Capítulo 2
EL sol se levantaba sobre las colinas cuando ellas salían del bosque. Lejos, en el fondo del valle, al pie del camino que tomaban, extendiéndose entre las huertas en flor y los campos de lino, aparecían los apretados tejados de Séforis. Halva detuvo la carreta.
—Te voy a dejar aquí. No conviene que vuelva demasiado tarde a Nazaret.
Atrajo a Miriam hacia ella.
—¡Sé prudente con ese Barrabás! A fin de cuentas, algo de bandido tiene…
—Si es que vuelvo a encontrarlo —suspiró Miriam.
—¡Lo verás! Lo sé. Como también sé que vas a salvar a tu padre de la cruz.
Halva la abrazó de nuevo. Esta vez, sin picardía alguna, sino con ternura y seriedad.
—Lo siento en el fondo de mi corazón, Miriam; me basta verte para sentirlo. Vas a salvar a Joaquín. Puedes confiar en mí: ¡mis intuiciones nunca fallan!
Mientras caminaban, no habían dejado de pensar en el medio para encontrar a Barrabás. A Halva, Miriam no le había ocultado su preocupación: ignoraba dónde se escondía. Ante la gente de Nazaret, se había mostrado muy segura, afirmando que él la escucharía. Quizá fuese cierto. Pero, primero, tenía que llegar hasta él.
—Si los romanos y los mercenarios de Herodes no lo encuentran, ¿cómo lo voy a hacer yo?
Halva, siempre práctica y confiada, no se había dejado impresionar por la dificultad.
—Lo encontrarás precisamente porque no eres romana ni mercenaria. Sabes muy bien cómo van las cosas. En Séforis, debe de haber más de uno que sepa dónde se esconde Barrabás. Hay partidarios suyos y gente que está en deuda con él. Ellos te informarán.
—Si hago demasiadas preguntas, desconfiarán de mí. Basta con que pase por las calles de Séforis para que se pregunten quién soy y adónde voy.
—¡Bah! La gente es curiosa, como nosotras, pero, ¿quién acudiría a los mercenarios de Herodes para denunciarte? Solo tendrás que explicar que vas a ver a una tía. Cuenta que vas a ayudar a tu tía Judit, que va a tener un hijo. No es una mentira muy gorda. Casi es verdad, ya que tuvo uno el pasado otoño. Y, cuando veas a una persona con pinta de buena gente, dile la verdad. Alguna habrá que te sabrá responder.
—¿Y cómo reconoceré a las de «pinta de buena gente»?
Halva exclamó, traviesa:
—¡Puedes eliminar de antemano a los ricos y a los artesanos demasiado serios! ¡Vamos, ten confianza! Tú eres perfectamente capaz de distinguir a un pícaro de un hombre honesto y a una harpía viciosa de una buena madre.
Quizá Halva tuviera razón. En sus palabras, las cosas parecían fáciles, evidentes. Pero ahora que se acercaba a las puertas de la ciudad, Miriam dudaba más que nunca que pudiera sacar a Barrabás de su escondite para pedirle su ayuda.
Sin embargo, el tiempo apremiaba. Al cabo de dos, tres, cuatro días, a lo sumo, sería demasiado tarde. Su padre moriría en la cruz, calcinado por la sed y el sol, devorado por los cuervos, sometido a las burlas de los mercenarios.
* * *
A las primeras luces del día, Séforis se despertaba. Las tiendas abrían, las cortinas y las telas de las puertas de las casas se apartaban. Las mujeres se saludaban con gritos agudos, preguntándose unas a otras si habían pasado bien la noche. Los niños salían en grupos a buscar agua a los pozos, peleándose. Los hombres, con el rostro aún arrugado de sueño, empujando sus asnos y mulas, partían para los campos.
Como había previsto Miriam, las miradas curiosas se centraban en ella, la forastera que entraba tan pronto en la ciudad. Quizá adivinaran, por su paso demasiado brusco, demasiado lento, que no sabía adónde ir pero que, sin embargo, no se atrevía a preguntar. No obstante, la curiosidad que suscitaba era menos viva de lo que había temido. Las miradas se apartaban tras haber calibrado su aspecto y la buena calidad de su abrigo.
Después de cruzar varias calles, recordando los consejos de Halva, caminó más decidida. Giró aquí a mano izquierda, un poco más allá, a la derecha, como si conociese la ciudad y supiera perfectamente adónde la llevaban sus pasos. Buscaba un rostro que le inspirase confianza.
Atravesó así un barrio tras otro, pasando delante de los fétidos tenderetes de los peleteros, los de los tejedores, que exponían sobre grandes pértigas paños, tapices y colgaduras, deslumbrando la calle con una explosión de color. Después, vino el barrio de los canasteros, los tejedores de tiendas, los cambistas…
Brevemente, buscaba en los rostros un signo que le diera el valor para pronunciar el nombre de Barrabás. Pero, en cada ocasión, encontraba un motivo para bajar los párpados y no detenerse. Además de no atreverse a mirar fijamente para no parecer una descarada, le daba la sensación de que ninguno podría saber dónde se hallaba un bandido buscado por Roma y por los mercenarios del rey.
Sin otra opción que encomendarse a la buena voluntad del Todopoderoso, se sumergió en unas callejuelas cada vez más ruidosas y populosas.
Después de apartarse de un grupo de hombres que salían de una pequeña sinagoga edificada entre dos grandes higueras, se aventuró por un callejón lo bastante grande para que una persona pudiese atravesarse en él. Al pie del camino de tierra batida, parecida a una boca muy abierta, surgió la cueva de un zapatero. Se sobresaltó cuando un aprendiz agitó repentinamente delante de ella unas largas lianas de cuerdas. Unas risas la persiguieron mientras corría casi hasta el extremo de la galería, que iba achicándose y parecía querer cerrase sobre ella.
Desembocaba en un terreno ondulado, lleno de porquería y cubierto de malas hierbas. Había charcos de aguas estancadas esparcidos por allí. Las gallinas y los pavos apenas se apartaban cuando pasaba. Los muros que cerraban la plaza no habían sido encalados desde mucho tiempo atrás. En las fachadas de las casas en ruinas, eran raras las aberturas con postigos. Atado al tronco de un árbol muerto transformado en poste, un asno con el pelaje mugriento volvió su gruesa cabeza hacia ella. Su rebuzno resonó, inquietante como una sirena de alarma.
Miriam echó un vistazo tras ella, dudando si dar media vuelta, adentrarse en la callejuela y sufrir una vez más las burlas de los aprendices. Al otro lado del terreno ondulado, frente a ella, se adivinaban dos calles que quizá la llevaran de nuevo al centro de la ciudad. Avanzó, examinando el suelo que se extendía ante ella para evitar los charcos y las basuras. No los vio aparecer. Solo el repentino cacareo de las gallinas le hizo levantar la cabeza.
Tuvo la impresión de que salían del suelo fangoso. Una decena de chavales andrajosos, con los cabellos hirsutos, mocos en la nariz y mirada astuta. El mayor no debía de tener más de once o doce años. Todos iban descalzos, con las mejillas hundidas tan negras de mugre como sus manos. Unos niños tan desnutridos que ya les faltaban dientes. Eran am ha’aretzim, como los calificaban con desprecio las gentes de Judea. Ignorantes, palurdos, paletos, condenados de la tierra. Hijos de esclavos, hijos de nadie que nunca serían, en el gran reino de Israel, más que esclavos. Am ha’aretzim: los pobres entre los pobres.
Miriam se quedó paralizada, con el rostro inflamado. Tenía el corazón desbocado y la cabeza llena de las historias monstruosas que se contaban de estos críos. Cómo te atacan, pequeñas fieras en manada. Cómo te despojan, te violan. E incluso, decían, con la emoción del miedo y del odio, cómo te comen.
El entorno, sin duda, era perfecto para que pudiesen llevar a cabo estos horrores sin temor de que los molestasen.
Ellos, a su vez, se detuvieron. En sus muecas, la prudencia se mezclaba con el placer de adivinar su miedo.
Habiendo juzgado rápidamente que no arriesgaban nada, se abalanzaron hacia ella. Como perros sarnosos, la rodearon, dando saltitos, burlándose, gruñendo, con la boca abierta, muertos de hambre, dándose codazos y tocando con sus dedos repugnantes el hermoso paño de su abrigo.
Miriam sintió vergüenza. De su miedo, de su corazón desbocado, de sus manos húmedas. Recordó lo que Joaquín, su padre, le había dicho en una ocasión: «Nada de lo que dicen de los am ha’aretzim es cierto. Se burlan de ellos porque son más pobres que los pobres. Ese es su único vicio y su única malicia». Trató de sonreírles.
Ellos respondieron con los peores gestos. Agitaron sus manos mugrientas haciendo gestos obscenos.
Quizá su padre tuviera razón. Pero Joaquín era bueno y quería ver el bien por todas partes. Y, desde luego, nunca había estado en el lugar de una joven rodeada por una jauría de estos demonios.
No debía quedarse inmóvil. ¿Podría alcanzar la calle más cercana, donde hubiese casas?
Dio algunos pasos en dirección al asno, que los observaba agitando sus grandes orejas. Los chicos la siguieron, redoblando sus gruñidos estúpidos y sus saltos amenazadores.
El asno retrajo los belfos, descubrió sus dientes amarillentos en un malvado rebuzno que no impresionó a los críos. Inmediatamente, le pegaron en los costados, imitándolo. En un instante, allí estaban, alrededor de Miriam, riéndose de sus imitaciones como los niños que eran, obligándola a quedarse de nuevo inmóvil.
Sus risas ahogaron su miedo. Sí, eran críos y se divertían con lo que podían: el miedo del asno y ¡el miedo de una chica demasiado tonta!
Las palabras de Halva le atravesaron el alma: «Busca a personas con pinta de buena gente». Las tenía delante, a esas personas con «pinta de buena gente». El Todopoderoso le ofrecía la ocasión que buscaba con impaciencia y, si Barrabás era quien se decía, había encontrado a los mensajeros que necesitaba.
Ella se dio la vuelta, bruscamente. Los niños se apartaron de un salto, como una jauría que temiera unos golpes.
—¡Yo no quiero haceros daño! —exclamó Miriam—. Al contrario, os necesito.
Una decena de pares de ojos la escrutaban, desconfiados. Ella buscó un rostro que pareciera más razonable que los otros. Pero la mugre y la desconfianza cubrían a todos con la misma máscara.
—Busco a un hombre que se llama Barrabás —dijo ella—. El que los mercenarios de Herodes tratan como a un bandido.
Fue como si los hubiese amenazado con una antorcha. Ellos se agitaron, murmuraron unas palabras inaudibles, la boca malvada, la mirada pendenciera. Algunos, con los puños cerrados, adoptaron unas poses cómicas de pequeños hombrecitos.
Miriam añadió:
—Soy amiga suya. Lo necesito. Solo él puede ayudarme. Vengo de Nazaret y no sé dónde se esconde. Estoy segura de que vosotros podéis conducirme hasta él.
Esta vez, la curiosidad ablandó sus caras y les hizo callar. No se había equivocado. Estos críos sabrían encontrar a Barrabás.
—Vosotros podéis hacerlo y es importante. Muy importante.
La preocupación sucedió a la curiosidad. Reapareció la desconfianza. Uno de ellos, de voz chillona, dijo:
—¡No sabemos ni quién es, ese Barrabás!
—Hay que decirle que Miriam de Nazaret está aquí, en Séforis —insistió Miriam, como si no lo hubiera oído—. Los soldados del Sanedrín han encerrado a mi padre en la fortaleza de Tiberíades.
Estas últimas palabras acabaron con lo que les quedaba de resistencia. Uno de los chicos, ni el más forzudo ni el más violento de la banda, se acercó. Sobre su cuerpo enclenque, su cara sucia parecía prematuramente envejecida.
—Si lo hacemos, ¿qué nos das?
Miriam hurgó en la bolsa de cuero que cubría su abrigo. Sacó unas moneditas de latón, apenas un cuarto de talento, el precio de una mañana de trabajo en el campo.
—Es todo lo que tengo.
Los ojos de los niños brillaron. Su jefecillo se sobrepuso a su alegría y consiguió mostrar un desdén convincente.
—Eso no es nada. Y lo que pides es mucho. Cuentan que ese Barrabás es muy malo. Nos puede matar si no le gusta que lo busquemos.
Miriam movió la cabeza.
—No. Lo conozco bien. No es malo ni peligroso con aquellos a los que quiere. Yo no tengo nada más, pero, si me lleváis hasta él, os recompensará.
—¿Por qué?
—Ya te lo he dicho: es amigo mío. Se alegrará de verme.
Los labios del niño esbozaron una sonrisa astuta. Sus compañeros se arremolinaban ahora a su alrededor. Miriam tendió la mano, ofreciendo las monedas.
—Toma.
Tan ligeros como las patas de un ratón, bajo las miradas vigilantes de sus camaradas, los dedos del niño cogieron las monedas en la palma de la mano de ella.
—Tú no te muevas de aquí —ordenó, llevándose el puño al pecho—. Voy a ver si puedo llevarte. Pero, antes de que volvamos, no te muevas de aquí; sino, tanto peor para ti.
Miriam asintió.
—Dile bien mi nombre a Barrabás: ¡Miriam de Nazaret! Y que mi padre va a morir en la fortaleza de Tiberíades.
Sin decir palabra, le dio la espalda, llevándose a su pandilla. Antes de dejar el terreno ondulado, algunos chavales, jugando, persiguieron las pavas y las gallinas, que se dispersaron, enloquecidas. Después, todos los niños desaparecieron tan repentinamente como habían surgido.
* * *
No tuvo que esperar mucho.
De vez en cuando, algunos transeúntes atravesaban las callejuelas. Su aspecto era poco menos famélico que el de los niños. Una vaga curiosidad animaba sus rostros. La miraban con detenimiento antes de continuar su camino, indiferentes.
Las gallinas volvieron a picotear a los pies del asno, que dejó de preocuparse por Miriam. El sol ascendía en el cielo salpicado de nubes. Calentaba la tierra cubierta de desperdicios, levantando un olor cada vez más nauseabundo.
Tratando de permanecer insensible, Miriam se obligó a ser paciente. Quería convencerse de que los niños no la confundían y sabían verdaderamente dónde se encontraba Barrabás. No podría permanecer en este lugar sin que su presencia despertara sospechas.
Después, de golpe y porrazo, aparecieron. No corrían. Al contrario, se acercaban a ella a un paso moderado. Su jefecillo ordenó en voz baja:
—Síguenos. Quiere verte.
Su voz seguía siendo bronca. Sin duda, lo era en todo momento. En sus compañeros, Miriam vislumbró un cambio.
Antes de dejar el terreno ondulado, el chico añadió:
—A veces, quieren seguirnos. No se los ve, pero yo los siento. Si te digo: «¡Lárgate!», te largas. No discutas. Nos encontraremos más tarde.
Miriam asintió. Ellos se adentraron en un callejón fangoso, bordeado por muros de mala muerte. Los chicos avanzaban en silencio, pero sin ningún miedo. Ella le preguntó al jefecillo:
—¿Cómo te llamas?
No respondió. Los otros le lanzaron miradas rápidas en las que Miriam adivinó un asomo de burla. Uno de ellos se golpeó con fuerza el pecho.
—Yo me llamo David. Como el rey que amó a esta chica tan bella…
Tropezó en el nombre, que no acababa de recordar. Los otros le soplaron nombres diversos, pero «Betsabé» no les vino a la memoria.
Miriam sonrió al escucharlos. Sin embargo, su mirada no se apartaba de su guía.
Cuando los demás se callaron, se encogió de hombros despreocupadamente y murmuró:
—Abdías.
¡Oh! —se sorprendió Miriam—. Es un nombre muy bonito. Y poco frecuente. ¿Sabes de dónde viene?
El niño levantó la cara hacia ella. Sus ojos, muy negros, eclipsaban su curioso rostro. Brillaban de inteligencia y de astucia.
—Un profeta. Uno que no amaba a los romanos, como yo.
—Y que era muy pequeñito —se burló en seguida el que se llamaba David—. Y perezoso. ¡Los sabios dicen que escribió el libro más pequeño del Libro!
Los demás chicos se rieron con una risa sorda. Abdías los fulminó con la mirada, reduciéndolos al silencio.
¿Cuántas veces se habrían pegado a causa de este nombre?, se preguntó Miriam. ¿Y cuántas veces habría tenido que vencerlos Abdías a puñetazos y patadas para imponerse?
—Tú sabes esas cosas —dijo ella, dirigiéndose a David—. Y tienes razón. El Libro solo contiene una veintena de versículos de Abdías. Pero son fuertes y hermosos. Recuerdo el que dice: Se acerca el día de Yahveh para todas las naciones: lo que hiciste te lo harán, te pagarán tu merecido. Como bebisteis en mi monte santo, beberán todas las naciones por turno, beberán, apurarán y desaparecerán sin dejar rastro.
Ella se guardó de añadir que Abdías había luchado contra los persas, mucho antes de que los romanos se convirtieran en la peste del mundo. Pero no dudaba que el profeta Abdías había sido como su pequeño guía: bravo, astuto, valiente.
Los niños habían reducido su marcha. La miraban con estupefacción. Abdías preguntó:
—¿Sabes de memoria lo que dijeron los profetas? ¿Lo has leído en el Libro?
Miriam no pudo contener la risa.
—¡No! Yo soy como vosotros. No sé leer. Pero mi padre ha leído el Libro en el Templo. A menudo, me cuenta las historias.
La admiración iluminó y embelleció sus rostros mugrientos. ¡Qué prodigio debía ser que un padre contara a su hija las bellas historias del Libro! Se esforzaban para imaginarlo. El deseo los impulsaba a preguntar más cosas. Miriam protestó, seria de nuevo:
—No perdamos tiempo charlando. Cada hora que pasa, los mercenarios de Herodes hacen sufrir a mi padre. Más tarde, os prometo que os las contaré.
—Y tu padre también —replicó Abdías con tono firme—. Cuando Barrabás lo haya liberado, tendrá que contárnoslas.
* * *
Girando a izquierda y derecha, en un zigzag que no parecía llevarlos muy lejos, llegaron a una calle más grande. Las casas que la bordeaban, menos deterioradas, estaban adornadas con jardines. Algunas mujeres estaban trabajando en ellos. Lanzaron unas miradas intrigadas hacia el grupo. Al reconocer a los niños, volvieron a sus quehaceres.
Abdías, doblando una vez más a la derecha, se adentró en un callejón que se abría entre gruesos muros de ladrillo visto: una antigua construcción romana. Aquí y allí, entre las fisuras, se habían abierto paso granados silvestres y tamariscos, disimulándolas al tiempo que las ensanchaban. Algunos eran tan grandes y tan fuertes que sus masas enlazadas sobrepasaban los muros de una altura equivalente a la de un hombre.
Miriam se dio cuenta de que una parte de los niños se había quedado atrás, a la entrada del callejón. A una señal de Abdías, los chicos se adelantaron corriendo.
—Van a montar guardia —explicó el jefecillo.
Y, a continuación, él la llevó sin miramientos hacia un grueso matorral de tamarisco. El tronco se había multiplicado en ramas ásperas, pero bastante flexibles para poder apartarlas con el fin de pasar a su través.
—Date prisa —susurró Abdías.
Su abrigo la estorbaba. Lo desabrochó torpemente. Abdías se lo cogió de las manos mientras la empujaba hacia adelante.
Al otro lado, para sorpresa suya, se encontró en un campo de habas apenas crecidas, salpicado de algunos almendros de troncos bajos. Abdías saltó a su lado, seguido por dos de sus compañeros.
—¡Corre! —ordenó, llevando el abrigo entre las manos.
Bordearon el campo de habas y llegaron a una torre medio en ruinas. Abdías, precediéndola, subió una escalera cubierta de ladrillos rotos. Penetraron en una habitación cuadrada cuya pared del fondo había sido derribada en gran parte. A través de la brecha, Miriam adivinó la parte trasera de otra construcción. Era romana también y muy antigua. El tejado de tejas redondas estaba parcialmente derrumbado.
Abdías señaló un puente de madera descuajeringado que, desde la brecha de la pared, penetraba en una buhardilla de la construcción romana.
—Pasa por encima. No hay peligro, es sólido. Y al otro lado hay una escala.
Miriam se aventuró aguantando el aliento. Quizá fuese sólido, pero se movía terriblemente. Se deslizó hacia la buhardilla y se dejó caer suavemente sobre una tabla de madera. La habitación en la que se enderezó parecía un pequeño granero. Unos viejos serones que servían para transportar vasijas, comidos de humedad e insectos, se amontonaban en un rincón. La paja, con el trenzado roto y desmenuzada rechinaba al pasar. Ella adivinó el postigo abatido de una trampilla mientras, tras ella, Abdías saltaba a su vez sobre la tabla.
—¡Anda, baja! —la animó.
La estancia inferior estaba apenas iluminada por una puerta estrecha. Sin embargo, la escasa luz bastaba para darse cuenta de que el suelo enlosado estaba lejos de la tabla en la que se encontraba Miriam. Al menos, cuatro o cinco veces su altura.
A tientas, con la punta de los pies, buscó los peldaños de la escala. Abdías, con una sonrisa burlona en los labios, se inclinó hacia ella, condescendiente, sosteniéndole la muñeca.
—No está tan alto —dijo divertido—. A veces, ni siquiera utilizo la escala. Salto.
Miriam intuyó los peldaños que vacilaban bajo su peso y, absteniéndose de responder, los bajó, apretando los dientes. Después, antes de tocar el suelo, dos manos poderosas la cogieron por la cintura. Ella lanzó un grito mientras la levantaban para dejarla en el suelo.
—Estaba seguro de que nos volveríamos a ver —declaró Barrabás, con una sonrisa en la voz.
* * *
Una luz escasa lo iluminaba en contraluz. Ella distinguía vagamente su rostro.
A su espalda, Abdías se dejó deslizar como una pluma a lo largo de la escala. Barrabás le revolvió con ternura la pelambrera.
—Veo que sigues siendo igual de valiente —le dijo a Miriam—. No has tenido miedo de confiar tu vida a estos demonios. En Séforis, no hay muchos que se hubiesen atrevido.
Abdías resplandecía de orgullo.
—He hecho lo que me dijiste, Barrabás. Y ella ha obedecido.
—Está bien. Ahora, vete a comer.
—Imposible. Los otros me esperan al otro lado.
Barrabás lo empujó hacia la puerta con un pequeño cachete.
—Te esperarán. Come ahora.
El chico masculló una vaga protesta. Antes de desaparecer, lanzó una gran sonrisa inesperada hacia Miriam. Por primera vez, su cara era verdaderamente la de un niño.
—Veo que ya has hecho un amigo —dijo, divertido, Barrabás, con un signo de aprobación—. Es raro, ¿no? Va a cumplir quince años y parece que tiene apenas diez. Hacerle comer es toda una aventura. Cuando lo encontré, era capaz de comer una vez cada dos o tres días. Se diría que su madre lo engendró con un camello.
Atravesó el umbral del granero y salió a la luz. Ella lo encontró cambiado, mucho más de lo que esperaba.
No era solo la barba, ahora espesa y rizada, que le cubría las mejillas. Parecía más alto que en su recuerdo. Sus hombros se habían ensanchado y su cuello era poderoso. Una curiosa túnica blanca de pelo de cabra, ceñida a la cintura por un cinturón de cuero tan grande como la mano, le cubría el torso y los muslos. Llevaba una daga al costado. Las correas de sus sandalias, unos medios botines romanos de buena calidad, le llegaban hasta las pantorrillas. Una larga banda de lino ocre, que retenían unas tiras estrechas verdes y rojas, le cubría la cabeza.
Una indumentaria que no debía de pasar desapercibida e inesperada en un hombre que se escondía. Unos efectos que, desde luego, Barrabás no había comprado a los artesanos de Séforis con dinero contante y sonante.
Él adivinó su pensamiento. La malicia iluminó de nuevo sus rasgos.
—Me he puesto guapo para recibirte. ¡No creas que siempre voy vestido así!
Miriam pensó que decía la verdad. También pensó que inspiraba una seguridad que ella no recordaba. Y también una dulzura que la curiosidad y la ironía, mientras la examinaba de pies a cabeza, no disimulaban por completo.
Remató su examen con un gesto provocador.
—¡Miriam de Nazaret! Me alegro de que le dijeses tu nombre a Abdías. No te hubiese reconocido —mintió—. Recordaba a una cría y he aquí a una mujer. Y hermosa.
Ella estuvo a punto de devolverle la broma. Sin embargo, no era momento para perder el tiempo. Barrabás parecía olvidar por qué estaba ella ante él.
—He venido porque necesito tu ayuda —declaró ella secamente, con una voz más ansiosa de lo que hubiese deseado.
Barrabás asintió, serio a su vez.
—Lo sé. Abdías me ha dicho que es por tu padre. Es una mala noticia.
Y, como Miriam iba a seguir hablando, él levantó la mano.
—Espera un momento. No hablemos de eso aquí. Todavía no estamos en mi casa.
Avanzaron hacia una especie de patio extrañamente pavimentado con grandes losas rotas que dejaban entrever un laberinto de pasillos estrechos, de tinajas, hogares e incluso una canalización de ladrillo y barro que a Miriam le parecieron otros tantos enigmas. Las paredes estaban ennegrecidas de hollín, con desconchones, como si los ladrillos y la cal no fuesen más que una frágil piel.
—Sígueme —dijo Barrabás, precediéndola entre las losas rotas y las aberturas del suelo.
Se acercaron a un porche estropeado, pero cuya puerta era tan sólida como nueva. Se abrió ante ellos sin empujarla. Miriam dio un paso a su vez. Y se quedó inmóvil, pasmada.
Nunca había visto nada parecido. La sala era inmensa; el centro, un gran estanque, y el techo solo cubría el perímetro. Lo sostenían unas elegantes columnas. Unos personajes gigantescos pintados, animales desconocidos, paisajes colmados de flores cubrían las paredes y hasta los maderos del techo. El suelo estaba formado por piedras con reflejos verdes que dibujaban figuras geométricas entre placas de mármol.
Sin embargo, solo era un recuerdo de su esplendor. El agua del estanque estaba tan sucia que las nubes apenas se reflejaban. Las algas vacilaban en la sombra, mientras las arañas de agua corrían por su superficie. Los mármoles estaban medio rotos, las pinturas, borradas a veces por una lepra blanca, las manchas de humedad ensuciaban los bajos de las paredes. Una parte del techo se había roto como bajo los efectos de un incendio, pero tan lejano que las lluvias hubiesen lavado lo que quedaba del armazón calcinado. En la parte más sana, se apiñaban montones de sacos y cestos llenos de cereales, de cuero, de tejidos. Sillas de camello, armas, odres estaban amontonados entre las columnas y llegaban al techo.
En medio de este desorden, unos hombres y unas mujeres, cincuenta quizá, levantados o acostados sobre mantas y balas de lana, la miraban sin amabilidad.
—Entra —dijo Barrabás—. No corres peligro alguno. Aquí, todo el mundo tiene ya lo que quiere.
Volviéndose hacia sus compañeros, con una curiosa arrogancia, anunció, con voz suficientemente fuerte para que todos lo oyeran:
—Esta es Miriam de Nazaret. Una chica valiente que me escondió una noche donde los mercenarios de Herodes creían que podrían echarme mano.
Esas palabras fueron suficientes. Las miradas se desviaron. Impresionada por el lugar, a pesar del desorden y la mugre, Miriam todavía dudaba de avanzar. La extrañeza de estos hombres y de estas mujeres casi desnudos, a medias vivos, que aparecían en las pinturas murales la intranquilizaban. A veces solo aparecían partes del cuerpo, un rostro, un busto, miembros, la vaguedad de un vestido transparente. Así, solo parecían más verdaderos y más fascinantes.
—Es la primera vez que ves una casa romana, ¿no? —dijo, divertido, Barrabás.
Miriam asintió.
—Los rabinos dicen que va contra nuestras leyes vivir en una casa en la que haya pinturas de hombres y de mujeres…
—¡E incluso de animales! Cabras y también flores.
Él asintió, más socarrón que nunca.
—Hace mucho tiempo que no escucho las matracas hipócritas de los rabinos, Miriam de Nazaret. En cuanto a este lugar, a mí me sirve perfectamente.
Con un gesto teatral, haciendo bailar cómicamente su túnica de pelo de cabra, señaló todo lo que los rodeaba.
—Cuando Herodes tenía veinte años, todo eso era para él. Él, que solo era el hijo de su padre y el pequeño señor de Galilea. Venía a bañarse aquí. Se emborrachaba, sin duda. Y con mujeres más reales de las que adornan estas paredes. Los romanos le enseñaron a imitarlos, a ser un judío gentil servil, como querían. Se aplicó tan bien, les lamió tanto el culo, que lo coronaron. Rey de Israel, y rey de los rabinos del Sanedrín. Séforis y Galilea han terminado siendo demasiado pobres para él. Solo son buenas para freírlas a impuestos.
Los compañeros de Barrabás escuchaban aprobando con la cabeza este discurso que conocían de memoria, pero del que no se cansaban. Barrabás señaló el extraño patio que acababan de atravesar.
—Lo que has visto allá abajo son los hogares que les servían para calentar el agua del estanque en invierno. Hace años, los esclavos que estaban a cargo de ellos prendieron fuego a todo. Ellos huyeron mientras los vecinos apagaban el fuego y todo quedó abandonado. Nadie se atrevía a entrar. Seguía siendo la piscina de Herodes, ¿verdad? Y así hasta hoy. Hasta que la he hecho mi casa. ¡Y el mejor escondite de Séforis!
Estallaron las risas y las bromas. Barrabás asintió, orgulloso de su astucia.
—Herodes y sus romanos nos buscan por todas partes. ¿Crees que nos imaginan aquí? ¡Nunca! Son demasiado estúpidos.
Miriam no lo dudaba. Pero no estaba aquí para aplaudirle, algo que a Barrabás parecía no preocuparle.
—Ya sé que eres astuto —dijo ella fríamente—. Por eso he venido hasta ti, aunque todo el mundo, en Nazaret, cree que solo eres un bandido como los demás.
Las risas se atenuaron. Barrabás se atusó la barba y sacudió la cabeza como para contener un emergente mal humor.
—Los de Nazaret son unos cagados —murmuró él—. Todos, a excepción de tu padre, a lo que parece.
—Exactamente, mi padre está en las mazmorras de Herodes, Barrabás. Estamos perdiendo el tiempo en parloteos inútiles.
Ella temió que la dureza de su tono lo encolerizase, mientras sus compañeros bajaban la vista. Detrás del grupo de mujeres, Abdías se había levantado, con un bocadillo en una mano y el ceño fruncido.
Barrabás dudó. Los miró a todos de arriba abajo. Después declaró con una calma inesperada:
—Si tu padre tiene tu carácter, ¡empiezo a comprender lo que le ha pasado!
Señaló uno de los rincones bajo las paredes pintadas que rodeaban la piscina. El lugar estaba amueblado como una habitación: un jergón recubierto de pieles de borrego, dos baúles, una lámpara. Dos taburetes de madera adornados con bronce encuadraban un gran tablero de cobre sobre los que había vasos y una jarra de plata. En el rincón, estaban dispuestos diversos muebles y objetos de lujo, sin duda robados a ricos mercaderes del desierto.
A pesar de su impaciencia y su tensión, Miriam se fijó en el orgullo de Barrabás mientras llenaba un vaso de leche fermentada mezclada con miel.
—Cuéntame —dijo él, instalándose cómodamente sobre unas balas de algodón.
* * *
Miriam estuvo hablando mucho tiempo. Quería que Barrabás comprendiera por qué su padre, que era la mansedumbre y la bondad encarnadas, había llegado a matar a un soldado y a herir a un recaudador.
Cuando ella se calló, Barrabás dejó escapar un pequeño silbido entre dientes.
—Desde luego, tu padre es un buen candidato a la cruz. Matar a un soldado y pinchar a un recaudador en la barriga… No le van a hacer un regalo.
De nuevo, sus dedos revolvieron la barba, en un gesto maquinal que lo avejentaba.
—Y supongo que quieres que ataque la fortaleza de Tiberíades, ¿no?
—Mi padre no debe morir en la cruz. Hay que impedirlo.
—Más fácil de decir que de hacer, querida. Tienes más probabilidades de morir con él que de salvarlo.
Su mueca dejaba traslucir más preocupación que ironía.
—¡Qué se la va a hacer! Que me maten con él. Al menos no habré agachado la cabeza ante la injusticia.
Hasta ahora, ella nunca había pronunciado semejantes palabras, tan violentas y definitivas. Pero comprendía que decía la verdad. Si tenía que asumir el riesgo de morir para defender a su padre, no temblaría.
Barrabás se percató de ello. Su incomodidad se hizo más intensa.
—El coraje no basta. ¡La fortaleza no está construida para que uno entre y salga como de un campo de habas! No te hagas ilusiones. No conseguirás rescatarlo.
Miriam se endureció, frunció los labios. Barrabás sacudió la cabeza.
—Nadie puede llegar allí —insistió él, golpeándose el pecho—. Nadie, ni siquiera yo.
Había recalcado estas últimas frases, mirándola de arriba abajo con toda su altivez de joven rebelde. Con el rostro helado, ella sostuvo su mirada.
Barrabás fue el primero en desviar la vista. Masculló algo, se levantó nervioso de su taburete, avanzó hasta el borde de la piscina. Algunos de sus compañeros habían debido de oír a Miriam y todos lo observaban. Él se volvió, con la voz dura, los puños cerrados, llevado por esa fuerza que hacía de él un temido jefe de banda.
—¡Lo que pides es imposible! —dijo él con hosquedad—. ¿Qué te crees? ¿Que uno se bate contra los mercenarios de Herodes como quien borda un vestido? ¿Que uno ataca sus fortalezas como se saquea una caravana de mercaderes árabes? Sueñas, Miriam de Nazaret. ¡No sabes lo que dices!
Un escalofrío sacudió a Miriam. Ni por un momento había imaginado que Barrabás pudiera negarle su ayuda. Ni por un momento había pensado que los de Nazaret pudieran tener razón.
¿Barrabás no era más que un ladrón? ¿Había olvidado las grandes declaraciones que antaño justificaban sus rapiñas? El desprecio venció la decepción. Barrabás el rebelde ya no era tal. Le había cogido el gusto al lujo, corrompiéndose al contacto con los objetos que robaba y haciéndose como sus propietarios: hipócrita, más entusiasmado por el oro y la plata que por la justicia. Su valor se reducía a las victorias fáciles.
Ella se levantó de su taburete. No iba a humillarse ante Barrabás, a suplicarle. Puso una sonrisa altiva en sus labios, dispuesta a agradecerle su acogida.
Él se puso ante ella de un salto, con la mano levantada.
—¡Cállate! Sé lo que piensas. Tus ojos son elocuentes. Crees que he olvidado lo que te debo, que no soy más que un ladrón de caravanas. Piensas esas burradas porque no vas más allá de tu corazón.
La cólera hacía vibrar su voz, crispaba sus puños. Algunos de sus compañeros se acercaron mientras él hablaba cada vez más fuerte.
—Barrabás no ha cambiado. Robo para vivir y hacer vivir a quienes me siguen. Como esos críos que viste antes.
Con el dedo, señaló a quienes se acercaban.
—¿Sabes quiénes son? Am ha’aretzim. Gentes que han perdido todo por culpa de Herodes y de los tacaños del Sanedrín. No esperan nada de nadie. ¡Sobre todo, no esperan nada de los judíos demasiado sumisos de Galilea! Nada de los rabinos, que solo saben farfullar palabras inútiles y agobiarnos con lecciones. «¡Que el pueblo de barro vuelva al barro!», eso es lo que piensan. Si no robásemos a los ricos, moriríamos de hambre, esa es la verdad. Y no es precisamente en tu pueblo de Nazaret donde se preocuparían por ello.
Gritaba, las venas de la frente aparecían hinchadas, las mejillas, enrojecidas. Todos se arremolinaban tras él, frente a Miriam. Abdías los empujó sin miramientos para ponerse en primera fila.
—¡Nunca olvido mi objetivo, Miriam de Nazaret! —exclamó Barrabás, golpeándose el pecho—. Nunca. Ni siquiera cuando duermo. Abatir a Herodes, expulsar a los romanos de Israel, eso es lo que quiero. Y dar una patada en el culo a los del Sanedrín, que se aprovechan de la pobreza del pueblo.
Sin dejarse impresionar por la violencia de tales declaraciones, Miriam sacudió la cabeza.
—¿Y cómo piensas abatir a Herodes si ni siquiera eres capaz de sacar a mi padre de la fortaleza de Tiberíades?
Barrabás se dio una fuerte palmada en los muslos, con los párpados arrugados de furia.
—Tú no eres más que una niña, ¡no entiendes nada de la guerra! Que yo muera, me da igual. Pero ellos, ellos me siguen porque saben que nunca los metería en una aventura perdida de antemano. En Tiberíades, dos cohortes romanas guardan la fortaleza. Quinientos legionarios. Más un centenar de mercenarios. ¡Cuéntanos! Nunca podremos llegar hasta tu padre. ¿De qué serviría nuestra muerte? ¡Para alegrar a Herodes!
Lívida, con los dedos temblorosos, Miriam asintió con la cabeza.
—Sí. Tienes razón, sin duda. Me he equivocado. Te creía más fuerte de lo que eres.
—¡Ah!
El grito de Barrabás rebotó en el agua de la piscina, vibró entre las columnas. Él agarró el brazo de Miriam que ya se dirigía a la salida.
—Estás loca, loca de atar… ¿Has pensado solamente en una cosa? Aunque pudiera escapar de la fortaleza, tu padre sería como nosotros para el resto de sus días. Un fugitivo. Ya no volvería a su taller. Los mercenarios destruirían vuestra casa. Tu madre y tú tendrías que esconderos en Galilea durante toda vuestra vida…
Miriam se soltó secamente.
—¡Lo que tú no comprendes es que vale más morir luchando! ¡Morir haciendo frente a los mercenarios que ser humillado en la cruz! Herodes gana, Herodes es más fuerte que el pueblo de Israel, porque bajamos la cabeza cuando tortura ante nuestros ojos a quienes queremos.
La réplica produjo un silencio asombrado.
Abdías fue el primero en romperlo. Se acercó, pegándose a Miriam y a Barrabás.
—Ella tiene razón. Yo voy con ella. Me esconderé y, de noche, iré a desclavar a su padre de la cruz.
—¡Tú, tú te callas o te zurro en el culo! —dijo Barrabás con humor.
Se interrumpió; se volvió de repente hacia sus compañeros; los ojos le brillaban.
—¡Sí, este crío tiene razón! Es una estupidez dejarse masacrar tratando de entrar en la fortaleza. Pero una vez que Joaquín esté en la cruz, ¡es otra historia!
* * *
—No van a dejar durante mucho tiempo que tu padre se pudra en las mazmorras —explicó Barrabás con entusiasmo—. Los presos les molestan. A los que son condenados, se apresuran a colgarlos. Allí es donde podemos salvarlo. Descolgándolo de esa marranada de cruz. Abdías tiene razón. De noche. Como quien no quiere la cosa, si es posible. Un golpe con el que sueño desde hace mucho tiempo. Con un poco de suerte, incluso podremos salvar a algunos otros con él. Pero habrá que actuar como los zorros: ¡por sorpresa, rápidamente y huyendo más deprisa aun!
Toda su cólera se había esfumado y reía como un niño, encantado al imaginar la jugarreta que iba a gastarles a los mercenarios de la guarnición de Tiberíades.
—¡Descolgar a los ajusticiados de Tiberíades! ¡Por Dios Todopoderoso, si es que existe, esto va a hacer ruido! ¡A Herodes se lo van a llevar los demonios y él les va a armar una buena a los mercenarios!
Todos rieron, imaginando ya el éxito.
Miriam estaba preocupada. ¿No será demasiado tarde? Antes de que lo aten a la cruz, tienen todo el tiempo del mundo para pegarle, herirlo e incluso matarlo. A menudo, a los ajusticiados los colgaban ya muertos en la cruz.
—Eso solo les ocurre a los que tienen más suerte. A los que les hacen un favor especial para que no sufran demasiado tiempo —aseguró Barrabás—. A tu padre querrán verlo sufrir el máximo tiempo posible. Pero aguantará. Le golpearán, le insultarán, le dejarán que sufra sed y hambre, sin duda. Pero sabrá apretar los dientes. Y nosotros lo bajaremos de la cruz en la primera noche.
Barrabás se volvió hacia sus compañeros y los previno acerca de lo que les esperaba:
—No les va a gustar que descolguemos a los crucificados. Los mercenarios no nos dejarán en paz. No podremos volver aquí, el escondite ya no será lo bastante seguro y, de todas formas, ya no podremos entrar en la ciudad. Después del golpe, tendremos que separarnos durante algunos meses. Tendremos que vivir de lo que tenemos…
Uno de los más viejos le interrumpió levantando su puñal.
—¡No gastes saliva, Barrabás! Sabemos lo que nos espera. Y está bien: ¡todo lo que hace daño a Herodes nos sienta bien!
Las aclamaciones resonaron. En un instante, la antigua piscina de Herodes se animó con una intensa actividad, mientras Barrabás lanzaba órdenes y todo el mundo se preparaba para partir.
Abdías, impaciente, tiró de la manga a Barrabás.
—Tengo que prevenir a los demás. Nos largamos sin esperaros, como siempre, ¿no?
—No antes de traernos las mulas y los burros. Necesitaremos carretas.
Abdías asintió. Se alejó. Tras unos pasos, se dio la vuelta y señaló a Miriam. Con una sonrisa de oreja a oreja, que dejaba ver todos sus descuidados dientes, declaró:
—Aunque no hubieras querido, yo habría ido con ella.
—Tú me habrías obedecido o te hubiese zurrado la badana —bromeó Barrabás, amenazándolo con el dedo.
—¡Eh!, olvidas que quien ha tenido la idea para salvar a su padre soy yo, no tú. Ahora, ya no eres mi jefe. Somos socios.
El orgullo iluminó su extraño rostro, dándole una fugaz belleza de hombre-niño. Con una voz llena de guasa, añadió:
—Y ya verás, no es a ti a quien ella va a querer, Miriam de Nazaret, ¡es a mí!
Mientras salía pitando y su risa resonaba entre las paredes arruinadas de las termas, Miriam observó con el rabillo del ojo que Barrabás se ruborizaba.
* * *
Ya de noche cerrada, una caravana, tan corriente como las que circulaban por las calzadas de Galilea los días de los grandes mercados de Cafarnaúm, Tiberíades, Jerusalén o Cesárea, salió de Séforis.
Tiradas por animales de aspecto tan pobre como el de sus propietarios, una decena de carretas transportaba balas de lana, cáñamo, pieles de borregos y sacos de cereales. Cada una tenía un ingenioso doble fondo en el que Barrabás y sus compañeros habían disimulado una hermosa colección de espadas, dagas, hachas de combate e incluso algunas lanzas romanas sustraídas de los almacenes.