La idea y todos los pormenores del plan contra Altamirano y la Brigada Especial del Ejército eran completamente autoría de Samuel. Estaba en su contra el hecho de que los hombres que habían disparado contra ellos seguramente estaban desperdigados en distintos puestos del Ejército, pero el hombre principal, el jefe, había regresado a dirigir la misma brigada, quizá porque sus superiores no tenían a ningún criminal tan experimentado como él para ese puesto. Por eso lo mataría, y en nombre de los viejos asesinos de esa noche, eliminaría a los nuevos asesinos que lo acompañaban ahora. Unos por otros.

El día en cuestión, Samuel se levantó a las tres de la madrugada y practicó varios ejercicios de karate y de gimnasia sueca. Necesitaba calmar los nervios y dominar la ansiedad que lo embargaba. Un error le podía costar no sólo su vida, sino la de los hombres que lo iban a acompañar en la misión. Era preciso controlar la excitación para alcanzar el máximo grado de concentración posible.

Bebió una taza de café bien caliente, agarró su pistola, el morral y la chaqueta impermeable, y se dirigió al sitio donde sus amigos habían acordado encontrarse con él: la avenida 68 con la calle 80. El camión bajaría por la calle 100 y después de cruzar la avenida Suba seguiría directo por la avenida 68 hacia el sur. Ellos esperarían a los militares a la altura de la calle 80 y tomarían a todo el comando por sorpresa. Después de la explosión podían quedar varios de los soldados con vida y lo más seguro es que se bajarían del camión con las armas listas para defenderse. Por eso Samuel necesitaba refuerzos para rematar a todo el pelotón.

Amanecía cuando llegó al caño y divisó, a pocos metros del puente, estacionado en el costado occidental de la avenida, el Renault 6 que habían convenido para el atentado. Se acercó y comprobó que, en efecto, hubieran dejado las puertas sin seguro y que los treinta y cinco kilos de dinamita estuvieran bien instalados. Vio las catorce bolsas de veinte tacos bien compactados unos con otros, y sumó mentalmente con rapidez: si cada taco pesaba ciento veinticinco gramos, los doscientos ochenta tacos daban como resultado los treinta y cinco kilos exactos. Eso era suficiente como para abollar el camión y obligarlo a irse de lado contra el separador de la avenida. La carga había sido colocada en forma de cono para que el efecto fuera aún más contundente. Se trataba de ecuagel, una dinamita amoniacal ecuatoriana muy maleable, perfecta para un atentado de esas características. Los paquetes estaban perforados y el cordón detonante atravesaba el papel parafinado de varios tacos en cada una de las bolsas. Samuel aseguró el detonador al cable con cinta aislante y se dio cuenta de que éste salía del carro, subía por el poste de la luz camuflado en un tubo de pvc y estaba instalado a todo lo largo de las cuerdas de la luz hasta la caseta improvisada como tienda callejera, a unos sesenta metros de distancia. Seguramente sus compañeros, haciéndose pasar por técnicos de la empresa de energía, habían dejado todo listo el día anterior. El trabajo era impecable.

Salió del carro manoteando y maldiciendo en voz baja, como si el motor se acabara de estropear y la máquina se negara a encender dejándolo varado y en mitad de la avenida. Caminó unos metros por la calzada occidental hasta llegar a la caseta donde sabía que estaban esperándolo sus amigos. Se acercó con naturalidad, como si fuera un trabajador cualquiera que desea tomarse un café o una gaseosa para reforzar el desayuno. Adentro, sin embargo, el ambiente era tenso y complicado. En la parte delantera, como si fuera el vendedor principal, estaba Miguel, un joven caleño, alto y atlético que había sido el encargado de robar los dos autos, el que estaba cargado con la dinamita y el Renault 12 que los esperaba más allá del puente para fugarse. En la parte de atrás de la tienda, entre unas canastas de gaseosa, estaba Fernando, un estudiante de arquitectura de baja estatura, gordiflón y malgeniado, que disimulaba los nervios haciéndose el duro y regañando en voz baja a los demás. Y en la parte de afuera, como si se tratara de un transeúnte que acabara de detenerse para comprar un poco de maní o unos chicles, estaba Claudio, su viejo compañero de sociología, de estatura media, fornido y con un temperamento racional que le impedía desequilibrarse o salirse de casillas con facilidad. Claudio era, por supuesto, el que más confianza le inspiraba. No bien llegó a la tienda, Fernando lo increpó:

—Llegaste cinco minutos tarde. Pensamos que te había sucedido algo.

—Vigilé el sector antes de acercarme —exclamó Samuel con la voz reposada.

—De todos modos estábamos preocupados por ti.

¿Tuviste problemas?

—No, ninguno.

—Estábamos aquí hace rato esperándote.

Samuel no le puso atención al reclamo, le dio una palmada en la espalda a Miguel y se abrazó con Claudio efusivamente.

—Qué alegría verte, hermano —le dijo Claudio con una sonrisa de oreja a oreja.

—No sabes la falta que me has hecho —le confesó Samuel sintiendo de pronto una inmensa alegría de tenerlo cerca.

—Me imagino los meses que pasaste en ese encierro tan berraco. Pero valió la pena, hermano, los organismos de seguridad te perdieron totalmente el rastro. No saben nada de ti.

—No me enloquecí de milagro. Fernando les llamó la atención:

—Esto no es una reunión social, maestros. Hay que estar pendientes.

—Si no controlas los nervios vas a cagarte toda la operación —le dijo Samuel tomando las riendas de la situación—. Relájate un poco.

Cambiaron un par de impresiones más con Claudio, comprobaron la hora, vieron que, por fortuna, ningún transeúnte había tenido la ocurrencia de acercarse a comprar nada en la falsa tienda (lo cual habría complicado la situación), y se cercioraron de que las armas estuvieran cargadas y sin seguro. Samuel revisó que el explosor quedara bien adherido al cable que venía desde la carga, se aseguró también de que las cuatro pilas grandes Eveready estuvieran en buen estado dentro del explosor para que éste no fuera a fallar en el instante decisivo, y se quedó al acecho, atento a cualquier camión que se divisara a lo lejos bajando por la avenida 68. El botón rojo del explosor estaba listo para ser hundido en cualquier momento. Miguel y Fernando miraban hacia el Renault 6 a cada segundo, y Claudio y él, de medio lado, no perdían de vista la calle y los automotores que venían rodando en la misma dirección que ellos. No obstante, los minutos pasaban y el camión no aparecía.

—Estos cabrones no van a venir y nos vamos a quedar aquí como un hatajo de imbéciles —exclamó Fernando sin quitar la mirada de la calle.

—Ya son las seis y diez —comentó Miguel echando una ojeada a su reloj de pulso.

—Esto es una mierda —Fernando subió el tono de la voz y se peinó el cabello hacia atrás.

—No grites —ordenó Samuel con el explosor en la mano y los ojos puestos en la avenida 68.

—En los últimos meses no se retrasaron nunca —dijo Fernando manteniendo el tono de la voz elevado.

Samuel decidió enfrascarse en una discusión para que Fernando se desahogara y se calmara de una vez. Le dijo con tranquilidad, con las manos inmóviles, sin inmutarse:

—Bueno, pues hoy tuvieron un percance y ya está. No hay que hacer un escándalo por eso.

—¿Ah sí? Y todo se va a la mierda… Llevamos tres meses planeando esto, maestro, para que en el último minuto todo se nos joda.

—Si así llegara a pasar, la culpa no es de nadie.

—¿Y quién está hablando de culpas? ¿Estoy culpando a alguien? Lo que digo es muy claro: habríamos podido cogerlos más arriba, en la calle 100 antes de la autopista, antes de que tuvieran posibilidades de desviarse.

—Quedábamos muy cerca del Cantón Norte y de la Escuela de Caballería. Hay mucho tráfico militar en la zona.

—¿Ah sí? A ver, sabelotodo, ¿y aquí no estamos cerca de la Escuela Militar?

—No es lo mismo. Aquí no hay tanto movimiento de tropa ni desplazamiento de soldados hacia el sur de la ciudad. Tú lo sabes bien, estudiamos cada una de las rutas.

—Si hubiéramos atacado más arriba no estaríamos aquí como unos cretinos. Pudieron desviarse por la autopista o por la avenida Suba. Y nosotros aquí, como unos tarados.

—Ya, cálmate.

—Estoy calmado, maestro, sólo estoy diciendo la verdad.

De pronto Claudio exclamó:

—¡Listo, allá vienen!

Samuel se concentró en el camión que se divisaba a cierta distancia, más o menos a la altura del supermercado Cafam, a unos doscientos metros. Sintió que se quitaba un peso de encima al notar que no venían carros ni antes ni después de los militares. El explosor le pesaba entre sus manos sudorosas. Sabía de memoria que su efectividad estaba registrada en milésimas de segundo, así que debía accionarlo justo cuando el camión estuviera pasando al lado del carro cargado. Los segundos parecían siglos. Podía escuchar la respiración de sus amigos entre la caseta. El camión se acercó al caño y cruzó el pequeño puente, y en el momento exacto en que estaba frente a la puerta de atrás del Renault 6, Samuel apretó el botón rojo y una poderosa explosión lo obligó a entrecerrar los párpados por unos breves instantes. Las ruedas del camión se levantaron un segundo en el aire, luego se fue de costado en medio de un poderoso fogonazo y la fuerza de la explosión lo lanzó contra el separador de la avenida. Una columna de humo ascendió en el aire frío y húmedo de la mañana. Dos carros que venían en dirección contraria frenaron en seco y dejaron las huellas de los neumáticos marcadas en el pavimento.

Samuel salió de la caseta como un relámpago y corrió hacia el camión. Tenía el rostro de Altamirano como un tatuaje incrustado en la memoria. Sólo le importaba eliminarlo, nada más. Sin embargo, no alcanzó a dar cinco pasos cuando una segunda explosión hizo pedazos el camión militar e incendió la chatarra humeante, la cabina y los restos de la carpa trasera. Ninguno de los soldados alcanzó a salir del automotor con vida. Dos o tres peatones contemplaban la escena desde el puente que se elevaba sobre la avenida 68. Varios carros se habían detenido ya a ambos lados de la vía y en las proximidades de la calle 80.

Los estallidos habían sucedido en un lapso tan breve, que a Samuel le pareció imposible que su venganza se consumara de una forma tan fugaz, tan efímera. Aunque sabía que la explosión irradiaba una temperatura de miles de grados centígrados, no se le había ocurrido imaginar que el camión pudiera convertirse en una especie de segunda bomba. Muchas veces había soñado con ese momento, y en todas ellas, siempre, él se acercaba a Altamirano con la pistola en alto, lo miraba de frente, lo veía con canas, envejecido, con unas cuantas arrugas alrededor de los ojos, y lo remataba sintiendo el impacto del disparo en los dedos, en la mano y en el antebrazo. Quería experimentar físicamente su venganza, palparla, aprehenderla, estremecerse con ella. No había sospechado siquiera la posibilidad de una muerte así, distante, impersonal, como si se tratara de un accidente ocasional. Por un instante tuvo la impresión de que todo era irreal, el atentado, las calles, los testigos, la mañana con su clima sabanero y ellos mismos que miraban los despojos chamuscados del camión con ojos de incredulidad, como si estuvieran hipnotizados y no terminaran de creerse lo que estaban contemplando. Fue Claudio el que los sacó de ese estado de trance:

—Vámonos, pronto va a llegar la policía.

Caminaron de prisa hasta el Renault 12, que estaba del otro lado del puente, en el costado sur, y arrancaron. Claudio le ordenó a Miguel:

—Sigue derecho hasta la calle 26, como acordamos. Ahí cada cual sabe lo que tiene que hacer.

Miguel aceleró y cruzó velozmente la calle 72 y la calle 68, el parque El Salitre con su coliseo de techo irregular, el semáforo de la calle 53 y el puente de la calle 26. Luego giró a mano derecha y tomó la oreja para subir por la calle 26 hacia el oriente, hacia el centro de la ciudad. Estacionó el Renault cerca de un paradero de buses, dejó las llaves en la guantera y dijo con la voz agitada por la emoción:

—Listo. El grupo de Carlos se va a deshacer de este chéchere.

Claudio les recordó:

—Ahora a escondernos unas buenas semanas. Todo salió perfecto, mejor de lo previsto.

—Vamos, vamos, dejemos de hablar tanta basura —dijo Fernando bajándose del auto y tomando enseguida un microbús que anunciaba la ruta Fontibón-Germania en el vidrio delantero.

Miguel trepó a un bus ejecutivo y desapareció entre la fila de pasajeros que cruzaba la máquina registradora y buscaba asiento inútilmente.

De repente, sintió el abrazo sincero de Claudio y su voz que le decía al oído:

—Samuel, estuviste muy bien, hermano.

—Gracias —no supo qué más decir, seguía ido, despistado, sin poder recuperar aún el control de su voluntad.

—Ahora cuídate mucho. Se nos van a venir encima y hay que estar preparados.

—Sí, claro.

Claudio se subió a una buseta y alcanzó desde una de las ventanillas a decirle adiós con la mano. Samuel se despidió y se quedó parado en la acera con los hombros caídos y la mirada perdida en el horizonte. Sentía las piernas adoloridas y un mareo constante le impedía adueñarse de sí mismo. Se sentó en una barda de cemento, frente a una línea de teléfonos públicos que a esa hora permanecían vacíos. Una soledad devastadora se apoderó de él, una sensación de estar solo en el planeta, incomunicado, a miles de kilómetros de distancia de sus congéneres. Le habría gustado tener un amigo o una amiga para compartir esa melancolía y ese pesar que lo estaban desgarrando. Se había preparado a conciencia, con seriedad, cumpliendo un adiestramiento tenaz y disciplinado. ¿Y todo para qué? ¿Para asistir a dos explosiones que no pasaron ambas de los diez segundos? No, no podía ser, era absurdo. Se había imaginado un intercambio de disparos, inconvenientes en la explosión (la dinamita podía no estallar o estallar un segundo antes o un segundo después, y en ese caso el camión quedaría averiado pero no destrozado) y hasta cabía la posibilidad de que Altamirano decidiera llevar en el último minuto un grupo de refuerzos que viajaría en un segundo vehículo. Pero no, la explosión había sido tan contundente y tan certera que la acción había terminado justo ahí, cuando estaba comenzando. La alta temperatura que produjo el primer estallido había producido el segundo, el del combustible del camión dentro del tanque. Era una locura, las cosas no salían nunca a la perfección. Y, sin embargo, contrariando una ley universal, esta vez se habían cumplido sin errores ni fallas de ninguna clase. El problema era que él no estaba preparado para eso. Vivir a fondo su venganza, lavar el crimen de sus padres y limpiar su pasado implicaba tener a Altamirano al frente, verle el miedo, demorar unos segundos el disparo final y, sobre todo, disfrutar con el hecho de haberlo cazado de la misma forma que lo había hecho él con su familia aquella noche atroz que aún permanecía intacta en su recuerdo. De eso se trataba, para eso se había entrenado tres meses día y noche, sin descanso alguno, en silencio, encerrado como un eremita en la cueva de una montaña. Pero no, nada había salido como él lo había planeado. Y lo peor era no haberle visto la cara a Altamirano, no haberlo olido, no haberlo tenido cerca. En el fondo era como si nada hubiera pasado. De ahí su desasosiego, su confusión, su increíble desconcierto.

La soledad que lo embargó esa mañana no era producto de la distancia que había mantenido con respecto a los demás, no era que él hubiera ido demasiado lejos y que no supiera cómo regresar. No. Era la soledad de quien sabe que está perdiendo su vida y que empieza desde ya a extrañarla.

La organización le había indicado que después del atentado, desde un teléfono público, se comunicara con un número que le habían hecho llegar por correo en una de las misivas que le enviaban con regularidad a la casita del barrio Belén. Una persona de confianza le daría entonces instrucciones. No sabían si dejarlo tranquilo en el mismo refugio o si brindarle más bien un nuevo lugar. Todo dependía de cómo saliera el ataque contra Altamirano y sus subordinados, de si quedaban sobrevivientes que lo reconocieran más tarde, de si lo seguían, de si lo herían (en ese caso necesitarían un médico, drogas, una enfermera) o, si por el contrario, salía ileso del enfrentamiento con los militares y en buenas condiciones de salud. Seguramente los otros tres habían recibido la misma orden, pero ellos, más precavidos, habían preferido largarse y efectuar la llamada desde un lugar seguro. Pero él no se sentía bien, no tenía fuerzas para actuar con inteligencia y determinación. Estaba débil, la cabeza le daba vueltas y un decaimiento progresivo lo estaba hundiendo en una profunda depresión que lo tenía al borde del llanto. Así que decidió llamar desde los teléfonos públicos que estaban en la parte exterior del paradero de buses. Marcó el número que había repetido mil veces en su memoria y una voz femenina contestó al primer timbrazo:

—¿Aló?

—Soy Samuel.

—¿Estás bien?

—¿Constanza? —preguntó reconociendo la voz en medio del aturdimiento.

—Sí, ¿todo salió bien? ¿Estás bien?

—No hubo problemas.

—¿Y los demás?

—Perfecto.

—No sabes la alegría que me da.

—Sí.

—Escucha, hemos decidido cambiarte de lugar. Por seguridad. Dirígete al Centro Nariño, edificio C3, apartamento 1204. No te faltará nada.

—C3, 1204 —repitió él intentando memorizar el número del bloque y del apartamento.

—Exacto. Las llaves están debajo del tapete de la entrada.

—Bien.

—No salgas por ningún motivo.

—Oye, Constanza…

—¿Sí?

—¿Tú me quisiste de verdad?

—Samuel…

—Por favor, respóndeme.

Un pito agudo lo obligó a introducir otra moneda en la ranura. Escuchó que Constanza le decía:

—Este no es el momento adecuado para…

—Me importa un carajo todo. Dime si me amaste de verdad, si pensabas en mí, si me extrañabas.

Un silencio invadió la línea telefónica. Él insistió:

—Te lo ruego, dímelo.

Se sentía frágil, a punto de quebrarse por dentro. Necesitaba con urgencia una manifestación de cariño, una voz de aliento, algo que venciera, así fuera fugazmente, la soledad que lo estaba aplastando contra el suelo. La voz de Constanza, en un tono muy bajo, en un susurro, le llegó como un bálsamo enviado desde otro mundo:

—Sí, Samuel, te quise mucho, te adoré. No te imaginas cómo te pensé en Medellín. Y me vine porque quería estar aquí en el momento clave para ayudarte.

Se le aguaron los ojos y se agarró del teléfono con fuerza. Alcanzó a decir:

—Gracias —y apenas pronunció esta palabra se dio cuenta de que nunca la había dicho con tanta sinceridad.

—¿Qué te pasa? —preguntó Constanza preocupada, alarmada.

Volvió a oír el pito en el auricular y esta vez la llamada sí se cortó. Colgó el aparato y se acercó a la calle 26 a tomar un bus que lo dejara cerca de los edificios del Centro Nariño. Se sentía un poco mejor, más tranquilo. Antes de subirse a una buseta divisó el Renault 12 en el mismo sitio donde lo había estacionado Miguel. Carlos y sus hombres no lo habían recogido todavía.

El viaje duró apenas diez minutos. Se bajó frente a la Universidad Nacional y anduvo unas pocas cuadras hacia el sur. El dolor de cabeza había desaparecido y su cuerpo estaba empezando a recobrar las fuerzas perdidas. Sin embargo, la sensación de fatiga persistía y lo hacía caminar despacio, como si los músculos de sus piernas estuvieran enfermos y atrofiados. La obsesión de estar siendo perseguido o vigilado, que en otras circunstancias lo habría obligado a resguardarse y protegerse, lo tenía, esta vez, sin cuidado. Le daba lo mismo si lo capturaban o no. De todos modos, pasara lo que pasara, en su interior iba creciendo cada vez más la certeza de que su vida no valía un peso y de que la había echado a perder por completo.

Samuel entró por la portería norte del Centro Nariño. El edificio C3 quedaba a mano izquierda, frente a la fábrica de textiles Lafayette. Subió en el viejo ascensor hasta el piso doce y encontró el apartamento 1204 al lado del corredor principal, frente a las escaleras del costado oriental. No alcanzó a abrir la puerta del todo cuando escuchó el timbre del teléfono. Cerró con seguro y levantó la bocina sin decir nada. Era, como lo suponía, la voz de Constanza:

—¿Aló? ¿Estás ahí?

—Sí, soy yo.

—Menos mal, me tenías preocupada —dijo ella emitiendo un largo suspiro.

—Llegué bien.

—¿Cómo te sientes?

—Bien, sí.

—¿Estás herido? ¿Necesitas ayuda?

—No, tranquila, estoy bien.

—Si algo te pasó, dímelo. Estamos preparados para lo que sea.

—No, gracias, no pasó nada.

—Siquiera…

—¿Estás sola?

—En este momento sí… ¿Qué te pasa?… Te noto raro…

—No pasa nada, estoy cansado, eso es todo. He estado mucho tiempo bajo presión.

—Bueno, está bien, no te voy a molestar. En la cocina tienes de todo, hicimos un mercado completo. No te hará falta nada.

—Ok.

—En el clóset tienes ropa limpia. Recogimos tus cosas y te las dejamos ahí en el apartamento. Los libros también. Hasta luego —y Constanza colgó.

Se sentó en el piso y se cogió la cabeza entre las manos. No entendía qué era lo que le estaba pasando. La voz de Constanza (su entonación, su cadencia) le había activado el pasado. Pero no el pasado tormentoso de las evasivas, los silencios, el abandono súbito y la posterior confesión de sus inclinaciones sadomasoquistas, sino el pasado dulce y amoroso lleno de detalles encantadores que habían hecho de su vida un campo fértil para el crecimiento de afectos sólidos y saludables. Porque Constanza no era sólo una, la maligna, arrogante y ególatra muchacha que necesitaba domar su ego a punta de golpes y torturas. No. También existía la otra, la amiga leal que una tarde cualquiera se aparecía con un libro o un casete empacados en papel de regalo con una tarjeta que decía: «Necesito compartir esto contigo». Y era una estupidez preguntarse cuál de las dos era ella, porque la pregunta revelaba la incapacidad para pensar complejidades y contradicciones. Lo maravilloso era precisamente la ambigüedad. Y ahora, arrojado ahí en ese apartamento extraño y desconocido, él quería verla, tenerla cerca, pasarle su mano por el cuello y la nuca, besarla. Su cuerpo reclamaba la presencia de Constanza, y no entendía por qué se encontraba en ese estado en lugar de estar pendiente de las noticias para saber qué versión estaban manejando las autoridades con respecto al ataque que habían sufrido Altamirano y los soldados de la Brigada Especial. Pero no, no quería saber nada de la organización, ni de medidas de seguridad ni de protagonismos políticos con sus consecuentes persecuciones por parte del enemigo. Le importaba un comino su vida y la de sus compañeros. Sólo quería fantasear con la posibilidad de tener a Constanza entre sus brazos y de fugarse con ella lejos, a algún lugar donde los compromisos ideológicos y políticos no los pudieran alcanzar. Se dijo en voz alta:

—Mierda, me estoy chiflando.

Se arrastró como pudo hasta la única habitación y se recostó en la cama sin dejar de apretarse la cabeza con ambas manos. Se imaginó que se ganaba la lotería (50 millones de pesos. No, mejor 60 millones), que le compraba a Constanza ropa en boutiques especializadas, que se iba con ella a recorrer varias de las islas del Caribe y que a su regreso decidían irse a vivir juntos a una casa magnífica con sauna, jacuzzi y baño turco. Antes de ingresar en el sueño, alcanzó a hacerse un chiste negro: «Que no se me olvide construir una sala de torturas en el sótano».

Se despertó a media noche. Había dormido más de doce horas sin interrupción. Tenía la boca reseca y el hambre lo hacía salivar continuamente. Fue directo a la cocina y se preparó un sándwich de jamón y queso y una limonada. Seguía sintiéndose mareado, como si la realidad fuera gelatinosa, submarina, como si le hubieran inyectado una sopa espesa en el cerebro. La voz y la figura de Constanza seguían ahí, lacerándolo, recordándole su condición de solitario desamparado. Mientras devoraba el sándwich con avidez, pensó en que era una ventaja conocer de cerca al monstruo que habitaba en Constanza, sus tendencias más bajas e instintivas, su zona de sombra. La vieja oración que repetían las madres y las abuelas le pareció de una pericia estupenda: «Señor, líbrame de las aguas mansas, que de las turbias me libro yo».

¿Qué significaba esa plegaria? Que cuando uno entraba en un río de corrientes turbulentas o en un mar de oleaje agitado, sabía desde un comienzo que tenía que esforzarse a fondo, exigirse, ir más allá de sus propias fuerzas si quería sobrevivir. Y esa actitud le impedía descuidarse y lo obligaba a estar atento, lúcido, despierto. En cambio, las aguas que en la superficie parecen tranquilas y reposadas esconden remolinos internos que la mayoría de las veces cogen por sorpresa al bañista y lo halan hacia abajo, hacia hoyos acuáticos donde la falta de aire lo conduce con seguridad hacia la muerte. De igual forma son las personas que se nos acercan. Hay que huir de aquellos seres con apariencia de ingenuidad, crédulos y candorosos. Porque ante ellos bajamos la guardia y nos dejamos engañar sin recelar del peligro que se trama a nuestras espaldas. Es más fácil, se dijo Samuel mentalmente, que nos haga daño una persona buena que una malvada.

Terminó de comer y de beber, se desvistió y se metió en la cama debajo de las cobijas. Sin proponérselo, recordó una breve conversación que había mantenido con Constanza una noche después de hacer el amor. Ella le había preguntado:

—¿Tú sí crees que yo sea la persona indicada para ti?

—¿Qué tipo de pregunta es ésa…? —había dicho él todavía abrazado a su cuerpo—. Uno se siente bien con alguien, eso es todo.

—Si yo fuera hombre, estoy segura de que jamás me metería conmigo. Preferiría una mujer que no tuviera el carácter mío, alguien menos atormentado que yo. ¿Me entiendes?

—Más o menos.

—No te fíes nunca de mí, Samuel. Yo misma me tengo miedo.

Samuel pensó: «Alguien que es capaz de afirmar una idea semejante ya es una persona en la que podemos confiar». Y así había sido: Constanza se había demorado en darle una explicación, en buscarlo, en acudir en su ayuda, pero lo que contaba era que finalmente lo había llamado, le había dicho la verdad y le había pedido su consejo. Y su actitud había sido valiente y decidida. Un temperamento de ese calibre era preferible que el de una muchacha pura y angelical cuya rectitud quizá se debía a mansedumbre y falta de imaginación.