el día fue largo y agotador. Una vez terminada la estampida a la segunda planta, después de que alguien observara que el monstruo no subía las escaleras serpenteando, y de que otro se preguntara en voz alta si estaría digiriendo a Alicia, y un tercero le dijera al segundo que se callara la boca, el aburrimiento empezó a apoderarse de todos.

Es sorprendente con qué rapidez se impone la monotonía al miedo mortal cuando llevas un par de horas esperando a ser devorado. Así pues, a la hora en la que debería haber tenido lugar el almuerzo, todo el mundo opinó que no estaría de más trasladar las cosas un poco más arriba, y todas las manos útiles del castillo se pusieron en movimiento de inmediato para hacer el traslado al siguiente piso.

Bueno, casi todas las manos. Con las notables ausencias de Lord Pantalín, Lady Otramano y Colegui. A nadie le gusta, de todos modos, que un mono ande manoseando sus cosas.

Fue más o menos a esa hora cuando alguien se acordó de la abuela Slivinkov, la madre de Mentolina, y enseguida enviaron a varios lacayos temblorosos con una silla de manos para que la rescataran de su guarida. Regresaron con ella a cuestas y empezaron a subir hacia las alturas del castillo para encontrarle un desván aún más alto que la buhardilla donde se pasa la vida.

Ofrecían un espectáculo digno de verse. Los cuatro lacayos sujetando la silla de manos, uno en cada esquina, y, encaramada allá arriba, la vieja Lady Slivinkov, una mujer apergaminada y de largo pelo gris, pero con unos ojos todavía capaces de fulminarte en un santiamén.

Pasaron de largo y yo me estremecí.

Luego regresó el aburrimiento.

Mientras miraba cómo trajinaban todos, me pregunté por qué tenía la impresión de que aquella clase de cosas pasaban últimamente más a menudo que antes. No hablo del traslado de muebles, sino de Cosas Raras. Extraños visitantes, apariciones de fantasmas, ruidos misteriosos. Quizá son imaginaciones mías, pero yo diría que algo está pasando: algo que no consigo averiguar qué es. Mira que soy un experto en el asunto, quiero decir, en los Líos del Castillo de Otramano, pero reconozco que esta vez estoy desconcertado. Hay una corriente maligna subterránea que no soy capaz de sondear del todo.

Me estoy yendo por las ramas.

Observé la procesión de armarios y sillas que desfilaba escaleras arriba. Poco podía hacer yo para echar una mano, ya que el cielo no me ha dotado de manos, pero me dediqué a dar saltitos con aire animoso de aquí para allá, y emitir algún graznido simpático cuando Silvestre y Solsticio subían cargados con pilas de libros hasta las cejas.

Tal vez fuera porque no habían almorzado, o porque estaban cansados y un poquito asustados, y se les veía en la cara; el caso es que, en una rara muestra de afecto hacia el chico, di un salto y me posé en su coronilla.

¡Orc! —le dije. Lo cual, en la majestuosa lengua de los cuervos, es una expresión que puede significar muchas cosas. Pero en este caso quería decir: «Bueno, bueno, jovencito, lamento verte tan apurado».

Quizá se debió al cansancio, al hambre y al miedo, pero Silvestre, ni corto ni perezoso, me lanzó un tremendo derechazo con su puño rechoncho. Brinqué para esquivarlo, pero aun así me dio en un ala, y salí cojeando hacia Solsticio en busca de protección.

¡Ajorc! —le dije, lo cual puede traducirse más o menos como «¡Eh!», y me subí encima de su cabeza.

¡Orc! —insistí. Pero ella, para mi gran desdicha, hizo como su irritable hermanito y me apartó de un manotazo.

—¡Edgar! —gritó—. ¿Es que no puedes dejarnos tranquilos ni un minuto? ¡Estamos tratando de salvar el castillo y tú no haces más que meterte en medio!

Bueno: casi se me cayeron las plumas al oírlo.

No hizo falta que me lo repitiese. Bajé desolado al suelo en un revoloteo y eché a andar airadamente por el pasillo, con un aspecto —creí yo— muy digno y ofendido.

—¡Ja, ja! ¡Mira! —La irritante carcajada de Silvestre resonaba a mi espalda—. ¡Mira al viejo Pico Afilado! ¡Está caminando! ¡Fíjate qué pinta más ridícula!

Bueno, ya estaba bien. Había sido una tontería por mi parte ponerme a caminar delante de unos humanos, así que alcé el vuelo, crucé a toda velocidad el pasillo y ascendí dejando las escaleras atrás. Al pasar, oí que Solsticio le decía a su hermano:

—¡Ay! ¿No se habrá enfadado, verdad?

—No seas tonta. Es sólo un pájaro viejo.

—Sí —respondió ella—. Supongo que tienes razón.

Estaba completamente harto, por muy Guardián de Otramano que fuese. Me largaría de una vez por todas; dejaría que se ahogaran todos y buscaría un nuevo castillo habitado por gente más simpática. Gente que me dijera cosas amables, como por ejemplo, qué listo era, y qué plumas tan negras, y qué pico tan fuerte… A los cuervos les gusta que les digan esas cosas de vez en cuando.

Con ese objetivo en la cabeza, decidí explorar toda la parte del castillo que aún no estaba sumergida para buscar una salida. Sólo me hacía falta encontrar un agujero del tamaño de un cuervo y sería libre.

Tenía que haber alguna grieta en la piel del castillo. Un cristal roto, la puerta de una terraza entreabierta, un conducto de aire o… ¡Sí!, ¡claro! Ya había estado aquel mismo día a punto de encontrar una vía de escape.

¡Las chimeneas!

Pero, ¡ay! Sólo de pensar en aquellos tubos estrechos y oscuros llenos de hollín… ¡Agg!

¿Podría conseguirlo, además?

Sí, claro que podría. Lo único que tenía que hacer era volar hasta arriba de todo: hasta alguna habitación con chimenea que quedara cerca del tejado, y así el trayecto resultaría relativamente corto. Un enérgico aleteo y sería libre. Me vino a la cabeza en ese momento una imagen de mi audaz huida, justo cuando salía disparado como un cohete negro por el aire azul y despejado del valle.

¡Adelante!

Había subido ya hasta el quinto piso cuando encontré lo que iba buscando: la puerta de una habitación abierta. Bajé al suelo y entré. Sólo una vez en su interior comprendí dónde estaba: eran los aposentos privados de Lord y Lady Otramano. Después del gabinete tenebroso de la abuela Slivinkov, no hay otra zona más prohibida que esa en todo el castillo.

«No importa, cualquier chimenea servirá», me dije. Crucé a hurtadillas la antecámara y vi otra puerta abierta que, si no recordaba mal, daba al dormitorio: uno que sin duda tendría una chimenea y, a través de ella, una salida al exterior.

Ya estaba a mitad de la alfombra turca cuando me detuvo en seco una voz almibarada.

—¡Edgar!, ¡querido pájaro! —Me volví en redondo. Era su Señoría, Lady Otramano—. Últimamente no te vemos mucho por aquí arriba, ¿verdad, Edgar?

«No, no nos vemos —pensé— porque usted y su marido, cada uno a su manera, están sonados: peligrosamente majaretas».

Mentolina tenía un pañuelo en una mano y una especie de artilugio de cocina en la otra (no sabía bien qué era).

—¡Mira! —gritó de repente. Me pilló tan desprevenido que por poco salto fuera de mis plumas—. ¡Mira! Esto es lo único que ha quedado de mi preciada colección de moldes de repostería. ¡Esta ridícula bandeja de magdalenas! ¡Ay, todas mis ilusiones se han ido al garete!

Se sentó en la cama soltando suspiros y exclamaciones de pesar y se tapó la cara con el pañuelo.

—Ven aquí, querido pajarito. Ven a sentarte conmigo.

Miré alrededor, nervioso. Pero no me quedaba otro remedio.

Salté sobre la cama, junto a ella, y tuve que soportar que me acariciara las plumas del cuello. Ladeando la cabeza, le eché una mirada. A mí me parecía muy vieja, a pesar de que yo la superaba diez veces en edad, pero me imagino que la juzgaba desde el punto de vista humano. «Vieja estúpida —pensé—. Su casa se viene abajo, sus criadas caen devoradas una a una, y es muy posible que sus propios hijos sean los siguientes… Pero en lo único que piensa es en sus malditos moldes».

—Supongo que creerás —dijo— que no hago más que pensar en pasteles. Pues no, Edgar. También pienso en otras cosas. De gran importancia. En galletas, por ejemplo; en panes y bollos.

Bueno, era el colmo. Busqué con la vista la chimenea.

Pero ella continuó.

—Y pienso en otras cosas más importantes aún. En la gente, en los seres queridos a los que no desearía ver en apuros.

Me detuve en seco sin dar crédito a mis oídos. ¡La vieja bruja había perdido la chaveta del todo! Pero no, porque aún continuaba su discurso.

—Y me da mucha, pero mucha pena, querido Edgar, pensar que Solsticio y mi pequeño Silvestre pueden acabar devorados por esa cosa. O si no, ahogados. Y luego está su Señoría, Lord Otramano, a quien debí de amar en tiempos. Me parece que sería muy triste morir masticados por esa… —sofocó un grito—, esa cosa horrible que he visto en el agua, ¿no crees?

«Sí —pensé yo—. Ya lo creo que sí».

¡Urk! —dije—. ¡Urk! ¡Orc!

—Mmm… —prosiguió, con aire soñador—, ¿qué dices, querido? En fin, la verdad es que no sé qué hacer. El agua sigue subiendo, la fiera anda rondando por el castillo y supongo que a nadie se le habrá ocurrido guardar un poco de comida de las cocinas antes de que quedaran sumergidas. Mi pobrecito Silvestre no puede pasar sin su almuerzo y su cena. Se va a morir de hambre antes de que llegue la hora del desayuno.

«Échaselo de comer al monstruo —pensé—, y nos dará un respiro un par de noches». Al menos ese fue mi primer pensamiento, porque enseguida quedó borrado por otro distinto. Me maldije por ser un viejo pajarraco tan tonto y sentimental.

—Sí —continuó ella—. La gente es más importante que un molde de repostería. Bueno, casi tan importante.

En cuanto oí esa frase, salté de las garras de Mentolina y me lancé hacia la chimenea. Tres aleteos más tarde, volví a saborear el aire puro y me elevé por un cielo azul, azul.