14 de junio

Ratón de biblioteca

SI ES LO BASTANTE BUENO para Melvil Dewey, también lo es para mí.

Marian me guiñó un ojo mientras, resoplando, sacaba otro buen montón de libros de una caja. A su alrededor había formado un círculo que le llegaba casi por la cabeza.

Lucille zigzagueaba entre las torres de libros a la caza de una cigarra. Marian había hecho una excepción a la regla que prohibía meter animales domésticos en la Biblioteca del Condado de Gatlin, porque el lugar estaba repleto de libros pero vacío de gente. Sólo un idiota pasaría por la biblioteca el primer día de verano. Un idiota o alguien con necesidad de distraerse, alguien que no se hablaba con su novia, a quien su novia no le hablaba y que ni siquiera sabía si seguía teniendo novia… alguien que de todo eso se había enterado en los dos días más largo de su vida.

Yo, seguía sin hablar con Lena, me decía que estaba demasiado furioso, pero era una de esas mentiras que uno se dice cuando quiere convencerse de que está haciendo lo correcto. Lo cierto es que no habría sabido que decirle. No quería hacer preguntas porque temía las respuestas. Además, no había sido yo quien había salido huyendo con un chico en una moto.

—Es el caos. El sistema decimal de Dewey es una burla. Ni siquiera encuentro un almanaque sobre la historia de la trayectoria orbital de la luna.

Una voz se oía entre los libros. Me llevé una sorpresa.

—Mira, Olivia…

Marian, que estaba examinando la encuadernación de algunos libros, sonrió. Me resultaba difícil creer que tuviera edad suficiente para ser mi madre. Ni una cana en su corta melena, ni una arruga en su piel trigueña, como si no pasara de los treinta.

—Profesora Ashcroft, no estamos en 1876. Los tiempos cambian. —Era una muchacha con acento británico. O eso me pareció, porque sólo había oído esa forma de hablar en las películas de James Bond.

—Como el sistema decimal de Dewey. Veintidós veces para ser exactos.

Marian colocó un libro suelto en el estante.

—¿Y qué hay de la Biblioteca del Congreso? —preguntó la muchacha con exasperación.

—Ya veremos dentro de cien años.

—¿La clasificación Decimal Universal? —Ahora con irritación.

—Estamos en Carolina del Sur, no en Bélgica.

—Y, ¿el sistema Harvard-Yenching?

—En este condado no hablan chino, Olivia.

Una chica rubia y larguirucha asomó la cabeza al otro lado de las estanterías.

—Eso no es verdad, profesora Ashcroft. Al menos, no en las vacaciones de verano.

—¿Tú hablas chino? —intervine sin poder contenerme. Cuando Marian mencionó a la investigadora que la ayudaba en el verano, no me dijo que se trataba de una versión adolescente de ella misma. Salvo por su cabello color miel, la piel pálida y su acento, Marian y aquella chica era como madre e hija. A primera vista incluso, la chica tenía un vago grado de Mariandad, cualidad difícil de describir pero imposible de encontrar en ninguna otra mujer del pueblo.

Olivia me miró.

—¿Tú no? —dijo, y me dio con el codo—. Era una broma. En mi opinión, sin embargo, en este condado la gente ni siquiera habla bien el inglés. —Me sonrió y me ofreció la mano. Era alta, pero no tanto como yo. Me miró con la misma confianza que si ya fuéramos grandes amigos—. Olivia Durand. Liv para los amigos. Tú debes ser Ethan Wate, algo que, en realidad me cuesta creer. Por como habla de ti la profesora Ashcroft, yo esperaba encontrarme un caballero con espada o un soldado con bayoneta.

Marian se echó a reír. Me puse colorado.

—¿Qué te ha dicho?

—Que eres increíblemente brillante, valiente y virtuoso. De esas personas que siempre ayudan a los demás. Que eres en todos los aspectos el hijo que cabría esperar de nuestra querida y apreciada Lila Evers Wate. Y también que serías mi ayudante este verano y que podré mangonearte cuando me venga gana —dijo, sonriendo. Me quedé mudo.

No se parecía nada a Lena, pero tampoco a las chicas de Gatlin, lo cual parecía muy desconcertante. Llevaba una ropa que parecía muy vieja y gastada, desde sus vaqueros descoloridos hasta los variopintos cordones llenos de cuentas que lucía en las muñecas, las agujereadas playeras de baloncesto atadas con cinta adhesiva y una andrajosa camiseta de Pink Floyd. Y entre los cordones que llevaba por pulsera había un reloj enorme de plástico negro con la esfera más vistosa que yo haya visto jamás. Estaba, en efecto, demasiado abrumado para decir nada.

—No te preocupes por Liv —intervino Marian, acudiendo en mi rescate—, no habla en serio. «Hasta los dioses disfrutan con las bromas», Ethan.

—Platón. Y ya deja de lucirte —dijo Liv riendo.

—Vale —replicó Marian impresionada.

—A este las bromas no le hacen gracia —dijo Liv apuntando hacia mí. Se había puesto seria de pronto—. «Carcajadas huecas en salas de mármol».

—¿Shakespeare? —dije, mirándola.

Me guiñó un ojo y señaló su camiseta.

—Pink Floyd. Ya veo que te queda mucho por aprender.

Una Marian adolescente y en absoluto lo que yo esperaba al firmar el contrato para trabajar en la biblioteca en verano.

—Atención, chicos —dijo Marian, tendiéndome la mano. Tiré de ella y la levanté. Incluso en días tan calurosos como aquel, Marian conseguía mantener su aspecto impoluto. No tenía ni un pelo fuera de su sitio. Echó a andar delante de mí y su blusa estampada se agitó ligeramente—. Olivia, encárgate tú de los libros. Tengo un proyecto especial para Ethan en el archivo.

—Sí, claro, como no. La estudiante de sólida formación histórica tiene que colocar los libros mientras al perezoso alumno prácticamente analfabeto lo promueven al archivo. Que americano me suena todo eso —dijo Olivia. Miró al cielo y agarró una caja de libros.

El archivo no había cambiado desde el último mes, cuando me acerqué a pedirle a Marian trabajo para el verano y me quedé a hablar de Lena, mi padre y Macon. Estuvo muy compresiva, como siempre. Sobre la mesa de mi madre había decenas de viejos documentos de la Guerra de Secesión y su colección de pisapapeles de cristal antiguos. Junto a la deforme manzana de barro que le hice en primero tenía una reluciente esfera negra. La mesa aún estaba cubierta con sus libros y sus notas y las de Marian sobre unos mapas abiertos y amarillentos de Ravenwood y Greenbrier. Con cada trozo de papel que veía, sentía que ella seguía viva. Aunque en mi vida todo me fuera mal, en aquel sitio siempre me sentía mejor. Era como estar con mi madre, la persona que siempre sabía arreglar las cosas o, al menos, como hacerme creer que había forma de arreglarlas.

Pero yo estaba pensando en otra cosa.

—¿Esa es tu ayudante?

—Claro.

—No me habías dicho que era así.

—¿Que era cómo, Ethan?

—Como tú.

—¿Es eso lo que te molesta? ¿Su inteligencia? ¿O tal vez que sea rubia? ¿Es que una bibliotecaria no puede serlo? ¿Tiene que llevar gafas y moño? Yo creía que entre tu madre y yo te habíamos quitado esa idea de la cabeza. —Tenía razón. Mi madre y ella siempre fueron las dos mujeres más guapas de Gatlin—. Liv no se va a quedar mucho tiempo y sólo es un poco mayor que tú. Estaba pensando que lo menos que podrías hacer es enseñarle el pueblo, presentarles a algunos chicos de tu edad.

—¿A que chicos? ¿A Link? ¿Para que mejore su vocabulario y acabe con unos cuantos miles de neuronas menos? —No dije que Link se pasaría la mayor parte del tiempo intentando enrollarse con ella para que al final no pasara nada.

—Yo pensaba más bien en Lena —dijo. Siguió un silencio embarazoso incluso para mí. Claro que Marian había pensado en Lena, la cuestión era por qué yo no. Me miró a los ojos—. ¿Por qué no me dices que te preocupa?

—¿Qué quieres que haga, tía Marian? —repuse. No me apetecía hablar.

Marian suspiró y volvió al archivo.

—Se me había ocurrido que podrías ayudarme a ordenar todo esto. Evidentemente, una gran parte de este material pertenece al guardapelo y a Ethan y Genevieve. Ahora que conocemos el final de esa historia, tal vez convenga dejar sitio a la siguiente.

—¿Cuál es la siguiente? —dije agarrando la vieja foto de Genevieve con el guardapelo. Me acordé de la vez que la vi con Lena. Sólo habían pasado unos meses, pero parecía que fueran años.

—Yo diría que la tuya y la de Lena. Lo que sucedió el día de su cumpleaños da pie a muchas preguntas, la mayoría de las cuales no puedo responder. No conozco ningún caso en que un Caster no tenga que escoger entre la Luz y la Oscuridad la noche de su cristalización. Menos en la familia de Lena, claro, donde la elección no depende de ellos. Ahora que Macon no está aquí para ayudarnos, me temo que nos toca a nosotros encontrar las respuestas.

Lucille irguió las orejas y subió de un salto a la silla de mi madre.

—No sabría por dónde empezar.

—«Quien elige por dónde empezar su camino elige también el lugar de su destino».

—¿Thoreau?

—Harry Emerson Fosdick. Algo anterior y más oscuro, pero, en mi opinión, muy importante —dijo Marian. Sonrió y colocó la mano en la puerta.

—¿No me vas a ayudar?

—No puedo dejar sola a Olivia mucho tiempo, es capaz de recolocar toda la colección. Y entonces sí que tendría que ponerme a estudiar chino. —Se quedó quieta un momento, observándome, como habría hecho mi madre—. Creo que puedes arreglártelas solo. Al menos de momento.

—No me queda más remedio, ¿verdad? No me puedes ayudar, porque eres una Guardiana.

Aún me dolía la revelación de Marian: conocía la relación de mi madre con el mundo de los Caster, pero nunca me explicaría en qué consistía, ni los motivos. Había muchas cosas sobre mi madre y su muerte que Marian no me había contado. Siempre aludía a las innumerables normas que la obligaban en virtud de su condición de Guardiana.

—Sólo puedo ayudarte a que te ayudes. No puedo intervenir en el curso de los acontecimientos, en el devenir de la Luz y la Tinieblas, en el Orden de las cosas.

—Pues una mierda.

—¿Cómo?

—Como la primera norma de Star Trek. Hay que dejar que el planeta siga su propio curso. No se puede introducir el hiperespacio ni la velocidad de curvatura. Los habitantes tienen que descubrirlos por sí mismos. Pero el capital Kirk y la tripulación del Enterprise siempre acaban rompiendo las reglas.

—Al contrario que el capitán Kirk, yo no tengo elección. Un Guardián está obligado a no intervenir a favor de las Tinieblas o de la Luz. No podría cambiar mi destino aunque quisiera. Ocupo mi propio lugar en el orden natural del mundo de los Caster, en el Orden de las Cosas.

—Lo que tú digas.

—No es una elección. No tengo autoridad para cambiar el funcionamiento de las cosas y si lo intentara, no sólo me destruiría a mí misma, sino a las personas a quienes intentara ayudar.

—Pero mi madre acabó muerta. —No sé por qué dije eso, pero no encontraba ninguna lógica en el razonamiento de Marian. Para proteger a las personas que quería, no podía intervenir, pero la persona a la que más había querido había muerto de todas formas.

—¿Me estás preguntando si pude evitar la muerte de tu madre?

Claro que se lo estaba preguntando. Bajé la cabeza. No sabía si estaba preparado para escuchar la respuesta.

Marian me levantó la barbilla para que la mirara a los ojos.

—No sabía que tu madre estaba en peligro, Ethan. Pero ella sí sabía el riesgo que corría —dijo con voz vacilante. Comprendí que había ido demasiado lejos, pero tampoco había podido evitarlo. Llevaba meses reuniendo el coraje suficiente para mantener aquella conversación—. Ojalá en aquel coche hubiera ido yo y no ella. ¿No te has parado a pensar que tal vez me haya preguntado miles de veces si sabía algo o podría haber hecho algo para salvar su vida…? —dijo con un hilo de voz y se interrumpió.

Yo me siento igual. Tú sólo te aferras a otra parte del borde del mismo abismo. Los dos estamos perdidos. Eso querría haberle dicho. En vez de ello, dejé que me diera un breve abrazo. Luego se aparto, cerró la puerta dejándome a solas y casi ni me di cuenta.

Me quedé mirando aquel montón de papeles. Lucille saltó de la mesa a la silla.

—Ten cuidado. Esas cosas son más viejas que tú.

La gata ladeó la cabeza y me miró con sus ojos azules. Luego se quedó completamente quieta, con los ojos clavados en la silla de mi madre. Allí no había nada, pero recordé lo que Amma me había contado en cierta ocasión sobre los gatos. «Los gatos ven a los muertos. Por eso se quedan tanto tiempo con la mirada fija. Parece que miran al vacío, pero no, miran a través del vacío».

Me acerqué a la silla.

—¿Mamá?

No me respondió. O tal vez sí, porque sobre la silla había un libro que no estaba un minuto antes: Luz y tinieblas. Los orígenes de la magia. Era uno de los libros de Macon, lo había visto ya en la biblioteca de Ravenwood. Lo agarré y cayó al suelo un envoltorio de chicle —un marcapáginas de mi madre, sin duda—. Me agaché para cogerlo y todo empezó a dar vueltas. Las luces y los colores giraron a mi alrededor. Intenté fijar la vista en algo, en lo que fuera, para no caerme, pero estaba demasiado mareado. El suelo de madera se fue acercando. Al darme contra él, el humo me abrasó los ojos…

Cuando Abraham regresó a Ravenwood, las cenizas ya habían llegado a la mansión. Los restos calcinados de las grandes casas de Gatlin descendían flotando desde las ventanas abiertas de la segunda planta como copos de nieve negra. Al subir las escaleras, sus pisadas quedaron marcadas en la fina capa oscura que cubría el suelo. Cerró las ventanas de arriba sin soltar el Libro de la Lunas ni por un segundo. Aunque hubiera querido, no podría haberlo hecho. Ivy, la vieja cocinera de Greenbrier, tenía la razón, el libro lo llamaba entre susurros que sólo él podía oír.

Al llegar al estudio, lo dejó en la elegante mesa de caoba. Sabía exactamente qué página quería consultar, como si el propio libro pasara las hojas y supiera lo que Abraham quería. Por su parte, aunque nunca lo había visto, Abraham sabía que aquel libro tenía la respuesta, una respuesta que garantizaría la supervivencia de Ravenwood.

El libro le ofrecía lo que deseaba más que ninguna otra cosa. Pero quería algo a cambio.

Abraham leyó las palabras en latín y las reconoció de inmediato. Era un hechizo sobre el que había leído en otros libros. Siempre pensó que no era más que una leyenda, pero se había equivocado, lo tenía ante sus ojos.

Oyó la voz de Jonas antes de verle.

—Abraham, tenemos que irnos. Llegan los federales. Prenden fuego a todo lo que encuentran y no van a parar hasta que lleguen a Savannah. Tenemos que refugiarnos en los Túneles.

Abraham respondió con voz resuelta, con una voz que ni siquiera a él le pareció la suya.

—No pienso ir a ninguna parte, Jonas.

—¿Qué quieres decir? Vamos a salvar lo que podamos y salgamos de aquí —insistió Jonas acercándose a su hermano y poniéndole una mano en el hombro. Al hacerlo, se fijó en el libro y advirtió el texto en latín sin poder creer lo que estaba viendo.

—¿El Daemonis Pactum? ¿El Pacto con el Demonio? —leyó, y retrocedió unos pasos—. ¿Eso es lo que creo que es? ¿El Libro de las Lunas?

—Me sorprende que lo reconozcas. Cuando estudiábamos, no le prestaste mucha atención.

Jonas estaba habituado a los insultos de Abraham; lo que le sorprendió fue su tono de voz, tan distinto al de siempre.

—No te atrevas, Abraham. No puedes…

—No te atrevas tú a decirme lo que puedo y lo que no puedo hacer. Te quedarías ahí plantado mirando cómo se quema esta casa sin mover un dedo para impedirlo. Nunca has sido capaz de hacer lo que había que hacer. Eres débil, igual que madre.

Jonas se tambaleó como si le hubiera dado un puñetazo.

—¿De dónde lo has sacado?

—Eso no te importa.

—Abraham, no seas loco. El Pacto con el Demonio es demasiado poderoso y no se puede controlar. Vas a hacer un trato sin saber qué tendrás que sacrificar a cambio. Tenemos otras casas.

Abraham apartó a su hermano. Aunque apenas lo tocó. Jonas cruzó volando la estancia.

—¿Otras casas? Ravenwood es la base del poder de nuestra familia en el mundo Mortal, ¿y tú crees que voy a permitir que un puñado de soldados la queme? Voy a valerme de esto para salvar Ravenwood —dijo, y levantó la voz—. Exscinde, neca, odium incende; mors portam patefacit. Destruye, mata, odia; la muerte abre puertas.

—¡Abraham, detente!

Era demasiado tarde. Abraham pronunció el hechizo como si lo conociera desde siempre. Jonas miró a su alrededor con pánico, esperando a que cobrara forma. Pero ignoraba lo que había pedido su hermano, lo único que sabía era que se cumpliría. Así de poderoso era aquel hechizo, que, sin embargo, también se cobraba un precio que siempre era distinto. Jonas corrió hacia su hermano y una esfera pequeña y perfecta del tamaño de un huevo cayó de su bolsillo y rodó por el suelo.

El objeto, que brillaba, fue a parar a los pies de Abraham, que lo recogió y le dio vueltas en la mano.

—¿Qué pretendías hacer con un Arco de Luz, Jonas? ¿Tenías pensado atrapar a algún Íncubo en particular con este ingenio tan arcaico?

Jonas retrocedió a medida que Abraham se le acercaba, pero este era demasiado rápido. En el espacio de un parpadeo, lo empujó contra la pared y le apretó el cuello con su enorme mano.

—No, claro que no. Sólo…

Abraham apretó más.

—¿Qué iba a hacer un Íncubo con el único recipiente que puede atrapar a los de su especie? ¿Acaso crees que soy estúpido?

—Sólo intento protegerte de ti mismo.

Con rapidez y destreza, Abraham clavó los dientes en el cuello de su hermano e hizo lo impensable… bebió.

El pacto estaba sellado. Ya no se alimentaría ni de los recuerdos ni de los sueños de los Mortales. A partir de ese día, ansiaría sangre.

Cuando se sació, soltó el cadáver flácido de su hermano y lamió la ceniza que manchaba su mano. El negro residuo todavía conservaba el sabor de la carne.

—Deberías haberte preocupado más de protegerte a ti mismo —dijo Abraham, y se apartó del cuerpo de su hermano.

—Ethan.

—¡Ethan!

Abrí los ojos. Estaba tendido en el suelo del archivo. Marian se inclinaba sobre mí con un pánico impropio de ella.

—¿Qué ha pasado?

—No lo sé. —Me incorporé frotándome la cabeza y frunciendo el ceño. Bajo el pelo noté un chichón—. Al caer debo de haberme dado con la mesa.

El libro de Macon estaba abierto en el suelo. Marian me miró con cara de haber puesto en marcha su misteriosa percepción extrasensorial… o quizá no tan misteriosa considerando que hacía tan sólo unos meses había podido acompañarme en mis visiones. Al cabo de unos instantes aplicó una bolsa de hielo en mi dolorida cabeza.

—Vuelves a tener visiones, ¿verdad?

Asentí. En mi cabeza se sucedían imágenes, pero no podía concentrarme en ninguna.

—Es la segunda vez. Tuve una la otra noche al agarrar el diario de Macon.

—¿Qué viste?

—Era la noche de los incendios, como en las visiones del guardapelo. Ethan Carter Wate ya había muerto. Ivy tenía el Libro de las Lunas y se lo daba a Abraham Ravenwood, que ha aparecido en las dos visiones. —Al pronunciarlo, el nombre de Abraham Ravenwood sonó denso y confuso. Era el personaje más infame en el condado de Gatlin.

Me agarré al borde de la mesa para mantener el equilibrio. ¿Quién quería que yo tuviera aquellas visiones? Y lo más importante, ¿por qué?

Marian guardó silencio unos instantes sin soltar el libro.

—¿Y? —se interesó, con atención.

—Había alguien más. Su nombre empieza con J. Judas… José… ¡Jonas! Eso es. Creo que eran hermanos. Y los dos eran Íncubos.

—No sólo Íncubos —afirmó Marian cerrando el libro—. Abraham Ravenwood era un poderoso Íncubo de sangre, el primero del linaje de Íncubos de sangre de los Ravenwood.

—¿Qué quieres decir?

¿De modo que la leyenda que se contaba en el pueblo era cierta? Al parecer, yo había atravesado otra capa de niebla de la historia sobrenatural de Gatlin.

—Aunque todos los Íncubos son oscuros por naturaleza, no todos ellos se alimentan de sangre. Pero en cuanto uno elige hacerlo, los demás heredan ese instinto.

Me apoyé en la mesa. La visión empezaba a perfilarse.

—Abraham… Por eso Ravenwood no se quemó, ¿verdad? Pero no firmó un Pacto con el Diablo, lo firmó con el Libro de las Lunas.

—Abraham era peligroso, quizá más peligroso que ningún otro Caster. No sé por qué aparece ahora en tus visiones. Por suerte murió joven, antes de nacer Macon.

Hice un cálculo mental.

—¿Eso es joven? ¿Cuánto tiempo viven los Íncubos?

—De ciento cincuenta a doscientos años —respondió Marian, y dejó el libro sobre su mesa—. No sé que tiene todo eso que ver contigo o con el diario de Macon. Lo que sí sé es que no debí dártelo. He interferido. Deberíamos dejar este libro aquí.

—Tía Marian…

—No insistas, Ethan. Y no se lo digas a nadie, ni siquiera a Amma. No sé cómo podría reaccionar si mencionas el nombre de Abraham Ravenwood en su presencia. —Me rodeó por los hombros y me dio un apretón afectuoso—. Y ahora, vamos a terminar de colocar esos libros antes de que Olivia llame a la policía.

Se volvió e introdujo la llave en la cerradura de la puerta.

Había una cosa más y tenía que decírsela.

—Me vio, tía Marian. Abraham me miró a los ojos y me llamó por mi nombre. Es la primera vez que me ocurre, en ninguna otra visión había pasado.

Marian se quedó inmóvil con la mirada fija en la puerta, como si pudiera ver a través de ella. Pasaron los segundos antes de que girara la llave para abrir.

—¡Olivia! ¿Y si le pides unos minutos de descanso al señor Dewey y nos vamos a tomar un té?

Nuestra conversación había concluido. Marian era una Guardiana y la bibliotecaria jefe de la Biblioteca Caster, la Lunae Libri. No podía decirme más sin violar sus obligaciones. No podía tomar parte ni cambiar el curso de los acontecimientos en cuanto estaban en marcha. No podía interpretar para mí el papel de Macon y tampoco era mi madre. En esos momentos, comprendí que estaba completamente solo.