TERCERA SALIDA DE DON QUIJOTE
(Segunda parte, capítulos 1 a 74)
La segunda parte del Quijote (de cuya dedicatoria y prólogo se habla en otro lugar) reanuda la trama de la narración un mes después del final de la primera. Don Quijote daba muestras de estar en su entero juicio, y a fin de asegurarse de ello el cura y el barbero van a visitarle y conversan amigablemente con él y el diálogo transcurre dentro de la más elegante discreción hasta que se toca el tema caballeresco, que hace disparatar al hidalgo quien así pone de manifiesto que su enfermedad mental está muy lejos de haberse curado. Como siempre el lector admira el excelente criterio y el elegante conversar de don Quijote cuando el diálogo no roza los temas caballerescos, aspecto que Cervantes intensificará más en esta segunda parte de la novela.
Mientras departe con el cura y el barbero entra en casa de don Quijote Sancho Panza quien, entre otras cosas, cuenta a su amo que acaba de regresar al lugar el bachiller Sansón Carrasco, que viene de estudiar en Salamanca, y que le ha dicho que ha aparecido un libro titulado El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, en el que, dice Sancho, «me mientan a mí… con mi mismo nombre de Sancho Panza, y a la señora Dulcinea del Toboso, con otras cosas que pasamos nosotros a solas, que me hice cruces de espantado cómo las pudo saber el historiador que las escribió» (II, 2). A ruegos de don Quijote, el bachiller Sansón Carrasco lo visita y le da noticia del libro, sobre el que expresa las opiniones de diferentes lectores: «unos se atienen a la aventura de los molinos de viento, que a vuestra merced le parecieron Briareos y gigantes; otros, a la de los batanes; éste, a la descripción de los dos ejércitos, que después parecieron ser dos manadas de carneros; aquél encarece la del muerto que llevaban a enterrar a Segovia; uno dice que a todas se aventaja la de la libertad de los galeotes; otro, que ninguna iguala a la de los dos gigantes benitos, con la pendencia del valeroso vizcaíno» (II, 3). Cervantes nos va repitiendo aquí las diversas opiniones que habría recogido sobre su novela.
Hay que confesar que todo esto es sorprendente. Cervantes ha llegado a dominar de tal suerte la técnica novelesca que es capaz de hacer de la primera parte de su propio libro (publicada en 1605) un elemento novelesco de la segunda (aparecida en 1615), sin que ello desentone, sea absurdo ni vaya traído por los cabellos. En varios momentos de esta segunda parte, la primera, el libro impreso diez años antes, será aludido, alabado; criticado y comentado por los mismos seres de la ficción, hasta el extremo que uno de ellos, el bachiller Sansón Carrasco, nos dará la primera «bibliografía» del Quijote: «el día de hoy están impresos más de doce mil libros de la tal historia; si no, dígalo Portugal, Barcelona y Valencia, donde se han impreso; y aun hay fama que se está imprimiendo en Amberes, y a mí se me trasluce que no ha de haber nación ni lengua donde no se traduzga» (II, 3). Todo ello es cierto, y los pronósticos del bachiller se cumplieron con creces. En ésta y otras frases similares Cervantes revela su seguridad en el éxito de la obra, su confianza total en su invención y en su gloria.
Don Quijote y Sancho salen de la aldea.
Don Quijote decide salir por tercera vez de la aldea, acompañado de su escudero Sancho Panza. Este último va aguzando su ingenio de tal suerte que el propio Cervantes se ha dado cuenta que ha hecho evolucionar demasiado a esta criatura suya, pero como no quiere rectificar y ha llegado a un punto de madurez de escritor que juega con su propia novela, cuando inserta la conversación de despedida entre Sancho y su mujer, manteniendo todavía la ficción de que traduce el texto de Cide Hamete Benengeli, nos habla como «traductor» y nos confiesa que este capítulo «lo tiene por apócrifo, porque en él habla Sancho Panza con otro estilo del que se podía prometer de su corto ingenio, y dice cosas tan sutiles, que no tiene por posible que él las supiese» (II, 5); y en el transcurso del capítulo Cervantes interrumpe la conversación del matrimonio con acotaciones como «Por este modo de hablar… dijo el traductor desta historia que tenía por apócrifo este capítulo», «Todas estas razones que aquí va diciendo Sancho son las segundas por quien dice el traductor que tiene por apócrifo este capítulo, que exceden a la capacidad de Sancho». Y es que Sancho Panza se ha agrandado y perfilado en la pluma de Cervantes gradualmente y casi podríamos decir que independientemente de la voluntad del escritor, como vamos a ver en seguida.
En el Toboso.
Antes de reemprender sus aventuras quiere don Quijote solicitar licencia y bendición de Dulcinea, y para ello se encaminan al Toboso, adonde llegan a medianoche, después de una larga conversación entre amo y criado, en la que éste ha mantenido y adornado con más detalles su hábil mentira del mensaje a Dulcinea. A oscuras por el pueblo, don Quijote quiere buscar el alcázar de Dulcinea, con gran indignación de Sancho que sostiene que no hay tal en el Toboso. Pero don Quijote distingue en la oscuridad un bulto que hace una gran sombra, se empeña en que se trata del palacio de Dulcinea y se encamina hacia allí; pero «habiendo andado como doscientos pasos, dio con el bulto que hacía la sombra, y vio una gran torre, y luego conoció que el tal edificio no era alcázar, sino la iglesia principal del pueblo, y dijo: —Con la iglesia hemos dado, Sancho» (II, 9). Ya puede verse que esta frase está perfectamente acomodada a lo que ocurre y que lo que ocurre no puede ser más lógico, pues en todo pueblo el edificio de más «bulto» y que hace más sombra es la iglesia, que por estar en el centro y en la plaza mayor se encuentra aunque no se busque. Pero esta tan normal y adecuada frase de don Quijote, que está desprovista de cualquier doble intención, ha sido interpretada en el sentido de que es peligroso que en los asuntos de uno se interpongan la Iglesia o sus ministros, y así oímos decir con frecuencia, y aun vemos escrito: «Con la Iglesia hemos topado» (siendo así que Cervantes escribió «dado»). Es posible que en algunos pasajes del Quijote haya intenciones recónditas, e incluso algo anticlericales, pero lo seguro es que aquí no la hay. De todos modos la frase «Con la Iglesia hemos topado» tiene un sentido claro y una intención determinada en español, aunque se trate de una interpretación abusiva y arbitraria del texto de donde procede.
Sancho y Dulcinea encantada.
Sancho Panza, temeroso de que don Quijote descubra la mentira de su mensaje a Dulcinea, logra que salgan del Toboso y se instalen en un encinar. Desde allí envía don Quijote a Sancho nuevamente al Toboso con el encargo de solicitar de Dulcinea licencia para que el caballero la vea y reciba su bendición. Sancho se separa de su amo y, sentado al pie de un árbol, hace unas largas reflexiones sobre su comprometida situación. La solución que halla es sencilla e ingeniosa a la vez. Ve que por el camino, viniendo del Toboso, se acercan tres labradoras montadas en tres borricos, y corre hacia don Quijote y le anuncia que se aproxima Dulcinea, ricamente ataviada y acompañada de dos de sus doncellas. Don Quijote no lo pone en duda, sale al camino y manifiesta a Sancho que sólo ve tres labradoras montadas en tres borricos.
Ya en esto salieron de la selva y descubrieron cerca a las tres aldeanas. Tendió don Quijote los ojos por todo el camino del Toboso, y como no vio sino a las tres labradoras, turbóse todo, y preguntó a Sancho si las había dejado fuera de la ciudad.
—¿Cómo fuera de la ciudad? —respondió—. ¿Por ventura tiene vuesa merced los ojos en el colodrillo, que no vee que son éstas, las que aquí vienen, resplandecientes como el mismo sol a mediodía?
—Yo no veo, Sancho —dijo don Quijote—, sino a tres labradoras sobre tres borricos.
—¡Agora me libre Dios del diablo! —respondió Sancho—. Y ¿es posible que tres hacaneas, o como se llaman, blancas como el ampo de la nieve, le parezcan a vuesa merced borricos? ¡Vive el Señor, que me pele estas barbas si tal fuese verdad!
—Pues yo te digo, Sancho amigo —dijo don Quijote— que es tan verdad que son borricos, o borricas, como yo soy don Quijote y tú Sancho Panza; a lo menos, a mí tales me parecen.
—Calle, señor —dijo Sancho—; no diga la tal palabra, sino despabile esos ojos, y venga a hacer reverencia a la señora de sus pensamientos, que ya llega cerca.
Y diciendo esto, se adelantó a recebir a las tres aldeanas, y apeándose del rucio, tuvo del cabestro al jumento de una de las tres labradoras, y hincando ambas rodillas en el suelo, dijo:
—Reina y princesa y duquesa de la hermosura, vuestra altivez y grandeza sea servida de recebir en su gracia y buen talente al cautivo caballero vuestro, que allí está hecho piedra mármol, todo turbado y sin pulsos de verse ante vuestra magnífica presencia. Yo soy Sancho Panza su escudero, y él es el asendereado caballero don Quijote de la Mancha, llamado por otro nombre el Caballero de la Triste Figura.
A esta sazón ya se había puesto don Quijote de hinojos junto a Sancho, y miraba con ojos desencajados y vista turbada a la que Sancho llamaba reina y señora, y como no descubría en ella sino una moza aldeana, y no de muy buen rostro, porque era carirredonda y chata, estaba suspenso y admirado, sin osar desplegar los labios. Las labradoras estaban asimismo atónitas, viendo aquellos dos hombres tan diferentes hincados de rodillas, que no dejaban pasar adelante a su compañera; pero rompiendo el silencio la detenida, toda desgraciada y mohína, dijo:
—Apártense nora en tal del camino, y déjenmos pasar, que vamos de priesa.
A lo que respondió Sancho:
—¡Oh princesa y señora universal del Toboso! ¿Cómo vuestro magnánimo corazón no se enternece viendo arrodillado ante vuestra sublimada presencia a la columna y sustento de la andante caballería?
Oyendo lo cual otra de las dos, dijo:
—Mas ¡jo, que te estrego, burra de mi suegro! ¡Mirad con qué se vienen los señoritos ahora a hacer burla de las aldeanas, como si aquí no supiéramos echar pullas como ellos! Vayan su camino, e déjenmos hacer el nueso, y serles ha sano.
—Levántate, Sancho —dijo a este punto don Quijote— que ya veo que la Fortuna, de mi mal no harta, tiene tomados los caminos todos por donde pueda venir algún contento a esta ánima mezquina que tengo en las carnes. Y tú, ¡oh extremo del valor que puede desearse, término de la humana gentileza, único remedio deste afligido corazón que te adora!, ya que el maligno encantador me persigue, y ha puesto nubes y cataratas en mis ojos, y para sólo ellos y no para otros ha mudado y transformado tu sin igual hermosura y rostro en el de una labradora pobre, si ya también el mío no le ha cambiado en el de algún vestiglo, para hacer aborrecible a tus ojos, no dejes de mirarme blanda y amorosamente, echando de ver en esta sumisión y arrodillamiento que a tu contrahecha hermosura hago, la humildad con que mi alma te adora.
—¡Tomá que mi agüelo! —respondió la aldeana—. ¡Amiguita soy yo de oír resquebrajos! Apártense y déjenmos ir, y agradecérselo hemos.
Apartóse Sancho y dejóla ir, contentísimo de haber salido bien de su enredo.
Apenas se vio libre la aldeana que había hecho la figura de Dulcinea, cuando, picando a su cananea con un aguijón que en un palo traía, dio a correr por el prado adelante. Y como la borrica sentía la punta del aguijón, que le fatigaba más de lo ordinario, comenzó a dar corcovos, de manera que dio con la señora Dulcinea en tierra; lo cual visto por don Quijote, acudió a levantarla, y Sancho a componer y cinchar el albarda, que también vino a la barriga de la pollina. Acomodada, pues, la albarda, y queriendo don Quijote levantar a su encantada señora en los brazos sobre la jumenta, la señora, levantándose del suelo, le quitó de aquel trabajo, porque haciéndose algún tanto atrás, tomó una corridica, y puesta ambas manos sobre las ancas de la pollina, dio con su cuerpo, más ligero que un halcón, sobre la albarda, y quedó a horcajadas, como si fuera hombre; y entonces dijo Sancho:
—¡Vive Roque, que es la señora nuestra ama más ligera que un acotán, y que puede enseñar a subir a la jineta al más diestro cordobés o mejicano! El arzón trasero de la silla pasó de un salto, y sin espuelas hace correr la hacanea como una cebra. Y no le van en zaga sus doncellas; que todas corren como el viento (II, 10).
Las labradoras siguen su camino y don Quijote y Sancho comentan el incidente. El segundo porfía en que se trataba de tres altas damas y pondera la belleza, riqueza y buen olor de Dulcinea; el segundo confiesa, desazonado, que no ha conseguido ver sino tres labradoras y que Dulcinea era fea y olía a ajos.
Sancho ha salido con la suya. Por segunda vez ha presentado ante don Quijote una ficción de Dulcinea. Primero fue cuando le relató su fingido mensaje, y amoldó su mentira a la realidad de Aldonza Lorenzo. Ahora una labradora francamente fea la ha convertido en Dulcinea encantada. Es la segunda deformación del auténtico personaje, porque ya sabemos que la real Aldonza Lorenzo era una moza «de buen ver», y esta labradora es fea y desagradable.
Evolución de la locura de don Quijote.
El episodio de las tres labradoras señala una nueva evolución en la locura de don Quijote. La situación es exactamente contraria a las que se nos han ofrecido en la primera parte, donde don Quijote, ante la realidad vulgar y corriente, se imaginaba un mundo ideal y caballeresco. Hasta ahora lo normal ha sido que don Quijote sublime en valores de belleza y heroísmo lo que es corriente, anodino e incluso vil y bajo, y cuantos le rodeaban, en primer lugar Sancho, han hecho todo lo posible para desengañarle de su error y para hacerle ver que aquello que toma por gigantes, por ejércitos, por castillos o por un rico yelmo no son sino molinos de viento, rebaños, ventas y una vulgar bacía de barbero. Y ante esta disparidad don Quijote ha respondido que los malignos encantadores, envidiosos de su gloria y obstinados en dañarle, le transforman lo noble y elevado en vulgar y bajo. Pero ahora, al iniciarse la tercera salida de don Quijote, observamos que este aspecto se ha invertido. Sancho, que antes se afanaba en hacerle ver que no había tales gigantes ni tales ejércitos, sino molinos de viento y rebaños, ahora le pone ante tres feas aldeanas y sostiene que él «está viendo» a tres encumbradas damas, y ahora, precisamente, los sentidos no engañan a don Quijote, que ve la realidad tal cual es: tres zafias labradoras. Y naturalmente, la culpa la tendrán los encantadores, que sólo para don Quijote han mudado la realidad, pero ahora inversamente a cómo ocurría en la primera parte.
La diferencia entre un tipo de aventura y otro, o sea entre las de la primera parte y las de la segunda, se advierte en dos frases paralelas. Cuando don Quijote afirmó que veía dos inmensos ejércitos a punto de entrar en batalla y que oía relinchar los caballos y sonar los clarines, Sancho respondió: «No oigo otra cosa sino muchos balidos de ovejas y carneros» (I, 18). Ahora, cuando Sancho le insiste en que avanzan por el camino Dulcinea y sus dos doncellas, don Quijote afirma: «Yo no veo sino a tres labradoras sobre tres borricos» (II, 10). Los papeles se han invertido.
La carreta de las Cortes de la Muerte.
Siguiendo su camino don Quijote y Sancho topan con un carro en el que van extraños e insólitos personajes: guía las mulas un demonio y dentro viajan la Muerte, un ángel, un emperador, Cupido, un caballero y otras personas, todo lo cual sobresalta a don Quijote, que amenazadoramente exige que digan qué gente es y adónde van. El diablo explica que son una compañía de cómicos que van de pueblo en pueblo ofreciendo el auto sacramental de Las Cortes de la Muerte, que aquella mañana han representado en un lugar próximo, y como por la tarde lo tienen que volver a representar en otra aldea muy cercana, no se han quitado los disfraces. Don Quijote platica con los cómicos, pero Rocinante, espantado por una burla que hace un mamarracho con unas vejigas, echa a correr y derriba a su dueño. Otro de la compañía la emprende con el asno de Sancho. Don Quijote estaba dispuesto a acometer a los cómicos, que con piedras en la mano lo esperaban, pero Sancho le hizo ver que se trataba de una temeridad luchar contra un escuadrón en el que figuraban la Muerte, emperadores y ángeles buenos y malos y ningún caballero andante (II, 11). Y adviértase que Lope de Vega escribió un Auto sacramental de las Cortes de la Muerte, varios de cuyos personajes corresponden a los que aparecen en este episodio del Quijote, que termina sin más complicaciones, y da lugar a una ingeniosa conversación entre amo y criado.
El Caballero de los Espejos o del Bosque.
Todas las personas sensatas han estado diciendo y repitiendo a don Quijote que en el mundo no existen caballeros andantes, por lo menos en tiempos modernos, y que no son más que fantasías de los autores de libros vanos y mentirosos. Pero he aquí que la noche siguiente con gran sorpresa de don Quijote y de Sancho —y mucho más del lector— encuentran en despoblado a un caballero andante, armado de todas sus armas, melancólico y enamorado de una dama llamada Casildea de Vandalia, a la que canta un enternecedor soneto. Va, además, acompañado de un escudero. Se trata del Caballero de los Espejos, que pronto traba conversación con don Quijote, mientras Sancho departe amigablemente con el escudero, en uno de los capítulos más graciosos de la novela (II, 13). Los caballeros discuten sobre la belleza de las respectivas damas y, como era de esperar, deciden zanjar el problema mediante una batalla singular que deberá celebrarse en cuanto amanezca.
Al clarear Sancho se sorprende por la extraordinaria desmesura de las narices del escudero. El Caballero del Bosque, por su parte, lleva el rostro cubierto con la celada, y se niega a mostrarlo cuando don Quijote se lo pide. Luchan ambos y don Quijote derriba por el suelo a su adversario. Entonces ocurre algo sorprendente: cuando don Quijote le quita el yelmo para ver si estaba muerto y le descubre la cara, se encuentra con el rostro del bachiller Sansón Carrasco. Ello sorprende también a Sancho, que se queda estupefacto cuando ve al otro escudero sin narices y que, sin tan desmesurado aditamento, no es otro que Tomé Cecial, su compadre y vecino.
Don Quijote llega a la conclusión de que se trata de una nueva jugarreta de los encantadores que le persiguen, que para quitarle la gloria de la batalla ganada han convertido al Caballero de los Espejos en el bachiller y a su escudero en Tomé Cecial. A pesar de ello impone a su adversario que confiese que Dulcinea es más hermosa que Casildea de Vandalia y que se encamine hacia el Toboso para ponerse a la voluntad de aquélla.
A continuación inserta Cervantes un brevísimo capítulo (II, 15) para aclarar al lector la aventura pasada. Sansón Carrasco, de acuerdo con el cura y el barbero, se había disfrazado de caballero andante con la intención de buscar a don Quijote, obligarle a combatir, vencerle y exigirle que se volviera a su pueblo y no saliera de él en dos años, con lo que se contaba que el hidalgo podría sanar de su locura. Tomó como escudero al vecino y compadre de Sancho Panza, desfigurado con unas narices postizas, y salió en busca de don Quijote. Pero sucedió al revés de como se imaginaba, y él fue el vencido. Como consecuencia de ello Sansón Carrasco, irritado por su fracaso, se propuso volver a buscar a don Quijote, ahora ya no sólo para hacerle entrar en juicio, sino también para vengarse de él.
La consecuencia de esta aventura fue que don Quijote quedó convencido de que existían caballeros andantes, de que se daban en realidad lances como los de los libros de caballerías y de que los malignos encantadores seguían deformándole lo que percibía con los sentidos, ahora cuando éstos no le engañaban.
En este episodio quien parodia los libros de caballería es Sansón Carrasco, que hace cuanto puede por amoldarse a los trances de la lectura predilecta de don Quijote. Cuando se da cuenta de que está cerca de éste ordena a su escudero quite los frenos a los caballos y los deje pacer y, «el decir esto y el tenderse en el suelo todo fue a un mesmo tiempo; y al arrojarse hicieron ruido las armas, manifiesta señal por donde conoció don Quijote que debía de ser caballero andante» (I, 12); y acto seguido se pone a cantar el soneto amoroso: «Dadme, señora, un término que siga…» En el libro de Lisuarte de Grecia, estando el protagonista a medianoche en un bosque «oyó pisadas de caballo, y estuvo quedo por ver qué sería; y vio que era un caballero armado que, apeándose del caballo, le quitó el freno y le dejó pacer; y no tardó mucho que, dando un suspiro, dijo: —¡Oh, amor, cuán alto me pusiste haciéndome tan bienaventurado que amé a la que en el mundo par no tiene!» Y también Lisuarte y el desconocido, que resulta ser Perión de Gaula, discuten sobre la belleza de sus respectivas señoras, aunque no llegan a luchar.
Con el Caballero del Verde Gabán y la aventura de los leones.
Comentando Sancho y don Quijote la transformación del Caballero de los Espejos y su escudero en Sansón Carrasco y Tomé Cecial, son alcanzados por un hombre montado en una yegua, vestido de un gabán de paño verde fino, con quien deciden hacer la ruta y con quien departen reposadamente. Se trata de don Diego de Miranda, a quien Cervantes llama el Caballero del verde gabán, prototipo de persona discreta, instruida, acomodada, de buenas y sanas costumbres, que se admira de la locura de don Quijote, aunque quede prendado de su ingenio y oponga al afán de aventuras de nuestro hidalgo, su vida plácida, ordenada y libre de sobresaltos. Luego invitará a don Quijote a su casa, en una aldea próxima, donde su hijo, joven dado a la poesía, mantiene pláticas literarias con el hidalgo manchego, quien así pone de manifiesto una vez más su agudo criterio, siempre tan sensato y tan culto mientras no se toque su manía caballeresca.
Pero mientras viajan con el Caballero del verde gabán acaece la aventura de los leones. Se encuentran con un carro en el que son conducidos dos bravos leones de Orán, que son llevados a la corte para ser ofrecidos al Rey. Con gran espanto de Sancho y de don Diego de Miranda, y a pesar de las amonestaciones y súplicas del leonero, don Quijote se hace abrir la jaula del león macho, y espera valientemente que salga para luchar con él. Don Quijote recordaba episodios de los libros de caballerías en los que sus héroes habían vencido a fuertes y temibles leones. Palmerín de Oliva, Palmerín de Inglaterra, Primaleón, Policisne, Florambel de Lucea y otros muchos habían salido victoriosos en espantosas batallas contra tan feroces animales. Pero hasta los leones de la realidad han perdido aquella fiereza de los leones de los libros de caballerías. El feliz final de esta aventura es el siguiente:
Visto el leonero ya puesto en postura a don Quijote, y que no podía dejar de soltar al león macho, so pena de caer en la desgracia del indignado y atrevido caballero, abrió de par en par la primera jaula, donde estaba, como se ha dicho, el león, el cual pareció de grandeza extraordinaria y de espantable y fea catadura. Lo primero qué hizo fue revolverse en la jaula, donde venía echado, y tender la garra, y desperezarse todo; abrió luego la boca y bostezó muy despacio, y con casi dos palmos de lengua que sacó fuera se despolvoreó los ojos y se lavó el rostro; hecho esto, sacó la cabeza fuera de la jaula y miró a todas partes con los ojos hechos brasas, vista y ademán para poner espanto a la misma temeridad. Sólo don Quijote lo miraba atentamente, deseando que saltase ya del carro y viniese con él a las manos, entre las cuales pensaba hacerle pedazos. Hasta aquí llegó el extremo de su jamás vista locura. Pero el generoso león, más comedido que arrogante, no haciendo caso de niñerías ni de bravatas, después de haber mirado a una y otra parte, como se ha dicho, volvió las espaldas y enseñó sus traseras partes a don Quijote, y con gran flema y remanso se volvió a echar en la jaula (II, 17).
Las bodas de Camacho.
Como un descanso o paréntesis en la busca de aventuras se coloca aquí el episodio de la historia sentimental de Basilio el pobre, Quiteria la hermosa y Camacho el rico (II, 19-21). Éste, gracias a su gran fortuna, ha logrado la mano de la moza, de la que está enamorado Basilio. Se preparan unas magníficas bodas, opíparo banquete campesino que Cervantes describe con los más suculentos pormenores. Basilio sale al paso de los contrayentes y con voz trémula y ronca recuerda a la ingrata Quiteria sus promesas, y tras un emocionado parlamento se traspasa con un estoque y queda bañado en sangre. Ello produce la natural impresión, pues todos creen que Basilio va a morir muy pronto. El mozo, con voz desmayada, pide a Quiteria que en este último trance de su vida le dé la mano de esposa, y asegura que si no se hace así, no se confesará. El propio Camacho, para que no se pierda el alma de Basilio por considerársele suicida, accede a que Quiteria junte sus manos con las del que parece moribundo y que el cura les eche la bendición. Apenas lo ha hecho, Basilio se levanta ligeramente del suelo mientras los circunstantes, maravillados, gritan «¡Milagro, milagro!». A lo que Basilio responde: «¡No milagro, milagro, sino industria, industria!» (II, 21), o sea, ingenio, traza engañosa. Porque, en efecto, el joven despreciado se había acomodado en el cuerpo un canuto lleno de sangre, que atravesó con el estoque con tal habilidad que todos creyeron que se había herido mortalmente. Gracias a esto logró Basilio casarse con Quiteria; y cuando Camacho y sus parientes tomaron las espadas para atacar al astucioso mozo, don Quijote intervino a su favor con un parlamento lleno de buen sentido. La contienda se pacificó, y Basilio, agradecido, acogió en su casa a don Quijote y a Sancho.
Aventura de la cueva de Montesinos.
Don Quijote, deseoso de visitar la cueva de Montesinos, próxima a una de las lagunas de Ruidera, donde nace el Guadiana, consigue como guía al primo de un licenciado que antes había encontrado en el camino (II, 19), hombre pintoresco al que Cervantes llamará simplemente el Primo. Se trata de una especie de don Quijote de la erudición, ya que este chiflado personaje está escribiendo un libro que se llamará Metamorfoseos u Ovidio español en el que explica quiénes fueron la Giralda de Sevilla, los Toros de Guisando, la Sierra Morena, las fuentes de Leganitos y de Lavapiés de Madrid, etc; y otro, titulado Suplemento a Virgilio Polidoro que, como su nombre indica, pretende ser una continuación de una obra muy leída, el De inventoribus rerum del italiano Polidoro Vergilio (1470-1550), y en la que, entre otras cosas, piensa poner en claro «quién fue el primero que tuvo catarro en el mundo». Este loco de la erudición hace muy buenas migas con don Quijote, a quien toma en serio incluso cuando dice los mayores disparates y de cuyo juicio no duda jamás. Don Quijote y el Primo son tal para cual, y se avienen perfectamente. Afirma que «su profesión era ser humanista», con lo que sin duda alguna Cervantes, hombre de formación no universitaria y que veía con sorna la erudición, se está burlando de los sabios de su tiempo. Es posible que con este estrafalario personaje Cervantes intente satirizar a algún erudito determinado, tal vez a Francisco de Luque Faxardo, autor de un interesante libro titulado Fiel desengaño contra la ociosidad y los juegos, que se publicó en 1603.
Guiados por el Primo llegan don Quijote y Sancho a la cueva de Montesinos, y el hidalgo manchego se introduce en ella mediante una soga. Media hora después el Primo y Sancho tiraron de la cuerda y sacaron a don Quijote completamente dormido (II, 22). Una vez hubo despertado explicó a sus dos oyentes lo que había visto en la cueva, «cuya imposibilidad y grandeza hace que se tenga esta aventura por apócrifa». Don Quijote, en esta aventura, precedente de la moderna espeleología, ha tenido en la cueva un sueño completamente de acuerdo con sus fantasías caballerescas e inspirado en un episodio similar de Las sergas de Esplandián.
Don Quijote se encontró en un maravilloso palacio en el que le recibió un anciano de largas barbas que resultó ser Montesinos, gran amigo de Durandarte, caballero muerto en Roncesvalles, cuyo cuerpo estaba allí tendido sobre un sepulcro de mármol. Apareció un cortejo de doncellas enlutadas, acompañando a Belerma, la dama de Durandarte. Montesinos explicó que todos ellos y otros más —la reina Ginebra, Lanzarote, etcétera— estaban en aquel maravilloso palacio encantados por Merlín y en espera de ser desencantados por don Quijote de la Mancha. Éste vio luego, «saltando y brincando como cabras» a tres labradoras que resultan ser Dulcinea del Toboso y sus dos acompañantes, en la misma figura que las vio cuando se las mostró Sancho, que hace poco, según dice Montesinos, que llegaron allí y están asimismo encantadas. Dulcinea, por medio de una de sus acompañantes, pide a don Quijote que le preste bajo fianza seis reales, y el caballero, aunque extrañado de que los encantados necesiten dinero, le da todo lo que lleva, que son sólo cuatro reales.
Hay en esta visión de don Quijote —que ni él ni el Primo reconocerán que sea un sueño, al contrario de Sancho— una serie de elementos carolingios y artúricos de acuerdo con las peculiares variantes del romancero castellano, del cual Montesinos, Durandarte y Belerma eran figuras de todos conocidas. Cervantes inventa a un escudero de Durandarte, Guadiana, a la dueña Ruidera y a sus siete hijas y dos sobrinas para dar a la visión un matiz de fábula mitológica al estilo de Ovidio y Boccaccio. Pero todo ello, claro está, con un constante humorismo y con una clara intención de parodiar episodios semejantes, que abundan en los libros de caballerías. Lo más curioso es la actitud de don Quijote, que va explicando su visión sin darse plena cuenta de los elementos grotescos que hay en ella. Ya se habrá advertido que la transformación de Dulcinea en una zafia labradora, debida a la mentira de Sancho, se ha impuesto de tal suerte en el espíritu de don Quijote que se le ha reaparecido en este caballeresco trasmundo de seres encantados. Precisamente el hecho de hallarse Dulcinea encantada constituirá un elemento de gran importancia en el resto de la obra.
El retablo de maese Pedro.
Don Quijote, Sancho y el Primo llegan a una venta «no sin gusto de Sancho, por ver que su señor la juzgó por verdadera venta, y no por castillo, como solía» (II, 24), observación que revela que Cervantes ha cambiado decididamente la técnica de su novela en esta segunda parte y tercera salida de don Quijote. Ahora verá las ventas tal como son, del mismo modo que vio a las labradoras como labradoras.
A la venta llega un tal maese Pedro, con casi media cara tapada con un tafetán y que es recibido con gran alegría por el ventero, ya que lleva un mono adivino y un teatrillo portátil de títeres. Es grande la sorpresa de don Quijote y de Sancho cuando el mono hace como si hablara al oído de maese Pedro y éste entonces se arroja a los pies del caballero llamándole por su nombre y saludándole como el «resucitador insigne de la ya puesta en olvido andante caballería» (II, 25). El mono, siempre a través de su amo, responde a preguntas de don Quijote, y finalmente, montado el teatrillo, se hace una representación de títeres, en la que maese Pedro es ayudado por un muchacho.
Se trata de un teatro de marionetas muy similar al de los «pupi» que todavía se conservan en Sicilia, y maese Pedro ofrece a los que se encuentran en la venta la historia de Gaiferos y Melisendra según los romances que circulaban sobre estos personajes del ciclo carolingio. Don Quijote presencia la representación con serenidad y agrado y hace comentarios muy atinados, como es observar que no es propio de una ciudad mora que tañan en ella las campanas. Pero cuando la pareja Gaiferos y Melisendra huye de Sansueña perseguida por los moros, don Quijote desenvaina la espada y arremete a cuchilladas con los títeres, estropeando gran parte de ellos y derribando todo el teatrillo o retablo. Tranquilizado don Quijote, confiesa que los encantadores que le persiguen le hicieron creer que las figurillas eran seres de verdad y que la representación era en realidad la historia de Gaiferos y Melisendra, y ofrece a maese Pedro pagarle en moneda los destrozos que le ha causado.
Callaron todos, tirios y troyanos, quiero decir; pendientes estaban todos los que el retablo miraban, de la boca del declarado de sus maravillas, cuando se oyeron sonar en el retablo cantidad de atabales y trompetas, y dispararse mucha artillería, cuyo rumor pasó en tiempo breve, y luego alzó la voz el muchacho, y dijo:
—Esta verdadera historia que aquí a vuesas mercedes se representa es sacada al pie de la letra de las corónicas francesas y de los romances españoles que andan en boca de las gentes y de los muchachos por esas calles. Trata de la libertad que dio el señor don Gaiferos a su esposa Melisendra, que estaba cautiva en España, en poder de moros, en la ciudad de Sansueña, que así se llamaba entonces la que hoy se llama Zaragoza; y vean vuesas mercedes allí como está jugando a las tablas don Gaiferos, según aquello que se canta:
jugando está a las tablas don Gaiferos,
que ya de Melisendra está olvidado.
Y aquel personaje que allí asoma con corona en la cabeza y ceptro en las manos es el emperador Carlomagno, padre putativo de la tal Melisendra, el cual, mohíno de ver el ocio y descuido de su yerno, le sale a reñir; y adviertan con la vehemencia y ahínco que le riñe, que no parece sino que le quiera dar con el ceptro media docena de coscorrones, y aun hay autores que dicen que se los dio, y muy bien dados; y después de haberle dicho muchas cosas acerca del peligro que corría su honra en no procurar la libertad de su esposa, dicen que le dijo: «Harto os he dicho: miradlos.»
Miren vuestras mercedes también como el emperador vuelve las espaldas y deja despechado a don Gaiferos, el cual ya ven como arroja, impaciente de la cólera, lejos de sí el tablero y las tablas, y pide apriesa las armas, y a don Roldán su primo pide prestada su espada Durindana, y como Roldán no se la quiere prestar, ofreciéndole su compañía en la difícil empresa en que se pone; pero el valeroso enojado no lo quiere aceptar; antes dice que él solo es bastante para sacar a su esposa, si bien estuviese metida en el más hondo centro de la tierra; y con está, se entra a armar, para ponerse luego en camino. Vuelvan vuestras mercedes los ojos a aquella torre que allí parece, que se presupone que es una de las torres del alcázar de Zaragoza, que ahora llaman la Aljafería; y aquella dama que en aquel balcón parece, vestida a lo moro, es la sin par Melisendra, que desde allí muchas veces se ponía a mirar el camino de Francia, y puesta la imaginación en París y en su esposo, se consolaba en su cautiverio. Miren también un nuevo caso que ahora sucede, quizá no visto jamás. ¿No ven aquel moro que callandico y pasito a paso, puesto el dedo en la boca, se llega por las espaldas de Melisendra? Pues miren cómo la da un beso en mitad de los labios, y la priesa que ella se da a escupir, y a limpiárselos con la blanca manga de su camisa, y cómo se lamenta, y se arranca de pesar sus hermosos cabellos, como si ellos tuvieran la culpa del maleficio. Miren también cómo aquel grave moro que está en aquellos corredores es el rey Marsilio de Sansueña; el cual, por haber visto la insolencia del moro, puesto que era un pariente y gran privado suyo, le mandó luego prender, y que le den docientos azotes, llevándole por las calles acostumbradas de la ciudad,
con chilladores delante
y envaramiento detrás;
y veis aquí donde salen a ejecutar la sentencia, aun bien apenas no habiendo sido puesta en ejecución la culpa; porque entre moros no hay «traslado a la partes, ni «a prueba y estése», como entre nosotros.
—Niño, niño —dijo con voz alta a esta sazón don Quijote—, seguid vuestra historia línea recta, y no os metáis en las curvas o transversales; que para sacar una verdad en limpio menester son muchas pruebas y repruebas.
También dijo maese Pedro desde dentro:
—Muchacho, no te metas en dibujos, sino haz lo que ese señor te manda, que será lo más acertado; sigue tu canto llano, y no te metas en contrapuntos, que se suelen quebrar de sotiles.
—Yo la haré así —respondió el muchacho, y prosiguió, diciendo—: Esta figura que aquí parece a caballo, cubierta con una capa gascona, es la mesma de don Gaiferos, a quien su esposa, ya vengada del atrevimiento del enamorado moro, con mejor y más sosegado semblante, se ha puesto a los miradores de la torre, y habla con su esposo creyendo que es algún pasajero, con quien pasó todas aquellas razones y coloquios de aquel romance que dicen
Caballero, si a Francia ides,
por Gaiferos preguntad;
las cuales no digo yo ahora, porque de la prolijidad se suele engendrar el fastidio; basta ver cómo don Gaiferos se descubre, y que por los ademanes alegres que Melisendra hace se nos da a entender que ella le ha conocido, y más ahora que veemos se descuelga del balcón, para ponerse en las ancas del caballo de su buen esposo. Mas, ¡ay, sin ventura!, que se le ha asido una punta del faldellín de uno de los hierros del balcón, y está pendiente en el aire, sin poder llegar al suelo. Pero veis cómo el piadoso cielo socorre en las mayores necesidades; pues llega don Gaiferos, y sin mirar si se rasgará o no el rico faldellín, ase della, y mal su grado la hace bajar al suelo, y luego, de un brinco, la pone sobre las ancas de su caballo, a horcajadas como hombre, y la manda que se tenga fuertemente y le eche los brazos por las espaldas, de modo que los cruce en el pecho, porque no se caiga, a causa que no estaba la señora Melisendra acostumbrada a semejantes caballerías. Veis también cómo los relinchos del caballo dan señales que va contento con la valiente y hermosa carga que lleva en su señor y en su señora. Veis cómo vuelven las espaldas y salen de la ciudad, y alegres y regocijados toman de París la vía. ¡Vais en paz, oh par sin par de verdaderos amantes! ¡Lleguéis a salvamento a vuestra deseada patria, sin que la fortuna ponga estorbo en vuestro felice viaje! ¡Los ojos de vuestros amigos y parientes os vean gozar en paz tranquila los días, que los de Néstor sean, que os quedan de la vida!
Aquí alzó otra vez la voz maese Pedro, y dijo:
—Llaneza, muchacho; no te encumbres, que toda afectación es mala.
No respondió nada el intérprete; antes prosiguió, diciendo:
—No faltaron algunos ociosos ojos, que lo suelen ver todo, que no viesen la bajada y la subida de Melisendra, de quien dieron noticia al rey Marsilio, el cual mandó luego tocar al arma; y miren con qué priesa; que ya la ciudad se hunde con el son de las campanas, que en todas las torres de las mezquitas suenan.
—¡Eso no! —dijo a esta sazón don Quijote—: En esto de las campanas anda muy impropio maese Pedro, porque entre moros no se usan campanas, sino atabales, y un género de dulzainas que parecen chirimías; y esto de sonar campanas en Sansueña sin duda que es un gran disparate.
Lo cual oído por maese Pedro, cesó el tocar, y dijo:
—No mire vuesa merced en niñerías, señor don Quijote, ni quiera llevar las cosas tan por el cabo, que no se le halle. ¿No se representan por ahí, casi de ordinario, mil comedias llenas de mil impropiedades y disparates, y, con todo eso, corren felicísimamente su carrera, y se escuchan no sólo con aplauso, sino con admiración y todo? Prosigue, muchacho, y deja decir; que como yo llene mi talego, siquiere represente más impropiedades que tiene átomos el sol.
—Así es la verdad —replicó don Quijote.
Y el muchacho dijo:
—Miren cuánta y cuán lucida caballería sale de la ciudad en siguimiento de los dos católicos amantes; cuántas trompetas que suenan, cuántas dulzainas que tocan y cuántos atabales y atambores que retumban. Témome que los han de alcanzar, y los han de volver atados a la cola de su mismo caballo, que sería un horrendo espetáculo.
Viendo y oyendo, pues, tanta morisma y tanto estruendo don Quijote, parecióle ser bien dar ayuda a los que huían, y levantándose en pie, en voz alta dijo:
—No consentiré yo que en mis días y en mi presencia se le haga superchería a tan famoso caballero y a tan atrevido enamorado como don Gaiferos. ¡Deteneos, mal nacida canalla; no le sigáis ni persigáis; si no, conmigo sois en la batalla!
Y diciendo y haciendo, desenvainó la espada, y de un brinco se puso junto al retablo, y con acelerada y nunca vista furia comenzó a llover cuchilladas sobre la titerera morisma, derribando a unos, descabezando a otros, estropeando a éste, destrozando a aquél, y, entre otros muchos, tiró un altibajo tal que si maese Pedro no se abaja, se encoge y agazapa, le cercenara la cabeza con más facilidad que si fuera hecha de masa de mazapán. Daba voces maese Pedro, diciendo:
—Deténgase vuesa merced, señor don Quijote, y advierta que estos que derriba, destroza y mata no son verdaderos moros, sino unas figurillas de pasta. ¡Mire, pecador de mí, que me destruye y echa a perder toda mi hacienda!
Mas no por esto dejaba de menudear don Quijote cuchilladas, mandobles, tajos y reveses como llovidos. Finalmente, en menos de dos credos dio con todo el retablo en el suelo, hechas pedazos y desmenuzadas todas sus jarcias y figuras: el rey Marsilio, mal herido, y el emperador Carlomagno, partida la corona y la cabeza en dos partes: Alborotóse el senado de los oyentes, huyóse el mono por los tejados, de la ventana, temió el primo, acobardóse el paje, y hasta el mesmo Sancho Panza tuvo pavor grandísimo, porque, como él juró después de pasada la borrasca, jamás había a su señor con tan desatinada cólera. Hecho, pues, el general destrozo del retablo, sosegóse un poco don Quijote, y dijo:
—Quisiera yo tener aquí delante en este punto todos aquellos que no creen, ni quieren creer, de cuánto provecho sean en el mundo los caballeros andantes: miren, si no me hallara yo aquí presente, qué fuera del buen don Gaiferos y de la hermosa Melisendra; a buen seguro que ésta fuera ya la hora que los hubieran alcanzado estos canes, y les hubieran hecho algún desaguisado. En resolución, ¡viva la andante caballería sobre cuantas cosas hoy viven en la tierra!
—¡Viva en hora buena —dijo a esta sazón con voz enfermiza maese Pedro—, y muera yo, pues soy tan desdichado, que puedo decir con el rey don Rodrigo:
Ayer fue señor de España…
y hoy no tengo una almena
que pueda decir que es mía!
No ha media hora, ni aun un mediano momento, que me vi señor de reyes y de emperadores, llenas mis caballerizas y mis cofres y sacos de infinitos caballos y de innumerables galas, y agora me veo desolado y abatido, pobre y mendigo, y, sobre todo, sin mi mono, que a fe que primero que le vuelva a mi poder me han de sudar los dientes; y todo por la furia mal considerada deste señor caballero, de quien se dice que ampara pupilos, y endereza tuertos, y hace otras obras caritativas, y en mí solo ha venido a faltar su intención generosa, que sean benditos y alabados los cielos, allá donde tienen más levantados sus asientos. En fin, el Caballero de la Triste Figura había de ser aquel que había de desfigurar las mías (II, 26).
Así acaba la aventura del retablo, y Cervantes se apresura a explicar a los lectores que maese Pedro no era otro que Ginés de Pasamonte, el galeote libertado por el hidalgo manchego, que temeroso de la justicia se había cubierto parte del rostro con un tafetán para no ser reconocido y que con el mono adivino y el teatrillo iba ganándose el sustento. Como conocía perfectamente a don Quijote, así que lo vio en la venta pudo fingir que el mono había descubierto su personalidad y profesión de caballero andante.
La aventura del rebuzno.
El episodio de maese Pedro y su retablo está intercalado en la aventura o cuento del rebuzno, historieta de tipo tradicional sobre la rivalidad entre dos pueblos vecinos que están a punto de llegar a las armas. Don Quijote se sitúa entre los rústicos combatientes y les dirige una sabia y elocuente arenga incitándoles a la paz, pero por desgracia interviene en ello Sancho, complementando el parlamento de su amo con reflexiones propias que acaban con un sonoro y retumbante rebuzno. Los que le escuchan creen que se está burlando de ellos y le acometen con palos y piedras (II, 27).
La aventura del barco encantado.
Don Quijote y Sancho llegan al Ebro y se ofrece a su vista «un pequeño barco sin remos ni otras jarcias algunas, que estaba atado en la orilla a un tronco de árbol que en la ribera estaba. Miró don Quijote a todas partes, y no vio persona alguna; y luego, sin más ni más, se apeó de Rocinante y mandó á Sancho que lo mesmo hiciese del rucio, y que a entrambas bestias las atase muy bien, juntas al tronco de un álamo o sauce que allí estaba» (II, 29). Compárense estos detalles con una aventura de Palmerín de Inglaterra: «andando por la ribera del agua… y mirando a todas partes, vio entre dos peñas, adonde el agua hacía un remanso, un batel muy grande atado con una cuerda a un álamo… y mirando por todas partes por ver si quien allí el barco había traído eran salidos a tomar algún refresco, no solamente no vio gente mas ni aun rumor della, y viendo esto mandó a Selvián que le tuviese el caballo, porque quería entrar dentro en el batel» (Palmerín de Ingalaterra, I, 56). Cervantes hace de la travesía del Ebro de don Quijote y Sancho un remedo del maravilloso viaje de Palmerín, tema que es a su vez un tópico de la literatura caballeresca, donde es tan frecuente que un navío abandonado conduzca, sin nadie que lo gobierne, a un héroe famoso. La fantasía de don Quijote se exalta, y se cree que siguiendo el curso del río han llegado al mar y han pasado la línea equinoccial. Pero el pequeño barco está alcanzando la otra orilla del río con peligro de dar contra las ruedas de una aceña, y al reparar en ello acuden los molineros, blancos de harina, con varas apropiadas para detener la embarcación. Don Quijote se sobresalta al ver a aquellos hombres enharinados y los increpa como si fueran seres malvados que tienen a una persona cautiva en su fortaleza, y los insulta, desafía y amenaza con la espada.
Los molineros consiguen detener el barco, no sin que don Quijote y su escudero Sancho se zambullan en el río.
En el palacio de los Duques.
Desde el capítulo 30 hasta el 57 de esta segunda parte de la novela don Quijote y Sancho son acogidos por unos Duques que tenían su residencia en aquellas tierras aragonesas. Aunque Cervantes jamás indica su nombre ni su título y no denomina el lugar donde está situado el palacio en que residen, se suele afirmar que parecen estar inspirados en don Carlos de Borja y doña María Luisa de Aragón, duques de Luna y Villahermosa, que tenían una residencia en Pedrola.
Los Duques han leído la primera parte del Quijote, y por lo tanto cuando conocen al hidalgo manchego y a su escudero saben perfectamente de qué pie cojean ambos: la locura caballeresca y el ingenio de don Quijote y la ambición y donaires de Sancho. Ricos aristócratas, con una verdadera corte de servidores y criados, los Duques deciden aprovechar el paso de don Quijote y Sancho por sus propiedades para divertirse a costa de ellos, como si hubiesen tenido la suerte de encontrar a dos bufones. Así, pues, el Duque ordena a toda su servidumbre que siga el humor de don Quijote y que se comporte al estilo de las cortes de los libros de caballerías. Si bien a ello se opone indignado e iracundo el capellán del palacio, que lo abandona mientras don Quijote reside en él, el mayordomo del Duque, hombre ingenioso y conocedor de los lances de los libros de caballerías, colaborará eficazmente en esta gran farsa.
Con gran delicadeza, pero despiadadamente en ciertas ocasiones, tratarán los Duques a don Quijote y a Sancho, y no repararán en dificultades a fin de hacerles creer que viven en el ambiente de los libros de caballerías, pues gracias a su fortuna y a su poder harán una complicada imitación del mundo caballeresco y de las aventuras de los antiguos caballeros andantes que, sin necesidad de desfigurar la realidad, revivirán artificialmente en don Quijote y en Sancho.
El encuentro de amo y criado con estos aristócratas es meramente casual. Al atardecer del día siguiente de haber atravesado el Ebro topan con una bella cazadora, a la que don Quijote hace saludar solemnemente por Sancho. La cazadora, que es la Duquesa, afirma ya tener noticia de don Quijote y Sancho por la primera parte de sus aventuras, que anda impresa, y los acoge con grandes muestras de alegría. A la Duquesa le hacen mucha gracia los modales y la conversación de Sancho, quien llega a sentir un gran afecto por la dama sin percibir exactamente que no constituye para ella más que un objeto de diversión.
Al lado de los Duques don Quijote y Sancho entran por vez primera en un ambiente aristocrático y refinado y conviven con la nobleza. El mundo de venteros, cabreros, pastores, cuadrilleros y de labradores más o menos acomodados, en el que hasta ahora han estado inmersos casi siempre, se sustituye por el de la etiqueta palaciega, el lujo suntuoso y el poder de una auténtica corte, que, aunque reproduce con toda fidelidad el esplendor de algunas casas nobles de principios del siglo XVII, por su boato, magnificencia, elegancia y apego a una vieja tradición, conserva elementos y actitudes que en cierto modo se asemejan al ambiente medieval descrito en los libros de caballerías. Ya no será preciso que don Quijote imagine, en su demente fantasía, un mundo irreal, pues el que le circunda se amolda a sus ensueños literarios; y por otra parte las órdenes del Duque, que exigirá a su servidumbre que lo trate como un caballero andante y que invente trances novelescos, acrecentarán este ambiente novelesco, que Cervantes ha creado con sumo cuidado y sin olvidar ni un solo momento la más elemental verosimilitud.
Sólo dos personas del palacio se excluyen de la consigna dada por el Duque: el eclesiástico ya aludido, que malhumoradamente interpela a don Quijote por sus sandeces y reconviene a su señor por organizar tal farsa, y cierta dama de honor de la Duquesa llamada doña Rodríguez, tipo inolvidable porque en él Cervantes ha pintado magistralmente a la mujer tonta y la ha hecho obrar y hablar de la manera más estúpida y mentecata posible. Doña Rodríguez, en su integral estulticia, cree a pies juntillas que don Quijote es un caballero andante e incluso acude a él, como una dueña menesterosa de las que tanto abundan en los libros de caballerías, para que defienda el honor de su hija, que ha sido burlada por el hijo de un labrador rico. Como es natural, don Quijote accederá a defender en batalla singular el honor de la hija de doña Rodríguez, para lo cual el Duque hará construir un tablado y dispondrá la presencia de jueces de campo, como en las novelas. Pero en lugar del hijo del labrador, causante de la deshonra, hará que se apreste a luchar con don Quijote un lacayo llamado Tosilos, el cual, cuando se entera de que va a batallar por no casarse con la joven Rodríguez, que le ha gustado físicamente, renunciará a la batalla y se dará por vencido (II, 48 y 56). Pero este episodio se desarrolla al final de la estancia de don Quijote en el palacio de los Duques.
La profecía de Merlín.
En una cacería que organiza el Duque en honor de don Quijote, aparece de improviso uno de los criados de aquél, disfrazado de diablo, que anuncia la llegada de un cortejo de encantadores que traen sobre un carro triunfal a Dulcinea del Toboso. En efecto, al cerrar la noche y precedidos de músicas y de ruidos estremecedores, llegan un carro tirado de bueyes y toda suerte de personas disfrazadas de magos y encantadores, entre quienes se destaca el sabio Merlín, el cual pronuncia ante don Quijote una cómica y solemne profecía en verso, al estilo de las que en la Edad Media se atribuían a aquel diabólico personaje.
En la profecía se anuncia que Dulcinea está encantada en forma de rústica aldeana (o sea como, gracias a la mentira de su escudero, creyó verla don Quijote) y que sólo recobrará su estado primero (o sea el de una gran dama) cuando Sancho se haya dado tres mil trescientos azotes «en ambas sus valientes posaderas». Ante las protestas del escudero, don Quijote se dispone a darle los azotes a viva fuerza, pero interviene Merlín y puntualiza que el desencanto sólo tendrá efecto si Sancho recibe los azotes «por su buena voluntad, y no por fuerza, y en el tiempo que él quisiere», pues no se exige plazo fijo (II, 35).
Este embuste implica una nueva situación en las relaciones entre amo y escudero, situación que perdura hasta el fin de la novela. Don Quijote se verá obligado a importunar, rogar y suplicar a su criado para que de cuando en cuando se vapulee y con ello se vaya ganando camino hacia el desencanto de Dulcinea. Sancho, si bien no encuentra nada agradable eso de azotarse, tendrá en ello una importante arma contra su amo e incluso se hará pagar en dinero cada uno de los azotes.
La aventura de Clavileño.
A la profecía de Merlín sigue la larga e interesante aventura de la condesa Trifaldi, o dueña Dolorida, y de Clavileño (II, 36-41). La Trifaldi se presenta ante don Quijote con un grotesco cortejo de damas barbudas para pedirle que vaya a la lejana isla de Candaya a desencantar a la infanta Antonomasia y a don Clavijo, convertidos por el gigante Malambruno, ella en una simia de bronce, y él en un espantoso cocodrilo. Sólo a don Quijote estaba reservada la hazaña de hacerles recobrar su primitiva forma.
Los criados del Duque realizan toda esta farsa con notable propiedad y remendando con verdadero acierto las situaciones, el estilo y el lenguaje de los libros de caballerías. Para ir a Candaya es preciso montar en un caballo de madera, llamado Clavileño, que lleva rápidamente por los aires a las regiones más apartadas.
Don Quijote y Sancho montan en el caballo de madera, que acaban de traer cuatro «salvajes»; les cubren los ojos con un pañuelo.
Cubriéronse, y sintiendo don Quijote que estaba como había de estar, tentó la clavija, y apenas hubo puesto los dedos en ella cuando las dueñas y cuantos estaban presentes levantaron las voces, diciendo:
—¡Dios te guíe, valeroso caballero!
—¡Dios sea contigo, escudero intrépido!
—¡Ya, ya vais por esos aires, rompiéndolos con más velocidad que una saeta!
—¡Ya comenzáis a suspender y admirar a cuantos desde la tierra os están mirando!
—¡Tente, valeroso Sancho, que te bamboleas! ¡Mira no cayas; que será peor tu caída que la del atrevido mozo que quiso regir el carro del Sol, su padre!
Oyó Sancho las voces, y apretándose con su amo y ciñiéndole con los brazos, le dijo:
—Señor, ¿cómo dicen éstos que vamos tan altos, si alcanzan acá sus voces, y no parecen sino que están aquí hablando, junto a nosotros?
—No repares en eso, Sancho, que como estas cosas y estas volaterías van fuera de los cursos ordinarios, de mil leguas verás y oirás lo que quisieres. Y no me aprietes tanto, que me derribas; y en verdad que no sé de qué te turbas ni te espantas, que osaré jurar que en todos los días de mi vida he subido en cabalgadura de paso más llano: no parece sino que no nos movemos de un lugar. Destierra, amigo, el miedo, que, en efecto, la cosa va como ha de ir y el viento llevamos en popa.
—Así es la verdad —respondió Sancho—; que por este lado me da un viento tan recio, que parece que con mil fuelles me están soplando.
Y así era ello; que unos grandes fuelles le estaban haciendo aire: tan bien trazada estaba la tal aventura por el duque y la duquesa y su mayordomo, que no le faltó requisito que la dejase de hacer perfecta. Sintiéndose, pues, soplar don Quijote, dijo:
—Sin duda alguna, Sancho, que ya debemos de llegar a la segunda región del aire, adonde se engendra el granizo y las nieves; los truenos, los relámpagos y los rayos se engendran en la tercera región, y si es que desta manera vamos subiendo, presto daremos en la región del fuego, y no sé yo cómo templar esta clavija para que no subamos donde nos abrasemos.
En esto, con unas estopas ligeras de encenderse y apagarse, desde lejos, pendientes de una caña, les calentaban los rostros. Sancho, que sintió el calor, dijo:
—Que me maten si no estamos ya en el lugar del fuego, o bien cerca; porque una gran parte de mi barba se me ha chamuscado, y estoy, señor, por descubrirme y ver en qué parte estamos.
—No hagas tal —respondió don Quijote—, y acuérdate del verdadero cuento del licenciado Torralba, a quien llevaron los diablos en volandas por el aire, caballero en una caña, cerrados los ojos, y en doce horas llegó a Roma, y se apeó en Torre de Nona, que es una calle de la ciudad, y vio todo el fracaso y asalto y muerte de Borbón, y por la mañana ya estaba de vuelta en Madrid, donde dio cuenta de todo lo que había visto; el cual asimismo dijo que cuando iba por el aire le mandó el diablo que abriese los ojos y los abrió, y se vio tan cerca, a su parecer, del cuerpo de la luna, que la pudiera asir con la mano, y que no osó mirar a la tierra por no desvanecerse. Así que, Sancho, no hay para qué descubrirnos; que el que nos lleva a cargo, él dará cuenta de nosotros, y quizá vamos tomando puntas y subiendo en alto para dejarnos caer de una sobre el reino de Candaya, como hace el sacre o neblí sobre la garza para cogerla, por más que se remonte; y aunque nos parece que no ha media hora que nos partimos del jardín, créeme que debemos de haber hecho gran camino.
—No sé lo que es —respondió Sancho Panza—; sólo sé decir que si la señora Magallanes o Magalona se contentó destas ancas, que no debía de ser muy tierna de carnes.
Todas estas pláticas de los dos valientes oían el duque y la duquesa y los del jardín, de que recibían extraordinario contento; y queriendo dar remate a la extraña y bien fabricada aventura, por la cola de Clavileño le pegaron fuego con unas estopas, y al punto, por estar el caballo lleno de cohetes tronadores, voló por los aires, con estraño ruido, y dio con don Quijote y con Sancho Panza en el suelo, medio chamuscados.
En este tiempo ya se habían desaparecido del jardín todo el barbado escuadrón de las dueñas, y la Trifaldi y todo, y los del jardín quedaron como desmayados, tendidos por el suelo. Don Quijote y Sancho se levantaron maltrechos, y mirando a todas partes quedaron atónitos de verse en el mesmo jardín de donde habían partido, y de ver tendido por tierra tanto número de gente; y creció más su admiración cuando a un lado del jardín vieron, hincada una gran lanza en el suelo, y pendiente della y de dos cordones de seda verde un pergamino liso y blanco, en el cual, con grandes letras de oro, estaba escrito lo siguiente:
El ínclito caballero don Quijote de la Mancha feneció y acabó la aventura de la condesa Trifaldi, por otro nombre llamada la dueña Dolorida, y compañía, con sólo intentarla.
Malambruno se da por contento y satisfecho a toda su voluntad, y las barbas de las dueñas ya quedan lisas y mondas, y los reyes don Clavijo y Antonomasia, en su prístino estado. Y cuando se cumpliere el escuderil vápulo, la blanca paloma se verá libre de los pestíferos girifaltes que la persiguen, y en brazos de su querido arrullador; que así está ordenado por el sabio Merlín, protoencantador de los encantadores (11, 41).
Aquí no es precisamente el escritor, Cervantes, quien parodia los libros de caballerías, sino los criados del Duque; y lo hacen con tal propiedad que no tan sólo don Quijote cae en el engaño, lo que es muy natural, sino también Sancho, que cada vez va creyendo más y más en las fantasías caballerescas y se va quijotizando.
El tema del caballo volador hacía más de tres siglos que figuraba en las novelas caballerescas. Adenet li Rois, poeta de la corte de los duques de Brabante, había escrito, entre 1280 y 1294, y en verso francés, una novela titulada Cléomadès, cuyo héroe, Marcadigás, hijo del rey de Castilla, se lanza en plena aventura montado en un caballo de madera que vuela por los aires, fabricado por el arte mágico del rey moro Comprars de Bujía. El tema parece tener sus orígenes en un relato de las Mil y una noches, y no deja de ser significativo que Adenet li Rois confiese haber escuchado el asunto de su novela de boca de la princesa Blanca de Francia, viuda del príncipe don Fernando de la Cerda, heredero de la corona de Castilla. Es de sospechar, pues, que el tema se divulgó por la Europa cristiana a través de España, y en España había de morir, víctima del humor de Cervantes, en estos capítulos del Quijote que el lector de 1615 había de captar en su sentido paródico, ya que de prosificaciones de la citada novela de Adenet li Rois deriva el libro español titulado Historia de Clamades y Clarmonda, impreso en 1562. Otras versiones del tema del caballo volador se habían divulgado a través de traducciones italianas de una novela francesa del XV, Valentin et Orson.
Sancho en la ínsula Barataria.
El afán burlón del Duque llega al extremo de convertir en fugaz y ficticia realidad el mayor sueño y la suprema ambición de Sancho: ser gobernador de una «ínsula», promesa que tantas veces le había hecho don Quijote. Ordena que durante unos días, en un lugar próximo y del que tiene el señorío, todo el mundo acepte a Sancho Panza como gobernador y finja respetarle, acatarle y obedecerle. Sancho, que no sabe que «ínsula» es una palabra ya entonces arcaica y que significa sencillamente «isla», se convence fácilmente de que aquella aldea aragonesa tan tierra adentro es la ínsula Barataria. Y es que este arcaísmo era frecuente en los libros de caballerías, y por esto lo usaba don Quijote en su conversación corriente. En el Amadís de Gaula, por ejemplo, se citan islas llamadas ínsula Sagitaria, ínsula Triste, ínsula Profunda, ínsula del Lago Ferviente, ínsula Fuerte, ínsula de la Torre Bermeja, ínsula non fallada, ínsula Gravisanda, y lo propio ocurre en otros libros de caballerías.
Don Quijote da a Sancho unos sabios consejos para que sepa cómo comportarse en su gobierno, que a pesar de su profundidad, de su acierto y de su sabia y moralizadora doctrina, no hay que olvidar que sirven de prólogo a una de las mayores y más despiadadas farsas de la novela, y Cervantes los inserta con malicia y buen humor, no con el propósito de transmitirnos viejas enseñanzas morales. Cervantes tuvo aquí en cuenta los clásicos aforismos de Isócrates, ya vertidos en su tiempo al castellano, y otros que aparecen en la obra de Juan de Castilla y Aguayo El perfecto regidor (1586) en el Galateo español (1593) de Gracián Dantisco y tal vez en el Galateo de Giovanni della Casa, que en 1585 se había publicado en español.
Llega Sancho al lugar «de hasta tres mil vecinos» que le han hecho creer que es la ínsula Barataria, donde es recibido con gran pompa y alegría, y antes de tomar posesión del cargo le informan de que es costumbre que el nuevo gobernador responda a preguntas intrincadas y difíciles a fin de medir su ingenio. Se le exponen tres casos en litigio, y en todos ellos Sancho patentiza poseer un ingenio vivo y despierto, un gran sentido común y un espíritu justiciero. Con ello Cervantes no ha deformado la figura de este rústico personaje, ya que los tres famosos juicios de Sancho —todos ellos registrados en el folklore— ponen de manifiesto una auténtica sabiduría popular, muy posible en un hombre sin letras ni formación, pero con buen sentido práctico y con ingenio innato.
Cuando Sancho, habiendo acreditado sus dotes de gobernador, es llevado ante una mesa provista de los más opíparos manjares, experimenta la primera decepción del poder y del mando: un médico encargado de velar por la salud del gobernador, el doctor Pedro Recio de Agüero, natural de Tirteafuera (lugar que ha escogido Cervantes por lo cómico de su nombre), le prohíbe, por varias razones de salud, que coma de lo que más le apetece y lo reduce a una sana y estrecha dieta, que indigna al escudero.
Sancho reacciona violentamente contra el médico y el régimen que quiere imponerle (porque «oficio que no da de comer a su dueño, no vale dos habas»), pero entonces entra en el comedor un correo del Duque que le anuncia en una misiva que ha sabido que aquella noche unos enemigos han de asaltar la ínsula y quitar la vida a su gobernador. Se organiza la defensa de la plaza. Sancho, grotescamente armado, ronda el lugar acompañado de una escolta, y finalmente estalla una ficticia revolución que convence al gobernador de que él no sirve para tales menesteres. Sancho se despoja de sus armas, recoge a su rucio, que estaba en la caballeriza, se despide patéticamente de sus súbditos haciendo reflexiones sobre la vanidad del poder y las limitaciones humanas, y parte hacia la residencia de los Duques en busca de don Quijote.
En los episodios del gobierno de Sancho hay una intencionada sátira de la ambición y la amarga conclusión de que un gobierno perfecto y justo no pasa de ser una utopía. Cervantes se ha impuesto en estos capítulos una empresa difícil de resolver: hacer a Sancho gobernador sin dañar la verosimilitud de la trama, y ha salido totalmente airoso. En estos capítulos, como en todo el Quijote, no hay absolutamente nada arbitrario, ilógico ni dejado al azar o a la casualidad; y la farsa ideada por el Duque se desarrolla tal como éste la había previsto y dentro de la más absoluta verosimilitud.
Don Quijote y Altisidora. Sancho y don Quijote reunidos.
Don Quijote ha permanecido mientras tanto en el palacio de los Duques y ha sido objeto de varias burlas. Una de las doncellas de la Duquesa, Altisidora, moza desenvuelta y decidida, que parece inspirada en la Placerdemivida del Tirante el Blanco, ha fingido enamorarse perdidamente de don Quijote, quien a pesar de todas las insinuaciones se mantiene fiel a Dulcinea.
Doña Rodríguez pide seriamente el auxilio de don Quijote para que éste defienda el honor de su hija, episodio que se concluye con la fracasada batalla con el lacayo Tosilos.
Al volver de su gobierno Sancho encuentra al morisco Ricote, que regresaba clandestinamente a España, después de haber sido expulsado de ella de acuerdo con los decretos de 1609 y 1613, y ambos mantienen una divertida plática. Cae después en una sima, donde lo encuentra don Quijote y ambos, después de despedirse de los Duques, remprenden su viaje.
El Quijote y el «Quijote» de Avellaneda.
El encuentro con unos que llevaban las imágenes de san Jorge, san Martín y Santiago (los santos caballeros) y con unas doncellas que se disponían a representar una égloga de Garcilaso y otra de Camoens, constituyen lo único notable de este día de camino, en el que los diálogos son plácidos y agradables; pero la jornada no es completamente feliz, pues una manada de toros los atropella a causa de una temeridad de don Quijote (ahora en manera muy distinta de lo que ocurrió en la segunda salida, pues no toma a la manada por un ejército).
Llegan a una venta («digo que era venta porque don Quijote la llamó así, fuera del uso que tenía de llamar a todas las ventas castillos» puntualiza Cervantes olvidando que desde que ha empezado esta segunda parte no ha vuelto a caer en este engaño), y después de cenar don Quijote oye que unos caballeros que se hospedan en la habitación contigua comentan un libro titulado La segunda parte de don Quijote de la Mancha. Se trata del Quijote apócrifo, o de Avellaneda, cuya falsedad y cuyos disparates indignan al hidalgo manchego que, a fin de poner de manifiesto que se trata de un libro mentiroso, decide ir a Barcelona en vez de encaminarse a Zaragoza, como era su propósito, ya que en la segunda parte apócrifa el caballero toma parte en unas justas que se celebran en la capital aragonesa: «así sacaré a la plaza del mundo —dice don Quijote— la mentira dese historiador moderno, y echarán de ver las gentes como yo no soy el don Quijote que él dice» (II, 59).
Los bandoleros catalanes y Roque Guinart.
La noche siguiente, en un bosque, Sancho notó, horrorizado, que de los árboles colgaban pies de persona y acudió a don Quijote, quien le dio la siguiente explicación: «No tienes de qué tener miedo, porque estos pies y piernas que tientas y no ves, sin duda son de algunos forajidos y bandoleros que en estos árboles están ahorcados; que por aquí los suele ahorcar la justicia cuando los coge, de veinte en veinte y de treinta en treinta; por donde me doy a entender que debo de estar cerca de Barcelona» (II, 60).
Y así era en efecto, aunque los que colgaban de los árboles no eran ahorcados sino bandoleros vivos que, en cuanto amanece, rodean a don Quijote y a Sancho «diciéndoles en lengua catalana que se estuviesen quedos, y se detuviesen, hasta que llegase su capitán». Aparece éste poco después, y «mostró ser de hasta edad de treinta y cuatro años, robusto, más que de mediana proporción, de mirar grave y color morena; venía sobre un poderoso caballo, vestida la acerada cota, y con cuatro pistoletes —que en aquella tierra se llaman pedreñales— a los lados». Impide que los suyos despojen a Sancho Panza y dirigiéndose a don Quijote le dice que esté tranquilo, porque él es Roque Guinart, cuyas manos «tienen más de compasivas que de rigurosas».
Todo este capítulo se llena con la figura del bandolero catalán, hombre de acción, valiente, noble, justiciero a lo romántico y jefe con excepcionales dotes de mando. En todo el episodio el lector advierte, con cierta pena y con desilusión, que don Quijote se eclipsa, se apaga y se transforma en un mero espectador. Las pocas palabras que en este trance pronuncia don Quijote suenan a falso y a arcaico, al lado de la viril eficacia de las de Roque Guinart.
«Tres días y tres noches estuvo don Quijote con Roque, y si estuviera trescientos años, no le faltara qué mirar ni admirar en el modo de su vida: aquí amanecían, acullá comían; unas veces huían, sin saber de quién, y otras esperaban, sin saber a quién. Dormían en pie, interrumpiendo el sueño, mudándose de un lugar a otro. Todo era poner espías, escuchar centinelas, soplar las cuerdas de los arcabuces, aunque traían pocos, porque se servían de pedreñales» (II, 61). Don Quijote admira a Roque Guinart porque cuando sus bandoleros llevan a su presencia a unos viajeros que acaban de apresar, entre los que se encuentran dos capitanes de infantería y unas damas, no les hace daño alguno porque «no es su intención agraviar a soldados ni a mujer alguna, especialmente a las que son principales». Ya veremos el episodio de Claudia Jerónima, pero ahora conviene precisar que Roque afirma que pertenece a la facción de los «nyerros», enemigos de los «cadells», que extiende salvoconductos para que puedan circular por las tierras que dominan con los hombres las personas que él desea, y que recomienda por carta a don Quijote a un amigo suyo de Barcelona, don Antonio Moreno.
La aparición de Roque Guinart en las páginas del Quijote es algo insólito en la novela. En ella todos los personajes son imaginarios y producto de la fantasía y el arte de Cervantes; y aunque ya vimos que los Duques, por ejemplo, parecen inspirados en los de Villahermosa, el novelista se guarda muy bien de afirmar que lo sean, pues éstos pueden ser los «modelos» de aquéllos, pero no hay identidad entre unos y otros. Roque Guinart en cambio es un personaje rigurosamente histórico y contemporáneo no tan sólo a los sucesos que se narran en el Quijote sino al momento en que Cervantes está escribiendo. Ya en el entremés de La cueva de Salamanca Cervantes había mencionado, con gran simpatía, a este bandolero, al hacer decir a un estudiante: «Robáronme los lacayos o compañeros de Roque Guinarde en Cataluña, porque él estaba ausente; que, a estar allí, no consintiera que se me hiciera agravio, porque es muy cortés y comedido y además limosnero».
En las páginas del Quijote el histórico y real Perot Rocaguinarda se introduce con su mismo nombre (de hecho Roqueguinard, más fielmente conservado en el entremés aludido), con su misma fisonomía (como se advierte por las descripciones de los bandos de la justicia cuando se le buscaba) y su edad, pues, habiendo nacido en 1582, el bandolero tenía treinta y tres años al publicarse la segunda parte del Quijote. Hacía muy poco, en 1611, Rocaguinarda, tras haber dominado con sus bandoleros el Montseny, la Segarra y las cercanías de Barcelona, se había acogido al indulto ofrecido por el virrey Pedro Manrique, y el 30 de junio de aquel año obtuvo la remisión a cambio de comprometerse a servir al Rey durante diez años en Italia o Flandes; y realmente pasó a Nápoles como capitán de un tercio de tropas regulares. No era la primera vez que ello ocurría, pues en 1588 don Luis de Queralt había reclutado un tercio entre bandoleros catalanes, que constó de tres mil hombres y que se distinguió en Flandes con el nombre de «Tercio Negro de los valones de España», llamado así por donaire a causa de que sus componentes apenas sabían hablar castellano.
El bandolerismo era un mal endémico en Cataluña, contra el cual luchaban con poco éxito los virreyes. Y precisamente mientras Cervantes está escribiendo la segunda parte del Quijote, o sea en diciembre de 1613, una facción de bandoleros catalanes había asombrado a toda España por su audacia y fuerza, pues al mando de un tal Pere Barbeta, había asaltado en el camino real, entre Hostalets de Cervera y Montmaneu (el itinerario que debió de seguir don Quijote), las ciento once cargas de la plata que, procedente de, Indias, se enviaba a Italia, como puede comprenderse con una buena custodia. La partida de Barbeta había robado 180.000 ducados. Téngase en cuenta, además, que el bandolerismo catalán mantenía estrechas relaciones con los hugonotes franceses, lo que daba a este fenómeno, en parte derivado de luchas feudales medievales, un actualísimo matiz político, que explica la intranquilidad y las medidas tomadas por los virreyes de Cataluña. Es significativo que un famoso bandido catalán fuera conocido por el mote de «Lo Luterà». En las filas del bandolerismo militaba buen número de gascones, en clara relación con Francia y con los hugonotes, y en este aspecto no hay que olvidar que Cervantes afirma que los bandoleros de Roque Guinart «los más eran gascones, gente rústica y desbaratada» (II, 60), y que Quevedo, hablando de los bandoleros de Cataluña, dice que la mayoría eran «gabachos y gascones y herejes delincuentes de la Languedoca» (La rebelión de Barcelona). Observemos, finalmente, que las partidas de bandoleros, que merodeaban por lugares montañosos, tenían sus amigos y valedores en Barcelona, donde Rocaguinarda estuvo un tiempo escondido; y ello nos explica que el Roque Guinart del Quijote recomiende el hidalgo manchego a su amigo don Antonio Moreno, residente en la ciudad.
Todos estos datos nos hacen ver que al llegar a este episodio la novela de Cervantes no tan sólo refleja una realidad sino unos hechos que apasionaban y que trascendían. Cervantes ofrece una visión extraordinariamente favorable del bandolero Rocaguinarda, que, no lo olvidemos, en los momentos en que se está escribiendo la novela ya es un capitán de tercios y está en Nápoles. Pero a pesar de todo no deja de ser curiosa la actitud de nuestro escritor al pintar de un modo tan favorable no tan sólo a gentes que acababan de robar la plata de Indias sino que, como sabría todo el mundo, mantenían estrecha relación con Francia y con los hugonotes. Sea lo que fuere, al llegar a estos capítulos el Quijote adquiere un nuevo sesgo; muy acusado en la trama de la novela, pues no tan sólo nos coloca ante un problema español que a todos preocupaba sino que hace aparecer un dramatismo y un espíritu de aventura que hasta ahora han estado totalmente ausentes de las dos partes de la obra.
Don Quijote y la aventura de veras.
Entramos ahora en la última fase del Quijote, muy distinta de las anteriores. Recordemos que en su primera salida don Quijote no tan sólo desfiguraba la realidad sino que desdoblaba su personalidad de un modo que no volverá a aparecer en la novela; que en su segunda salida, sólo desfigura la realidad, y cuantos le rodean, Sancho en primer lugar, le quieren sacar de su error; y en la tercera salida, hasta ahora, los que rodean a don Quijote, como Sancho y los Duques, se han encargado de engañarle desfigurándole la realidad cuando precisamente la ve tal como es. Don Quijote había salido de su aldea en busca de aventuras, de maravillas y de ocasiones propicias para realizar hazañas e imponer la justicia en el mundo. En la Mancha no ocurre absolutamente nada extraordinario: todo es vulgar, normal, anodino y rutinario, y don Quijote lo sublima y lo idealiza al estilo caballeresco. Cuando va hacia Aragón, donde está situado el palacio de los Duques, todo sigue siendo igual y el ambiente continúa no apropiado a la aventura; pero el ingenio o la malicia de los que circundan a don Quijote lo transforma en un mundo caballeresco y fantástico. Don Quijote va en busca de la aventura: primero se la crea él mismo en la Mancha y luego se la crean los demás en Aragón; pero donde ha de encontrarla de veras es en Cataluña.
Roque Guinart y su cuadrilla, arrancados de la verdad misma, inmediata y contemporánea, constituyen los primeros seres de aventura con que topa don Quijote en su vagar por las tierras de España. Por fin don Quijote se ha encontrado con las buscadas aventuras, no soñadas ni fingidas, sino reales. A poco de estar con los bandoleros llega ante Roque Guinart una joven mujer, Claudia Jerónima, que acaba de herir mortalmente a su burlador don Vicente Torrellas (II, 60). Es ésta la primera sangre que se derrama en el Quijote, sangre real, no como la de Basilio, que era «industria, industria». Claudia Jerónima, situada exactamente en la misma situación que Dorotea frente a don Fernando, ha reaccionado con la mayor de las violencias. Roque Guinart, sin hacer caso alguno de don Quijote, que se ofrece a vengar a Claudia Jerónima, lleva a ésta ante su moribundo amante, que expira en sus brazos.
Poco después, cuando se reparten el botín de una presa, uno de los bandoleros opina que Roque Guinart se muestra poco equitativo con los de su cuadrilla: «No lo dijo tan paso el desvergonzado, que dejase de oírlo Roque, el cual, echando mano a la espada, le abrió la cabeza casi en dos partes» (II, 60). Segunda muerte violenta en las páginas de nuestra novela, a muy poco trecho de la primera.
Don Quijote y Sancho en Barcelona.
Gracias al salvoconducto que les extiende Roque Guinart para que sus cuadrillas no les entorpezcan el camino, don Quijote y Sancho llegan a Barcelona, y aquellos dos seres de tierra adentro, nacidos y criados en una aldea, se sumen en la movida y multiforme vida de una gran ciudad, que contaba entonces unos 33.000 habitantes, donde les esperan las mayores maravillas y el mayor desengaño. Es una hermosa mañana, «el mar alegre, la tierra jocunda, el aire claros (II, 61); y el mar, sobre todo, que ni don Quijote ni Sancho habían visto hasta entonces, les llena de asombro, así como el bullicio del puerto, las galeras de la playa, los caballeros, los soldados… Es un mundo nuevo para estos dos manchegos, que hasta ahora han vivido reposada y monótonamente.
Un caballero barcelonés, don Antonio Moreno, amigo de Roque Guinart, los acoge con gran afecto, y celebra en su casa una fiesta en honor de don Quijote, en la cual se exhibe a todos los asistentes una maravillosa cabeza de bronce, sostenida por un pie de jaspe, que posee la sorprendente y mágica virtud de responder atinadamente a cuanto se le pregunta. La cabeza da respuestas ingeniosas o ambiguas a algunas preguntas que se le hacen y a don Quijote y a Sancho contesta vagamente sobre la cueva de Montesinos, el desencanto de Dulcinea y las posibilidades de un nuevo gobierno. Cervantes se apresura a aclarar que tal cabeza estaba montada sobre un tubo que comunicaba con un aposento del piso inferior, donde se situaba un sobrino de don Antonio Moreno que desde allí oía las preguntas y daba las respuestas. Pero obsérvese que este ardid mecánico se ofrece como algo mágico no tan sólo a don Quijote y a Sancho sino también a todos los demás concurrentes a la fiesta, que ignoran el artificio; hasta tal punto que el rumor de tal prodigio se extendió por Barcelona y los inquisidores ordenaron al propietario de la cabeza que la destruyese.
Poco después don Quijote visita una imprenta, lo que da pie a comentarios literarios sobre los libros que se están componiendo y estampando y a que Cervantes exponga sus opiniones sobre el arte de traducir y, sobre todo, para que ataque nuevamente al Quijote de Avellaneda.
Guerra de veras contra turcos.
Don Antonio Moreno y sus amigos llevan a don Quijote y a Sancho a visitar una galera. Cervantes, buen conocedor de la vida del mar, describe con gran precisión y con los términos técnicos apropiados las maniobras de la marinería. Cuando la chusma deja caer con gran estrépito la entena, advertimos algo inesperado e insólito en el protagonista de la novela: «No las tuvo todas consigo don Quijote; que también se estremeció y encogió de hombros y perdió la color del rostro» (II, 63). Es evidente que don Quijote, tan valiente siempre, ahora tiene miedo. Súbitamente desde el castillo de Montjuich se hacen señas de alarma: un bergantín turco se halla próximo a la costa, y la galera en que se encuentran como visitantes don Quijote y Sancho, junto con otras tres, se hace a la mar en su captura.
Por vez primera ha aparecido en el Quijote la guerra. Guerra auténtica, aunque se limite a una escaramuza entre cuatro navíos, pero guerra precisamente contra los turcos, que no tan sólo eran en aquel momento el más temible enemigo de España y de la Cristiandad, sino el enemigo contra quien habían luchado y vencido mil veces los caballeros andantes de los libros. Frente a don Quijote se halla un navío turco, como aquellos que jamás arredraron a Tirante el Blanco, a Esplandián, a Lisuarte de Grecia, a Palmerín de Oliva ni a Miguel de Cervantes. Don Quijote tiene a mano la ocasión esperada toda su vida.
Los turcos disparan sus escopetas y matan a dos soldados españoles. Es la primera vez en la vida que don Quijote oye disparos bélicos y que ve caer a su lado a combatientes. El general de las galeras españolas, cuyo nombre calla Cervantes, pero que dice que era «un principal caballero valenciano», embiste con furia el bergantín enemigo y lo alcanza. Resulta luego que el arráez del bergantín es la hermosa morisca Ana Félix, la hija de Ricote, que se fugaba de Argel, y que el bergantín no se había acercado a Barcelona en son de guerra. Pero ha habido un pequeño combate naval, se han disparado armas de fuego y han muerto dos soldados; y mientras tanto, desde que el vigía de Montjuich ha dado la señal de alarma hasta que acaba el episodio y el capítulo con él, el nombre de don Quijote ha estado totalmente ausente de las páginas de la novela, ahora, precisamente, que la realidad le ofrecía la aventura más hermosa y más acomodada a lo que tantas veces había leído en los libros de caballerías.
Cuando todo ya está zanjado, se hallan ya en tierra firme y ha desaparecido todo riesgo de tiros y de guerra, y se trata de que es preciso ir a Argel para libertar a don Gaspar Gregorio, empresa que se encomienda a un renegado, entonces vuelve a oírse la voz de don Quijote, que opina que «sería mejor que le pusiesen a él en Berbería con sus armas y caballo, que él le sacaría, a pesar de toda la morisma» (II, 64). Nadie le hace caso, porque como se trata de una aventura «de veras» las locuras de don Quijote no divierten.
El desencanto y la melancolía del Quijote no está, como tantas veces se ha repetido, en el contraste entre el idealismo del héroe y la prosaica y vulgar realidad, sino en lo que estamos leyendo ahora, en estos capítulos que transcurren en Cataluña. Vemos con auténtica lástima que todo el ardor caballeresco de don Quijote se desmorona y se aniquila cuando el hidalgo manchego es situado frente a lo que exige valentía y heroísmo. Y nos confirmamos de que su locura es puramente intelectual o libresca, y que el Quijote no es una sátira del heroísmo ni de la caballería, sino de la literatura caballeresca.
Desde que ha entrado en contacto con Roque Guinart don Quijote ha perdido volumen. Al lado del bandolero queda relegado al plano de un comparsa, pues por vez primera ha topado con un aventurero de veras, no moldeado sobre libros de caballerías sino arrancado de la vida española contemporánea, con su mismo nombre, edad y aspecto físico. En el combate naval se ha esfuminado hasta borrarse de las páginas de la novela. Ahora, en estos capítulos catalanes, don Quijote ni tan sólo hace gracia con sus locuras. Y es que el final de don Quijote está muy próximo.
El Caballero de la Blanca Luna vence a don Quijote.
La tristeza que produce en el lector la actitud de don Quijote frente a los aventureros de verdad y frente a las aventuras reales prepara el ambiente y el sentido del final de la vida caballeresca del hidalgo manchego.
Dos días después del combate naval llega a Barcelona un caballero armado de punta en blanco y en cuyo escudo estaba pintada una resplandeciente luna, el cual encuentra a don Quijote en la playa y lo reta a singular combate si no quiere confesar que su dama, sea quien fuere, es mucho más hermosa que Dulcinea del Toboso. El recién llegado, que dice ser el Caballero de la Blanca Luna, insiste en dar allí mismo la batalla, ante el virrey de Cataluña, don Antonio Moreno y un grupo de curiosos que ha acudido a presenciar el combate. Éste es muy rápido y se narra en pocas líneas: don Quijote y Rocinante ruedan por la arena, y el Caballero de la Blanca Luna pone la lanza sobre la visera del vencido y le anuncia que va a morir si no confiesa las condiciones del desafío. Don Quijote, con voz débil, como si hablara dentro de una tumba, pronuncia estas impresionantes palabras: «Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo, y yo el más desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad. Aprieta, caballero, la lanza, y quítame la vida, pues me has quitado la honra» (II, 74). Un detalle que podría pasar inadvertido da dramatismo y autenticidad a estas palabras: la ausencia de arcaísmos, que en otras ocasiones tanto prodiga don Quijote en su hablar caballeresco. No ha dicho «fermosa», «cautivo», «aquesta», sino «hermosa», «desdichado», «esta». En este tan doloroso trance, el más lastimoso y triste de su vida, don Quijote se ha quitado la máscara del lenguaje libresco y ha hablado con verdad.
El Caballero de la Blanca Luna replica que aviva en su entereza la fama de la hermosura de la señora Dulcinea del Toboso y que él se contenta con que don Quijote se retire a su lugar un año, o el tiempo que le mandare. Luego revela a don Antonio Moreno su personalidad: es el bachiller Sansón Carrasco, que deseoso de curar a don Quijote de su locura ha recurrido a esta estratagema.
Regreso de don Quijote a su aldea.
Después de su vencimiento don Quijote pasó seis días en la cama, debilitado y melancólico, hasta que inició el regreso. Las jornadas de la vuelta están llenas de tristeza: don Quijote desarmado y sobre Rocinante, Sancho a pie y el rucio de éste cargado con las armas del hidalgo manchego. El escudero es ahora quien, para animar el abatido ánimo de su amo, le habla a menudo de trances de libros de caballerías y lo consuela diciéndole que, pasado el plazo impuesto por el de la Blanca Luna, volverán en busca de aventuras.
Van pasando los días de viaje sin que ocurra nada de particular. Don Quijote planea entregarse a la vida pastoril durante el tiempo de su forzosa inactividad caballeresca: él será el pastor Quijótiz, Sancho el pastor Pancino, el bachiller el pastor Carrascón y hasta el cura será el pastor Curiambro. A Dulcinea no será preciso mudarle el nombre, pues «cuadra así al de pastora como al de princesa» (II, 67).
Estos proyectos pastoriles nos hacen ver, una vez más, que don Qtüjote es un monomaníaco de la literatura, que ahora, obligado a abandonar las quimeras caballerescas, quiere imitar, no a los pastores de verdad, sino a los ficticios personajes de las novelas pastoriles, de las cuales no estaba mal provista su biblioteca.
La monotonía del regreso es interrumpida por la «cerdosa aventura» (amo y criado son atropellados por una piara de seiscientos cerdos) y por una nueva farsa de que les hacen objeto los Duques cuando vuelven a pasar por sus dominios, insistiendo en el tema del fingido enamoramiento de la desenvuelta Altisidora (II, 68-70). Durante el regreso los azotes que debe darse Sancho para desencantar a Dulcinea constituyen un motivo de discusión entre amo y criado, el cual recurre al embuste de azotar los árboles para que aquél crea que se está vapuleando.
Al hospedarse en el mesón de un lugarejo traban conocimiento con un caballero llamado don Álvaro Tarfe, que es un personaje que aparece en el Quijote de Avellaneda, el cual da fe que el don Quijote y Sancho que figuran en la segunda parte apócrifa no son los auténticos.
Llegan, por fin, don Quijote y Sancho a su lugar, donde son recibidos con gran alegría por el cura, el barbero y el bachiller Sansón Carrasco, que, desde luego, don Quijote no llegó a identificar como Caballero de la Blanca Luna, pues ya cuidó bien de no descubrir el rostro.
Muerte de don Quijote.
Melancólico y apesadumbrado don Quijote con su derrota y esperando vanamente el desencanto de Dulcinea, cayó enfermo. Seis días le duró la calentura, y al postrero, tras un largo sueño, se despertó diciendo con voz fuerte: «¡Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho! En fin, sus misericordias no tienen límite, ni las abrevian ni impiden los pecados de los hombres». Ante la sorpresa de todos, don Quijote ha recuperado la razón, y él mismo lo afirma: «Yo tengo juicio ya, libre y claro, sin las sombras caliginosas de la ignorancia, que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda [lectura] de los detestables libros de las caballerías». Y ante sus amigos dice que ya no es don Quijote de la Mancha, «sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de Bueno». Acto seguido pide confesión y la presencia del escribano para hacer testamento. Sancho, llorando sinceramente entristecido, quiere animas al moribundo diciéndole que se apreste a emprender la vida pastoril, que tal vez encontraría a Dulcinea desencantada, y que no le apene verse vencido, pues si fue derribado tal vez se debió a que él cinchó mal a Rocinante. Don Quijote insiste en que ya está cuerdo y sigue enunciando al escribano sus últimas disposiciones. Deja su hacienda a su sobrina, a condición de que si se casa ha de ser con hombre que ignore qué son libros de caballerías… Deja algunos dineros al ama y a Sancho y hace alusión, en el testamento, al Quijote de Avellaneda. Don Quijote entra en la agonía: «Andaba la casa alborotada; pero, con todo, comía la sobrina brindaba el ama, y se regocijaba Sancho Panza; que esto del heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de la pena que es razón que deje el muerto» (II, 74).
Muere don Quijote, y Cide Hamete Benengeli se despide de su pluma con nuevas pullas a Avellaneda, y acaba la novela con las siguientes palabras: «No ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías, que por las de mi verdadero don Quijote van ya tropezando, y han de caer del todo, sin duda alguna».