Milán… Hotel Boscolo Exedra
—Vamos, bella, vamos… que tengo prisa.
Apremió Rubén Ramos, famoso y deseado delantero de fútbol del Inter de Milán, mientras se tocaba su clara melena y una joven se repasaba los labios en el cuarto de baño.
Había sido una noche movidita. Tras la fiesta de cumpleaños de un compañero de equipo, él se había marchado con aquella morena a un hotel donde habían disfrutado durante horas de sexo. Pero ya había amanecido y Rubén quería regresar a su casa.
—¿Tomamos un café?
—No, bella. Ya te he dicho que tengo prisa. Voy a llegar tarde.
Al escuchar aquello, la joven puso morritos pero él ni la miró: quería marcharse. Salieron de la habitación y se acabó totalmente la pasión. Ella le miraba coqueta, deseosa de que le pidiera su teléfono, para volver a tener otro encuentro, pero al llegar a la puerta del hotel y ver que él no se lo pedía, decidió hacer algo. Con la mejor de sus sonrisas, sacó una tarjeta del bolso.
—Toma, aquí tienes mi teléfono.
Rubén asintió y guardó la tarjeta en el bolsillo de su chaqueta. Emocionada por haber conseguido aquello, pasó con provocación la lengua por sus labios recién pintados, y se dispuso a montarse en el biplaza. Entonces, él sentenció:
—¡Ciao!, ya te llamaré.
Desconcertada, la joven le miró. Quería acompañarlo fuera adonde fuera. Deseaba que la prensa les pillara y acabara publicando alguna foto de ellos juntos. Pero al final, asintió, se dio la vuelta y se marchó. Al ver que se alejaba, Rubén sonrió, se montó en su coche y se alejó.
Al llegar a casa, saludó a su perra y se fue directo a la cama: estaba agotado. Durmió unas horas y cuando sonó el despertador, se levantó y, tras una ducha, se vistió y acudió a su cita, había quedado para comer.
El aparcacoches del restaurante le recibió con una grata sonrisa. Rubén se hizo una foto con él y el muchacho se marchó feliz a aparcar el bonito biplaza. Por el camino, varias mujeres le pararon para que les firmara unos autógrafos y él, con una seductora sonrisa, accedió. Ser el reconocidísimo jugador de fútbol del Inter de Milán, el toro español, como lo llamaba la prensa, era lo que tenía: fama, dinero y, sobre todo, mujeres, todas las que quería, y más. Cuando acabó de atender a sus fans, entró en el restaurante y se encaminó hacia donde sabía que estaban esperándole.
—¡Hola, bella! —saludó a una preciosa mujer de larga melena y ojos felinos, besándola en el cuello.
Ella sonrió, era Bimba, una famosa top-model italiana con la que se veía de vez en cuando. Diez minutos después, comían un exquisito plato mientras se devoraban con la mirada. Entre ellos el sexo era fabuloso, aunque esta vez, se despidieron al acabar de comer, porque Rubén estaba cansado, así que quedaron en encontrarse la noche siguiente. Bimba, tras acariciar la apreciada cabellera del jugador, aceptó encantada. Ni lo dudó.
Por la noche, ya en casa, sonó el móvil de Rubén. Al responder, sonrió al escuchar que se trataba de Francesca. Solo media hora más tarde, Francesca y él lo pasaban maravillosamente bien en la habitación del futbolista.
Dos días después, cuando Rubén conducía por la autopista A-9 Milán-Como junto a Alejandro Suárez, su compañero de equipo y mejor amigo, Jandro, para los amigos, preguntó:
—¿De verdad que te fuiste con la otra sueca?
Ambos, dos ligones de primera, se habían fijado en dos jóvenes a cuál más atractiva y decidieron darse unos de sus homenajes sexuales.
—Sí, colega. Confirmado —rio Jandro y mirando cómo pasaban el Club de Golf La Pinetina, añadió—: Esa mujer me miraba con ojos de deseo. Mamacita Güey, la sueca fue dulce como un bomboncito, ¿qué tal la tuya?
—Bien… no estuvo mal —susurró Rubén con una media sonrisa, mientras se encogía de hombros.
Ambos rieron, chocaron las manos y Jandro preguntó:
—¿Sabes cuándo llega el nuevo entrenador?
—He oído que, como muy tarde, pasado mañana.
—John Norton tiene fama de duro y algo cabroncete. Es más, en sus años de futbolista, era conocido como Terminator. Por lo visto, no se le escapaba balón en el campo de fútbol ni belleza fuera de él —prosiguió Jandro.
Rubén sonrió. La prensa y sus motes. Había conocido a John Norton cuando jugaba en la Liga española. En aquel tiempo Norton entrenaba al Valencia y sabía por otros jugadores que era un buen entrenador, aunque duro y exigente.
—Ahora viene de entrenar a un equipo español, ¿verdad?
—Sí. Estuvo en el Valencia y en el Atlético de Madrid. Y prepárate que Terminator es muy disciplinado.
—Mira colega, eso al equipo le va a venir muy bien —añadió Jandro al escuchar aquello.
Cuando llegaron al aparcamiento del centro deportivo Angelo Moratti, más conocido como La Pinetina, Rubén paró el coche, bajaron y se les unió un nuevo joven.
—¿Qué pasa Luigi? Tienes mala cara —observó Jandro con preocupación.
—He discutido con Juliana —admitió Luigi con gesto de enfado y cabeceando.
Todos rieron y Rubén, cogiéndole del cuello, murmuró:
—¿Cuántas veces te hemos dicho que no hay que echarse novia?
—Muchas… demasiadas… —reconoció Luigi.
Entre risas entraron al hotel que había dentro del centro deportivo. Tenían partido dos días después y estaban concentrados por orden del cuerpo técnico. Se sorprendieron al encontrarse con el nuevo entrenador: un hombre negro, de apariencia estricta y bastante alto. John Norton saludó uno por uno a cada jugador con gesto serio y les sorprendió al indicarles que quería que le llamaran «señor».
Tras dejar sus bolsas en las habitaciones, ponerse ropa deportiva y bajar al gimnasio, empezaron a entrenar bajo el ojo avizor del nuevo entrenador. Rubén sacó su iPad del bolsillo y se colocó los auriculares para escuchar música, se subió a la cinta y comenzó a correr. El deporte siempre le hacía bien.
Tres días después los jugadores estaban nerviosos. El partido contra el Génova había levantado demasiado revuelo en Italia. Ambos equipos querían ganar y sus tifosi animaban desde las gradas.
John Norton dio las órdenes precisas durante la charla técnica y sus jugadores salieron al campo. A los diez minutos del inicio del partido, el Génova metió un gol pero, por suerte para el Inter, Jandro respondió con un golazo tras un estupendo pase de Rubén.
En aquel instante, Rubén cayó al suelo e, inmediatamente, supo que algo no iba bien. Aquel frenazo tras el pase iba a jugarle una mala pasada. Un dolor extremo le provocó un alarido horroroso y, cuando miró su pierna izquierda, la frustración era aún más grande que el dolor.
Al segundo, el juego se detuvo y sus compañeros corrieron a interesarse por él, mientras se retorcía de dolor, tirado en el césped, maldiciendo una y otra vez.
—Tranquilo, colega… tranquilo… —le consolaba Jandro mientras hacía señas a los médicos del club para que entraran en el terreno de juego.
Rubén con los ojos fuera de sus órbitas por el dolor y la rabia gritó:
—¡Maldita sea!, ¡joder!
Al ver la gravedad del asunto, rápidamente, el equipo médico entró en el terreno de juego. Con cuidado, subieron a la camilla a un enfadadísimo Rubén y, tres minutos después, desaparecían por el túnel de vestuarios. Le llevaron directamente al hospital. Aquello no pintaba nada bien.
John Norton estaba junto al jugador cuando le dieron el diagnóstico.
—Fractura de tibia —repitió Rubén.
Varios doctores, incluido el responsable médico del Milán, y Norton asintieron apesadumbrados. Rubén, sudoroso y con gesto de dolor, cerró los ojos y golpeó con el puño la camilla. Instantes después cuando el dolor le cruzó la pierna y le hizo gritar, se arrepintió.
Claudio Barbado, el médico del Milan, que lo conocía muy bien, pidió al resto de los doctores que le dejaran unos minutos a solas con el jugador y su entrenador.
—Vamos a ver Rubén, lo que te ha ocurrido es una lesión fea y…
—Esto es una gran putada Claudio ¡una gran putada!
—Lo es, no te lo voy a negar.
—Joder… joder… ¡joder! —gritó desesperado—. ¿Por qué ahora?
Consciente de su desesperación, Claudio cogió un taburete y se sentó junto a él tratando de calmarle.
—A esa pregunta no te puedo responder. Lo único que te puedo decir es que si queremos acortar al máximo los plazos de tu recuperación debemos operarte lo antes posible. Por suerte solo ha sido la tibia. Si hubiera sido también el peroné…
—Joder… Joder… —proseguía su retahíla de maldiciones Rubén.
—Tienes que relajarte. La tensión no te favorece en nada.
Tumbado en la camilla Rubén cerró los ojos de nuevo y lanzó la pregunta clave:
—¿Cuánto tiempo estaré de baja?
—No podemos precisarlo.
—¿Cuánto? —exigió, lívido de furia.
—De cuatro a seis meses —sentenció Claudio mirando alternativamente a Rubén y a John Norton.
—Joder… ¡Joderrr!
—Rubén… Escucha.
—¡¿Seis meses?! ¿Voy a tardar medio año en recuperarme? ¡¿Taaanto?!
—Intentaremos que sea menos. Lo siento Rubén, pero no te puedo decir otra cosa.
Horrorizado, el futbolista se tapó la cara con las manos. La furia que sentía le hacía querer golpear lo que fuera cuando escuchó decir a su entrenador con voz profunda.
—Hijo, debes ser paciente contigo mismo. Solo tu paciencia y tu lucha te harán ganar la batalla. Lo ocurrido es tremendamente desagradable para ti, pero también lo es para mí. Eres una de las piezas clave de mi equipo y te quiero al cien por cien lo antes posible. Me consta que eres un ganador y eso es lo que marca la diferencia entre unos jugadores y otros. Así que no me decepciones, ¿entendido?
—He programado la operación para mañana. Deberías llamar a tu familia para que no se asusten. Verán las noticias y… —anunció Claudio.
—De acuerdo, les llamaré —admitió Rubén, que empezaba a asumir la gravedad de la situación.
—Cuanto antes lo hagamos, antes podremos comenzar la rehabilitación —anunció Claudio con el afán de rebajar la tensión que reinaba en el ambiente.
Rubén sabía que el doctor tenía razón: no había otra opción. Aquella noche, desde el hospital, llamó a sus padres, que vivían en Madrid. Tuvo que soportar uno de los numeritos de su madre, después de un rato, por fin consiguió tranquilizarla y pudo colgar e intentar dormir. Lo necesitaba. Al día siguiente era su operación.
Cuando despertó de la anestesia miró a su alrededor. En aquella impoluta habitación de hospital no había nadie. Veinte minutos después, Claudio, Jandro y el entrenador entraron a interesarse por su estado.
—Hola, colega, ¿todo bien? —preguntó Jandro acercándose a él.
Rubén levantó el pulgar, ya más tranquilo y desvió la mirada hacia el resto de los presentes: el médico y el entrenador.
—Todo ha salido bien, chaval —anunció Claudio—. Te hemos anclado a la tibia un clavo intramedular apoyado por seis tornillos. En unos días te daremos el alta y comenzaremos con la rehabilitación.
Lo que escuchaba sobre el clavo en su tibia sonaba espeluznante, pero demostró firmeza cuando su entrenador añadió:
—Fuerza, Rubén. Demuéstrame lo fuerte que eres, ¿de acuerdo?
—Se lo prometo, señor —respondió chocándole la mano, como gesto de compromiso.