3 EL RETORNO A LA GUERRA

Partamos, pues, en esta visión del fluir de los acontecimientos, del momento en el que Felipe II empieza su propio protagonismo, tras el relevo en la cumbre, con la abdicación de Carlos V.

Estamos ya en 1556.

En febrero, la Monarquía católica cerraba unas treguas de cinco años con Francia. Cuando el Emperador recibió las credenciales del plenipotenciario francés, Montmorency, sus manos se mostraron torpes para rasgar los sobres; era todo un signo. Pero para él ya importaba poco, puesto que su hijo había cogido el relevo.

Y las paces eran totalmente necesarias. Los pueblos estaban agotados y todos se preguntaban cuándo habrían de terminar las interminables guerras con Francia. Además, el dinero de las arcas reales se había terminado y fallaba al crédito hasta para lo más elemental. Ya en 1555, Juana de Austria había anunciado que sin la paz todo estaba en peligro, y que no veía la forma de librar una nueva partida de 600 000 ducados por los que urgía al entonces Rey-príncipe[435]. Y por las mismas fechas, Juan Vázquez de Molina —el sobrino de Cobos, que le había heredado en el cargo de secretario para las cosas de la Hacienda— expresaba su pena porque

… lo de acá está de manera que no se pueda cumplir con lo que V.M. manda[436].

De ahí que se pensara en Castilla, que, además de la paz, tenía que acudir a un remedio radical: el regreso de Felipe II a España. Y éste así lo entendió también, prometiendo a su hermana que tal realizaría en el 56[437]. De forma que cuando, a principios de aquel año, Felipe II asume todo el poder, ya ha decidido dar fin a la aventura inglesa, lo cual concuerda con su orden de que saliera de Londres todo su cortejo, dejando sólo en la corte de María Tudor al conde de Feria, no como embajador (puesto que él era el rey consorte), pero haciendo las veces de consejero, para que asistiera a la Reina.

Pero algo le obligaría a cambiar sus planes: el que Enrique II de Francia se olvidara pronto de las treguas firmadas, aprovechando la subida al pontificado de Paulo IV, el Papa de la familia Caraffa, tan enemigo de la Monarquía católica. Pronto los enviados pontificios lanzaron la consigna por toda Italia: ¡la hora de expulsar a los odiados españoles había llegado[438]!

Diríase que la historia retrocedía, y que se estaban repitiendo las jornadas de 1527, cuando Clemente VII y Francisco I hacían causa común contra España. Aquella guerra —la provocada por la Liga clementina— que había terminado tan desastrosamente para el Papado, con el terrible saco de Roma y con la prisión del propio Sumo Pontífice.

En efecto, iba a salir cierta la sospecha del duque de Alba de que los franceses

… observarán la tregua cuando no hallaren ocasión de la romper con ventaja[439]

Y así ocurrió. Animado por el decidido apoyo de Paulo IV, el rey Enrique II reanudó las hostilidades, enviando un poderoso ejército a Italia bajo el mando del duque de Guisa. Objetivo: Nápoles.

Para entonces, el duque de Alba ya contaba con un ejército, pequeño en número pero aguerrido: un cuerpo de infantería, de 17 000 soldados, de ellos 4000 españoles (la temible fuerza de choque de los tercios viejos), y unidades complementarias de caballería pesada y ligera, así como de artillería. En total, alrededor de 20 000 soldados, a los que sabría dar buen juego.

El acuerdo secreto entre Francia y Paulo IV disponía que la ayuda francesa para expulsar a los españoles de Italia sería recompensada con la cesión de Nápoles y de Milán a dos de los hijos del rey francés, descontado el Delfín, de forma que no se incorporaran a la Corona francesa. Y para que el francés pudiera justificar la ruptura de las treguas, daría pie la guerra que iniciase el Papa contra España, pues pese a tales treguas Enrique II no podía consentir en que se atacase al Papa; lo cual no era sino emplear el mismo ardid que había usado Fernando el Católico hacía medio siglo, tras el tratado de Barcelona de 1493.

Así las cosas, el estallido de la guerra con el Papa conmocionó a la opinión pública española. Felipe II tuvo la acostumbrada consulta de teólogos, y otra vez los profesores de Salamanca fueron llamados a dar su parecer. Melchor Cano, el famoso teólogo dominico, señaló que en el Pontífice cabía distinguir dos personalidades, una como pastor de la Cristiandad, al que se debía todo respeto y sumisión, y otra como señor temporal de los Estados Pontificios, contra el que cabía defenderse de sus ataques e injurias.

Y de ese modo, Felipe II, como treinta años antes había hecho Carlos V, ordenó al duque de Alba a que procediera manu militari contra el Papa, como señor temporal enemigo de las cosas de España, que trataba de despojar al Rey de aquel reino de Nápoles que había recibido de sus antepasados.

Las hostilidades entre Roma y España se iniciaron el 1 de septiembre de 1556. Aunque el ejército que Paulo IV había puesto en pie de guerra era notable en número, pronto pudo el duque de Alba, tan superior tácticamente, adueñarse de gran parte de los Estados Pontificios, llevando el pánico hasta la propia Roma, donde buena parte de sus habitantes tenían aún el duro recuerdo del saco sufrido en 1527. En todo momento trató el duque de Alba de negociar algún acuerdo, que consiguió cerrar el 20 de noviembre, tras la toma del puerto de Ostia, que era una de las plazas principales sujetas al Pontífice. Pero en enero de 1557 entraba en Italia el duque de Guisa con un ejército y con un objetivo: tomar y adueñarse del reino de Nápoles. Eso supuso una nueva ruptura de Paulo IV con España y que se perdiese buena parte del territorio ocupado; particularmente penosa fue la rendición de Ostia al ejército francés, prácticamente sin combate, lo que sería castigado con la pena capital del jefe de la plaza, Mendoza, que fue degollado, lo mismo que lo había sido por un delito similar Peralta, tras la pérdida de Bujía en 1555; era la forma inexorable con que la Monarquía católica trataba de mantener en pie su Imperio.

Pero la clave de la guerra en Italia estaría en torno a la plaza de Civitella, fuertemente pertrechada por el duque de Alba y a la que inútilmente puso asedio el de Guisa en la primavera del 57.

Y comenzó el retroceso del francés, siempre acosado por el español, cuando llegó a Italia la noticia de la tremenda derrota sufrida por Enrique II en San Quintín, lo que obligaba al rey galo a llamar con toda urgencia al duque de Guisa y a su ejército, que era ya la única fuerza armada que podía oponer frente al avance español en la frontera con Flandes.

Entonces sí que Paulo IV se vio totalmente a merced del duque de Alba, no teniendo más remedio que renunciar a sus pretensiones y a aquella Liga con Francia que tan mal resultado le había dado.

El intento de expulsar a los españoles de Italia se había convertido en un reforzamiento de la Monarquía católica. Toda Italia pudo comprobar que, al igual que había ocurrido en 1527, también ahora la más fuerte había sido España. El 19 de septiembre de 1557, la entrada triunfante del duque de Alba en Roma lo dejó bien claro.

Cierto, se mostró respetuoso en las formas con el belicoso Papa, llegando hasta el extremo de besar el pie del Pontífice y pedirle perdón, en público, por haber usado las armas contra sus Estados. Pero nadie tenía duda: contento podía mostrarse el Papa porque el Virrey español no entregase Roma a un segundo saco.

Y en esto también se mostró que los tiempos eran otros. El ejército imperial había perdido su jefe en 1527 y la disciplina había faltado. Treinta años después, el duque de Alba probaría que tenía la situación bajo control y que su puño de hierro no consentiría nada semejante.

Si ésa era la situación en Italia, en las fronteras de Flandes la ruptura de las treguas por Francia obligó a Felipe II a cambiar sus planes. Ya era imposible pasar a España como lo había hecho Carlos V acompañado por sus hermanas Leonor y María, cuya flota había dejado el 17 de septiembre de 1556 las costas de Flandes. Antes bien, y para hacer frente a la amenaza francesa, Felipe II decide regresar a Inglaterra, para recabar la ayuda de María Tudor.

Una operación diplomática que tenía sus peligros, porque suponía vulnerar los acuerdos matrimoniales de que en ningún caso Inglaterra se vería mezclada en las guerras entre Francia y España.

María Tudor acogió a Felipe II con gran alborozo cuando desembarco en Dover el 18 de marzo de 1557. Fueron tres meses en que revivió su matrimonio. Aun así, a Felipe II le costó trabajo vencer su resistencia para entrar en la guerra.

Algo ayudaba a Felipe II: que se había podido comprobar la ayuda de Enrique II a los enemigos de la Reina, en el caso de la conjura de Dudley. Y la diplomacia española buscó una salida para vencer los escrúpulos ingleses: no era el rey de España el que pedía el apoyo de Inglaterra, sino el señor de la Casa de Borgoña, acudiendo a los antiguos pactos con la Isla, por los que debían prestar auxilio a los Países Bajos si eran amenazados, como lo estaban.

Y de esa forma, Felipe II consiguió una ayuda de Inglaterra, no sólo en soldados, sino también en el mar, lo que sería más importante.

La fórmula sería que Inglaterra no declararía la guerra a Francia, pero que mantendría tropas para defender Flandes y, por supuesto, las plazas inglesas en tierra firme, en especial Calais: 8000 soldados y 1000 caballos, amén de una flota inglesa debidamente pertrechada.

Y esos aprestos militares serían costeados a medias por Inglaterra y por la Monarquía católica[440].

Otro designio llevaba Felipe II: tantear la sucesión de María Tudor, dada la evidente esterilidad de la Reina y su precaria salud. Se trataba de negociar que la princesa Isabel fuera reconocida como sucesora de la Reina y de casarla con un príncipe adicto a la Monarquía católica, proponiendo Felipe II a su pariente[441] y jefe de su ejército en Flandes, Manuel Filiberto, duque de Saboya.

No era la primera vez que Felipe II intercedía por la princesa Isabel, la hija de Ana Bolena, lo que provocaría los celos de la pobre reina María Tudor:

Señor —le llegó a escribir la Reina—: Siendo como soy vuestra humilde y obediente esposa, suplico a V.A. con toda humildad, sea servido de sobreseer en este asunto hasta su regreso…

Y le añadía esta reveladora advertencia:

De lo contrario, tendría celos de V.A., lo cual sería para mí peor que la muerte[442]

El 3 de julio de 1557, Felipe II regresaba a los Países Bajos, tras conseguir una parte de sus objetivos: la ayuda inglesa contra Francia. ¡Al menos, que sirviera de algo su sacrificio de hacer otra vez vida conyugal con la Reina!

Para él, dejar a sus espaldas las costas inglesas supondría una liberación. Para María Tudor, en cambio, era volver a la soledad, con el triste presentimiento de que ya no volvería a ver a su esposo.

Gentle Prince of Spain,

come, o come again…

Tal lo recogería la balada popular de la vieja canción inglesa[443].

Ya en los Países Bajos, se incorporó al ejército que debía medirse con los franceses. Pero, mostrando aquí una vez más sus diferencias con el padre, no tomará el mando supremo, sino que designaría para ello a Manuel Filiberto de Saboya, quien inició la ofensiva penetrando en Picardía. Ante la plaza de San Quintín, Manuel Filiberto planta sus banderas. La defendía una de las primeras espadas de Francia: el almirante Coligny. En su socorro acude el grueso del ejército francés, mandado por Montmorency. Y de ese modo, el 10 de agosto de 1557 se libraría una de las batallas más famosas del Quinientos, aunque sólo fuere porque, para conmemorar la victoria, el Rey —y quizá también como desagravio por los excesos cometidos— prometiera la fundación solemne de un monasterio.

Estaba en germen la creación de la octava maravilla de mundo: el real monasterio de San Lorenzo de El Escorial.

La batalla pareció meteórica: la caballería pesada, al mando del conde de Egmont, hizo estragos en las filas francesas, y los tercios viejos, con soldados del renombre de Julián Romero y Navarrete, hicieron buena su fama de invencibles. En suma, aniquilamiento de las tropas francesas y el camino abierto hacia París, ya que la otra fuerza militar que tenía Francia en pie de guerra se hallaba entonces en Italia, en el inútil intento de expulsar a los españoles del reino de Nápoles.

Victoria fulminante, pero no decisiva. El saboyano pidió licencia al Rey para avanzar sobre París; Felipe II fue más prudente, y prefirió dejar al ejército sitiando San Quintín, sin duda esperando que el francés se decidiera por la paz.

¿Fue entonces cuando Carlos V recriminó a su hijo por falta de iniciativa? Así lo indica la leyenda, pero lo dudo. En primer lugar, Carlos V había obrado de igual manera a lo largo de su vida, lo mismo después de Pavía, en 1525, que tras la campaña victoriosa del 44, siempre buscando una negociación y no una paz sin condiciones contra un adversario aniquilado.

Por supuesto, ante la batalla ganada, el Emperador mostró su contento:

Por las relaciones que habéis enviado —escribía al secretario Juan Vázquez de Molina, desde Yuste— habemos entendido lo que había de nuevo de todas partes y por la última, la rota de los franceses y prisión del Condestable y los demás de que he tenido el contentamiento que podéis pensar, por [lo] que he dado y doy muchas gracias a Nuestro Señor, de ver el buen principio que llevan las cosas del Rey, y así espero en Él que lo continuará[444]

¿La falta de dinero —ese mal permanente de la Monarquía católica— paralizó las operaciones? En el 56 se descubrían en Guadalcanal unas ricas minas de plata, que pronto iban a dar beneficios[445]. Y el mismo año, a fines del verano, arribaba a España la flota de las Indias con un verdadero tesoro que la Casa de Contratación de Sevilla cifraba en 2 104 700 pesos, más 1603 marcos de perlas, de los que correspondían al Rey en tomo a los 300 000 pesos, Io que suponía ya un respiro y el poder mandar, de inmediato, 200 000 ducados a Felipe II. Todo lo cual alegraba a la corte de Valladolid, haciendo exclamar a la princesa Juana de Austria:

… estoy con gran contentamiento[446]

Curiosamente era cuando Luis de Ortiz anunciaba ya al Rey que había ideado aquel programa hacendístico con el que esperaba sanear por completo la Real Hacienda, y en carta complementaria dirigida al poderoso cortesano conde de Mélito se atrevía a más, afirmando que, de ese modo y por su industria, podía convertir al Rey en «monarca del mundo»[447].

Estaba en marcha el famoso Memorial, que hemos comentado tan ampliamente en la primera parte de esta obra, tan útil para los historiadores de hoy como vano para los hombres del siglo XVI.

Más fundamento tenían las remesas de oro y plata que seguían llegando de las Indias, aunque no siempre pudiera incautarse de ellas la Corona, debido a que los mercaderes, alarmados por la reiterada pérdida de sus beneficios, lograron en el 57 sustraer una importante partida, escapando al control de la Casa de Contratación de Sevilla, lo que provocaría una de las más airadas reacciones de Carlos V, para entonces ya en Yuste. A su hija Juana le escribiría sobre «… esta negra suelta deste dinero que estaba en Sevilla…».

Una «gran bellaquería» que le puso fuera de sí («la cólera que desde que lo supe he tenido»), cuya ira se le acrecentaba más y más, de forma que pide el castigo más severo para los culpables y no por la justicia ordinaria, sacándoles toda la verdad «aunque se les hiciera pedazos», tomándoles su hacienda y encarcelándolos. Porque era el caso que en la primavera del 57 había llegado la flota con una grandísima cantidad, valorada entre siete u ocho millones de ducados, que a la postre habían quedado en 500 000.

De forma que, recuperado su estilo de mando, Carlos V ordenaba a Juan Vázquez de Molina «del mi Consejo y mi Secretario»:

… envíe a mandar a los que en esto entienden que suspendan luego a los dichos Oficiales [de la Casa de Contratación de Sevilla] y los prendan y, aherrojados públicamente y a muy buen recaudo, los saquen de aquella ciudad y traigan a Simancas y pongan en una mazmorra y secuestren sus haciendas[448]

Aun así, lo obtenido permitió mandar 300 000 ducados en las galeras de don Juan de Mendoza, con destino a Italia; 500 000 a los Países Bajos en la armada de don Luis de Carvajal y otros 720 000 ducados para el Rey, en letras de cambio[449].

La derrota de San Quintín no trajo el aniquilamiento del poderío francés. Felipe II parecía más preocupado por los desórdenes de su ejército, con daño a instituciones sacras, que animado a proseguir la lucha, y así era de temer una réplica francesa. El 11 de agosto, al día siguiente de la batalla, Felipe II la comunicaba a Carlos V, con su sentimiento por no haber estado en ella y por los desmanes de las tropas:

No dudo —le consolaría el padre— que habéis tenido el trabajo que decís con el asalto de San Quintín en excusar los desórdenes que suele haber en semejantes cosas.

Pero le advertía que el enemigo procuraría tomarse la revancha a la primera ocasión que se le presentase, incluso en pleno invierno[450], por lo que todo cuidado era poco.

Acertada profecía, para desventura de Felipe II: de modo que el duque de Guisa, con el ejército que había traído de Italia, puso cerco aquel invierno a Calais y la tomó sin demasiadas dificultades.

Fue un asunto que yo estudié con cierto detenimiento, hace cincuenta años, en mi vieja tesis doctoral de 1947, publicada en 1951. Estaba al frente de la plaza lord Wentworth, un simpatizante de la princesa Isabel, y todo parece indicar que hubo traición, pues la pérdida de Calais provocaría la ruina del partido hispanófilo en la isla[451]. Sin embargo, para ser exactos, hay que tener en cuenta que ya entonces el Rey daba muestras de su lentitud en tomar decisiones, no acudiendo al auxilio de Calais con la celeridad que el caso requería, tal como le pedía lord Wentworth el 3 de enero del 58 en una apretadísima súplica, ante la amenaza del ejército francés[452].

Felipe II comprendió de inmediato lo que suponía la pérdida de Calais:

Lo he sentido tanto que no lo podría encarescer, y con mucha razón por ser plaza de tanta reputación y importancia, y abierto camino para estos franceses de Flandes, y especialmente por los de Inglaterra, donde hay diferentes voluntades[453]

Afortunadamente para el Rey, la reanudación de la guerra aquel verano, en la frontera de Flandes, le deparó la victoria de Gravelinas, en la que pareció funcionar el buen entendimiento entre españoles, flamencos e ingleses, siendo tan decisiva la acción del conde de Egmont como la intervención de la marina inglesa.

Una victoria que trajo además la consecuencia de que Enrique II se acabara decidiendo por entrar, de una vez por todas, por la vía de la paz.

Eso ocurría en el verano de 1558. Algunos meses después, la vida de Felipe II quedaría marcada con la muerte de dos personajes: su padre, el Emperador, y su segunda esposa, María Tudor. Trataremos ambos sucesos en función sobre todo de lo que supuso para el Rey.

Indudablemente, la muerte de Carlos V el 21 de septiembre del 58, aparte del sentimiento natural en quien tanto veneraba a su padre[454], trajo un cierto sentido de liberación para el Rey. Ya Felipe II era el dueño completo de su destino, sin mediatización alguna, y no tenía que dar cuenta al viejo Emperador de sus actos, como cuando intentó hacerle comprender el porqué de su protección a la princesa Isabel. Es cierto que, a partir de ese momento, Felipe II ya no podría contar con el consejo de su padre. Pero igualmente hay que verlo desde este otro punto de vista: también se hallaría con mayor libertad de movimientos.

Más directamente le afectó la muerte de María Tudor por lo que iba a traer de gran cambio en su política exterior: el recelo hacia Inglaterra y el acercamiento a Francia, toda una inversión de las viejas alianzas y enemistades que había heredado de Carlos V.

Los achaques de la reina María Tudor se vieron agravados por la congoja de saber que no sería capaz de dar un hijo a la Corona, que viniese a consolidar su obra de recatolización del reino inglés, ante la perspectiva de que le sucediese su hermana Isabel, tan dudosa a ese respecto.

También, evidentemente, acusó la prolongada ausencia de su esposo, a quien nada le haría coger de nuevo el camino de Londres, tal como hemos visto que lo reflejaba la vieja balada:

Gentle Prince of Spain,

come, o come again…

Ante las noticias de la irreversible postración física de la Reina y su inminente final, Felipe II decidió enviar al conde de Feria, intentando que llevara a cabo un postrer esfuerzo para que María Tudor reconociese a su hermana Isabel como heredera, y cerrara así las pretensiones de la diplomacia francesa que aspiraban a que el trono recayese en María Estuardo, entonces esposa del Delfín de Francia.

Feria llegó a Londres el 9 de noviembre, logrando de inmediato audiencia con la Reina. La encontró muy mal, a ratos perdiendo ya la razón, pero consiguió lo que Felipe II quería, que reconociese a Isabel por heredera. Al punto, Feria completó su tarea llevando aquella decisión postrera al Consejo y visitando a la Princesa en su retiro, para hacerla ver hasta qué punto había tenido al Rey de su parte; vana embajada, pues Isabel era consciente de cuán fuerte era, aparte de que en ella anidaba ya aquel sentimiento propio de tantos estadistas (como lo había sido el caso de Fernando el Católico): que en materias de Estado el agradecimiento es más un vicio que una virtud.

Aún le restaba otra tarea al conde de Feria: concertar la boda de Isabel con Manuel Filiberto de Saboya. Labor imposible, porque ni era del gusto de Isabel ni del Consejo inglés:

Al duque de Saboya por ahora yo sé cierto que no le querrán oír nombrar —escribía el Conde a Felipe II el 21 de noviembre, a raíz de la muerte de la reina María—, porque les paresce que con las fuerças deste Reino ha de querer cobrar su Estado, y que siempre les terna en guerra[455].

Una carta que tardaría en llegar a su destino, porque Isabel y los de su Consejo tomaron la prudente determinación de cerrar los puertos, incomunicando la isla con el continente. Felipe II tardó en conocer la muerte de María Tudor y, en consecuencia, que ya había dejado de ser rey consorte de Inglaterra el 18 de noviembre del 58. De forma que, todavía siete días después, el 25 de noviembre, mandaba un emisario de importancia a Londres: al obispo napolitano Álvaro de la Quadra, con nuevas instrucciones a Feria, y siempre con el intento de aprovechar su posición regia para obligar a Isabel a la boda con el saboyano.

Hacía siete días que ya no era rey de Inglaterra y no lo sabía[456]. La aventura inglesa había llegado a su fin.