Capítulo 8 La boca di leone
La primera vez que Corradino huyó a Murano para salvar la vida fue de la siguiente manera.
Los Manin eran una familia poderosa y adinerada. Habían amasado una fortuna considerable gracias a sus actividades mercantiles, que llegaban desde el mar Negro hasta Levante y Constantinopla. Hacia el siglo XVII habían consolidado, asimismo, un considerable poder político.
El jefe de la familia, Corrado Manin, vivía con sus hermanos mellizos Azolo y Ugolino en un gran palazzo, en el Campo Manin, una plaza llamada así en honor de la familia. Corrado tomó por esposa a Maria Bovolo, una mujer de buen carácter y contactos aún mejores. Tenían un hijo, también llamado Corrado, conocido como Corradino, diminutivo que lo distinguía de su padre. Los miembros de la familia se adoraban unos a otros y la casa funcionaba con tanta armonía como los sólidos barcos mercantes que habían generado la fortuna de los Manin. Había muchos sirvientes y un tutor francés para el pequeño Corradino, y los hombres Manin eran libres de dedicarse a la defensa de sus intereses en la esfera política.
Cierto verano, cuando Corradino tenía diez años de edad y se estaba convirtiendo en un niño bien formado e inteligente, la fortuna de los Manin cambió.
Corrado fue elegido para formar parte del Consejo de los Diez, la impenetrable junta que gobernaba la República de Venecia. Azolo también salió elegido el mismo año. Ugolino quedó excluido del cargo a causa de un antiguo edicto que establecía que sólo dos miembros de una familia podían gobernar al mismo tiempo. Dicha restricción tenía por objeto evitar la corrupción familiar, el nepotismo, pero en este caso la fomentó. Amargado al verse excluido, ya que Ugolino era en realidad media hora mayor que su mellizo, continuó ayudando a sus hermanos en su objetivo secreto: ganar amigos clandestinamente entre los demás miembros de los Diez, con el fin de deponer al dux y reemplazarlo por Corrado. Éste y sus hermanos amaban su palazzo, pero ¿no era todavía mejor vivir en el palacio del dux y proteger los intereses de la familia con el ducado de Venecia como escudo? En este aspecto, Corrado llevó el gran amor que sentía por su familia a sus últimas consecuencias. Él quería lo mejor para todos ellos.
Pero Venecia fue siempre el reino de la paradoja y la duplicidad. Al igual que sus juerguistas, la ciudad también llevaba puesta una máscara. Debajo de la belleza y el artificio de su superficie corrían las aguas profundas del engaño y la traición. Esta amenaza siempre estaba presente, representada por la bocca di leone, la boca del león.
En los más profundos recintos del palacio del dux esperaba una cabeza de león, tallada en la pared, en pronunciado relieve. Como pedía la inscripción visible debajo de la tétrica figura, quienes tuvieran información sobre otro ciudadano de la república debían escribir sus sospechas e insertar el documento en la boca del león: «Denotie secrete contro chi occultera gratie et offich o colludera per nascon der la vera rendita d’essi». El Maggior Consiglio se ocupaba del asunto denunciado, rápida y concienzudamente. Numerosos buzones similares adornaban las paredes de la ciudad; cada una de sus inscripciones indicaba el tipo de denuncia que debía recibir: evasión de impuestos, usura, mala práctica comercial. Y allí, en el palacio del dux, el león se ocupaba del más grave de los crímenes: la traición política contra el Estado. Y el día de La Festa del Redentore, en el apogeo del verano, cuando los frescos salones estaban vacíos y silenciosos, en contraste con las multitudes que gritaban y aclamaban a lo lejos, una mano introdujo una carta por la boca del león, hacia la infinita oscuridad de su interior. La misiva llevaba el nombre de Corrado Manin. El león la devoró. Y la mano que introdujo la carta pertenecía a Ugolino Manin.
En el mismo instante en que la mano del hermano traidor soltó la carta, éste quiso retractarse. Incluso consideró la posibilidad de buscar en lo más profundo para intentar recuperarla, pero los siniestros ojos de piedra del león le disuadieron. Tuvo miedo de que dientes invisibles mordieran su mano. Podía pedir que se la devolvieran. ¿Pero a quién? Las denuncias eran anónimas; no sabía adonde conducía la hendidura ni quién las recibía. Entrar en aquel sanctasanctórum podía significar su propia muerte. Sólo sabía que todo nombre que era tragado por el león pronto llegaba a oídos de los Diez, y, como era de conocimiento público en toda Europa, una palabra a los Diez equivalía a una sentencia de muerte. Ugolino salió tambaleándose del palacio y bajó la escalinata de los gigantes, angustiado. Marte y Neptuno, los grandes centinelas de piedra de la escalera, lo juzgaron con sus inexpresivos ojos blancos. Como él tampoco veía, cegado por la brillante luz diurna, corrió por la Piazza San Marco. La gran plaza estaba vacía. Él sabía que sería así. Había calculado que era la única jornada en que su crimen pasaría desapercibido, ya que todos los ciudadanos de Venecia se arremolinaban junto a la orilla de la Giudecca, al otro lado de la ciudad. Ugolino sabía que la multitud estaría contemplando el espectáculo del puente de barcas, construido en la parte ancha del canal, hasta la puerta de la iglesia del Redentore. Ugolino imaginó a los fieles caminando hacia el templo sobre el agua, como lo había hecho Nuestro Señor en su época, para agradecerle que los salvara de la peste. Salvación. Era lo que él necesitaba en aquel momento. Sintió que las rodillas se le aflojaban, en una genuflexión involuntaria. Se arrodilló por un momento, sintiendo dolor en las articulaciones plantadas sobre la dura piedra. Pero no podía rezar hasta haber hecho todas las cosas urgentes y necesarias que le angustiaban. Se levantó y comenzó a correr por la plaza iluminada por el sol, y ni siquiera en las estrechas y oscuras calles le fue posible ver, esta vez porque sus ojos estaban inundados de lágrimas. Pensó en sus hermanos, y en la hermana María, y más que nada en el pequeño Corradino. Ahora había sellado la muerte de todos ellos. A menos que... Ya sabía lo que debía hacer.
Corradino sintió que unos labios fríos se apretaban contra su cálida mejilla. Se despertó y vio el rostro de su padre, iluminado por una única vela. Todo lo demás era oscuridad. Aunque estaba sonriendo, parecía tenso.
—Levántate, Corradino. Vamos a vivir una aventura.
Corradino se frotó los ojos.
—¿Adónde, papá? —preguntó, con su mente de niño de diez años llena de lógica curiosidad.
—A la Pescheria.
¿Al Mercado de pescado? Corradino saltó de la cama y comenzó a vestirse. Ya había ido antes a aquel lugar del Rialto, pero siempre con Rafaella, la criada, nunca con su padre.
«Pero es verdad que hay que ir temprano; la pesca llega de madrugada».
—Rápido, monito mío. Presto, piccola scimmia.
Cuando estaban a punto de salir de la habitación, Corrado volvió a hablar.
—Aguarda, scimmia. Puedes elegir algo de tu habitación para llevarte contigo. Tiene que ser lo que más te guste, Corradino.
El niño pareció confundido.
—¿Por qué?
—Porque quizá estemos lejos durante un tiempo. Mira, yo ya elegí. —Corrado abrió su chaqueta y Corradino vio la sombra oscura de un libro.
«Debe de ser el libro de ese escritor, Dante. El que trata de comedia. A papá le encanta. ¿Le hará reír?».
Corradino miró su cuarto, sumido en la penumbra. El padre se quedó esperando; no deseaba alarmar al niño, pero sabía que debían apresurarse. Ugolino había venido a verlo la tarde anterior con la peor de las noticias: mientras contemplaba el Redentore se había enterado de un complot para denunciar a Corrado al dux. Su plan había sido descubierto y debían huir de inmediato.
—¡Lo encontré! —exclamó Corradino, mientras agarraba su posesión favorita.
Era un caballo de vidrio, una delicada réplica de los caballos de bronce de la basílica de San Marcos.
Corrado asintió y llevó a su hijo rápidamente fuera de la habitación, escaleras abajo. Corradino vio las misteriosas sombras que la vela proyectaba sobre las paredes: extraños fantasmas oscuros que los perseguían a él y a su padre. Los retratos de sus antecesores, casi todos amables, con sus familiares rasgos Manin, ahora miraban desde arriba, con la envidia malévola que los muertos reservan a los vivos. Corradino tembló y fijó la mirada en el nuevo cuadro que colgaba, orgulloso, en la pared, al pie de la escalera. Era una pintura del grupo familiar, pintado el día de su onomástica, a los diez años, y en él Corradino estaba retratado en el centro, rodeado de su padre y sus tíos. Detrás de la familia había un paisaje marino alegórico, donde la rica flota de los Manin evitaba las tormentosas nubes y las fantásticas serpientes de mar para llegar a salvo a puerto. Recordaba que al posar el traje le producía escozor y que la gorguera le raspaba la oreja; se había movido y su padre le había regañado.
—Quédate quieto como una estatua —dijo Corrado—. Como los dioses en los patios del dux. —Pero Corradino no hizo caso; en su mente se había convertido en uno de los caballos que se veían en lo alto de la basílica.
El, su padre y sus tíos, en su imaginación, formaban un gran cuarteto de bronce: nobles vigilantes que todo lo veían, allí, muy, muy quietos. Ahora, debajo del cuadro, como si acabaran de bajar del marco, vio a su madre y a sus tíos aguardando al pie de la escalera, con máscaras, capas y botas, también preparados para viajar. El miedo de Corradino creció y se arrojó en los brazos de su madre, algo que por lo general pensaba que ya era muy mayor para hacer. María lo sujetó con fuerza y besó su pelo.
«Su pecho huele a vainilla, como siempre. El comerciante de especias viene a visitarla una vez al año y le vende las vainas para preparar la esencia que ella hace. Tienen aspecto de babosas arrugadas, largas y negras, con semillas en su interior. ¿Cómo algo tan feo puede tener un olor tan hermoso?».
Los olores que los aguardaban en la Pescheria eran muy distintos. Corradino olfateó el aire salado bajo la gris luz del amanecer, cuando salieron de su góndola cubierta en el Rialto. El puente blanco se distinguía entre la bruma matinal, como un centinela fantasmal que les pedía que se detuvieran y no siguieran adelante. Corradino sostuvo con fuerza la mano de su madre, mientras caminaban entre la multitud de sirvientas y mercaderes hasta los arcos abovedados del mercado. Su padre desapareció de inmediato tras un pilar y, estirando el cuello por detrás del edificio, Corradino vio que hablaba con una figura encapuchada. Cuando la figura giró la cabeza, como si lo persiguieran, Corradino pudo ver que se trataba de monsieur Loisy, su tutor francés.
«¿Monsieur Loisy? ¿Qué hacía él allí?».
La conversación se prolongó un buen rato, y Corradino se distrajo mirando la gran cantidad de peces esparcidos delante de él, en las mesas de madera con caballetes. Parecía haber una variedad infinita, suaves cardúmenes plateados y crustáceos puntiagudos, de aspecto peligroso. Algunos eran pequeños como astillas de vidrio, otros tan grandes y pesados que parecía un milagro que pudiesen nadar en los mares. A Corradino generalmente le gustaba contemplar los extraños peces en sus paseos por el lugar, meterse bajo las mesas y perderse en la fabulosa y rara confusión del mercado. Rafaella siempre perdía la paciencia, y la sirvienta se permitía usar algunas de las palabras que eran familiares a los vendedores de pescado pero que la señora no deseaba que Corradino conociese. Aquel día, sin embargo, los ojos de los pescados parecían contener una amenaza, y Corradino volvió enseguida, para estar cerca de su madre. Él conocía el dicho veneciano: «Saludable como un pez», pero esos peces no eran saludables. Estaban muertos.
Con su padre y monsieur Loisy se reunió un tercer hombre. No tenía máscara ni capa, y por su atuendo y sus manos recias, callosas y llenas de escamas, Corradino adivinó que era un pescador. Los tres hombres comenzaron a asentir y hubo un intercambio de dinero sacado de un monedero de piel. Corrado hizo una seña y condujo a la familia a los rincones más oscuros del mercado cubierto. Allí había un enorme cajón de pescado; con incredulidad, Corradino vio a su madre tumbarse sobre la ensangrentada paja.
—Vamos, Corradino —lo animó su padre—. Te dije que íbamos a vivir una aventura.
Corradino se echó en los brazos de su madre y pronto sintió a su lado los pesados cuerpos de los tíos y el padre. Pensó en los peces que había visto metidos en los cajones, en sus formas plateadas, tiesas y comprimidas.
«Nosotros también somos peces».
Corradino vio el rostro de su tutor a través de los listones del cajón cuando se cerró la tapa.
—Au revoir, petit.
A Corradino le alegró el saludo. Amaba a su tutor, y el francés del niño era excelente para los años que tenía. Sin duda, si monsieur Loisy no pensara volver a verlo, habría usado la forma más definitiva «adieu» en lugar de «hasta la vista».
Corradino se acomodó en los brazos de su madre y volvió a oler su esencia de vainilla. Sintió que los alzaban y se movían, como si estuvieran sobre el agua. Luego se durmió.
Se despertó con un fuerte dolor en el costado y se movió, incómodo. Al poco, una fuerte sacudida anunció la descarga, y la tapa del cajón se abrió. Despeinado y hediondo, Corradino salió del cajón, pestañeando ante las primeras luces de la mañana. Miró a su alrededor, a las pequeñas filas de casas rojas levantadas junto a un canal; y detrás de él, a los capiteles de San Marcos, desde lo que parecía una enorme distancia. Corradino nunca había visto semejante perspectiva de Venecia. El agua de la laguna estaba veteada de plata, como la piel de un inmenso pez, cuyo olor seguía, por lo demás, pegado a su nariz. Vio cómo sus tíos Azolo y Ugolino pagaban al barquero. El tío Ugolino parecía enfermo. Quizá por el olor a pescado, pensó Corradino. Sin embargo, ahora había un nuevo olor: fuerte, seco. A quemado.
—¿Dónde estamos? —preguntó a su madre.
—En Murano —respondió ella—. Donde fabrican el vidrio.
Entonces recordó. Corradino buscó bajo su jubón, hasta encontrar el punto en el que había sentido el dolor. Extrajo su caballo de vidrio. Estaba hecho añicos. Se lo había clavado, sin que llegara a hacerle sangre, durante el viaje.
«Estoy harto de esta casa».
A Corradino le parecía que había estado allí dentro durante años, aunque sabía que sólo habían pasado dos días. La casa era una choza pequeña y encalada, con sólo dos plantas y cuatro habitaciones, muy distinta de aquello a lo que estaba acostumbrado el principito. Sin embargo, Corradino era más sabio que hacía dos días. Había aprendido muchas cosas. Algunas se las habían dicho; otras las había deducido.
«Sé que esta casa pertenece al pescador que papá conoció en la Pescheria, el hombre a quien pagaron para traernos hasta aquí dentro del cajón y mantenernos ocultos. Sé que mi padre tiene problemas con el dux, que el tío Ugolino lo descubrió a tiempo y que le advirtió que debíamos escapar. También, que monsieur Loisy nos ayudó; él hizo el contacto en el mercado de peces y sugirió que viniéramos a Murano, porque las entregas de vidrio van desde aquí a Francia, y monsieur Loisy tiene allí amigos que podrían ayudarnos. Y también sé que debemos escondernos en Murano durante un tiempo, hasta que puedan sacarnos de contrabando. A Francia».
Corradino sabía poco de Francia, a pesar del entusiasmo de monsieur Loisy por su patria. El pequeño tenía muy pocos deseos de ir allí.
«Mi padre y mis tíos me dijeron que no debía salir de la casa en la que nos escondemos, ni siquiera por un momento».
Pero a medida que pasaban los días todos comenzaron a sentirse un poco más seguros y Corradino sintió que renacía su legendaria curiosidad.
«Quiero ir a explorar».
Así, al tercer día, Corradino esperó a que su madre fuera al baño y descorrió el cerrojo de la desvencijada puerta de madera. Se encontró en un callejón y se dirigió hacia el canal, que era muy visible al fondo del mismo. Paseó por la orilla de la laguna. Su única intención era ver los barcos y tirar piedras a las gaviotas. Sin embargo, pronto empezó a percibir el olor que había detectado al llegar, y guiándose por el olfato llegó a un edificio grande y rojo, frente a la laguna.
Salía vapor de unas compuertas que llevaban al edificio. Había otras entradas, abiertas al aire fresco, y en una de ellas se veía, plantado, a un hombre. Tenía aproximadamente la edad de su padre. Llevaba puestos unos bombachos, sin camisa, y tenía un grueso brazalete de piel en cada brazo. En una mano sostenía una larga vara, en el extremo de la cual parecía haber una brasa. El hombre guiñó un ojo a Corradino.
—Buenos días.
Corradino no estaba seguro de que debiera hablar con el hombre; era evidente que se trataba de un comerciante. Le agradaron sus ojos brillantes.
Corradino se inclinó educadamente, tal y como le habían enseñado.
—Encantado.
El hombre se echó a reír.
—¡Ah! Un piccolo signore.
Corradino sabía que se burlaba de él y presintió que debía alejarse con la cabeza en alto. Pero su curiosidad pudo más; tenía muchas ganas de saber qué estaba haciendo el hombre. Corradino señaló la brasa.
—¿Qué es eso?
—Es vidrio, majestad.
Corradino se dio cuenta de la burla, y no obstante percibió que la voz del bromista era amable.
—Pero el vidrio es duro.
—Cuando crece, sí. Recién nacido, tiene este aspecto.
El hombre sumergió la brasa en el agua del canal, donde siseó y crepitó ferozmente. Cuando lo sacó, era blanco y transparente. Corradino siguió mirando con gran interés. Luego recordó.
—Yo tenía un caballo de vidrio.
El hombre levantó la mirada.
—¿Y ya no lo tienes?
Corradino sintió repentinas ganas de llorar. El caballo de vidrio y su destrucción estaban unidos a la pérdida de su casa, de Venecia, de su antigua vida.
—Se rompió.
La mirada del hombre se suavizó.
—Ven conmigo. —Le tendió la mano.
Corradino vaciló. El fabricante de vidrio hizo una reverencia formal y se presentó.
—Me llamo Giacomo del Piero.
Corradino se sintió más seguro ante la formalidad de aquel hombre.
—Corrado Manin. Me llaman Corradino.
Corradino puso su mano, pequeña y blanda, en la grande y áspera del nuevo amigo y fue conducido al interior del edificio. Quedó asombrado por todo lo que vio allí.
Había fogatas por todas partes, protegidas por huecos de hierro, con puertecillas. En cada puerta trabajaba al menos un hombre, sin camisa, con varas y brasas, como el hombre burlón. Se llevaban las varas a la boca, como si fueran a beber, pero en lugar de eso soplaban.
«Recuerdo un cuadro que vi cuando mi padre y yo fuimos invitados al palacio del dux. Representaba los cuatro vientos, otros tanto hombres soplando con las mejillas hinchadas, que empujaban una flota de barcos venecianos hacia puerto seguro, en el Arsenale. Estos hombres tienen ese aspecto».
Mientras soplaban, la masa de vidrio incandescente crecía y adquiría formas que Corradino no tardaba en reconocer: jarrones, candelabros, fuentes. Algunos trabajaban con tijeras, otros con paletas de madera. En todas partes había humo, y los objetos recién moldeados se enfriaban en agua. Aquí y allá, había niños corriendo, trayendo y llevando cosas, niños apenas mayores que él. Ellos tampoco tenían puesta la camisa. Corradino comenzó a sentir calor.
Giacomo se dio cuenta.
—Deberías quitarte la chaqueta. Parece valiosa. Tu madre se enfadará si la quemas.
La chaqueta de Corradino era buena, pero también la peor que tenía, y la había usado para aquel viaje. Estaba sucia, había perdido alguno de sus botones de ópalo y olía a pescado. Pero sólo un hombre estúpido no se habría dado cuenta de inmediato de que valía mucho. Y Giacomo del Piero no era un hombre estúpido.
Corradino se quitó la chaqueta, la camiseta de seda y el pañuelo. Sintiéndose mucho mejor al arrojar la ropa a un rincón, se dio la vuelta hacia el brillante fuego y sintió por primera vez en su vida el calor abrasador de un horno de vidrio. Giacomo tomó con su vara una anaranjada gota de masa de cristal del fuego. La hizo girar sobre una paleta de madera y Corradino vio cómo cambiaba de color hacia un rojo oscuro. Giacomo esperó un momento. Luego cogió una pequeña tijera de hierro y pellizcó y trabajó con el material encendido. Ante los asombrados ojos de Corradino, resucitó su caballito de cristal, con el cuello arqueado como los caballos de Arabia, con delicados cascos y las crines al viento. Maravillado, observó cómo Giacomo apoyaba la pequeña criatura que gradualmente se enfriaba, hasta lograr un tono blanco, transparente y cristalino.
—Tómalo. Es tuyo.
Corradino cogió el caballo.
—Gracias. Me encanta.
Miró con pesar hacia la puerta, al sol de mediodía.
—Debo marcharme.
—Como quieras —respondió Giacomo—. Quizá me visites otra vez.
«Tal vez no tenga otra oportunidad. Voy a ir a Francia, cualquier día de éstos».
—¿Podría quedarme un poco más? ¿Sólo para mirar cómo trabaja?
Giacomo sonrió.
—Puedes. Pero sólo si me prometes no estorbar.
Corradino se lo prometió.
Durante el resto del día Corradino observó cómo Giacomo creaba lo que le parecían milagros en vidrio. Tomar una masa informe de materia y convertirla, como un mago o un alquimista, en semejantes obras de arte le pareció a Corradino algo casi mágico. Observó atentamente cada vez que calentaba y recalentaba, cada giro de la vara, cada suave soplido que llenaba de aliento artístico el rojo vientre del vidrio incandescente. Rompió muchas veces su promesa de no estorbar, acosando a Giacomo, hasta que el bondadoso hombre accedió a que ayudara, haciendo recados, y al poco rato Corradino estuvo tan sucio como los demás niños. Pronto, demasiado pronto, las sombras comenzaron a alargarse en la entrada y, con pesar, Corradino supuso que debía irse. Pero justo cuando estaba a punto de expresar su pensamiento, una forma aterradora llenó el marco de la puerta.
Era una figura alta, de capa oscura, encapuchada, con una máscara negra. Pese a la careta, la figura no tenía nada de la alegría propia del carnaval. Y cuando habló, su tono escalofriante pareció capaz de congelar los mismísimos hornos.
—Busco a un niño noble, Corrado Manin. ¿Está aquí?
Sólo Giacomo cesó en su trabajo, por ser el que más cerca estaba de la puerta. La fabricación de vidrio era algo precioso, que se arruinaba con demasiada facilidad como para detenerse a mirar. Aunque fuera a aquel hombre, que evidentemente era alguien importante.
—Soy emisario del Consiglio Maggiore. Tengo orden de buscar al niño.
Sutilmente, Giacomo interpuso su silueta entre Corradino y la imponente figura. Se rascó la cabeza y habló, para disimular, con el tono adulador de un campesino.
—Gentil signor, los únicos niños presentes aquí son los aprendices, los monitos del vidrio. Aquí no hay nobles. —Con el rabillo del ojo, Giacomo podía ver los botones de ópalo de la chaqueta de Corradino parpadeando frente a la luz del horno, como si quisieran delatar a su joven amo. El artesano dio la espalda a la chaqueta, esperando apartar de ella también la mirada de ojos oscuros de la máscara.
Como era de esperar, los escalofriantes ojos sostuvieron su mirada.
—Si lo ve, su obligación sagrada hacia el Estado es informar al Consejo. ¿Está claro?
—Si, signor.
—Sólo al niño, ¿entiende? Tenemos al resto de la familia.
«¿Tienen a mi familia?».
Giacomo oyó que el niño jadeaba y salía de la sombra. De inmediato se dio la vuelta y arrojó a Corradino al suelo, con un doloroso golpe que le partió el labio y le hizo llorar.
—¡Franco, te lo digo por última vez, ve a traer un poco de agua! —Giacomo se dio la vuelta hacia la figura—. ¡Estos niños! Ojalá los Diez nos enviaran algunos nobles para trabajar aquí. Tienen más cerebro, son menos estúpidos que estos bobos.
Los ojos que refulgían debajo de la máscara miraron a Giacomo y al niño tendido en el suelo. Mugriento, sin camisa, sangrante, lloroso. Un simple mono del vidrio. Envuelto en su capa negra, el agente desapareció.
Giacomo recogió al niño bañado en lágrimas y lo acunó en sus brazos mientras lloraba. No sólo entonces lo recogió, sino que lo amparó hasta años después, como su aprendiz, y lo llevó a vivir a su casa. Le consolaba cuando Corradino se despertaba por las noches, gritando.
«En mi sueño mi madre huele a vainilla y a sangre».
Giacomo nunca contó a los demás maestros de dónde había venido su nuevo aprendiz. Y tampoco dijo nunca a Corradino lo que su vecino le contó sobre la casa del pescador donde habían encontrado a la familia Manin. La dejaron como advertencia: vacía, sin cuerpos, pero con las blancas paredes manchadas de sangre, del suelo al techo. Era el escenario de una carnicería.
Por supuesto, finalmente encontraron a Corradino. Pero tardaron cinco años en hacerlo, y para entonces Giacomo, ahora capataz de la fonderia, pudo defender la vida de su aprendiz frente al Consejo, en la Sala del Maggior Consiglio, en el palacio del dux. Se paró, diminuto entre los cavernosos e inmensos salones, bajo los alegres frescos rojos y dorados, y defendió el caso de Corradino delante de los Diez. Pues el muchacho, a los quince años de edad, tenía un talento casi sobrenatural. Ya era capaz de trabajar el vidrio como nadie que Giacomo conociera.
El Consejo se mostró dispuesto a mantener con vida a Corradino. La familia Manin ya no constituía una amenaza, prácticamente había sido eliminada, y Corradino se quedaría, con los demás vidrieros, como un prisionero en Murano.
¿Cómo iba a saber ninguno de los allí reunidos ese día, cuando Giacomo defendió la vida de Corradino, que se equivocaban con respecto al destino de la familia Manin? ¿Cómo iba a saber el pobre Corrado Manin, ya muerto, que su familia por fin se elevaría a la grandeza y que uno de sus descendientes lograría ocupar el trono del dux? ¿Y cómo iba a saber ninguno de ellos que Ludovico Manin sería el último duque de Venecia que, en aquel mismo salón, firmaría la sentencia de muerte de la República? ¿Quién diría entonces que, cuando firmara el Tratado de Campo Formio en 1797, la ciudad sería vendida a Austria y la firma de Manin estaría debajo de la del nuevo soberano de Venecia, Napoleón Bonaparte?
Si el Consejo lo hubiera sabido, no le habrían perdonado la vida a Corradino Manin. Pero como lo ignoraban, se la perdonaron.
No por misericordia, sino por los maravillosos espejos que creaba.