Capítulo 13 El sobrino del cardenal

La casa, por lo menos, es mía. Yo soy la inquilina. La convertiré en un hogar».

Frustrada por los acontecimientos de la fundición, temiendo las sesiones de fotos y las entrevistas que sabía que se avecinaban, Leonora tenía dos consuelos: su trabajo, pues el vidrio comenzaba a responder a su mano y a su aliento, y el pequeño apartamento en Campo Manin. Cuando llegaba a su casa, bajo la luz ámbar del atardecer —pues ya no había invitaciones de sus colegas que la demoraran hasta la noche—, sentía una gran alegría al ver el antiguo edificio, asentado bajo el sol del crepúsculo, con los ladrillos del color de la piel de un león. Su mirada se elevaba automáticamente a las dos ventanas superiores, sus ventanas.

Éste era su primer hogar verdadero. Allí no debía responder ante nadie: ni ante su madre, con sus libros académicos y sus trabajados grabados; ni ante los estudiantes, compañeros de piso, con su elegancia chic de escuela de arte; ni ante Stephen, con su gusto por las antigüedades sólidas y poco originales. Ella iba a crear el hogar que quisiera, se rodearía de los colores, las texturas y los objetos que ella deseara ver todos los días para hacer más llevadera su nueva existencia.

Comenzó a pasar los fines de semana visitando los mercados de la ciudad, sola, pero no solitaria, eligiendo telas y objetos que le hablaban de Venecia. Hurgó en las pequeñas tiendas oscuras y secretas de la Academia. Era su particular búsqueda del tesoro. Volvía a casa triunfadora, con el botín, como una especie de Marco Polo contemporáneo. El tazón de madera oscura que había encontrado en Campo San Vio lo colocó sobre la mesa de la cocina y lo complementó con una pirámide de fragantes limones de los botes de fruta de San Barnaba. El enorme dedo de piedra, sacado de alguna estatua, quién sabía dónde y cuándo, que era tan pesado que tuvo que pedir que se lo llevaran a domicilio, ahora mantenía abierta la puerta de la cocina. Estudió minuciosamente cartas de colores y pasó largas horas pintando las paredes. La sala, del color azul turquesa que había visto en la escalera, un tono que Leonora esperaba hubiese perdurado a través del tiempo, desde la época de Corradino, y que adornó con bordes dorados y apliques de oro. Encontró una enorme cama de caoba, antigua y maciza, que tuvo que ser izada por la ventana con ayuda de sus entusiastas y volubles vecinos. La adornó con almohadas suaves y cubrecamas de encaje de Burano, de color crema, que hacían mujeres sentadas a la puerta de sus coloridas casas, confortadas por el sol mientras los dedos trabajaban veloces en su regazo. La cocina la pintó de un color rojo brillante, y juntó pequeñas losas de vidrio, de color, para formar un mosaico encima del fregadero. Encontró una madera antigua en la liquidación de una casa. Era enorme y oscura y tenía vestigios de talla que sugerían que la madera provenía de la puerta de un palacio. Servía perfectamente como tabla para picar.

Leonora barrió la azotea y puso baldosines de terracota de Florencia. Rodeó de alambrado la balaustrada, como medida de seguridad, y compró numerosas macetas de plantas que darían color durante el día y aroma durante la noche, y las repartió por toda la superficie. Muchas tenían plantadas hierbas aromáticas que luego podía utilizar en la cocina: la albahaca la llevó abajo, a la ventana de la cocina, pues era la que sabía que iba a utilizar más.

«Leonora y la planta de albahaca. Recordó el ridículo poema sobre Isabella, aprendido en los tiempos de la escuela. Ella escondió la cabeza de su enamorado en una maceta, debajo de la planta. Quizá la compañera loca y peligrosa de Keats sabía más del amor. Él vivió aquí, amó aquí. Pero cuidado, él arrojaba a sus amantes al gran canal cuando se cansaba de ellas. ¿Yo también fui desechada? ¿Volveré a ver otra vez a Alessandro?».

Su cristalería de Cork Street languidecía, cuidadosamente empaquetada, en el armario de la cocina. Ahora se le antojaba demasiado racional y recargada. Estéril. En su lugar eligió algunas de las piezas más primitivas, de principiante, sopladas por ella misma en Murano. Eran faroles bajos y chatos, de colores primarios, que colocó a lo largo de la balaustrada. En su interior ardían velas, que templaban el vidrio al caer la noche.

Decidió no poner demasiados muebles —no tenía pensado recibir invitados—, pero compró unos lujosos y enormes almohadones de seda pintada, sobre los que holgazaneaba en la azotea, en las tardes soleadas, acompañada de una copa de prosecco. A veces se quedaba allí sentada hasta que la noche se ponía fría y llegaban las estrellas. En Venecia parecían más grandes. En Londres, incluso en la montaña, las estrellas resultaban distantes, vistas a través del prisma oscuro del smog y el polvo. Aquí las estrellas estaban más cerca; Leonora sentía que podía extender la mano y alcanzar alguna de las diminutas esferas candentes, como si fuera una fruta celestial. El cielo era del mismo color azul oscuro del manto de la Virgen.

Marta, su casera, aparecía de vez en cuando, para tratar asuntos relacionados con la casa. Al poco, empezó a quedarse un rato y tomar una copa de vino con Leonora. Se había convertido en una amiga en ciernes. En una ocasión le llevó un tentador guiso de pescado y judías en un recipiente de barro caliente. Mientras las mujeres compartían el festín y una botella de vino, Marta contó a Leonora el secreto de la cocina veneciana:

—Simplicidad —resumió—. Aquí tenemos un dicho: «Non più cinque». Nunca más de cinco. Los venecianos aseguran que no se deben usar más ingredientes que dedos tiene una mano.

Leonora asintió, pero sus pensamientos estaban en otra parte. Tuvo que hacer un esfuerzo para no preguntar por Alessandro.

«Alessandro».

Trataba de convencerse a sí misma de que era feliz, mientras el apartamento tomaba forma y su trabajo en la fonderia mejoraba. Era sopladora de vidrio. Vivía en aquella joya de apartamento, en aquella maravilla de ciudad. Sin embargo, el sábado que encontró la pieza definitiva para completar la decoración de su casa se enfrentó cara a cara con la verdad.

Había ido a una tienda que conocía, detrás de la iglesia de San Giorgio, junto a la Accademia Bridge, para buscar algo que colgar en el espacio vacío que quedaba sobre su cama. Allí estaba, en la pared trasera, detrás de los armarios, los bustos y las pantallas de lámparas. Era un icono de Nuestra Señora del Sagrado Corazón. La Virgen sostenía el corazón ardiente entre sus manos, con el rostro sereno. El corazón era una víscera roja que latía sobre un manto azul marino. Leonora lo compró inmediatamente, lo llevó a su casa y lo colgó. Perfecto. Entonces comprendió.

«Mi corazón también arde».

Después de aquel beso, él no la había llamado ni la había visitado en cuatro semanas. Durante sus siguientes y obligadas visitas a la comisaría, fue atendida por un oficial distinto cada vez, como antes. Lo echaba de menos. Quería ver a Alessandro, aunque sólo fuese un minuto. Leonora no había leído a Dante, pero conocía uno de sus versos, de Aníbal: «Él comió el corazón ardiente de la mano de ella». Otra Beatriz, homónima del gran amor de Dante, habló de comer el corazón de un hombre en la plaza del mercado. Leonora sintió que la imagen era certera. Ella sentía, evocando a Dante y Shakespeare, que ambos poetas habían descrito exactamente lo que ella experimentaba, que había comido un corazón ardiente que estaba alojado en su pecho. Pero no tenía la serenidad de la Santísima Virgen. Ella quería a Alessandro, lisa y llanamente. Hacía poco había llegado a pensar que su corazón se había enfriado para siempre después de romper con Stephen y ahora era duro como el corazón de vidrio que adornaba su cuello.

«Pero no, pues incluso este corazón que llevo colgado, después de cuatrocientos años, volvería a derretirse si lo pongo al fuego».

Y un día él fue de visita a su casa, ya terminada. Ese mismo sábado por la tarde, un ruido sordo y desconocido la sacó de su ensueño. Se dio cuenta de que era el timbre de su puerta y cuando la abrió se encontró con Alessandro, sonriente, blandiendo en la mano su permiso de trabajo, su permiso de residencia y una botella de Valpolicella. El policía no habló de su prolongada ausencia. Como era característico en él, fue directo al grano.

—¿Vamos a cenar? Sé de un lugar que te va a gustar.

Leonora se sintió confundida, se quedó sin aliento. La vanidad hizo que se sintiera aliviada por llevar, casualmente, una ropa adecuada. Se había puesto un vestido blanco tejido al croché, pues el día era caluroso. Decidida a no ceder demasiado pronto, alzó las cejas.

—¿Otro primo?

Alessandro se echó a reír.

—En realidad, sí.

Ella lo miró detenidamente. Alessandro le mostró sus permisos blancos, como quien levanta una bandera de paz.

Caminaron muy juntos por las angostas calles hasta la trattoria. Sus manos se rozaron y, antes de que Leonora pudiese percibir la involuntaria y placentera caricia, sintió que la cálida mano de Alessandro agarraba la suya. Desde la niñez, cuando su madre la llevaba de la mano, y más tarde cuando lo hacía Stephen, Leonora siempre se sintió incómoda; siempre esperaba el momento de poder soltarse sin ofender. Ahora, por primera vez, permitía que una persona prácticamente desconocida la cogiera de la mano sin sentirse incómoda, y sólo se separaron cuando llegaron a la trattoria y tuvieron que abrirse paso entre los numerosos comensales.

El propietario recibió a Alessandro como si fuera un hermano perdido, y muy querido.

—Niccolo, mi primo —explicó Alessandro por lo bajo, cuando Leonora se sorprendió al recibir dos efusivos besos; no los besos al aire típicos de las reuniones de té de la vicaría en Inglaterra, sino saludos cálidos y bien plantados. Niccolo, de una edad similar a la de Alessandro, pero que le doblaba en volumen, los guio hasta la mejor mesa, que tenía una vista incomparable de la plaza de San Barnaba iluminada por una luna llena recién salida.

«“La luna se destaca brillante... Una noche como ésta...” No, no debo precipitarme. Toma las cosas como se presentan».

Mientras se acomodaban frente al mantel de cuadros rojos, Niccolo apareció, sin que lo llamaran, con dos cartas, un par de copas y una botella de vino. Puso la botella frente a Alessandro, le hizo un guiño, le dio una palmada en el hombro y desapareció.

Mientras Leonora examinaba la carta, se sintió repentinamente tímida y desconcertada. La conversación entre ellos siempre había sido tan directa y fluida que el silencio le preocupó. Sus ojos escudriñaron la letra italiana, buscando seguridad. En su pánico se aferró a dos palabras.

—Minestrone y lasaña.

Alessandro agitó la cabeza.

—No.

—¡Cómo! —Leonora se indignó por un instante.

—Eso es para turistas. Tú vives aquí, eres veneciana. Deberías comer esto. —Mencionó dos platos en véneto, tan rápido que ni siquiera su entrenado oído comprendió las palabras—. Polenta con hígado de ternera y risotto d'oro. Ambos deliciosos, las dos especialidades venecianas. Te encantará el risotto, está hecho con pequeños trozos de pan de oro. Verdaderamente, es un plato de gran signor —sonrió y habló en voz baja, como si hablara de algún secreto inconfesable—. No serás... vegetariana, ¿verdad?

Ella negó con la cabeza enfáticamente.

—Gracias a Dios —dijo él—. Todos los ingleses lo son. ¡Niccolo! —El primo de Alessandro surgió de la nada y tomó nota antes de que Leonora pudiese protestar.

Se apoyó en el respaldo de la silla, ofuscada, y comenzó a masticar un colín para ganar tiempo. Tiempo atrás, se ponía furiosa cuando Stephen, con sus refinados conocimientos culinarios, rechazaba sus elecciones. ¿Por qué no estaba enojada ahora?

«Pequeña boba, porque te introduces en Venecia de la mano de un veneciano; empiezas a estar integrada y ser tratada como una veneciana, justamente lo que tú querías».

Como si reflejara su pensamiento, Alessandro volvió a hablar.

—Hay una leyenda que dice que los colines provienen de las galletas de los barcos venecianos, que fueron el producto que construyó nuestro imperio comercial. La receta pasó de boca en boca y de generación en generación, hasta finales del siglo XVIII, cuando se perdió para siempre. Entonces, en 1821, alguien encontró una hornada entera en un puesto veneciano, tapiado, en Creta, y se reconstruyó la fórmula a partir de ahí.

Leonora sonrió, relajada, y tomó otro colín.

—Es extraño pensar que mis antepasados masticaron estas mismas galletas, saborearon lo que yo saboreo, las sintieron deshacerse en la boca como yo. Los Manin fueron dueños de un imperio naval en una época. Y mi... padre... trabajaba en un vaporetto. Así que supongo que llevo el mar en la sangre.

—Está en la sangre de todos los que vivimos aquí. Tu padre, ¿todavía está vivo?

—No. Murió cuando yo era muy pequeña. Mi madre me llevó de regreso a Inglaterra. Así que, aunque haya nacido aquí, tienes derecho a llamarme inglesa. En realidad es lo que soy.

Alessandro negó con énfasis.

—No, tú eres veneciana. ¿Tienes otros familiares aquí?

—Recuerdo que mi madre me dijo que mis abuelos italianos habían muerto. Y creo que mi padre era hijo único. —Leonora estaba a punto de hablarle sobre Corradino, pero algo la detuvo. Era con él, no con Bruno, con quien ella sentía una conexión familiar, pero no sabía cómo explicar adecuadamente que tenía mucha más curiosidad por el soplador de vidrio muerto hacía tanto tiempo que por su propio padre, el hombre que rompió el corazón de su madre.

—Sería interesante que averiguaras más cosas sobre él... ahora que estás aquí. Deberías conocer mejor tu historia. Yo podría ayudarte ¿Me lo permites? Tengo contactos, a través de la questura.

Leonora sonrió.

—Quizá.

«Pero es Corradino el que me llama, el que me interesa».

Cuando llegó la comida, comprobó que verdaderamente era deliciosa. Comió con ganas, pero tal placer no fue comparable con el deleite que le proporcionó Alessandro, simplemente con verlo allí, con la cabeza inclinada sobre la cuchara. Ella lo observó con indulgencia, y él la vio.

—¿Qué pasa?

—Comes con tanto... No sé cómo decirlo, no es apetito, tampoco hambre ni placer, sino una mezcla de las tres cosas.

—¿Quieres decir que como con gusto?

—¡Sí, exactamente! Supongo que no tenemos una palabra equivalente en inglés.

—Los ingleses no la necesitan —dijo él, y luego sonrió.

Gusto. La palabra permaneció en su cabeza durante el resto de la noche.

Gusto, pensó ella, mientras él la besaba con avidez en el puente de San Barnaba.

Gusto, pensó, mientras bebían Valpolicella directamente de la botella, sobre la balaustrada de su ajardinada azotea, con los pies colgando peligrosamente sobre el canal, allá abajo.

Gusto, pensó la joven cuando él la cogió de la muñeca y la condujo, sin que ella se resistiera, hasta la cama.

Gusto, pensó, cuando él la poseyó apasionadamente en la oscuridad.

En su sueño, ambos estaban tendidos en la cama; el cabello rubio de Leonora desparramado sobre el pecho de Alessandro. Pero cuando se despertó, él se había marchado. La luz procedente del canal jugaba sobre el techo del apartamento e iluminaba el icono colocado sobre la cama, con el corazón ardiente. Aquella mañana parecía más brillante.

Leonora percibió el olor del café y caminó suavemente hasta la cocina. La cafetera estaba sobre la encimera, todavía templada, llena hasta la mitad. Se sirvió una taza, tratando de no sentirse herida.

«Él no me debe nada, no me prometió nada; ¿por qué iba a quedarse?».

Cuando fue a la nevera, a por leche, lo vio. Estaba en una postal pegada bajo el imán. Reconoció el estilo de Tiziano; el retrato de un cardenal flanqueado por dos jóvenes. El hombre de la derecha, también vestido de sacerdote, era la viva imagen de Alessandro. Leonora leyó en el reverso: «Tiziano Veccelli, retrato del papa Clemente X con sus sobrinos, Niccolo y, ¡no, no era posible!: Alessandro. 1546». Junto a la leyenda había escrito algo más. Un garabato trazado con prisa que decía: «Ciao bella».

Leonora se sentó con pesadumbre junto a la mesa; el corazón le latía con fuerza. ¿Qué significaba? ¿La postal era algo que él llevaba siempre consigo, un método de seducción para mujeres extranjeras sensibles? ¿Qué había querido decir con eso de ciao bella? Sonaba fatal, como la despedida chabacana del típico mujeriego de cientos de películas. Ni siquiera la palabra «bella» tenía peso en aquel conformaba parte de una frase indiferente... no denotaba belleza. Se torturó a sí misma con la semántica de la frase. Sabía que ciao procede de «che vediamo». El mismo significado que el francés «au revoir»: te veré de nuevo. No conocía el equivalente italiano de «adieu».

Leonora negó con la cabeza. No quería obsesionarse ni torturarse a sí misma con aquellos pensamientos. No sabía qué quería de ella Alessandro, si es que buscaba algo. Observó el reflejo del agua en el techo, escuchó los gritos de los niños jugando en la calle y las voces de dos hombres conversando en tono muy subido. Tenía todo el domingo por delante y se anunciaba vacío. Debía mantenerse activa; encontrar alguna ocupación, algo en qué pensar, antes de que fuera demasiado tarde.

«Pero ya es demasiado tarde. Estoy enamorada».