XVI
Camulodunum
Camuloduno, colonia romana
Territorio de los trinovantes
Principios de julio del 61 d. C.
Así, cuando acudas a la batalla, acuérdate de tus antepasados y de tus descendientes.
PUBLIO CORNELIO TÁCITO
El tiempo, en Camuloduno, se había detenido de forma repentina, con el calor estival de las últimas horas de la mañana. Las calles, de costumbre abarrotadas de gente atareada, se encontraban silenciosas y vacías. Tito Ulcio Falcidio había dispuesto sus pocas fuerzas y mantenía bajo control los acordonamientos en las vías principales. De la ciudad salían y entraban continuamente exploradores a caballo, que lo mantenían informado sobre los movimientos de los rebeldes. Las noticias eran muy alarmantes.
Según los últimos reconocimientos militares, la estimación del número de probables asaltantes había pasado de algunos miles, como era con anterioridad, a algunas decenas de miles. Para agravar aún más la situación, estaba el hecho de que, además de los trinovantes provenientes del oeste, había también un nutrido grupo de icenos que llegaban del noreste. Amordazarían la ciudad. Quien había podido ponerse a salvo ya lo había hecho, quien no había creído que el peligro fuera tan grave e inminente, o había confiado en que se trataba de exageraciones, se había encerrado en casa o se había refugiado en la zona del templo, donde se estaban agolpando los civiles. Entre ellos, había varios nobles trinovantes, que se habían ofrecido a negociar con los rebeldes para pactar unas condiciones razonables. En efecto, muchos nativos de aquellas tierras no habían abandonado la ciudad porque se negaban a creer que los insurgentes podrían atacar a gente de su propia sangre, sobre todo en aquel lugar, que era una fuente de riqueza para toda la región.
Sobre el silencio irreal de las calles soplaba la brisa marina, que subía del puerto ya desierto. Hasta la más maltrecha de las barcas de pesca había zarpado para buscar en otra parte alguna esperanza más sólida. Ahora ya no era posible dejar la ciudad sin arriesgarse a tropezar con las bandas de rebeldes, y quien en los días precedentes había vacilado ahora era prisionero a su pesar de la colonia Claudia, la Ciudad de la Victoria.
Las noticias confusas y las opiniones encontradas no habían hecho más que sembrar dudas y atizar las controversias. En muchos existía, además, la convicción de que, con la inminente llegada de la Novena Legión, los rebeldes se dispersarían como hojas al viento y, de este modo, el peligro se desvanecería como un fuego de paja. Todos sabían que la Hispana estaba en marcha. Tito Ulcio Falcidio había mandado varios correos al legado, y de un momento a otro aparecerían a lo lejos las enseñas de la legión, que representaban a Neptuno. La evidencia ya se había difundido, solo era preciso sostenerla con la esperanza y con la voluntad de resistir durante el tiempo necesario.
Como soldado experto, Tito Ulcio Falcidio sabía que llega un momento en que las expectativas deben ajustar las cuentas con la realidad, en que el latido del corazón se hace más intenso por la repentina conciencia de las fuerzas que se ponen en liza. Y ese momento llegó cuando vio una nube de polvo que ondulaba en la brisa estival, llenando el horizonte. Por un instante sintió que todo estaba perdido y tuvo ganas de dejar que todo siguiera su curso.
No había rastro de las enseñas de la Novena, en aquella multitud en movimiento. Un centurión lo alcanzó a la carrera.
—¡Están llegando, prefecto!
Falcidio asintió. Luego miró a su subalterno. Era uno de los hombres que había dispuesto sobre el otro lado de la ciudad. Por lo tanto, se refería al propio sector y no a lo que se entreveía desde su punto de observación. Bajó del tejado y siguió al centurión, pasando por la explanada del templo hasta alcanzar el lado este de la ciudad. La gente corría desesperada y los soldados se apretaban, hombro con hombro, para bloquear el camino de acceso.
Y finalmente los vislumbró, en la llanura que bordeaba el río. Eran miles y estaban parados, dispuestos para el asalto final. En las primeras filas había carros y jinetes, el resto se perdía en una mole oscura punteada por el brillo de centenares de lanzas.
«Estamos rodeados —pensó Falcidio—. Estamos rodeados y somos demasiado pocos para intentar cualquier táctica». Miró la calle desierta a sus espaldas, la que conducía al templo, y comprendió que, si los britanos hubieran penetrado incluso solo por una de las ocho vías en las que había puesto vigilancia, se habría producido un colapso completo. Con un nudo en la garganta, vio sobre los tejados a los pocos arqueros que tenía, más todos los civiles y muchachos que había conseguido reunir. Deberían lanzar algo contra los enemigos, empezando por las piedras que habían acarreado y acabando por las tejas, que desprenderían una a una. Solo un milagro podría salvarlos. Miró al centurión y asintió, luego le tendió la mano.
—No deben pasar. Cuento contigo y con los tuyos.
—Así será.
Tito Ulcio Falcidio se volvió y vio a Quinn, joven hijo de un acomodado comerciante de la ciudad, que no había querido abandonar a sus ricos clientes y su destino. Empuñaba una bella espada y un pequeño escudo de cuero. Le sonrió y le puso una mano en el hombro para darle las gracias, después se encaminó sin decir nada hacia el templo, con el amargo sabor de la muerte en la boca. He aquí su destino: mostrar cómo un romano sabía resistir y morir por su ciudad, por un fragmento de Roma que tenazmente quería germinar y florecer en aquella tierra, a miles de millas de la urbe.
Llegó a la escalera y subió. En lo alto encontró a Torcuato que, como un veterano lleno de condecoraciones, miraba las calles débilmente vigiladas.
—Hoy, Torcuato —le dijo con una media sonrisa—, puedes comprobar personalmente qué sucede cuando se atribuye un cargo importante a un idiota.
El decurión lo miró sin entender y Falcidio aclaró su pensamiento:
—Ese hijo de perra de Deciano tira la piedra y se esconde, dejando que sean otros los que mueran en la tempestad que ha provocado.
—¡El fuerte de Camulos! —gritó Boudica—. Es el nombre que los antepasados dieron a un pequeño fuerte, que surgía allí donde ahora sobresale una montaña de piedras blancas, excavadas con la sangre y el sudor de nuestra gente.
Miles de guerreros la miraron en silencio, el viento acariciaba sus espaldas desnudas y los pechos palpitantes, acalorados y nerviosos. Rostros pintados de turquesa, pelo embadurnado de cal que los hacía similares a espectrales puercoespines. Lanzas, espadas, horcones, escudos, hoces, cuchillos, piedras… todos blandían algo para golpear, herir, matar, para escribir su nombre con sangre en aquella historia. Boudica recorrió la alineación, conduciendo un carro de guerra. Junto a ella, sus inseparables hijas, que observaban a la multitud, mudas, como una advertencia viva.
—Aquella montaña de piedras blancas sobresale por encima de una montaña de muertos, nuestros muertos, que hoy al fin están aquí para vengarse.
Se elevó un estruendo de aclamaciones.
—Allí se anidan quienes han usurpado nuestras tierras, ultrajado a nuestras madres y esclavizado a nuestros padres. Allí anidan quienes quieren mandar a nuestros hijos a morir en tierras lejanas, por el emperador de Roma.
Los hombres agitaron las armas, lanzando insultos furiosos contra la ciudad, pero sus alaridos se aplacaron para dejar paso a la voz aguda de la reina.
—Allí anidan quienes me han azotado y quienes han violado a mis niñas.
Un rítmico redoble de armas golpeando los escudos se alzó en el aire, acompañado por el alarido de miles de gargantas. Boudica señaló la ciudad, con los ojos verdes encendidos en el rostro pintado de azul, y aulló con todo el aliento que tenía en el cuerpo:
—¡Allí anidan todos esos, y nosotros estamos aquí para desanidarlos, y para luchar contra ellos, y, al luchar, encontrar la fuerza para gritarles a la cara que somos libres y que estamos orgullosos de serlo!
El fragor ensordecedor se extendió por la llanura, propagándose hacia la colonia. Ethrig desenvainó la espada e hizo encabritar el caballo. Entre relinchos nerviosos y resonar de cuernos, los jinetes partieron a la carga, los carros se movieron y los guerreros empezaron a correr, todos juntos, hacia la gloria que les esperaba, tan cercana que parecían sentir su respiración.
En el calor estival que se levantaba desde los campos aparecieron las siluetas temblorosas de los caballos lanzados al galope, con las crines ondulantes. Entre los terrones que saltaban de debajo de las ruedas, los carros de guerra se estremecían, cada uno con su auriga con el cuerpo pintado, que aullaba, azotando las bestias. El rumor llegó inmediatamente después, traído por el viento; ruidos sobre la tierra, gritos exaltados, latigazos y relinchos excitados, una extraña y terrible disonancia imposible que no se podía confundir con nada más.
Era el canto de guerra de los dioses.
Caballos y hombres en una carrera sin aliento, ansiosos por llegar todos juntos a la cita con el destino. Se empujaban hacia delante a miles, en una orgía de poder, valor y sed de sangre. Destinos venidos de lejos, esperanzados por una vida mejor, dispuestos a morir con tal de tenerla. Estos eran los hombres de Boudica que estaban atravesando aquel campo delante de la colonia Claudia. En la aglomeración de las primeras filas, montando sus magníficos sementales, Cathmor, Rhuadri y Ethrig estuvieron entre los primeros en saltar los recintos de los huertos e insinuarse entre las viviendas, las primeras salpicaduras de una inundación que borraría la Ciudad de la Victoria.
A cien pasos de ellos, el primer acordonamiento romano los esperaba con pie firme. Desde los tejados de las casas comenzó el lanzamiento de piedras sobre los atacantes, que llegaban al galope, incrustados en las calles.
El centurión gritó que prepararan los pila, pero cuando se volvió para dar la orden de tirar advirtió cierta confusión en las filas. Los nativos se habían separado de los veteranos. Un optio los alcanzó a toda prisa, como el perro pastor que reúne al rebaño asustado. Trató de que cerraran filas agitando el bastón de pomo plateado, pero uno de los britanos se volvió, de golpe, y le atravesó la garganta con la espada. Era Quinn, el Lobo Cazador. El optio lo miró, asombrado, con los ojos desencajados, vomitando sangre, luego cayó de rodillas, y un segundo guerrero le clavó la lanza en la espalda. El optio se abatió hacia delante sobre el empedrado. El charco de sangre bajo su cuerpo anunció al primero en caer en la toma de Camuloduno.
En el estruendo ensordecedor, las jabalinas se alzaron hacia el cielo y cayeron sobre los caballos que galopaban, diezmando a varios que se desplomaron en el suelo con sus jinetes. Bestias y hombres chocaron contra las primeras filas romanas, que resistieron con agitación el choque. Entretanto, a sus espaldas, buena parte de los soldados locales cambiaba de bando, poniéndose de parte de los insurgentes. Los caballos comenzaron a patear, aterrorizados; los asaltantes que no fueron atravesados o aplastados se levantaron y se abalanzaron contra sus escudos. Hubo unos pocos instantes de resistencia confusa y salvaje, apenas coordinada, después el bloqueo se disgregó, atrapado entre dos fuegos, el pánico se propagó entre las filas en un relámpago y la presión de los britanos lo arrolló todo y a todos, como la crecida de un río. Las calles se llenaron tanto que, en algunos tramos, los guerreros ya no podían avanzar, mientras piedras y tejas llovían desde lo alto. Furiosos, los atacantes empezaron a irrumpir en las casas, destruyéndolo todo y matando al instante a cualquiera que encontraran. Por doquier resonaban gritos de muerte y de triunfo, embestidas de cuerpos y de corazas, y chirridos de hierro contra hierro, confundidos con el salvaje relincho de los caballos espantados. Llantos de niños y gritos de mujeres se perdieron en el tumulto de hombres que desahogaban su deseo de revancha. Años de odio e intolerancia encontraban un contrapeso en aquella escalada de brutalidad, un primer sorbo de agua después de la travesía del desierto. Pero no podía bastar, la sed era demasiado grande, y se necesitaba más sangre para apagarla.
Los enfrentamientos se extendieron por los tejados y, a menudo, atacantes y defensores caían abrazados sobre la multitud. Algunos habitantes irreductibles que resistían fueron ofrecidos a las llamas, junto con sus casas. El cielo de Camuloduno comenzó a oscurecerse por el humo, mientras la humanidad se oscurecía por el odio. Odio que alimentaba una crueldad cada vez más perversa, que crecía desmesuradamente. Quien caía vivo en las manos de los asaltantes hallaba la muerte después de una agonía atroz, entre mutilaciones, torturas y vejaciones.
Tito Ulcio Falcidio conminó a los suyos para que se encerraran en el templo, mientras intentaba abrirse paso entre la multitud presa del pánico, dirigida al único refugio que podía ofrecer una esperanza de salvación. La defensa de la ciudad había cedido en pocos y febriles minutos y en las calles cobraba fuerza una trifulca confusa, en la que era imposible distinguir entre amigos y enemigos.
—¡Vamos, vamos, adentro, rápido! —gritó Falcidio, desde lo alto de la escalinata que subía al templo, señalando la puerta. Contempló con dolor la ciudad que le había sido confiada. Cada vez más casas estaban en llamas, las calles estaban invadidas por una horda asesina que hacía estragos entre sus soldados. Contempló, y vio, mudo e impotente. Vio a algunos de los soldados mandados por Deciano que buscaban en vano una escapatoria, rodeados y acosados por centenares de rebeldes. Más allá, vio a un grupo de veteranos, con las espaldas contra el muro de una casa, que vendían cara la piel, llevándose por delante la mayor cantidad de britanos posible antes de caer uno a uno. Una ráfaga de viento le echó en la cara el acre olor del humo. Falcidio se sacudió y se volvió hacia el teatro, que tenía el tejado envuelto en llamas. Ya no se podía hacer nada, solo dejar entrar al mayor número posible de gente en el templo. Miró a los supervivientes que huían y que estaban llegando e hizo un rápido cálculo de la capacidad del edificio: el templo era enorme, pero solo podría acoger a una parte de aquellos desesperados. Los demás solo encontrarían un portal atrancado.
Mientras estaba a punto de entrar, vio a una anciana enjoyada cayendo en medio de la escalinata. El prefecto envainó la espada, volvió atrás y bajó deprisa las escaleras, abriéndose paso entre la multitud. Se inclinó sobre la mujer, que tenía la boca ensangrentada y la mirada atónita. La anciana sintió que la levantaban dos brazos fuertes y notó el metal de la coraza. Miró al soldado que la había ayudado a levantarse y encontró la fuerza de sonreír en señal de gratitud por un pequeño gesto generoso en medio de tantos horrores. Falcidio la llevó consigo; después, sin volverse, dio la orden de cerrar el portal. Los soldados echaron a las personas de la entrada a golpes de lanza, entre gritos de desesperación. La enorme puerta de madera se cerró, dejando el estruendo en el exterior. El interior se llenó de llantos histéricos y de gritos de quienes esperaban encontrar allí, vivo, a un pariente o amigo.
Falcidio miró alrededor, hasta localizar a Torcuato.
—Ya sabes qué hacer —le dijo.
Después susurró algunas órdenes a sus hombres de confianza y, junto a ellos, alcanzó la escalera que conducía al sótano e hizo que un cordón de soldados la vigilara. El decurión de Deciano miró al prefecto desapareciendo entre la gente, luego reunió a un manípulo de asustados supervivientes y los dispuso delante del portal. Los hombres permanecieron con los ojos dirigidos hacia los grandes batientes en bronce y madera maciza, agotados, sabiendo qué les esperaba más allá de aquella efímera salvación.
Ayudando a la anciana, Tito Ulcio Falcidio bajó las escaleras de la galería que llevaba a los cimientos del templo. Al final de los peldaños atravesaron una maciza puerta de bronce, iluminada por una lámpara de aceite, y entraron en las vísceras del templo, bajo bóvedas que sostenían el peso de enormes muros de al menos diez pies de espesor. Falcidio miró alrededor y llamó a su asistente.
—Cuarenta personas, no más —le dijo—. Los veteranos y sus familiares. Luego haz entrar a los nuestros y cierra.
El asistente salió, Falcidio y la mujer se quedaron solos, los ruidos se atenuaban por el espesor de los muros y por el laberinto de corredores.
—Gracias.
—Quisiera haber podido hacer más. ¿Y los tuyos? —le preguntó el prefecto.
La mujer inclinó la cabeza, sacudiéndola apenas.
—¿Moriremos todos?
Falcidio se pasó la mano por el corto cabello encanecido, buscando una respuesta.
—Si no llega pronto la Novena Legión…
Hizo un vago gesto con la mano, cuyo sentido era claro.
—¿Por qué has salvado a una vieja?
El oficial sonrió.
—Me has recordado a mi madre y a las damas que frecuentaban la casa de mis padres cuando solo era un niño. Nunca habría pensado, en un día tan terrible, que volvería a ver en la mirada de una desconocida los momentos más hermosos de mi infancia —dijo. Y al oír unos pasos que se acercaban a toda prisa, añadió—: Quisiera que alguien se detuviera e hiciera lo mismo por mi madre en un momento como este.
La mujer le cogió la mano y le acarició el dorso. Lo miró, conmovida.
—Estará muy orgullosa de haber engendrado un hijo como tú.
El asistente apareció en la luz amarillenta de la lámpara, seguido por algunos veteranos que avanzaban con la cabeza gacha, a causa de los techos bajos. Había algunas mujeres con sus hijos en brazos y varios hombres que tenían escritas en el rostro historias de una vida en las legiones. El aire húmedo se hizo cálido y pesado. Falcidio señalaba poco a poco a los presentes dónde podían sentarse. Cuando vio que ya no quedaba más sitio, hizo una señal a la guardia.
—Cerrad la puerta.
La llama de la lámpara tembló. Un ruido sordo señaló que la puerta de bronce había sido cerrada. Sobre las galerías casi oscuras cayó un silencio irreal, apenas roto por el llanto de un niño y los sollozos sofocados de algunas madres.
—Escuchadme bien —dijo Falcidio—. Necesitarán tiempo para abatir la puerta. Si los dioses quieren, Petilio Cerial llegará con sus legionarios antes de que lo consigan.
Algunos miraron, temerosos, los techos abovedados. Sabían que, un poco más arriba, en el interior del templo, aún se amontonaban centenares de personas. Animales atrapados, como ellos.
Cathmor subió a caballo la escalinata del templo y fue uno de los primeros en llegar a la majestuosa columnata que rodeaba la celda interior. Algunos empezaron a descerrajar hachazos sobre las columnas, con un inútil furor; otros treparon rápidos por un andamio junto al templo y, una vez alcanzado el tejado, gritaron exultantes. Camuloduno, observó, había caído en sus manos en menos de una hora. Había sido tan sencillo y rápido que aún le costaba creerlo. El rey Rhuadri lo alcanzó en la cima de la escalera, con una mueca de satisfacción en el rostro, y le ofreció un abrazo viril, mientras todo el sagrado recinto se llenaba de icenos y trinovantes. La ciudad se había convertido en una presa que había que descarnar hasta el hueso. Los nuevos amos de la ciudad se habían desperdigado por las casas y los edificios públicos en busca de botín. De vez en cuando descubrían algún superviviente escondido en un sótano y lo arrastraban fuera para torturarlo hasta la muerte entre el alborozo general.
De la multitud emergió la cabellera leonada de Boudica, que se abría paso conduciendo su carro, entre aclamaciones. Bajó de este y un grupo de jóvenes guerreros con el torso desnudo la escoltó hasta arriba de las escaleras. La mujer se dirigió a la heterogénea masa de guerreros que silabeaba su nombre. Abrió los brazos para estrecharlos a todos. El estruendo era ensordecedor, y de todos aquellos cuerpos emanaba un calor que casi amenazó con arrollarla. Apretó los puños y elevó la mirada al cielo, reclamando el testimonio de los dioses. El camino que Andrasta le señalaba, ahora, estaba al fin claro.
—¡Estoy orgullosa de vosotros!
Había gritado, pero pocos la oyeron. Se habían detenido a aclamarla, pero la mayoría ya habían vuelto a la caza de cabezas y botín. El sabor de la sangre enemiga había encendido los ánimos y se necesitaría tiempo para apagar el incendio. Boudica pensó que era justo que fuera así y que, después de diecisiete años, era preciso dejar que se ensañaran con los opresores y con sus posesiones.
La reina volvió la espalda a la multitud y por primera vez observó de cerca las altas columnas. Se detuvo como aturdida delante de aquella floresta de piedra blanca, que quería alcanzar el cielo a toda costa. Nunca había visto nada similar y, por un instante, se preguntó cómo había sido posible construirla. No terminaba de comprender la sabiduría arquitectónica que había detrás de aquella estructura compleja y equilibrada, pero percibió su inmensa fuerza y se espantó. Debía destruir aquella obra. Aunque fuera solo para demostrar que un pueblo al que le faltaba la capacidad de construir semejante monstruo de piedra no carecía de la fuerza de voluntad necesaria para abatirlo. Si lo conseguían, se sentirían más fuertes que quienes lo habían erigido. Estaba segura de que también Andrasta quería ver borrado aquel insulto a Camulos.
—¡Abatámoslo todo! —gritó Boudica, señalando el templo.
Una sensación de calor se deslizó de la garganta al estómago y luego se difundió por los miembros. Los dedos se estremecieron, y Aquila parpadeó repetidamente, pero sin conseguir ver. Una mano le estaba sosteniendo la cabeza y alguien vertía en su boca algo caliente y dulce. Cuando logró centrar sus ojos, vio el rostro de un viejo con barba que sostenía una escudilla junto a sus labios. El romano sintió en torno el calor de una capa de lana, oyó el chisporroteo alegre de un fuego y después vislumbró, más allá del humo, el rostro sonriente de Marcelo. Y, por primera vez después de mucho tiempo, tuvo una sensación de seguridad, como si finalmente pudiera bajar la guardia. Apenas terminó de beber, cerró los ojos y se acurrucó en la capa, durmiéndose casi de inmediato.
Lo despertó un escozor en el hombro. Eran las manos del viejo, que desprendían del hombro herido el trapo sucio, lleno de sangre coagulada.
—¿Quién eres?
El viejo no respondió.
—Te he preguntado quién eres.
—Alguien que está curando a un herido. Aprieta los dientes, ahora, porque vas a sentir dolor.
Una dentellada le atenazó el cerebro y Aquila gimió; después la sensación se atenuó, pero sin desaparecer.
—¿Qué es?
—Un ungüento que hará que salgan los fluidos malignos y se recomponga la carne.
Aquila se miró el hombro. El viejo le pasó un paño mojado sobre la frente, para limpiar y refrescar la lívida hinchazón del ojo. Mientras el viejo seguía curándolo notó que conseguía sostenerse con el brazo. Debía de haber sudado mucho porque estaba empapado, pero se sentía mejor, como si le hubieran devuelto las fuerzas.
—¿Dónde está Marcelo?
—Le he pedido que vaya a buscar agua —respondió el viejo—. Debo prepararte otra infusión.
—Tu latín delata un acento de esta zona.
—Soy iceno.
Aquila lo observó mejor.
—Y también eres un druida, ¿verdad?
Ambigath apartó la mirada de la herida para fijarla en los ojos del romano.
—Mi nombre es Ambigath, de la tribu de los icenos. Solo soy un viejo mercader de caballos que ha visto de todo en este mundo y sabe cómo curar pequeñas heridas.
—Mi nombre es Aquila.
—Lo sé.
—También sabes preparar infusiones.
—¿Quién no sabe hacerlo?
—Yo.
Tras un rumor de pasos, Marcelo apareció entre los relucientes helechos y le sonrió.
—Bien despertado, comandante.
Tendió la cantimplora llena al viejo, que dio la espalda a Aquila y se puso a maniobrar a escondidas.
El muchacho se acurrucó delante del veterano.
—¿Cómo te sientes?
—Cansado, tengo sueño, pero estoy mejor.
Una sonrisa apareció sobre el rostro sucio.
—Él era el loco que había encendido el fuego. ¿Recuerdas?
El soldado asintió, con mirada cómplice.
—¿Quién es?
—Dice que es un mercader de caballos —respondió Marcelo en voz baja—, pero en mi opinión no es verdad. Está escondiendo algo, o escapando de alguien.
—¿Qué te hace pensarlo?
—Dice que viene de Deva, en las tierras de los cornovos, donde ha hecho un buen negocio con algunos mercaderes. Lo acompañaban dos hombres, que han sido asesinados la noche en que empeoraste, y alguien le ha robado los caballos. Lo he encontrado vagando solo, completamente desorientado. Pero no he conseguido mirar en su alforja.
El veterano reflexionó, impresionado por la precisión de las observaciones de Marcelo.
—¿Estás seguro de que no los ha matado él?
Ambigath ofreció a Aquila una escudilla llena de líquido humeante.
—Bebe, romano, y sabrás si soy un asesino.
Durante un instante, el veterano vaciló. Examinó de refilón los sencillos dedos del hombre, demasiado limpios para pertenecer a alguien que ocupaba su vida con caballos. Debería haberle pedido que lo probara él primero, pero renunció. Tendió la mano y bebió el mejunje denso y grumoso, de gusto áspero.
—Si fuera veneno, no tendría un gusto tan horrible.
Apoyó la cabeza sobre el camastro y el sueño se apoderó de él.
Ambos lo observaron durante un momento mientras dormía, luego el viejo miró al muchacho.
—Si mañana se levanta, estaré libre de mis obligaciones y me marcharé.
Marcelo asintió.
—Mi padre me ha enseñado que los pactos deben ser respetados.
Al caer la tarde, las vías de Camuloduno se tiñeron de naranja.
Los carros con las familias de los guerreros habían entrado en la ciudad después de la batalla y se habían desperdigado un poco por todas partes. A pocos pasos de las brasas aún calientes de las casas destruidas se montaban mesas y se festejaba, sirviéndose de todo aquello que la ciudad podía ofrecer. Ríos de vino, sidra y otras bebidas desconocidas provenientes de las Galias, aves de corral, salchichas y pan. Aquella tarde se había instaurado el reino de la abundancia y todo aquel que quisiera podía engullir desmesuradamente y emborracharse, y después cantar junto a cuerpos mutilados, colgados como bestias en el matadero. Algunas zonas del centro ya habían sido devoradas por las llamas, y todas las imágenes y las estatuas romanas habían sido destruidas. Incluso las lápidas del cementerio habían sido arrancadas. De vez en cuando, un alarido de triunfo anunciaba que había sido encontrado algún superviviente, pero al anochecer el hambre y las ganas de juerga habían vencido sobre las ansias de matar, por lo que los últimos prisioneros eran atados y obligados a asistir al banquete, a la espera de la ejecución, en vez de ser masacrados, como así había ocurrido durante la jornada. Después del cansancio y la excitación de los combatientes, había llegado el momento de disfrutar perezosamente de los frutos de la victoria.
Solo el templo no había sido asaltado aún y los más jóvenes trataban de forzar el acceso, como un depredador que merodea oliendo y excavando alrededor de la madriguera de la presa. Un grupo de icenos había amontonado contra el portal un cúmulo de madera traído de las casas y le había prendido fuego. Centenares de personas esperaban, bebiendo y cantando, que las altas llamas menguaran, para poder irrumpir en el interior. Cathmor había subido en persona sobre el tejado, y, después de haber mandado quitar las tejas en algunos puntos, había intentado prender el fuego desde lo alto.
En el interior del templo, inmerso en la oscuridad, el humo comenzó a saturar el aire. Torcuato sabía que pronto la puerta se transformaría en un montón de brasas ante sus ojos. El fuego que alimentaban desde el exterior debía de ser gigantesco. Durante el pánico general de las horas anteriores habían podido constatarse escenas de histeria: un mercader y su mujer se habían quitado la vida cortándose las venas; un viejo le había pedido a un veterano que lo matara y este así lo había hecho. Hombres y mujeres, soldados y civiles, estaban aterrados y nadie sabía qué hacer. Todos esperaban desde hacía horas que sucediera algo, confiando en la única fuente de salvación posible: la llegada de la Novena Legión. Por la mente de muchos pasaban las imágenes de los últimos momentos vividos antes de encontrar refugio en el edificio sagrado. El pánico, la ciudad sometida a hierro y fuego, y los muertos, aniquilados, despedazados: camaradas, padres, hermanos, amigos. Las últimas palabras de una mujer a su marido o de un padre a una hija, antes de ser engullidos y separados por la lucha confusa, de la que pocos habían salido vivos. Algunos se habían reencontrado en el interior del templo y se habían abrazado, otros miraban en la oscuridad el techo, del que llegaban ruidos continuos e inquietantes, y los había que sufrían por el triste destino de quienes habían quedado fuera. Todos los veteranos supervivientes se habían alineado en semicírculo delante del portal que ardía. Si debían morir, mejor que fuera de inmediato y luchando. Pero la tensión comenzaba a extenderse también entre los más valientes, por el calor, por la sed y por el humo, y sobre todo porque ya no veían nada, aparte de los lapilli incandescentes que rodaban por debajo del portal.
Más abajo, los afortunados que habían encontrado una salida en los cimientos del templo estaban sentados en el suelo, en el aire estancado, en un silencio casi ensordecedor. Rezaban, con todos los sentidos puestos en la puerta y las paredes, para tratar de entender qué estaba sucediendo fuera. Falcidio y los suyos comenzaban a advertir un olor a humo, y, aunque por el momento era solo un indicio, algunos cayeron presa del pánico. Un colono perdió el control y empezó a aullar, mientras su mujer se abalanzaba contra la puerta, golpeándola con los puños.
Falcidio no intervino de inmediato. El aire era sofocante y la coraza parecía oprimirlo aún más, pero no se la quitaría. Se pasó los dedos dentro de la gola[20] que tenía al cuello, ya empapado de sudor, después se levantó y se acercó a la pareja. Los otros se preguntaban si los castigaría de algún modo, para dar ejemplo y prevenir que se extendiera el pánico.
—No os he obligado a bajar aquí —dijo el prefecto—. Os he ofrecido este refugio, donde sé que está oscuro y falta el aire, pero donde también sé que podemos resistir durante algunos días. Podría haberlo llenado de víveres, encerrarme aquí dentro con cinco de mis mejores hombres y aguantar una semana. He decidido permitir entrar al mayor número de personas y así compartir su suerte.
Todos los ojos estaban puestos en él y también los dos que habían sido presa del pánico se pararon a escucharlo. Estaba claro que hablaba a todos, y no solo al colono y a su mujer.
—Por lo que sabemos —prosiguió—, ya podrían haber entrado en el templo y haberle prendido fuego. No sé qué está sucediendo más allá de esa puerta y, en cuanto a mí respecta, no la abriré hasta que lleguen Cerial y sus legionarios o cuando todos nos estemos muriendo de sed. Tenemos una esperanza, pero debemos permanecer sentados y ahorrar fuerzas y agua. Si mantenemos la calma y seguimos unas pocas y sencillas reglas, podemos confiar en salvarnos.
—¿Reglas?
Sonó una voz dura, probablemente de un veterano, desde el fondo de la galería.
—¿Y establecidas por quién?
—Por mí y solo por mí —replicó Falcidio, con dureza—. Te guste o no, soy el prefecto de esta ciudad y, en caso de emergencia, tengo la máxima autoridad. Aquí mando yo y mis hombres harán respetar mi ley.
Los dos se lanzaron una mirada desafiante, después el colono inclinó la cabeza.
—El agua será racionada —prosiguió Falcidio—. Los odres están sobre la pared, al fondo de la estancia, y solo se podrá beber un cazo cuando la mayoría quiera, pues aquí dentro no hay modo de calcular el paso del tiempo. Cuando alguien quiera beber, se someterá a votación.
El oficial miró a todos los presentes en la incierta penumbra del sótano y vislumbró algunos gestos de oposición, luego se desató la coraza y se la quitó. Se sentó y se secó la frente. Le faltaba el aire.
Murrogh y Rhiannon vagaron por las calles en busca de la reina y la encontraron en las inmediaciones de su carro, rodeada por sus fieles, con el rostro ennegrecido por el hollín. Fueron acogidos con alegría y con copas de un vino proveniente de quién sabe qué tierra. Pero el jefe de los trinovantes no estaba allí para celebrar una victoria, aunque esta hubiera sido demasiado fácil. En voz baja, pidió a Boudica poder conversar con ella.
—Percibo en tu rostro que algo te preocupa, Murrogh.
—Hace dos días detuve y maté a un jinete que se dirigía a Londinium, con un mensaje para Cato Deciano.
El trinovante tendió a Boudica el pergamino arrugado. Ella lo miró y se lo devolvió al momento, sacudiendo la cabeza.
—No sé leer.
Murrogh bebió un sorbo de vino.
—Se refiere a una petición de ayuda enviada a la Novena Legión. Podrían estar aquí de un momento a otro.
—Que lleguen.
El rey evitó mirarla a los ojos y observó el líquido en la copa.
—Si lo hicieran ahora nos matarían a todos.
—¿Cómo puedes decirlo con tanta convicción?
—Ha sido una gran victoria —respondió el rey de los trinovantes—, pero no hemos chocado aún con las legiones. No tenemos fuerza suficiente para enfrentarnos con ellos a campo abierto. Esta vez los hemos sorprendido, hemos sido hábiles y audaces. Pero de ahora en adelante será difícil engañarlos. Debemos estar donde no nos esperen, debemos hacerles creer que es verdad lo que no lo es.
Boudica se mostraba atenta. Por algún motivo, aun siendo un desconocido, Murrogh era quizás el que más confianza le inspiraba entre todos los nobles que la rodeaban.
—Tus palabras me hacen pensar que estás aquí para proponerme algo.
—Mañana debemos ponernos en camino sin falta —dijo el jefe de clan—. Debemos ir hacia el norte y tender una emboscada a la columna que no tardará en llegar.
—Aún aguardamos a algunos jefes de tribu que van a unirse a nosotros —objetó Boudica—, y estoy segura de que lo harán en cuanto sepan qué ha sucedido hoy. Necesitamos a todos los hombres.
—Sé que debemos engrosar nuestras filas —dijo Murrogh, sacudiendo la cabeza—, y muchos trinovantes acudirán en cuanto vean en el cielo el humo de Camuloduno. —Miró a la reina a los ojos—. Pero podría ser demasiado tarde.
—Somos ya muchos más de lo que esperábamos. Y mañana seremos aún más.
La mirada de Murrogh se perdió en el vacío. Sin el apoyo de aquella mujer, por la que cada britano parecía dispuesto a todo, no lograría convencer a los demás. Fue Boudica quien encontró la respuesta.
—Mañana por la mañana celebraremos un consejo y yo defenderé tu propuesta. Plantearé dividir a los guerreros en dos columnas. Una irá al norte, hacia la Novena Legión, la otra permanecerá aquí, con las mujeres, los niños y los carros. Así acabaremos de destruir la ciudad y convocaremos aquí a amigos y enemigos.
Murrogh la miró e inclinó la cabeza. Aquella mujer tenía una fuerza y una sabiduría que la llevarían lejos.