XVIIII

Verulamio

28 millas al norte de Londinium

Territorio de los catuvelaunos

Julio del 61 d. C.

En efecto, los bárbaros no hacían prisioneros para venderlos como esclavos o para cualquier otro comercio bélico, sino que se apresuraban, en un frenesí de matanzas y ahorcamientos, de hogueras y crucifixiones, casi previendo que deberían pagar ellos también por todo, aunque tomándose entretanto una anticipada venganza.

PUBLIO CORNELIO TÁCITO, Anales, XIIII, 33

Suetonio se dejó caer sobre la silla delante del escritorio iluminado por la lámpara de aceite, mientras en la noche arreciaba el temporal y la lluvia caía ruidosamente sobre la piel de su espaciosa tienda de campaña. Había recorrido una cantidad impensable de millas alertando a todas las guarniciones y a los destacamentos diseminados por la zona. La consigna era abandonar inmediatamente las posiciones, para reunirse con la Gemina y la Valeria, que desde la isla de Mona estaban yendo hacia el sudeste a marchas forzadas. El gobernador había alcanzado las dos legiones justo cuando estaban montando el campamento provisional para la noche. A pesar de su ausencia, el prefecto de campo había mantenido la costumbre de erigir en primer lugar la tienda del gobernador.

Finalmente se había quitado la coraza y se había enjuagado con agua caliente, luego su sirviente le había ayudado a ponerse la primera túnica limpia después de varios días. El gobernador apoyó los codos sobre el escritorio y hundió el rostro en las manos. Agotado, se impuso dejar estar los despachos sellados que se habían acumulado durante su ausencia para ir a descansar a la cama. Su regreso al campamento no modificaría la hoja de ruta que había impuesto a sus hombres. Al día siguiente, los cornicines tocarían la diana al alba, y la Decimocuarta y la Vigésima se pondrían en marcha hacia el sudeste. Estaba a punto de llegar a su cómoda cama, pero con el rabillo del ojo percibió un símbolo que atrajo su atención. Uno de los pergaminos estaba sellado con un cuerno de cabra, símbolo de la Segunda Legión Augusta, y Suetonio no pudo por menos de leerlo. Su mirada se encendió al instante. El gobernador llamó a su asistente y le dijo que convocara de inmediato a Cayo Antonio Vindilo y al legado Publio Tutilio, comandante de la Segunda Cohorte de la Augusta.

Los dos se presentaron poco después, envueltos en las mantas, con los ojos enrojecidos, aún turbados por el sueño. Suetonio miró a Tutilio y le tendió el documento. Este comenzó a leerlo, después miró a Suetonio, atónito y preocupado. El gobernador, entretanto, resumió el contenido del mensaje a Vindilo.

—El prefecto de campo de la Segunda Augusta, Penio Póstumo, se ve obligado, por una insurrección de los durotrigos[21], a mantener su posición defensiva en el interior del campamento fortificado de Isca Dumnoriorum[22]. Por lo tanto, se niega a mandar a sus hombres a reunirse con la fuerza principal, como le ha sido ordenado.

Cayo Antonio Vindilo se restregó el rostro para despertarse.

—¿Por qué nos escribe el prefecto de campo? ¿Dónde están el legado y el tribuno laticlavio?[23]

Fue Publio Tutilio quien respondió.

—Ambos están aquí al mando de dos cohortes quingenarias que controlaban los territorios fronterizos de los siluros. Hemos alcanzado de inmediato al gobernador con los hombres que teníamos.

—Puedo ir enseguida a Isca para cerciorarme de la situación.

—Si la zona está fuera de control puede ser muy peligroso —dijo el legado—. Conozco bien a Póstumo, no es un tipo que se deje atemorizar por cualquier delincuente. Si estima peligroso moverse, tendrá sus buenos motivos.

—O quizás —exclamó Suetonio, presa de la ira— no tenga ganas de abrirse camino a espadazos para alcanzar a alguien al que ya considera vencido y prefiere estar agazapado, a salvo, en el interior de su fortificación.

Tutilio aventuró una débil defensa de su subordinado, pero se le obligó a callar de inmediato.

—Tonterías, la verdad es que Póstumo es un imbécil. Yo he atravesado Britania de norte a sur con cien germanos en cuatro días y tengo a mi disposición una sola legión completa y un destacamento de veteranos de la Valeria para afrontar a cien mil bárbaros, ¡y este incompetente teme moverse de su campamento!

—También la Novena Hispana se ha arriesgado…

—Eso es, agmen incautum[24], excelente consideración, Tutilio. Una legión en marcha es vulnerable, pero hay medios para protegerse. Está la caballería, se trata de usarla bien, y tampoco la prisa debe hacernos olvidar las reglas básicas para el desplazamiento de tropas en territorios no controlados. La aniquilación de la Hispana no es un éxito de los icenos, es un fracaso de Cerial.

Suetonio despejó todos los despachos del escritorio y desplegó un mapa. Examinó los territorios que se extendían sobre aquel pergamino amarillento.

—Está bien —dijo Suetonio—, es casi un alivio saber que todos piensan que los icenos ya me han puesto de espaldas contra la pared. Póstumo me da claramente por muerto y gana tiempo. Los rebeldes se permiten atacar ciudades indefensas y estar de jaleo durante días, desperdiciando un tiempo valioso para adiestrarse y coordinar fuerzas. Entretanto esperan que otros se sumen a la horda. Han reunido una masa de gente que cada día se vuelve más lenta e incontrolable y que pronto mirará en el plato en que come y lo encontrará vacío. —Se volvió hacia Tutilio—. ¿Cuánto comen al día cien mil hombres? ¿Y sus caballos?

—Se han llevado consigo los rebaños, gobernador.

—Legado, cada día debo suministrar a una legión seis toneladas de comida, sin contar los caballos. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que se coman todo lo que tienen, sin una organización adecuada de las provisiones?

—Han tomado Camuloduno y Londinium, los depósitos estaban llenos —dijo Tutilio.

—Sí, pero no son eternos. Cien mil hombres y quizá diez o quince mil caballos, bueyes, vacas y cabras. ¿Durante cuánto pueden avanzar? ¿Un mes? Si no les dan forraje, las bestias no caminan, mueren y tienen que comérselas. ¿Y después?

—No obstante, pueden desplazarse por doquier y sin correr riesgos.

Suetonio suspiró.

—Ese es un punto clave —dijo—. También nosotros nos estamos alejando de nuestras bases logísticas y, si nos desplazamos demasiado hacia el sur, alargaremos peligrosamente nuestra línea de suministros. Ya he dado orden de que las naves que hemos usado en Mona se dediquen al transporte de vituallas, con base en Deva. Desde el campamento fortificado, las provisiones serán llevadas al campamento permanente de la Gemina, y desde allí enviadas a las unidades que se dirigen al sur para interceptar a los rebeldes. —Dio un puñetazo sobre la mesa—. Soldados disciplinados y saciados contra bárbaros indisciplinados y al borde del hambre… Los controlaremos a distancia con patrullas de la caballería que harán de cebo, les haremos creer que nos pueden acorralar y los obligaremos a pelear.

—Exacto, gobernador —dijo Vindilo—. Creo que tendremos que encontrar un lugar donde establecernos a la espera de que llegue la mayor cantidad de refuerzos posible, incluidas las cohortes de la Augusta que aún están en los territorios de los siluros.

El gobernador hizo señas a los dos oficiales de que se acercaran y señaló un punto del mapa.

—Manduessedum.

Los dos examinaron el mapa.

—Ostorio Escápula[25] —añadió el gobernador— había mandado erigir un campamento aquí para una vexilación, con el fin de controlar el territorio de los icenos al este. El campamento fue desmantelado a continuación, pero creo que merece la pena echar un vistazo a la posición. Según el mapa, el río delimita unas colinas boscosas que permiten el control de la llanura subyacente.

Vindilo asintió.

—Conozco el sitio. Debemos encontrar un trecho en que el terreno juegue a nuestro favor, impidiéndoles usar los carros de guerra. Si tú lo ordenas, partiré mañana con un par de turmae de caballería.

—Considera la orden ya impartida, Cayo Antonio.

Hacía dos días que Aquila y los suyos habían dejado a sus espaldas Londinium y habían forzado la marcha, avanzando hacia el oeste. A lo largo del camino se habían encontrado con varios prófugos, que se trasladaban con todo lo que habían podido llevar consigo. Habían comprado queso y vino a un mercader y habían escuchado varios relatos sobre lo que había sucedido en Londinium. Sobre todo, se habían hecho una idea de dónde podía encontrarse el gobernador y, por consejo de los fugitivos, habían atajado hacia el noroeste, en busca de la guarnición de la ciudad destruida, que iba a reunirse con las fuerzas de Suetonio.

Cuando la vislumbraron a lo lejos, el corazón les dio un vuelco. Hacía años que no veían una alineación en marcha. El cansancio y el dolor de la cabalgada se desvanecieron y los cuatro espolearon los caballos para alcanzar la columna en la hondonada. Algunos auxiliares de caballería que escoltaban al convoy se dirigieron inmediatamente hacia ellos, mientras la unidad se detenía para disponerse en formación de defensa. Aquila vio brillar las corazas escamadas de los arqueros, que cargaban las flechas. Hizo señas a los suyos para que se detuvieran y mantuviesen las manos completamente descubiertas.

A simple vista, los que se acercaron parecían galos romanizados. Uno de ellos llevaba un yelmo emplumado de alto oficial y Aquila y los suyos se llevaron la mano derecha a la frente, en señal de saludo. El oficial puso al paso el caballo y se abrió camino entre sus hombres. Respondió al saludo y se dirigió al veterano.

—Identificaos.

—Soy Marco Quintinio Aquila, centurión, en la reserva, de la Vigésima Legión. Él es Pablo Celio Amplio, exoptio de la Primera Cohorte, mientras que este hombretón es Cayo Gicio Molerato, veterano de la Primera Cohorte. Somos colonos y antes de la rebelión vivíamos en la región en torno a Camuloduno. Fue un viaje largo, pero finalmente hemos encontrado a alguno de los nuestros.

—Creo que en la columna hay otros de los vuestros. Si estáis intentando alcanzar a vuestra vieja unidad, vais en la dirección correcta.

Los tres sonrieron.

—¿Vas a unirte a las otras legiones?

—Sí, a la Gemina y a la Valeria —respondió el oficial—. Mi nombre es Quinto Curio Rufo, tribuno y comandante de la guarnición de Londinium, a la que tengo orden de llevar a Viroconio. —Los miró—. ¿Y este muchacho?

—Se llama Marcelo, es hijo de Aulo Tranio Fibreno, veterano de la Vigésima.

—Mi padre murió defendiendo su propiedad de los rebeldes.

El tribuno asintió.

—Lo siento. Uníos a la vanguardia de la columna, así no os perderé de vista.

Aquila espoleó el caballo poniéndose al costado del tribuno.

—He oído a algunos prófugos que decían algo sobre que la Hispana cayó en una emboscada. ¿Es verdad?

—Sí. Los supervivientes de la Hispana están atrincherados en su campamento permanente lamiéndose las heridas.

—¿Y la Augusta?

—No sé nada de ella, pero sí que Suetonio ha interrumpido la campaña en la isla de Mona para montar una ofensiva contra los icenos y los trinovantes. Disponía de la Gemina al completo y de buena parte de la Valeria, y ahora está rastreando toda la zona, para reunir al mayor número de hombres. —El tribuno dirigió una mirada rápida a Marcelo—. Apuesto a que él también se enrolará.

El grupo llegó a la cabeza de la columna. Aquila y los suyos intentaron buscar rostros conocidos entre las filas, pero los veteranos estaban al fondo. Prosiguieron el viaje al paso, siguiendo la pista que llevaba al norte y a lo largo del trayecto Quinto Curio Rufo los puso al corriente de lo que había sucedido, a partir del día en que Cato Deciano había ido a resolver ciertas cuestiones hereditarias con una tribu de los icenos, guiada por la viuda de un rey del que no recordaba el nombre.

—Hay un hombre que pide verte con urgencia, Boudica.

La reina abrió los ojos, deslumbrada por la luz de la lámpara de aceite del guardia. Por la oscuridad que había fuera de la tienda comprendió que aún era noche cerrada y se preguntó qué podía ser tan importante para que la despertaran a esa hora.

—¿Quién es?

—Un druida que dice llamarse Ambigath.

La mujer se estremeció.

—No puede ser —musitó, incrédula—. Que entre, quiero verlo. Pero tú quédate aquí.

La cortina se abrió y en la luz amarillenta de la lámpara apareció el rostro cansado del viejo druida. Verdaderamente era él, la duda de Boudica de que pudiera tratarse de un impostor se desvaneció y la mujer despidió al guardia. Después abrazó calurosamente al recién llegado.

—¿Cómo has logrado llegar hasta aquí?

El viejo la observó, con los ojos brillantes por la emoción.

—Aún no sé cómo, pero ciertamente debo agradecérselo a los dioses. De todos modos, ahora estoy aquí.

La reina le pidió que se sentara.

—¿Qué ha sucedido en la Isla Sagrada? Los rumores dicen que los romanos los han masacrado a todos, sin excepción.

El druida sacudió la cabeza.

—No lo sé —respondió—. Partí justo antes de la invasión. Govran, el sabio, quería que al menos uno de nosotros dos se salvara.

—Govran… ¿Qué habrá sido de él?

—Lo ignoro. Pero si una sacerdotisa de Andrasta consigue hacer lo que has hecho tú, entonces todo es posible.

—Puede que sí, Ambigath —dijo Boudica, y al druida le pareció captar un cierto cansancio en su voz—. Ha ocurrido todo tan deprisa que aún no consigo darme cuenta. Antes era una persona, solo debía ser una buena esposa y una madre para mis hijas. Con la muerte de Prasutagus he tenido que ocuparme de los clanes, las cosechas y los impuestos. He tratado de hacerlo lo mejor posible. Y un día, como un rayo del cielo, llegan unos soldados guiados por una innoble carroña y mi pequeño mundo se derrumba. —Bajó la cabeza, y de sus ojos brotaron nuevas lágrimas—. Los azotes, la humillación, el dolor… Aine y Mor violadas… Créeme, Ambigath, aquel día sentí que mi espíritu moría y he deseado que lo hiciera también mi cuerpo. —Cogió las manos de su viejo preceptor—. Después desperté con la espalda cubierta de heridas y mi clan se había convertido en una manada de lobos. Desde todas las tierras llegaban mensajes de apoyo, y hombres dispuestos a luchar para defender mi honor. Mi honor era también el suyo. Y he entendido que formaba parte de un designio de Andrasta. Quizá la mujer azotada aquel día ha muerto de verdad y la que tienes delante es un ser enviado por la diosa con un único fin. Vengar a Boudica.

El druida la cogió por los hombros con dulzura.

—Tú estás viva —dijo—, eres fuerte y valerosa, y un ejemplo para todos nosotros.

—Creo que cada día es un don por parte de Andrasta. Me ha confiado una misión y debo cumplirla.

—Todos nosotros tenemos nuestra misión, Boudica. Nada ocurre por casualidad.

La reina sonrió. Eran muy pocos los hombres cuyas palabras podían tranquilizarla. Ambigath era uno de ellos y, de inmediato, pensó en otra cosa.

—Estoy muy contenta de que estés aquí, también porque hay alguien que necesita tu ayuda. —Boudica se levantó y se envolvió en la capa—. Ven, solo tú puedes hacer algo.

Ambigath la siguió fuera de la tienda. Vio el águila de la Novena Legión y los otros estandartes caídos en manos de los guerreros rebeldes, dispuestos frente a un gran brasero que ardía en el centro del inmenso campamento. A lo lejos, las últimas llamas acababan de devorar Londinium.

La mujer lo guio hasta un carro cubierto. En el interior, un hombre reposaba en un camastro. Boudica encendió una lámpara, iluminando un rostro alterado por una mueca de sufrimiento y empapado de sudor helado y, sin embargo, aún en condiciones de transmitir un aura de espiritualidad.

—Miridin.

Al oír la voz de la reina, el anciano consejero abrió los ojos, mirando cansadamente al vacío.

—Miridin, hay alguien que ha venido a verte.

El viejo miró a Boudica. La mujer sonrió y se apartó, mientras el druida inclinaba la cabeza. El consejero tendió una mano temblorosa.

—¿Ambigath? ¿De verdad eres tú?

El druida le cogió la mano. Estaba fría y a la vez ardía por la fiebre.

—Soy yo, Miridin. —Sonrió—. Cuánto tiempo ha pasado, ¿verdad?

—La última vez que nos vimos, el rey Prasutagus aún estaba fuerte y saludable.

—Sí, lo recuerdo, amigo mío, y necesitaba tus consejos para administrar la paz, no para hacer una guerra.

Miridin trató de mover la cabeza, pero incluso hacer aquel gesto le suponía un esfuerzo enorme.

—En tiempos de guerra, mis consejos no sirven para nada. Solo soy una boca más a la que hay que saciar. Por eso me voy.

Boudica ahogó un sollozo.

—Te prepararé una poción, después te sentirás mejor —sugirió el druida.

—No lo creo, amigo mío. Sé que tus pociones son milagrosas, pero creo que los dioses me reclaman. Ya es hora de que abandone este cuerpo para ir al otro reino.

Boudica le cogió la mano y la apretó.

—No hables así, Miridin, te lo ruego. Sabes que no debes dejarme sola.

—Quisiera quedarme —dijo el viejo consejero—, al menos hasta que se cumpla la voluntad de los dioses, que te han llamado para realizar esta gran empresa, pero siento que ya no me quedan fuerzas. Tu mano me dice que tú tienes todas las energías necesarias para ello. —Se interrumpió, presa de un ataque de tos—. Por lo tanto, puedo marcharme tranquilo.

—Ha empeorado día tras día. Desde que tomamos Camuloduno no ha probado bocado.

Ambigath puso la mano sobre la frente del enfermo.

—Dejémoslo reposar, está muy cansado.

La reina se levantó, humedeció un trozo de tela y se lo pasó por la frente de Miridin. Después le acomodó un mechón de pelo y le cogió la mano, besándole los nudillos. El viejo esbozó una sonrisa.

—La fuerza y la dulzura. Gracias, reina, pero también tú debes descansar. Tienes un pueblo al que conducir hasta la victoria.

A la mujer le temblaron los labios.

—Mira hacia delante, Boudica. Escucha a tu instinto y no te rindas. No te rindas nunca. Andrasta está contigo.

Un destello iluminó los ojos verdes de la reina, que se separó de Miridin y bajó del carro. El druida se disponía a seguirla, pero Miridin lo llamó con un gesto de la mano.

—Escúchame, Ambigath.

—Sí, Miridin.

—Es importante que hayas vuelto.

El druida acercó el oído a los labios del viejo consejero, para atender a su último y débil susurro.

—En torno a este carro hay cien mil hombres dispuestos a morir, pero ella está sola, como todos los elegidos por el destino. —Ambigath asintió—. Hace días que trato de resistir, no por miedo a marcharme, sino porque no podía soportar el pensamiento de dejarla sola.

Los dos permanecieron en silencio.

—Ahora sé que estás tú y mi ánimo queda en paz. El designio de los dioses ha concluido. Nos veremos en el otro reino, Ambigath.

El druida inclinó la cabeza.

—No pasará mucho tiempo antes de que me reúna contigo.

Bajó la luz de la lámpara y en silencio descendió del carro.

El anciano consejero asintió, con la mirada perdida en el vacío.

Boudica alzó al cielo el precioso torques[26] de oro en la luz del ocaso.

—No ha sido la tuya una empresa fácil —dijo—. Siempre has actuado con juicio para dar paz y serenidad a tu gente. Ríndanse honores a tu virtud y a tu devoción por el pueblo de los icenos. Ve a las tierras de Arawn, sabio y puro, tal como nos has dejado. Que tu sabiduría pueda iluminar tu camino y el de nuestros hijos. —Puso el torques en el cuello de Miridin y le acarició el rostro céreo—. Te echaré de menos —añadió en voz baja, con los ojos arrasados en lágrimas.

Ambigath recitó una plegaria fúnebre dirigida a los dioses, mientras las personas queridas por el viejo sabio le ofrecían el último adiós y le dejaban al lado un objeto simbólico. Una vez terminado el homenaje de los icenos, el druida cogió una antorcha y prendió fuego a la pira funeraria colocada sobre una balsa construida para la ocasión.

Los guerreros empujaron la balsa en la corriente lenta del río. El canto triste de los bardos la acompañó largamente, hasta que las llamas se propagaron en una enorme hoguera que iluminó el agua negra, antes de ser tragada por ella.

Transcurrieron otros dos días, antes de que Boudica y los suyos decidieran moverse hacia el norte. La cabeza del gigantesco convoy de los rebeldes se puso en camino en el alba de una cálida jornada estival, entrando en el territorio de los catuvelaunos, en dirección a Verulamio, la ciudad más rica y odiada por los britanos.

Verulamio era peor que una ciudad romana, estaba habitada por britanos que querían ser romanos. El antiguo asentamiento transformado en ciudad había surgido durante el avance de las legiones de César, hacía más de cien años de la primera rebelión. Se habían establecido algunas poblaciones venidas de la Galia. No era raro que los recién llegados se integraran entre sus antiguos enemigos, como sucedía con los catuvelaunos. Pero, en Verulamio, los inmigrantes siempre habían mantenido, generación tras generación, un vivo resentimiento hacia los autóctonos. Un rencor que los había empujado a acoger con viva alegría la invasión de Britania por parte del emperador Claudio, al que habían suministrado un amplio apoyo. La administración romana los había recompensado mandando a las legiones a erigir casas, calles y confiriendo a la ciudad el estatus de municipio. Los habitantes de Verulamio eran libres para gobernarse y para disfrutar plenamente de los derechos de la ciudadanía romana, en una tierra en donde todos los demás contaban poco o nada. Su comunidad era una de las más ricas de Britania. Habría bastado mucho menos para desencadenar el deseo de venganza de icenos y trinovantes.

Después de lo que había sucedido en Camuloduno y Londinium, la población no vaciló en abandonar totalmente la ciudad, en cuanto supo que la horda bárbara se estaba acercando. Habían tenido noticias de los habitantes de Londinium y, conscientes del odio que muchos albergaban por ellos, abandonaron Verulamio mientras las vanguardias de la reina alcanzaban las cumbres circundantes.

Ante la imposibilidad de perpetrar nuevas matanzas, los rebeldes se ensañaron con las casas de ladrillos, con los templos, las pequeñas plazas y las lujosas villas de los suburbios, y hasta con el cementerio. En busca de botín, aquí y allá fue descubierto algún desesperado, que pagó con atroces torturas el hecho de que la mayoría se hubiese salvado. Algunos grupos de guerreros avanzaron hacia el noroeste y consiguieron dar con varios centenares de habitantes huidos, que no habían renunciado a sus carros pesados en exceso. Otros, en cambio, se cruzaron con patrullas de bátavos que recorrían la zona, y volvieron atrás, hacia la columna de humo en el horizonte, el enésimo gran incendio producido por la guerra de los icenos.

Pero, entretanto, el tiempo pasaba.