–Creo que seguramente le gustaba bastante al principio, pero no tanto al final.

–Oh.

Una pidió la cuenta y no quiso oír ninguna de las protestas de Missy.

–Querida, tus transacciones de esta mañana no te han reportado ninguna compensación personal, mientras que las mías me han dado cien maravillosas libras que tengo la intención de despilfarrar como la amante de un rey. Por lo tanto, el almuerzo es regalo mío.

En la esquina donde esperaban el tranvía, había una tienda de vestidos con aspecto de ser muy exclusiva, pero, ante la sorpresa de Missy, Una no demostró ningún interés por ella.

–En primer lugar, querida, con cien libras no compraríamos allí ni el olor de un trapo sucio -explicó-. Aparte de esto, la ropa de esta tienda es tan deplorablemente aburrida, como deplorablemente caros sus precios. ¡Ni un vestido rojo! Es una tienda demasiado respetable.

–Algún día tendré mi vestido y mi sombrero de encaje de color escarlata -dijo Missy-; no me importa el aspecto poco respetable que pueda ofrecer.

–Así que no tengo nada en el corazón -dijo a su madre y a su tía-. De hecho, mi corazón está en perfecto estado.

Los dos rostros dirigidos a Missy con expresión de ansiedad, se relajaron al instante.

–¡Oh, qué buena noticia! – dijo Octavia.

–¿Qué te pasa entonces? – preguntó Drusilla.

–Tengo un nervio pinzado en la columna vertebral.

–¡Dios mío! ¿Eso significa que no hay cura?

–No, el doctor Parkinson piensa que ya me ha curado. Casi me desenrosca la cabeza. Oí una especie de crujido horrible, pero parece que estaré bien de ahora en adelante. Dijo que lo que me había hecho era una manipulación, creo. Pero, si aun así tuviera más ataques, ¡me tendréis que atar dos ladrillos en cada pie y yo tendré que colgarme apoyando la barbilla en una barra! – Hizo una mueca-. ¡Sólo pensarlo es suficiente para curar cualquier queja! – Necesitó un fuerte impulso para depositar el bolso encima de la mesa-. Aquí hay algo mucho más importante…!Mirad! – dijo sacando cuatro cilindros envueltos con todo cuidado-. Cien libras para ti, madre, todas en oro. Y lo mismo para tía Octavia, tía Cornelia y tía Julia.

–Es un milagro -dijo Drusilla.

–No, es justicia un poco tardía -la contradijo Missy-. Ahora comprarás la máquina de coser Singer, ¿no?

En el pecho de Drusilla, la prudencia batallaba con el deseo, hasta que declaró una tregua temporal antes de decidir el desenlace.

–Dije que lo pensaría y lo haré.

Cuando llegó la hora de acostarse, Missy se sorprendió desvelada, a pesar de la tensión de las novedades del día; tumbada plácidamente en la oscuridad pensaba en John Smith. Así que había estado casado, pero su mujer había muerto. Con seguridad, no habían podido tener hijos, porque habrían estado con él, al menos una parte del tiempo. Aquello era triste, y también la opinión de Una sobre su matrimonio, de que al final él no había querido a su esposa. Missy decidió que la sociedad de Sidney no favorecía los matrimonios felices; ahí estaban Una con su Wallace y John Smith con su difunta mujer. Pero la señora Smith no había llegado a sufrir el estigma del divorcio; en cuyo punto, Missy se preguntó por primera vez en su convencional vida si el estigma del divorcio no sería preferible a la perentoriedad de la muerte.

A medianoche, su plan estaba elaborado y ella decidida. Lo haría, y lo haría mañana mismo. Al fin y al cabo, ¿qué tenía que perder? Si su plan no funcionaba, sencillamente tendría que continuar los treinta y tres años siguientes viviendo como lo había hecho los treinta y tres anteriores. En verdad, valía la pena intentarlo.

En algún rincón de su cerebro, de pronto somnoliento, hubo un pensamiento para John Smith, la ilusa víctima. ¿Era justo? Sí, fue la respuesta. Missy se dio vuelta y se quedó dormida sin más recelos.

Drusilla decidió cargar con las cuatrocientas libras hasta Byron sin ayuda, y salió a las nueve de la mañana siguiente. La pesada carga de su bolso le parecía como una pluma. Estaba muy contenta, no sólo por ella, sino también por sus hermanas. En las últimas semanas había tenido más suerte que en las cuatro últimas décadas, y empezaba a albergar la esperanza de que la buena suerte fuera un hilillo de agua que se iría convirtiendo en un arroyo, en lugar de un chorro que desapareciera en la arena. Pero no puede ser sólo para mí, se propuso. De alguna manera, tengo que asegurarme que nos alcance a todas.

Mientras Octavia trasteaba alegremente en la cocina, Missy metió con tranquilidad su escasa ropa en la gastada maleta de tela que utilizaban las mujeres de Missalonghi en las raras ocasiones en que les hacía falta. Dejó una nota a su madre sobre la colcha de la cama y salió por la puerta principal, tomó el senderito hasta la verja y giró hacia la izquierda, no hacia la derecha.

Esta vez no exploró con timidez el inicio de la pendiente que llevaba al valle de John Smith; la descendió con decisión y voluntad, ayudándose de un sólido bastón y de la maleta para no perder el equilibrio por los traicioneros escombros. Al fondo el desprendimiento, el trayecto se hacía más fácil cuando el sendero se zambullía en las arboladas laderas del barranco. No hacía tanto frío como había imaginado, pues la muralla que se levantaba por encima de su cabeza paraba el impacto del viento; abajo, en el fondo del valle, todo estaba quieto y tranquilo.

A unos seis kilómetros del comienzo de la pendiente, el bosque algo despejado de las laderas se convertía en una especie de jungla espesa, con enredaderas, plantas trepadoras y helechos gigantes, e incluso diversas variedades de palmeras. Había pájaros por todas partes, aunque por mucho que lo intentara no conseguía verlos; pero sus voces llenaban el aire con las más suaves y delicadas melodías, frágiles, nítidas y mágicas; no se hubiera dicho que eran pájaros los que cantaban. Y otros cantos se entrelazaban con aquellas melodías: el canto alegre de las urracas, los jubilosos trinos de los diminutos papamoscas que revoloteaban a pocos centímetros de su cara como si le dieran la bienvenida a su hogar.

Después de tres horas de caminata, se encontró en una zona de mucha humedad, pues el sol apenas se filtraba a través de la bóveda de hojas de los árboles. El sendero, lleno de musgo, fango y detritus del bosque, se había vuelto resbaladizo. Cuando le cayó encima la primera sanguijuela y enganchó de inmediato su escuálido cuerpo viscoso y serpenteante a su mano, el primer impulso de Missy fue chillar y correr en círculos demenciales, en especial cuando fue evidente que todos sus esfuerzos por deshacerse de ella resultaban inútiles. Pero se obligó a sí misma a quedarse absolutamente inmóvil y en silencio, hasta que consiguió que el vello de la nuca y de sus brazos volviera a su sitio, y entonces se propinó una severa reprimenda: si estas cosas repugnantes vivían en el bosque de John Smith, tenía que enfrentarse a ellas de una forma que no lo indujese a él a etiquetarla de mujer tonta. La sanguijuela había empezado a hincharse como una pelota y se habían unido a ella varias hermanas igualmente vampiresas, según comprobó Missy al palparse las zonas del cuello y de la cara que estaban al descubierto. ¡Bichos repugnantes! ¡No se despegaban! Siguió avanzando, con la esperanza de que tendría menos sanguijuelas si se movía que si se quedaba quieta, esperanza que se cumplió. Una vez harta, la primera en aterrizar se despegó sin más y cayó al suelo. Y lo mismo hicieron sus hermanas. Entonces aprendió que, por mucho que taponase las heridas, seguían sangrando. ¡Qué aspecto debía de tener cubierta de sangre! Lección número uno: sueños frente a realidades.

Poco después, el sonido del río empezó a llenar la distancia y el valor de Missy empezó a flaquear con la misma rapidez con que le sangraban las heridas; le costó más voluntad y esfuerzo recorrer aquellos últimos metros que organizar toda la expedición.

Allá estaba, a la vuelta de la curva siguiente. Una cabaña pequeña y baja construida con juncos y argamasa, con techo de madera y un cobertizo a un lado, que parecía de construcción más reciente. Sin embargo, la cabaña tenía una chimenea de piedra caliza y una delgada humareda tiznaba el perfecto color azul del cielo. ¡Entonces, estaba en casa!

Como su plan no era abalanzarse sobre él de improviso, Missy se detuvo al borde del claro del bosque y lo llamó varias veces gritando con todas sus fuerzas. Dos caballos que pastaban en un lugar vallado levantaron la cabeza para mirarla con curiosidad, y volvieron luego a la interminable tarea de alimentarse. Pero no había señal alguna de John Smith. Debía de haber ido a alguna parte. Se sentó a esperar en un tronco de árbol que le pareció cómodo.

La espera no fue larga, pues ella había llegado un poco antes de la una y él regresó a la cabaña silbando alegremente, para prepararse algo de almorzar. Aun cuando hubo penetrado en el claro, no la vio; estaba sentada en medio del camino que conducía hasta los caballos y él se dirigió hacia el río que fluía en ruidosas cascadas detrás de la cabaña.

–¡Señor Smith! – llamó.

Él detuvo sus pasos, se quedó quieto un segundo y luego se volvió.

–¡Oh, demonios! – exclamó.

Cuando llegó hasta ella, le lanzó una mirada terriblemente severa, sin expresión alguna de bienvenida en los ojos.

–¿Qué está haciendo aquí?

Missy sintió que se le cortaba la respiración y tomó una gran bocanada de aire; era ahora o nunca.

–¿Quiere casarse conmigo, señor Smith? – le preguntó pronunciando con toda claridad.

Su enojo se disipó al instante, para dar lugar a una hilaridad que no se molestó en disimular.

–Hay un buen trecho para bajar hasta aquí; así que será mejor que entre y se tome una taza de té, señorita Wright -dijo, moviendo los ojos de un lado para otro. Con un dedo, tocó con suavidad la sangre de su cara-. Sanguijuelas, ¿eh? Me sorprende que haya resistido todo el trayecto.

Puso su mano bajo el codo de ella y la condujo por el claro con paso tranquilo sin decir una palabra más, limitándose a ahora su risa. La cabaña no tenía galería, cosa extraña en aquella parte del mundo, y, al penetrar en su lóbrego interior, Missy advirtió que el suelo estaba hecho de tierra apisonada y que el mobiliario era espartano. No obstante, para ser la vivienda de un soltero, tenía un aspecto notablemente limpio y ordenado. Ni platos por lavar, ni suciedad. Parte de la chimenea estaba ocupada por una cocina nueva de hierro colado y la otra mitad era un hogar abierto; había un banco de madera para la palangana de lavar, así como una larga mesa bastante rústica y dos sencillas sillas de cocina. La cama estaba construida con tablas de madera y tenía encima lo que parecían tres colchones y un edredón de plumas con el que debía dormir caliente por mucho frío que hiciese. Le servía de sillón una piel de vaca extendida en un armazón de gruesas maderas clavados en la pared junto a su cama. No había cortinas en la única ventana, cuyo cristal parecía haber sido colocado recientemente.

–Pero ¿para qué cortinas? – preguntó Missy en voz alta.

–¿Eh? – dijo mirándola, mientras encendía dos lámparas de queroseno con una astilla que luego tiró a la cocina.

–¡Qué espléndido vivir en una casa que no necesita cortinas! – dijo Missy.

Él colocó una lámpara encima de la mesa y la otra en una caja de tablas que había junto a su cama, tras lo cual se dispuso a preparar el té.

–En realidad -dijo Missy-, hay suficiente luz sin lámparas.

–Está sentada frente a la ventana, señorita Wright, y yo quiero luz en su cara.

Missy se sumió en el silencio, dejando que sus ojos paseasen por donde quisiera: de John Smith a su morada, una y otra vez. Como de costumbre, olía a limpio, aunque el polvo y la tierra que había en su ropa y brazos, así como un arañazo superficial en su mano y en la muñeca izquierda indicaban que había estado haciendo algún trabajo bastante duro toda la mañana.

Sirvió el té en tazas esmaltadas y las galletas en la misma lata enorme y de llamativos colores, pero hizo todo sin intentar ninguna clase de disculpa y con toda naturalidad. Después de servirle y de que ella le dijese que no deseaba nada más, se llevó su taza y un puñado de galletas al sillón de piel y lo hizo girar para poder sentarse enfrente de ella y más cerca.

–¿Por qué demonios, señorita Wright, querría casarse conmigo?

–¡Porque lo amo! – dijo Missy, algo desconcertada por la pregunta.

Esta respuesta lo dejó confuso; como si de pronto no deseara que ella viera lo que podían delatar sus ojos, apartó la mirada y la dirigió a la ventana, detrás de ella, frunciendo el entrecejo.

–Esto es ridículo -dijo por fin, mordiéndose el labio.

–Yo hubiera dicho que era evidente.

–¡Es imposible que ame a alguien a quien ni siquiera conoce, mujer! Es ridículo.

–Conozco lo suficiente de usted para quererlo -dijo ella sinceramente-. Sé que es muy amable. Es fuerte por dentro. Es limpio. Es diferente. Y tiene… tiene la suficiente poesía en su interior para haber elegido este lugar para vivir.

Él parpadeó.

–¡Cielos! – exclamó y soltó una carcajada-. Debo decir que es el catálogo de virtudes más interesante que he tenido el privilegio de oír. Lo de limpio es lo que más me gusta.

–Es importante -dijo Missy muy seria.

Por un momento, pareció que a él iba a vencerlo de nuevo la risa, pero hizo un esfuerzo y permaneció serio.

–Me temo que no puedo casarme con usted, señorita Wright.

–¿Por qué?

–¿Por qué? Le diré por qué -dijo, inclinándose hacia delante en el sillón-. ¡Está mirando a un hombre que ha hallado la felicidad por primera vez en su vida! Si tuviera veinte años, esta frase sería estúpida, pero voy ya para los cincuenta, señorita Wright, y eso significa que tengo derecho a un poco de felicidad. Por fin estoy haciendo todas las cosas que siempre había deseado hacer y nunca había tenido el tiempo o la oportunidad. ¡Y estoy solo! Sin esposa, sin amistades, sin nadie que dependa de mí. Ni siquiera un perro. Sólo yo. ¡Y me encanta! Tener que compartirlo lo estropearía. De hecho, voy a colocar una enorme verja en lo alto de mi sendero para mantener alejado a todo el mundo. ¿Matrimonio? ¡Ni loco!

–No sería por mucho tiempo -dijo Missy quedamente.

–Un día sería demasiado, señorita Wright.

–Comprendo cómo se siente, señor Smith, y se lo digo con toda sinceridad. Yo también he tenido una vida confinada y también me he rebelado contra ella. Pero no puedo imaginar ni por un momento que su vida haya sido tan aburrida, tan vulgar y monótona como la mía lo ha sido siempre. Oh, no quiero decir que me hayan maltratado, o me hayan tratado un ápice peor que a las otras mujeres de Missalonghi. Todas vivimos la misma vida monótona, aburrida y vulgar. ¡Pero yo estoy harta de ella, señor Smith! ¡Quiero vivir un poco antes de morir! ¿Puede comprender eso?

–Demonio, ¿y quién no? Pero si tiene ganas de hacer proposiciones, ¿por qué no se dirige a los viudos o solteros de Byron? Debe de haber unos cuantos pro ahí.

Con cada palabra que decía se iba consolidando su caparazón de dureza, y empezaba a sentir que podría salir de aquella situación tan embarazosa sin perder su libertad ni su respeto por sí mismo.

–Eso sería un destino peor que Missalonghi, porque no sería distinto. Lo he elegido a usted porque lleva exactamente el tipo de vida que yo deseo vivir: lejos de vanidades y cotilleos. Créame, señor Smith: no tengo ninguna intención de cortarle las alas. Por el contrario, ¡deseo extender las mías! No seré una rueda de molino atada a su cuello. De hecho, le garantizo que lo dejaré solo la mayor parte del tiempo. Y no será para siempre, se lo prometo. Un año. ¡Tan sólo un breve año!

–¿Y después de un año de vivir el tipo de vida que anhela vivir, recogerá sus cosas y regresará sin rebelarse al tipo de vida que detesta? – dijo en tono escéptico.

Missy enderezó su escuálida figura con toda dignidad.

–Sólo me queda un año de vida, señor Smith -dijo.

Él la miró con profunda compasión, como si en aquel momento supiera todo lo que se podía saber de ella.

Ella prosiguió implacable, aprovechando la ventaja.

–Comprendo muy bien que se resista a compartir este paraíso. Si fuese mío, también lo protegería celosamente. Pero ¡póngase en mi lugar, se lo ruego! Tengo treinta y tres años y no conozco ninguna de las cosas que la mayoría de las mujeres de mi edad dan por sentadas o que desearían no tener. ¡Soy una solterona! Éste es el destino más horrible que puede sufrir una mujer, porque va acompañado por la pobreza y la falta de belleza. Si yo hubiera sufrido sólo una de éstas, algún hombre habría estado dispuesto a casarse conmigo, pero sufrir ambas es convertirse en algo completamente indeseable. Pero yo que, si puede superar estas desventajas, tengo mucho más que ofrecer que las otras mujeres que no lo necesitan. Usted gozaría de todas las ventajas, señor Smith, porque, además del amor, me unirían a usted lazos de gratitud y agradecimiento. Ojalá tuviera ahora mismo algún modo de demostrarle lo poco que perdería casándose conmigo, y cuántas cosas ganaría, que en este momento ignora. Tengo sentido común y una idea nada exagera de mi propia importancia E intentaría por todos los medios ser para usted la mejor compañera, y la más cariñosa.

Él se levantó con brusquedad, y se dirigió hasta la puerta, donde se quedó de pie con las manos cruzadas atrás, mirando afuera.

–Las mujeres -dijo- son embusteras, falsas, conspiradoras y chifladas. No me importaría no volver a ver a una mujer en toda mi vida. En cuanto al amor, ¡no deseo ser amado! ¡Sólo quiero que me dejen en paz! – Le pareció que este grito salido del alma era suficiente, pero, después de reflexionar, añadió con aspereza-: ¿Cómo sé que me está diciendo la verdad?

–Bueno, señor Smith, ¡no está usted precisamente en los primeros puestos de los hombres casaderos de Byron! He oído descripciones referidas a usted que van desde expresidiario a excéntrico, y es de todos sabido que no es rico. ¿Por qué entonces iba a mentir? – Abrió su bolso y sacó la hoja de papel doblada con sumo cuidado que había cogido de la mesa del doctor Parkinson; se levantó de su silla y atravesó la cabaña hasta llegar junto a la puerta-. Aquí tiene. Lea esto. A usted le consta que estoy enferma porque estaba presente cuando tuve mi primer ataque. Y al encontrarnos el otro día cuando yo paseaba, estoy segura de que le dije que tenía que ir a Sydney a ver a un especialista del corazón. Bien, éste es el informe sobre mi estado. Lo robé, en primer lugar porque no quiero que mi madre y mi tía sepan que estoy tan grave. No quiero convertirme en un objeto de preocupación para ellas, no quiero que me obliguen a quedarme en la cama y complicar las cosas. Así que les dije que tengo un pinzamiento en la columna y, si puedo mantener el engaño, esto es lo que pensarán que me aqueja. La segunda razón de haberlo robado tiene que ver con usted. Había decidido pedirle que se casase conmigo y sabía que necesitaría de mi sinceridad. No consta ningún nombre aparte del doctor, lo sé, pero, si lo mira con detenimiento, también verá que no se ha borrado ningún nombre del papel.

Él cogió el papel, lo desdobló, lo leyó rápidamente y se volvió para mirarla.

–Aparte de estar en los huesos, me parece bastante sana -le dijo vacilando.

Missy pensó aprisa y rezó por que no fuera un experto en medicina.

–¡Claro, entre ataque y ataque estoy muy bien! La mía no es una enfermedad del corazón que vaya consumiéndola a una; es más como… como… como tener pequeños ataques. Las válvulas… se obturan y… y entonces la sangre deja de circular. Creo que esto es lo que me matará. No sé más que eso…, los doctores nunca quieren decir nada. Supongo que ya les cuesta bastante decirte que te vas a morir. – Dejó escapar un suspiro y empezó a elevarse a alturas histriónicas con el aplomo de una artista-. ¡Un día, simplemente me apagaré como una vela! – Sus ojos se alzaron anhelantes-. ¡No quiero morirme en Missalonghi! – imploró de un modo desgarrador-. ¡Quiero morirme en brazos del hombre que amo!

John Smith era un luchador nato, así que intentó una táctica diferente.

–¿Por qué no busca una segunda opinión? Los doctores pueden equivocarse.

–¿Para qué? – replicó Missy-.!Si sólo me queda un año de vida, no quiero pasarlo yendo de un médico a otro! – Por su mejilla resbaló una enorme lágrima mientras las otras, a punto de desbordarse, amenazaban con seguir el mismo camino, consiguiendo un efecto extraordinario-. ¡Oh, señor Smith, quiero pasar feliz el último año de mi vida!

John Smith emitió el gruñido de un hombre condenado.

–¡Por el amor de Dios, mujer, no llore!

–¿Por qué no? – sollozó Missy, escarbando en su manga en busca del pañuelo-. ¡Creo que tengo todo el derecho de llorar!

–¡Entonces, llore, maldita sea! – dijo, sintiéndose agobiado por encima de los límites soportables, y salió dando grandes zancadas.

Missy se quedó de pie, enjugándose las lágrimas y mirándolo a través de ellas, mientras él caminaba hasta el otro lado del claro y desaparecía de la vista. Cabizbaja, volvió a su silla y terminó de llorar sin otra audiencia que una enorme mosca. Tras lo cual, no supo qué hacer. ¿Iba a volver? ¿Se habría escondido en algún sitio desde donde la viera, esperando a que ella se marchara para regresar?

De repente, se sitió muy cansada, desanimada por completo. Todo aquello, para nada. Tan poco después del aliento recibido de Una. Después de robar informes. Después de su brillante visión de emancipación. Suspiró, y nunca había sentido tanto un suspiro, o había suspirado tanto. Era inútil quedarse allí. No la querían.

Salió despacio de la cabaña, y cerró bien la puerta. Eran más de las dos y tenía por delante catorce kilómetros, todos cuesta arriba y por terreno difícil; sería tarde cuando llegase a Missalonghi.

–Aun así, no me arrepiento de haberlo intentado -dijo en voz alta-. Valía la pena intentarlo, sé que valía la pena.

–¡Señorita Wright!

Se volvió, con la esperanza en vilo.

–Espere, la llevaré a casa.

–Gracias, puedo ir andando -dijo, ni altiva ni con despecho; simplemente en su estilo aséptico y educado.

En aquel momento él había llegado a su lado y le había puesto la mano bajo el codo.

–No, es demasiado tarde y un trayecto demasiado duro, en especial para usted. Siéntese aquí mientras engancho los caballos al carro.

Y la depositó en el mismo tronco de árbol cortado en el que ella había estado esperándolo.

Lo cierto era que estaba demasiado cansada para discutir, y tal vez demasiado cansada para aguantar la larga caminata, así que no puso más reparos. Cuando todo estuvo listo, John Smith la colocó en el carro con la misma facilidad que si hubiera levantado a una niña.

–Esto viene a probar lo que me he estado diciendo en estos días -dijo mientras sacaba a los caballos del claro y los encaminaba al sendero-. Necesito un vehículo más pequeño, una calesa o un cabriolé. Es una lata tener que utilizar ambos caballos y un carro grande cuando no se lleva una gran carga.

–Sí, estoy segura de que tiene razón -dijo ella como con indiferencia.

–¿Enfadada?

Ella se volvió a mirarlo, con una expresión genuinamente sorprendida.

–¡No! ¿Por qué iba a estarlo?

–Bueno, no ha tenido mucha suerte, ¿no?

Ella se rió, sin muchas ganas, pero con sinceridad.

–Pobre señor Smith, no entiende nada.

–Es evidente que no. ¿Dónde está la gracia?

–No tenía nada que perder. ¡Nada!

–¿Pensaba de veras que ganaría?

–Estaba segura de ganar.

–¿Por qué?

–Porque usted es usted.

–¿Y eso qué significa?

–Oh…, sólo que usted es muy amable. Una persona decente.

–Gracias.

Después de esto, se dijeron pocas cosas más; los caballos avanzaban fatigosamente y a desgana por el sendero que atravesaba la espesura. Era evidente que no entendían por que se iban de casa. Pero, incluso cuando llegaron a la zigzagueante carretera en lo alto del barranco, siguieron adelante sin protesta aparente, lo que le indicaba a Missy -experta en cosas del campo- que conocían demasiado bien a su dueño para rehusarse. Sin embargo, era dulce con ellos, y no empleaba la fusta; los dominaba con la fuerza de su voluntad.

–Tengo que decir que se nota que no es una Hurlingford -dijo de pronto cuando el viaje llegaba a su fin.

–¿Qué no soy una Hurlingford? ¿Qué es lo que le hace suponer eso?

–Muchas cosas. Su nombre, para empezar. Su aspecto. La situación abandonada de su casa y la falta de dinero en ella. Su naturaleza agradable.

Pareció como si esta última concesión la dijese a regañadientes.

–No todos los Hurlingfords son ricos, señor Smith. De hecho, yo soy una Hurlingford, por lo menos por línea femenina. Mi tía y mi madre son hermanas de Maxwell y Herbert Hurlingford y primas hermanas de sir William.

Él se dio la vuelta y se quedó mirándola mientras explicaba todo esto. Luego dio un silbido.

–¡Bueno, esto sí que es una bofetada! Un nido de auténticas Hurlingford en el extremo más apartado de Gordon Road y viéndoselas negras para salir del paso. ¿Qué ocurrió?

Y, durante el resto del trayecto a casa, Missy deleitó a John con el relato de la perfidia del primer sir William, y la perfidia agravada de sus sucesores.

–Gracias -le dijo él al final-. Ha despejado un montón de interrogantes que tenía y me han dado mucho en qué pensar. – Dirigió los caballos hasta la verja de Missalonghi-. Aquí está de nuevo en casa y antes de que su madre su pudiese preocupar.

Ella saltó a tierra sin ayuda.

–Gracias, querido señor Smith. Y lo sigo manteniendo…, es usted un hombre muy bueno.

Como respuesta, él se bajó ligeramente el ala del sombrero y le dedicó una sonrisa. Luego, empezó a hacer girar a los caballos.

Octavia encontró la nota cuando fue a ver dónde se había metido Missy. Allá estaba, muy blanca en contraste con la colcha marrón, con una sola palabra, “madre”, escrita en la cara externa. Se le cayó el alma a los pies; las notas en las que ponía “madre” nunca contenían buenas noticias.

Cuando oyó que Drusilla entraba por la puerta principal, fue corriendo al vestíbulo con la nota en la mano y con sus saltones ojos azul pálido dispuestos a verter tantas lágrimas como dictase el contenido de la nota.

–¡Missy se ha ido y ha dejado esta nota para ti!

Drusilla frunció el entrecejo sin alarmarse.

–¿Se ha ido?

–¡Se ha ido! Se ha llevado toda su ropa y la maleta de tela.

La piel de las mejillas de Drusilla empezó a hormiguearle y a dilatarse desagradablemente; arrancó la nota de manos de Octavia y la leyó en alta voz para que ésta no malinterpretase su contenido:

“Querida madre:

Te ruego me perdones por marcharme sin decir nada, pero creo realmente que es mejor que no sepas lo que planeo hasta que yo sepa si va a funcionar o no. Lo más probable es que vaya a casa mañana o pasado, al menos para haceros una visita. Por favor, no te preocupes. Estoy a salvo. Tu hija que te quiere, Missy”.

Octavia era un valle de lágrimas, pero Drusilla no lloró. Volvió a doblar la carta y la llevó a la cocina, donde la colocó con mucho cuidado en la estantería de la chimenea.

–Tenemos que avisar a la policía -dijo Octavia llorosa.

–No haremos tal cosa -la contradijo Drusilla, mientras ponía el agua en el fuego-. ¡Oh, Dios mío, cómo necesito una taza de té!

–¡Pero Missy podría estar en peligro!

–Lo dudo muchísimo. No hay nada en su nota que indique ninguna insensatez. – Se sentó suspirando-. Octavia, ¡Haz el favor de secarte las lágrimas! Los acontecimientos de los últimos días me han demostrado que Missy es una persona con la que se puede contar. No tengo ninguna duda de que está a salvo, y de que volveremos a verla con toda seguridad, quizá mañana mismo. Mientras tanto, no comentaremos absolutamente a nadie que Missy se ha ido de casa.

–¡Pero está fuera, sabe Dios dónde, sin nadie que la proteja de los Hombres!

–Podría ser muy bien que Missy hubiese decidido que nadie la proteja de os Hombres -dijo Drusilla con sequedad-. Ahora, haz lo que te digo, Octavia; deja de llorar y haz un poco de té para las dos. Tengo un montón de cosas que contarte, que no tienen nada que ver con la desaparición de Missy.

La curiosidad pudo más que la aflicción; Octavia vertió un poco de agua caliente en la tetera y la dejó junto al fuego.

–Oh, ¿qué? – preguntó con interés.

–Bien, he entregado a Cornelia y a Julia su dinero y me he comprado una máquina de coser Singer.

–¡Drusilla!

Y así, las dos mujeres que quedaban en Missalonghi se tomaron su té y discutieron en profundidad los acontecimientos del día, tras lo cual volvieron a sus tareas cotidianas y más tarde se retiraron a sus respectivas habitaciones.

–Dios mío -dijo Drusilla de rodillas-, te ruego que ayudes y protejas a Missy; líbrala de todo mal y dale fuerzas en la adversidad. Amén.

Dicho lo cual, subió a su cama, la única doble, como correspondía a la única mujer casada. Pero pasó un buen rato hasta que logró conciliar el sueño.

El órgano había librado a Missy de que la descubrieran, cuando John Smith la devolvió a Missalonghi; nadie oyó su carro al llegar o al partir, y nadie oyó a Missy cuando avanzó a escondidas por un costado de la casa y atravesó el patio trasero en dirección al establo. En él no había ningún sitio donde pudiera esconderse, pero consiguió ocultar la maleta dentro de un saco de forraje, y luego cambió el establo por el huerto hasta después de que su madre hubiera ordeñado la vaca. Desde luego, la vaca había reconocido sus pasos y se había preparado con toda docilidad a que la ordeñase, pero, antes de que Buttercup se agitara demasiado, llegó Drusilla con el cubo.

Missy se agazapó detrás del manzano de tronco más grueso, cerró los ojos y deseó tener una enfermedad mortal en el corazón, preferiblemente lo bastante grave para garantizarle que no vería la luz del día siguiente.

No se movió hasta que cayó la noche; el aire primaveral frío y penetrante de las Montañas Azules la sacó por fin del huerto en búsqueda del relativo calor del establo. Buttercup estaba tumbada con las patas recogidas debajo, rumiando con placidez, a gusto después de haber sido vaciada. Missy colocó un saco limpio en el suelo cerca de la vaca y se acurrucó en él apoyando la cabeza y los hombros en la panza cálida y ronroneante de Buttercup.

Comprendía que tendría que haberse armado de valor y haber entrado en la casa cuando John Smith se hubo marchado, pero cuando intentó subir los escalones del porche de la entrada, sus pies se negaron. ¿Cómo le iba a decir a su madre que le había propuesto matrimonio a un desconocido y que la había rechazado a pesar de todos sus esfuerzos? Y a falta de ésta, ¿qué otra historia convincente podría haber tramado? Missy no era una inventora de historias; era tan sólo una lectora. Tal vez por la mañana fuera capaz de confesarlo, se dijo a sí misma, con un nudo en la garganta, de dolor y de pena; pero habría sido mucho peor pasar la noche en cualquier otro lugar que poder contar con el techo de Missalonghi. ¿quién iba a creer que había pasado la noche durmiendo con una vaca? Entra de inmediato, le decía la mejor parte de su ser; pero la peor lo encontró el valor suficiente.

Las lágrimas empezaron a acumularse y a rodar, pues Missy estaba agotada, no tanto por el esfuerzo físico como por el extraordinario alarde de voluntad que la había enviado a ver a John Smith.

–Oh, Buttercup, ¿qué voy a hacer? – dijo llorando.

Buttercup se limitó a resoplar.

Y poco después Missy se durmió.

El gallo de Missalonghi la despertó como una hora antes de amanecer, gritando con estridencia desde la viga que estaba encima de ella. Se sobresaltó, confundida, y luego volvió a tumbarse en su almohada viviente en una nueva agonía de dolor y aturdimiento. No tenía hambre, no tenía sed. ¿Qué hacer? Oh, ¿qué hacer?

Pero, al despuntar el alba, ya lo había decidido y se puso en pie moviéndose con resolución. Sacó el peine y el cepillo de la maleta y se acicaló lo mejor que pudo, pero al término de sus esfuerzos se percató con tristeza de que olía mucho a vaca.

Al pasar furtivamente junto a Missalonghi no detectó ninguna señal de movimiento en su interior, y por la ventana de su madre pudo oír unos leves ronquidos. A salvo.

Una vez más pendiente abajo rumbo al valle de John Smith, no con el ensueño mágico, ni con la irrefrenable felicidad del día anterior, cuando nada parecía imposible y todo apuntaba a un final feliz. Esta vez Missy caminaba con pocas esperanzas, pero con una férrea determinación; no volvería a decirle que no, aunque ello le supusiera pasar todas las noches de aquel año durmiendo en el establo de su madre con Buttercup como compañero de cama, y caminar cada día hasta el fondo del valle de John Smith para pedírselo otra vez. Porque se lo volvería a pedir, y al día siguiente otra vez si le decía que no, y el otro, y el otro…

Serían las diez cuando llegó por fin al claro del bosque y a la cabaña; de la chimenea salía el mismo tenue remolino de humo, pero, al igual que el día anterior, no había ni rastro de John Smith. Volvió a sentarse en el tronco de árbol cortado a esperar.

Quizá a él se le había pasado la hora de comer; cuando el mediodía llegó y pasó sin que diera señales de vida, Missy se resignó a esperar también toda la tarde. En efecto, cuando él llegó a la casa, hacía rato que el sol se había escondido tras las grandes paredes escarpadas y la luz iba apagándose poco a poco. Estaba más serio que ayer, pero igualmente ajeno a la presencia de Missy que seguía en su tronco.

–¡Señor Smith!

–¡Qué demonios!

Se le acercó de inmediato y se quedó mirándola desde su altura, no con enojo, pero tampoco con agrado.

–¿Qué está haciendo aquí otra vez?

–¿Se quiere casar conmigo, señor Smith?

Esta vez no la cogió del codo, ni la acompañó a la cabaña; la miró cara a cara cuando ella se puso de pie, clavándole los ojos.

–¿La está obligando alguien a hacer esto? – preguntó él.

–No.

–¿En verdad significa tanto para usted?

–Significa literalmente mi vida. ¡No me voy a ir a casa! Vendré todos los días y se lo volveré a pedir.

–Está jugando con fuego, señorita Wright -dijo. Los labios se le habían puesto finos y tensos-. ¿No se le ha ocurrido pensar que un hombre puede recurrir a la violencia si una mujer se niega a dejarlo en paz?

Ella le sonrió serena, sublime, angelical.

–Algunos hombres, tal vez. Pero no usted, señor Smith.

–¿Qué pretende ganar? ¿Qué pasaría si me casara con usted? ¿Es ésta la clase de marido que desea, un hombre al que usted ha hartado tanto que no tiene otro remedio para encontrar la paz que rendirse… o estrangularla?

–Bajó el tono de voz, que se hizo muy dura-. En este grande y extenso mundo, señorita Wright, habita una cosa maligna que se llama odio. Se lo ruego, ¡no lo saque de la jaula!

–¿Se quiere casar conmigo? – repitió ella.

Él retorció la boca, resopló por la nariz y alzó la mirada por encima de su cabeza fijándola en algo que ella no podía ver. Y no dijo nada durante un tiempo que pareció una eternidad. Luego se encogió de hombros y volvió a mirarla.

–Debo confesarle que he pensado mucho en usted desde ayer y ni siquiera los trabajos más duros que he intentado emprender han logrado que dejara de hacerlo. Y empecé a pensar también si ésta no sería una forma de expiación que se me está ofreciendo, y si no estaría arriesgándome a que mi suerte desapareciera por ignorar la oferta.

–¿Una forma de expiación? ¿Expiar qué?

–Es sólo una forma de hablar. Todo el mundo tiene algo que expiar, nadie está libre de culpa. Al imponerse a mí, usted está constituyendo un motivo de expiación, ¿no lo entiende?

–Sí.

–¿Y le da igual?

–Aceptaré de buena gana lo que venga, señor Smith, si viene acompañado de usted.

–Muy bien, entonces. Me casaré con usted.

–¡Oh, gracias, señor Smith! ¡No se arrepentirá, se lo prometo!

Él refunfuñó.

–Es usted una niña, señorita Wright, no una mujer adulta, y tal vez sea ésta la razón por la que he cedido en vez de estrangularla. Con sinceridad, no creo que haya malicia femenina en sus actos. Sólo le pido que no me dé motivos para cambiar de opinión.

Y esta vez, deslizó la mano bajo el brazo de ella: la señal para caminar.

–Hay una cosa que debo pedirle, señor Smith -dijo ella.

–¿Qué?

–Que nunca mencionemos el hecho de que voy a morir, ni dejemos que afecte a nuestras conductas. ¡Quiero ser libre! Y no podré serlo si en todo momento me hacen recordar, de palabra o de obra, que voy a morir.

–De acuerdo -dijo John Smith.

No queriendo tentar a la suerte, pues sentía que había ido todo lo lejos que se podía dentro de os límites de la prudencia, Missy entró en la cabaña y fue a sentarse tranquilamente en una de las sillas de la cocina, mientras John Smith giraba en redondo nada más entrar y se quedaba mirando al exterior, a una neblina nocturna fina y azul que se iba formando a ras de suelo.

Missy contemplaba su espalda en silencio. Era fuerte y ancha y, en aquel momento, estaba vuelta hacia ella de un modo muy elocuente Al cabo de unos cinco minutos se aventuró a decir, en un tono tímido y como de disculpa:

–¿Y ahora qué pasa, señor Smith?

Él se sobresaltó, como si hubiera olvidado que estaba allí, y fue a sentarse frente a ella en la mesa. En la penumbra, su rostro se llenaba de sombras: duro, apagado, un poco amenazador. Pero cuando habló, lo hizo de forma animada, como si hubiese decidido que no había por qué sentirse más desgraciado de lo que la situación exigía.

–Mi nombre es John -dijo, mientras se levantaba para encender las dos lámparas y las ponía sobre la mesa para poder verle la cara-. En cuanto al asunto principal, nos dan un permiso y nos casamos.

–¿Cuánto tiempo tarda?

Él se encogió de hombros.

–No lo sé. Si no hay impedimentos, supongo que en un par de días: tal vez menos, con un permiso especial. Entretanto, será mejor que te lleve a casa.

–¡Oh, no! Me quedo aquí -dijo Missy.

–Si te quedas aquí, es probable que empieces tu luna de miel antes de hora -dijo, con un vestigio de esperanza.

¡Qué buena idea! ¡Podía no gustarle! Después de todo, es lo que le ocurre a la mayoría de las mujeres. Y podía ser duro con ella; no violarla, exactamente: sólo forzarla un poquito. Era muy probable que una virgen de su edad se asustara con facilidad. En aquel momento cometió el error de mirarla para ver cómo reaccionaba. Y allá estaba ella, la pobrecilla, con los días contados, limitándose a contemplarlo con un cariño ciego y disparatado, como un cachorro inundado de amor. El corazón dormido de John Smith se conmovió, sintió un dolor amargo y olvidado. Pues lo cierto era que había estado pensando en ella todo el día, por mucho que trabajase para liberarse de su imagen y sustituirla por un vacío hecho de esfuerzo físico. Él tenía sus secretos, algunos de ellos enterrados tan profundamente que podría decir sin pecar de falta de sinceridad que jamás los había sufrido, que había vuelto a nacer con toda la lozanía y la desnudez de una vida vuelta a empezar. Pero durante todo el día aquellas cosas lo habían roído y torturado por dentro, le habían susurrado, y el profundo placer que antes le proporcionaba el valle se había esfumado. Tal vez tuviese que expiar; tal vez fuese ésa la razón por la cual ella había aparecido. Pero, para ser honestos, no tenía que expiar nada tan deprimente. No. ¡Oh, no, no lo tenía!

A lo mejor no le gusta. Llévatela a la cama, John Smith, enséñale cómo es el páramo del cuerpo, llénale de ti y de asco por ello. Es una mujer.

Pero a Missy le gustó mucho, y demostró una asombrosa aptitud para ello. John Smith comenzó así a cavar su propia tumba, como él mismo reconoció con ironía unas tres horas después de que él y Missy se hubieran ido a la cama sin cenar. No dejaba de maravillarse. ¡Aquella solterona ya madura, pero novata, estaba hecha para amar! Aunque terriblemente ignorante al principio, no era tímida ni pudorosa, y sus respuestas cariñosas lo entusiasmaban, lo conmovían, hacían que le resultase imposible ser cruel o desagradable con ella. ¡La muy traviesa! ¡Nada de tumbarse de un modo pasivo, con las piernas abiertas para él! ¡Y cuánta vida bullía en su interior, esperando tan sólo a que le abriesen la puerta! De pronto, al pensar que su muerte era inminente, se estremeció; una cosa es compadecer a alguien a quien no conoces, y otra muy distinta es enfrentarse al mismo dilema con alguien que conoces íntimamente. Aquél era el problema de la cama. Hacía que dos extraños se convirtieran en íntimos con más eficacia que diez largos años de relaciones formales en salones de té.

Missy durmió como un lirón y se despertó antes que John Smith, quizá porque el sueño la había vencido mucho antes de que John pudiera conciliarlo. Él tenía más cosas en que pensar.

Por la ventana se filtraba una tenue luz. Missy salió con sigilo de la cama y estuvo tiritando hasta que se puso la bata que sacó de la maleta. ¡Qué maravilloso había sido! Más realista de lo que ella se creía, descartó el desagrado inicial del dolor y recordó sólo aquellas manos grandes, fuertes, curtidas por el trabajo, acariciándola, complaciéndola, consolándola. ¡Sentimientos y sensaciones, caricias y besos, calor y luz…, oh sí, era maravilloso!

Se movió por la cabaña haciendo el menor ruido posible, atizó el fuego de la cocina y puso el agua a hervir. Pero, como era de esperar, su actividad lo despertó, y también él se levantó, sin preocuparse de su desnudez; Missy tuvo una oportunidad sin precedentes de estudiar las diferencias anatómicas entre el hombre y la mujer.

Todavía más maravilloso que aquello fue cómo reaccionó él a su presencia. Fue directamente hacia ella, la envolvió con sus brazos y estuvo acunándola con mucha suavidad, todavía medio dormido y por ello apoyado contra ella, rozándole el cuello con la barba.

–Buenos días -susurró Missy, sonriendo a la vez que depositaba numerosos besos en su hombro.

–…días -musitó él, visiblemente complacido por su respuesta.

Por supuesto, ella estaba hambrienta después de dos días casi sin probar bocado.

–Prepararé el desayuno.

–¿Quieres un baño? – dijo él con voz más despierta, pero sin hacer además de separarse de ella.

¡Notaba el olor de Buttercup! ¡Oh, pobre hombre! Se le volvió a pasar el hambre.

–Sí, por favor. ¿Y puedo ir al retrete?

–Ponte los zapatos.

Mientras deslizaba los pies en sus botas, sin preocuparse de atarse los cordones, él revolvía en una gran cómoda y sacaba dos toallas viejas y burdas, pero limpias.

El claro del bosque cubierto de escarcha brillaba, aún bañado en sombras, pero, al alzar la vista, Missy vio las grandes paredes de piedra caliza del valle que ya resplandecían de rojo con la salida del sol. El cielo iba adoptando el brillo opaco y lechoso de una perla… o de la piel de Una, y por todas partes resonaban los trinos y gorjeos de los pájaros, nunca tan inclinados a cantar como al amanecer.

–el retrete es un poco primitivo -le advirtió, enseñándole el lugar donde había excavado un profundo agujero y había colocado algunos bloques de piedra a modo de asiento y una caja llenad de papel de periódico para mantenerlo seco; no estaba cerrado con techo ni paredes.

–Es el retrete mejor ventilado que he visto en mi vida -dijo ella con aire jovial.

Él se rió entre dientes.

–¿Mayores o menores?

–Menores, gracias.

–Entonces te espero. Allí -dijo señalando el otro extremo del claro.

Cuando Missy se reunió con él un minuto más tarde, ya temblaba previendo un chapuzón en el agua helada del río; tenia aspecto de ser el tipo de hombre que se deleitaba con abluciones heladas. Tal vez, pensó ella, caiga en mi propia trampa, y me desplome muerta sobre las piedras de pura impresión.

Pero, en lugar de llevarla hacia el río, la condujo entre medio de una espesura de helechos gigantes y clemátides salvajes con sus flores blancas y algodonosas. Y frente a ella apareció el baño más bonito del mundo: una fuente caliente que brotaba de una grieta entre dos rocas, en lo alto de un pequeño declive de piedra, y caía, en un hilillo demasiado fino para llamarlo cascada, hasta un estanque amplio y rodeado de musgo.

Missy se desnudó sin pensarlo dos veces y segundos después estaba en una piscina de aguas cristalinas y a la temperatura del cuerpo, de la que se elevaban lánguidos tentáculos de vapor que se diluían en el aire helado. Tendría medio metro de profundidad, y el fondo era una roca limpia y lisa. ¡Y no había sanguijuelas!

–¡Ten cuidado con el jabón! – le aconsejó John Smith, señalando una enorme barra de aquel jabón tan caro, colocada en una cavidad al lado de la piscina-. El agua va saliendo porque el nivel de la piscina nunca es tan alto como para que la fuente deje de fluir, pero no tienes al destino.

–Ahora entiendo por qué eres tan limpio -dijo ella recordando los baños de Missalonghi, con cinco centímetros de agua en el fondo de una bañera oxidada, que llenaban con una olla de agua caliente y un cubo de agua fría. Y aquella miserable e insuficiente ración de agua era utilizada por las tres mujeres, Missy la última por ser la más joven.

Ajena por completo a lo atractiva que estaba, le sonrió y alzó los brazos, hasta que sus livianos pechos quedaron flotando en el agua, mostrando sus pequeños pezones de color claro.

–¿No vas a entrar tú también? – le preguntó con el tono de una seductora profesional-. Hay mucho sitio.

No se lo hizo repetir, y, al parecer, olvidó sus advertencias con respecto a la producción de espuma, porque se dedicó celosamente a explorar cada parte del cuerpo de Missy con su mano y la pastilla de jabón; y lo cierto es que ella no pensaba que aquel celo tuviera mucho que ver con Buttercup. Se sometió al ritual con sumo placer, pero luego se empeñó en devolverle a favor. Y así el baño ocupó una buena hora de la mañana.

Sin embargo, después de desayunar, fue directo al grano.

–Debe de haber un registro civil en Katoomba, así que iremos y obtendremos un permiso de matrimonio -dijo.

–Si voy hasta Missalonghi contigo y luego voy caminando hasta Byron y cojo el tren, supongo que llegaré a Katoomba casi a la misma hora que tú en el carro -dijo Missy-. Tengo que ver a mi madre, quiero comprar comida y tengo que pasar por la biblioteca a devolver un libro.

De pronto él pareció alarmarse.

–Supongo que no estarás planeando una gran boda, ¿no?

Ella se rió.

–¡No! Tú y yo solitos nos las arreglaremos muy bien. Le dejé una nota a mi madre, pero quiero cerciorarme de que no está demasiado disgustada. Y mi mejor amiga trabaja en la biblioteca. ¿Te importaría que viniese a nuestra boda?

–No, si tú quieres que venga. Pero te advierto que, si puedo convencer a las autoridades correspondientes, me gustaría rematar este asunto hoy mismo.

–¿En Katoomba?

–Sí.

¡Casada de marrón! Vaya por Dios. Missy suspiró.

–De acuerdo, si me prometes una cosa.

–¿Qué? – preguntó él receloso.

–Que cuando me muera me enterrarás vestida con un traje de encaje de color escarlata. ¡Y si no puedes encontrarlo, de cualquier otro que no sea marrón!

Él pareció sorprendido.

–¿No te gusta el marrón? Nunca te he visto vestida de otro color.

–Me visto de color marrón porque soy pobre, pero respetable. En el marrón no se ve la suciedad, nunca está de moda ni pasado de moda, nunca pierde el color y no se ve barato, vulgar o chabacano.

Aquello lo hizo reír, pero volvió al tema que los ocupaba.

–¿Tienes un certificado de nacimiento?

–Sí, en el bolso.

–¿Cuál es tu verdadero nombre?

Su reacción fue extraordinaria; se sonrojó, se removió en la silla y apretó los dientes.

–¿No puedes llamarme Missy simplemente? La verdad es que siempre me han llamado así.

–Tarde o temprano tu verdadero nombre tendrá que salir. – Le sonrió-. ¡Vamos, confiésalo con franqueza! Seguro que no es tan feo.

–Missalonghi.

Él soltó una carcajada.

–¡Me estás tomando el pelo!

–Ojalá.

–¿Igual que tu casa?

–Exactamente igual. Mi padre pensaba que era el nombre más bonito del mundo y detestaba la costumbre de los Hurlingford de poner nombres latinos. Mi madre me quería llamar Camila, pero él se empeñó en Missalonghi.

–¡Pobrecilla!

Esta vez, los pies de Missy no experimentaron ninguna dificultad al subir los escalones del porche de la entrada de Missalonghi; llamó a la puerta como su fuera una extraña.

Drusilla fue a abrir y miró a su hija como si en verdad lo fuera. ¡Estaba claro que no le ocurría nada malo!

–Sé lo que has estado haciendo, hija, y hubiera preferido que te hubieras limitado a leer sobre ello -dijo mientras atravesaba el vestíbulo en dirección a la cocina-. Pero me atrevería a decir que a lo hecho pecho, ¿no? ¿Vuelves para quedarte?

–No.

Octavia llegó renqueando y recibió de la radiante Missy un beso en cada mejilla.

–¿Estás bien? – dijo temblorosa y apretando convulsivamente las manos de Missy entre las suyas.

–¡Claro que está bien! – dijo Drusilla con coraje-. ¡Por el amor de Dios, mírala!

Missy sonrió a su madre con mucho afecto; qué extraño que sólo ahora que había cortado la cuerda que la ataba a Missalonghi comprendiera la profundidad de su amor por Drusilla. Pero, tal vez en adelante tendría la oportunidad de ver las preocupaciones, congojas y problemas de Drusilla con objetividad.

–Te agradezco mucho, madre -dijo-, que he hayas concedido la dignidad de suponer que sé lo que hago.

–De camino a los treinta y cuatro, Missy, si no sabes lo que haces, no hay esperanza para ti. Lo has intentado hacer a nuestro modo durante bastante tiempo y ¿quién dice que el tuyo no será mejor?

–Muy cierto. Pero esto que ahora dices se aleja bastante de tu hábito de dictar el tipo de lecturas que podía leer y el color de mis vestidos.

–Fuiste muy dócil.

–Sí, supongo que sí.

–Siempre nos dan el trato que nos merecemos, Missy.

–Si eres capaz de reconocer esto, madre, ¿no crees que ya es hora de que tú y las tías y todas las demás mujeres Hurlingford sin hombres os unáis para hacer algo frente a las injusticias y las desigualdades de esta familia que claman al cielo?

–Desde que nos dijiste cómo nos habían engañado Billy, Missy, he estado pensando en eso mismo, te lo aseguro. Y también he estado hablando con Julia y con Cornelia. Pero no existe ley alguna que obligue a un hombre (o a una mujer) a dejar sus bienes divididos por igual entre hijos e hijas. A mi modo de ver, las peores en este caso han sido las mujeres Hurlingford con dinero, que no han dejado nada a sus hijas, ¡ni siquiera una casa con cinco acres de tierra! Por ello he pensado siempre que nunca tendríamos una oportunidad, si las propias mujeres apoyan con tal firmeza a los hombres Hurlingford. Es triste, pero es verdad.

–Estás hablando de las mujeres Hurlingford que tienen mucho que perder si ganaras tú. Yo estoy hablando de las que sufren lo mismo que nosotras, y sé que puedes despabilarlas si te lo propones. Sí que tienes argumentos legales para resarcirte de los dividendos que no te han pagado, y creo que deberías demandar a tío Herbert para obligarlo a esclarecer con todo detalle sus diversos planes de inversión. – Missy lanzó una tímida mirada y luego bajó la vista-. Al fin y al cabo, has sido tú la que has dicho que a cada uno lo tratan como se merece.

Desde Missalonghi fue a Byron caminando. ¡Qué día más espléndido! ¡Espléndido! Por primera vez en su vida se sentía realmente bien, con esa sensación de explosión en la propia piel de la que había leído, pero que nunca había experimentado; y por primera vez en su vida deseaba vivir muchos años. Es decir, hasta que recordó que la medida de su felicidad dependía de un tal John Smith, y John Smith sólo contaba soportarla durante un año como mucho. Había mentido, engañado y robado para sentirse feliz, y no se arrepentía de nada. A las Alicias de este mundo les basta chasquear los dedos para tener a sus pies a los hombres que eligen, pero habría sido inútil pretender que un hombre como John Smith hubiera desviado la mirada por una Missy Wright, por mucho que hubiera chasqueado los dedos. Y sin embargo, sabía que podía hacer a John Smith el hombre más feliz, si no del mundo, por lo menos del pueblo de Byron. ¡Más le valía! Porque cuando expirase el año, él tendría que desear con tal fuerza que ella siguiera viva que estuviese dispuesto a perdonarle el robo, el engaño y la mentira.

El tiempo pasaba y ella no podía perder el tren de las once a Katoomba, en cuya estación John Smith le había prometido que estaría esperándola. La compra podía esperar hasta el día siguiente, pero algo le hacía sentir que a Una no podía posponerla. Rumbo a la biblioteca, pues.

Un magnífico automóvil avanzaba serenamente por el centro de Byron Street, en el momento en que Missy, vestida con su traje de lino marrón, la recorría tan inadvertida como siempre. No se podía decir lo mismo del vehículo, también marrón, que había congregado a ambos lados de la calle a un corrillo de admiradores, tanto locales como visitantes. Echándole un vistazo, divertida, Missy decidió que el chofer aventajaba a los ocupantes del asiento trasero en cuanto a arrogante indiferencia. Lo conocía de oídas; un individuo de buen ver con más tendencia a causar sensación que a trabajar duro, y con fama de maltratar a sus muchas mujeres. A los ocupantes del asiento posterior, los conocía por amarga experiencia: Alicia y tío Billy.

La mirada de Alicia tropezó con la suya. A continuación, el suntuoso coche se acercó al borde de la acera y Alicia y tío Billy salieron como flechas, mucho antes de que el sorprendido conductor tuviera tiempo de abrirles la puerta.

–¿Qué pretendes, Missy Wright, cogiendo las acciones de tía Cornelia y vendiéndolas en nuestras narices? – exigió Alicia sin más preámbulos, con dos manchas coloradas ardiendo en sus mejillas de alabastro.

–¿Por qué no iba a hacerlo? – preguntó Missy con frialdad.

–¡Porque no es asunto tuyo, maldita sea! – ladró sir William, rígido de cólera.

–Es tan asunto mío como vuestro, tío Billy. Sabía cómo conseguir diez libras por cada acción de tía Cornelia y, ¿para qué iban a servirle cuando le hubieras hecho creer que carecían de valor? Tía Cornelia necesita desesperadamente que la operen de los pies, pero no puede hacerlo, supongo, porque tú, Alicia, te niegas a concederle el tiempo o el aumento que necesitaría. Así que vendí sus acciones por cien libras y ahora podrá operarse. Si deseas dejarla sin empleo, al menos tendrá una cantidad en el banco para mantenerse a flote hasta que pueda encontrar otro trabajo. Estoy segura de que hay tiendas en Katoomba deseando contratar a alguien de su categoría. Tal vez os interese saber que he vendido también las acciones de tía Julia, de tía Octavia y de mi madre.

–¿Qué? – soltó sir William con voz ronca.

–¿Todas? ¿Las has vendido todas? – tartamudeó Alicia al tiempo que los rosetones de sus mejillas desaparecían de golpe.

–No te quepa la menor duda. – Missy fijó la mirada en Alicia con una malicia que ignoraba poseer-. ¡Vamos, Alicia, no me irás a decir que cuarenta acciones de la gran Compañía Embotelladora de Byron son suficientes para desequilibrar la balanza!

En un segundo de aturdimiento, Alicia creyó ver que a Missy le habían salido cuernos y rabo.

–¿Qué te pasa? – le gritó-. ¡Debes de estar mal de la cabeza! ¡Me manchas el vestido, me insultas delante de mi familia y luego llevas a nuestra familia a la ruina! ¡Deberían encerrarte!

–Sólo deseo que lo que he hecho sirva para que os encierren a vosotros. Ahora, si me disculpáis, tengo que irme volando. Me esperan para casarme. – Y se marchó caminando con la cabeza erguida.

–Creo que me voy a desmayar -anunció Alicia.

Dicho y hecho. Se cayó contra el escaparate de tío Herbert, que estaba lleno de ropas de trabajo.

Sir William aprovechó la oportunidad para rodearla con sus brazos, mientras se volvía para pedir ayuda a su chofer; cuando la cogieron entre los dos para llevarla al coche, fueron las manos sin guantes de este último las que comprobaron el delicioso tamaño y forma de los pezones de Alicia. En aquel momento, el grupo de mirones había aumentado bastante y ya incluía a todos los hijos y nietos de tío Herbert, por lo que sir William descargó a Alicia sin ceremonias en el asiento y ordenó al chofer que los sacara de allí de inmediato.

Cuando su futuro suegro intentó aflojarle el corsé levantándole el vestido y tanteando sus delicados calzones, Alicia se reanimó de golpe.

–¡Las manos quietas, viejo libidinoso! – dijo con brusquedad, olvidándose de la necesidad de ser diplomática, y se inclinó hacia delante presionándose las mejillas con las palmas de las manos-. ¡Dios mío, qué mal me siento!

–¿Quieres que volvamos a casa ahora que no tenemos que ir a Missalonghi? – le preguntó sir William congestionado.

–Sí.

Alicia se apoyó hacia atrás y dejó que el aire fresco ventilara su piel, hasta que por fin se relajó un poco y suspiró. ¡Gracias a Dios! Ahora empezaba a sentirse mejor.

Justo delante de sus ojos, pero al otro lado del vidrio que separaba el asiento trasero del compartimiento descubierto del conductor, podía ver la orgullosa cabeza del chofer sobre un cuello fuerte y suave; qué orejas más bonitas que tenía, bien pegadas al cráneo. Era guapo, moreno como Missy e igualmente extraño. Había hecho falta un hombre robusto para levantarla con la facilidad con que lo había hecho él y sus manos sobre sus pechos…, sintió cómo se le endurecían los pezones al recordarlo, y se revolvió incómoda en el asiento. ¿Cómo se llamaba? ¿Frank? Sí, Frank. Frank Pellagrino. Había trabajado en la planta embotelladora hasta que le dieron el puesto de chofer de tío Billy.

Mirando de reojo a sir William, vio que estaba sentado muy erguido y con cara de preocupación.

–¿Nos cambian mucho las cosas sin estas cuarenta acciones?

–Completamente, ahora que sabemos que Richard Hurlingford vendió las suyas hace un mes. – Sir William suspiró. – Lo que explica por qué el misterioso comprador piensa que tiene suficiente poder para convocar mañana una asamblea extraordinaria.

–¡La muy estúpida! – refunfuñó Alicia-. ¿Cómo ha podido Missy ser tan estúpida?

–Creo que los estúpidos somos nosotros, Alicia. Yo, por ejemplo, jamás me había fijado en Missy Wright; ahora veo que debería haberlo hecho. Y haber prestado más atención a todas las mujeres de Missalonghi. ¿Te has dado cuenta de qué aspecto tenía esta mañana? Como si hubiera llegado a la crema de la leche antes que cualquier otro gato del barrio. Y ¿dijo que la esperaban para casarse o han sido figuraciones mías?

Alicia se rió con desdén.

–Oh, lo ha dicho, pero sospecho que son imaginaciones suyas. – Se acordó de una preocupación más grave-. ¡La boba de tía Cornie! – masculló con ferocidad-. ¡Oh, cómo me hubiera gustado darme la satisfacción de despedirla esta mañana cuando llegó cotorreando acerca de sus acciones y del tiempo que iba a necesitar para la operación!

–Y bien, ¿por qué no la has despedido?

–¡Porque no puedo, por eso! Puede que mi tienda de sombreros acabe siendo mi única fuente de ingresos si las cosas en la planta van de mal en peor. Y nunca encontraré a nadie la mitad de bueno que ella para llevar la sombrerería, aunque le pagara diez veces más de lo que le pago a tía Cornie. Es…indispensable.

–Será mejor que reces para que nunca se dé cuenta de ello, o te pedirá diez veces más de lo que le pagas ahora. – Un cariz de satisfacción impregnó su voz al añadir-: Y entonces, querida mía, si no puedes pagarlo, tendrás que ir tú a trabajar a la tienda. Tal vez lo harías mejor que tía Cornie.

–¡No puedo hacer eso! – exclamó-. ¡Arruinaría mi posición social! Una cosa es ser el genio creativo que está detrás del negocio de esta naturaleza y otra muy distinta tener que vender yo misma mis artículos. – Dio un tirón a las solapas de su abrigo rosa pálido, y su bonito rostro adoptó rasgos de malhumorado descontento-. ¡Oh, tío Billy, de pronto me siento como si estuviese caminando sobre un hielo a punto de resquebrajarse y yo me fuese a hundir de un momento a otro!

–Estamos en un aprieto, es cierto. Pero no te rindas. No nos han vencido todavía. Ya verás como el comprador misterioso en la asamblea extraordinaria de mañana, resultará ser un patán autodidacta fácilmente manipulable por sus superiores. Y para esta clase de tarea, tú nos vendrás de perlas.

Alicia no le respondió, limitándose a lanzarse una mirada de duda y desagrado; sus ojos volvieron a la nuca del chofer, que era algo mucho más agradable que el rostro colérico de sir William.

Cuando Missy entró en la biblioteca, estaba convencida de que encontraría a Una, aunque no era su día de trabajo. Y, tal como esperaba, allí estaba.

–¡Oh, Missy, estoy tan contenta de verte! – gritó, levantándose de un brinco-. Tengo una sorpresa para ti.

–Yo también tengo algunas sorpresas para ti -dijo Missy.

–Espérate aquí; vuelvo en un santiamén. – Una desapareció en el cubículo donde preparaba el té y regresó cargada con una caja grande y una pequeña caja de sombreros, atadas con una cinta blanca-. Feliz lo que sea, queridísima Missy.

Se sonrieron en completo entendimiento y con profundo cariño.

–Es un vestido de encaje color escarlata y un sombrero -dijo Missy.

–Me lo pondré en mi boda.

–¡John Smith! Has elegido exactamente el hombre adecuado.

–Tuve que recurrir a trucos y engaños para conseguirlo.

–Si no podías conseguirlo de otra manera, ¿por qué no?

–Le dije que me iba a morir del corazón.

–Igual que todo el mundo, ¿no?

–Estamos perdiendo el tiempo en comentarios bizantinos -dijo Missy-. ¿Puedes venir a mi boda?

–Me encantaría, pero no.

–¿Por qué?

–No estaría bien.

–¿Por tu divorcio? Pero si no nos casamos en una iglesia, ¿quién va a poner reparos?

–No tiene nada que ver con mi divorcio, querida. No creo que a John Smith le guste ver un rostro del pasado el día de su boda.

Era lógico, por lo que Missy no insistió. Y no quedaba más que decir: su gratitud no se podía expresar con palabras y su necesidad de apresurarse era ineludible. Una se quedó de pie, mirándola con dolor, como si con ella se fuese algo tan precioso que su propia calidad de vida fuera a verse afectada para siempre… y aquel algo no era tangible como un vestido de encaje escarlata y un sombrero. Obedeciendo a un impulso que no comprendió, Missy volvió al mostrador, se inclinó para rodear a Una con el brazo y depositó un beso en su mejilla. ¡Tan frágil, tan fría, tan ingrávida!

–Adiós, Una.

–Adiós, mi mejor y más querida amiga. ¡Sé feliz!

Missy llegó a la estación un minuto antes que el tren y, antes de que éste se parase por completo, vio a John Smith en el andén de Katoomba. Gracias a Dios. Entonces no había cambiado de opinión durante su lento viaje por la carretera. Y de hecho, cuando ella se apeó del vagón, ¡incluso pareció alegrarse de verla!

–Nos darán la licencia y nos casarán hoy mismo -dijo, cogiendo las cajas de Missy.

–Y no me tengo que casar de marrón -dijo Missy, recuperando sus cajas-. Con tu permiso, voy un segundo a los lavabos del andén y me pongo mi traje de novia.

–¿Traje de novia? – dijo él, mirando su camisa de trabajo de franela gris y sus viejos pantalones de piel con una cómica expresión de consternación.

Ella se rió.

–No te preocupes, no es un traje tradicional. De hecho, te garantizo que vas a ir mucho más adecuado tú que yo.

El vestido le quedaba estupendamente. ¡Qué ojo había tenido Una para acertar la talla! ¡Y qué color tan precioso! Le lloraban los ojos de tanto mirarlo. ¿De dónde demonios había sacado Una aquella prenda de estilo tan elegante y de color tan extravagante?

El espejo de la pared parecía poseer propiedades mágicas, pues daba una pátina de belleza a todo lo que reflejaba; después de colocarse aquel disparatado sombrero rojo, Missy decidió que le sentaba muy bien. De pronto su tez morena era interesante y su cuerpo delgado, esbelto como un árbol joven. ¡Sí, muy bien! Y, desde luego, nada mojigato.

Una vez repuesto del impacto que le causó aquel color rojo, John Smith decidió también que le sentaba la mar de bien.

–¡Éste sí que es mi tipo de boda! Yo parezco un paleto y tú una dama. – La cogió de la mano con aire jovial-. Vamos, mujer, firmemos antes de que cambie de opinión.

Fueron deambulando hasta Katoomba Street, constituyendo el blanco de todas las miradas, y, de hecho, muy divertidos con la sensación que creaban a su alrededor.

–Qué fácil ha sido -dijo Missy después de firmar el acta, cuando se hallaban ya sentados en el carro de John Smith. Extendió su mano para ver el anillo-. Ahora soy la señora Smith.!Qué bien suena!

–Debo decir que esta vez ha sido mucho mejor que la anterior.

–¿Así que tu primera boda fue un gran montaje?

–Podría haberse confundido con un circo. Doscientos cincuenta invitados, la novia con una cola de nueve metros que necesitaba un regimiento de mocosos para llevarla, doce o catorce damas de honor, todos los hombres de pingüino, el arzobispo de no sé dónde, un coro inmenso… ¡Dios mío, aquel día fue una pesadilla! Pero comparado con lo que siguió después, fue un idilio en el paraíso. – La miró de reojo con una ceja levantada-. ¿Quieres que te lo cuente?

–Creo que será mejor. Dicen que la segunda mujer tiene que luchar con el fantasma de la primera y que es mucho más difícil luchar contra un fantasma que contra alguien de carne y hueso. Se detuvo para armarse de valor-. ¿La… la apreciabas?

–Tal vez sí cuando nos casamos, la verdad es que no me acuerdo. No la conocía, ¿sabes? Sólo de oídas. Se debió proponer conseguirme porque estoy seguro de no haberle hecho proposiciones. ¡Debo de ser la clase de individuo que inspira a las mujeres!. Sólo que tu forma de hacerlo no me molestó. Al menos fue sincera y franca. Pero ella, un día se abalanzaba sobre mí como un sarpullido y al siguiente se comportaba como si yo tuviese la peste. Estar entre el sí y el no, le dicen a eso. Creo que las mujeres piensan que eso es lo que se espera de ellas y que, si no se comportan así, van a hacerle la vida demasiado fácil al tipo. Eso es lo que me gusta tanto de ti, señorita Smith. Decididamente, tú no estás entre el sí y el no.

–Me siento demasiado agradecida -dijo Missy con humildad-. ¡Continúa! ¿Qué sucedió después?

Él se encogió de hombros.

–Oh, decidió que tenía derecho a tomar todas las decisiones, que lo que importaba era lo que ella quería. Una vez capturado su pez, éste ya no le importaba lo más mínimo. Yo sólo estaba allí como prueba de que sabía pescar, para darle respetabilidad, para procurarle una escolta aquí y allá. No tenía amantes, para ser precisos; tenía lo que ella llamaba “chichisbeos”, tipos afeminados con gardenias en la solapa y más brillo en el pelo que en los zapatos de piel. Si había alguien marcado por las compañías que frecuentaban, ésa era mi primera mujer. Sus amigas eran duras como clavos y rudas como un par de botas viejas, y sus amigos eran más blandos que la mantequilla y más lánguidos que una lechuga pasada. Le gustaba burlarse de mí. Delante de cualquier persona, de todos. Yo era aburrido, torpe. Y nunca discutía nuestras diferencias en privado: se enzarzaba en una pelea aunque estuviera en un lugar público. En pocas palabras, me despreciaba profundamente.

–¿Y tú? ¿En qué concepto la tenías?

–La odiaba.

Era evidente que la odiaba todavía, porque el sentimiento contenido en su voz no pertenecía a una experiencia enterrado en el pasado.

–¿Cuánto tiempo estuvisteis casados?

–Unos cuatro o cinco años.

–¿Tuvisteis hijos?

–¡No, qué horror! ¡Podrían haber estropeado su figura! Y, por supuesto, era una joya para todo lo que fueran bromas, besos y caricias, pero para ponerle la pierna encima… Sólo sucedía cuando se emborrachaba, y después gritaba y chillaba y no dejaba de echármelo en cara por si podía tener consecuencias, y se iba a ver al doctor que todas frecuentaban.

–¿Y murió? – preguntó Missy, sin poder creer que una mujer como aquélla hubiera podido tener tanta consideración.

–Una noche tuvimos una pelea terrible por… oh, no me acuerdo; algo tan pequeño y absurdo que no tenía ninguna importancia. Vivíamos en una casa que daba al puerto, y parece ser que, después de haberme marchado, decidió ir a bañarse para calmarse un poco. Encontraron su cuerpo dos semanas más tarde, arrojado a la playa de Balmoral.

–¡Oh, pobrecilla!

Él dio un bufido.

–¡Nada de pobrecilla! La policía intentó por todos los medios atribuirme su muerte, pero por fortuna, en el mismo momento en que dejó de chillarme, salí y me encontré con una amigo en la calle a menos de veinte metros. A él también lo habían echado de la cama, así que nos dirigimos a donde iba él, al piso de un amigo común… soltero, el muy hijo de puta. Allí nos quedamos hasta pasado el mediodía siguiente, bebiendo una copa detrás de otra. Y como los criados la habían visto viva más de media hora después de que mi amigo y yo llegásemos al apartamento de nuestro amigo, la policía no pudo ponerme la mano encima. De todas formas, cuando apareció el cuerpo, la autopsia reveló que había muerto simplemente ahogada, sin indicios de agresión. Ello no evitó que un montón de gente de Sidney siguiera creyendo que yo la había matado… Me hicieron fama de ser demasiado listo para que me echasen el guante, y a mis amigos, de dejarse comprar para encubrirme.

–¿Cuándo pasó todo eso?

–Hace veinte años.

–¡Cuánto tiempo! ¿qué has hecho desde entonces para que te haya costado tanto hacer lo que siempre habías deseado?

–Bueno, me marché de Australia tan pronto como la policía me dejó. Y rodé por el mundo: África, Alaska, China, Brasil, Texas. Tuve que vivir casi veinte años de exilio voluntario. Como había nacido en Londres, cambié mi nombre legalmente y, cuando regresé a Australia, lo hice como un buen ciudadano del mundo llamado John Smith, con todo mi dinero en oro y sin pasado.

–¿Por qué Byron?

–Por el valle. Sabía que iba a salir a la venta, y siempre había deseado poseer un valle entero.

Sintiendo que ya había indagado bastante, Missy cambió de tema, pasando a contar a su marido las trifulcas de la Compañía Embotelladora de Byron y la situación en que se hallaban su madre y sus tías a consecuencia de todo ello. John Smith la escuchaba con toda atención, con una sonrisa rondándole las comisuras de los labios, y, cuando ella terminó su relato, la rodeó con el brazo, la atrajo hacia él y la retuvo así.

–Bueno, señora Smith, la primera vez que me lo pediste, no quería casarme contigo, pero te confieso que me reconcilio más con la idea cada vez que abres la boca, por no hablar de las piernas -dijo-. Eres una mujer sensata, tienes el corazón en su sitio y eres una Hurlingford de los Hurlingford, lo que me da un montón de poder que no esperaba poseer -continuó-. Es interesante cómo se van desarrollando las cosas.

Durante el resto del trayecto a casa, Missy permaneció en silencio de pura dicha.

A la mañana siguiente, John Smith se puso un traje, cuello de camisa y corbata, todos ellos con un corte muy esmerado y sumamente elegantes.

–Sea lo que sea, debe de ser mucho más importante que tu boda -dijo Missy sin un asomo de resentimiento.

–Lo es.

–¿Vas lejos?

–Sólo hasta Byron.

–En ese caso, si me arreglo rápido, ¿puedo ir contigo hasta casa de mi madre, por favor?

–¡Buena idea, mujer! Espérame allí esta tarde y me podrás presentar a mi familia política cuando pase a recogerte. Con seguridad tendré un montón de cosas que contarles.

Va a ir todo bien, pensó Missy mientras iba en el carro con su vestido rojo brillante y su sombrero del mismo tono, sentada al lado de su elegante marido. No me importa haberlo conseguido con trucos y engaños. Le gusto. Le gusto de verdad y, sin darse cuenta, ya se ha movido un poco para acomodarse a su vida. Cuando haya transcurrido el año, podré decirle la verdad. Además, si tengo suerte, puede que para entonces sea la madre de su hijo. Le dolió mucho que su primera mujer no deseara tenerlos y, ahora que está más cerca de los cincuenta que de los cuarenta años, los hijos serán aún más importantes para él. Será un padre excelente, porque es capaz de reír.

Antes de salir para Byron la había llevado al otro lado del claro, donde pensaba construir su casa, a la vuelta del recodo. Ella descubrió que la cascada caía desde tanta altura que, en un día de invierno, el agua nunca llegaba al fondo del valle sino que formaba remolinos que se desintegraban y llenaban el aire de nubes irisadas. Y, sin embargo, había una inmensa piscina debajo, amplia y tranquila, que más adelante fluía por un angosto desfiladero y se convertía en un río atormentado de cascadas. Una piscina con el color turquesa de la cerámica egipcia, opaco como la leche, denso como un jarabe. Le mostró que el origen de toda aquella agua estaba en una gruta de debajo del barranco, en la que nacía una enorme corriente subterránea.

–Ahí hay un afloramiento de piedra caliza -le explicó él-. Por eso la piscina tiene ese color tan especial.

–¿Y es aquí donde vamos a vivir, en medio de tanta belleza?

–En todo caso, donde yo voy a vivir. Dudo de que estés aquí para verlo. – Su cara se contrajo-. Una casa no se construye en un día, Missy, en especial si la construye uno mismo. No quiero una horda de hombres merodeando por aquí, meándose en la piscina, emborrachándose los sábados y contándoles a todos los curiosos que pasan por aquí lo que ocurre en mi valle.

–Creía que habíamos hecho un pacto de no hablar de mi salud. Sea como sea, no la construirás solo: también tendrás mis manos dijo Missy animadamente-. Estoy familiarizada con el trabajo duro, y la cabaña es tan pequeña que no me ocupará mucho tiempo. Según dijo el doctor, es lo mismo que me quede en cama como que trabaje como un peón. Un día sucederá y ya está.

Cuando terminó de hablar, él la cogió en sus brazos y la besó como si disfrutara haciéndolo, y como si ya le resultara un poco valiosa. Por fin, partieron rumbo a Byron algo más tarde de lo previsto, pero a ninguno de los dos le importó.

Drusilla y Octavia estaban en la cocina cuando Missy entró sin llamar. Se quedaron mirándola estupefactas, intentando asumir todo el esplendor de aquel exótico vestido de encaje escarlata, amén del sombrero inclinado con su desgarbado adorno de plumas de avestruz teñidas de rojo.

No se había convertido en una belleza de la noche a la mañana, pero había adquirido algo que llamaba la atención, y su porte era demasiado orgulloso para ser confundida con una prostituta. De hecho, parecía más una refinada visitante de Londres que una de las moradoras de Carolina Lamb Place. Y no cabía ninguna duda de que el color le sentaba divinamente.

–¡Oh, Missy, estás preciosa! – chilló Octavia, sentándose enseguida.

Missy la besó y besó a su madre.

–¡Qué agradable saberlo, tía! Porque he de reconocer que me siento preciosa. – Y les sonrió triunfante-. He venido a deciros que he me casado -anunció, agitando su mano izquierda antes sus narices.

–¿Quién? – preguntó Drusilla radiante.

–John Smith. Nos casamos ayer en Katoomba.

De repente, ni a Drusilla ni a Octavia les importó que todo el pueblo de Byron lo llamase presidiario o cosas peores; había rescatado a Missy de los múltiples horrores de la soltería y debía ser amado por ello con gratitud, respeto y lealtad.

Octavia no esperó a que se lo pidieran y saltó a poner el agua a hervir, moviéndose con más agilidad y facilidad que hacía muchos años, aunque Drusilla no se percató; estaba demasiado concentrada mirando el anillo de boda de la muchacha, convincentemente macizo.

–La señora Smith -dijo para ver cómo sonaba-. Pues, ¡bendita seas, Missy, suena bastante distinguido!

–¿Dónde está? ¿Va a venir a vernos? – preguntó Octavia.

–Tenía que hacer unas cosas en Byron, pero espera tenerlas solucionadas esta tarde, y quiere conoceros cuando me venga a recoger para llevarme a casa. Creo, madre, que, para aprovechar el día, tú y yo podríamos ir a Byron. Tengo que comprar provisiones y quiero ir a la tienda de tío Herbert a escoger algunas telas para hacerme vestidos. ¡Porque he terminado para siempre con el marrón! No lo emplearé ni para trabajar. Trabajaré con una camisa y unos pantalones de hombre, porque son mucho más cómodos y prácticos y ¿quién va a verme?

–¿No es una suerte que hayas comprado una máquina de coser Singer, Drusilla? – dijo Octavia desde el fogón, demasiado feliz por el rumbo que habían tomado los acontecimientos para preocuparse de los pantalones.

Pero Drusilla tenía algo tan importante en la cabeza que ni las máquinas de coser Singer ni los pantalones podían hacerle sombra.

–¿Podrás pagar todo eso? – preguntó angustiada-. Yo te los puedo confeccionar, pero las telas de Herbert son tan caras, ¡en especial cuando una se sale del marrón!

–Parece que realmente puedo. John me dijo anoche que esta mañana me ingresaría mil libras en el banco. Sostiene que una esposa no tiene que andar pidiendo a su marido cada céntimo que necesita, ni rendirle cuentas del más mínimo gasto. Todo lo que me pidió es que no superase la asignación que me da: ¡mil libras al año! ¿Te imaginas? ¡Y los gastos de la casa van aparte! Puso cien libras en una lata de café Bushell vacía y dice que la irá rellenando y que no quiere ver las facturas. ¡Oh, madre, todavía estoy sin aliento!

–¡Mil libras!

Octavia y Drusilla se quedaron mirando a Missy con respeto y perplejidad.

–Entonces debe de ser un hombre rico -dijo Drusilla, e hizo algunos cálculos mentales tras los cuales comprobó que por fin podría pavonearse delante de Aurelia, Augusta y Antonia. ¡Ja! No sólo Missy había llegado al altar antes que Alicia, sino que además empezaba a parecer que se había llevado al mejor candidato.

–Me imagino que tiene una posición económicamente desahogada -comentó Missy-. Sé que su generosidad conmigo lleva a pensar que es rico, pero sospecho que la verdad es que es un hombre en verdad generoso. Desde luego, nunca, nunca lo pondré en un aprieto por gastar demasiado. No obstante, sí que necesito un poco de ropa decente, que no sea marrón: un par de vestidos de invierno y un par de verano me bastarán. ¡Oh, madre, todo es tan bonito allá abajo en el valle! No tengo ningunas ganas de llevar vida social; tan sólo deseo estar a solas con mi John.

Drusilla mostró de pronto un aire preocupado.

–Missy, es muy poco lo que podemos ofrecerte como regalos de boda. Pero creo, Octavia, que podríamos prescindir de la ternera de Jersey, ¿no?

–¡Naturalmente que podemos prescindir de la ternera! – dijo Octavia.

–¡Eso sí que es un hermoso regalo de boda! Nos encantará la ternera.

–Antes deberíamos enviarla al toro de Percival -dijo Octavia-. Pronto estará a punto, así que no tendréis que esperar mucho tiempo, y con un poco de suerte también os dará una ternera el año que viene.

Drusilla consultó el reloj de la cocina.

–Si quieres pasar por la tienda de Herbert y por la de Maxwell, Missy sugiero que salgamos ya. Y luego, a lo mejor nos da tiempo de almorzar algo con Julia en su salón de té y darle la noticia. ¡La sorpresa que le vamos a dar!

Octavia se retorció suavemente las articulaciones y no experimentó dolor alguno.

–Yo también voy -anunció con firmeza-. No os iréis sin mí un día como hoy. Aunque tenga que arrastrarme a cuatro patas, también voy.

Y así, a última hora de la mañana, Drusilla se paseó por el centro comercial con su hija de un brazo y su hermana del otro.

Fue Octavia quien vio acercarse a la mujer de Cecil Hurlingford por el lado contrario de la calle; la señora Hurlingford era la esposa del reverendo Cecil Hurlingford, ministro de la Iglesia anglicana de Byron, y era temida por todos por su lengua.

–Te mueres de curiosidad, ¿verdad, vieja escoba? – murmuró Octavia entre dientes, sonriendo e inclinándose de manera tan fría y distante que la señora Hurlingford decidió atravesar la calle para ver qué pasaba con el trío Missalonghi.

Entonces Drusilla completó la derrota de la señora Hurlingford soltando una repentina carcajada y señalándola con su tembloroso dedo.

–¡Oh, Octavia, la señora Hurlingford no ha reconocido a Missy! ¡Creo que piensa que nos acompaña una de las mujeres de Caroline Lamb Place!

Las tres mujeres de Missalonghi estallaron en carcajadas y la señora Hurlingford apresuró el paso en dirección al salón de té de Julia para alejarse de aquel descaro alboroto, aparentemente dirigido sólo a ella.

–¡Qué escándalo! – gritó Octavia con entusiasmo.

–Cuanto más, mejor -dijo Missy, entrando en el bazar de Herbert Hurlingford.

Toda la experiencia fue de lo más tonificante, empezando por la expresión pasmada de tío Herbert, que parecía un bacalao cuando Missy se puso a comprar camisas y pantalones de hombre para ella, y siguiendo por el terror atónito de James cuando le pidió metros de tafetán azul lavanda, seda de color de albaricoque, terciopelo de color ámbar y lana color púrpura. Cuando Missy se dirigió a James, Herbert logró recuperarse un poco y tuvo la intención de manifestar sus sentimientos despachando de su local a aquella descarada; pero luego, cuando pagó las compras en oro, cambió de opinión y le cobró con toda humildad. Aunque la visita de Missy lo había dejado perplejo, sólo la mitad de su ser le prestaba atención, porque la otra mitad se preguntaba qué estaría pasando en la planta embotelladora donde se estaba celebrando la asamblea extraordinaria de accionistas. Los Hurlingfords, intrínsecamente comerciantes, habían enviado a Maxwell como representante, reconociendo que tenía la lengua más rápida y viperina, y comprendiendo que lucharía por ellos tanto como por sí mismo. Al fin y al cabo, el negocio tenía que continuar como siempre y, si la planta embotelladora y sus actividades subsidiarias como los baños y el hotel y el balneario comenzaban a ir de capa caída, las tiendas iban a ser mucho más importantes que nunca para sus respectivos propietarios.

–Puedes entregar todo esto en Missalonghi esta tarde, James -dijo Missy con tono solemne, y estampó un soberano de oro en el mostrador-. Toma, esto por las molestias. Y, ya que estamos, puedes pasar también por la tienda de tío Maxwell y recoger mis compras. ¡Vamos, madre, tía Octavia! Vayamos a almorzar con tía Julia.

Las tres mujeres de Missalonghi salieron de la tienda con más empaque y majestuosidad que cuando habían entrado.

–¡Oh, qué divertido es esto! – dijo Octavia ahogando una risa y caminando con casi absoluta normalidad.

Missy también estaba disfrutando, pero de un modo más profundo. Le había impresionado sobremanera descubrir que, en efecto, le habían ingresado las mil libras prometidas en el banco, y aún más el hecho de ser tratada con gran deferencia por Quintus Hurlingford, el director del banco; John Smith le había dado instrucciones de pagarle todos los reintegros en oro, puesto que el depósito había sido en oro. ¡Mil libras!

Bueno, ya tenía las telas para sus vestidos, sus camisas, sus pantalones y, además, varios pares de bonitos zapatos. Verdaderamente, no necesitaba nada más. Si se quedaba con cien libras de aquellas mil, serían más que suficientes hasta que volvieran a asignarle la misma cantidad al año siguiente por la misma época. Después de todo, ¿cuándo había poseído más de uno o dos chelines? En consecuencia, invertiría el grueso de la asignación en comprar una calesa tirada por un pony para su madre y su tía Octavia. El pony no arrasaría su campo como lo haría un caballo más grande, lo podrían manejar sin dificultades y nunca más tendrían que ir andando a todos lados, o que rebajarse a pedir que les enviasen algún medio de transporte. ¡Sí, irían a la boda de Alicia como dos señoras, en una elegante calesa!

Las cien libras que la venta de las acciones le habían reportado a Julia ya habían sido invertidas; la mitad del salón de té estaba vallado con cuerdas y había dos obreros afanados arrancando el papel de las paredes y lijando.

Cuando terminó de disculparse por el desorden, Julia pudo armarse del valor necesario para poder digerir todo el esplendor del atuendo de Missy.

–Son un vestido y un sombrero soberbios, querida -dijo-, pero el color ¿no te parece un poco chillón?

–Completamente -admitió Missy sin avergonzarse-. Pero, oh, tía Julia, estoy tan harta del marrón, y ¿se te ocurre un color más alejado del marrón que éste? Además, me sienta bien, ¿no te parece?

Sí, pero ¿le sienta bien a mi salón de té?, era la pregunta que Julia hubiera querido hacer, pero enseguida decidió que sería imperdonable criticar a su benefactora. Y debido a las obras de remozamiento había pocos clientes; sólo le quedaba confiar en que nadie pensara que había decidido abrir sus puertas a las de Caroline Lamb Place. ¡Ah! ¡Debía de ser eso lo que refunfuñaba la esposa de Cecil Hurlingford! ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío, Dios mío, Dios mío!

Mientras tanto, había llevado a las mujeres de Missalonghi a su mejor mesa, y poco después les servía un surtido de bocadillos y pasteles y una enorme tetera.

–En la pared voy a poner un papel rayado de color crema, dorado y rojo -dijo, sentándose para unirse a sus huéspedes-, y haré tapizar de nuevo las sillas con tela que haga juego, pero más viva. Haré pintar de dorado las molduras del techo y pondré canarios en jaulas doradas y macetas de palmeras por todos lados. ¡Que Los De Al Lado -dijo, inclinando la cabeza con desdén hacia la pared que compartía con el Olimpus Café- se atrevan a competir con esto!

Drusilla había abierto la boca para descargarse anunciando el matrimonio de Missy con John Smith y que John Smith era un hombre rico y no un presidiario, cuando Cornelia Hurlingford irrumpió y se abalanzó sobre ellos, arrastrando tras de sí sus varios lazos de pañuelos, como las plumas de la cola de un pavo real.

Cornelia y Julia vivían juntas en la parte superior del salón de té. El Sauce Llorón, que no era propiedad de Julia. Pagaba un elevado alquiler a su hermano Herbert, quien periódicamente le aseguraba que un día habría pagado lo suficiente -contando los alquileres, la casa y los cinco acres- para comprar el local.

Además de compartir la vivienda, las dos hermanas solteras compartían y degustaban con fruición cada bocado de información que sus ocupaciones públicas les permitían recoger, pero, por lo general, Cornelia, la menos excitable de las dos, debía esperar a que Chez Chapeau Alicia cerrara al fin de la jornada; Alicia no le permitía abandonar la tienda ni un instante mientras estuviera abierta. Estaba claro que, fuera lo que fuese lo que tenía que comunicar, era tan urgente como para correr el riesgo de provocar la cólera de Alicia. Tantas ganas tenía Cornelia de revelar la noticia que el vestido rojo de Missy no le mereció más que una mirada superficial.

–¡Adivinad la noticia! – dijo casi sin aliento, dejándose caer en una silla y olvidando que se suponía que era la elegantísima y respetabilísima jefa de salón de una elegantísima y respetabilísima sombrerería de damas.

–¿Qué? – preguntaron todas, conocedoras de todos estos hechos y por tanto preparadas para un anuncio de tremenda importancia.

–¡Alicia se ha fugado con el chofer de Billy esta mañana!

–¿Qué?

–¡Se ha fugado! ¡Se ha fugado! ¡A su edad! ¡Oh, qué circo se ha montado en casa de Aurelia! ¡Histerias y berrinches por todos lados! ¡El Pequeño Willie casi destrozó la casa buscando a Alicia porque se negaba a creer lo que le decía en la nota que le dejó, y los improperios de Billy resonaban como truenos, porque tenía que ir a una importante reunión en la planta, cuando lo que en realidad deseaba era mandar a la policía detrás de su chofer! Tuvieron que llevar a Aurelia a la cama, más tiesa que una escoba, y llamar a tío Neville, porque había contenido la respiración hasta caer desvanecida; y luego, tío Neville le echó una buena bronca porque le fastidiaba que lo llamasen sin motivo y la llamó niña mimada, con lo que ella se puso a chillar, ¡y todavía sigue chillando! ¡Oh, y Edmund está sentado en una silla con ataque de tics nerviosos, y Ted y Randolph están intentando que se reponga para que pueda ir a la reunión de la planta! Pero lo peor de todo es que Alicia y el chofer se han largado en el coche nuevo de Billy ¡como si fuera suyo!

Cornelia puso fin a su ininterrumpido recital con una estridente carcajada. Missy se unió a ella, y luego una tras otras armaron un espléndido alboroto a costa de los acontecimientos de Mon Repos. Después de aquella catarsis, todas se sentían en un estado de ánimo inmejorable y se dispusieron a saborear con mayor tranquilidad, pero no por ello con menos alegría, la boda de Missy y la fuga de Alicia, así como el almuerzo.

John Smith llegó a Missalonghi poco antes de las cinco, muy satisfecho de sí mismo. Estrechó con mucha afabilidad la mano de su suegra, pero se abstuvo de besarla, un detalle de sentido común que ella aprobó vivamente. Octavia se sintió decepcionada de que también le estrechase la mano, pero tuvo que admitir, después de observarlo con atención por primera vez, que tenía muy buena planta. Desde luego, el traje contribuía a dar aquella sensación, así como el cabello recién cortado y la barba aseada con sumo cuidado. Sí, Missy no tenía de qué avergonzarse en la elección de su compañero, y, para la mentalidad de Octavia, los quince años que le llevaba le daban la edad perfecta para un marido.

También parecía ser un hombre bueno en su interior, pues enseguida se sintió cómodo en la cocina y apreció el buen olor del cordero asado.

–Espero que Missy y usted se queden a cenar -comentó Drusilla.

–Nos encantará -respondió.

–¿Y el camino de vuelta a casa? ¿No será muy peligroso a oscuras?

–En absoluto. Los caballos lo conocen con los ojos cerrados.

Se apoyó en el respaldo de la silla y levantó una ceja mirando a su mujer, que estaba sentada enfrente de él contemplándolo radiante de orgullo, algo que su primera mujer jamás había sentido por él. ¡Qué idiotas eran los hombres! Siempre iban tras las mujeres guapas, cuando, en realidad, su inteligencia debería decirles que apostar por las mujeres sencillas era mucho mejor. Sin embargo, le sentaba bien aquel atuendo rojo; no la había bella, ni guapa, pero sí interesante. De hecho, le daba el aspecto del tipo de mujer que la mayoría de los hombres desearía conocer para descubrir cómo es en su interior. Atractiva, incluso con su nariz algo irregular. Y al verla sentada allí, rebosante de vida, se le hacía difícil creer que podía morirse en cualquier momento. Su corazón le dio un vuelco, provocándole una extraña sensación. ¡Mañana, mañana! ¡No pienses en ello hasta que suceda! ¡Estás empezando a obsesionarte con eso, y no debes hacerlo! ¡No pienses en su sentencia de muerte como una venganza cósmica hacia ti!

Tal vez si pudiera hacerla muy feliz, no sucedería. Existían los milagros; había visto uno o dos en sus viajes. Haberse librado de su mujer, sin lugar a dudas, caía dentro de la categoría de milagro.

–Señoras, quiero hablar con ustedes -dijo John Smith, apartando su mirada y sus pensamientos de su mujer.

Tres rostros se dirigieron a él con interés. Drusilla y Octavia dejaron de trastear en la cocina y se sentaron.

–Ha habido una asamblea extraordinaria de accionistas en la Compañía Embotelladora de Byron -dijo-. La dirección ha cambiado de manos. De hecho, ha pasado a las mías.

–¡Tú! – exclamó Missy-. Entonces, ¿eras tú el comprador misterioso?

–Sí.

–Pero ¿por qué? ¡Tío Billy dijo que el comprador misterioso había invertido tanto dinero en comprar las acciones que jamás podría recuperarlo! ¿Por qué lo hiciste, entonces?

Él sonrió, pero no de manera atractiva; por primera vez desde que lo había conocido, Missy vio un John Smith que podía ignorar el significado de la palabra piedad. Ni la asustó, ni la cogió desprevenida; más bien le gustó. Aquél no era un derrotado que se refugia de las incesantes presiones de la vida, no era un enclenque. Su aspecto exterior era tan encantadoramente flexible y tenía tan buen carácter que había gente que podía confundir aquello con debilidad, aun después de conocerlo muy bien, incluso en la intimidad. ¿Eso había sucedido con su primera mujer? Sí, podía comprender que una esposa pudiera llegar a subestimarlo, si era bastante estúpida y egocéntrica.

Pero estaba respondiendo a su pregunta, así que le prestó atención.

–Tenía una cuenta que saldar con los Hurlingford. Excluidas las presentes, por supuesto. Pero, en conjunto, he comprobado que los Hurlingford están henchidos de una maldita vanidad y convencidos de que sus orígenes casi nobiliarios, que se remontan a los primeros colonizadores ingleses, los colocan en una posición muy superior a la de gente como yo, que aún conservo el chirrido de los grilletes por parte de mi madre y soy completamente judío por parte de padre. Reconozco que me propuse ir tras los Hurlingford, sin importarme cuánto podía costarme. Por fortuna, tengo suficiente dinero para comprar una docena de Compañías Embotelladoras sin notar la diferencia.

–Pero tú no eres de Byron -dijo Missy atónita.

–Cierto. Sin embargo, mi primera mujer era una Hurlingford.

–¿De veras? ¿Cuál era su nombre? – preguntó Drusilla, que era una de las expertas del clan en genealogía de los Hurlingford.

–Una.

Por suerte, Drusilla y Octavia estaban demasiado absortas en lo que decía John Smith, y éste demasiado interesado en decirlo, para que prestaran atención a Missy, que se había quedado paralizada, como una piedra, incapaz de mover la más mínima parte de su cuerpo. Una. ¡Una!

¿Cómo podían su madre y su tía quedarse indiferentes oyendo aquel nombre, si la habían conocido y habían estado charlando con ella en aquella misma casa? ¿No se acordaban de las galletas, los documentos?

–¿Una? – se repetía Drusilla-. Veamos…Sí, tiene que haber sido una de las hijas de Marcus Hurlingford, de Sidney, con lo cual, Livilla Hurlingford sería prima carnal suya y su pariente más cercana aquí en Byron. ¡Caramba! No la conocí, pero claro, murió hace mucho. Se ahogó por accidente, ¿no?

–Sí -dijo John Smith.

Así que era eso. Por eso relucía. Por eso, cada vez que Missy la había necesitado, había estado presente. Por eso habían sucedido tantos pequeños incidentes fortuitos en la biblioteca. La serie de novelas hasta llegar a la de la muchacha que muere del corazón. Las acciones encima del mostrador. Los formularios de poderes. Una, la oportuna y correcta juez de paz. Su atrevimiento y su alegre despreocupación, tan enormemente atractivos para una persona reprimida como había sido Missy. El vestido y el sombrero escarlatas idénticos a como se los había imaginado Missy y la talla exacta. El peculiar significado que solía dar a todas sus palabras, de manera que había caído sobre Missy, como gotas de agua sobre un terreno reseco, y habían germinado en abundancia. Una. ¡Oh, Una! Querida, radiante Una.

–Pero desde luego, su nombre de casada no era Smith -decía Drusilla en aquel momento-. Era mucho menos corriente. Como Cardmon o Terebinth, o Gooseflesh. Era un hombre muy rico, ahora lo recuerdo, y ése fue el único motivo por el que el segundo sir William aprobó el matrimonio. Sí, me figuro con qué desprecio lo habrán tratado, si hubiera sido usted.

–Era yo y, en efecto, me despreciaron.

Nosotras -dijo Drusilla, extendiendo la mano para coger la suya- estamos encantadas de darle la bienvenida a esta rama de la familia, mi querido John.

El John Smith duro había desaparecido, pues la mirada posada sobre su suegra era tierna y a la vez divertida y gentil.

–Gracias. Como es natural, me he cambiado el nombre, y preferiría que no comentaran esta vieja historia.

–No saldrá de Missalonghi -dijo Drusilla, y suspiró, suponiendo que se habría cambiado el nombre para romper con los recuerdos dolorosos.

Era evidente que las ramificaciones sórdidas que Missy sabía por boca del propio John no formaban parte de la historia de los Hurlingford de Byron.

–Pobrecilla, ahogarse así -dijo Octavia, sacudiendo la cabeza-. Debió de ser un golpe duro para usted, John. Sin embargo, estoy muy contenta de que los acontecimientos hayan tomado este rumbo, incluida la planta embotelladora. ¿Y no es curioso que se vuelva a casar con una Hurlingford?

–Hoy me ha servido de gran ayuda -dijo John Smith con serenidad.

–Haya Hurlingfords y Hurlingfords, como sucede en todas las familias -dijo Drusilla con razón-. Tal vez Una no resultó la esposa adecuada para usted, por lo que quizá fuese mejor que muriese joven. En cuanto a Missy…, yo creo que lo hará feliz.

Él sonrió y alargó su brazo por encima de la mesa para coger la mano fría y húmeda de Missy.

–Sí, yo también lo creo.

Consiguió besar aquellos dedos temblorosos a pesar de la distancia que los separaba, y luego soltó la mano y concentró toda su atención en Drusilla y en Octavia.

–De todas formas, ahora que controlo la Compañía Embotelladora Byron y sus industrias subsidiarias, deseo realizar algunos cambios que se necesitan hace tiempo. Como es lógico, yo desempeñaré el cargo de presidente del consejo de administración y Missy será mi vicepresidente, pero necesito ocho consejeros más. Lo que busco es un grupo de individuos dinámicos y dedicados a los que les preocupen tanto el pueblo y la gente de Byron como la propia planta embotelladora. Hoy he recibido los votos necesarios para poder reestructurar el consejo de la forma que desee, y quiero hacer algo tan novedoso que, cuando he anunciado mis intenciones, ¡he adquirido algunas acciones más! Sir William, Edmund Marshall, los hermanos Maxwell y Herbert Hurlingford y una docena más me vendieron las suyas al término de la reunión. Su rabia ha podido más que su buen juicio, lo que viene a corroborar lo que he sospechado hace tiempo: son estúpidos. ¡La Compañía Embotelladora de Byron va a ser más grande y mejor! Va a estar más orientada a la comunidad y diversificará sus intereses. – Se rió y se encogió de hombros-. ¡Bueno, ya no hay por qué seguir la política de sir William Hurlingford ¡Quiero mujeres en mi consejo, y quiero empezar por ustedes dos y las señoritas Julia y Cornelia Hurlingford. Todas ustedes han sabido hacer frente a las dificultades de forma ejemplar y no cabe duda de que no les falta valor. Empezar con un consejo de administración integrado por mujeres puede parecer un punto de partida muy radical, pero, en mi opinión, la mayoría de los consejos ya están compuestos por mujeres, mujeres de edad. – Levantó aquella ceja mágica mirando a Drusilla y a Octavia, que lo escuchaban enmudecidas-. ¿Y bien? ¿Les interesa mi oferta? Por supuesto, se les remuneraría cómo consejeros. El consejo precedente pagaba cinco mil libras anuales a cada consejero, aunque les advierto que yo rebajaré esta cifra a dos mil libras.

–¡Pero no sabemos qué tenemos que hacer! – exclamó Octavia.

–La mayoría de consejeros no lo saben, o sea que no es una desventaja. El presidente es John Smith, recuérdenlo, y John Smith les enseñará todos los trucos. Cada una de ustedes se ocupará de un área determinada y estoy convencido de que enfocarán los problemas antiguos con ojos nuevos y los nuevos problemas con una falta de ortodoxia que un consejo ordinario no podría igualar. – Miró a Drusilla con aire severo-. Estoy esperando su respuesta, madre. ¿Va a integrarse en mi consejo de administración o no?

Drusilla cerró con un chasquido la boca, que aún conservaba abierta por la sorpresa.

–¡Oh, desde luego que sí! Y las otras también, yo me ocuparé de ello.

–Bien. En ese caso, el primer punto que tenemos que resolver será a quién nombramos para cubrir los cuatro puestos restantes. ¡Recuerden: quiero mujeres!

–Debo de estar soñando -dijo Octavia.

–En absoluto -dijo Drusilla en un tono de lo más majestuoso. Esto es real, hermana. Por fin las mujeres de Missalonghi han sido reconocidas.

–¡Qué gran día! – suspiró Octavia.

Y, desde luego, lo fue. Lo que quedaba de él transcurrió afuera, en la parte trasera de la casa, que miraba hacia el oeste, igual que la silla donde estaba sentada Missy. Veía en lo alto los grandes listones de nubes empujadas por el viento teñirse de escarlata como su vestido, y, al fondo, el firmamento de un color verde manzana y los árboles frutales del huerto cubiertos de flores; una lluvia de blanco y rosado, todavía más rosado bajo aquel hermoso sol menguante. Pero su mente y sus ojos, por lo común tan receptivos a la belleza natural del mundo, no estaban inmensos en aquel esplendor. Porque Una estaba de pie en el umbral de la puerta, sonriéndole. Una. ¡Oh, Una!

–No se lo digas nunca, Missy. Déjale creer que su amor y sus cuidados te curaron. – Se le escapó una risa traviesa-. Es un hombre encantador, querida, ¡pero tiene un genio terrible! No es propio de ti provocárselo, pero no tientes al destino diciéndole la verdad sobre tus problemas de corazón. A ningún hombre le gusta ser el muñeco de una mujer, y él ya ha tenido una amarga experiencia en este sentido. Así que recuerda lo que te digo: no se lo digas nunca.

–Te vas -dijo Missy desolada.

–¡Ahora mismo, querida! Ya he cumplido la misión que me encomendaron y ahora me voy a tomar un bien merecido descanso en la nube más blanda, más grande, más rosa, más achanpañada que encuentre.

–¡Sin ti no podré, Una!

–¡Tonterías, querida, por supuesto que puedes! Sólo se buena, sobre todo en la cama, y no te podrá ir mal. Es decir, siempre que hagas caso de mi advertencia: nunca le digas la verdad.

El halo exquisito que surgía del interior de Una se fundió con los últimos rayos de sol; se quedó un momento de pie en el umbral atravesada por la luz, y luego desapareció.

–¡Missy! ¡Missy! ¡Missy! ¿Estás bien? ¿Te duele algo? ¡Missy, por el amor de Dios, contéstame!

John Smith estaba de pie inclinado sobre ella, frotándole las manos con una mirada de horror clavada en sus ojos. Ella consiguió sonreírle.

–¡Estoy muy bien, John, de veras! Ha sido el día. ¡Demasiada felicidad!

–Será mejor que te acostumbres a sentir demasiada felicidad, amor mío, ¡porque te juro que te voy a ahogar en ella! – dijo, y, recobrando el aliento, prosiguió-: Eres mi segunda oportunidad, Missalonghi Smith.

Una brisa fresca entró por la puerta abierta y, justo antes de que Drusilla llegara a cerrarla, susurró sólo para Missy:

–¡No se lo digas nunca! ¡Oh, por favor, nunca se lo digas!