me puse a golpear frenéticamente con el pico el cristal de la ventana, cosa que provoca bastante ruido, te lo aseguro; pero con todo el jaleo que había en el laboratorio, no conseguía que nadie me oyera.

Los arañazos en la puerta, la única de toda la habitación, subieron de volumen, y yo ya me imaginaba a la fiera hambrienta y sedienta de sangre. En el interior del laboratorio identifiqué a Pantalín y Fermín, a Mentolina y Sartenes, a Solsticio (¡hurra!), a Silvestre y Colegui (vaya, habría que esperar a la próxima ocasión), todos espachurrados entre el servicio doméstico del castillo al completo, o al menos entre los que aún no habían sido devorados. La abuela Slivinkov permanecía sentada completamente inmóvil en lo alto de la silla de manos, que todavía sujetaban cuatro lacayos exhaustos. Pantalín gritaba a dos mozos y una doncella que estaban tirando sus artilugios al suelo mientras se subían corriendo a las mesas con la esperanza de salvarse así cuando llegara el momento.

Y ese momento parecía muy próximo, porque yo ya veía cómo se astillaba la madera de aquella puerta desvencijada. A cada crujido, los gritos y los berridos de desesperación se elevaban varios decibelios.

También contribuían al alboroto las ranas de Pantalín, porque la gente había pisoteado sus jaulas y ahora croaban y saltaban por todas partes, asustando mortalmente a criadas y doncellas, y desde luego sin dar el menor indicio de que su croar fuera a producir ningún fenómeno meteorológico, ni mucho menos un trueno o un relámpago. Sonó otro golpe en la puerta y entonces oí a Solsticio con toda claridad.

—¡Grito! —exclamó—. Está entrando agua por debajo de la puerta.

Aquello ya fue la locura. La habitación entera se convirtió en un manicomio durante cinco minutos, mientras yo aleteaba y daba saltos como un gato metido en una olla hirviendo. Pero no había forma, seguían sin verme. Hasta que alguien reparó en mí.

Colegui.

Se puso a chillar como una gaviota ansiosa de atención y todos se dieron la vuelta a la vez para ver qué había visto.

—¡Oh! —gritó Solsticio—. ¡Edgar!

—¡Déjalo en paz! —replicó Pantalín—. Tenemos otros problemas más serios entre manos.

—No me gustó demasiado que me considerase un «problema», pero supongo que básicamente tenía razón.

Solsticio, sin embargo, se abrió paso entre la multitud hasta la ventana y trató una vez más de abrirla, pero fue en vano. Me fijé en que el agua ya les llegaba al tobillo porque una rana miserable flotaba entre sus piernas mientras ella me hablaba junto al cristal.

—Edgar, ¡has vuelto! —Parecía muy contenta de verme—. Tengo que decirte una cosa; Edgar, perdóname. Me he portado mal contigo y no tenía por qué hacerlo. Ya sé que tú sólo querías ayudar. He sido mala contigo y lo siento mucho. —Pegó la cara contra el cristal. Tan cerca de mi pico y, sin embargo, tan lejos…—. Quería que lo supieras, antes… Bueno, ya me entiendes, antes de que la puerta se venga abajo.

Me habría echado a llorar, pero ni siquiera para eso quedaba tiempo, porque los golpes en la puerta se habían vuelto aún más atronadores. Afuera, en el estrecho pasillo, la fiera seguramente estaba de agua hasta las orejas y, aunque quizá pudiese nadar un rato, se ahogaría en cuanto el nivel llegara al techo también allí, en el punto más alto del castillo.

Impulsado por aquella combinación diabólica —entre el agua que lo acosaba por detrás y el atracón monumental que le esperaba delante—, el monstruo reanudó sus ataques contra la puerta del laboratorio. Y al fin, con un tremendo crujido de madera astillada, su cabeza se coló por un agujero abierto limpiamente a un palmo del suelo.

Voy a dejar que te imagines por ti mismo el follón casi inimaginable que armaron aquellas dos docenas de personas (más un mono pequeño pero muy ruidoso) al ver aparecer las fauces abiertas del monstruo a través del agujero, apenas a un metro de distancia.

Aquel bicho era verdaderamente abominable.

Visto de cerca, aún resultaba más terrorífico de lo que yo habría podido creer. Cuando Solsticio me dijo que suponía que debía de tener más colmillos como el que habíamos encontrado, la verdad es que había dado en el clavo. La criatura de las cavernas contaba con tres hileras de dientes curvados dispuestas una detrás de otra, de tal manera que parecía que en aquella boca no hubiera sitio para nada más que dientes. Y sin embargo, pensé con melancolía, por allí era por donde habían desaparecido Isabel, Ana y Alicia: por aquel ávido gaznate que gorgoteaba de un modo asqueroso. ¡Ay!

Los ojos de la fiera estaban muy separados, uno a cada lado de su enorme y viscosa cabezota, y daba la impresión de que podía mirar en dos direcciones distintas a la vez, lo cual, me dije (con un poco de morbo, ya lo sé), debía de resultar muy práctico cuando andabas persiguiendo a alguien para devorarlo.

Y entonces… entonces me fijé en otra cosa, en algo que poco a poco fue entrando también en la mollera de aquella masa vociferante de gente. Aunque el monstruo había atravesado la madera con la cabeza, abriendo un buen agujero, no había logrado que la puerta cediera ni un centímetro más. Tampoco había entrado de un salto en el laboratorio como un cruce de bestia del infierno y de cachorrillo de labrador enloquecido, dispuesto a zamparse a todo bicho viviente. No: la verdad era que el monstruo se había quedado atascado.

Retorciéndose como un desesperado, pegando bocados terroríficos al aire, sí, pero atascado.

—¡Mirad! —dijo Solsticio, siempre la más avispada de los Otramano—. Está atascado.

—Tal vez sí, mi querida niña —dijo Pantalín—, pero date cuenta de que nosotros también estamos atascados. Y el agua sigue acosándonos.

Lo que decía su Señoría era cierto, porque el agua ya les llegaba a las rodillas, y yo, la verdad, sólo le veía a la situación un final desagradable.

Pero mientras contemplaba el aprieto en el que estaban metidos desde aquella posición estratégica, otro plan deslumbrante se deslizó por los pasadizos de mi cerebro.

Era un pensamiento sin palabras, al menos al principio; venía a ser más bien como una imagen cada vez más definida a medida que iba recordando algo que había visto hacía muy poco en aquella misma habitación. Me acordé, en efecto, de las torturas que Pantalín les había aplicado a los infortunados anfibios de Otramano, encerrados en la campana de cristal, y luego esa imagen se transformó y lo que vi fue aquel espantoso aparato colocado en la cabeza del inquietante bicharraco atascado en la puerta.

Debo decir que no me siento orgulloso de lo que vi en mi cabecita negra, pero no era momento para detenerse a analizar el lado oscuro de mi naturaleza. Lo único seguro era que tenía que poner mi plan en acción.

Pero ¿cómo? Creo haber mencionado ya que los cuervos no han sido dotados de manos. Así pues, tenía que conseguir que alguien viera lo que yo había visto en mi imaginación.

Salí disparado del alféizar de la ventana: a tal velocidad, de hecho, que juraría que Solsticio pensó que me había volatilizado. No: sólo salí volando. En dos aletazos, me colé en el laboratorio por el hueco de la chimenea, dando gracias al cielo por el hecho de que al constructor del torreón se le hubiera ocurrido poner una chimenea en un rincón tan reducido.

Entré como un torpedo y me lancé directamente al banco de trabajo, en uno de cuyos extremos se balanceaba al borde del desastre la campana de cristal más grande de Pantalín. Empecé a picotear su superficie con todas mis fuerzas, y para darme ánimos me imaginé que la campana era el cráneo de Colegui. El mono, por lo que vi de reojo, se aferraba al cuello de Silvestre muerto de miedo, así que me encontraba a salvo. Aunque, a decir verdad, no temía por mi propia seguridad en aquel momento: tenía cosas más importantes que hacer. Seguí picoteando el cristal, convencido de que acabarían captando mi plan y poniendo manos a la obra.

—Mirad —dijo Silvestre—. Edgar se ha vuelto majareta.

¡Juark! —grité. Pero ¿tan estúpida era aquella gente?

Inspiré hondo, aleteé hacia las Fauces de la Muerte, que se abrían y cerraban sin parar, y esquivé por poco un viaje que me lanzó la fiera con la cabeza, aunque me dejé un par de plumas en la maniobra. Entonces, jugándome el tipo, empecé a dar saltitos entre los ojos del monstruo, justo detrás de aquellas hileras de dientes trituradores. Volví a la campana de cristal y luego una vez más a la coronilla de la bestia. Y entonces, finalmente, Solsticio abrió la boca.

—Creo que quiere que le pongamos esa campana en la cabeza —dijo—. Pero no entiendo para qué.

—Sí —dijo Pantalín, excitado—. No. Sí, o sea, sí… ¡Ajá! ¡Ya lo tengo! ¡Se me ocurre una idea genial! ¡Conectemos la bomba!

Exhausto, alcé el vuelo, fui a posarme en una viga del techo y observé cómo Pantalín se adueñaba de la situación, como si la idea hubiera sido suya.

Casi como soñando, los miré maniobrar con la campana para colocarla justo sobre aquellas fauces hambrientas y babeantes. Le encajaba como un guante, no sobraba ni un milímetro.

«Bueno —me dije—, era lo que quería». Yo me había empeñado en que me entendieran por una vez Observé cómo adosaban las enormes mangueras a las válvulas que había a un lado de la campana y entonces, cuando Pantalín les hizo una seña, Fermín y un ayudante de mayordomo empezaron, muy concentrados, a empujar el mango de la bomba con todas sus fuerzas.

En una fracción de segundo se produjo un efecto de succión y la base de goma de la campana se pegó por sí misma a la puerta, sellando el destino de la fiera.

Lentamente, Fermín y su ayudante se aplicaron a su tarea. A medida que lo hacían, la presión en el interior de la campana iba en aumento. Justo entonces pensé que no sería mala idea mirar para otro lado. Me deslicé hasta el extremo más alejado de la viga, eché un último vistazo a la espantosa deformación que se estaba produciendo en la campana de cristal y escondí el pico bajo el ala.

La gente —eso fue lo último que vi— estiraba el cuello hipnotizada: horrorizada y fascinada a la vez ante los extraños cambios que se estaban produciendo bajo la pared de cristal. Supongo que podría haber intentado avisarles de lo que se avecinaba, pero seguramente no me habrían entendido. Nunca me entienden.

Oí la voz de Pantalín.

—¡Ahora, Fermín! ¡La válvula!

Y entonces resonó aquel repulsivo estampido que ya había oído antes con las ranas, sólo que ahora diez veces peor. Al mismo tiempo, el cristal no pudo resistir el brusco cambio de presión que se produjo en su interior y explotó en mil pedazos.

Se oyó el chapoteo de algo derramándose por toda la habitación y, al sacar el pico, vi que todo el mundo estaba cubierto de una porquería roja.

Yo parecía haberme librado, allá arriba en la viga, pero luego advertí que me había caído una gota en la garra derecha.

Me incliné y le di un lametón.

—¡Agg, Edgar!, ¡qué asqueroso! —gritó Solsticio.

«No, tampoco está tan mal», pensé.