que finalmente ha visto realizado su sueño de vivir
en las Montañas Azules
Para aquellos lectores que adviertan que escribimos Missalonghi con una “a” en lugar de la “o” que ahora se acepta como correcta, deseamos aclarar que, en Australia, durante la época en que esta historia se encuadra, era más corriente la tradicional “a”.
–¿Me puedes decir, Octavia, por qué parece que nuestra suerte nunca cambia para bien? – preguntó Drusilla Wright a su hermana, y añadió con un suspiro-: Necesitamos un tejado nuevo.
La señorita Octavia Hurlingford dejó caer las manos en su regazo, meneó la cabeza tristemente e hizo eco al suspiro de su hermana.
–¡Oh, querida! ¿Estás segura?
–Denys dice que sí.
Como su sobrino Denys Hurlingford era el propietario de la ferretería local y poseía asimismo un próspero negocio de instalaciones sanitarias, su palabra era ley en estas cuestiones.
–¿Cuánto costará un tejado nuevo? ¿Hay que cambiarlo por completo? ¿No podríamos sustituir sólo las láminas más deterioradas?
–Sólo hay una lámina que valga la pena conservar, según Denys, así que me temo que nos costará unas cincuenta libras.
Se produjo un sombrío silencio, mientras ambas hermanas se devanaban los sesos en busca de una fuente de ingresos que les proporcionase los fondos necesarios. Se hallaban sentadas de lado en un sofá relleno de crin cuyos buenos tiempos eran tan remotos que ya nadie los recordaba. Drusilla Wright hacía vainica en el borde de una tela de lino con una destreza minuciosa y delicada, y Octavia estaba ocupada con una labor de ganchillo tan exquisitamente trabajada como la vainica.
–Podríamos emplear las cincuenta libras que padre puso en el banco cuando nací -dijo la tercera ocupante de la habitación, ansiosa de compensar el hecho de no ahorrar ni un céntimo del dinero que sacaba vendiendo huevos y mantequilla.
También estaba trabajando, sentada en una silla baja, haciendo encaje con una lanzadera y una madeja de hilo de color crudo, moviendo los dedos con la absoluta eficacia de quien domina hasta tal punto la tarea que puede realizarla sin mirar ni pensar.
–Gracias, pero no -dijo Drusilla.
Y aquello puso fin a la única conversación que se produjo durante el rato de labor, que ocupaba dos horas de la tarde del viernes, porque poco después el reloj del vestíbulo empezó a dar las cuatro. Con las últimas vibraciones todavía suspensas en el aire, las tres mujeres procedieron a guardar sus labores con el automatismo propio de las viejas costumbres: Drusilla su vainica, Octavia su ganchillo y Missy su encaje. Cada una de ellas colocó su labor dentro de una bolsa de franela gris idéntica a las otras, que se cerraba con un cordoncillo, tras lo cual guardaron sus respectivas bolsas en una desvencijada cómoda de caoba situada debajo de la ventana.
La rutina no variaba nunca. A las cuatro se terminaba la sesión de dos horas de labor en la sala de estar, y empezaba otra, también de dos horas pero distinta. Drusilla se sentaba al órgano, que era su único tesoro y su único placer, mientras Octavia y Missy se iban a la cocina, donde preparaban la cena y finalizaban las tareas exteriores.
Reunidas en el umbral de la puerta como tres gallinas de jerarquía incierta, era fácil adivinar que Drusilla y Octavia eran hermanas. Ambas eran de elevada estatura y poseían un rostro alargado, huesudo y anémicamente pálido; pero mientras Drusilla era robusta y musculosa, Octavia estaba achacosa y disminuida por una larga enfermedad de los huesos. Missy tenía en común con ellas la altura, aunque apenas medía un metro setenta, frente a los uno setenta y siete de su tía y uno ochenta y dos de su madre. No guardaba ningún parecido, pues era tan morena como rubias ellas, con un pecho tan plano como generosos los de las otras, y sus rasgos eran tan pequeños como grandes los de ellas.
La cocina era una gran habitación desnuda al fondo del curvo vestíbulo central y sus paredes de madera pintadas de marrón contribuían lo suyo a la atmósfera de tristeza general.
–Pela las patatas antes de ir a coger las judías, Missy -dijo Octavia, al tiempo que se ataba el voluminoso delantal marrón que la protegía de los peligros de la cocina.
Mientras Missy pelaba las tres patatas que se consideraban suficientes, Octavia atizó los rescoldos que ardían en la cocina de hierro negra que ocupaba toda la parte frontal de la chimenea; luego añadió más leña, reguló el tiro para que entrase más aire y puso a hervir un enorme recipiente de hierro lleno de agua. Hecho esto, se dirigió a la despensa a buscar la materia prima para la papilla de avena de la mañana siguiente.
–¡Oh, no! – exclamó. Un instante después emergía con una bolsa de papel marrón de cuyas esquinas iba cayendo una lluvia de avena hasta el suelo, a modo de abultados copos de nieve-. ¡Mira esto! ¡Ratones!
–No te preocupes, pondré algunas ratoneras esta noche -dijo Missy sin prestarle demasiada atención, mientras colocaba las patatas en una pequeña perola de agua y añadía una pizca de sal.
–Las ratoneras que pongas esta noche no harán que mañana tengamos el desayuno sobre la mesa, así que tendrás que preguntar a tu madre si puedes acercarte de una corrida a la tienda del tío Maxwell a comprar más copos de avena.
–¿No podríamos prescindir de ellos por una vez?
Missy odiaba la avena.
–¿En invierno? – le dijo Octavia, mirándola como si se hubiese vuelto loca-. Un buen plato de avena es barato y te da energías para todo el día. Ahora, date prisa, ¡por el amor de Dios!
Del otro lado de la puerta de la cocina la música del órgano era ensordecedora. Drusilla era una pésimas intérprete a quien toda la vida le habían dicho que era una buena organista, pero incluso tocar con aquella ineptitud tan firme requería ejercitarse sin reparos, así que, entre las cuatro y las seis de cada día de la semana, Drusilla practicaba. Tenía su razón de ser, pues todos los domingos imponía su falta de talento en la extensa congregación de Hurlingford que se reunía en la iglesia anglicana de Byron; ninguno tenía oído, por lo que todos ellos pensaban que el acompañamiento musical de la ceremonia era excelente.
Missy entró cautelosamente en la sala, no en la que habían estado haciendo labor, sino en la que reservaban para ocasiones especiales, que albergaba el órgano; allí, Drusilla atacaba a Bach con todo el clamor y el estruendo de una justa entre caballeros, sentada con la espalda erguida, los ojos cerrados, la cabeza inclinada y la boca crispada.
–¿Madre?
Era el más leve de los susurros, un filamento de sonido enfrentado a cientos de barcos con sus velas preparadas para zarpar.
Pero fue suficiente. Drusilla abrió los ojos y se volvió, con más resignación que enojo.
–¿Y bien?
–Siento interrumpirte, pero necesitamos más avena antes de que tío Maxwell cierre. Los ratones se han acabado toda la bolsa.
Drusilla suspiró.
–Pues tráeme el monedero.
Le alcanzó el monedero, de cuyas fláccidas cavidades pescó una moneda de seis peniques.
–¡Avena a granel, no lo olvides! Todo lo que pagas por una marca comercial es la caja bonita.
–¡No, madre1 La avena envasada sabe mucho mejor y tampoco tienes que hervirla durante toda la noche. – Missy alimentó una ligera esperanza.– De hecho, si tú y tía Octavia prefirierais comer avena envasada, yo prescindiría de ella alegremente para compensar la diferencia de gusto.
Drusilla acostumbraba decirse a sí misma y a su hermana que vivía para ver el día en que su tímida hija manifestara alguna señal de resistencia, pero aquel humilde amago de independencia fue a dar contra una pared autoritaria que la madre ignoraba haber levantado. Así que dijo, consternada:
–¿Prescindir? ¡De ninguna manera! La papilla de avena es nuestro alimento básico en invierno y es más barata que el carbón. – Su tono de voz se hizo más cordial, más de igual a igual-. ¿A qué temperatura estamos?
Missy consultó el termómetro de la sala.
–¡Cinco grados! – exclamó.
–Entonces cenaremos en la cocina y pasaremos ahí la velada -gritó Drusilla, que ya estaba aporreando de nuevo a Bach.
Envuelta en su abrigo de sarga marrón, una bufanda de lana marrón y un gorro tejido marrón, con los seis peniques del monedero de su madre metidos en el dedo de un guante de lana marrón, Missy salió de la casa y se apresuró por el pulido sendero de ladrillos hasta la verja principal. En la pequeña cesta de la compra llevaba un libro de la biblioteca; las oportunidades de hacer una escapada a la biblioteca eran escasas y poco frecuentes, y si se daba prisa nadie tenía por qué saber que había hecho algo más que ir a la tienda de tío Maxwell a buscar avena. Aquella noche su tía Livilla estaría al frente de la biblioteca, así que tendría que coger un libro de tipo edificante en lugar de una novela, pero, a los ojos de Missy, era mejor cualquier clase de libro que ninguno. Y el domingo siguiente Una estaría allí, así que podría coger una novela.
El aire estaba lleno de una fina y suave neblina escocesa que vacilaba entre niebla y llovizna y cubría de gruesas y redondas gotas de agua el seto de aligustre que bordeaba la casa denominaba Missalonghi. En el momento en que Missy puso los pies en Gordon Road, empezó a correr, y sólo redujo su marcha a un rápido caminar al llegar a la esquina, a causa de aquella punzada terriblemente dolorosa en el costado izquierdo que la atenazaba. Al aflojar el paso siempre se le calmaba la molestia, así que siguió trotando más despacio y empezó a experimentar aquel destello de felicidad que la invadía cuando se le ofrecía este placer: la oportunidad de escapar sola de los límites de Missalonghi. Reanudando de nuevo su paso nada más desaparecer la punzada, empezó a mirar los lugares familiares que Byron ofrecía en la tarde de nieblas de un corto día de invierno.
Todas las cosas del pueblo de Byron ostentaban un nombre relacionado con algún aspecto del poeta; incluso la casa de su madre, Missalonghi, cuya denominación derivaba del lugar donde lord Byron había tenido una muerte prematura. Esta peculiar nomenclatura urbana era obra del bisabuelo de Missy, el primer sir William Hurlingford, que había fundado la ciudad cuando acababa de leer Childe Harold y estaba tan contento de haber descubierto realmente una obra literaria que pudiera entender, que desde entonces había embuchado cantidades indigeribles de Byron en la garganta de todo el que conocía. Missalonghi estaba situada en Gordon Road, y Gordon Road desembocaba en Noel Street y Noel Street en Byron Street, que era la calle principal; en la parte mejor del pueblo, George Street serpenteaba varios kilómetros hasta precipitarse en el maravillosos Valle Jamison. Incluso había una diminuta calle sin salida, denominada Caroline Lamb Place, situada por supuesto al otro lado de la línea del tren (al igual que la casa llamada Missalonghi); habitaban allí una docena de mujeres de vida alegre divididas en tres casas, adonde acudían muchos visitantes masculinos del campo de trabajadores del ferrocarril, así como de la inmensa planta embotelladora de afeaba los suburbios de la zona sur del pueblo.
¡Oh, qué preciosidad! Missy se paró maravillada ante una inmensa telaraña adornada de cientos de gotitas dejadas en ella por los suaves jirones de niebla que se desplazaban palpitando desde el valle invisible del extremo opuesto de Gordon Road. Había una enorme araña peluda y brillante en medio de la tela, escoltada por su diminuto y contrito compañero del momento, pero Missy no sintió miedo ni repulsión: sólo envidia. Aquella afortunada criatura, además de ser dueña intrépida y decidida de su mundo, enarbolaba la bandera original de las sufragistas, no sólo porque dominaba y utilizaba a su marido, sino porque se lo comía después de que su utilidad quedara esparcida sobre los huevos que ella había puesto. ¡Oh, afortunada, afortunada señora araña! Puedes destruir su mundo, que ella volverá a hacerlo con serenidad siguiendo indicaciones innatas, tan bonito, tan etéreo que su temporalidad carecerá de importancia; y cuando termine la nueva tela, organizará en ella la siguiente serie de consortes, como una fiesta móvil, con el apenas robusto marido de hoy cerca del centro, y sus sucesores cada vez más pequeños a medida que se alejaban de la Madre ubicada en el centro.
¡Se hacía tarde! Missy empezó a correr otra vez, girando hacia Byron Street y dirigiéndose a la hilera de tiendas colocadas en formación a ambos lados de un bloque del centro del pueblo, pocos metros antes de que Byron Street se haba grandiosa y exhiba el parque, la estación de ferrocarril, el hotel con el frente de mármol y la imponente fachada egipcia de los Baños Termales de Byron.
Había una tienda de ultramarinos y productos agrícolas, propiedad de Maxwell Hurlingford; una ferretería propiedad de Denys Hurlingford; una sombrerería de damas propiedad de Aurelia Marshall, Hurlingford de soltera; una herrería y estación de gasolina, propiedad de Thomas Hurlingford; una panadería, propiedad de Walter Hurlingford; una tienda de telas, propiedad de Herbert Hurlingford; una biblioteca, propiedad de Livilla Hurlingford; una carnicería, propiedad de Roger Hurlingford Witherspoon; una tienda de caramelos y tabacos propiedad de Percival Hurlingford, y el Café Olimpus, propiedad de Nikos Theodoropoulus.
Como correspondía a su importancia, Byron Street estaba asfaltada hasta que convergía con Noel Street y Caroline Lamb Place; poseía un abrevadero para los caballos, de granito esculpido, donado por el primer sir William, y estacas para atar los carruajes a lo largo del tramo entoldado de tiendas. Estaba bordeada de bonitos y vetustos eucaliptos y su aspecto era a la vez tranquilo y próspero.
Había muy pocas viviendas particulares en la parte central de Byron. El pueblo vivía de los visitantes estivales ansiosos de alejarse del calor y la humedad de la llanura costera y los que en cualquier época del año esperaban mitigar sus dolores reumáticos bañándose en las aguas termales que alguna grieta geológica había situado bajo el suelo de Byron. Por ello había muchas pensiones y residencias a lo largo de Byron Street, la mayoría de ellas propiedad de los Hurlingford y regentadas por ellos, naturalmente. Los Baños Termales de Byron ofrecían grandes comodidades para quienes no escatimaban en gastos, el amplio y prestigioso Hotel Hurlingford hacía gala de baños privados para uso exclusivo de clientes, mientras que para aquellos cuyos recursos pecuniarios cubrían sólo la habitación y el desayuno en una de las pensiones más baratas, existían las piscinas, limpias aunque espartanas, del Balneario, situado a la vuelta de la esquina de Noel Street.
Se había pensado incluso en las personas demasiado pobres como para llegar a la localidad de Byron. El segundo sir William había inventado la Botella Byron (como se la conocía en toda Australia y Pacífico Sur): una botella de lago más de medio litro, artística y esbelta, de un cristal muy transparente, llena de la mejor agua de manantial de Byron; un agua apenas efervescente, con un efecto ligeramente laxante pero nunca drástico, y con un sabor peculiar. «¡Pero si es agua de Vichy!», decían las personas lo bastante afortunadas como para haber estado en Francia. La vieja botella de Byron no sólo era mejor, sino además mucho más barata. Una oportuna compra de acciones de la industria del vidrio había acabado de redondear aquel negocio local que acarreaba tan pocos gastos y resultaba tan lucrativo; continuaba creciendo y aportando enormes cantidades de dinero a los descendientes varones del segundo sir William. El tercer sir William, nieto del primero e hijo del segundo, ejercía la actual presidencia del imperio de la Compañía Embotelladora Byron con la misma rudeza y rapacidad que habían caracterizado a sus anteriores tocayos.
Maxwell Hurlingford, descendiente director del primer sir William y, por lo tanto, hombre inmensamente rico por herencia, no tenía necesidad alguna de estar al frente de una tienda de ultramarinos y productos agrícolas. Sin embargo, el instinto comercial y la perspicacia de los Hurlingford no desaparecían así como así, y los preceptos calvinistas por los que se regía el clan prescribían que un hombre debía trabajar para hallar gracia a los ojos del Señor. Una rígida observancia de esta norma podría haber hecho de Maxwell Hurlingford un santo en la Tierra, pero sólo había conseguido crear un ángel en la calle y un demonio en casa.
Cuando Missy entró en la tienda, sonó una estentórea campana, lo cual es una descripción perfecta del sonido que había ideado Maxwell Hurlingford para gratificar tanto su ascetismo como su moderación. Nada más sonar la campana, emergió de la trastienda donde se apilaban el salvado, la paja, el trigo y la cebada, el forraje y la avena en ordenados montones de sacos de cáñamo; Maxwell Hurlingford satisfacía no sólo las necesidades gastronómicas de la población de Byron, sino que avituallaba asimismo a sus caballos, vacas, ovejas y gallinas. Como dijo un aldeano ingenioso cuando se quedó sin heno, Maxwell Hurlingford siempre lo tenía a uno yendo y viniendo.
En el rostro se le leía una amarga expresión normal y en la mano derecha esgrimía una gran pala con una maraña de hebras de forraje.
–¡Mira esto! – gruñó, agitando la pala delante de Missy en una sorprendente imitación de su hermana Octavia cuando había sacado la bolsa de avena comida por los ratones-. Hay gusanos por todas partes.
–¡Oh, no! ¿La avena también?
–Todo.
–Entonces será mejor que me des una caja de avena de desayuno, por favor, tío Maxwell.
–Menos mal que los caballos no tiene manías -refunfuñó, depositando la pala y escurriéndose por detrás del mostrador.
La campana volvió a sonar con energía cuando un hombre abrió la puerta con una deslumbrante y vivaz determinación.
–¡Demonios, ahí fuera hace más frío que en las tetas de una madrastra! – dijo jadeando el recién llegado mientras se restregaba las manos.
–¡Caballero! ¡Hay damas presentes!
–¡Uhau! – dijo el recién llegado, olvidando apostillar aquella interjección con una adecuada disculpa. En lugar de ello, se inclinó frente al mostrador haciendo una mueca maliciosa a la boquiabierta Missy-. ¿Damas en plural? ¡Yo sólo veo media!
Ni Missy ni tío Maxwell pudieron adivinar si aquello era una alusión ofensiva a su falta de altura en una ciudad de gigantes o si intentaba insultarla descaradamente sugiriendo que no era una verdadera dama. Pero, en el momento en que el tío Maxwell había conseguido hacer acopio del corrosivo ingenio que lo caracterizaba, el forastero se había embarcado ya en su lista de compras.
–Quiero seis bolsas de salvado y forraje, una de harina, una de azúcar, una caja de cartuchos de calibre doce, una lonja de tocino, seis latas de levadura, cinco kilos de mantequilla en lata, cinco de pasas, una docena de latas de jarabe de azúcar, seis latas de mermelada de ciruelas y una lata de cinco kilos de galletas variadas Arnott.
–Son las cinco menos cinco y cierro a las cinco en punto -dijo tío Maxwell secamente.
–En ese caso, será mejor que ponga manos a la obra, ¿no le parece? – le dijo el forastero con indiferencia.
El paquete de avena se hallaba encima del mostrador; Missy extrajo del guante la moneda de seis peniques y la tendió esperando en vano que tío Maxwell le devolviera el cambio, sin valor para preguntarle si una pequeña cantidad de alimento básico podía costar tanto, aun envuelta en un paquete tan bonito. Al final, cogió la avena y se marchó, no sin antes lanzar otra mirada furtiva al forastero.
Éste poseía un carro tirado por dos caballos, pues había un carro amarrado frente a la tienda que no estaba allí cuando Missy había entrado. El carro tenía buen aspecto; los caballos estaban limpios y lustrosos, su porte era airoso, y el carruaje parecía nuevo, con los radios de las ruedas destacados en color amarillo sobre un exquisito fondo marrón.
Las cinco menos cuatro minutos. Si invertía el orden de llegada a la tienda de tío Maxwell, podía argumentar la grosería del forastero y su extenso pedido como excusa para llegar tarde y con ello podría incluir una escapada a la biblioteca.
La ciudad de Byron no poseía biblioteca pública; en aquella época, pocas ciudades de Australia la tenían. Pero, para llenar aquel vacío había una privada con servicio de préstamo. Livilla Hurlingford era viuda y con un hijo muy costoso de mantener; la necesidad económica junto con su aspiración de respetabilidad la habían llevado a abrir una sala de lectura bien equipada. La popularidad y rentabilidad obtenidas la habían inducido a ignorar las leyes comerciales que obligaban a cerrar las tiendas de Byron a las cinco de la tarde los días laborables, pues la mayoría de sus clientes preferían cambiar los libros a última hora de la tarde.
Los libros eran el único solaz de Missy y su solo lujo. Se le permitía quedarse con el dinero que ganaba con la venta de los excedentes de huevos y mantequilla de Missalonghi, y gastaba aquella mísera cantidad en pagar el préstamo de los libros de la biblioteca de su tía Livilla. Ni su madre ni su tía estaban conformes con esta práctica, pero habiendo anunciado hacía algunos años que Missy tendría la oportunidad de ahorrar algo más que las cincuenta libras que le había asignado su padre al nacer, Drusilla y Octavia eran demasiado justas como para rescindir su propio decreto sólo porque Missy hubiese resultado una despilfarradora.
Siempre que cumpliera con las obligaciones que tenía asignadas -cosa que hacía con minuciosidad sin escatimar un ápice-, nadie le ponía trabas a que leyese libros, pero sí a caminar por el bosque. Caminar a través de la maleza era someter su discutiblemente deseable persona al riesgo de un asesinato o una violación, y no se lo iban a permitir de ninguna manera. Por ello Drusilla ordenó a su prima Livilla que sólo prestara a Missy libros buenos; ni novelas cualesquiera, ni biografías procaces o escandalosas, ni ningún material de lectura que estuviera escrito para el género masculino. Tía Livilla respetaba rigurosamente esta sentencia, pues tenía las mismas ideas que Drusilla acerca de lo que podía leer una dama no casada.
Pero aquel último mes Missy venía guardando un secreto culpable: alguien le estaba facilitando novelas en abundancia. Tía Livilla se había buscado una asistenta que le permitía estar al frente de la biblioteca sólo los lunes, martes y sábados, con lo cual gozaba de cuatro días para descansar de las impertinencias y quejas de aquellos residentes que ya habían leído todo lo que contenían sus estanterías y de los visitantes cuyos gustos no lograba satisfacer. Naturalmente, la nueva asistente era una Hurlingford, pero no una Hurlingford de Byron; procedía de los antros de Sidney.
La gente apenas prestaba atención a la tímida e inhibida Missy Wright, pero Una, como se llamaba la nueva asistenta parecía haber detectado en ella al instante la madera de una buena amiga. Desde que empezó a trabajar allí, pues, Una había conseguido que Missy le abriese su corazón de manera asombrosa; conocía las costumbres, acontecimientos, expectativas, problemas y sueños de Missy. También había ideado un sistema infalible mediante el cual Missy podía tomar prestados frutos prohibidos sin que tía Livilla lo descubriese, y la atosigaba con novelas de todo tipo, desde la más aventurera a la más rabiosamente romántica.
Claro que aquella noche atendía tía Livilla, por lo que el libro sería de los antiguos, y sin embargo, cuando Missy abrió la puerta de vidrio y entró en el alegre calor de la biblioteca, se encontró a Una sentada tras el mostrador, y ni rastro de la temida tía Livilla.
No era sólo la innegable vivacidad de Una, su compresión y su amabilidad, lo que había despertado el afecto de Missy; era además una mujer en verdad muy hermosa. Tenía una excelente figura, con una altura suficiente como para distinguirla como una auténtica Hurlingford, y su ropa le recordaba a Missy la de su prima Alicia, siempre de buen gusto, siempre a la última moda, siempre con un encanto especial. La claridad de su piel, cabello y ojos deslumbraba, pero aun así Una no tenía ese aspecto semicalvo y desvaído que era el sino de todas las mujeres Hurlingford, exceptuadas Alicia (que poseía una belleza tan fascinante que Dios le había dado cejas y pestañas oscuras cuando creció) y Missy (que era completamente morena). Todavía más atractiva que la hermosura de Una era una extraña y luminosa cualidad suya: una deliciosa lozanía que residía no tanto a flor de piel como en su interior; sus uñas, ovales y alargadas, irradiaban esa esencia henchida de luz, y lo mismo ocurría con su cabello, encrespado alrededor de su cabeza y recogido en un reluciente moño, tan rubio que parecía blanco. El aire que la circundaba cobraba un brillo que, al mismo tiempo, estaba y no estaba. ¡Fascinante! Missy, que durante toda su vida no había visto más que Hurlingfords, no estaba preparada para el fenómeno de una persona que irradiaba una fuerza especial. Y ahora, en el breve espacio de un mes, había tropezado con dos: Una con su luminosidad, y el forastero de la tienda de tío Maxwell, con su esponjosa nube de energía azul crepitando a su alrededor.
–¡Olé! – gritó Una al ver a Missy-. ¡Querida, tengo una novela que te va a entusiasmar! De una joven noble pero sin recursos que se ve obligada a trabajar de institutriz en la casa de un duque. Se enamora del duque, quien la mete en líos y luego no quiere saber nada de ella, porque es su mujer quien posee todo el dinero. Por ello la embarca con destino a la India, donde su hijo se muere de cólera al poco de nacer. Entonces un maharajá increíblemente guapo la ve y se enamora de ella al instante, porque su cabello es de un color dorado rojizo y sus ojos verdes como limas, mientras que sus docenas de mujeres y concubinas son morenas. La rapta con la intención de convertirla en su juguete particular, pero cuando la tiene en sus garras se da cuenta de que la respeta demasiado. Se casa con ella y despide al resto de sus mujeres, diciendo que ella es una joya de tal rareza que no tiene rival. Se convierte así en una maharajaní de mucho poder. Entonces llega el duque a la India con su regimiento de húsares para aplacar un levantamiento de nativos en las colinas. Consigue su cometido, pero cae mortalmente herido durante la batalla. Ella lo lleva a su palacio de alabastro, en donde el duque muere en sus brazos, pero después de obtener su perdón por haberle hecho tanto daño. Y el maharajá comprende por fin que ella lo ama más de lo que amó al duque un día. ¿No te parece una historia maravillosa? ¡Te aseguro que te encantará!
El hecho de que le explicaran todo el argumento no era motivo para que Missy dejase de leer un libro, así que aceptó Amor oriental al instante y lo puso en el fondo de su cesta de la compra, al tiempo que buscaba su monedero. Pero no estaba allí.
–Me temo que me he olvidado el monedero en casa -dijo a Una, con una mortificación que sólo experimentan las personas a la vez muy pobres y orgullosas-. ¿Cómo puede ser? ¡Estaba segura de haberlo metido! Bueno, quédate con el libro hasta el lunes.
–¡Por Dios, querida, olvidarte el dinero en casa no es el fin del mundo! Llévate el libro ahora; de lo contrario, lo cogerá otro, y es tan bueno que tardará meses en volver a estar disponible. Me pagas la próxima vez que vengas.
–Gracias -dijo Missy, consciente de embarcarse en algo que contrariaba por completo los preceptos de Missalonghi, pero incapaz de evitarlo a causa de su debilidad por los libros.
Sonriendo incómoda, empezó a salir de la biblioteca a toda prisa.
–No te vayas todavía, querida -le suplicó Una-. ¡Quédate a charlar conmigo, anda!
–Lo siento, de verdad que no puedo.
–Venga, ¡sólo un minuto! Entre esta hora y las siete, esto está tranquilo como una tumba; todo el mundo está en casa, cenando.
–De verdad, Una, no puedo -dijo Missy, sintiéndose miserable.
Una parecía empeñada.
–Sí que puedes.
Missy descubrió de pronto que uno no puede negar favores a aquellas personas con las que estás en deuda, y se rindió.
–Bueno, de acuerdo, pero sólo un minuto.
–Lo que deseo saber es si ya te has fijado en John Smith -dijo Una, mientras sus brillantes uñas revoloteaban sobre su moño rutilante, y sus ojos, de un azul luminoso, resplandecían.
–¿John Smith? ¿Quién es John Smith?
–El tipo que compró tu valle la semana pasada.
En realidad, el valle de Missy no era su valle, por supuesto. Simplemente se extendía a lo largo del extremo de Gordon Street, pero siempre pensaba en él como si fuera suyo y le había hablado a Una más de una vez de sus deseos de ir a caminar por él. Su cara se entristeció.
–¡Oh, qué lástima!
–¡Bah! Si quieres saber lo que pienso, me alegro de ello. Ya era hora de que alguien pusiera los pies en la puerta de los Hurlingford.
–Bueno, nunca he oído hablar de este John Smith, y estoy segura de no haberlo visto nunca -dijo Missy, dándose media vuelta para marcharse.
–¿Cómo sabes que nunca lo has visto si ni siquiera te quedas a oír cómo es?
La imagen del forastero que había visto en la tienda de tío Maxwell pasó por la mente de Missy; cerró los ojos y dijo, con más seguridad de la habitual:
–Es muy alto y de constitución robusta; tiene el cabello rizado de color castaño rojizo y la barba del mismo color con dos mechones blancos; lleva unas ropas toscas y blasfema como un arriero. Tiene un rostro agradable, pero sus ojos lo son todavía más.
–¡Es él! ¡Es él! – chilló Una-. ¡Así que lo has visto! ¿Dónde? Cuéntamelo todo.
–Acaba de entrar en la tienda de tío Maxwell hace unos minutos y ha comprado muchas provisiones.
–¿De veras? Será que se va a vivir al valle -dijo Una, haciendo una mueca maliciosa a Missy-. Creo que te ha gustado lo que has visto, ¿verdad, Missy, Mosquita Muerta?
–Sí -dijo Missy sonrojándose.
–A mí me pasó lo mismo la primera vez que lo vi -dijo Una con indolencia.
–¿Cuándo fue eso?
–Hace siglos. En realidad, hace años, querida. En Sidney.
–¿Lo conoces?
–Y tanto -dijo Una suspirando.
El exceso de novelas del último mes había ampliado considerablemente la educación emocional de Missy, así que se sintió lo bastante segura para preguntar.
–¿Lo amabas?
Pero Una se echó a reír.
–No, querida; si de una cosa puedes estar por competo segura, es de que nunca lo amé.
–¿Viene de Sidney?
–Entre otros lugares.
–¿Era amigo tuyo?
–No. Era amigo de mi marido.
Esto constituía una auténtica novedad para Missy.
–¡Oh, lo siento, Una! No tenía idea de que fueras viuda.
Una se volvió a reír.
–¡Querida, no soy viuda! ¡Los santos me preservan de los vestidos de luto! Wallace, mi marido, está todavía muy vivo. La mejor manera de describir mi fallida unión es decir que mi marido se divorció del matrimonio… y de mí.
Missy no había conocido a una divorciada en toda su vida; los Hurlingford no deshacían matrimonios, ya se contrajeran en el cielo, el infierno o el limbo.
–Debe de haberte resultado muy difícil -dijo en voz baja, esforzándose por no parecer escrupulosa o impresionada.
–Querida, sólo yo sé lo difícil que fue. – La luz de Una desapareció-. En realidad, fue un matrimonio de conveniencia. A él, o, más bien, a su padre, le pareció adecuada mi posición social y a mí me pareció conveniente su gran cantidad de dinero.
–¿No lo amabas?
–Mi gran problema, querida, que me ha acarreado mucho más, es que nunca he amado a nadie tanto como a mí misma. – Hizo una mueca, y su luz, que acababa de recuperar su intensidad normal, volvió a desaparecer-. No te creas, Wallace era muy correcto en todos los aspectos y tenía un físico muy agradable. Pero su padre… ¡Aj!, su padre era un hombrecillo odioso que olía a pomada barata y a tabaco todavía más barato y no tenía la más mínima idea de lo que eran los buenos modales. No obstante, tenía la ardiente ambición de ver a su hijo sentado en la cima de la sociedad australiana, por lo cual dedicó gran parte de su tiempo y dinero a producir la clase de hijo al que un Hurlingford no se resistiría. Cuando, en realidad, lo que le gustaba a su hijo era la vida sencilla; no deseaba sentarse entre la flor y la nata de la sociedad y sólo lo intentó porque amaba con desesperación a aquel espantoso anciano.
–¿Qué ocurrió? – preguntó Missy.
–El padre de Wallace falleció poco después de que el matrimonio fracasase. Mucha gente, incluido Wallace, creyó que la causa había sido el corazón destrozado. En cuanto a él…, hice que me odiase como ningún hombre debería odiar a una mujer.
–No puedo creerlo -dijo Missy lealmente.
–Me atrevería a decir que en verdad no puedes. Pero no por ello deja de ser cierto. Con el tiempo, me he visto obligada a admitir que fui una perra con un egoísmo feroz a la que tendrían que haber ahogado nada más nacer.
–¡Oh, Una, no digas eso!
–Querida, no me compadezcas: no me lo merezco-dijo Una, otra vez dura y brillante-. La verdad es la verdad, y ya está. Así que aquí me tienes, arrojada a la orilla por la última vez en un rincón recóndito como Byron, haciendo penitencia por mis pecados.
–¿Y tu marido?
–Él se ha recuperado. Por fin ha hallado la oportunidad de hacer todo lo que había deseado siempre.
Missy se moría de ganas de preguntarle cientos de cosas más: sobre el cambio evidente experimentado por Una, sobre la posibilidad de que pudieran arreglarse las cosas entre ella y su perdido Wallace, sobre John Smith, el misteriosos John Smith; pero la breve pausa que siguió al final de la exposición de Una le devolvió la conciencia del tiempo con un sobresalto. Un apresurado adiós y salió volando antes de que Una la retuviese un minuto más.
Hizo corriendo los ocho kilómetros hasta su casa, con punzada o sin ella, y debía de tener alas en los pies, pues, cuando llegó sin aliento a la puerta de la cocina, encontró a su madre y a su tía perfectamente dispuestas a aceptar la historia de la voluminosa compra de John Smith como excusa suficiente para justificar su retraso. Drusilla había ordeñado a la vaca, pues los huesos de Octavia no estaban en condiciones de realizar esos menesteres; había cogido las judías que ahora se cocían en la sartén. Las mujeres de Missalonghi se sentaron con toda puntualidad a dar buena cuenta de su cena. Tras lo cual llegó la última tarea del día: remendar las medias, la ropa interior y la lencería, tantas veces usadas y otras tantas lavadas.
Con la mente dividida entre la dolorosa historia de Una y la persona de John Smith, Missy escuchaba soñolienta a Drusilla y Octavia, que se deleitaban en la disección nocturna de cualquier noticia que pudiera haber llegado a sus hambrientos oídos. Aquella noche, después de un período inicial dedicado a hablar del misterioso forastero de la tienda de Maxwell Hurlingford (Missy no había soltado prenda de lo que se había enterado por Una), abordaron el acontecimiento inminente más importante del calendario social de Byron: la boda de Alicia.
–Tendré que ponerme el de seda marrón, Drusilla -dijo Octavia, soltando una lágrima de auténtico disgusto.
–Y yo el de gorgorán marrón y Missy el de lino marrón. ¡Dios mío, estoy tan cansada de marrón, marrón, marrón! – gritó Drusilla.
–Pero en nuestra precaria situación, hermana, el marrón es el color más sensato -la consoló Octavia sin conseguirlo.
–¡Por una sola vez -dijo Drusilla con ferocidad, mientras clavaba la aguja en el carrete de hilo y doblaba la funda de almohada remendada con gran perfección, poniendo en ello más pasión de la que se le había conocido en toda su vida-, preferiría ser alocada antes que sensata! Y como mañana es sábado, tendré que escuchar a Aurelia vacilando interminablemente entre un satén color de rubí y un terciopelo color de zafiro para su traje de boda, preguntándome mi opinión al menos una docena de veces, y a mí…, a mí me entrarán ganas de matarla.
Missy tenía su propia habitación, revestida de madera y tan marrón como el resto de la casa. El suelo estaba cubierto de un linóleo marrón jaspeado; sobre la cama había una colcha marrón tostado, y en la ventana, un postigo holandés también de color marrón. Había además un escritorio viejo y feo y un armario más viejo y más feo: ni espejo, ni silla, ni alfombra. Pero en las paredes había tres cuadros. Uno era un daguerrotipo descolorido y manchado del primer sir William, muy envejecido y arrugado, hecho durante la guerra de Secesión; otro era una muestra de bordado (la primera tentativa de Missy, y muy conseguida) en la que se leía que «El diablo hace el trabajo de las manos ociosas»; y el último era un retrato enmarcado de la reina Alejandra, rígida y seria, pero aun así muy bella a los poco exigentes ojos de Missy.
En verano, la habitación era un horno, porque estaba orientada al sudoeste, y en invierno era un congelador, pues sufría de lleno el impacto de los vientos predominantes. El hecho de que Missy ocupase aquella habitación en particular no había sido fruto de una deliberada crueldad; sencillamente, era la más joven y le había tocado la pajita más corta. De todas formas, ninguna de las habitaciones de Missalonghi era en verdad confortable. Amoratada de frío, se sacó el vestido marrón, la enagua de franela, las medias de lana, el corpiño y los calzones, y dobló todo con sumo cuidado antes de colocar la ropa interior en un cajón y el vestido en un gancho que colgaba del techo del armario. Lo único que estaba bien colgado era su vestido de lino marrón de los domingos, pues las perchas eran un artículo muy precioso. El depósito de agua de Missalonghi tenía sólo una capacidad de unos dos mil litros, lo que hacía de ella el elemento más preciado de todos; el cuerpo se lavaba a diario, para lo cual las tres mujeres de Missalonghi compartían la misma escasa agua, pero la ropa interior tenía que durar dos días.
Su camisón era de áspera franela gris, cerrado hasta el cuello y con mangas largas; lo arrastraba por el suelo porque lo había heredado de Drusilla. Pero la cama estaba caliente. En el trigésimo aniversario de Missy, su madre le anunció que podía utilizar un ladrillo caliente durante la época de frío, pues ya no estaba en la flor de la juventud. Y cuando esto sucedió, por más que fue bien recibido, Missy abandonó para siempre toda esperanza de poder organizar algún día su vida fuera de los confines de Missalonghi.
Conciliaba el sueño con facilidad, pues llevaba una vida físicamente activa, por estéril que fuese a nivel emocional. Pero los breves momentos que se sucedían entre el tumbarse en aquel bendito calor y el inicio de la inconsciencia representaban su único rato de libertad absoluta, de modo que Missy siempre luchaba con todas sus fuerzas para que no la venciese el sueño.
Empezaba preguntándose qué aspecto tendría. En la casa sólo había un espejo en el cuarto de baño y estaba prohibido colocarse delante y contemplar la propia imagen. Por ello, las impresiones que Missy tenía de sí misma venían acompañadas de un sentimiento de culpa por haber estado mirando tal vez demasiado rato. Oh, sabía que era bastante alta, que era demasiado delgada, que tenía el cabello lacio y oscuro, los ojos negros y la nariz tristemente deformada debido a un golpe sufrido cuando era niña. Sabía que la comisura izquierda de su boca estaba caída y que la derecha se torcía hacia arriba, pero ignoraba que aquello hacía que sus escasas sonrisas fueran fascinantes, y su habitual expresión solemne, una tragicomedia de arlequín. La vida le había enseñado a considerarse una persona muy vulgar, pero algo en ella se negaba a creerlo del todo hasta que una cantidad suficiente de pruebas la convencieran. Así que cada noche se imaginaba qué aspecto tendría.
Soñaba en tener un gatito. Tío Percival, propietario de la tienda de dulces y de tabaco y, con mucho, el más agradable de todos los Hurlingford, le había regalado un travieso gatito negro al cumplir once años. Pero su madre se lo había quitado de inmediato y se lo había dado a un hombre para que lo ahogase, explicándole a Missy con irrefutable razón que no podía permitirse el lujo de otra boca que alimentar, por pequeña que fuese. No lo hizo sin compasión hacia los sentimientos de su hija, ni sin sentirlo, pero de todos modos lo hizo. Missy no había protestado. Tampoco había llorado, ni siquiera en la cama. De alguna manera, el gatito no había llegado a ser lo suficientemente real para desencadenar un dolor desesperado. Pero, después de todos aquellos largos y vacíos años, sus manos todavía podían recordar el tato de su piel sedosa y su vibrante ronroneo de placer cuando lo acariciaban. Sólo sus manos recordaban; todas las demás partes de ella habían conseguido olvidar.
Soñaba que la dejaban ir a caminar por el bosque, en el valle situado enfrente de Missalonghi, y de este ensueño consciente pasaba tranquilamente a los sueños inconscientes que nunca conseguía recordar. Si iba vestida, la ropa no le estorbaba, ni se mojaba al vadear arroyos con cascadas, ni se ensuciaba cuando rozaba las rocas cubiertas de musgo; y su ropa nunca, nunca era de color marrón. Los tordos cantaban revoloteando por encima de su cabeza, las mariposas de vistosos colores desaparecían por entre las cúpulas de los helechos gigantes que hacían que el cielo pareciese de encaje sobre un fondo de satén; había paz por todas partes, sin un solo ser humano que la turbase.
Últimamente había empezado a pensar en la muerte, que se le aparecía como una consumación deseada cada vez con más fervor. La muerte estaba en todas partes y visitaba a jóvenes, personas de mediana edad y a ancianos. Tuberculosis, epilepsia, garrotillo, difteria, tumores, neumonías, envenenamiento, apoplejía, problemas de corazón, ataques. ¿Por qué, entonces, no iba ella a estar al alcance de su mano? La muerte no se le presentaba en absoluto como una perspectiva indeseada; nunca lo es para aquellos que, más que vivir, existen.
Pero aquella noche seguía desvelada -una vez agotada la gama de temas que se iniciaba con el aspecto personal, el gatito y los paseos por el bosque, y terminaba con la muerte- a pesar de un profundo cansancio, resultado de aquella carrera hasta casa y de la dolorosa punzada en su costado izquierdo que parecía ir de mal en peor. Porque Missy se había reservado un poco de tiempo para dedicarlo al robusto e impetuosos forastero llamado John Smith, que había comprado su valle según le había dicho Una. Vientos de cambio, una nueva fuerza en Byron. Creía que Una estaba en lo cierto, que él tenía la intención de instalarse a vivir en el valle. Ya no era su valle; ahora era de él. Con los párpados casi cerrados, intentó evocar su imagen: alto, fornido y fuerte, con aquel abundante y precioso cabello cobrizo oscuro y esos dos sorprendentes mechones blancos en la barba. Imposible adivinar su edad, porque tenía el rostro curtido pro la intemperie, aunque parecía de unos cuarenta largos. Tenía los ojos del color del agua que ha pasado por un lecho de hojas marchitas: transparentes como el cristal, pero de un color marrón ámbar. ¡Oh, qué hombre más encantador!
Y cuando fue una vez más a pasear por el bosque, para redondear su peregrinaje nocturno, él caminó a su lado durante todo el trayecto hasta que se quedó dormida.
La pobreza que reinaba en Missalonghi con inflexible crueldad era culpa del primer sir William, que había engendrado siete hijos y nueve hijas, la mayoría de los cuales había sobrevivido para seguir procreando. La política de sir William había sido distribuir sus bienes terrenales sólo entre sus hijos, y dejar a sus hijas una dote consistente en una casa con cinco acres de buena tierra. A primera vista, parecía una buena política, que disuadía a los cazafortunas al mismo tiempo que garantizaba a las chicas el estatus de terratenientes así como una cierta independencia. Sin ningún remordimiento (pues significaba más dinero para ellos) sus hijos habían perpetuado aquella política, y también los hijos de éstos. Sólo que a medida que pasaban las décadas, las casas fueron siendo menos cómodas, menos sólidamente construidas, y los cinco acres de buena tierra acabaron siendo cinco acres de no tan buena.
El resultado, transcurridas dos generaciones, era que el clan de los Hurlingford se hallaba dividido en varias categorías muy diferenciadas entre sí: los varones, todos ellos ricos, las mujeres ricas debido a matrimonios provechosos y un grupo de mujeres a las que, o bien les habían arrebatado sus tierras con engaños, o las habían obligado a venderlas por un precio inferior a su valor real, o bien seguían luchado por vivir en ellas, que era el caso de Drusilla Hurlingford Wright.
Había contraído matrimonio con un tal Eustace Wright, heredero tísico de una gran empresa contable de Sidney que además poseía muchos intereses en algunas manufacturas; naturalmente, en el momento del matrimonio ni ella ni él sospechaban la enfermedad. Pero después de su muerte, acaecida dos años más tarde, el padre de Eustace, todavía vivo, había decidido dejar la totalidad de sus bienes a su segundo hijo sin destinar parte de ellos a una viuda cuya única heredera era una niña de aspecto enfermizo. Así que lo que se había iniciado como una prometedora perspectiva matrimonial, concluyó de manera funesta en todos los aspectos. El viejo Wright había considerado que Drusilla tenía casa y cinco acres y procedía de un clan muy adinerado que se sentiría obligado a hacerse cargo de ella, aunque sólo fuera por guardar las apariencias. Lo que no tuvo en cuenta el viejo Wright fue la indiferencia que sentía el clan Hurlingford hacia sus miembros de sexo femenino, solos y carentes de poder.
Drusilla subsistía a duras penas. Había acogido en su casa a Octavia, una hermana solterona, que vendió la suya junto con los cinco acres de terreno a su hermano Herbert para aportar líquido a la economía de Drusilla. Aquél era el problema: era inconcebible vender a alguien que no fuese de la familia, pero los varones se aprovechaban todo lo que podían de esa tradición. La miserable cantidad que Herbert ofreció a Octavia a cambio de su tierra fue de inmediato invertida por él a nombre de su hermana y, como solía ocurrir con las magistrales inversiones gestionadas por Herbert, ésta no produjo absolutamente ningún dividendo. Las pocas y tímidas preguntas que le había dirigido Octavia habían sido esquivadas por su hermano con accesos de violenta cólera e indignación.
Por supuesto, de la misma manera que era inconcebible que cualquier Hurlingford de sexo femenino transfiriese su propiedad a un extraño, también era impensable que estas mujeres deshonrasen al clan trabajando fuera de casa, salvo que encontraran trabajo en el seno de la familia directa. De ahí que Drusilla, Octavia y Missy se quedasen en casa, ya que su absoluta falta de capital les negaba la posibilidad de un trabajo salvador como propietarias de un negocio, y su total falta de talentos de alguna utilidad las volvía ineptas para el trabajo a los ojos de la familia directa.
Cualquier ilusión que pudiera haber abrigado Drusilla de que cuando Missy creciese las arrancaría de la penuria mediante un espectacular matrimonio, se disipó antes de que Missy cumpliese los diez años. Era de facciones ordinarias y poco atractiva. Cuando cumplió los veinte, su madre y su tía se habían resignado ya a soportar aquella situación de estrechez hasta la muerte. A su debido tiempo, Missy heredaría la casa y los cinco acres de su madre, pero no tendría nada propio que añadir, pues era una Hurlingford de la rama femenina y, por lo tanto, no contaba.
Desde luego, conseguían vivir. Tenían una vaca de Jersey que daba una leche maravillosamente rica y cremosa, terneras espléndidas -una de ellas todavía sin cruzar porque era superlativa-, media docena de corderos, tres docenas de gallinas rojas de Rhode Island, una docena de patos y ocas de distintas clases y dos rechonchas cerdas blancas que parían los mejores cochinillos de toda la comarca, porque les permitían pastar en el campo, en lugar de encerrarlas en la pocilga, y comían los desperdicios del salón de té de tía Julia, además de los de la mesa y del huerto de Missalonghi. El huerto, que era el terreno de Missy, todo el año producía algo; Missy se daba maña con las plantas. Había también un modesto plantel de árboles: diez manzanos de varias clases, un melocotonero, un cerezo, un ciruelo, un albaricoquero y cuatro perales. No tenían ningún cítrico porque el invierno en Byron era demasiado frío. Vendían su fruta, mantequilla y huevos a Maxwell Hurlingford a un precio muy inferior del que les hubieran ofrecido en cualquier otro lado, pero era inconcebible que vendiesen sus productos a alguien que no fuera un Hurlingford.
Comida no les faltaba, era la falta de dinero lo que las tenía en la miseria. Sin la posibilidad de ganar un salario y engañadas por aquellos que por derecho natural deberían haber sido su mayor apoyo, dependían del dinero para pagar la ropa, utensilios, medicinas y otros gastos -como el tejado nuevo-, dinero que obtenían de la venta de un cordero o una ternera o de una camada de cochinillos, y que no permitía relajación alguna en su eterna vigilancia económica. De una sola manera se hacía patente el tierno amor que sentían por Missy: le dejaban gastar en el préstamo de libros el dinero que ganaba con los excedentes de mantequilla y huevos.
Para llenar sus días vacíos, las mujeres de Missalonghi hacían media, encaje y ganchillo y cosían interminablemente. Agradecían los regalos de lanas, hilos y telas que llegaban cada Navidad y cumpleaños, devolviendo, a su vez, como regalos, algunos resultados finales, y amontonaban muchos más en una habitación.
El hecho de que se doblegaran con tanta docilidad a un régimen y a un código impuestos por personas que no tenían ni idea de la soledad y el amargo sufrimiento que su respetable pobreza les acarreaba, era una prueba de falta de carácter o de valor por su parte. Simplemente, habían nacido y vivido antes de que las grandes guerras concluyeran la revolución industrial, es decir, en una época en la que el trabajo remunerado y su secuela de comodidades significaba una traición a sus conceptos de vida, de familia y de femineidad.
A Drusilla Wright, su respetable pobreza nunca se le hacía tan mortificante como los sábados por la mañana, día en que iba a pie hasta Byron y lo atravesaba hasta llegar a donde se alzaban las mansiones más elegantes de los Hurlingford, en las laderas de las magníficas colinas que se elevaban entre el pueblo y un brazo del Valle Jamison. Iba a tomar el té matinal con su hermana Aurelia y, mientras caminaba fatigosamente, no dejaba de recordar que, cuando de jóvenes se habían prometido en matrimonio, había sido ella, Drusilla, quien había conseguido el que entonces parecía el mejor candidato del mercado matrimonial. Realizaba aquella peregrinación a solas, pues Octavia estaba demasiado achacosa para caminar los once kilómetros y el contraste entre Missy y Alicia, la hija de Aurelia, era demasiado doloroso. Mantener un caballo estaba fuera de sus posibilidades, ya que habría acabado con los pastos, y, en Missalonghi, los cinco acres debían ser protegidos día y noche contra la sequía. Si no podían ir andando, las mujeres de Missalonghi se tenían que quedar en casa.
Aurelia también se había casado con una persona ajena a la familia, pero con mucho más tino, según quedó demostrado después. Edmun Marshall era el gerente de la planta embotelladora, y tenía el talento práctico necesario para la administración del que carecían todos los Hurlingford. Aurelia vivía, pues, en una mansión de veinte habitaciones, construida imitando el estilo Tudor y situada en medio de cuatro acres de jardín en el que crecían ciruelos y rododendros, azaleas y cerezos japoneses que transformaban el lugar en un país de hadas cuando llegaba la primavera. Aurelia poseía criados, caballos, carruajes e incluso un coche. Sus hijos, Randolph y Ted, aprendían de su padre cómo dirigir la planta embotelladora y parecían ser grandes promesas, Ted en el ámbito de la contabilidad y Randolph como supervisor.
Aurelia tenía también una hija, una hija que era todo lo que no era la de Drusilla. Ambas poseían tan sólo una cosa en común: eran solteronas de treinta y tres años. Pero mientras que Missy era lo que era porque a nadie se le había ocurrido proponerle que cambiase su estado civil, Alicia seguía soltera por el más romántico y conmovedor de los motivos. El prometido que había aceptado a sus diecinueve años había recibido un colmillazo mortal de un elefante de trabajo enloquecido, pocas semanas antes de la boda, y Alicia se había tomado su tiempo para recuperarse del golpe. Montgomery Massey había sido el hijo único de una conocida familia de plantadores de té de Ceilán, y muy, muy rica. Alicia lo había llorado tal como su importancia social merecía.
Se vistió de negro durante todo un año, y luego de gris y lila pálidos durante dos años más, pues eran los colores considerados «de medio luto»; a los veintidós años anunció que su período de retiro había terminado y abrió una sombrerería de damas. Su padre compró la antigua camisería que el tiempo y la tienda de ropa de Herbert Hurlingford habían dejado obsoleta, y Alicia dedicó su único talento genuino a hacer fructificar el negocio. La tienda de sombreros, denominada Chez Chapeau Alicia, fue un éxito rotundo desde el día en que abrió sus puertas, y atraía clientes de lugares tan lejanos como Sidney, hasta tal punto eran deliciosamente atractivas, favorecedoras y modernas las confecciones de Alicia en paja, tul y seda. Tenía empleadas en el taller a dos mujeres sin tierras ni dote, y a su tía solterona Cornelia como su aristocrática dependienta, mientas que su participación en la empresa se limitaba a diseñar los modelos y embolsarse las ganancias.
Y, cuando todo el mundo daba por sentado que Alicia iba a llevar luto por Montgomery Massey hasta su propia muerte, anunció su compromiso con William Hurlingford, hijo y heredero del tercer sir William. Ella tenía treinta y dos años, y su futuro marido apenas diecinueve. La boda se fijó para el primer día del próximo mes de octubre, cuando las flores primaverales harían obligatoria la recepción en el jardín; la larga espera habría llegado a su fin. Su demora había que achacarla a lady Billy, la esposa de sir William, quien, al enterarse de la noticia, había intentado azotar a Alicia con una fusta de caballo. El tercer sir William se había visto forzado a prohibir el matrimonio de la pareja hasta que el novio cumpliese los veintiuno.
Así las cosas, ni un asomo de alegría en el ánimo de Drusilla mientras recorría el sendero de gravilla bien rastrillada de Mon Repos y llamaba a la puerta de la casa de su hermana con un vigor que era una mezcla de frustración y envidia. El mayordomo abrió, informó a Drusilla con toda distinción que la señora Marshall estaba en la sala pequeña y la condujo allá con expresión imperturbable.
El interior de Mon Repos era tan encantadoramente acertado como la fachada y los jardines; paredes revestidas de maderas pálidas importadas y de papeles de seda y terciopelo, cortinas de encaje, alfombras de Axminster, mobiliario estilo Regencia, todo ello dispuesto a la perfección para destacar al máximo las gratas dimensiones de las habitaciones. Allí, donde era tan patente que no reinaban ni el ahorro ni la moderación, no había necesidad de emplear pintura marrón.
Las hermanas se besaron en las mejillas. En conjunto, eran más parecidas entre sí que cualquiera de ellas a Octavia, a Julia, a Cornelia, a Augusta o a Antonia, pues ambas poseían un cierto sello de arrogante frialdad e idénticas sonrisas. A pesar del contraste entre sus respectivas situaciones sociales, también se tenían más cariño que el que profesaban a cualquiera de las demás; y sólo el implacable orgullo de Drusilla impedía que Aurelia la ayudase económicamente.
Finalizados los saludos, se instalaron en sillas tapizadas en terciopelo, alrededor de una mesita de marquetería, y esperaron a que la doncella les sirviera el té chino con docenas de pasteles glaseados, antes de ir al grano.
–Escucha, Drusilla: ser orgullosa no sirve para nada. Sé con qué urgencia necesitas el dinero, y ¿podrías darme una sola razón por la que todas esas cosas preciosas tengan que ir amontonándose en una habitación de tu casa en lugar de pasar al ajuar de Alicia? No me digas que las estás guardando para el ajuar de Missy, pues ambas sabemos que Missy rezó sus últimas oraciones hace años. Alicia quiere comprarte la lencería y yo estoy completamente de acuerdo -dijo Aurelia con firmeza.
–Desde luego, me siento halagada -dijo Drusilla muy rígida-, pero no puedo vendértelas, Aurelia. Alicia puede llevarse todo lo que desee, pero como regalo nuestro.
–¡Tonterías! – replicó la señora de la casa-. Cien libras y la dejas escoger lo que quiera.
–Será un placer que elija lo que quiera, pero como regalo nuestro.
–Cien libras o tendrá que gastarse cien veces más comprando su ajuar en Mark Foy’s, porque no permitiré que se lleve la cantidad de cosas que necesita en concepto de regalo.
La discusión se prolongó un buen rato, pero por fin la pobre Drusilla se vio obligada a ceder, con lo que su orgullo herido se enfrentó a un secreto alivio, tan grande que al final derrotó al orgullo. Y, después de beber tres tazas de té Lapsang Souchong y de haber engullido casi toda la bandeja de pasteles, perfectamente glaseados de rosa y blanco, como si jamás hubiese comido, ella y su hermana pasaron de la incomodidad de su desigualdad social a la intimidad de su consanguinidad.
–Billy dice que ese hombre es un presidiario -dijo Aurelia.
–¿En Byron? Dios mío, ¿cómo ha permitido Billy que esto suceda?
–No pudo hacer nada para impedirlo, hermana. Saber tan bien como yo que es un mito que los Hurlingford sean propietarios de cada acre de terreno entre Leura y Lawson. Si el hombre podía comprar el valle, lo cual parece que ha hecho, y si ha pagado su deuda a la sociedad, lo cual también parece ser cierto, no hay nada que Billy o cualquier otra persona puedan hacer para echarlo.
–¿Cuándo ha ocurrido todo esto?
–Según Billy, la semana pasada. El valle nunca ha sido tierra de los Hurlingford, por supuesto. Billy suponía que era terreno de la Corona, una creencia errónea que se remonta, según parece, al primer sir William y que lamentablemente a nadie de la familia se le ocurrió verificar. Si lo hubiésemos sabido, un Hurlingford lo habría comprado hace mucho tiempo. De hecho, el terreno ha sido objeto de un largo proceso judicial durante muchísimos años y ahora este tipo lo ha comprado en una subasta celebrada en Sidney la semana pasada, sin que nos enteráramos siquiera de que estuviese en venta. ¡Todo el valle, por favor, y por una miseria! ¿Te das cuenta? A Billy se le ensombreció la cara cuando lo supo.
–¿Cómo os enterasteis? – preguntó Drusilla.
–El tipo llegó a la tienda de Maxwell a la hora de cerrar. Parece ser que Missy también estaba allí.
El rostro de Drusilla se iluminó.
–¡Así que es aquél!
–Sí.
–Seguro que Maxwell lo averiguó todo, ¿no? Podría obtener información de un sordomudo.
–Sí. Oh, el tipo no era nada reticente; habló de ello con toda franqueza…, con demasiada franqueza, a juicio de Maxwell. Pero ya conoces a Maxwell, piensa que todo el que anuncia su negocio está loco.
–¡Lo que no alcanzo a comprender es cómo alguien que no es un Hurlingford puede desear comprar el valle! Me refiero a que poseer el valle tendría significado para un Hurlingford porque está en Byron. Pero no puede cultivarlo. Tardaría diez años en limpiarlo lo suficiente para poder emplear el arado, y hay tanta humedad allá abajo que no podría mantenerlo limpio nunca. No puede talar la madera porque el transporte por la carretera es demasiado peligroso. ¿Por qué entonces?
–Según Maxwell, dijo que únicamente quería vivir solo en el bosque y escuchar el silencio. Bueno, si después de todo no es un presidiario, tendrá que admitir que es un poco excéntrico.
–¿Qué le hace pensar a Billy que sea un presidiario?
–Maxwell telefoneó a Billy tan pronto como el tipo hubo cargado su carro y se hubo marchado. Y Billy se puso a hacer pesquisas de inmediato. El tipo se hace llamar John Smith, ¡no te digo! – dijo Aurelia con expresión burlesca y suspicaz-. Ahora yo te pregunto, Drusilla, ¿crees que alguien se haría llamar John Smith si no tuviera algo que ocultar?
–Podría ser su auténtico nombre -dijo Drusilla con justicia.
–¡Bah! Uno siempre está leyendo cosas que suceden a Johns Smith, pero ¿has llegado a conocer a alguno? Billy piensa que este John Smith es un… un… ¿cómo lo llaman los americanos?
–No tengo ni la menor idea.
–Bueno, qué más da, esto no es América. De cualquier forma, un nombre falso. Las investigaciones de Billy han revelado que el hombre no está inscrito en ningún organismo oficial. Pagó el valle en oro, y esto es todo lo que se ha podido averiguar.
–Tal vez sea un minero afortunado de Sofala o Bendigo.
–No. Según Billy, todas las minas de oro de Australia están en manos de compañías desde hace años y no se han producido grandes hallazgos por parte de individuos.
–¡Qué extraordinario! – dijo Drusilla, y alargó el brazo con aire distraído para coger el penúltimo pastel!-. ¿Añadieron algo más Billy o Maxwell?
–Bueno, John Smith compró una gran cantidad de comida y pagó en oro que guardaba en un monedero dentro de la camisa. ¡Y no llevaba nada debajo! Por fortuna en aquel momento Missy se había marchado ya, pues Maxwell jura que el tipo de todas maneras se habría levantado la camisa. ¡Blasfemó delante de Missy y dijo algo que insinuaba que Missy no era una dama! ¡Y sin existir provocación, te lo aseguro!
–Lo creo -dijo Drusilla con aspereza, cogiendo el último pastel de la bandeja.
En aquel momento, Alicia Marshall entró en la habitación. Su madre la miró con orgullo y su tía sonrió un poco forzada.
¿Por qué, oh, por qué Missy no podría haber sido como Alicia?
Una criatura verdaderamente exquisita, Alicia Marshall. Muy alta y de líneas voluptuosas aunque disciplinadas, tenía un cutis claro y angelical, al igual que sus ojos y su cabello, unas manos y pies preciosos y un cuello de cisne. Como siempre, iba vestida con mucho gusto, con un traje de seda azul pálido (escote bordado, la sobrefalda más corta en punta, a la última moda) que llevaba con estilo y una clase incomparables. Uno de sus propios sombreros, con un ramo desordenado de rosas de tul azul pálido y seda de color verde, adornaba su abundante cabello dorado. ¡Era milagrosos que sus cejas y pestañas fueran de un precioso tono marrón! Porque, naturalmente, Alicia no revelaba que se las teñía como hacía Una.
–Tu tía Drusilla se alegrará de proporcionarte la lencería Alicia -anunció Aurelia triunfante.
Alicia se quitó el sombrero y se sacó los guantes de cabritilla de color azul pálido con mucho cuidado, incapaz de contestar mientras se concentraba en aquellas tareas tan importantes. Sólo cuando hubo colocado aquellos artículos en un lugar seguro y se sentó junto a ellas, dejó oír su voz, decepcionantemente monótona y poco musical.
–¡Qué amable de tu parte, tía! – dijo.
–No es una cuestión de amabilidad, mi querida sobrina, puesto que tu madre se ha empeñado en pagarme -dijo Drusilla muy tensa-. Será mejor que vengáis a Missalonghi el sábado que viene por la mañana y elijáis todo lo que deseéis. Os ofreceré un té.
–Gracias, tía.
–¿Quieres que te pida un poco de té? – preguntó Aurelia a Alicia con ansiedad; le asustaba un poco aquella hija suya, mayor, capaz, ambiciosa y dominante.
–No, gracias, madre. En realidad he venido a ver si has descubierto algo más de ese forastero que está entre nosotros, tal como Willie insiste en llamarlo -dijo, torciendo su precioso labio.
Volvieron a comentar el tema, tras lo cual Drusilla se levantó para marcharse.
–El sábado que viene por la mañana en Missalonghi -convocó a sus parientas mientras se entregaba a la custodia del mayordomo.
Durante todo el trayecto a casa, clasificó mentalmente el contenido de la habitación y de varios armarios, aterrorizada ante la posibilidad de que la cantidad y variedad no fueran suficientes para la generosa cantidad de cien libras. ¡Cien libras! ¡Qué estupendo golpe de suerte! Por supuesto, no había que gastarlo. Había que ingresarlo en el banco para que empezara a producir sus minúsculos intereses y dejarlo allí hasta que sucediera alguna desgracia. Qué desgracia sería, Drusilla lo ignoraba, pero en el camino de la vida, cada curva cerrada ocultaba una desgracia: enfermedades, daños a la propiedad y reparaciones, aumento de contribuciones y de impuestos, muertos. Parte de aquella cantidad debería destinarse a pagar el tejado nuevo, desde luego; pero, al menos, no tendrían que vender la ternera de Jersey para costearlo. La ternera de Jersey valía mucho más de cincuenta libras para las mujeres de Missalonghi, pues tenía por delante un largo futuro con numerosos, si bien aún no concebidos, retoños a su favor. Percival Hurlingford, un buen hombre casado con una buena mujer, siempre les había permitido utilizar los servicios de su valioso toro sin cobrarles por ello, y además había sido el responsable del regalo de su primera vaca de Jersey.
Sí, ¡era de lo más satisfactorio! Tal vez Alicia, consumada creadora de modas, iniciaría una moda entre las muchachas de la familia Hurlingford; tal vez de ahora en adelante otras futuras novias irían a casa de las mujeres de Missalonghi a comprar la lencería. Aquello se toleraría como una forma femenina aceptable de llevar un negocio, mientras que la confección de vestidos no sería tolerada, porque ello las expondría a los caprichos de cualquiera y de todos, y no sólo a los de la familia.
–Así pues, Octavia -dijo Drusilla a su incapacitada hermana aquella noche, una vez instaladas para hacer sus acostumbradas labores, mientras Missy se sumergía en un libro-, sería mejor que la semana que viene acabemos todo lo que estamos haciendo. Missy, tendrás que ocuparte tú sola de la casa, el jardín y los animales, y, como eres la que se da más maña para amasar, tendrás que hacer los pastelillos para el té. Haremos bollitos con mermelada y nata, un bizcocho, algunos pasteles y una tarta de manzanas ácidas y clavo.
Resuelto este asunto a gusto de Drusilla, pasaron a un tema más divertido: la llegada de John Smith. Por primera vez, Missy se sentía más atraída por la conversación que por su libro, aunque fingió que continuaba leyendo y, cuando se fue a la cama, se llevó consigo aquella información adicional para integrarla y relacionarla con lo que Una le había contado en la biblioteca.
¿Por qué no iba a ser John Smith su auténtico nombre? Estaba claro que el motivo real para tal grado de desconfianza y sospechas por parte de los Hurlingford era que hubiese comprado el valle. ¡Bien hecho, John Smith!, pensó Missy. Ya era hora de que alguien sacudiera a los Hurlingford. Se durmió sonriendo.
El alboroto de los preparativos que precedieron a la visita de las dos señoras Marshall fue más bien inútil, de lo cual eran conscientes las tres mujeres de Missalonghi. Sin embargo, a ninguna de ellas le molestó el cambio de ritmo porque tenía las virtudes de la novedad y el desorden. Sólo Missy se acongojó por el confinamiento en casa, congoja originada en una mezcla de tedio por la falta de lectura y el temor de que Una pensara que había dejado de pagar la novela que se había llevado el viernes anterior.
Las delicadezas en cuya preparación Missy había puesto tanto empeño no fueron probadas por las damas a las que iban destinadas; Alicia «cuidaba la línea», como ella decía, y aquellos días su madre también, pues quería ofrecer una imagen a la última moda en la boda de su hija. No obstante, los dulces no se echaron a perder, pues Drusilla y Octavia acabaron con ellos después. Aunque a ambas les entusiasmaban raramente los comían porque representaban un gasto adicional.
La cantidad de ropa que enseñaron a Aurelia y a Alicia las dejó perplejas y, después de pasar una agradable hora discutiendo las elecciones definitivas, Aurelia depositó no cien sino doscientas libras en la mano reticente de Drusilla.
–¡No quiero discusiones, por favor! – dijo con toda su autoridad-. Alicia se lleva una ganga.
–Creo, Octavia -dijo Drusilla más tarde, cuando las visitantes se habían marchado en su coche con chofer-, que ahora todas podremos lucir vestidos nuevos en la boda de Alicia. Un crêpe de color lila para mí, con borlitas en el corpiño y alrededor de la sobrefalda… ¡precisamente tengo las borlitas que necesito! ¿Te acuerdas de aquellas que nuestra madre compró para coserlas en su vestido de medio luto de los domingos poco antes de fallecer? ¡Ideales! Y creo que tú podrías comprarte la seda de color azul pastel que tanto te gustó del departamento de telas de Herbert, ¿no? Missy podría hacer unos encajes para el cuello y las mangas… ¡muy elegante! – Drusilla se detuvo a pensar, con el entrecejo fruncido, mirando a su morena hija-. Tú eres la verdaderamente problemática, Missy. Eres demasiado morena para llevar colores pálidos, así que creo que tendrá que ser…
¡Oh, no, que no sea marrón!, rezó Missy. ¡Quiero un vestido escarlata! Un vestido de encaje de ese rojo que hace llorar los ojos cuando lo mira, ¡eso es lo que quiero!
–…marrón -dijo Drusilla por fin, suspirando-. Comprendo lo decepcionante que es para ti, pero la verdad, Missy, es que ningún otro color te favorece tanto como el marrón. Los colores pastel te dan un aspecto enfermizo, el negro te da un color cetrino, en azul marino estás a las puertas de la muerte y los colores otoñales te convierten en un piel roja.
Missy no dijo una sola palabra, puesto que aquella lógica era indiscutible, sin saber que aquella docilidad hacía sufrir a su madre, a la que le hubiera gustado al menos una sugerencia, aunque desde luego, el rojo no hubiese sido tolerado bajo ningún concepto. Era el color de busconas y prostitutas, de la misma manera en que el marrón era el de los pobres respetables.
Con todo, aquella noche nada podía deprimir por mucho rato el estado de ánimo de Drusilla, así que pronto se animó.
–De hecho -dijo con alegría-, creo que también podemos comprarnos unas botas nuevas. ¡Oh, vamos a causar sensación en la boda!
–Zapatos -dijo Missy inesperadamente.
Drusilla se quedó sin expresión.
–¿Zapatos?
–¡Botas no, madre, por favor! Comprémonos zapatos, unos bonitos zapatos finos con tacones estilo Louis y lazos delante.
Es posible que Drusilla hubiera considerado la idea, pero aquella súplica que a Missy le salió del alma fue de inmediato ahogada por Octavia, que, a su modo desvalido, llevaba muchas veces los pantalones en la casa llamada Missalonghi.
–¿Viviendo en la otra punta de Gordon Road? – gruñó Octavia-. ¡No estás en tus cabales, chica! Piensa, ¿cuánto durarían los zapatos entre el polvo y el fango? Lo que necesitamos son botas, buenas recias con unos buenos cordones recios y buenos tacones recios. Las botas duran Los zapatos no son para los que tienen que ir en el coche de San Fernando.
Y así se zanjó la cuestión.
El lunes siguiente a la visita de Aurelia y Alicia Marshall, la vida en Missalonghi había reanudado su curso normal y a Missy se le permitió dar su paseo habitual hasta la biblioteca de Byron. Desde luego, no era tan sólo un placer egoísta; se fue cargando dos enormes cestas, una en cada mano para equilibrar el peso, con el encargo de efectuar la compra de la semana.
Después del descanso que le había deparado la semana en casa, la punzada volvió a aparecer en toda su intensidad. ¡Qué extraño que sólo le molestase en las largas caminatas! Y era doloroso, ¡doloroso en extremo!
Aquel día su propio monedero se había unido al de su madre, desacostumbradamente lleno, pues le habían encomendado a Missy que comprase el crêpe lila, la seda azul y su propio satén marrón en el bazar de ropa de Herbert Hurlingford.
De todas las tiendas de Byron, la que más odiaba Missy era la de tío Herbert, porque todos sus empleados eran muchachos jóvenes, hijos o nietos, claro; incluso para comprar corsés o calzones, había que sufrir ser atendida por un sinvergüenza que se reía disimuladamente, a quien la tarea le resultaba de lo más divertida y que hacía de su cliente el sufrido blanco de sus bromas. No obstante, no se dispensaba este trato a todo el mundo, sino solo a aquellas personas cuyos recursos eran lo bastante escasos para que les estuviera vedado ir a comprar a Katoomba o -¡Dios no lo quiera!– a Sydney; también estaba reservado principalmente a aquellas mujeres Hurlingford que carecían de hombres a quienes exigir un desagravio. Se consideraba candidatas ideales a las viejas solteronas y las viudas indigentes del clan.
Mientras observaba cómo James Hurlingford bajaba los rollos que ella le había indicado, Missy se preguntaba cómo hubiera reaccionado éste si, en lugar de satén marrón, le hubiera pedido encaje escarlata. Y no porque el baza de telas vendiese esa clase de género; los únicos rojos que ofrecía eran sedas artificiales baratas y ordinarias par las residentes de Caroline Lamb Place. Así pues, junto con el crêpe lila y la seda azul pastel, Missy compró un corte muy bonito de satén deslustrado en un tono tabaco. Si el tejido hubiera sido de cualquier otro color le habría encantado, pero como era marrón, tanto le daba que hubiera sido arpillera. Todos los vestidos que Missy había tenido habían sido marrones; era un color muy práctico. Nunca se veía la suciedad, nunca estaba de moda o pasado de moda, nunca perdía el color, nunca se veía barato o vulgar o chabacano.
–¿Vestidos nuevos para la boda? – preguntó James con aire socarrón.
–Sí -respondió Missy, preguntándose por qué sería que James la hacía sentirse siempre tan incómoda; ¿sería tal vez su porte exageradamente femenino?
–Veamos -farfulló James-. ¿Qué te parece un jueguecito de adivinanzas? El crêpe es para tía Drusi, la seda para tía Octi y el satén, el satén marrón, ¡será por fuerza para la morena de la primita Missy!
En la mente de esta última debía de seguir presente la imagen de aquel inalcanzable vestido de encaje escarlata, pues, de forma bastante repentina, Missy no vio nada más que color rojo y, de un rincón de su memoria, extrajo la única expresión insultante que sabía:
–¡Oh, muérdete el trasero, James! – dijo bruscamente.
Éste no se habría quedado más pasmado si el maniquí de madera hubiera despertado a la vida y le hubiera estampado un beso. Se puso a medir y a cortar con una presteza desconocida hasta la fecha, por lo que le dio casi un metro extra de cada tela, sin ver el momento en que Missy se marchase de la tienda. La lástima era que sabía que no podía confiar su horrible experiencia a ninguno de sus hermanos o sobrinos, porque lo más probable era que repitieran las palabras de Missy, ¡los muy bastardos!
Como la biblioteca estaba a tan sólo dos casas de distancia, cuando Missy entró ondeaban todavía en sus mejillas las señales de su enfado, y cerró de un portazo. Una levantó la vista sobresaltada y se puso a reír.
–¡Querida, tienes un aspecto espléndido! Estás en un acceso de cólera. ¿Me equivoco?
Missy respiró profundamente un par de veces para calmarse.
–Oh, es sólo mi primo James Hurlingford. Le he dicho que se muerda el trasero.
–¡Bravo! Y era hora de que alguien se lo dijera. – Una se rió a hurtadillas-. Aunque supongo que le gustará más que se lo muerda otro, con preferencia alguien masculino.
A Missy se le pasó por alto el comentario, pero la explosión de alborozo de Una surtió su efecto y Missy se encontró también riendo.
–¡Madre mía! NO he estado muy femenina, ¿verdad? – preguntó más sorprendida que horrorizada-. ¡No sé qué me ha pasado!
De repente, el rostro radiante que la miraba adoptó una expresión artificiosa, que nada tenía que ver con falta de honradez, sino que era el halo sobrenatural de alguien extraño, del mundo de las hadas.
–Pajas y camellos -entonó Una con voz cantarina-, ojos de agujas y días de perros, gusanos serpenteantes y remolinos bien maduros. Hay muchas cosas en ti, Missy Wright, que ni siquiera sospechas que están ahí. – Se echó hacia atrás y cantó como un niño travieso regocijado-. Pero ahora se han puesto en marcha, y no podrán ser detenidas.
Le explicó la historia del vestido de encaje color escarlata, el profundo deseo de vestir de un color que no fuera el marrón, el fracaso de tener que admitir que ningún otro color le sentaba bien, hasta el punto de que el día en que por fin había podido pagarse un vestido de cualquier otro color, había tenido que ser marrón. Una la escuchaba con comprensión, con su halo sobrenatural muy difuminado, y cuando Missy terminó de desahogarse, la miró deliberadamente de arriba abajo.
–El color escarlata te sentaría de maravilla -dijo-. ¡Oh, qué lástima! Pero, no importa, no importa. – Y cambió de tema-. Te he reservado otra novela nueva… Después de leer dos páginas, te aseguro que no te acordarás ni de tu vestido rojo. Se trata de una pobre chica muy pisoteada por su familia, hasta el día en que descubre que está mortalmente enferma del corazón. Hay un tipo del que siempre ha estado enamorada, sólo que está prometido a otra. Ella le lleva la carta del especialista en la que dice que se va a morir del corazón y le ruega que se case con ella y no con la otra chica, porque sólo le quedan seis meses de vida y cuando se muera podrá casarse de todos modos con su prometida. Él es un poco vago, pero está esperando que alguien lo reforme, aunque no es consciente de ello, claro. En cualquier caso, accede a casarse con ella. Y viven juntos seis idílicos meses. Él descubre que, bajo la apariencia vulgar de la muchacha, hay una persona fascinante, y el amor de ella lo reforma por completo. Y un día en que el sol brilla y los pájaros cantan, ella muere en sus brazos. (Me encantan los libros en los que unos se mueren en brazos de otros, ¿a ti no?) Y su antigua novia va a visitarlo después del funeral porque ha recibido una carta de la difunta esposa en la que le explica por qué él la dejó plantada. Y su novia le dice que lo perdona y que se casará con él en cuanto deje el luto. Pero él da un brinco y, destrozado de dolor, se precipita al río pronunciando el nombre de su esposa. Y luego su antigua novia también se tira al río pronunciando el nombre de él. ¡Oh, Missy, es tan triste! Estuve llorando varios días.
–Me lo llevo -dijo Missy al instante.
Luego pagó sus deudas, lo que hizo que se sintiese mucho mejor, y metió Problemas de corazón el fondo de una de las cestas de la compra.
–Hasta el lunes que viene -dijo Una, y fue a la puerta, donde se quedó agitando la mano hasta que la perdió de vista.OcOooHGAHA