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Aquellas palabras hicieron que Timothy retrocediera. Dio un paso hacia atrás y se apoyó en la estación de esmalte negro para mantener el equilibrio. No estaba seguro de lo que Ho estaba diciendo, pero el doctor lo había vuelto a hacer, se había vuelto a sacar a su mujer de la manga, y de una forma que parecía que Katherine era el objeto de un experimento médico, como si fuera alguien no estuviera muerto del todo.
Ahora que había conseguido la atención de Timothy, Ho continuó con su historia. El problema de la ciencia, explicó, era la sobreespecialización. Los neurocientíficos sabían mucho acerca del funcionamiento del cerebro, pero no sabían nada del trabajo de los químicos que, a su vez, desconocían por completo el trabajo de los científicos informáticos. Cada campo tenía sus propias publicaciones, iba a sus propias conferencias, otorgaba premios y becas a los especialistas de su ramo. Era como si la ciencia se produjera en distintas cajas cerradas herméticamente. La Ciencia, con mayúscula inicial, no existía; en lugar de eso, había muchas ciencias pequeñas, decenas de complicados y delicados mecanismos, artilugios inútiles, muy bonitos y bien cuidados, pero que no servían absolutamente para nada.
Era pura casualidad que Ho estuviera interesado en tres campos extremadamente distintos: la electroquímica del cerebro, la ciencia informática y la fisiología, y que se hubiera empeñado en estudiarlos simultáneamente, en contra de las opiniones de profesores, tutores y consejeros, que le advirtieron que querer abarcar muchos temas era lo mismo que no especializarse en ninguno y que, como consecuencia, su carrera resultaría afectada.
Y tenían razón. Desde el MIT hasta Stanford, Ho había recorrido Silicon Valley de norte a sur, trabajando con una pequeña y excepcional subvención que el Instituto Nacional de la Salud le había concedido porque sus competidores ni se molestaron en solicitarla. Como no podía encontrar un trabajo permanente, y apenas ganaba para sobrevivir, trabajó como empleado en varias empresas de biotecnología que empezaban, en Berkley, en Oakland, en San José. Y fue en una de esas empresas, ahora ya desaparecida, donde conoció a un misterioso benefactor, que lo animó a perseguir su Gran Idea y le ofreció financiarlo a cambio de una pequeña participación en la empresa.
Y el resultado fue Amber Corporation. Era una empresa de investigación y desarrollo que perdía dinero y que tenía una docena de trabajadores: estudiantes de posgrado, técnicos, programadores de software, pero todos en pequeñas parcelas separadas, de modo que ninguno de ellos sabía qué construía la empresa, ni cuál sería el resultado final de su trabajo. Nadie, excepto el doctor Ho, claro, que sabía perfectamente lo que estaba haciendo, que era nada menos que cambiar la naturaleza de lo que significaba estar vivo y lo que significaba estar muerto.
—Mire —dijo Ho—. ¿Sabía que las neuronas de su cerebro viven entre doce y dieciocho meses, de media? Luego las sustituyen nuevas neuronas. ¿Entiende las implicaciones de esto?
Timothy dijo que no.
—Significa que, en términos estadísticos, su cerebro se actualiza cada tres años. Las neuronas de su cerebro actual son, casi con toda seguridad, totalmente distintas a las que tenía hace tres años. Y, sin embargo, tiene los mismos recuerdos de la infancia, la misma personalidad, los mismos gustos. Sigue siendo el mismo. Los seres humanos no se convierten en personas distintas cada tres años. Algo que, cuando lo piensa, es bastante sorprendente.
Ho sonrió. Timothy se dio cuenta de que aquélla era una ocasión excepcional para él, una ocasión para explicar el trabajo que llevaba desarrollando unos veinte años, solo, sin poder o sin querer compartirlo con nadie. Timothy se preguntó cuántas veces habría ensayado aquel discurso frente a un espejo, en el coche mientras iba por la autopista o mientras intentaba dormirse. Y ahora, por fin, estaba teniendo su momento Blofeld, explicándole su diabólico plan a James Bond, mientras el agente secreto está colgado por los tobillos a punto de morir.
Con la excepción de que Ho era algo distinto a los villanos a los que Timothy estaba acostumbrado. Delgado y con aspecto de niño abandonado, de una orientación sexual indefinida, con modales impecables y una forma de hablar clara y comprensible, parecía más un decorador de interiores que un destructor del mundo.
—¿Lo ve? —dijo Ho—. Su personalidad sólo es software. Es algo completamente independiente del hardware que lo hace funcionar. Es igual que copiamos software de un ordenador a otro, podemos hacer lo mismo con nuestras personalidades. Y eso es lo que Amber hace. Preservamos los contenidos de las mentes humanas. Lo almacenamos, hacemos una copia de seguridad y lo guardamos. Todo está digitalizado.
Timothy estaba un poco perdido. Sólo seguía el discurso del doctor en parte. Le preocupaba más lo que querría de él. ¿Más dinero? ¿Que le presentara a otros inversores de capital riesgo? ¿Consejos sobre cómo llevar el negocio? Timothy entrecerró los ojos, preocupado. Ho interpretó que estaba asustado.
—No —dijo—. No es nada malo. Nada de cirugía, ni cables, ni agujeros en la cabeza. Nada de chips o microordenadores incrustados en el cuerpo. Básicamente, es una resonancia magnética nuclear; leemos los datos electroquímicos que están guardados en el cerebro. Por supuesto, informáticamente es mucho más intenso que una resonancia magnética. Y para eso son los ordenadores —señaló el montón de ordenadores acumulados en las estanterías—. Es lo contrario a la creación de una imagen en tres dimensiones. Sería la descreación de la imagen en tres dimensiones, digamos.
«Creación, descreación —pensó Timothy—. Ahora me iría bien el whisky que tengo en casa».
Dijo:
—Lo siento, doctor Ho. No soy ningún experto en tecnología. Leo el correo electrónico y ya está. A veces, si nadie me ve, me entretengo con los juegos. Ése es mi nivel de interés en los ordenadores. —La verdad era que aquella charla tecnológica lo estaba atontando y se aburría. Normalmente, cuando tenía que lidiar con un asunto técnico que no entendía, llamaba al Chico a su despacho y le decía: «Encárgate de esto».
Ho intentó explicarse desde otro punto de vista.
—Conocí a su mujer hace seis meses. Nos presentó un amigo común.
—¿Quién?
Ho lo ignoró.
—Ella se acababa de enterar de que estaba muy enferma. Que se estaba muriendo. Y había oído que quizá yo podría ayudarla. No como la mayoría de doctores la ayudarían. Yo no iba a curarle la enfermedad. Pero le expliqué que podía hacer una copia de seguridad.
—¿Una copia de seguridad? ¿De qué?
—De ella.
—De… —Timothy no pudo decir más. De repente, todo aquel galimatías técnico tenía sentido. Resonancia magnética, chips, creación… aquellas palabras sólo eran palabrería. Pero ahora, con el contexto de la enfermedad de Katherine al que aferrarse, Timothy entendió lo que el doctor le estaba explicando. Decía tener una copia del cerebro de su mujer.
Dijo:
—Miente.
—Le prometí que no se lo diría hasta que el proceso estuviera acabado. Tiene que entenderlo, mi trabajo no está completo del todo. Hay algunos… —agitó la mano— asuntos pendientes.
—¿Qué le ha hecho a mi mujer?
—Nada —dijo Ho—. Su mujer se estaba muriendo, señor Van Bender. Le quedaban, como mucho, uno o dos meses. Luego habría empezado a sufrir mucho. El cáncer se había extendido. Estaba en los ovarios, el colon, incluso el cerebro. Iba a necesitar calmantes, morfina constantemente, y eso sólo habría conseguido que el dolor fuera tolerable. Habría perdido el control sobre las funciones físicas. Luego habría aparecido la demencia. Habría empezado a perder la cabeza. Así que, mientras pudo, tomó una decisión. Yo le ofrecí una alternativa a todo eso.
—Le ofreció un cuento de hadas a una mujer desesperada y enferma… una historia de ciencia ficción.
—Esto no es ninguna historia de ciencia ficción, señor Van Bender.
—¿Es usted un embaucador?
—No. Soy un empresario.
Ho se sentó frente a la pantalla de un ordenador y apretó dos teclas del teclado. Volvió a aparecer el cursor, un cuadrado amarillo que parpadeaba.
—Quiero enseñarle algo —dijo. Y tecleó:
cd ~/amber/v1
amber
—Coja una silla —dijo Ho—. Y salude a su mujer.
Ho tecleó:
Timothy está aquí.
Tardó unos segundos, pero entonces el cursor se movió, dejando tras de sí una cola de letras fosforescentes:
Hola, Timothy.
El cursor se detuvo, parpadeando pacientemente.
—Adelante —dijo Ho—. Escriba.
—Hijo de puta —respondió, pero no pudo evitar hacerle caso. Tecleó:
¿Quién eres?
Al cabo de unos segundos, apareció la respuesta.
¿Quién crees que soy, Gimpy? Soy yo.
Aquello ya fue demasiado. El doctor Ho era un charlatán que se dedicaba a engañar a la gente. Timothy no tenía ninguna duda de que, en ese mismo instante, uno de sus ayudantes estaba sentado en la otra sala, la que comunicaba con la puerta donde había el cartel de «No pasar», frente a una pantalla, fingiendo que era Katherine.
Era uno de los actos más bajos y despreciables que Timothy había visto. Aunque no estaba seguro de qué pretendía el doctor Ho con aquello. ¿Qué esperaba conseguir? O quizás ya les había sacado suficiente dinero a los Van Bender (aquellos ciento cincuenta mil dólares que habían saltado de empresa fantasma a empresa fantasma), y ese ejercicio sólo formaba parte de un plan de huida, una especie de distracción gigantesca para mantener a Timothy esperanzado y calladito mientras Ho y sus socios aprovechaban la ocasión para escapar.
En cualquier caso, Timothy sabía que era más que probable que aquel hijo de puta hubiera animado a Katherine a suicidarse. Quizá la había convencido para que saltara. Quizás incluso le había prometido que le haría una copia de seguridad, que disfrutaría de la vida eterna. Timothy pensó que debía estar muy desesperada y asustada para dejarse convencer por ese monstruo.
El cursor volvió a moverse.
Te quiero, Timothy.
Aquello fue la gota que colmó el vaso. Timothy se levantó y le dio un puñetazo a Ho en la cara. Era el primer puñetazo que daba en su vida, y sintió un dolor intenso en la mano, como si hubiera golpeado un saco de arena. El hombrecillo salió disparado hacia atrás con una expresión de sorpresa, como si fuera el primer puñetazo que recibía en su vida. Las gafas acabaron torcidas. Una de las varillas le colgaba de la cabeza, a modo de antena. Timothy cogió el monitor y lo levantó de la mesa, arrancando un montón de cables. El monitor cayó al suelo, y la pantalla de cristal se salió de la caja como uno de aquellos muñecos con muelle, pero de alta tecnología.
Timothy le dio una patada y partió en dos la pantalla. Luego fue a por Ho, que se estaba arrastrando por el suelo de cemento, tratando de levantarse. Timothy se agachó, lo cogió por las solapas de la bata blanca y lo levantó. Ho intentó huir, pero estaba totalmente aturdido y no tenía los pies apoyados en el suelo. Se tapó la cara con las manos.
—Es un tipo despreciable —dijo Timothy—. Le mintió a mi mujer. La animó a saltar.
—No —dijo Ho—. Lo ha malinterpretado.
Timothy levantó el puño. Se planteó volver a pegarle, pero al final desistió. Lanzó al doctor al suelo, que cayó como una alfombra enrollada, con las palmas de las manos frenando el golpe contra el cemento.
Timothy se dispuso a marcharse. Se giró hacia el monitor, que ahora ya era un montón de plástico, le dio una última patada y luego se fue.