no quiero extenderme mucho sobre el resto del tiempo que pasamos en el Ala Sur. Como ya habrás adivinado, yo me enorgullezco de mi papel de auténtico guardián del castillo de Otramano. Me gusta verme como el valiente y noble protector de todos sus moradores; bueno de todos menos de Colegui, claro. Pero no te voy a engañar: en aquellos pasadizos oscuros y pestilentes me sentía absolutamente aterrorizado.
Aún no sé con exactitud cómo logramos salir de allí. Lo que nos salvó fue mi aguzada visión de cuervo, que me permite ver en una oscuridad casi total. Cuando se apagó la linterna, se activó mi visión nocturna y conseguí ver un poquito en medio de las tinieblas. Me adelanté revoloteando de una estancia a otra, llamando a Solsticio todo el rato para que supiera dónde estaba. Ella me seguía y me llamaba a su vez con angustia.
—¿Edgar? ¿Estás ahí, Edgar?
—¡Orc! —gritaba yo—. ¡Rark! —para que tuviera la seguridad de que no iba a abandonarla.
Y no sé cómo, tras muchas horas vagando penosamente, salimos parpadeando al castillo propiamente dicho.
—¡Grito! —dijo Solsticio al cabo de un par de minutos—. Ya casi es hora de cenar. Me voy a meter en un buen lío.
Corrimos
(ella corrió, yo volé; los cuervos no corremos salvo en
circunstancias muy extrañas) por los pasillos del tercer piso,
dándonos prisa para llegar al comedor antes de que las campanadas
de las siete anunciaran que la cena estaba servida.
Solsticio sabía muy bien que si su padre se enteraba de dónde había estado, le soltaría una severa reprimenda agitando el dedo.
Pasaba un minuto de las siete cuando, con un último acelerón, entró en el comedor a toda velocidad y dio un patinazo en el suelo encerado. Pero no tenía de qué preocuparse. No había nadie.
Tardamos cinco minutos en encontrar a la gente. Estaban todos apiñados en la cocina, formando un corro alrededor de algo… O de alguien más bien.
—¿Quién es?
—¿Una de las doncellas?
—¿Cuál?
—¿Qué importancia tiene?
—Es para las medidas de la funeraria.
—Ah. Madeleine, me parece.
—¿Madeleine Mary-Jane?
—No. Madeleine Trixi Helena Loretta Jo-Jo L’Amour.
—Vale. Entendido.
Silvestre me oyó cuando me posé aleteando en una mesa y, al volverse, vio que Solsticio llegaba detrás.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
—¿No te has enterado? —dijo Silvestre—. Es una de las doncellas. Está muerta de miedo. Muertita del todo. Despavorida por el… «ya sabes qué».
—¡Juark! —declaré.
—¡Grito! —dijo Solsticio—. Nosotros dando vueltas todo este rato por el Ala Sur y, mientras, el malvado «ya sabes qué» pegando sustos de muerte al personal aquí mismo.
Un presentimiento horrible me sacudió las entrañas. Y no era porque solo me hubiera zampado un mísero ratón en todo el día, que quede claro.
Se avecinaban días siniestros en el castillo de Otramano. Siniestros de verdad.