Prólogo

Más tarde, junto al cadáver de la chica muerta, el detective decidió que todo encajaba. Todo tenía sentido y podría explicárselo a cualquiera que quisiera escucharlo casi sin despeinarse. Era una historia sencilla: la de un hombre rico que lo tenía todo pero que quería más; la historia de lo que le sucede a la gente que intenta saltarse las reglas.

La chica estaba en la cocina de la casa del hombre rico; le habían abierto la cabeza con una escultura de mármol. La sangre había formado una especie de charca alrededor de la cabeza con la forma de uno de aquellos globos de diálogos de los cómics, como si la mujer estuviera diciendo algo vital, importante… y rojo. Sin embargo, tenía los ojos sin vida, y estaba muerta, y el detective llegó a la conclusión de que era improbable que volviera a decir algo importante en la vida.

Un agente de uniforme se acercó y miró el cadáver.

—Es guapa —dijo. La chica llevaba un vestido de cóctel negro y, a pesar de que parte del cráneo fracturado era visible detrás de la oreja, seguía siendo guapa.

—¿Tienes algo? —preguntó el detective.

—Tres copas de vino en el fregadero. Tres platos. Comieron carne y, ¿cómo se llama? Sí, hombre, esas hojas verdes que la gente come.

—Lechuga.

—Rúcula —respondió el agente, como si hubiera sabido la respuesta desde el principio—. Bistec con hojas de rúcula. Eso comieron.

El detective se quedó mirando las huellas ensangrentadas del suelo. De una sola persona, un hombre. Junto al cuerpo de la chica había lo que parecía la huella de una rodilla. El detective intentó encontrarle sentido. Quizás el hombre rico la mató en un arrebato de pasión, y luego se arrepintió y se arrodilló junto a ella para pedirle perdón. Seguramente no fue una conversación sencilla.

En uno de los bolsillos interiores de la chaqueta del detective empezó a sonar la Obertura 1812 de Chaikovski. Metió la mano en el bolsillo, sacó el móvil y lo abrió.

—¿Lo has encontrado? —preguntó.

La voz al otro lado de la línea era delicada, débil por las interferencias, apenas audible.

—Sólo su coche —respondió la voz—. Un BMW negro, ¿no?

—¿Dónde estás?

—En Wells, Mule Canyon.

—¿En el mismo precipicio donde su mujer…?

—Sí.

—¿Y él?

—Sigo buscándolo.

—Estaré ahí lo antes posible.

Dame un par de horas. El detective cerró el móvil y se lo guardó en el bolsillo. Se giró hacia el agente.

—Han encontrado el BMW. Su cuerpo no puede estar lejos.

El agente asintió.

—Sólo son dos —hizo una pausa y esperó a que el detective le respondiera. Como no lo hizo, continuó—. Tres platos. Tres copas de vino. Él y la chica… —señaló a la joven del vestido negro—. Sólo son dos.

—Ya —dijo el detective. Se quedó pensativo. Sin embargo, todavía no tenía respuestas. Así que se alejó para buscar pistas por el resto de la casa.