15 EL REY Y LA PRINCESA

Un personaje inquietante, que en gran medida contribuyó con su fuerte protagonismo a oscurecer la imagen del Rey, fue, sin duda alguna, la princesa de Éboli, y aquí sí que bien podríamos añadir el adjetivo, tantas veces empleado sin venir a cuento, de famosa; esto es, la célebre y famosa princesa de Éboli. Célebre y famosa por su extraña belleza, a la que daba un aire más inquietante el supuesto parche en su ojo derecho[1278], pero también por su turbulento proceder en la corte, entrometiéndose en los asuntos de Estado con tal pasión, que acabaría arrastrándola a siniestras maquinaciones y, en definitiva, a perder su puesto privilegiado de gran dama de la alta nobleza encumbrada a lo más alto, y a desplomarse a la más mísera de las situaciones, viviendo sus últimos años en el más riguroso de los encierros.

La cuestión clave sería ésa: su afán dominante, su pasión por los negocios de Estado, su ansia por estar en el centro mismo donde se fraguaban las grandes decisiones políticas, en aquella corte que era entonces la de la Monarquía más poderosa de su tiempo, adonde llegaban todos los rumores, y donde había que tomar postura frente a los más diversos e importantes problemas, que afectaban prácticamente a toda la Cristiandad. Y para estar en ese centro de observación y de decisión, la Princesa puso en juego las dos importantes armas que tenía a la mano: la de su alto linaje y la de su provocadora belleza. Alto, altísimo linaje, como quien era nada menos que una Mendoza, descendiente de aquel cardenal que en tiempos de los Reyes Católicos llegó a ser titulado por un cronista de la calidad de Pedro Mártir de Anglería como el tercer rey de España; tal era su poderío y tanta su prepotencia. Y algo, incluso mucho de esa prepotencia y de ese afán de protagonismo al más alto nivel, heredaría su bisnieta por línea paterna, Ana de Mendoza, princesa de Éboli. En cuanto a su inquietante belleza, que daría lugar a que su mejor estudioso la denominara como una especie de mujer fatal del siglo XVI[1279], tendremos ocasión de tratar más adelante.

No cabe duda de que el destino tuvo también no poca parte en el futuro de la Princesa, cuando en 1552, siendo todavía una chiquilla, en torno a los doce años —había nacido el 28 de junio de 1540—, fue solicitada por Ruy Gómez de Silva para convertirla en su esposa. Las negociaciones matrimoniales habían sido apoyadas por el mismo príncipe Felipe.

A este respecto, conviene recordar algunos extremos. En primer lugar, la fecha: 1552. En ese año el Príncipe hacía unos meses que había regresado a España, después de aquel largo viaje por media Europa, que le había hecho cruzar el norte de Italia, atravesar los Alpes, verse con sus primos austríacos en Innsbruck, conocer a la alta nobleza alemana por las tierras del Imperio y encontrarse al fin con su padre, el Emperador, en Bruselas. Sin entrar en detalles sobre los móviles de aquel viaje y de sus resultados, que tratamos más largamente en otra parte de esta historia, sí es imprescindible dejar bien sentado que a su regreso Felipe volvería a España con una importante experiencia en materias de Estado y, sobre todo, con el pleno apoyo paterno para gobernar el país como auténtico alter ego del Emperador.

Pero ¿quién había ido con él en aquella expedición? ¿Quién le había acompañado en aquel notable viaje y sido su constante confidente? Aquél que había estado siempre con él desde los mismos años de la niñez, aquel portugués que había llegado a la corte española en el cortejo de la emperatriz Isabel y que no le había dejado un instante, casi desde que había nacido: Ruy Gómez de Silva. Ahora bien, Ruy Gómez contaba ya treinta y seis años en 1552 y parecía que era el momento de ser recompensado por tantos servicios por su señor. Y en 1552 el Príncipe estaba en condiciones de hacerlo generosamente. ¿De qué manera? Apoyando la boda de su privado con una dama de la alta nobleza castellana, encumbrándolo así en la jerarquía social de su tiempo. Tanteados algunos partidos, ambos se fijaron al fin en aquella Ana de Mendoza, hija del conde de Mélito y de Catalina de Silva, ésta, a su vez, hermana del conde de Cifuentes. Por lo tanto, una mujer de la alta nobleza castellana. Además, Ana era hija única y, por ello, heredera de muy rico patrimonio, engrandecido generosamente por el Príncipe con una renta para el matrimonio de 6000 ducados[1280].

Ahora bien, existía un inconveniente: la edad de la futura princesa de Éboli, que en 1552 cumplía los doce años. Por lo tanto, aunque se cerraran las capitulaciones, estaba claro que había que esperar alrededor de dos años para que aquel matrimonio se consumara[1281].

Y sucedió lo inesperado. La situación internacional se complicó de tal manera, que el Emperador volvió a llamar a su hijo antes de que se cumpliera aquel plazo. En efecto, en junio de 1554 Felipe II volvía a salir de España, camino de Inglaterra, para desposarse con María Tudor. Con él, como no podía ser menos, iría Ruy Gómez de Silva, que así debió aplazar su boda con Ana de Mendoza.

Una espera que no iba a ser de unos meses, sino de cinco años. Hasta el otoño de 1559 no regresarían Felipe II y su privado a España. Para entonces, Ruy Gómez tendría ya cuarenta y tres años, y el Rey, treinta y dos. En cuanto a Ana de Mendoza, se había convertido en toda una mujer —ya hemos dicho que de provocadora belleza, y no es una expresión al estilo de novelas rosa, sino una realidad—, con sus diecinueve años bien cumplidos.

Podríamos añadir que era la estrella de aquella corte, dejando aparte la nueva reina, aquella dulce Isabel de Valois; pues, sin duda, aun cuando le superaban en linaje la princesa Juana de Austria, la hermana del Rey, y la duquesa de Alba, también damas de la Reina, ambas palidecían ante la viveza y el arranque que ponía en todas sus cosas Ana de Mendoza.

Es en ese primer encuentro cuando pronto el rumor general se hizo eco de las relaciones amorosas entre el Rey y la Princesa. Ruy Gómez de Silva era el marido, pero el Rey era el amante. Y de tal forma, que el tercer hijo que pare la Princesa en 1563, el futuro segundo duque de Pastrana, se daba como del Rey y no del privado.

Esto requiere una advertencia. Muchos sesudos historiadores han dado últimamente en negar esos amoríos —lo cual es comprensible, porque no existe ninguna prueba irrefutable—, pero lo hacen indignados, como si el admitir lo contrario fuera un deseo de ennegrecer la figura de Felipe II (lo cual es, cuando menos, una tontería). Felipe II tuvo varias amantes, dentro y fuera de España, como las tuvo su padre, Carlos V, y como las tuvieron la mayoría de los reyes en cualquier época de nuestra historia. Y nadie se rasgaba las vestiduras por ello. Aquí lo que importa dejar sentado, pues, es si los indicios que conocemos sobre esas relaciones dan algún fundamento al rumor popular y si ese planteamiento esclarece en algo todo lo que después sucedería, que sería nada menos que el asesinato de Escobedo, la estrecha prisión de la Princesa sin juicio, el proceso casi sin prisión de Antonio Pérez, la fuga de éste al reino de Aragón, con el alzamiento de Zaragoza, y, finalmente, el último rigor desplegado por el monarca contra la Princesa, recluida en su palacio de Pastrana.

Según esta tesis, sería la futura princesa de Éboli la que se fijara en el Rey. Entre Felipe II y Ruy Gómez de Silva, entre el Rey, de treinta y dos años, y el privado, de cuarenta y tres, entre la arrogancia de quien había salido de Castilla como el Príncipe y volvía ya como el nuevo monarca deseoso de renovarlo todo, y el privado portugués siempre a la sombra del otro, siempre retraído y borroso, la elección para Ana de Mendoza no cabía duda. Por otra parte, eran conocidas las fuertes tendencias eróticas de Felipe II. Y, sobre todo, él era el Rey, él era el mismo centro del poder. De forma que todo era perfecto y todo se presentaba fácil para Ana de Mendoza.

En seguida, pues, corrieron los rumores por la corte, porque eso siempre es difícil de esconder: el Rey tenía una nueva amante, que ya no era aquella Isabel de Osorio, apartada de la corte y recluida en su palacio de Saldañuela, sino la joven esposa de Ruy Gómez de Silva.

Ahora bien, Felipe II distinguía muy bien entre sus placeres como hombre —poderoso, desde luego— y sus deberes como rey. Así que tan pronto como se diera cuenta de que para Ana, por el contrario, lo uno era el camino para lo otro, y que de los secretos de alcoba quería pasar a las confidencias políticas, con lo que eso traía consigo, tenía que apartarla de su lado.

Suposiciones, por supuesto, basadas en el rumor de la corte que los daba por amantes, y en el comportamiento que ambos tuvieron siempre: el Rey, escrupuloso en sus deberes regios; la Princesa, con incontenibles ganas de mangonearlo todo.

Y aquí es donde encaja un documento regio, a mi entender mal interpretado. Se trata de una carta del secretario Mateo Vázquez al Rey, fechada a 28 de julio de 1578, en la que se aludía a manejos de la Princesa, a la que el Rey contestaría, con una singular confidencia:

… esto es malo de creer, aunque si de alguna persona es de creer es de esa señora.

Y añade el Rey lo que de pronto la imagen de la Princesa le trae a la memoria:

… de quien me habréis visto andar siempre bien recatado, porque ha mucho que conozco sus cosas[1282].

Es una confesión espontánea del Rey. Alude, sin dejar resquicio a la duda, a unas primeras intimidades y a ese descubrimiento inicial de los manejos de la Princesa, lo que le había obligado a apartarla de su vista.

… ha mucho que conozco sus cosas…

Porque el Rey recordaba de pronto, en aquel verano de 1578, lo que había podido comprobar, no cuando la Princesa había enviudado, que era algo relativamente reciente (recordemos que había ocurrido en 1573), sino de hacía mucho tiempo («ha mucho que conozco sus cosas»), como lo había sido su encuentro con la Princesa en 1560: la princesa de Éboli era una intrigante con la que había que tener mucho cuidado. Era una fuente de conflictos. Pero como a la postre era la mujer de su privado, la mejor solución era retraerse de ella y eso tomarlo ya como una norma inquebrantable:

… esa señora de quien me habréis visto andar siempre bien recatado…

Siempre, se entiende, desde los años en que Mateo Vázquez se incorpora como secretario en la corte del Rey. ¿Y cuándo ocurrió eso? En 1573, cuando, muerto ya el cardenal Espinosa, a cuyo servicio estaba, le llamó el Rey a su lado. Curiosamente, el mismo año en que había fallecido Ruy Gómez de Silva.

Por lo tanto, una cosa es cierta, porque el mismo Rey la confiesa en esa confidencia espontánea a su secretario Mateo Vázquez: hubo un tiempo en el que la Princesa había tenido acceso al Rey; hasta que en un momento determinado el Rey decide recatarse de ella, como de mujer peligrosa. De esa forma, la Princesa, la que la corte había señalado como la amante del Rey, se convierte en esa señora, de la que cualquier disparate se podía creer. Es de ese modo como parece cobrar todo su sentido la confidencia del Rey al secretario Mateo Vázquez, tan enemigo de Antonio Pérez y de la Princesa:

… esto es malo de creer, aunque si de alguna persona se puede creer es de esa señora, de quien me habréis visto andar siempre bien recatado, porque ha mucho que conozco sus cosas…

Por consiguiente, una etapa, acaso no tan breve, pero ya lejana en 1578, en la que por lo menos la Princesa había tenido acceso al mundo íntimo del Rey, que viene a coincidir con su hijo Rodrigo, aquél que la voz general atribuía al Rey, hasta el punto de que siempre se le tuviera como tal. Pasados los años, en 1584 seguía diciéndose:

Felipe II, no obstante su piedad, era muy dado a las mujeres, habiendo en la Corte algunos señores como el duque de P… y otros que pasaban por hijos suyos[1283].

No es difícil identificar a ese duque con el de Pastrana, dado que es el único cuyo apellido empieza por esa letra. Recuérdense los otros: Alba, Béjar, Feria, Infantado, Medinaceli, Medina-Sidonia, Francavilla, Cardona…

Por lo tanto, una etapa de íntimas relaciones que duraría, por lo menos, hasta 1562, que fue el año en el que nació Rodrigo.

Apartada después de la intimidad del Rey, la Princesa tendría el pleno acceso a la de su marido, renovados los combates conyugales. ¡Y de qué modo! En los diez años siguientes, siete partos. Lo cual quiere decir que apenas si unos meses separaban cada parto del nuevo embarazo. Y en ese trato tan íntimo y tan constante, la Princesa pudo volver a sus ansias de enterarse de todo lo que ocurría en la corte y fuera de ella, todos los graves asuntos de Estado, teniendo bajo su seducción a su propio marido, que le llevaba tantos años (veinticuatro, exactamente), esto es, al poderoso privado del Rey.

Porque no se puede creer lo que afirma Marañón de que a la Princesa se le desató la furia de mangonearlo todo a la muerte de su esposo. Esa ansia era propia de su carácter dominante y no hay razón para pensar que no la desplegara durante aquellos trece años de su matrimonio, teniendo tantas facilidades para hacerlo[1284]. Es cierto que a la muerte de Ruy Gómez de Silva tuvo el arrebato de hacerse monja, queriendo profesar en el convento de las carmelitas descalzas fundado por ella en vida de su marido en la villa de Pastrana; una vida conventual que tantos quebraderos de cabeza daría a santa Teresa («La monja de la princesa de Éboli era de llorar»[1285]), como los había tenido a la hora de la fundación[1286]. Y curiosamente en su exclaustramiento tendría que ver el propio Rey, con el pretexto de que tenía más obligación de cuidar del patrimonio de sus hijos.

Tal le venía a ordenar, si bien rodeado de fórmulas corteses, el Rey a la Princesa en carta personal escrita el 25 de septiembre de 1573:

Princesa doña Ana de Mendoza, prima:

Como quiera que holgara yo mucho de que se pudiera haber tomado resolución en lo de la tutela y administración de las personas e hazienda de vuestros hijos, que nos habéis suplicado, para que desde luego pudiérades estar libre de este cuidado, han sido tantos y tan graves negocios que han ocurrido después que el príncipe Ruy Gómez de Silva, vuestro marido, falleció, que no ha habido lugar para ello. E ansí es forzoso e necesario que entre tanto que esto se haze, que será con la brevedad que se pudiere, vos os encarguéis de la dicha tutela y administración, como os lo ruego y encargo mucho lo hagáis, pues demás de que por el presente no se puede excusar, por los inconvenientes que podrán resultar de lo contrario, yo, por lo mucho e bien que el dicho Ruy Gómez me sirvió continuamente e la afición que le tuve e tengo a sus cosas e vuestras, recibiré en ello mucho placer e servicio.

Del Pardo, a XXV de Septiembre de 1573 años.

Yo, el Rey[1287].

Obsérvese que la Princesa había acudido a Felipe II, en el trance de la custodia de sus hijos, todos tan chicos, que el mayor no tenía más que diez años. Si el padre había muerto y la madre se metía monja, ¿a quién acudir?

Y es aquí donde también toma más sentido que lo hiciese al Rey, si en verdad era el auténtico padre del tercer hijo. Pero precisamente estamos ante algo a lo que Felipe II no quería acceder, porque era como reconocer lo que no deseaba de ningún modo llevar a cabo: su paternidad de don Rodrigo. Pero, por otra parte, no podía tampoco desentenderse del todo. Y es de anotar que, a vueltas con el mismo asunto, responde a una carta de su secretario Mateo Vázquez en que le volvía a tocar el tema, y termina con este juicio:

… y, por cierto, que creo que tendría más obligación [la Princesa] a esto [a la tutela de sus hijos] que a ser monja[1288].

Una tutela de los hijos y una custodia de los bienes que no tenía que ser desde la corte. Antes bien, Felipe II prefería que la Princesa las llevase a cabo sin salir de su señorío de Pastrana. De forma que, cuando dos años más tarde hay indicios de que el príncipe de Mélito, padre de la Princesa, le insta al regreso, el Rey se muestra contrario:

Tengo por muy cierto que para la conciencia y quietud de todos ellos, y aun no sé si el honor, les conviene más el no venir ella aquí[1289]

También este comentario regio da que pensar. Que prefiriese no ver a la Princesa en la corte, se comprende, dadas las reservas que tenía hacia ella; pero ¿por qué temía que se produjera un quebranto en el honor de aquel linaje? ¿Por la experiencia personal de que la Princesa era mucha mujer para mantenerse en sosiego en su casa? Porque, aparte del sexo, lo cierto es que, mientras vivió Ruy Gómez de Silva, la Princesa tenía fama ya de intervenir en las cosas de Estado; no por otra razón el embajador francés procuraba obsequiarla, buscando su mediación para conseguir un trato de favor en lo que había de negociar en la corte por orden de Catalina de Médicis.

En esa situación sobreviene la muerte de la madre de Ana de Mendoza, lo que precipita el retomo de la Princesa a la corte.

Corría ya el año de 1576.

Y como una obligación a la gratitud que debía al linaje, Antonio Pérez visita a la Princesa en su casona-palacio. Pronto las idas y venidas del secretario menudean. De nuevo corre el rumor por la corte: la linda viuda se alegra más de la cuenta y tiene un nuevo amante. No sería el Rey, pero al menos el secretario del Rey.

Por lo tanto, otra vez la ocasión para intervenir en los negocios de Estado. Nuevamente la Princesa haciendo de mujer fatal, empleando su atractivo para captar al hombre de moral dudosa y de poder cierto. Porque ése era el caso: otra vez la mujer sería quien sedujera. Para Antonio Pérez, la confabulación con la Princesa sólo se puede entender como la del plebeyo deslumbrado con la belleza de una Grande de España. En cuanto a la Princesa, porque era la forma de volver a sus viejas intrigas. Ya que no podía pensar en el Rey, se conformaría con su secretario. Lo que dejaría bien reflejado en una frase chulapona, tal como se la oyó una testigo citada en el proceso de Antonio Pérez, que a una amenaza de Escobedo le había replicado la Princesa:

Haced lo que queráis, Escobedo, que más quiero al trasero de Antonio Pérez que al Rey[1290].

A su vez, Antonio Pérez recordaría, pasados los años, ya en el destierro, cómo había sido su perdición y quién había seducido a quién:

No hay leona más fiera ni fiera más cruel que una linda dama; como de tal se ha de huir[1291]

Hemos planteado esta cuestión del Rey y la Princesa siguiendo la hipótesis de unas primeras relaciones amorosas entre ambos, que culminarían en el nacimiento de su hijo, Rodrigo, futuro segundo duque de Pastrana. Hemos aportado varios indicios que apuntan a que el rumor de la época pudo ser cierto, pero deberíamos hacemos algunas otras preguntas, tanto en tomo al posible enfrentamiento de ambos protagonistas en el momento de la crisis de 1579 como sobre el comportamiento del Rey con su supuesto hijo.

Empecemos por esto último. Parece razonable pensar que si el Rey tuviera a Rodrigo por su hijo le diera un trato de favor, que se apreciara algo que nos indicara la existencia de esos lazos; pues no olvidemos que en Felipe II los sentimientos paternos eran muy fuertes, siempre y cuando no chocaran con sus deberes regios.

Pues bien, aparte de ese interés ya señalado porque Rodrigo (con el resto de sus hermanos, por supuesto, pero eso no podía ser de otro modo) fuera protegido, a la muerte del príncipe de Éboli, tanto en el plano familiar como en el de su patrimonio, nos encontramos con que su carrera fue notable en el ejército. En efecto, tras una adolescencia borrascosa, con lamentables actos de noble pendenciero y despótico, alguien debió de aconsejarle que si quería hacer fortuna en la corte tenía que enmendar la plana. Y lo hizo, apuntándose a la campaña de Portugal, bajo el mando del duque de Alba. De allí pasó a Flandes, donde su ascensión fue casi meteórica, en este caso bajo el servicio de otro gran soldado: Alejandro Farnesio. De forma que, cuando en 1589 Felipe II proyecta el relevo de Farnesio, uno de los nombres que se barajaron para el puesto de nuevo general en jefe del ejército de la Monarquía en Flandes iba a ser el de Rodrigo, ya segundo duque de Pastrana. Es posible que el agravamiento de la prisión de la madre, con las medidas extremas tomadas por Felipe II contra la reclusa de Pastrana, le llevara a dejar en suspenso tal recompensa[1292].

¿Y en cuanto al enfrentamiento entre el Rey y la Princesa, a partir de la actuación de la justicia, con motivo del asesinato de Escobedo? Admitiendo la hipótesis de unos antiguos lazos amorosos y dado el fuerte carácter de la Princesa, tenía que darse una viva reacción de Ana de Mendoza, exigiendo de su antiguo amante otra protección, dado que, en definitiva, aquella muerte se había producido con el consentimiento regio. Otra cosa obligaría ya a descartar la existencia de tales amoríos. ¿Qué pruebas tenemos? Aquí el historiador tiene que hacer también el papel del detective, rastreando las posibles pistas.

¡Pero es que existen! Al menos una, pero muy importante: la carta que la Princesa escribió al Rey, después de recibir la visita del cardenal Quiroga, que había ido a verla por orden de Felipe II, como un último recurso para que se llegase a un acuerdo entre los dos secretarios (Antonio Pérez y Mateo Vázquez). Una carta que conocemos por haberla publicado Antonio Pérez en sus polémicas Relaciones, y por eso desechada por algunos, pero que un análisis serio permite darla por auténtica. Se trata, sin duda, de uno de tantos documentos comprometedores que Antonio Pérez fue recogiendo en sus momentos de privanza, y que no podía menos de dar a conocer, a la hora de justificar su conducta. El mismo Antonio Pérez nos aclara cómo había llegado a su poder:

No se espante nadie de que Antonio Pérez tenga esta carta original, que el Rey se la dio de su mano el mismo día que la recibió.

Y añade, compungido:

Tal corría la confianza entre rey y vasallo en las horas postrimeras…

Por lo tanto, una carta escrita hacia la primavera de 1579, con un estilo tan personal que nadie sería capaz de imaginar, y por tanto de falsear.

Dice así:

Señor:

Por haber mandado Vuestra Majestad al cardenal de Toledo que me hablase en estas cosas que han pasado de Antonio Pérez, para que yo procurase reducirle, he entendido yo y tratado dello muy diferentemente de lo que entendía, pues quedar un hombre inocente, después de muchas persecuciones, sin honra ni sosiego, no era cosa que a él le podía estar bien, ni nadie con razón persuadírselo. Mas todo lo puede el servicio de Vuestra Majestad.

Ése es el comienzo. Naturalmente, la Princesa parte del supuesto de que Antonio Pérez era inocente, no porque no hubiera intervenido en la muerte de Escobedo, sino porque, habiéndolo hecho con la aprobación regia, tenía que estar fuera de culpa, al menos para el Rey. Y al Rey se estaba dirigiendo la Princesa. La cual le añadirá en seguida por qué no podía entrar en componendas con Mateo Vázquez, con una queja ya sobre el comportamiento del propio monarca, en cuya queja la Princesa no se andaría por las ramas:

Bien se acordará Vuestra Majestad que le he dicho en algún papel lo que había entendido que decía Mateo Vázquez y los suyos que perdían la gracia de Vuestra Majestad los que entraban en mi casa. Después de esto he sabido que han pasado más adelante, como a decir que Antonio Pérez mató a Escobedo por mi respecto, y él tiene tales obligaciones a mi casa, que cuando yo se lo pidiera, estuviera obligado a hacerlo.

Hasta aquí, la exposición de los agravios que imposibilitaban cualquier entendimiento como el que se le pedía a la Princesa para llegar a una avenencia con Mateo Vázquez. A continuación, la Princesa entraría en las exigencias al Rey. ¡Y de qué forma! De esta linda manera:

Y habiendo llegado esta gente a tal, y extendídose tanto su atrevimiento y desvergüenza, está Vuestra Majestad como rey y caballero, obligado a que la demonstración desto sea tal que se sepa y llegue adonde ha llegado lo primero.

Pero ¿entraría el Rey en razón? No lo creía ya la Princesa, o por lo menos lo dudaba, de forma que le lanza otra andanada:

Y si Vuestra Majestad no lo entendiere assí y quisiere que aun la auctoridad se pierda en esta casa, como la hacienda de mis abuelos, y la gracia tan merecida del Príncipe, y que sean éstas las mercedes y recompensas de sus servicios, con haber dicho yo esto me habré descargado con Vuestra Majestad de la satisfaçión que debo a quien soy.

Por lo tanto, reproche sobre reproche al Rey, que parecía olvidar lo que había sido y lo que debía seguir siendo para él la casa de Éboli, pero también la misma Princesa como tal. Ya no sería la carta de una súbdita a su Rey. Ahora el tono se radicalizaría más, en un tú a tú impresionante, como quien se cree que puede hacerlo. Ahora será Ana quien hable a Felipe, la dama al caballero, si es que por tal se le podía tener:

Y suplico a Vuestra Majestad me vuelva este papel, pues lo que he dicho en él es como a caballero y en confianza de tal y con el sentimiento de tal ofensa…

A continuación, y acordándose que tenía unos pleitos en marcha y que sobre ellos había mandado unos memoriales al Rey, de los que no tenía respuesta, aprovecha la ocasión para hacerle un largo recordatorio; otra prueba más de que nos hallamos ante una carta auténtica y no amañada por Antonio Pérez. Unos agravios en los que, atención, se alude a la suerte de los hijos, como algo que debía importar sobremanera al Rey:

Pues si todos éstos, Señor, dizen esto, poco es desamparar yo el pleyto, que los hijos y todo sería bien dexarlo, que es con lo que se acabarían tantas maneras de disfavores.

Y viene ya la traca final, el último gran reproche, que antes hemos señalado:

Que yo digo a Vuestra Majestad que pensando en cuán diferentemente meresçió esto mi marido, estoy muchas vezes a pique de perder el juyzio, sino que la desvergüenza de agora de esse perro moro que Vuestra Majestad tiene en su servicio me le hará cobrar. Y torno a acordar a Vuestra Majestad que no vaya a manos desse hombre ni ninguno mío. Y si Vuestra Majestad le quisiere hazer tan hidalgo que no entienda por quien digo, digo por[1293]

Convengamos en que, por lo menos, una carta en tales términos casa mejor en mujer que se cree que puede hablar alto, como quien ha logrado en su día las mayores intimidades, que no en quien no ha pasado de ser una súbdita, más o menos ilustre, frente al Rey. En aquel rompecabezas hay que tratar de encajar las piezas con el mayor cuidado. Y estamos ante una de las principales.

También hay que tener en cuenta un hecho singular. Cuando el Rey ordena la prisión de la Princesa, la justicia procederá con mucho mayor rigor con ella que con el secretario, y además —esto es en verdad asombroso— sin proceso alguno. Igualmente, a esto hay que buscar una explicación. Se entiende que se procurase, en un principio, tratar con mano izquierda al secretario, porque se sospechaba, como era lo cierto, que en su poder obraban importantes documentos y que todo cuidado era poco. Pero queda la cuestión de que a la Princesa no se le incoase proceso alguno. ¿Cuál podía ser la razón? Aquí vuelve otra vez a suscitarse la suposición primera: que el Rey, caso de que hubiera sido el amante de la Princesa, temiera que un proceso abierto pusiese al descubierto lo que él nunca había querido reconocer. Y por la misma razón, cuando Antonio Pérez logró fugarse de la prisión, escapando a la última justicia regia, el Rey extremó su rigor con la mísera cautiva de Pastrana.

Yo diría que no por crueldad, o por ensañamiento contra quien se había atrevido a enfrentarse con el Rey, ni por un último arranque rabioso de un antiguo amante humillado, sino por el temor a que a una fuga sucediese la otra, y que la Princesa en libertad pudiese proclamar a los cuatro vientos aquel gran secreto que el Rey quería mantener oculto a los hombres.

Porque no podemos silenciar, verdaderamente, el trato al principio con altibajos, pero a partir de 1582 cada vez más riguroso del Rey con la Princesa. Con un primer golpe teatral, en la misma noche del 28 de julio en que se había procedido a la prisión de Antonio Pérez, y a la misma hora, las once, para aquellos tiempos tan intempestiva, se presentó en casa de la Princesa el capitán de la guardia del Rey, don Rodrigo Manuel de Villena, comendador de la Orden de Santiago, acompañado del almirante de Castilla; que con no menos aparato quiso el Rey que se procediera a la detención de la Princesa, quien ya estaba acostada, de forma que el sobresalto fue mayúsculo, máxime cuando se le hizo saber que se procedía a su inmediata prisión. Como último recurso, la Princesa pidió que se le dejara mandar a su hijo, el duque de Pastrana, para que pidiera clemencia al Rey. De nuevo pensamos: ¿en quién mejor podía apoyarse Ana de Mendoza, si en verdad era aquél el hijo de entrambos? Pero eso ya debía estar previsto por Felipe II, siéndole negada a la Princesa ni siquiera tal dilación.

De ese modo fue conducida a la torre de Pinto, donde estaría seis meses, en condiciones calamitosas. Más tarde sería trasladada al castillo de Santorcaz, con alivio de su trato, para pasar finalmente al palacio de su villa de Pastrana. Allí conoció la Princesa, durante algunos meses, una mejora de su prisión, hasta el punto de que pudo volver a su vida primera, la propia de una gran señora feudal en su señorío, con fiestas suntuosas al estilo caballeresco, tan del gusto de la alta nobleza.

Pero eso duró poco. En noviembre de 1582, el Rey la despojó de la tutoría de sus hijos y de la administración de sus bienes, reduciendo su prisión al torreón de su palacio de Pastrana.

Finalmente, como reacción a la inesperada fuga de Antonio Pérez, en la primavera de 1590, se agrava de tal manera su encarcelamiento, con tupida celosía en la gran ventana de su prisión que daba a la plaza y desde la que se podía divisar, a lo lejos, la campiña y un algo de libertad, procediéndose de igual modo con el resto de los huecos de su cárcel, que bien puede decirse que fue condenada a ser emparedada viva. Dicen sus biógrafos que la Princesa, mientras los albañiles y los herreros procedían a su siniestra labor, sollozaba sin tregua oculta tras unas cortinas[1294].

Tendría junto a ella, eso sí, a un ser querido: su hija Ana, que no la abandonó en los doce años que duró su prisión, y menos en aquellos últimos y tan duros momentos[1295].

Pero para la Princesa, para aquella mujer tan altiva y arrogante, para aquel ser tan lleno de vida, aquel enclaustramiento tan riguroso fue decisivo. De nada sirvieron ya sus súplicas a Felipe II, ni aquel lamentarse y proclamar que jamás había querido ir contra su Rey y señor natural. Ya era tarde para esperar clemencia alguna de quien, cuando se ponía el manto regio, dejaba a un lado todo sentimiento de piedad y se convertía en la expresión misma del poder. De un poder frío e implacable. Y bien lo hubo de sufrir la Princesa, que al fin, rindiéndose a sus muchos males acumulados, dejaba de existir en aquella rigurosa prisión a los cincuenta y un años, posiblemente de un ataque al corazón[1296].

Era el 12 de febrero de 1592.

Finalmente, nos encontramos con otra interrogante: ¿estamos seguros de que la Princesa tuvo algo que ver con la muerte de Escobedo? Eso es lo que parece deducirse de la reacción de Antonio Pérez y de doña Ana, ante el descubrimiento de sus intrigas por el secretario de don Juan de Austria, que es a lo que aluden no pocos de los testigos que desfilan por la causa criminal incoada contra Antonio Pérez. Pero no puede incorporarse a esos indicios inculpadores la altiva carta de la Princesa al Rey, que ya hemos comentado, porque la referencia expresa que en ella hace a que se le acuse como inductora del asesinato de Escobedo puede también tomarse como la réplica airada de quien se considera por encima de tamaña sospecha, tachándola de absurda.

También está el hecho de que el Rey no la sometiera a proceso alguno, cuestión que resulta difícil de interpretar. Que su detención fuera sincrónica con la de Antonio Pérez no pasa de ser un golpe teatral de cara a la opinión pública, para dejar bien sentado a lo que se exponía quien se enfrentaba con el Rey, fuera cual fuese su puesto político o su posición social; aunque no cabe duda de que también se quería que la gente relacionase ambos encarcelamientos.

Desde luego, la Princesa estaba involucrada en el tráfico traicionero de secretos de Estado, práctica a la que debía estar habituada desde los tiempos mismos del príncipe Ruy Gómez de Silva, su poderoso marido; incluyendo últimamente, a partir de 1579, los relacionados con Portugal, cosa que pudo acabar siendo decisiva en el ánimo del Rey[1297].

Pero no se puede omitir que cuando el Rey notifica a la Grandeza de la Corona de Castilla la medida represiva tomada con la Princesa, para nada alude, ni siquiera veladamente, a su participación en la muerte de Escobedo. Esa carta, que conocemos a través de las Relaciones de Antonio Pérez, que tiene todos los visos de ser auténtica, sólo menciona las diferencias existentes entre sus dos secretarios —Antonio Pérez y Mateo Vázquez— y la altanera reacción de la Princesa cuando el Rey le pidió, a través de su confesor (que lo era fray Diego de Chaves), que mediara para que se avinieran.

Es una breve carta. La que conocemos, dirigida al duque del Infantado, reza así:

El Rey:

Duque primo: Ya habréis entendido que entre Antonio Pérez y Matheo Vázquez, mis secretarios, ha habido algunas differençias y poca conformidad, interpuniendo en ellas la auctoridad de la Princesa de Éboli, con la cual he tenido la quenta que es razón, assí por los deudos que tiene como por haber sido muger de Ruy Gómez, que tanto me sirvió y a quien tuve la voluntad que sabéis. Y habiendo querido entender la causa desto, para tratar del remedio, y porque se hiziesse con el silencio que convenía, y por la satisfaçión que tengo de la persona de fray Diego de Chaves, mi confesor, le ordené que hablasse de mi parte a la Princesa y entendiesse la quexa que tenía del dicho Matheo Vázquez y en lo que la fundaba, como lo hizo.

Y habló para comprobaçión dello a otras personas, que ella le nombró. Y no hallando el fundamento que convenía, procuró con ella (siguiendo la comissión que yo le di) de atajar para que çessasse y no passasse adelante, y que los dichos Antonio Pérez y Matheo Vázquez se tratassen y fuessen amigos, assí por lo que convenía a mi serviçio como a todos ellos. Y entendiendo yo que la Prinçesa lo impedía, le habló el dicho mi Confesor algunas vezes para que encaminasse de su parte lo que yo tan justamente desseaba. Y viendo que no solamente no aprovechaba, pero que el término y libertad con que ha proçedido es de manera que por ello y su bien, ha sido forçado mandarla llevar y recoger esta noche a la fortaleza de la villa de Pinto. De lo qual, por ser vos tan su deudo, he querido avisaros, como es razón, para que lo tengáys entendido, y que nadie dessea más su quietud y gobierno y acesçentamiento de su Casa y collocaçión de sus hijos.

En Madrid, a 29 de julio 1579[1298].

Por supuesto, de ese tenor fue la carta escrita por el Rey al noble más afectado por la nueva de la desgracia de la Princesa, como lo era su yerno, el duque de Medina-Sidonia[1299].

Parece claro que el Rey no dice más que una mínima parte de los motivos que le llevaron a la prisión de la Princesa. En principio, que hubiera querido poner en sus manos la resolución de la grave enemistad que había entre sus dos secretarios, como si ella fuera la causante de la misma, no deja de asombrar, porque evidentemente él era el más directamente afectado y el único que podía zanjar la cuestión de una vez por todas, con su regia autoridad; al contrario, en un principio diríase que alentó aquellas diferencias, prefiriéndolos separados y hostiles, antes que unidos y amigos.

Más pesó en su ánimo el lenguaje intemperante de la Princesa, cayendo ya en el desacato frente al Rey; aquello a lo que alude en su carta Felipe II del «término y libertad con que ha procedido…».

Pero nada más. Nada, en relación con el asesinato de Escobedo. Acaso porque no quiso manchar de forma irremediable el honor del linaje de los Éboli, quizá porque el Rey no lo viera tan claro.

Si eso fuera así, en la muerte de Escobedo sólo toparíamos con dos altos responsables: Antonio Pérez, el gran manipulador, y Felipe II, en definitiva, el decisivo consentidor.