Capítulo 11

SALIERON de Magdala poco antes de que el sol alcanzara su cénit; no se concedieron descanso alguno. Habían duplicado el tiro de mulas y Recab, el cochero de Raquel, se había instalado al lado de Barrabás en el pescante. Alternándose con las riendas, debían mantener el ritmo más intenso que pudieran aguantar las mulas.

Unas vasijas de agua y de brebaje nutritivo, unos botes de ungüento, un frasco de vinagre de cidra estaban al alcance de la mano, en grandes serones atados a los bancos del carro. Mariamne y Raquel habían añadido vendajes limpios y paños de recambio. La velocidad acrecentaba el caos, aunque las sirvientas, como había reclamado Miriam, hubiesen forrado el interior del carro de gruesos colchones de lana. Abdías descansaba, con el cuerpo sacudido entre almohadones, inconsciente.

Miriam vigilaba su rostro y su respiración. Con regularidad, humedecía un paño en agua y acariciaba el rostro del pequeño am ha’aretz, con la esperanza de refrescarlo.

Nadie decía una sola palabra. El sordo rumor de las ruedas encubría todos los ruidos. Únicamente, de vez en cuando, Barrabás o Recab gritaban para que la gente se apartara a su paso.

Por el camino, en las aldeas y los pueblos que atravesaban, los pescadores, los campesinos, las mujeres de vuelta de los pozos se paraban un momento, metiéndose precipitadamente en las cunetas. Sorprendidos, desconfiados, veían pasar estas mulas y este carro, que levantaban tanto polvo como una tempestad.

Atravesaron así Tabgá, Cafarnaúm y Corozaín. Antes de anochecer, llegaron al extremo sur del lago Merom, donde se efectuaba la travesía del Jordán.

Allí, Barrabás tuvo que discutir para que los bateleros aceptaran, a la luz incierta del crepúsculo, cargar el carro y los animales en su pesada barcaza. Uno tras otro, los hombres se acercaron a levantar las cortinas de yute que disimulaban el interior del carro. Intuyendo la silueta inclinada de Miriam, la masa confusa de Abdías entre los almohadones, retrocedían, horrorizados, ante el olor de la enfermedad. El puñado de denarios que Barrabás sacó de la bolsa que le entregó Raquel los decidió. Reclamaron el triple del precio habitual y prepararon sus remos y jarcias.

La noche era casi total cuando llegaron a la orilla de la Traconítide. Allí, los caballeros árabes del reino de Haurán se acercaron a inspeccionar con antorchas. Además, reclamaron un peaje.

Una vez más, perdieron tiempo con los regateos. Cuando retiraron las colgaduras del carro y descubrieron a Miriam a la luz escarlata de las antorchas, ella se volvió hacia ellos. Apartó el cobertor que cubría a Abdías y dijo:

—Va a morir si no llegamos pronto a Bet Zabdai.

Vieron sus ojos brillantes, el cuerpo vendado del niño, su rostro pálido y se retiraron sin demora.

Se dirigieron a Barrabás y a Recab:

—Vuestras mulas ya no pueden más. Y además, de noche; así no llegaréis a Damasco. A unas dos millas de aquí, hay una granja. Alquilan animales. Allí podréis cambiar vuestro tiro, si tenéis suficientes denarios para ello.

Barrabás asintió con alivio. Los caballeros se situaron a ambos lados del carro, blandieron sus antorchas y los escoltaron entre las sombras de las pitas y los nopales que flanqueaban el camino.

Hubo que despertar a los granjeros, vencer su aturdimiento y contar los denarios. Cuando, al fin, los yugos estuvieron colocados sobre las testuces de los animales frescos, Recab dispuso antorchas sobre los arneses y linternas alrededor del carro. Colgó una en el interior.

Hecho esto, dijo a Miriam:

—Por la noche, no podremos ir tan deprisa. Nos arriesgaríamos a que las mulas se hicieran daño en una carrilera.

Miriam se contentó con responder:

—Vete lo más rápido que puedas y, sobre todo, no te detengas.

* * *

Cuando el alba coloreó el horizonte, allí donde empezaba el desierto, Damasco solo estaba a cincuenta millas. Hacía mucho tiempo que se habían apagado lámparas y antorchas. Bajo el cuero de los arneses, el pecho de las mulas estaba blanco de sudor.

Barrabás y Recab luchaban por mantener los ojos abiertos, aunque se fueron relevando una decena de veces. En el interior del carro, Miriam había permanecido sentada, con los músculos agarrotados, meciéndose a la par de los vaivenes.

Cuando se apagó la lámpara, sumergiéndola en la negrura e impidiéndole ver el rostro de Abdías, ella le había cogido la mano, apretándola contra su pecho. Desde entonces, no la había soltado ni un instante. Sus dedos entumecidos ni siquiera sentían la presión que ejercía Abdías en su coma.

Desde que intuyó que se acercaba el día, levantó la cortina del carro. El aire fresco de la noche le golpeó el rostro, eliminó su torpor al mismo tiempo que los nauseabundos olores de los que ni siquiera tenía conciencia.

Delicadamente, separó los dedos de Abdías de su mano, mojó un paño en un cántaro y se humedeció la cara. Con el espíritu más claro, humedeció de nuevo el paño. Iba a pasarlo sobre el rostro de Abdías cuando detuvo su gesto, ahogando un grito.

El niño tenía los ojos abiertos de par en par. La miraba. Por un instante, se preguntó si vivía todavía. Pero no cabía duda. Entre las ojeras oscuras del dolor y de la enfermedad, los ojos de Abdías le sonreían.

—¡Abdías! ¡Dios Todopoderoso, vives! Vives…

Ella acarició el rostro macilento, lo besó en la sien. El niño recibió sus caricias con un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. No tenía fuerzas para hablar ni siquiera para levantar la mano.

Miriam le humedeció los labios, le dio un poco de beber, procurando mantener el vaso cerca de su boca mientras los sacudían los vaivenes. La mirada de Abdías no se apartaba de ella. Sus pupilas parecían inmensas, más negras y más profundas que la noche. En ellas podía sumergirse en una dulzura, una ternura, que se ofrecían sin límites.

Subyugada, Miriam depositó en él su mirada. Le parecía percibir la extraña felicidad de Abdías. Su corazón y su alma no hablaban de dolor ni de reproche. Ni siquiera de lucha ni de lástima. Al contrario, le ofrecía la extraña paz de la vida.

Ella no sabía cuánto tiempo permanecerían así unidos. Quizá el tiempo de un vaivén o el tiempo que tardara el día en llegar a su plenitud.

Abdías le manifestaba su amor y su felicidad por estar en sus manos. Con él, ella recordó su encuentro en Séforis, cómo la había conducido hasta Barrabás y cómo había salvado a Joaquín. Creyó oírlo reír. Le contaba lo que ella ignoraba. La vergüenza de ser un am ha’aretz cuando se mira a una chica como ella. Le contaba la felicidad y la esperanza de la felicidad. Había querido luchar para que ella estuviera orgullosa de él.

Ella no tenía que estar triste, porque, gracias a ella, él había conseguido lo que engendraba la alegría: luchar para que la vida sea más justa y el mal, más débil. Y ella estaba tan cerca de él, tan cerca que él podía disolverse en ella y no abandonarla jamás. Sería su ángel, como el que decían que Yahveh, el Todopoderoso, enviaba a veces a los humanos.

Sin darse cuenta siquiera, ella le sonreía, mientras un alarido de dolor se hinchaba en su pecho. La mirada de Abdías se hundía en ella tanto como él la acogía. Le inflamaba el corazón con un amor posible e imposible, resplandeciente de esperanza. Ella respondía con todas las promesas de vida de las que era capaz.

Después, un vaivén más brutal que los demás hizo bascular la cabeza de Abdías de costado. Su mirada se eclipsó como un hilo que se rompe. Miriam supo que había muerto.

Ella gritó su nombre en un alarido. En un trance terrible, se echó sobre él.

Recab tiró de las riendas de un modo tan brutal que una de las mulas se atravesó, a punto de romper su arnés. El carro se inmovilizó y se desencadenó la confusión. Miriam se desgañitaba gritando. Barrabás saltó del pescante y comprendió de inmediato lo que ocurría.

Saltó al carro para coger a Miriam por los hombros y apartarla del cuerpo de Abdías, que sacudía como si fuese un saco. Ella lo rechazó con una violencia asombrosa. Él se desequilibró, pasando por encima de la barandilla del carro y cayendo pesadamente sobre el polvo y los guijarros del camino.

Miriam se incorporó para gritar más fuerte, levantar al cielo el cadáver de Abdías y mostrarle la inmensidad de la injusticia y el dolor en el que estaba sumida. Pero sus piernas, entumecidas por la larga inmovilidad, no la sostenían. Bajo el peso de Abdías, se desequilibró también y cayó al suelo. Se quedó inerte, con el cuerpo del niño enrollado en una bola informe a su lado.

Barrabás se precipitó, con el miedo en el vientre. Pero Miriam no estaba inconsciente. Ningún miembro, ningún hueso de su cuerpo se había roto. Cuando la tocó, ella lo rechazó de nuevo. Lloraba, deshecha en sollozos. Las lágrimas transformaban en barro el polvo que cubría sus mejillas.

Barrabás retrocedió, perdido, aterrorizado. Cojeaba un poco. La herida del muslo se había abierto de nuevo. Recab se acercó para sostenerlo. Ambos se quedaron atónitos cuando Miriam se incorporó, amenazando a Barrabás con el puño, gritando como loca:

—¡No me toques! ¡No me vuelvas a tocar nunca! Tú no eres nada. ¡Ni siquiera eres capaz de resucitar a Abdías!

* * *

Un silencio sorprendente, en el que se oía rechinar el viento sobre la arena y en los matorrales espinosos, siguió a los gritos.

Recab esperó un momento antes de acercarse al cuerpo de Abdías para cogerlo en brazos. Las moscas ya estaban acudiendo, atraídas por el olor de la muerte. Bajo la vigilancia helada de Miriam, lo depositó en el carro, lo cubrió con cuidado, con gestos tan tiernos como los de un padre.

Barrabás no hizo ademán de ayudarle. Sus ojos estaban secos, pero sus labios temblaban. Se diría que buscaba las palabras olvidadas de una oración.

Cuando Recab volvió a bajar del carro, Barrabás miró de frente a Miriam. Hizo un gesto de impotencia, de fatalidad. Quizá quisiera levantarla, porque ella permanecía agachada en el suelo, acurrucada como si le hubiesen pegado. Pero no se atrevió.

—Sé lo que piensas —dijo él, hosco—. Que tengo la culpa. Que ha muerto por mi causa.

Hablaba demasiado fuerte en el silencio que los rodeaba. Miriam, sin embargo, no rechistó, como si no le hubiese oído. Barrabás se revolvió, giró sobre sí mismo, buscó el apoyo de Recab. Pero el cochero bajó la cabeza, inmóvil, al lado del tiro de mulas, con las riendas en la mano.

Barrabás se acercó cojeando a una rueda; se apoyó en ella.

—Tú me condenas, ¡pero lo mató la lanza de un mercenario!

Con los músculos tensos, agitó los puños.

—¡A Abdías le encantaban los combates! Le gustaba eso. Y me quería, a mí, tanto como yo a él. Sin mí, no hubiera sobrevivido. Cuando lo recibí en mis brazos, solo era un niño pequeño, un mocoso que no levantaba un palmo del suelo.

Se golpeó el pecho con violencia.

—¡Yo lo libré de las garras de los traidores del Sanedrín, mientras que las buenas gentes como tú habían dejado morir de hambre a sus padres! Yo le di todo. ¡De beber, de comer! Un techo para protegerse de la lluvia y del frío. Robar para vivir, esconderse, conmigo lo aprendió. Cada vez que íbamos al combate, temía por él como un hermano teme por su hermano. Pero somos guerreros. ¡Sabemos a lo que nos arriesgamos! ¡Y por qué lo hacemos!

Esbozó una risa desagradable, angustiada.

—Yo no he cambiado mi forma de pensar. No tengo miedo. ¡No necesito meter la nariz en los libros para saber si hago el bien o el mal! ¿Quién salvará Israel si no luchamos? ¿Tus amigas de Magdala?

Miriam no dijo absolutamente nada, insensible a las palabras que le lanzaba como piedras.

Incrédulo, impotente, observó esta indiferencia. El dolor arruinaba sus facciones. Dio unos pasos, cojeando; alzó los brazos al cielo:

—¡Abdías! ¡Abdías!…

A su alrededor, se callaron los saltamontes. De nuevo, el silencio solo se vio roto por el paso del viento a través de los arbustos.

—¡Ya no hay Dios para nosotros! —gritó Barrabás—. Se acabó. Ya no hay Mesías al que esperar. ¡Hay que luchar, luchar, luchar! Hay que destrozar a los romanos o ser masacrados por ellos…

Por fin, Miriam levantó la cabeza. Ella lo miró, fría y tranquila. Con un gesto casi maquinal, cogió un puñado de polvo y se lo echó sobre la cabellera, en señal de duelo. Se arregló los pliegues de la túnica y se puso en pie, tambaleándose.

Más adelante, al lado del tiro de mulas, Recab hizo un gesto, temiendo que ella se cayera de nuevo. Pero ella se acercó al carro. Antes de subir, se volvió hacia Barrabás. Sin levantar la voz, dijo:

—Eres un estúpido y un mentecato. No solo ha muerto Abdías por tu culpa. También mujeres, niños. Toda una aldea. Y tus compañeros y los de Matías. ¿Para qué? ¿Para qué victoria? Ninguna. Muertos por tu obstinación. Muertos por tu orgullo. Muertos porque Barrabás quiere ser lo que no será nunca: rey de Israel…

Ante estas palabras, él vaciló. Pero lo que lo anonadaba era el desprecio helado que cubría el rostro de Miriam.

—Es fácil condenarme a mí, que me atrevo a luchar.

—Nunca serás el más fuerte. Solo añadirás sangre y dolor adonde ya hay sangre y dolor.

—¿No fuiste tú la que viniste a buscarme para que yo salvara a tu padre? ¡No te preocupaba entonces que matáramos o nos dejáramos matar! ¡Te olvidas muy pronto de que también tú querías la rebelión!

Ella asintió con la cabeza.

—Sí. Yo también soy culpable. Pero ahora lo sé. Ese no es el camino. No es así como impondremos la vida y la justicia.

—¿Y cómo, entonces?

Ella no respondió. Saltó al carro y se acurrucó al lado del cuerpo de Abdías. Poniendo la cara sobre la manta que lo cubría, lo abrazó.

Barrabás y el cochero seguían estupefactos. Al fin, Recab preguntó:

—¿Qué quieres que hagamos, que volvamos a Magdala, a casa de Raquel?

—No —murmuró Miriam, con los párpados cerrados—. Hay que ir a Bet Zabdai, a casa de José, donde están los esenios. Ellos saben curar y resucitar.

Recab creyó haber oído mal. O quizá Miriam estuviera un poco trastornada por la fatiga. Miró a Barrabás, dispuesto a hacerle una pregunta. Pero las lágrimas corrían por las mejillas del bandido al que admiraba toda Galilea.

Recab bajó la vista y subió a su sitio en el pescante del carro. Esperó un momento a que Barrabás subiera a su lado.

Como este no se movía, Recab arreó con las riendas a las mulas y puso en marcha el tiro.

* * *

Entraron en Damasco poco antes de anochecer. En varias ocasiones, Recab se había detenido para dejar que descansaran las mulas. En cada parada, había aprovechado para comprobar cómo estaba Miriam.

Parecía dormida, pero mantenía los ojos abiertos. Sus brazos seguían aferrados al cuerpo de Abdías. Recab había llenado un vaso con agua de una vasija.

—Debes beber; si no, vas a enfermar.

Miriam lo miró como si apenas lo viera. Como ella no cogía el vaso, él se atrevió a pasarle la mano bajo la nuca y acercarle el vaso a los labios, obligándola a beber, como ella misma lo había hecho, durante la noche y el día anteriores, con Abdías. Ella no protestó. Al contrario, se dejó hacer con una sorprendente docilidad, cerrando los ojos y agradeciéndolo con un esbozo de sonrisa.

A Recab le sorprendió su rostro. Por primera vez, las facciones de Miriam eran las de una chica joven y no la de una mujer joven austera, de mirada intimidante.

A la entrada de los opulentos jardines que rodeaban Damasco y la sumergían en un entorno espléndido de verdor en el que se afanaba la muchedumbre de los barrios bajos, Recab se detuvo de nuevo. Esta vez, cerró con cuidado las cortinas del carro.

—Es mejor que no te vean —murmuró, a modo de explicación.

En realidad, pensaba sobre todo en el cadáver de Abdías. Si alguno de los campesinos se percatara de su presencia, habría provocado una aglomeración de personas a las que sería difícil darles una explicación.

Pero Miriam no pareció oírle. Solo un poco más tarde, preguntó por la aldea de Bet Zabdai. Se lo indicaron sin dificultad, a dos leguas de los suburbios. Todo el mundo la conocía como la aldea en la que sanaban. Y, por fortuna, el camino que conducía allí era suficientemente ancho para que Recab pudiera conducir el carro sin demasiadas dificultades. Situada al oeste de Damasco, rodeada de campos y huertos, la aldea se reducía a unas casas de piedra encaladas. Las azoteas estaban cubiertas de parras. Carentes de ventanas al exterior, las paredes encerraban unos patios interiores. La casa ante la que se detuvieron solo tenía un gran portón de madera, pintado de color azul. Un portillo, justo lo bastante grande para un niño, permitía el paso sin necesidad de abrir el portón. Lo adornaba un aldabón de bronce.

Después de inmovilizar el tiro de mulas, Recab bajó del pescante y se adelantó a llamar con el aldabón. Esperó y, como no venía nadie, llamó más fuerte. No hubo respuesta. Creyó que no le abrirían. Como el cielo ya estaba rojo y se acercaba la noche, no era nada raro.

Se volvió hacia el carro, preocupado por tener que dar la noticia a Miriam, cuando se entreabrió el portillo. Un joven esenio con la cabeza afeitada, vestido con una túnica blanca, asomó la cabeza, con aspecto suspicaz. Era la hora de la oración y no de visitas, indicó. Había que esperar al día siguiente para que los asistieran en la casa.

Recab dio un salto. Retuvo el portillo antes de que el chico lo cerrase. Este empezó a protestar. Con un gesto carente de toda delicadeza, Recab lo agarró por la túnica y lo llevó a la fuerza hasta el carro. Levantó la cortina. El joven esenio, que lanzaba insultos a gritos y se debatía furioso, respiró el olor de la muerte. Se quedó inmóvil, abrió unos ojos como platos y descubrió a Miriam en el hueco oscuro del carro.

—Abre la puerta —rugió Recab, soltándolo al fin.

El chico se arregló la túnica. Incómodo ante el espectáculo que ofrecía Miriam, bajó la vista.

—Esto se sale de la regla —dijo, obstinado—. A esta hora, los maestros prohíben abrir.

Antes de que Recab pudiera reaccionar, Miriam habló.

—Dale mi nombre al sabio José de Arimatea. Dile que estoy aquí y no puedo ir más lejos. Soy Miriam de Nazaret.

Ella se había incorporado un poco. Su voz era de una dulzura tal que desconcertó al joven esenio más aun que lo que veía. No respondió; se dirigió al interior de la casa. Recab se dio cuenta de que no cerraba el portillo tras él.

No tuvieron que esperar mucho. Rodeado de algunos hermanos, salió José de Arimatea.

No se molestó en saludar a Recab, sino que saltó al carro. Quería preguntar a Miriam cuando ella desveló el rostro de Abdías. De inmediato, reconoció al pequeño am ha’aretz. Dejó escapar un lamento. Miriam murmuró unas frases apenas comprensibles. Recab oyó que le pedía a José que resucitara al niño.

—Tú puedes hacerlo. Sé que puedes —murmuraba, como si hubiese perdido la razón.

José no perdió tiempo en responderle. La cogió bajo los brazos, reclamó la ayuda de sus compañeros para bajarla del carro. Ella protestó, gimió, pero estaba demasiado débil para luchar. Ella tendió las manos hacia José, suplicando con una voz que ponía la carne de gallina:

—Te lo suplico, José, haz este milagro… Abdías no merecía esta muerte. Hace falta que siga vivo.

Con el rostro tenso, grave, José le acarició la mejilla sin decir palabra. Con una señal, ordenó que la llevaran al interior de la casa.

* * *

Más tarde, después de que Recab hubiera guardado el carro en el patio y de que se hubiesen llevado el cuerpo de Abdías, José se le acercó. Con amabilidad, puso la mano sobre el hombro del cochero.

—Vamos a cuidar de ella —dijo, señalando el ala en la que se alojaban las mujeres, adonde habían conducido a Miriam. Gracias por lo que has hecho. El viaje ha tenido que ser duro. Tienes que comer y descansar.

Recab señaló las mulas que acababa de liberar del yugo.

—También a ellas hay que cuidarlas y alimentarlas. Mañana regresaré. Es el carro de Raquel de Magdala. Debo llevarlo lo antes posible…

—Mis compañeros se ocuparán de los animales. Tú ya has hecho bastante por hoy. No te preocupes por tu ama. Ella puede esperar su carro unos días más. Así, podrás llevarle buenas noticias de Miriam.

Recab dudó, deseando protestar y aceptar al mismo tiempo. José lo impresionaba. Su benevolencia, su tranquilidad, su cabeza calva, su mirada azul y dulce, el gran respeto que le demostraban los jóvenes esenios que se afanaban en la casa… todo le intimidaba de este hombre. Sin embargo, estaba muy afectado. Lo que acababa de vivir bullía en su alma y sobrepasaba su imaginación.

Los dedos de José se aferraron afectuosamente a su hombro. El sabio lo llevaba hacia la gran sala común.

—Yo no conocía muy bien a ese niño, Abdías —observó—. Pero Joaquín, el padre de Miriam, me habló muy bien de él. Esta muerte es triste. Pero todas las muertes son tristes e injustas.

Entraron en una larga estancia abovedada, completamente blanca, amueblada solo con una mesa inmensa y bancos.

—No te preocupes por Miriam —siguió diciendo José—. Es fuerte. Mañana estará mejor.

De nuevo, Recab quedó impresionado por la atención que le prestaba el maestro de los esenios. Ni siquiera en la residencia de Raquel lo trataban con tanto miramiento, a él, el cochero. Buscó los ojos azules de José y dijo:

—Barrabás, el bandido, estaba con nosotros esta noche. Él es quien llevó al pequeño a Magdala…

José bajó la cabeza. Hizo sentar a Recab y él se sentó a su lado. Un joven hermano ya estaba allí y dejó ante ellos una escudilla de sémola y un vaso de agua.

Recab, con la mano un poco temblorosa, se llevó a la boca una primera cucharada. Después, dejó la cuchara, se volvió hacia José y empezó a contar todo el horror que había sido el viaje.