Se despertó en el Hospital Militar, en una habitación para él solo, mareado y con el torso vendado y lleno de gasas que despedían un olor a alcohol y desinfectantes. El hombre que lo había capturado estaba a su lado sin saco, con la corbata suelta y la camisa arremangada.

—Tengo sed —dijo casi como una súplica, con los labios resecos y cuarteados.

El policía le acercó un vaso de agua y él bebió sintiendo cómo el líquido le refrescaba la boca y la garganta.

—Gracias.

El hombre dejó el vaso en la mesa de noche y volvió a hacerse al lado de la cama, muy cerca.

—Necesito hacerle varias preguntas.

—¿Sobre qué?

—Quiero los nombres de sus cómplices en la organización, los contactos nacionales que los apoyaban con propaganda y financiación, los enlaces internacionales para las armas y los explosivos, la jerarquía militar y administrativa, todo.

—No recuerdo nada.

—No se haga el imbécil. Si no colabora va a ser peor para usted.

—No sé de qué me está hablando.

—Si nos ayuda recibirá un trato especial. De lo contrario, se va para la cárcel, hacemos correr el rumor de que usted cantó en los interrogatorios y sus propios compinches se encargarán de quebrarlo.

—¿Es una amenaza?

—Es la verdad, hermano. En este momento sus amigos son sus peores enemigos. Usted verá.

—Yo no soy un soplón.

—Es mejor ser un soplón y no un cadáver.

—Según…

—Allá usted, hermano. Piénselo. Descanse y hablamos mañana.

El tipo se acercó a un pequeño sofá que estaba junto a la única ventana de la alcoba, agarró su saco con un golpe seco, como si la actitud de Samuel se tratara de una ofensa personal, y salió tirando un portazo y murmurando lo que seguramente era una maldición que Samuel no alcanzó a precisar.

A la mañana siguiente entraron los dos policías que lo habían perseguido y un tercer hombre que por su edad y sus ademanes daba la impresión de pertenecer a un rango muy superior.

—Espero que haya recapacitado y que hoy sí colabore con nosotros —le dijo el viejo esbozando una sonrisa de fingida cordialidad.

—Yo no sé nada —dijo Samuel en un tono neutro.

—Escúcheme bien, jovencito, no somos unos güevones con los que usted va a jugar a su antojo. Sabemos a qué organización pertenece, sabemos que sus padres murieron en un operativo que presuntamente implicaba al general Altamirano y sabemos dónde vivió mientras se preparaba para el golpe. Los vecinos reconocieron su foto. Queremos los detalles, los nombres de sus cómplices y los lugares donde se esconden.

—No sé de qué me están hablando.

—Le ofrecemos protección y una salida en regla para que viva por fuera del país. Su información nos ayudará a encarcelar a todos los cabecillas y a desmantelar lo que queda de la organización. Nos comprometemos a instalarlo en el extranjero y a enviarle por un tiempo una suma mensual nada despreciable.

—La vieja táctica de comprar…

—No sabe lo que le espera en la cárcel.

—Está perdiendo su tiempo conmigo. No tengo precio.

—Pensé que era más inteligente, jovencito. Sus abuelos murieron en Nueva York de pena moral. Está solo. No tiene a nadie.

La noticia dicha en ese tono y de esa manera fue un golpe bajo. Había perdido contacto con sus abuelos desde mucho antes del atentado. Samuel tragó entero y aguantó sin exteriorizar sus sentimientos.

—¿Los mataron? —preguntó recostado en unos cojines que las enfermeras le habían acomodado en la cabecera de la cama.

—Se murieron de tristeza, ya le dije. Aquí el asesino es usted, no nosotros.

—No tengo nada qué decir.

—Se está enterrando solo. No tiene sentido sacrificarse por un puñado de cabrones que a estas alturas lo estará buscando para matarlo.

—No sé nada.

—Ponga atención, jovencito, concéntrese: no tiene coartadas, todo lo señala como el principal sospechoso, y el primer amigo suyo que capturemos va a cantar hasta lo que no sabe, lo va a incriminar y lo va a hundir, se va a largar con la plata que ahora le estamos ofreciendo a usted y va a vivir en Miami o en Toronto como un príncipe.

—No me importa. Ese no es mi problema.

—Sí lo es, porque ese fulano se va a encargar de que usted pase toda su juventud en la cárcel. Piense, jovencito, piense. Allá afuera lo espera una segunda oportunidad, mujeres, un trabajo estable, viajes, diversión. En cambio entre rejas sólo hay un puñado de gorilas arrechos esperándolo para violarlo.

—Déjenme en paz.

—Ya veremos si después de unos días preso nos sigue hablando en ese tonito.

Los tipos salieron y Samuel se quedó mirando por la ventana. Sabía que las cosas se iban a poner feas y que tanto los militares como sus compañeros intentarían hacerle pagar lo sucedido. Los unos se cobrarían la muerte de Altamirano y sus hombres, y los otros, el cúmulo de errores y desaciertos que había lanzado a los organismos de seguridad, como animales sedientos de sangre, detrás de ellos.

Dos horas más tarde entró un funcionario vestido de corbata con un maletín de ejecutivo en la mano. Le tomó las huellas digitales y le preguntó:

—Su segunda identidad es Efraín Espitia, ¿verdad?

—No sé.

—¿Hace cuánto consiguió esos documentos?

—No sé.

—Es el trabajo de un profesional. Nosotros nos conocemos todos los unos a los otros, bien sea que estemos de este bando o del otro. Me gustaría saber quién le hizo los papeles.

—No sé.

—¿Sabía que Efraín Espitia existió de verdad?

—No, no lo sabía.

—¿Y no le da curiosidad saber quién era y a qué se dedicaba?

—Dígamelo usted.

—Era estibador en Buenaventura. Un negro corpulento, calvo, alegre, seguramente. Lo mataron por la espalda. Le pegaron dos tiros.

—No me diga —comentó Samuel, sarcástico, haciéndose el desinteresado.

—Una extraña coincidencia, ¿no le parece?

—No lo sé.

El empleado público le tomó varias fotografías de frente y de costado sin volver a dirigirle la palabra. Tampoco se despidió al salir. Samuel se quedó solo en la habitación el resto del día. Las únicas visitas fueron las de las empleadas de la cocina para llevarle la comida y las de las enfermeras en sus rondas de vigilancia para comprobar el estado de los enfermos.

Al cabo de unos días los médicos lo dieron de alta y un carro celular lo condujo a la cárcel. Samuel sintió durante el recorrido (y más tarde también, cuando ingresaron en un patio gigantesco y dos puertas metálicas se cerraron haciendo eco e impidiendo cualquier contacto con la parte externa de la prisión) una paz bienhechora que lo tranquilizaba y le impedía preocuparse o sobresaltarse. Era una sensación que hacía el efecto de un sedante. Tenía la impresión de estar en una zona intermedia entre la realidad y la irrealidad cumpliendo una serie de acciones que ya estaban predeterminadas para él, como si fuera un héroe antiguo consumando un destino personal e intransferible. Cada imagen que veía a través de la pequeña rejilla del auto le parecía conocida, presentida, como si ya la hubiera visto en sueños y ahora la estuviera experimentando en una especie de vigilia teatral. Y cuando lo hicieron descender y le dijeron que esperara ahí, parado en mitad del patio, levantó los ojos al cielo, y las formas móviles de las nubes, la luz mortecina de esa tarde gris y las ráfagas de viento frío que le helaban los huesos le parecieron conocidas y familiares. Se veía a sí mismo no como un reo al que acababan de encarcelar, sino como un actor que estaba haciendo todo lo posible por inyectarle naturalidad a un libreto que se sabía de memoria y que había repetido hasta la saciedad. Pasaron los minutos y el recuerdo de Rosario le llegó de repente haciéndole daño con su atmósfera de pureza y su ausencia de suciedad y de malicia. El encargado de quererla había sido Efraín, pero él la veía como si fuera una buena mujer cuyas virtudes y cualidades saltaban a la vista. ¿Había sido ella la que lo había delatado? Ofendida y con la certeza de haber sido utilizada como tantas veces en el pasado, ¿se había dirigido entonces hasta la Comisaría y había dicho que ella conocía a un sujeto sospechoso y extraño que quizá estaba involucrado en el famoso atentado contra los soldados del Ejército que iban en un camión? La imaginó con las manos temblorosas soportando las miradas de lascivia de los policías que entraban y salían de la Comisaría. La pobre Rosario, sola y abandonada, levantada a medianoche con la cabeza atiborrada de preguntas (¿se había enamorado de un asesino y terrorista?), caminando por la calle sin entender nada, cansada y deprimida, diciéndose que nunca más volvería a entregarse, encerrada en el baño del restaurante con los ojos llenos de lágrimas creyéndose que estaba con su príncipe azul recorriendo La Alhambra y los jardines de Generalife. Ella, sin duda, había sido la gran damnificada en toda esa historia descabellada y absurda.

Un grito sacó a Samuel de sus cavilaciones:

—¡Venga!

Un guardia lo llamó desde uno de los edificios de la administración y le hizo un gesto para que se acercara. Samuel, con las manos esposadas al frente, caminó unos pasos hasta llegar a las escaleras que conducían a las oficinas de la cárcel.

—¡Venga, entre! —le repitió el guardia.

Adentro se respiraba el olor característico de las edificaciones viejas y lúgubres, un olor a madera polvorienta y a humedad rancia que desgasta la pintura de las paredes. Había tres agentes archivando documentos y otros dos escribiendo en pesadas máquinas de escribir cuyas teclas producían un sonido irregular al golpear la hoja contra el rodillo. Samuel se quedó de pie frente a uno de los escritorios y por unos cuantos segundos tuvo la impresión de no pertenecer a la misma especie que esos carceleros que estaban ahí cumpliendo con sus obligaciones burocráticas y oficinescas. Enfrentó su encarcelamiento con un ánimo provocador y desafiante. No inclinó la cabeza ni bajó los ojos durante el fichaje ni una sola vez. Le otorgaron un número, el 212. De ahí en adelante sería el prisionero 212.

A partir de este momento, cambió la velocidad exagerada con la que se había movido su vida, los sucesos cobraron una dimensión más íntima y tuvo que aprender, en medio del encierro, a generar una cierta amistad consigo mismo. Descubrió que la cárcel es un cambio de ritmo que les enseña a los prisioneros la multiplicidad de pliegues y recovecos de una existencia que ellos creen que se mueve de manera plana y rectilínea.

Le asignaron una celda compartida con otros dos reclusos sindicados también de rebelión. Samuel preguntó qué había sucedido con las pertenencias que tenía en su apartamento (ropa, colchones, cobijas, televisor) y el guardia le replicó:

—Pregúntele a su abogado.

—¿Cuál abogado?

—Si no tiene, le nombrarán uno de oficio.

—Espero que no se las roben.

—Ese no es nuestro problema.

Llamaron a dos guardias que lo custodiaron hasta la sección de presos políticos. Por las miradas y los cuchicheos de los reclusos en los distintos corredores que atravesaron, Samuel concluyó que su caso era público y que los medios de comunicación ya habían difundido la noticia de su captura.

En efecto, los noticieros de televisión y la prensa escrita le habían dado un amplio cubrimiento al caso de Samuel. La Policía había dejado entrar a los periodistas al apartamento de él en La Macarena, y, como prueba contundente de sus vínculos con organizaciones al margen de la ley, les había mostrado a los reporteros el mapa y las grabaciones donde se comprobaba el itinerario de futuros atentados terroristas. De esta manera, Proyecto Bogotá fue despojado de sus intereses estéticos y se convirtió en un plan guerrero de destrucción a gran escala. Y el libro titulado Están hablando fue interpretado como una secuencia de mensajes cifrados que especificaban la hora, el lugar y los detalles logísticos de los atentados. Samuel no se había enterado de nada por su reticencia a ver noticieros de televisión y a leer los periódicos y los semanarios, precisamente para no tropezarse con aquellos recuerdos que tanto le atormentaban en la memoria.

Lo cierto es que él entró en la cárcel sin ser consciente de la fama que lo precedía, y poco a poco, en la medida en que iban pasando los días, fue notando la importancia que la muerte de Altamirano tenía dentro de la población carcelaria. Por un lado, se consideraba el atentado contra la Brigada Especial como un acto de justicia y de legítima defensa, pues era conocido de sobra el prontuario criminal de dicha institución. Y por otro, los colaboradores del Ejército y los integrantes de grupos paramilitares aseguraban que semejante matanza demostraba la cobardía y la vileza de unos psicópatas que se autodenominaban «revolucionarios», cuando en realidad eran una pandilla de vagabundos y desadaptados que impedía la modernización y el progreso del país. Había que tener cuidado y era mejor no emitir comentarios que pudieran comprometerlo. Lo más conveniente era no llamar la atención y eludir al máximo las provocaciones y los insultos. Se hizo el firme propósito de no participar en polémicas políticas que lo más seguro era que se regresaran contra él y lo perjudicaran hasta el punto de exponer la vida y de ser asesinado en cualquier momento.

Sus dos compañeros de celda eran mucho mayores que él. Enrique Abadía era un cuarentón fornido y temperamental que había dirigido una de las cuadrillas del Ejército de Liberación Nacional durante más de dos lustros. El otro se llamaba Jesús María Torres y era un anciano de sesenta años que había pasado su vida entera combatiendo a favor del movimiento sindical. Ambos lo recibieron con abrazos y fuertes apretones de manos que reflejaban su solidaridad y su buena disposición hacia él. Lo instruyeron acerca del comportamiento y las costumbres de la cárcel, y le recomendaron que, pasara lo que pasara, procurara no quedarse solo en lugares como los talleres, la cocina y los baños, pues era peligroso exponerse a un ataque por parte del bando enemigo. Lo peor era que los guardias y el director estaban a favor de los otros, y eso los hacía más poderosos, con mayor capacidad de corrupción, prácticamente intocables. Lo inteligente no era enfrentarlos, sino saber eludirlos. Samuel tomó nota y agradeció los consejos de sus nuevos amigos.

Los primeros días transcurrieron en medio de actividades anodinas que generaban en todos los reos ese hastío permanente que los hacía caminar y hablar como si fueran autómatas programados para actuar y pensar de cierta manera y no de otra. Samuel se fue acoplando con paciencia y sin desesperarse a ese ritmo parsimonioso que rodeaba la vida penitenciaria, y que se cumplía día a día sin sorpresas y sin grandes sobresaltos. En la cárcel nadie tiene afán, nadie se apresura porque vaya tarde y tema ser impuntual. El tiempo transcurre a media marcha y crea una impresión de movimientos, lentos, tardíos, como si acontecieran en medio de un sueño general. Por eso los adictos a la cocaína son pocos y padecen el encierro de manera tortuosa y lacerante, pues la droga les multiplica la sensación de angustia claustrofóbica que muchas veces los conduce a un infarto o a abrirse la cabeza a golpes contra las paredes. En cambio, la marihuana relaja al recluso y lo pone a tono con esa atmósfera perezosa que se extiende a lo largo de todo el penal. En las horas de la noche, antes de dormir, comienza la ronda donde los presos se pasan de celda en celda y de mano en mano el delgado cigarrillo de bareta que les regresa la vida que dejaron allá, al otro lado de los muros (las novias, los amigos, los negocios, los hijos), y que los prepara también para las largas noches de frío y de insomnio prolongado. La bareta libera una fantasía que busca con ansiedad las huellas de un universo perdido allá afuera, entre los hombres libres. Las densas columnas de humo que se toman los corredores y que salen por las ventanas de las celdas, la tos repetitiva de los que aspiran con exageración, las risitas soterradas de aquéllos cuya imaginación absurda les produce una hilaridad momentánea y los reproches de unos centinelas indignados que gritan «¡Marihuaneros cabrones, a dormir!», indican que ha llegado la hora de la libertad, la hora en que los presidiarios se transforman en espectros para abrir las puertas de la reclusión y salir alucinados a conquistar la noche.

En esos primeros días, Samuel recordó que justo después del atentado había creído que su vida, de ahí en adelante, estaba perdida, irremediablemente echada a la basura. ¿Había acaso intuido que terminaría tras las rejas? No estaba seguro, pero era obvio que tendría que acostumbrarse a pasar unos buenos años lejos de sus congéneres y de las posibilidades que brindaba la vida libre. ¿Lograría ser feliz y construir a su alrededor un alborozo que le permitiera estar cómodo y en paz consigo mismo? No lo sabía, pero sí sospechaba que ésa sería la prueba definitiva durante sus años de encierro obligatorio. Tenía que escapar de la amargura, de las recriminaciones fáciles y de la autocompasión.

En la segunda semana le notificaron quién era el abogado de oficio que se encargaría de su caso. Como era de suponer no le nombraron un profesional competente y arriesgado, sino un leguleyo cualquiera que no tenía el más mínimo interés en defenderlo. El hombrecillo se limitó a firmar unos documentos y a cumplir con los trámites de rigor. Samuel era consciente de que no había pruebas de su participación directa en el atentado, pero no quiso dar la pelea, se limitó a quedarse al margen del proceso, como un espectador aburrido que bostezaba ante el decadente espectáculo de su propia existencia. Enrique, su compañero de celda, lo increpó una noche:

—No tienen pruebas contra ti. Puedes ganar el juicio.

—No me interesa.

—¿Me estás diciendo que te vas a confesar culpable sin que haya pruebas?

—Tampoco.

—¿Entonces?

—Nada, no quiero saber nada sobre el asunto.

—Pero si se trata de tu libertad, hombre.

—Ya lo sé.

—Aquí no sirves para un carajo. Afuera, en cambio, puedes ser muy útil para la causa.

—Cambiemos de tema.

—No sé cómo prefieres estar en este agujero. Creo que te falta un tornillo en la cabeza.

—Hablemos de otra cosa, ¿sí?

—Como quieras, pero estás cometiendo un error. Nadie pudo comprender esa actitud suya de displicencia y desprecio hacia todo lo que tuviera que ver con la resolución de su caso. Unos afirmaban que Samuel era un cobarde, que tenía miedo de enfrentar a las autoridades, que se había rendido, que era como un perro apaleado con el rabo entre las piernas. Y otros creían que era un joven inmaduro e inexperto que no tenía ni idea de cómo tomar las riendas de su conducta para salir triunfante y victorioso. Estas personas lo veían como un muchachito sin carácter, apocado y pusilánime. De todos modos, desde un lado o desde el otro, el juicio que los demás se hicieron sobre él no fue positivo ni alentador.

Hasta tal punto, que Jesús María (alias Chucho), el tercero dentro de su celda, le advirtió:

—Ten mucho cuidado: presiento que tarde o temprano se te van a ir encima.

—¿Quiénes? —preguntó él azorado.

—No lo sé.

—¿Te enteraste de algo contra mí?

—No todavía.

—¿Entonces por qué me dices eso?

—Por experiencia.

—A quién le importa lo que yo haga o deje de hacer con mi vida.

—A todos.

—No entiendo un carajo, Chucho.

—La cárcel funciona como un gallinero —comenzó a explicar el viejo con aires doctos y didácticos—. ¿Has visto de cerca el comportamiento de esos animales? Es una de las sociedades más crueles y violentas. Si uno de sus miembros agacha la cabeza o da señales de estar débil, los otros se le van encima y lo eliminan. Lo matan a picotazos y se lo tragan. Son caníbales.

—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

—Tu actitud se ha interpretado como un gesto de cobardía. Te la van a cobrar.

—Yo no quiero problemas.

—Ya los tienes.

Enrique se metió en la conversación y respaldó las palabras del anciano:

—Chucho tiene razón. Tienes que estar alerta.

—Y qué, ¿van a intentar matarme o qué?

—Tu vida corre peligro, sí —continuó hablando Enrique—. Cuando llegue el momento vas a tener que defenderte. Si podemos ayudarte, bien, pero si no, vas a tener que hacerlo tú solo.

Samuel intuyó que había rumores que sus amigos habían escuchado, pero que no querían confirmárselos para no atemorizarlo más de lo que ya estaba. Muchas veces, en la mitad de la noche, se despertaba pensando que lo iban a asesinar antes de llegar al juicio y que nunca se enteraría de la autoría intelectual que había comprado la mano homicida (¿los militares, sus viejos cómplices en la organización, los demás reclusos en una acción que demostraba su rechazo y su antipatía hacia él?). Lo más triste era imaginarse su entierro sin familiares, sin amigos, sin una novia o una amante que llorara su ausencia. Sólo Enrique y Chucho asistiendo a la ceremonia con ademanes más cercanos a la apatía y la desidia que al verdadero y auténtico dolor. «Se lo tenía bien merecido, por idiota», murmurarían al día siguiente del funeral en los talleres, en el almuerzo y en los distintos patios del penal.

Al tercer domingo de estar prisionero, uno de los guardias le avisó:

—Sotomayor, tiene visita.

—¿Yo? —preguntó él incrédulo, recelando de si no se trataría de una trampa.

—¿En qué idioma estoy hablando? Muévase.

Iba preparado para una emboscada, pero no, lo condujeron al patio principal y lo dejaron junto a otros compañeros que estaban sonrientes y eufóricos compartiendo con sus respectivas familias. El sol estaba en lo alto del mediodía iluminando el aire y los objetos con una potencia que enceguecía. De pronto sintió una mano que le rozaba el hombro con timidez y delicadeza. Se volteó y ahí, parada con una bolsa de plástico en la mano derecha, estaba Rosario, nerviosa y sin saber cómo comportarse.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Vine a visitarte —su voz era suave, temerosa, y transparentaba muchos días de pena y de amargura.

—Pero Rosario…

—Me siento mal, déjame darte una explicación.

La observó en silencio unos segundos y luego le dijo calurosamente:

—No te la estoy pidiendo. Hiciste lo que tenías que hacer y ya está.

—Cuando me dijiste que ya no me querías pensé que había otra mujer detrás. Me morí de celos. Pensé que estabas con otra compartiendo lo que era de nosotros dos. Casi me enloquezco. Por eso te delaté.

—No importa ya. Nada importa. Yo no soy tu juez.

—Te quiero —los ojos de Rosario se enrojecieron y se llenaron de lágrimas—. No te he podido olvidar.

—No hagas esto más difícil.

—Nadie me ha tratado como tú, nadie me ha querido así. Yo la embarré, empecé a presionarte, a ponerte contra la pared. Hice todo mal.

—No es un problema de culpas. Las cosas suceden así y punto.

—¿No quieres verme? Puedo venir a estar contigo todos los domingos, y si me necesitas, si me piensas y te hago falta aunque sea un poquito, vengo también entonces para la visita conyugal. ¿Sí?

Samuel se dio cuenta de que ella se merecía una aclaración sincera:

—No hay peor tortura que amar a alguien que está afuera, Rosario, en la vida normal, libre, sintiéndose sola, sacrificándose por uno, necesitando apoyo, compañía, con la sensación permanente de no tener un futuro ni una ilusión…

—No me importa, yo aguanto lo que sea.

—Es que no es por ti, sino por mí. Hay hombres aquí en la cárcel que han terminado en el pabellón psiquiátrico por esa razón. No me condenes a eso, por favor.

—No puedo obligarte —ahora las lágrimas caían por sus mejillas y ella se las limpiaba con el dorso de la mano que tenía libre.

—Por favor. Necesito estar fuerte para soportar lo que se me viene encima.

—Como quieras. Tengo que respetar tus decisiones.

—No es odio, Rosario, ni rencor, te lo juro. Es que necesito quedarme solo.

—Te traje esto. Espero que te guste.

Rosario puso entre los dos la bolsa de plástico, se dio media vuelta y se alejó corriendo en busca de la salida sin mirar hacia atrás. Con una tristeza que le cortaba el aliento, Samuel recogió la bolsa y regresó a la celda caminando con dificultad, arrastrando los pies como si fuera un condenado a muerte dirigiéndose hacia el patíbulo donde lo esperaba el verdugo con la espada en alto para cortarle la cabeza.

Lo más increíble del gesto que tuvo Rosario con Samuel fue que lo repitió cada ocho días durante cerca de siete años. Los domingos en las horas de la mañana, o a veces el lunes temprano cuando el correo se retrasaba, lo llamaban los guardias para que recogiera la acostumbrada cajita de cartón que llevaba en la parte superior su nombre escrito en letra torpe e inelegante. Adentro, ordenados con meticulosidad, venían los alimentos envueltos en servilletas o en bolsas plásticas: empanadas de pollo o de carne, tortas de pan con bocadillo, galletas, tortillas de verdura, postres caseros, manzanas. Ella no le escribió jamás una carta o una nota. Tampoco volvió a visitarlo ni lo llamó por teléfono. Se limitó cada semana a mandarle por correo una pequeña caja con algo de comida casera que le rompiera el repugnante menú carcelario. Era una demostración de lealtad afectiva y de ternura sin límites.

Sin embargo, cuando estaba por cumplir los siete años de reclusión, los envíos desaparecieron por completo y no volvieron a repetirse. Samuel se acercó un lunes en la tarde a la dirección de la guardia y preguntó por su caja de cartón. Le repitieron varias veces que no había ningún encargo a su nombre. Al principio creyó que ella estaba enferma o que quizá había tenido que viajar para solucionar algún inconveniente familiar. Pero las semanas pasaron y las mermeladas de guayaba y las tortas de ahuyama no regresaron nunca más. Se preguntó si Rosario se habría casado, si tendría hijos, si era feliz en esa hipotética nueva vida que él inventaba para ella. También se le ocurrió que había muerto, tal vez sola y sin ayuda en algún hospital de caridad. Esa imagen lo hería y lo hacía sentirse mal, hasta el punto de tener que levantarse a altas horas de la noche a vomitar con el estómago revuelto y los nervios descompuestos. Lo cierto fue que ella desapareció de su vida así, súbitamente, y que a partir de entonces le tocó conformarse con las lentejas aguadas y los garbanzos sosos y duros que servían en el comedor de la prisión.

***

A los dos meses de estar encarcelado, un domingo a las tres de la tarde, dos hombres corpulentos entraron en la celda, lo agarraron a la fuerza y lo arrastraron a empellones hasta la sección donde estaban las duchas y los lavaderos. Enrique y Chucho se encontraban con sus familias en el patio central, y él solía quedarse en la cama leyendo o sencillamente fantaseando con las manos cruzadas detrás de la nuca y los ojos puestos en el aire o en el techo. Los dos matones lo arrojaron cerca de un lavamanos y se quedaron custodiando la entrada. Un gigante apodado Tarzán se detuvo en el umbral y lo contempló con una sonrisa coqueta antes de decirle.

—Espero que mis hombres no te hayan maltratado, doscientos doce. Te quiero enterito, sin huesos rotos.

—¿Por qué me trajo aquí?

—Tranquilo, sólo quiero que seamos buenos amigos. Samuel reptó por el baldosín hasta lograr apoyar la espalda contra una pared. Tarzán dio dos pasos hacia él.

—Me gustan los jovencitos como tú, tiernos, dulces, bien parecidos.

—Está equivocado.

—No lo creo, tú eres el mejor muchachito que hay en la cárcel.

—Yo no soy maricón.

—Sí lo eres.

—Está equivocado.

—Sí lo eres y yo te voy a enseñar a que lo disfrutes. Samuel sentía la respiración entrecortada y las venas del cuello y de las sienes a punto de reventarse. Tarzán dio otro paso y quedó a tres metros de distancia de él.

—Toda la cárcel dice que tú eres una mujercita asustada y yo creo que tienen la razón.

—Ya le repetí varias veces: yo no soy marica. Déjeme en paz.

—Sí lo eres, pero tienes miedo de aceptarlo. Por eso me encargaron que te enseñara. Vamos a pasar un buen rato juntos.

—No se me acerque.

—Vas a ver cómo es de rico. De ahora en adelante tú y yo seremos inseparables y te convertirás en mi noviecita preferida.

—Está loco.

—Ah, por cierto, se me olvidaba —dijo Tarzán llevándose una mano a la frente—, me tomé el atrevimiento de recoger una encomienda que llegó a tu nombre. Mira.

Uno de los guardaespaldas acercó la caja semanal de Rosario y la tiró a un lado, abierta, maltrecha, con los alimentos en desorden.

—Primero estamos juntos y después celebramos con comidita casera. ¿Qué dices, doscientos doce?

Parece mentira, pero lo que hizo reaccionar a Samuel no fue la defensa de su integridad personal, sino la indignación de ver por el suelo la comida preparada por Rosario con tanto sacrificio y esmero. La imaginó haciendo malabares con el miserable sueldo mínimo que le pagaban, comprando los ingredientes en la plaza de mercado con las pocas monedas que se ganaba en las propinas del restaurante y llegando a altas horas de la noche a pedir prestada la cocina de la pensión para preparar sus tortas y sus empanadas. Una ira profunda y visceral se apoderó de él en cuestión de segundos. Se puso de pie y se quitó la chaqueta. El miedo desapareció sin dejar rastros y en su lugar se instaló una rabia sorda que le hizo brotar las venas del cuello y de los antebrazos. En una rememoración infantil de orden inconsciente, le llegó a la cabeza la escena de Ulises en la matanza de los pretendientes. No era un problema de coraje o de valor. No, era cuestión de dejarse invadir por la energía circundante y de actuar con firmeza, sin dudarlo, convencido de lo que estaba haciendo. Pensó con rapidez, en pocos segundos:

«Se nace con grandeza y majestad, o se nace proclive al servilismo, la abyección y la bajeza». Entonces Samuel levantó la cabeza y se plantó frente a Tarzán con los músculos tensos y la mirada fija, atenta, sin parpadear.

—Se envalentonó el jovencito —dijo Tarzán sonriéndose con aires de superioridad.

Samuel se quedó callado sintiendo el cuerpo a punto de estallar.

—He derrotado a todos los de la cárcel, doscientos doce. No me va a vencer mi futura noviecita.

—Arreglemos esto rápido.

—Te vas a arrepentir, mujercita.

—Veamos.

Tarzán inclinó el torso apenas dos o tres centímetros y Samuel descubrió en los ojos del gigante que el puñetazo vendría por el lado izquierdo. Tres años de competencia en los torneos de artes marciales colegiales en Estados Unidos y dos en la Universidad Nacional de Bogotá le habían enseñado que cualquier ataque por parte del adversario se reflejaba primero en sus ojos. No en vano había llegado a ser campeón nacional en los encuentros universitarios de karate. Así que se agachó con agilidad sorprendente, felina, y recibió al hombre con un golpe seco y certero en el hígado. Estiró los dedos y utilizó la mano como un cuchillo para entrar y herir en el sitio indicado. Tarzán no esperaba una respuesta semejante. Se dobló en dos y se llevó las manos a la región abdominal donde había sido golpeado. Samuel estaba seguro de que la estocada era definitiva. Había visto a muchos contrincantes quedar fuera de combate después de una lesión similar. Sin embargo, intentando guardar las apariencias frente a sus hombres de confianza, Tarzán se irguió y lanzó una trompada lenta y sin peligro que se perdió en el aire húmedo del recinto. Samuel, utilizando los hombros de su enemigo como apoyo, se unió a él en un movimiento que semejaba una danza silenciosa, se elevó un poco en el aire y descargó con el talón de su pie derecho una patada que rompió la rodilla izquierda del grandulón. El hueso sonó en el momento de quebrarse y de la garganta de Tarzán salió un quejido agónico que evidenciaba el dolor de la fractura. Con una mano en el hígado y la otra en la rodilla, como si no supiera dónde era más agudo e intenso el dolor, se quedó tirado en el piso con las mandíbulas apretadas y las facciones de la cara desencajadas en una serie de muecas grotescas.

Al ver a su jefe lamentándose y sin poder levantarse para continuar la pelea, uno de los escoltas extrajo del pantalón un punzón metálico y dio unos pasos hacia delante para amedrentar a Samuel.

—Lo voy a chuzar, hijueputa —advirtió pasándose la lengua por la comisura de los labios.

Samuel empezó entonces a balancearse sobre sus dos piernas, a mecerse de un lado para el otro con los brazos levantados y los ojos puestos en su nuevo enemigo, como atolondrándolo, como hipnotizándolo con el ritmo flexible que iba desde la punta de sus pies hasta sus hombros. Parecía esos roedores que van durmiendo con sus movimientos a las serpientes hasta que logran tenerlas a su alcance para saltar sobre ellas y derrotarlas. Se sentía en la plenitud de sus fuerzas, confiado, seguro de los alejamientos y los acercamientos que iba ejecutando con lentitud pasmosa. El camorrista hacía esfuerzos por atacar pero no podía, no sabía cómo, las figuras que hacía en el aire con el trozo de metal eran escaramuzas inciertas que no alcanzaban a rozar siquiera la camiseta o el pantalón de Samuel.

—Acérquese, maricón, acérquese —volvió a amenazar el hombre sin mucha convicción.

Observando el segundo round desde el piso, Tarzán ordenó:

—¡Córtelo, hermano, córtelo!

El tercer compinche custodiaba desde afuera y se aseguraba de que ninguno de los amigos de Samuel —o alguno de los guardianes— se hiciera presente por casualidad e interrumpiera la supuesta lección que su líder pensaba darle a ese jovencito pretencioso y engreído.

Mientras tanto, los dos luchadores continuaban inmersos en esa contienda de la que sólo uno saldría triunfante y con su salud intacta. Samuel seguía haciendo lo suyo: bailando al matón, mareándolo, trazando amagos a izquierda y derecha que lo desestabilizaban y lo desconcertaban. De repente se plantó y, con una velocidad que quebró la guardia del otro, pasó al ataque pegando un salto y conectando una patada en el centro de la cara del hombre. Un chorro de sangre le brotó de inmediato de la nariz y le tiñó de rojo la boca y la barbilla. Samuel aprovechó la confusión y logró sujetarle la muñeca de la mano derecha, elevó el brazo y giró hacia afuera dibujando un medio círculo que lo dejó de espaldas al gorila con el codo de él justo encima de su hombro izquierdo. Entonces bajó con fuerza el brazo que tenía agarrado por la muñeca y subió su hombro en un golpe rotundo que rompió el codo en dos partes que quedaron desconectadas, como si se tratara del brazo de un muñeco de trapo. El arma produjo un sonido agudo al caer sobre el baldosín, y Samuel, en lugar de retirarse, tomó el otro brazo, se deslizó cuarenta o cincuenta centímetros hacia la izquierda, siempre de espaldas a su adversario, lo puso sobre su mismo hombro y repitió la operación. El efecto fue exactamente igual y el brazo se fracturó a la altura del codo quedando suelto e inservible. El tipo se estremeció y pegó un grito de dolor. Lo increíble es que la embestida de Samuel había durado apenas cinco o seis segundos.

Los dos gigantones quedaron en el suelo emitiendo quejidos y con sus frentes y sus sienes bañadas en sudor. Samuel se acercó a Tarzán y le hizo una llave que le torció la mano hacia atrás.

—¡No más, hermano, no más! —suplicó él, anhelante, vencido, a punto de llorar.

—¿Quién lo mandó?

—¡No más, hermano, suélteme!

—¿Quién le pagó?

—Suélteme, hermano, por favor.

Samuel apretó aún más hasta sentir que la muñeca estaba a punto de ceder.

—¡Nooooo! —aulló Tarzán sintiendo sus huesos frágiles ante la tortura.

—¿Quién fue?

—Mi coronel Moncada… Samuel aflojó la llave un poco.

—¿Cuánto le pagaron?

—Cincuenta mil… —la voz pronunciaba las palabras en un leve murmullo que dejaba escapar una entonación infantil.

—La próxima vez lo mato, Tarzán —dijo Samuel tranquilo, sin alterarse, como si estuviera en la calle ante un desconocido preguntando por una dirección.

Lo soltó en un gesto brusco, se puso la chaqueta, recogió la caja de Rosario cerciorándose de que los alimentos no se fueran a caer y salió de las duchas con la seguridad de que el tercer individuo no iba a atacarlo. Así fue. Sin dirigirle a él un insulto siquiera, el recluso se abalanzó sobre su jefe y su amigo para brindarles ayuda.

La noticia se extendió en breves minutos por toda la cárcel. Un médico y dos enfermeros habían trasladado a Tarzán y a su escolta en un par de camillas por los corredores y por uno de los patios donde los internos recibían sus visitas semanales, y en cada lugar por donde iban pasando las preguntas y las respuestas eran idénticas:

—¿Qué sucedió?

—Casi matan a Tarzán y a uno de sus hombres.

—¿Quién fue?

—El doscientos doce, Sotomayor.

—¿El jovencito ése?

—El mismo.

A las seis de la tarde no se hablaba de otra cosa en la prisión. La sorpresa general se debía no sólo al hecho de que Tarzán parecía invencible, sino también a que la persona que le había propinado semejante paliza era el estudiante universitario que todos consideraban como un cobarde endeble y sin carácter. Chucho y Enrique tampoco podían creerlo.

—¿Te sacaron de aquí a las malas? —le preguntó Enrique por enésima vez caminando por la celda de un lado para el otro.

—Me arrastraron hasta las duchas.

—¿Y el cabrón quería violarte?

—Eso dijo, sí.

—El rumor es que el tipo va a estar en el hospital por lo menos una semana.

—¿Sabes algo del otro? —preguntó Samuel.

—Tiene los dos brazos enyesados y no se sabe si recupere el ciento por ciento de su movilidad.

—Esas lesiones son graves y demoradas —comentó Chucho desde la cama.

—¿Pero cómo diablos hiciste para darles semejante tunda tan berraca? —preguntó Enrique sonriente.

—Ya te dije que es entrenamiento. Uno sabe cuáles son los puntos claves donde tiene que golpear. En los torneos aprendes mucho también.

—Ahora sí nadie se va a meter contigo —dijo Chucho poniéndose de medio lado en la cama.

—Ni el propio Tarzán va a volver a acercarse a ti —afirmó Enrique sin dejar de moverse inquieto de un rincón al otro de la celda.

Samuel se acercó entonces al cuarentón, le puso una mano en el hombro y le dijo en tono confidencial:

—Necesito preguntarte algo, Enrique.

—Lo que sea, dime.

—¿Tienes buenos contactos afuera?

—¿Para qué?

—Dime si puedes conseguirme una información.

—¿Qué clase de información?

—Dirección, teléfono, nombre de la mujer y de los hijos, si los tiene, horarios, cosas así.

—¿De quién?

—Bueno, ¿puedes o no puedes?

—Según de quién estemos hablando.

—De Moncada.

—¿Moncada? ¿Y qué tienes que ver tú con ese güevón?

—Él le pagó a Tarzán por el trabajito.

—¿Cómo lo sabes?

—Presioné a Tarzán al final para que me lo dijera. Le pagó cincuenta mil pesos.

—Y qué piensas hacer con la información.

—Nada, tranquilo. Sólo necesito los datos.

—Listo, te los tengo en menos de una semana. Pero no te vayas a meter en más líos.

—Gracias, Enrique.

Cumpliendo con su palabra, cuatro días más tarde Enrique le dio las indicaciones de Moncada (una casa en un barrio de clase media, una buena mujer, dos hijas adolescentes) y le advirtió que tuviera mucho cuidado con él.

—¿Por qué? —preguntó Samuel mientras anotaba los datos en un papelito diminuto para memorizárselos.

—Es un tipo corrupto hasta los tuétanos.

—¿De quién recibe plata?

—De todo el mundo. Está vinculado con los paramilitares, tiene una investigación por colaboración en un genocidio de campesinos en el Magdalena Medio, y las organizaciones de derechos humanos lo tienen fichado hace rato. Para rematar, es uno de los principales enlaces del cartel de Medellín y ellos le pagan una mensualidad para que cuide y proteja a sus hombres aquí en la cárcel.

—No sabes cómo te agradezco.

—Es bastante peligroso. Ten cuidado.

Samuel esperó la oportunidad precisa, y tres días después, cuando acudía a una cita que le habían programado en las oficinas para preguntarle si quería alfabetizar a un grupo de presos de otro patio, se encontró cara a cara con Moncada en uno de los corredores. El jefe de guardianes era un indio de estatura media, recio, cetrino y acostumbrado a pararse frente a los demás con ademanes y poses castrenses. Estaba solo y prefirió hablar primero para que no se le notara la turbación:

—Doscientos doce, qué bien encontrármelo porque quería hablar con usted.

—Qué casualidad, a mí me pasa lo mismo.

—He escuchado rumores que aseguran que fue usted el que golpeó a los dos hombres en las duchas.

—¿Eso dijeron ellos?

—No se haga el imbécil, usted sabe que aquí nadie denuncia a nadie. Pero mis fuentes son fidedignas.

Samuel se hizo más cerca aún y acentuó el poder de su mirada:

—Si entre los dos hay alguno que se esté haciendo el imbécil, ése es usted, se lo aseguro.

Moncada recibió la afrenta sin descomponerse. Echó la cabeza hacia atrás y dijo:

—No sabe a quién le está hablando. Bájele a ese tonito.

—Usted le pagó a Tarzán cincuenta mil pesos para que hiciera conmigo lo que le diera la gana.

—¿Ah sí?

—El propio Tarzán me lo dijo. La próxima vez contrate hombres que no suelten la lengua tan rápido.

—Usted se me está volviendo un problema, Sotomayor. Está muy crecidito.

—Déjeme tranquilo y listo.

—Yo no recibo órdenes suyas. Es mejor que se cuide.

—¿Me está amenazando?

Moncada subió el tono de la voz ligeramente, sin sobreactuarse:

—Y si lo estoy amenazando, ¿qué? Se le olvida, mariconcito, que aquí el que manda soy yo.

—Todos tenemos un punto débil.

—No me diga.

—Estoy hablando de Luz Dary, por ejemplo, de sus cursos de artesanía y de pintura en porcelana, de lo buena esposa que es, tan abnegada, tan pendiente de usted y de las dos niñas. Me pregunto, sólo por curiosidad, sin maldad, ¿cómo quedaría ella después de que tres o cuatro tipos le hicieran lo que Tarzán y sus hombres me iban a hacer a mí? ¿Se imagina, Moncada? Los exámenes de embarazo y de enfermedades venéreas. Qué vergüenza. La reconstrucción del ano y las hemorroides. El tratamiento psicológico de por vida. Qué horror. ¿Qué dirían las niñas de ver a su mamá en ese estado?

Samuel midió el golpe: Moncada había quedado sin aire y estaba con conteo de protección. Era mejor rematarlo de una vez y ganarle por knock out. Se acercó un paso más y le dijo en secreto:

—Oiga bien, pedazo de hijueputa, detrás de mí hay más de trescientos hombres listos para atacar. Si me llega a pasar algo, aunque sea sólo quebrarme una uña, va a tener que reconocer los cadáveres de sus tres mujercitas por la dentadura. Se las vamos a dejar como para una salsa boloñesa.

—Espere, Sotomayor…

—No las va a salvar de nosotros ni mandándolas a vivir a Singapur —continuó hablando como si alguien los estuviera espiando.

—Espere… —el tipo le puso una mano en el hombro en actitud conciliadora.

—¿Quiere un buen consejo, Moncada? —regresó a la entonación normal y le guiñó un ojo al uniformado—. Haga billete mientras esté aquí con este cargo, prepáreles un buen futuro a Alice y a Jenny, disfrute con su familia, viaje, ahorre. Pero no se vuelva a meter conmigo, hermano, porque todo ese paraíso se le va a convertir en un infierno, y dudo que usted aguante lo que le tenemos preparado.

—Espere… —la mano lo agarró en una actitud suplicante.

—Hasta luego, Moncada —dijo él quitándose la mano con facilidad.

Y siguió de largo sin escuchar las explicaciones del jefe de guardianes. Sabía que el tipo había quedado anonadado y con la cabeza dándole vueltas. Estaba seguro de que no volvería a intentar agredirlo.

Por esos días tuvo otra entrevista en la que fue necesario mantener también una posición resuelta y enérgica, sin vacilaciones. El segundo escolta de Tarzán, el que había salido ileso, se acercó a él en el patio y le dijo:

—Tenemos que hablar, doscientos doce.

—¿De qué?

—Le conviene, maestro.

—Hable ya.

—Vamos allí donde nadie nos escuche —le sugirió el hombre señalándole una zona vacía.

Samuel aceptó y caminó unos metros vigilando de cerca los movimientos del guardaespaldas. No creía que el tipo fuera capaz de una emboscada, pero era mejor estar atento y mantener los ojos bien abiertos.

—Dígame ya lo que tiene que decirme.

—El puesto de Tarzán está libre.

—No sé de qué está hablando.

—Aquí se mueve mucha plata, maestro. Tarzán era el jefe de tres patios. Todos los presos que están solos, que no pertenecen a ninguna organización grande, tienen que pagar una mensualidad. Aquí nada es gratis.

—¿Y?

—Tarzán quedó fuera de servicio. Parece que va a tener que usar una muleta por lo menos durante un año. Le van a operar la rodilla. El otro está todavía peor. Con los dos brazos enyesados tendrá que alimentarse por un pitillo.

—Nada de eso me importa.

—Digámonos la verdad, maestro: sí le importa. Como le digo, el puesto está libre. Usted me nombra su principal lugarteniente, me da una comisión y yo cobro las deudas y cuido que nadie lo coja por la espalda.

—Así como hizo con Tarzán.

—Eso fue otra cosa, maestro. Usted ganó en franca lid, como dicen. No hubo nada torcido.

—No, hermano, gracias.

—¿Me está diciendo que se queda por fuera del negocio?

—Exacto, quédese como jefe siempre y cuando no se meta conmigo ni con mis amigos.

—¿Es un trato, maestro? —el matón, radiante, con una sonrisa de mafioso próspero que tiene en mente la utilidad de todos sus negocios, le tendió la mano.

—No quiero saber nada de nada —Samuel le estrechó la mano con fuerza.

—Me encargaré personalmente de que nadie lo vaya a joder, maestro. Palabra.

Al poco tiempo, recién salido del hospital, Tarzán fue apuñalado mientras se duchaba. Lo cogieron con los ojos llenos de jabón, ciego, sin poder saber quién era el que lo estaba despachando al otro mundo. El hombre que contrataron para hacerlo se cuidó, sin embargo, de que su víctima no tuviera la más mínima posibilidad de repeler el ataque: amarró una hoja metálica bien afilada al palo de una escoba y, sin acercarse nunca al cuerpo del otro, utilizando su arma improvisada como si fuera una lanza antigua, lo tajó una y otra vez hasta que lo vio caer y quedarse inmóvil en el charco de su propia sangre. La muleta quedó recostada contra una de las paredes, salpicada de rojo, como testimonio de la incapacidad física que había conducido a Tarzán hasta la muerte.

Más tarde el crimen de su primer escolta demostró también una sevicia salida de lo normal. Lo amordazaron, le rompieron las dos piernas a la altura de las rodillas, le quitaron el yeso que tenía en los brazos (hay que imaginarse la escena: un hombre inútil que no puede mover ninguna de sus cuatro extremidades) y lo violaron en repetidas ocasiones. El dictamen del forense aseveró que los agresores habían sido más de diez. Luego le abrieron el cuello y lo desangraron como si fuera un cordero antes de ser llevado al asadero. Lo encontraron desnudo sobre un banco de cemento, boca abajo, con la cabeza colgando en el vacío. En el suelo, rozando los mechones de cabello del occiso, había quedado un balde repleto hasta el borde con la sangre espesa del que en vida se había ufanado de ser el hombre de confianza de Tarzán.

El nuevo líder fue apodado la Bestia y pronto ejerció dominio sobre los territorios que estaban a cargo de su anterior jefe. Samuel se tropezó con él un día en el patio y lo saludó en un tono amistoso y sarcástico:

—Veo que se quitó de encima a la competencia.

—No había de otra, maestro. Así son las cosas aquí.

—¿Y cómo van los negocios?

—Prosperando, doscientos doce.

—Me alegro.

—Quería felicitarlo —dijo la Bestia esbozando una ligera sonrisa.

—¿Por qué?

—Hay órdenes desde arriba de que nadie se meta con usted. No sé cómo hace, pero sus contactos son efectivos.

—No tengo contactos.

—Con esa orden, más la protección mía, puede estar seguro de que no se le acercará ni su ángel de la guarda.

—Ese era el trato, ¿no?

—Ése era y ése sigue siendo, maestro.

Uno de los nuevos encargados de seguridad de la Bestia se acercó a él y le susurró unas palabras al oído. Él asintió y el hombre se retiró.

—Otra cosa, Sotomayor: hay alguien que quiere hablar con usted.

—¿Conmigo?

—Yo quedé de arreglar la cita.

—Ya le dije que no quiero saber de nadie.

—No son negocios, tranquilo.

—Dígale que no me interesa.

—Está en otro patio. Es una persona especial, maestro, un anciano. Yo puedo cuadrar para que los guardianes lo dejen pasar de un patio al otro sin molestarlo.

—Gracias, pero no.

—Usted tiene fama también de ser un intelectual, maestro, una persona culta y educada. Este hombre del que le estoy hablando sólo quiere charlar con usted un rato.

—No me interesa, hermano.

—Él me dijo que la biblioteca de la cárcel era una mierda, que aquí sólo había basura. Me encargó que pusiera a su disposición la biblioteca de él.

—¿Cómo así?

—El hombre está rodeado de libros en su celda, maestro. Dice que tiene obras que a usted le pueden interesar.

—¿Se está burlando de mí?

—Mire, Sotomayor, hagamos una cosa: hable con el hombre unos minutos, nada más. Si no se siente bien, se larga y listo.

—¿Qué interés tiene usted en todo esto?

—Hágalo como un favor personal. Yo sabré retribuírselo, maestro.

—No me ha respondido la pregunta.

—El hombre es Ezequiel Martínez Salcedo.

—¿Y qué hay con eso?

La Bestia suavizó el tono de su voz y explicó:

—Es mi padre. Lleva catorce años preso por estafa, contrabando y robo a mano armada. El viejo es un personaje, maestro. Se la pasa entre sus libros todo el día. No tiene con quién hablar de sus vainas. Le llegaron con el cuento de que usted es un intelectual, un tipo brillante. Por eso quiere conocerlo.

Samuel recordó la expresión de la cara de su padre en ráfagas instantáneas que iluminaron su cerebro. Lo vio una tarde recostado en la biblioteca hojeando las páginas de un volumen empastado en cuero. Pasaba las hojas con una delicadeza conmovedora, como si estuviera acariciando el papel, como si no se encontrara frente a un libro sino frente a una mujer cuyos encantos físicos lo tuvieran atontado e indeciso. Apenas vio a su hijo asomando las narices por la sala y el comedor, lo llamó con un gesto de la mano y le dijo:

—Ven, acércate.

Samuel caminó unos pasos hasta quedar muy cerca de él.

—Estaba pensando justo en ti —le comentó ese hombre de unos treinta y cinco años que lo miraba con los ojos enternecidos y llenos de afecto.

—¿Por qué, papá?

—Ya es hora de que te leas un gran libro.

—¿Sí? —preguntó el niño intuyendo que ese préstamo era un acto simbólico que lo acercaría más a su progenitor.

—Creo que te llegó la hora de leer algo grande, algo que te abra las puertas del conocimiento.

—¿Como qué? —dijo el pequeño, expectante, solícito.

—¿Sabías que en la antigüedad los héroes tenían una religión diferente de la que tenemos nosotros hoy, una religión que los obligaba a ser fuertes y valientes?

—No señor.

—Era el paganismo, Samuel, una religión de muchos dioses que acompañaban a los guerreros y a los navegantes en sus guerras y sus aventuras.

—¿Muchos dioses?

—Sí, dioses del aire, del océano, de la tierra, del amor. Los hombres tenían prohibido humillarse y ponerse de rodillas. Tenían que dar lo mejor de sí y esforzarse al máximo siempre y en toda circunstancia.

—¿Cómo se llama el libro que me vas a prestar?

La Odisea.

Entonces ese hombre, que más adelante sería asesinado por sus más arraigadas convicciones, extrajo de la biblioteca un ejemplar que cambiaría de manera definitiva la vida de su hijo, ese ejemplar para niños ilustrado con dibujos a plumilla con el que Samuel haría la primera comunión con tanto orgullo y tanta altivez.

—No te lo presto, hijo, te lo regalo. Es la historia de Ulises, uno de los más importantes héroes de la Antigüedad, un soldado y navegante que combatió durante diez años a sus enemigos y que después tuvo que aventurar durante otros diez años antes de poder regresar a la isla donde lo esperaban su esposa y su hijo.

El niño recibió el libro con los brazos extendidos y las manos abiertas, con ademanes solemnes, casi religiosos. El padre sonrió y le acarició la cabeza hundiéndole los dedos abiertos entre el cabello desordenado.

Esos fueron los recuerdos que le llegaron a Samuel cuando la Bestia le confesó que el misterioso hombre de la biblioteca privada que deseaba hablar con él era su padre. Cambió de opinión enseguida y le dijo al matón con seguridad, secamente:

—Está bien, iré a hablar con el viejo.

—No se arrepentirá, Sotomayor.

—¿Cuándo es la cita?

—Puedo arreglarla para mañana mismo.

—¿A qué hora?

—Después del almuerzo hay un guardia que no pone problemas.

—¿Dónde nos vemos?

—Espere a la salida del comedor. Uno de mis hombres lo conducirá.

—Ahí estaré.

—Y gracias, maestro. Le debo una.

No se dieron la mano ni se despidieron. Cada cual se dio la vuelta y se dirigió en busca de sus respectivos amigos. Apenas lo vio acercarse cabizbajo y melancólico, Enrique le preguntó:

—¿Qué era lo que quería ese cabrón?

—Nada, quiere que yo conozca a un tipo de otro patio.

—No estarás metiéndote en problemas, ¿no?

—¿Y aceptaste? —le preguntó Chucho encendiendo un cigarrillo Pielroja.

—Sí, voy a ir mañana después del almuerzo.

—¿Qué tal que sea una trampa? —comentó Enrique poniéndolo a la defensiva, advirtiéndolo.

—No lo creo.

—Te estás metiendo en la boca del lobo —dijo Chucho aspirando el humo de su cigarrillo con los ojos entrecerrados y expulsándolo muy lentamente por la nariz.

—No son negocios ni nada por el estilo. Es un asunto personal.

—Peor todavía —aseguró Enrique torciendo la cabeza hacia un lado—. Ya sabes con qué clase de malparido estás tratando. Recuerda lo que les hizo a sus amigotes. Imagínate lo que te tendrá reservado a ti.

—No creo que pase nada, tranquilos.

—Tú verás —le dijo Chucho concentrado en su cigarrillo, ido, con ese aire de plácida ausencia que rodea a ciertos fumadores.

—No va a pasar nada, no se preocupen —repitió él calmándolos y al mismo tiempo agradeciéndoles su actitud vigilante y prevenida.

En las horas de la noche, viajando entre el humo de la marihuana que llegaba hasta él desde las celdas vecinas y que lo hacía sentirse ligero, aéreo, incorpóreo, Samuel evocó en repetidas ocasiones la imagen de su padre siempre junto a la biblioteca o recostado por ahí con un libro entre las manos. Leía de todo: literatura, historia, filosofía, crónicas periodísticas, ensayos de sociología, y su pasión por la lectura era tan desmedida, tan salida de control, que también, sin ningún reparo ni vergüenza, dedicaba largas horas a leer best sellers, novelas de espionaje y de vaqueros, y libros de actualidad de bajo perfil que los periódicos y las revistas recomendaban. Era un lector voraz, una de esas personas que han logrado suplantar la realidad inmediata por la realidad que encuentran en los libros, y que, en consecuencia, los convierte en seres interdimensionales que están y no están, que viven su cotidianidad como si no estuvieran del todo presentes en lo que hacen, como si una parte de ellos se hubiera quedado atrapada en unas coordenadas indescifrables y desconocidas.

Una tarde este hombre, para quien los libros eran su pasión más auténtica y sincera, pasó un brazo por el hombro de su hijo y le dijo señalándole los distintos estantes de la biblioteca:

—Las personas te pueden mentir, hijo, engañar, robar o traicionar. Los libros jamás. En momentos difíciles acude a ellos y búscalos. No te defraudarán.

Antes de dormirse en el rincón que le correspondía en la celda, ya con los párpados pesados y sellados por el sueño, Samuel se dijo que su padre parecía un adepto a una religión ya desaparecida o un monje dedicado a un culto antiguo que ya nadie recordaba, y alcanzó a preguntarse dónde estarían todos esos volúmenes que había coleccionado con un ardor que rayaba en el fanatismo.

Al día siguiente, a la hora convenida, después del almuerzo, cruzó los controles que separaban los diferentes patios de la prisión y comprobó, en efecto, que la Bestia no le tenía reservada ninguna trampa. Don Ezequiel lo esperaba en su celda muy bien vestido, con su biblioteca ordenada con meticulosidad desde el piso hasta el techo, con una pulcritud difícil de hallar en un antro como ésos donde imperan el desorden, la inmundicia y los malos olores. Era un viejo de unos sesenta años, de estatura mediana y barba blanca, corpulento, macizo, como si lo hubieran esculpido en un material compacto y consistente de excelente calidad. Sus ojos eran de un verde marítimo, coralino, y dejaban entrever una personalidad abierta y generosa. Lo saludó sin formalidades de ninguna clase, con un fuerte abrazo, como si fueran viejos amigos.

—Te hice venir porque la biblioteca de la cárcel es una mierda y estos miserables se niegan a invertir plata en ella. He enviado no sé cuántas cartas a la Dirección de Prisiones y al Ministerio de Educación, y nada, seguimos tan jodidos como al principio —le dijo sonriéndose, como si fuera un niño confesando una travesura hecha a espaldas de sus mayores.

La conversación se desarrolló con fluidez desde el comienzo. Hablaron de autores que a ambos les encantaban, de escenas de libros que eran difíciles de olvidar, de anécdotas, de fechas, de chismes literarios, citaron de memoria los primeros renglones de sus novelas preferidas y Samuel llegó al extremo de recitarle al viejo en inglés algunos versos extraídos de las obras de Shakespeare que él había aprendido durante sus años de colegio en Estados Unidos. El anciano, conmovido y a punto de echarse a llorar, le dijo:

—Mi biblioteca tiene una falla.

—Cuál, don Ezequiel.

—Sólo tengo libros en español porque yo no hablo otro idioma.

—Eso no importa.

—Nunca aprendí, es una lástima.

—No es tan grave.

—Ahora que te escuché recitando a Shakespeare en el original sentí una emoción tremenda. Se percibe la música del autor, su ritmo particular y propio.

—Eso sí es verdad.

—Por qué no hacemos un trato.

—Dígame, don Ezequiel.

—Ven a visitarme dos o tres veces por semana. Puedes llevarte de aquí lo que quieras. Sólo te pido un favor: enséñame inglés.

Samuel no podía creer lo que estaba escuchando: un hombre que en la recta final de su vida quería seguir aprendiendo, que estaba dispuesto a invertir horas y horas en estudiar otra lengua, que se negaba a conformarse con lo que ya sabía, que en las condiciones más adversas, condenado a vivir en el agujero más asqueroso y privado de su libertad personal, deseaba modificar la posición de su lengua y de sus labios para emitir nuevos sonidos que rebautizarían su mundo tanto interior como exterior. Era admirable.

—Claro, don Ezequiel, será un placer —le contestó Samuel dándole una palmada amistosa en la espalda.

—Otra cosa, Sotomayor.

—Qué.

—¿Usted escribe?

—No señor.

—Me gustaría que le echara un vistazo a un manuscrito.

—¿Suyo?

—Es de un amigo a quien estimo mucho. Ya lo conocerá. Se llama Carlos Bahamón.

—Que no sea poesía, don Ezequiel. No soy bueno para opinar sobre el tema —aclaró Samuel reconociendo que ese género exigía unas cualidades como lector que él no tenía.

—Es una novela. Yo creo que es muy buena, pero no estoy seguro.

—No soy un especialista, don Ezequiel, acuérdese.

—Lo que él necesita no son críticas especializadas, sino saber si el libro cautiva a los lectores o no, si los atrapa, si les comunica una verdad.

—¿Sobre qué trata?

—Él se dedicó durante años a vagabundear por ahí entre cantinas y bares de mala muerte. Mantenía unos trabajos que le daban para sobrevivir, pero su vida real era estar atento, mirar, registrar en la memoria cada historia y cada personaje que iba conociendo. Sin embargo, no hacía nada, no escribía una sola palabra, dejaba pasar los años entre las calles roñosas y sórdidas del centro de la ciudad, enterándose de todo, olfateando, untándose de la miserable condición humana. ¿Entiende de qué le estoy hablando?

—Por supuesto, don Ezequiel.

—Un día Bahamón se dio cuenta de que nadie conocía mejor que él esa zona, su gente, su temperatura en medio de la desgracia, su desesperanza. El problema era que él, como la arquitectura y los personajes del sector, se había envejecido, le habían salido canas y ya estaba con dolores y achaques en todo el cuerpo.

—¿Qué hizo entonces?

—Delinquió a sabiendas de que lo iban a atrapar. Le robó una plata a un conocido.

—Qué tiene que ver eso con la literatura, es absurdo.

—Necesitaba un espacio como éste para comenzar a escribir. Aquí no paga arriendo, no tiene que estar pendiente de los recibos de servicios, y la comida, mala o buena, es segura. Y lo más importante: está lejos de esas calles y de esas personas que quiso con locura.

—Cómo así.

—Recuerda lo que dijo Camus: «Hay un tiempo para vivir y hay un tiempo para escribir». Y cuando estás escribiendo, lo que haces en realidad es acercarte amorosamente a aquello que tienes retirado y que no puedes atrapar. No hay arte sin distancia.

—Así que aquí escribió por fin el libro que tenía pendiente.

—Sí, está muy feliz. Y no es para menos. Por eso quiero que leas el libro y que después lo conozcas a él.

—En ese orden.

—Sí, en ese orden.

—Como usted diga, don Ezequiel —dijo Samuel sintiendo hacia el viejo un cariño repentino.

—Te lo agradezco mucho.

—Si el libro es tan bueno como usted piensa, seré yo el que se lo agradezca.

Así nació la amistad más importante que tuvo Samuel en la cárcel durante muchos años. Al principio sus compañeros de celda criticaron su proximidad con la gente de la Bestia. Les parecía inconveniente y descabellado guardar cercanía con una horda de salvajes que tenía semejantes antecedentes. Enrique le dijo una noche iracundo:

—¡Pero qué diablos es lo que tienes tú en la cabeza!

—No veo cuál es el problema —dijo él levantando los hombros.

—Ese es el problema, que estás ciego, que no ves ni la punta de tus narices, que no entiendes, que andas por ahí de patio en patio como si esto fuera un centro comercial.

—No he hecho nada, Enrique.

—A ti todo hay que explicártelo mil veces. Los hombres de la Bestia son hampones, asesinos, criminales de la peor calaña. Tú lo sabes mejor que cualquiera, no te hagas el idiota.

—Yo no tengo relaciones ni negocios con la banda de la Bestia.

—Sí los tienes, no lo niegues, no vengas aquí a lavarte las manos y a poner cara de ángel. Él mueve sus contactos para que tú cambies de patio dos veces por semana, te saluda como si fueran íntimos, eres amigo personal de su padre, le hiciste a un lado a la competencia y lo elevaste prácticamente al nivel de líder supremo. ¿Tú crees que nos puedes meter los dedos a la boca? No hagas el papel de imbécil porque no te queda.

—Bueno, ya, suficiente —intervino Chucho y calmó los ánimos para que la discusión no pasara a mayores.

—Después, cuando los enemigos de esa rata se nos echen encima, no digas que no te lo advertí —remató Enrique señalándolo con el dedo índice de la mano derecha en alto.

Poco a poco, en la medida en que la tertulia literaria de don Ezequiel, Bahamón y Samuel se hizo reconocida dentro de la cárcel, los demás reos empezaron a respetar a estos tres hombres que enviaban cartas a los periódicos denunciando la falta de una biblioteca decente, de cursos y de profesores especializados, de máquinas de escribir y, en general, la negligencia de un sistema carcelario que no creía en la redención de los reclusos. Las respuestas a las cartas fueron tímidas e insignificantes. Pero cuando Bahamón ganó el Premio Nacional de Novela (don Ezequiel y Samuel habían corregido el original suprimiéndole apartes sosos y escritos a la ligera, depurando el estilo y puliendo la narración hasta convertirla en un torrente de lenguaje dúctil, flexible y lleno de plasticidad) y los periodistas entraron en la penitenciaría en busca de la gran noticia con cámaras fotográficas, grabadoras de bolsillo y videograbadoras que iban registrando en vivo y en directo al nuevo escritor, las respuestas por parte de las instituciones del Estado fueron de otro calibre. Donaron una buena cantidad de libros que les permitió organizar una biblioteca de consulta permanente, abrieron cursos, seminarios y talleres para los presos, y la Primera Dama, haciendo gestiones ante la empresa privada, logró recoger quince máquinas de escribir eléctricas que fueron el origen de una sala de mecanografía que iría perfeccionándose en los meses y años por venir.

Bahamón estaba feliz con su galardón. Cuando se enteró por el periódico de que él había sido el ganador, se puso a llorar como un niño, arrodillado en el piso, gimiendo, ahogado de emoción. Sintió en un solo segundo que tantos años de silencio y de reflexión, caminando de calle en calle, no habían sido en vano. Don Ezequiel y Samuel lo abrazaron al tiempo, como si fueran jugadores de un equipo de fútbol o de baloncesto, y él, limpiándose las lágrimas de los ojos, les dijo con la respiración entrecortada:

—Lo que me parece increíble es que entre ustedes y yo hayamos sido capaces de transformar ese borrador, esos bocetos, en una novela real.

A partir de ese momento nadie en la prisión dudó de las buenas intenciones de los tres intelectuales que un día se levantaban hablando de guerreros griegos o persas; al otro, de artistas adictos al opio, y al tercero estaban recitando en inglés páginas enteras que, al pasar por el corredor, ningún prisionero comprendía. La población carcelaria era consciente de que las mejoras y los cambios más notables de los últimos tiempos se las debían a ellos tres.

En la sala de televisión, en 1985, todos los prisioneros vieron cómo el grupo subversivo m-19 se había tomado el Palacio de Justicia, y las transmisiones especiales y en directo mostraron a los militares entrando a sangre y fuego a lo que ya eran unas ruinas inservibles. Más tarde se supo que algunos trabajadores de la cafetería del Palacio, que habían salido en buenas condiciones hasta el Museo Veinte de Julio, habían sido detenidos por los militares para ser interrogados, luego torturados y finalmente desaparecidos. Samuel siguió de cerca las noticias y vio en ellas la sombra tenebrosa de la Brigada Especial. En efecto, a partir de 1986 empezó un exterminio sistemático de dirigentes de izquierda en Colombia. Al lado de miles de simpatizantes de la Unión Patriótica (partido político respaldado por la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), mataron también a candidatos a la Presidencia de la República, como Jaime Pardo Leal, Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro. El narcotráfico, unido a poderes estatales, cerraba totalmente las opciones de la izquierda en el país. Samuel procuró informarse lo mejor que pudo y se dio cuenta de que al lado de una narcopolicía, de un narcoejército y de unos narcoparlamentarios, la guerrilla también ingresaba a la lista y se convertía en narcoguerrilla. Aparte de explotar a fondo el nuevo y jugoso negocio, de actuar como mafiosos que exhiben sus camionetas lujosas, sus centros de recreación y sus amantes escandalosas, los líderes guerrilleros se dedicaron a extorsionar y a secuestrar todo tipo de ciudadanos, dos prácticas abominables. Donde ejercían su dominio, lo hacían por medio del terror.

Samuel percibió que los colombianos se fueron quedando en poco tiempo sin figuras políticas a quienes admirar y sin un bando que les brindara la seguridad de la decencia. Todos los niveles sociales empezaron a contaminarse por la droga, y la cárcel, por supuesto, no escapó de esta nefasta influencia.

***

Así fueron pasando los años para Samuel, entre los periódicos y las revistas que traían las noticias de un mundo ahora distante, los libros, las máquinas de escribir de la sala de mecanografía, sus amigos de celda y de tertulia y los alumnos que asistían a tomar clases con él para validar el bachillerato, pues la ley autorizaba rebaja de penas por estudio y buen comportamiento. En el juicio que se le llevó a cabo por el atentado contra Altamirano y sus soldados lo condenaron a treinta y cinco años de prisión. No le importó. Fue un dato más, una cifra en medio de una vida que ya no extrañaba la realidad exterior. En cierta medida, la cárcel era para él una especie de retiro voluntario, como si hubiera decidido alejarse de la humanidad para ingresar en un monasterio y dedicar todas sus energías a la meditación y la lectura. Las autoridades encargadas del allanamiento de su apartamento en La Macarena nunca le regresaron sus objetos personales ni sus pertenencias. Los decomisaron con el argumento de que hacían parte de la investigación.

Sin embargo, a los cinco años de estar encarcelado, una carta lo sacó de ese ensimismamiento y le abrió las heridas del pasado dejándole las costras rasgadas y cubiertas de sangre. El guardia de turno le entregó un sobre sucio y arrugado que traía pegadas en el borde superior derecho unas estampillas maltrechas en las cuales no se podía leer el país de origen. Samuel esperó a estar solo en la celda, abrió el sobre, desplegó una hoja de papel de cuaderno escrita con una letra que le era familiar y empezó a leer un par de párrafos que decían así:

Samuel,

he esperado varios años para escribirte estas palabras que lo único que buscan es recordarte todo el daño que has hecho. Después de tu visita de buen samaritano a la clínica donde estaba interna Araceli Rodríguez, los organismos de seguridad se lanzaron sobre nosotros y empezó una cacería despiadada cuyo objetivo era exterminarnos uno a uno. Nos defendimos como pudimos. No fue suficiente. Desmantelaron la organización, torturaron a varios de nosotros y a los otros los asesinaron con una precisión metódica y sin errores. Fui de los pocos miembros que lograron escapar. Me escondí aquí y allá durante tres años en bodegas húmedas y malolientes, en ranchos miserables, en talleres de mecánica y en casas de personas humildes que me prestaban su ayuda por dos o tres semanas. Finalmente no pude seguir exponiendo vidas ajenas y me quedé en la calle. Tuve que trabajar de aseadora, de mesera, de vendedora ocasional. Los tombos me pisaban los talones y no me dejaban en paz. Una noche, muerta de hambre, desesperada, acepté trabajar en un cabaret. Me fui acostumbrando a acostarme de vez en cuando con uno que otro cliente. Así conocí a una mujer que me ofreció venir a trabajar a Ciudad de Panamá. Yo sabía que estaba metida en trata de blancas, pero la otra opción era quedarme y terminar con un tiro en la nuca. La señora me dijo que en uno o dos años podía recoger el dinero para montar un negocio decente, salirme del oficio y empezar una nueva vida. Acepté. Cambié por completo mi apariencia personal y salí del país con documentos falsos. Aquí, en Panamá, apenas llegamos nos encerraron con llave en un putiadero de lujo y nos obligaron a recibir entre quince y veinte clientes al día. Intentamos fugarnos varias veces y fallamos. Entonces nos cortaron el pelo casi rapadas y nos sacaron toda la dentadura. De día parecíamos momias o cadáveres recién exhumados de sus tumbas. Estuvimos a punto de volvernos locas. En las noches nos ponían pelucas multicolores, cajas de dientes hechas a la medida, y nos maquillaban con destreza para que los clientes no sospecharan nada. Y a la madrugada nos quitaban la peluca y la caja de dientes y volvíamos a convertirnos en zombis otra vez. Esa ha sido mi vida. Y no dejo de pensar ni un solo día en que todo lo que me ha pasado ha sido culpa tuya. Te sobrevaloré. Creí que eras un tipo inteligente y capaz. Pagué muy cara la confianza que deposité en ti. Sé que la organización quiso eliminarte en la cárcel un par de veces y que no pudo. Quién sabe qué artimaña montaste ahora para engañar a los demás y cuidarte la espalda. Eres un ser despreciable y asqueroso. Un traidor. Antes de suicidarme, porque ya no puedo más, me he asegurado de que esta carta te llegue hasta la penitenciaría donde estás recluido. Te deseo lo peor. Eres una mierda, un hijueputa completo. Ojalá sufras bastante antes de morir.

Constanza

Estas palabras lo hicieron pedazos y lo condujeron con el paso de los días a una depresión crónica. Se hundió en unas profundidades que desconocía, en unos socavones interiores donde jamás entraba la luz y el aire era escaso. Cada vez que se sentía un poco mejor, aliviado, con algo de esperanza, volvía a releer la carta de Constanza y su espíritu caía de nuevo a esas cavernas psíquicas en las que las tinieblas impedían ver cualquier asomo de ilusión. Lo que más daño le hacía era ver semejante nivel de odio y de desprecio. Se imaginaba la cotidianidad de Constanza durante los últimos años como un verdadero infierno, huyendo, sin dormir, acorralada, perseguida de día y de noche. La permanente zozobra y la intranquilidad, unidas a ese final desesperado e inhumano, la habían llevado a escribir una página tan brutal, tan llena de rabia y de resentimiento. Y si quería ser honesto consigo mismo, era necesario aceptar que Constanza tenía la razón. ¿Qué era él? Un traidor, un joven inmaduro que había arrastrado a otros a calabozos militares donde seguramente los torturaron hasta verlos descompuestos, suplicando, con los ojos desorbitados e inyectados de sangre. Luego, sin la menor duda, los hicieron ponerse de rodillas y les dispararon en la nuca. ¿Qué se les habría pasado por la mente justo en ese momento, cuando sintieron el cañón del arma rozándoles los vellos diminutos de la nuca? Era el colmo lo que él había hecho, no tenía perdón.

Esa fue quizá la peor época que tuvo en la cárcel. Le costó mucho trabajo acostumbrarse a cargar una culpa intensa y agotadora que lo hacía recriminarse desde la madrugada hasta el anochecer. Cuando estaba en las duchas, en el corredor o en la biblioteca, le llegaban de repente esas frases cargadas de rencor y de deseos de venganza.

«Pagué muy cara la confianza que deposité en ti. Eres un ser despreciable y asqueroso. Eres una mierda, un hijueputa completo. Ojalá sufras bastante». No obstante, sin que él mismo tuviera una explicación clara para ello, la idea de suicidarse no se le pasó por la cabeza ni una sola vez. Se echó su pesada carga al hombro y aprendió a caminar con ella sin quejas ni lloriqueos.

***

Ese mismo año, los noticieros de radio y televisión anunciaron la muerte del candidato presidencial Luis Carlos Galán en las afueras de Bogotá, en Soacha. Las versiones oficiales le endilgaron el crimen al cartel de Medellín, pero en la cárcel todo el mundo sabía que había unos dirigentes políticos que estaban detrás de la orden y que esos nombres nunca saldrían a la luz pública. En una celda del mismo patio de Samuel recluyeron a un tipo de apellido Hazbún, que era el principal sospechoso del crimen de Galán. Un hombre inocente que agarraron para ocultar a los verdaderos asesinos y que se la pasaba caminando por el penal con las manos en la espalda, triste, sin saber cómo defenderse ni limpiar su nombre. Un tiempo después saldría libre y se moriría de física melancolía.

A partir de entonces la cárcel fue un reflejo de lo que pasaba afuera, en el país en general. Fue imposible detener el auge de la cocaína y de la heroína, cuyos dividendos eran extraordinarios. Todos los bandos en conflicto se armaron hasta los dientes, mintieron a diestra y siniestra, masacraron a quienes no pensaban como ellos, se lucraron con los dineros de la droga, tergiversaron información y compraron a la Justicia para que nadie en el país supiera qué era lo que estaba pasando en realidad. No había buenos y malos. Eran bandos corruptos amenazando, torturando y matando a la población civil. Cuando Samuel vio en la televisión a Joe Toft, el jefe de la cia en Colombia, renunciando a su cargo y afirmando que el país estaba gobernado por una narcodemocracia, la frase le pareció demoledora. Los dirigentes políticos, los periodistas, los sacerdotes y los intelectuales salieron a rasgarse las vestiduras, pero el tiempo le daría la razón a Toft.

***

Un aspecto de su vida que le causó problemas desde el comienzo, y que se agravó con el paso de los meses y los años, fue el sexual. Nunca había sido muy propenso a los placeres de la carne, pero tenía que reconocer que las relaciones con Constanza y con Rosario le habían proporcionado un equilibrio emocional que era difícil de hallar en medio de la abstinencia o de la masturbación. El sexo era un regulador que lo dejaba animado, con el genio alegre y confiado en el futuro. Así que el único favor que le pidió a la Bestia en todos sus años de reclusión fue ése, que lo dejara hablar con una de las muchachas que solían vender sus servicios para la visita conyugal.

—¿Con cuál quiere hablar, doscientos doce?

—Con la de los jeans ajustados, la pelinegra.

—No se preocupe por la plata, maestro, estas mujeres me deben favores.

—No quiero deberle nada a usted.

—Tranquilo, maestro, relájese. Yo estaba en deuda, con este cruce quedamos a mano.

—No me venga después con historias raras.

—Deje de ser tan prevenido, Sotomayor. Yo no soy imbécil, yo sé que usted quiere estar al margen, y a mí eso me conviene, maestro. Siga en su cuento con la biblioteca y yo sigo en el mío. Y si te vi no me acuerdo.

La Bestia dijo la última frase sonriéndose, pasándose un palillo de un lado al otro de la boca. Finalmente subrayó su buena voluntad apuntando:

—Fresco, maestro, ya se la llamo.

La joven en cuestión tenía un nombre de cantante, Maritza (un nombre falso, quizá), y a los pocos minutos de conversación le dijo a Samuel:

—Tú no eres como los demás.

—¿Por qué?

—Se te nota la buena clase.

—No será tan buena desde que estoy aquí —replicó él con cierta amargura en el tono de la voz.

—¿Qué fue lo que hiciste?

—No importa. ¿Nos vemos entonces la próxima semana?

—Claro que sí, mi amor.

—No me vayas a fallar.

—Ni más faltaba. Contigo hasta el fin del mundo —y le estampó un beso en la boca a manera de despedida.

Maritza resultó ser una amante cariñosa y apasionada. Desde la primera cita se entregó a él por completo abriéndole las puertas de su intimidad sin pudor, ofreciéndole su cuerpo como quien se abandona en medio de un trance o de un sueño erótico del que no se quiere despertar. Samuel notó que él le gustaba de verdad, que no lo hacía sólo por dinero, que se sentía atraída y seducida. Eso facilitó la relación y los convirtió rápidamente en cómplices y camaradas que cada siete días se encontraban para practicar una gimnasia sensorial que los dejaba satisfechos y complacidos. Sin embargo, a los dos años Maritza se despidió insinuándole que no pensaba volver nunca más a la cárcel. Una tarde, mientras se vestía y se arreglaba el cabello, afirmó con sequedad:

—La próxima semana no puedo venir.

—¿Por qué?

—Me voy fuera de Bogotá.

—Nos vemos entonces en dos semanas.

—Es un viaje largo.

Samuel la observó adivinando qué era lo que escondía más allá de las apariencias, penetrándola con la mirada hasta descubrir los oscuros propósitos que la regían. Le dijo con ternura:

—Te estás despidiendo definitivamente.

—No lo sé, mi amor —la voz de la joven sonaba débil y un tanto fingida, como si estuviera haciendo un gran esfuerzo por demostrar un aplomo que en realidad no tenía.

—No tienes que darme explicaciones. Estás en tu derecho.

—¿Me estás odiando?

—Eres libre, yo no puedo retenerte.

Samuel se acercó a ella, la abrazó con una suavidad que la hizo estremecer y le dio un beso en la mejilla.

—Gracias por todo. Sin ti no habría podido aguantar. Entonces Maritza empezó a llorar y tuvo que sentarse en el borde de la cama para que las piernas no la traicionaran.

—Tengo que alejarme. Me enamoré de ti —dijo agarrándose la cabeza entre las dos manos.

Samuel prefirió ahorrarse una despedida peor y salió del cuarto de visitas conyugales con la doble sensación de estar haciendo daño y de ser maltratado, una sensación que ya había vivido en el pasado y que no sabía por qué se había repetido. ¿Por qué dos seres que se aman se hieren y terminan alejándose para poder sobrevivir? ¿Son el dolor y la desdicha componentes ineludibles en toda relación amorosa? Samuel no lo sabía, pero sí estaba seguro de que para él la creación de vínculos amorosos había sido siempre el comienzo de una separación que tarde o temprano los dejaba a él y a la otra persona chapoteando en la decepción y el abandono.

Con las mujeres que vinieron después de Maritza no quiso intimar, las dejó en el plano de la amistad y del placer, y se negó a entrar en esa dinámica de falsas posesiones y pertenencias que son, al final, las generadoras del padecimiento afectivo. Descubrió una verdad que estaba en la raíz de muchas religiones antiguas: quien no posee no sufre. Se trataba de no agarrarse, de no depender, de no depositar el sentido de la vida en el otro. Y eso fue lo que hizo. Los resultados fueron muy positivos y pudo compartir sin angustiarse, sin mentir y, lo más importante: sin culparse.

***

En 1994, la cárcel volvió a alborotarse con el asesinato del senador Manuel Cepeda Vargas. A los pocos días, las noticias afirmaban que miembros del Ejército Nacional estaban implicados en el crimen. Y en 1995 mataron frente a la Universidad Sergio Arboleda a otro líder político: Álvaro Gómez. Por primera vez, Samuel vio que los medios de comunicación hablaban de una Brigada Especial y de su desmantelamiento, aunque sus integrantes seguían vinculados a la institución en otras dependencias. Algunos de esos hombres habían sido encargados de matar a Gómez. Los tentáculos del Estado seguían asesinando en la sombra.

Samuel creció, maduró y se hizo hombre tras las rejas. Estudió literatura gracias a un programa de universidad a distancia y escribió su tesis sobre la novela de Zalamea, Cuatro años a bordo de mí mismo. En ese trabajo se empeñó en demostrar la importancia del libro, su contemporaneidad, su sorprendente visión del cuerpo y la injusticia sin límites que había practicado el establecimiento cultural al apartarla y relegarla al olvido. Samuel descubrió que Zalamea había sido víctima de la pacatería y la mojigatería inquisitoriales de una sociedad bogotana que siempre se había acuartelado en su doble moral, defendiendo, según ella, la decencia y las buenas costumbres. Cualquier manifestación del pensamiento en la que se hablara con franqueza del cuerpo y sus deseos era de inmediato tildada de vulgar y pornográfica. Eso era lo que habían hecho con el autor de 4 años, y Samuel, en su monografía, afirmó que esa misma sociedad enferma era la que había cerrado las puertas de la democracia refugiándose en el Frente Nacional, es decir, en la previa repartición del poder entre los conservadores y los liberales. Afirmó que una sociedad que le tiene miedo al cuerpo es una sociedad que le tiene miedo a la libertad. El problema es que al negar el eros se multiplica el tánatos, y ese país reprimido terminó bañándose en un mar de sangre. Para Samuel, la novela del colombiano señalaba el otro camino, el del libre albedrío, la osadía y la espontaneidad. Era una manifestación de salud que el país, dominado por hipócritas, onanistas y sotaneros, no supo comprender.

Samuel obtuvo la máxima calificación y se graduó con honores. Celebró con Bahamón y con el viejo Ezequiel, quienes habían sido sus colaboradores y sus primeros lectores. Sin embargo, dos sucesos empañaron la celebración: la muerte de Chucho a la mañana siguiente por un paro cardíaco, y el diagnóstico de cáncer de hígado que le hicieron en unos exámenes médicos a don Ezequiel tres días después.

—No le digas nada a nadie, y menos a mi hijo —le advirtió el anciano con el sobre de los exámenes todavía en la mano.

—¿Pero van a hacerle algún tratamiento? —preguntó Samuel negándose a aceptar una noticia semejante.

—No vale la pena, está muy avanzado.

—No puede ser.

—Es normal, ya tengo mis años encima.

—¿Le dijeron cuánto tiempo le queda? —esta vez Samuel se mordió el labio inferior, consciente de la gravedad de la pregunta.

—Tres meses, más o menos —dijo don Ezequiel con resignación y sin dramatismos.

Entonces Samuel se dio cuenta de los años que había compartido con él, de las clases de inglés, los libros, las traducciones, la novela de Bahamón, su tesis, tantos sueños y proyectos que sin saberlo habían ido llenando el miserable tiempo de la cárcel hasta hacerlos olvidar de una verdad dolorosa que todos callaban con cierta complicidad: que no eran más que unos reclusos atrapados en un antro despreciable e inmundo. La amistad y el ejercicio de una voluntad creadora habían construido alrededor de ellos un mundo cerrado y compacto en el que la esperanza, aún, era posible. Lejana, enterrada quizá, escasa, pero posible. Y ese milagro se debía a ese viejo terco y soñador que cada semana iniciaba nuevos planes con un entusiasmo desbordante, como si fuera un adolescente hiperactivo con toda una vida por delante.

—¿Por qué me miras así? —le preguntó don Ezequiel levantando las cejas y abriendo los brazos—. Todavía no me he muerto.

—¿Puedo preguntarle una cosa?

—La que quieras.

—Usted está preso pero parece no darse cuenta. ¿Cómo hace?

—Tú sabes la respuesta, hombre: una biblioteca es un ojo siempre abierto al universo. Leer es una de las infinitas formas de la libertad.

—Usted no sabe todo lo que yo le debo…

—No me hables en ese tono. Ya te dije que todavía no me he muerto.

—Lo siento.

Samuel pensó: «Uno no sabe cómo comportarse decentemente ante la muerte. Es difícil hallar la actitud correcta y adecuada».

—Más bien hablemos de otra cosa —dijo don Ezequiel acercándose al corredor para constatar que ningún soplón andaba husmeando por ahí.

—Dígame.

—Tengo que hablar contigo de un asunto muy serio.

Y como si estuviera subido en la tarima de un escenario representando una obra de teatro (preparada con la ingenuidad de un colegial que asiste al examen final de la materia de arte dramático), el viejo comenzó a hablar en ese inglés con acento santandereano que tanta gracia le causaba a Samuel. Esta vez también le pareció divertido escuchar esa pronunciación que machacaba las letras y las vocales como si estuviera dando órdenes en una finca de Socorro o de San Gil, pero cuando puso atención a lo que esas palabras estaban diciendo la sonrisa desapareció de su boca y el semblante se le transformó en una mueca de preocupación.

—… es un sitio impresionante. Detrás de ti está el desierto, enorme, amarillo, hirviendo, infinito. Al frente está el mar, gigantescas cantidades de agua que llegan a la playa y la acarician rítmicamente, un espacio azul oscuro en el que se pierden los ojos hasta la línea del horizonte. Y arriba un cielo transparente desde el cual un potente sol te ilumina y te da toda la vida que necesitas. Es una experiencia impresionante estar parado ahí con los brazos abiertos y sentir que naces de nuevo, que estás listo para lo que sea, que has llegado al mundo por segunda vez. Qué iba yo a saber que el operativo de mi captura estaba listo para ocho días después de ese momento tan mágico —hablaba sin dejar de moverse, nervioso, abriendo los ojos y manoteando en el aire como si el personaje que estuviera representando así lo exigiera—. Si mis propios hombres no me traicionan, no me habrían agarrado ni de fundas.

—¿Me está diciendo que debo ir a ese lugar a dejar sus cenizas?

—Pensé que no estabas entendiendo ni jota. Yo sé que hablo fatal en inglés.

—Pero es que…

—Pero es que nada. Lo importante aquí es que no abras la boca y que memorices bien lo que te voy a decir. Y te lo voy a decir en español para que no haya dudas.

—No sé si deba…

—Tú eres la persona indicada —volvió a interrumpirlo el viejo—. No tengo a nadie más en quien confiar. No quiero que mis cenizas se queden aquí, entre rejas. Sería el colmo que después de muerto siga preso. Por favor. Llévame hasta ese punto y lánzame a los cuatro vientos. Alguna parte de mí llegará hasta la orilla, el viento me arrastrará hasta el mar y con suerte navegaré hasta otros continentes en medio de tormentas y aventuras de las que nadie se enterará jamás.

—Pero su hijo…

—Mi hijo es ese gánster de pacotilla que ya conocemos y que no saldrá de aquí en su puta vida —don Ezequiel subió el tono de la voz y se expresó con indignación enfureciéndose ligeramente—. No nos digamos mentiras. Él tiene su vida armada en este cuchitril y está amasando una fortuna. Le va mejor aquí que allá afuera.

—¿Qué va a hacer él con mis cenizas? Dejarlas por ahí a un lado, como si fueran un estorbo.

—No sé… —Samuel sintió que la cabeza le daba vueltas.

—Bueno, dejémonos de pendejadas. ¿Puedo confiar en ti o no?

—Pero es que…

—Te voy a hacer una pregunta y respóndeme con sinceridad: ¿somos amigos o no?

Por un instante Samuel tuvo la impresión de estar repitiendo un acontecimiento vivido con anterioridad, como si en un pasado remoto e inescrutable, tal vez en una vida anterior con otro rostro y otra identidad, don Ezequiel le habría preguntado exactamente lo mismo. Y él, por supuesto, respondió también lo que ya sabía que iba a responder:

—Claro que sí.

El viejo sonrió con malicia y subió un poco el tono de la voz:

—¿No me encargarías tú a mí una misión semejante?

—Supongo que sí —dijo Samuel sintiendo de repente una ligera depresión.

—Entonces dejemos de joder y vamos al grano. Arrastrando las palabras como un niño que lee en una cartilla la lección ante la clase entera, don Ezequiel le explicó que barcos de banderas variopintas echaban sus chalupas al agua a pocos kilómetros de la costa guajira y, atiborradas de contrabando, llegaban a pequeños poblados del norte, como Carrizal, El Cardón o Alpiruhu, de donde era remitida la mercancía por tierra a los principales mercados de Maicao y Riohacha, y de allí al resto del país. Enlatados, ropa, cigarrillos, chocolates, electrodomésticos, todo era transportado en las horas de la noche a través del desierto por conductores de camiones cuya lealtad había sido ya comprobada. Las ganancias eran incalculables y alcanzaban para enriquecer a las cadenas de trabajadores que participaban en el negocio, desde los cargadores hasta los comerciantes mismos que vendían los productos en sus tiendas y almacenes.

—¿Alcanzó a hacer fortuna, don Ezequiel? —preguntó Samuel incrédulo, dudando por un segundo de las palabras del viejo.

—Si contaba el dinero en miles de dólares, imagínate lo que tenía en los bancos y en los negocios de Maicao y de Santa Marta. Qué tiempos…

Samuel vio un destello de vigor y de alegría en los ojos del antiguo contrabandista. Lo imaginó con veinte o treinta años menos recorriendo la península armado, bronceado por el implacable sol guajiro, dando órdenes a los hombres que componían su banda, bebiendo ron en las parrandas vallenatas y rodeado de morenas espectaculares que le quitarían el aliento a cualquiera.

—¿Y es fácil de hallar ese lugar?

—Es un sitio deshabitado, no hay casas ahí. Es territorio sagrado para los indios.

—En este país nada está a salvo, ni siquiera los espacios sagrados —opinó Samuel.

Don Ezequiel le dijo que lo primero que tenía que hacer era llegar hasta una ranchería llamada Umarahu, muy cerca de Bahía Portete, entre los arroyos Movasirró y Chikepu. Y tenía que hacerlo sin llamar la atención, como cualquier turista del interior del país que está recorriendo la región con su mochila al hombro y su cámara fotográfica lista para retratar una puesta de sol o una indígena wayú.

—En las afueras de la ranchería nace un camino que desemboca en el mar de Bahía Portete. A los cinco kilómetros exactos de Umarahu, yendo por ese camino, hay una curva denominada Las Tres Hermanas. Son en realidad tres cactus gigantescos que están en línea recta y que los vas a ver con facilidad a mano izquierda de la trocha. La leyenda dice que son tres mujeres que fueron convertidas en cactus como castigo por sus pecados y sus malas andanzas. Están ubicadas en un terraplén que conduce a la playa. Debes ubicarte exactamente en el cactus que está en la mitad, mirar hacia el mar y tirar las cenizas al viento. No tiene pierde. Hazte acompañar por alguno de los muchachos de la zona, le pagas unos pesos, tomas fotos y te haces el güevón. Luego te quedas solo y me dejas en libertad.

—Esto es increíble, don Ezequiel.

Samuel se acercó a él y lo estrechó entre sus brazos con fuerza sintiendo un cariño enorme, mucha admiración y la tristeza de su muerte inminente al mismo tiempo. Un rectángulo de luz iluminaba la celda de una manera misteriosa, mágica, como si ambos pertenecieran a una estampa religiosa que representara la despedida de dos personajes bíblicos. Samuel alcanzó a pensar: «El padre y el hijo, Noé construyendo el arca con Sem, Cam y Jafet, Abraham e Isaac, el retorno del hijo pródigo a casa, Jesús en la cruz gritando de dolor y de desolación en el último minuto: “Padre, Padre, ¿por qué me has abandonado?”».

En efecto, como lo había sospechado Samuel, el abrazo que le dio a don Ezequiel ese día fue un adiós y el comienzo de una separación que terminaría un mes más tarde con el cuerpo amarillento del viejo sobre una de las frías losas de la morgue. Durante esas cuatro semanas había repetido hasta el cansancio las instrucciones recibidas. Umarahu. Las Tres Hermanas. El cielo, el mar y el desierto. La muerte y la libertad.

Bahamón y él quedaron con una sensación de orfandad que intentaron apaciguar entregándose por completo a las clases y al préstamo de libros, que iba creciendo día a día y de patio en patio. La biblioteca de la cárcel y la de don Ezequiel se fundieron en una sola y conformaron una buena colección que permitía, al menos, contrarrestar en parte el vacío, la estulticia y la impotencia que rodea a los presos en el sofocante ambiente de la cárcel. Samuel, por orden previa del viejo, recibió de las directivas de la cárcel la urna con sus cenizas después de la cremación. La puso en la biblioteca en un lugar especial, en una pequeña repisa con un vidrio que la protegía.

Enrique recibió un indulto político y fue liberado. Bahamón cumplió su sentencia y regresó a una vida que ya no le satisfacía y en la que no sabía cómo comportarse ni en qué trabajar. Ocasionalmente los dos le escribían largas cartas en las que se percibía con facilidad, desde los primeros renglones, que no eran felices y que afuera se sentían como dos especímenes raros recién llegados de otro planeta. A la Bestia lo asesinó su principal guardaespaldas en el baño mientras defecaba. El cadáver quedó con los pantalones abajo, sentado en el retrete y con un corte en la garganta que iba de oreja a oreja. Los guardias tuvieron problemas para el levantamiento del cuerpo, pues el olor a orina, a sangre y a materias fecales los hacía vomitar a cada segundo. El nuevo jefe mandó llamar a Samuel a su celda y le dijo con arrogancia, envalentonado:

—Que quede claro que ahora mando yo, brother.

—Estoy a cargo de la biblioteca —explicó Samuel con la voz reposada pero con la mirada fija en los ojos del otro—. Es lo único que me interesa.

—¿Piensa tomar venganza o qué, doscientos doce?

—La Bestia no era mi amigo.

—Pero su padre sí.

—El viejo se murió de cáncer. Nadie tiene la culpa de eso.

—De ahora en adelante, brother, si quiere un favor, tiene que pagar por él.

Samuel dio un paso hacia adelante y bajó la voz para que los matones del nuevo líder, que estaban esperando en el corredor, no lo escucharan:

—Ponga atención a lo que voy a decirle, pedazo de hijueputa. No pienso pagarle ni a usted ni a nadie ni un solo centavo. Y arreglemos esto de una vez por todas. Vamos al patio, usted y yo, sin armas y sin amigos, como dos hombres. Que sobreviva el mejor.

El tipo se puso pálido, se pasó la lengua por los labios y perdió los aires de superioridad con los que había iniciado la entrevista. Samuel le dio el golpe de gracia:

—Me he despachado a muchos que eran más duros que usted.

Un silencio tenso y agobiante rodeó la atmósfera del recinto. Samuel se dio cuenta de que tenía que dejarle una salida decente al nuevo caudillo. Se echó para atrás un par de pasos y propuso:

—La otra opción es que me deje a cargo de la biblioteca. Yo no quiero problemas ni me interesa meterme en sus asuntos. Ya le dije que tampoco pienso vengar a nadie. Usted en lo suyo y yo en lo mío.

—Pero si quiere servicio de nenas, tiene que pagar por él, brother. Porque si no, la gente va a empezar a hacerme preguntas y yo qué les digo.

—Tengo un par de amigas que vienen a verme. No creo que tenga que pagar por su amistad.

—Pero si le llega a gustar otra, tiene que aflojar billete.

—De acuerdo.

—Así me gusta, brother, que las cosas queden claras. El nuevo trato dejó a Samuel instalado en el único puesto que le interesaba: la biblioteca. Con el paso del tiempo la nueva banda que gobernaba la prisión notó que él era un cero a la izquierda, un fantasma, un recluso hecho de humo, un alma en pena que andaba siempre por los pasillos con los brazos cargados de libros. Preocuparse por un individuo así era ridículo.

***

En 1999 mataron al humorista Jaime Garzón, y Samuel leyó en los periódicos y escuchó en las noticias que el autor intelectual era Carlos Castaño, líder de los ejércitos paramilitares. Las autoridades se apresuraron a capturar a los supuestos culpables materiales del homicidio. Mentira. Alias Bochas era un muchacho asustadizo, tímido, muerto de pánico, que más adelante quedaría libre y se demostraría que los mismos organismos de seguridad habían montado todo un show (como en el caso de Galán), seguramente para encubrir a los verdaderos culpables.

Samuel leyó en las revistas y en los diarios que el país estaba descuadernado, a la deriva. Muchos ciudadanos, entonces, salieron a pedir mano fuerte, un gobierno recio que rescatara el orden y las leyes. Sin embargo, a Samuel esa tendencia le parecía peligrosa. El problema no era que el Estado hubiera sido débil, sino que había sido corrupto y asesino, mafioso y genocida. El crimen de sus padres, entre muchos otros, era una prueba irrefutable. Y él se preguntaba en las horas de solaz que tenía en la biblioteca: «Si el Estado ha sido criminal y torturador en medio de la debilidad, ¿qué no haría en medio de la fortaleza?». Para Samuel, lo importante no era que fuera más fuerte, sino que fuera menos corrupto y más transparente. Su verdadera grandeza no radicaba en las medidas extremas de seguridad, sino en la honestidad y la dignidad que hasta entonces no había mostrado. Todo el tiempo, en la biblioteca, en los patios de la cárcel o en el comedor, Samuel se repetía mentalmente lo mismo:

«Un Estado fuerte que mantiene una democracia sólida es un Estado limpio, no un Estado militarizado».

Estas ideas, por supuesto, Samuel no las compartía con nadie, pues le habrían podido costar la vida. En realidad detestaba tanto a los seguidores de la tesis de un gobierno fuerte como a los que continuaban respaldando las acciones demenciales de la guerrilla. Y el problema era que los bandos no permitían posiciones neutrales. Todo el mundo tenía que alinearse en un lado o en el otro. Samuel prefería optar por los que estaban en el centro, por la población civil que se levantaba a trabajar honradamente, desarmada, y que seguía aguantando las embestidas mafiosas de instituciones corruptas y de subversivos megalómanos. Rumiaba sus pensamientos en silencio, para sí, sosteniendo de esa manera, aunque fuera débilmente, un solitario y silencioso cordón umbilical con la realidad del país.

De esta manera, en un continuo monólogo y viviendo entre las páginas y los barrotes, Samuel terminó su condena y una mañana le comunicaron en las oficinas de la cárcel que su orden de salida sería emitida una semana más tarde. Había sido recluido en 1984, y por rebajas de pena y buena conducta lo habían soltado diecisiete años después, en 2001. Era extraño pensar que había pasado media vida encerrado como un monje en una abadía y que su único contacto con el exterior habían sido los periódicos, los noticieros de televisión y las breves conversaciones que mantenía con sus dos amigas durante las visitas conyugales. El resto de su vida lo había invertido en los libros, en ordenarlos, clasificarlos, reseñarlos, protegerlos y cuidarlos del saqueo y el vandalismo de manos inescrupulosas que, de vez en cuando, solían arrancarle las páginas, rayarlos, mojarlos e incluso despedazarlos. Y ahora, de repente, como por arte de magia, tendría que separarse de ellos y enfrentar ese mundo caótico y vertiginoso que lo estaba esperando allá afuera, un mundo con el que jamás había podido entablar una amistad confiable y duradera.

El día de su salida llevaba una maleta deportiva en una mano con dos mudas de ropa, algunos libros y los utensilios de aseo personal, y en la otra, abrazada, como si fuera un tesoro, resplandecía la urna que las directivas de la cárcel le habían dado con las cenizas de su amigo. Era el 11 de septiembre de 2001 y todo el mundo, desde las primeras horas de la mañana, estaba pegado a los televisores viendo cómo los aviones se estrellaban contra las Torres Gemelas y se incendiaban.

Cuando las puertas de la prisión se abrieron, una voz gritó:

—¡Prisionero doscientos doce, libre!

Levantó los ojos al cielo, abrió los brazos y se engolosinó con el viento húmedo que le refrescaba las fosas nasales, con la magnífica visión de las montañas bogotanas, con las nubes, con los árboles, con el césped, con un perro callejero que pasó corriendo y con los primeros seres humanos libres con los que se tropezó en esa caminata inverosímil que lo fue alejando poco a poco de los muros, de las garitas y de las puertas de seguridad de la penitenciaría.

Lo primero que hizo fue tomar un bus y cruzar la ciudad hasta los Jardines del Recuerdo, el cementerio en el que estaban enterrados sus padres y que jamás había querido visitar. Un funcionario con un listado en la mano lo condujo amablemente hasta las lápidas donde estaban grabados los nombres de sus progenitores con sus fechas de nacimiento y de defunción. El hombre siguió su marcha por el camposanto revisando los servicios de aseo y limpieza. Samuel se quedó solo frente a las dos tumbas, de pie, con la bolsa de lona en una mano y la urna de madera con las cenizas del viejo Ezequiel en la otra. El sol le daba en un ángulo de cuarenta y cinco grados y le calentaba la cara y el cuello. Dos o tres pájaros revoloteaban en un árbol cercano.

Se estremeció al leer los nombres de sus padres en letras doradas y, como si una fuerza inconsciente hubiera pulsado algún botón en su interior para hacerlo revisar su pasado en un solo instante —un instante revelador y cargado de epifanías—, comprendió que toda su vida no había sido más que una lucha desaforada y sin cuartel contra la culpa que desde siempre había sentido por no haber podido ayudar a sus padres el día en que los militares entraron en su casa para asesinarlos. La soledad, la pretendida guerra política, el atentado, la visita a Araceli Rodríguez, su vida como Efraín Espitia y como fugitivo de la Justicia, sus años de prisión, todo era un largo camino para acallar y silenciar esas voces interiores que lo señalaban con el dedo y que habían dado su veredicto («¡culpable!») desde el mismo momento en que él halló los cadáveres baleados de sus padres. Por eso no se había querido defender durante el proceso, porque necesitaba ser condenado para purgar una culpa más vieja, más pesada de cargar y más destructiva que venía haciéndole daño desde niño. Entonces se puso de rodillas y estalló en un llanto que le hizo temblar las manos mientras dejaba caer la maleta entre las dos tumbas.

—No pude ayudarlos, perdón, no fue mi culpa —dijo entre sollozos.

Las lágrimas de Samuel cayeron sobre el pasto y lo humedecieron como si fueran gotas de rocío. Los minutos pasaron y él se fue vaciando por dentro, limpiándose lentamente, buscando, sin lograrlo aún, el perdón y el indulto, escuchando cómo las voces de esos jueces interiores iban bajando el tono de sus ataques pero no desaparecían por completo. Luego se puso de rodillas y salió del cementerio.