólo el principio. Desde que te fuiste, no ha hecho sino empeorar. Sale en tu busca, caza, añora amargamente sus días como soldado de Cristo, y al momento invoca a los dioses de la Naturaleza. Con una fuerza de combate como la suya, si sintiera que lo hemos traicionado…
–Tomadlos para vos -dije yo entonces.
–¿Qué? No podría.
–¿conocéis a mi aprendiz, Babas? Come con las manos, o a lo sumo con cuchara. No nos atrevemos a dejarle cuchillos ni tenedores, no vaya a ponernos en peligro a todos.
–No seas obtuso, Bolsillo. Háblame de los caballeros de padre.
–Vos les pagáis, ¿no es cierto? Pues tomadlos para vos. Por el propio bien del rey. Lear, con su séquito de caballeros, es como un niño que corriera blandiendo una espada. ¿Es crueldad despojarlo de su fuerza mortífera, cuando no es ya lo bastante fuerte ni lo bastante sensato para gobernarla? Decid a Lear que debe renunciar a cincuenta caballeros y asistentes de éstos, y mantenedlos aquí. Y aseguradle que acudirán a su llamada cuando llegue a su destino.
–¿Cincuenta? ¿Sólo cincuenta?
–Debéis dejar algunos para vuestra hermana. Enviad a Oswaldo a Cornualles para que exponga vuestro plan. Pedid a Regan y a Cornualles que acudan prestos a Gloucester, para que estén allí cuando llegue Lear. Tal vez logren convencer a Gloucester para que se sume al plan. Una vez que los caballeros hayan sido relevados, los dos viejos podrán recordar sus días de gloria y arrastrarse juntos hasta la tumba entre pacíficas nostalgias.
–¡Sí! – Goneril, cada vez más entusiasmada, respiraba con dificultad. Yo ya la había visto así otras veces, y no siempre era una buena señal.
–Deprisa -dije yo-. Enviad a Oswaldo a informar a Regan, ahora que el sol todavía está alto.
–¡No! – Goneril se echó hacia delante con brusquedad, y el pecho estuvo a punto de salírsele del vestido, lo que captó mi atención más que sus uñas al clavarse en mi brazo.
–¿Qué? – pregunté, y los cascabeles de mi gorro de bufón estuvieron a punto de sonar en su canalillo.
–No habrá paz para Lear en Gloucester. ¿No te has enterado? Edgar, el hijo del conde, es un traidor.
¿Que si me había enterado? Pues claro, el plan del bastardo estaba en marcha.
–Por supuesto, señora. ¿Dónde os creéis que he estado?
–¿Habéis llegado hasta Gloucester? – Goneril había empezado a jadear.
–Sí, señora. Y ya he vuelto. ¡Os he traído una cosa!
–¿Un regalo? – Volvió a abrir mucho sus ojos verdes, como cuando era una niña-. Tal vez no te mande ahorcar, después de todo. Pero de un castigo no te libras, Bolsillo.
Entonces la señora me agarró y me puso en su regazo, boca abajo. Jones cayó al suelo.
–Señora, tal vez…
¡Azote!
–Ahí va, bufón. Te doy, te doy, te doy. Toma, toma, toma.
Y con cada «toma», me daba un azote.
–Maldita sea, ramera loca -grité yo, con las nalgas rojas, marcadas con sus cinco dedos.
¡Azote!
–¡Qué bien! – exclamó Goneril-. ¡Ah, sí! – Y se rio.
¡Azote!
–¡Aaah! Que es una letra -dije.
–Ya me encargaré yo de que te quede el culito rojo como una rosa.
¡Azote!
Yo me revolví en su regazo, forcejeé, le agarré los pechos y me incorporé hasta sentarme entre sus piernas.
–¡Tomad! – le pedí, extrayendo el pergamino lacrado de mi chaleco y alargándoselo.
–¡Todavía no! – se resistió ella, tratando de darme la vuelta para seguir azotándome el trasero.
Y me palpó el braguero.
–Me habéis palpado el braguero.
–Sí, ríndete, ríndete, bufón -me dijo, intentando meter la mano bajo el braguero.
Yo me busqué el bolsillo de seda y saqué una de las setas, mientras trataba de mantener mi hombría fuera de su alcance. Oí que una puerta se abría.
–¡Entrégame el pito! – exclamó la duquesa.
Yo ya no podía hacer nada más, y se apoderó de él. Apreté el pedo de lobo para que el polvillo que desprendía le fuera directo a la nariz.
–¿Señora? – dijo Oswaldo, que estaba plantado en el quicio de la puerta.
–Déjame bajar, calabacita -dije yo-. A este comemierda hay que explicarle en qué consiste su misión.
Todo resonaba a historia.
El juego estaba bastante avanzado cuando Oswaldo nos interrumpió aquel día, por primera vez, hacía ya muchos años, pero había empezado, como siempre, con una de las sesiones de preguntas de Goneril.
–Bolsillo -dijo ella-. Como te criaste en una abadía, diría que has de saber bastante sobre castigos.
–Así es, señora. Recibí unos cuantos, y la cosa no terminó ahí. Todavía, en estos mismos aposentos, se me somete a la inquisición.
–Adorable Bolsillo, sin duda bromeas.
–En eso precisamente consiste mi trabajo, mamita.
Entonces se puso en pie, y echó a las damas de compañía con malos modos.
–A mí nunca me han castigado -dijo cuando nos quedamos solos.
–No os preocupéis, señora. Sois cristiana, siempre estáis a tiempo.
Yo había abandonado la Iglesia entre maldiciones después de que emparedaran a la anacoreta, y por aquel entonces era de un pagano subido.
–Como nadie está autorizado a pegarme, siempre hay una muchacha que recibe los castigos en mi lugar. Las azotainas.
–Claro, mamita, como debe ser. Por aquello de ahorrar sufrimientos a la realeza, y esas cosas.
–Y la verdad es que me siento algo rara al respecto. Hace apenas una semana, durante la misa, comenté que a lo mejor Regan era un poco coñazo, y la muchacha que recibe mis castigos fue azotada a conciencia por ello.
–Pues, ya puestos, podrían haberla azotado por que hubierais comentado que el cielo es azul. Azotada por decir la verdad…, no me extraña que os sintáis rara.
–No me refiero a eso, Bolsillo. Me refiero a rara como cuando me enseñasteis lo del botoncillo de la flor.
Sólo habían sido unas clases teóricas, que pronuncié poco después de que a ella le diera porque le enseñara mis partes. Pero, con altibajos, gracias a ello había conseguido mantenerla entretenida un par de semanas.
–Ah, claro -dije yo-. Rara. Sí.
–Necesito que me azoten -soltó Goneril.
–En eso estoy de acuerdo, señora, aunque eso es tanto como declarar que el cielo es azul, ¿verdad?
–Quiero que me azoten.
–Ah -dije yo, siempre tan elocuente e ingenioso-. Eso ya es distinto.
–Y quiero que lo hagas tú -declaró la princesa.
–¡Cojones en calzones! – exclamé, y al hacerlo pronuncié mi condena.
Pues bien, cuando Oswaldo entró en el aposento aquella primera vez, tanto la princesa como yo teníamos los culos tan colorados como monos de barbaría, e íbamos casi desnudos (salvo por mi gorra, que se había puesto Goneril), mientras, cara a cara, nos dedicábamos a darnos el uno al otro rítmicamente. Oswaldo, por desgracia, no consideró oportuno ser discreto al respecto.
–¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Un bufón está violando a mi señora! ¡Auxilio! – exclamó Oswaldo, desapareciendo al instante del aposento para dar la voz de alarma por todo el castillo.
Le di alcance cuando ya entraba en el gran salón, donde Lear se encontraba sentado en su trono, Regan, a sus pies, bordando, y Cordelia junto a ella, jugando con una muñeca.
–¡El bufón ha violado a la princesa! – anunció Oswaldo.
–¡Bolsillo! – dijo Cordelia, soltando la muñeca y corriendo a mi lado, con una sonrisa de oreja a oreja. Creo que por aquel entonces tendría unos ocho años.
Oswaldo se plantó frente a mí.
–¡He encontrado al bufón embistiendo a la princesa Goneril como un macho cabrío en celo, señor!
–Eso no es cierto, mi rey -me defendí yo-. La dama me ha llamado a su torreón para que, con mis chanzas, la sacara de su bajón matutino, que se le huele en el aliento, por si alguien tiene dudas.
En ese instante Goneril apareció corriendo en la sala, tratando de alisarse los faldones mientras avanzaba. Se detuvo a mi lado, y le hizo una reverencia a su padre. Iba descalza, le costaba respirar, y uno de sus pechos, ciclópeo, se le derramaba por sobre el corpiño del vestido. Yo le quité mi gorro cascabelero de la cabeza, y lo oculté a mi espalda.
–Aquí la tenéis, fresca como una rosa -dije yo.
–Hola, hermana -dijo Cordelia.
–Buenos días, corderita -respondió Goneril, guardándose el Cíclope de ojo rosado con gesto veloz.
Lear se rascó la barba y miró fijamente a su hija mayor.
–Qué zorra estás hecha, hija mía. ¿Has jodido con un bufón?
–Yo creo que toda mujer que haya jodido con un hombre, ha jodido con un bufón, padre.
–Con esa respuesta ha querido decir que no -tercié yo.
–¿Qué es «joder»? – preguntó Cordelia.
–Lo he visto con mis propios ojos -intervino Oswaldo.
–Joder con un hombre y joder con un bufón es lo mismo -insistió Goneril-. Pero esta mañana me he tirado a vuestro bufón sin piedad. Me lo he trajinado hasta que les ha suplicado a dioses y a caballos que me separaran de él.
¿Qué era todo aquello? ¿Acaso esperaba recibir más castigo?
–Es cierto -confirmó Oswaldo-. Yo he oído la súplica.
–¡Jodida, jodida, jodida! – dijo Goneril-. Pero ¿qué es esto que siento? Unos bufones bastardos, diminutos, que se agitan en mis entrañas. Creo oír sus cascabeles minúsculos.
–Seréis mentirosa, furcia -dije yo-. Si los bufones nacen ya con cascabeles, entonces las princesas nacen con garras. No, en los dos casos son cosas que hay que ganarse.
Lear habló entonces.
–Si todo esto es cierto, Bolsillo, haré que te metan una alabarda por el culo.
–No puedes matar a Bolsillo -dijo Cordelia-. Yo voy a necesitarlo para que me distraiga cuando me visite la maldición roja y me invada una horrible melancolía -dijo Cordelia.
–¿De qué hablas, criatura? – le pregunté yo.
–Les pasa a todas las mujeres -abundó Cordelia-. Es el castigo que pagan por la traición de Eva en el jardín del bien y del mal. Mi aya me dice que siempre te encuentras muy mal.
Le di una palmada en la cabeza a la pequeña.
–Joder, señor, tenéis que contratar a alguna institutriz que no sea monja.
–¡Merezco un castigo! – exclamó Goneril.
–Pues yo he sufrido mi maldición desde hace meses -dijo Regan, sin levantar siquiera la vista de la labor-. Y me da la sensación de que si voy a las mazmorras y torturo a algún prisionero, me siento mejor.
–No, yo quiero a mi Bolsillo -insistió Cordelia, que empezaba a alzar la voz.
–Pues no puede ser -dijo Goneril-. A él también hay que castigarlo. Después de lo que ha hecho…
Oswaldo hizo una reverencia sin motivo aparente.
–¿Me permitís sugerir que le corten la cabeza y la expongan sobre una lanza, en el Puente de Londres, para evitar más excesos?
–¡Silencio! – exclamó el rey Lear, poniéndose en pie. Descendió los peldaños, pasó junto a Oswaldo, que se hincó de rodillas, y se plantó ante mí, al tiempo que posaba la mano en la cabeza de Cordelia.
El viejo monarca clavó sus ojos de halcón en los míos.
–Antes de que llegaras, llevaba tres años sin hablar-dijo.
–Lo sé, señor -respondí, apartando la mirada.
El rey se volvió para contemplar a Goneril.
–Ve a tus aposentos. Y que tu aya atienda tus fantasías. Ella se ocupará de que de ahí no salga nada.
–Pero, padre, el bufón y yo…
–Tonterías. Eres doncella -insistió Lear-. Así hemos acordado entregarte al duque de Albany, y así ha de ser.
–Señor, han violado a la dama -dijo Oswaldo, cada vez más desesperado.
–¡Guardias! Llevaos a Oswaldo al patio de armas y azotadlo veinte veces por mentiroso.
–¡Pero señor! – imploró Oswaldo, mientras dos guardias lo sujetaban por los brazos.
–¡Veinte azotes que son prueba de mi misericordia! Si mencionas una sola palabra de todo esto, será tu cabeza la que adorne el Puente de Londres.
Y, atónitos, observamos a los guardias llevarse a Oswaldo, que lloraba en silencio y, muy colorado, hacía esfuerzos por morderse la lengua.
–¿Puedo ir a ver? – preguntó Goneril.
–Ve -consintió el rey-. Y, después, te reúnes con tu aya.
Regan se había puesto en pie, y se acercó a su padre. Lo miró suplicante, de puntillas, aplaudiendo nerviosa, anticipándose.
–De acuerdo, ve tú también -dijo Lear-. Pero sólo a mirar.
Regan abandonó el salón tras los pasos de su hermana mayor, el pelo negro azabache meciéndose tras ella como un cometa oscuro.
–Tú eres mi bufón, Bolsillo -dijo Cordelia, tomándome de la mano-. Ven a ayudarme. Le estoy enseñando a la muñequita a hablar francés.
La princesita me llevó consigo. El viejo rey no dijo nada más, y nos vio alejarnos con una ceja arqueada y el ojo de halcón debajo, fulgurante como una estrella helada, lejanísima.