8
La enfermera jefe encargada de cuidar a Gunvald Larsson hablaba en tono decidido e imperturbable.
—No puedo evitarlo —decía—. No me importa de lo que se trate. Lo que está en juego es la salud del señor Larsson y no mejorará si no dejan de telefonearle y de intranquilizarlo. Debe estar en completo reposo, y éstas son las órdenes del médico. Le dije lo mismo a Kollberg, que acaba de llamar y que por cierto estuvo muy grosero. No se le puede llamar hasta mañana, como más pronto. Adiós.
Martin Beck se quedó con el aparato en la mano. Luego se encogió de hombros y volvió a colgarlo.
Estaba sentado en su despacho de la Comisaría Sur. Eran las ocho y media de la mañana del martes, y ni Kollberg ni Skacke habían dado señales de vida. Kollberg parecía muy activo últimamente, así que probablemente no tardaría en aparecer.
Martin Beck volvió a coger el teléfono, marcó el número de la Comisaría de Maria y preguntó por Zachrisson. No estaba allí pero debía presentarse a su servicio a la una.
Martin Beck abrió un nuevo paquete de Floridas, encendió uno y se asomó a la ventana. No era un panorama precisamente atractivo el que se ofrecía a su vista. Una zona industrial sin ningún aliciente y una carretera de la que partían ramificaciones hacia el centro de la ciudad, invadidas por infinidad de brillantes vehículos que iban avanzando intermitentemente, a paso de tortuga. Martin Beck odiaba los coches y sólo en caso de extrema necesidad se ponía al volante. No le gustaba la comisaría provisional de Västerberga y estaba esperando el día en que la ampliación de la vieja comisaría de Kungsholom estuviera acabada y todos los departamentos esparcidos pudieran estar reunidos de nuevo bajo el mismo techo.
Martin Beck volvió la espalda al lúgubre panorama que se le ofrecía desde la ventana cruzó las manos detrás del cogote y se puso a mirar al techo mientras reflexionaba.
¿Cuándo, cómo y por qué había muerto Göran Malm y qué relación existía entre su muerte y el incendio? Una teoría fácil era suponer que alguien había matado primero a Malm y luego había prendido fuego a la casa para ocultar cualquier rastro. Pero en ese caso, ¿cómo había conseguido el posible asesino entrar en la casa sin ser visto por Gunvald Larsson o por Zachrisson?
Martin Beck oyó los pasos decididos de Skacke detrás de la puerta y un momento después apareció también Kollberg. Dio un puñetazo en la puerta de Martin Beck, asomó la cabeza, dijo hola y desapareció de nuevo.
Cuando volvió, se había quitado el abrigo y la chaqueta y se había aflojado la corbata. Se sentó en la silla de los visitantes y dijo:
—He intentado charlar con Gunvald Larsson por teléfono y no lo he conseguido.
—Ya lo sé —asintió Martin Beck—. Yo también lo he intentado.
—Por otra parte, he hablado con ese Zachrisson —dijo Kollberg—. Le llamé esta mañana a su casa. Gunvald Larsson llegó a Sköldgatan hacia las diez y media y Zachrisson se marchó entonces. Dice que la última señal de vida que pudo apreciar en el apartamento de Malm fue la luz que se apagó a las ocho menos cuarto. También dice que aparte de los tres invitados de Roth no vio a nadie entrar o salir por la puerta principal en toda la noche. Pero es difícil saber si se mantuvo alerta todo el tiempo. Pudo haberse quedado adormilado.
—Sí, supongo que sí —admitió Martin Beck—. Pero parece increíble que alguien tuviera la suerte de entrar en la casa y salir de nuevo sin ser visto.
Kollberg suspiró y se frotó la barbilla.
—No…, eso parece, desde luego, bastante increíble —dijo—. ¿Qué vamos a hacer ahora?
Martin Beck estornudó tres veces y Kollberg le bendijo cada vez. Martin Beck le dio las gracias cortésmente.
—Por lo que a mí respecta, voy a ir a hablar con el patólogo —anunció.
Alguien llamó a la puerta y Skacke entró y se quedó parado en medio de la habitación.
—Bueno, ¿qué quiere usted? —inquirió Kollberg.
—Nada —contestó Skacke—. Sólo quería saber si había alguna novedad sobre el fuego —como ni Martin Beck ni Kollberg respondieron, continuó, vacilante—: Quiero decir, si podía hacer algo…
—¿Has comido? —preguntó Kollberg.
—No —dijo Skacke.
—En ese caso, puedes traernos un poco de café para empezar —encargó Kollberg— y para mí tres bollos. ¿Qué quieres, Martin?
Martin Beck se levantó y se abrochó la chaqueta.
—Nada —contestó—. Me voy al Instituto Forense ahora mismo.
Se metió en el bolsillo el paquete de Floridas y las cerillas, y telefoneó para pedir un taxi.
El patólogo que había hecho la autopsia era un profesor de cabellos blancos, de unos setenta años. Había sido médico de la policía desde los primeros días en los que Martin Beck formaba parte del cuerpo como simple policía de patrulla; además, Martin Beck lo había tenido también como maestro en la escuela de policía. Desde entonces, habían trabajado juntos en gran número de casos, y Martin Beck sentía un gran respeto por su experiencia y sus conocimientos.
Llamó a la puerta del despacho del patólogo en el Instituto Forense de Solna, oyó el teclear de una máquina de escribir y abrió la puerta sin esperar que le contestasen. El profesor estaba sentado escribiendo a máquina junto a la ventana, de espaldas a la puerta. Acabó lo que estaba haciendo y sacó el papel de la máquina antes de volverse y ver a Martin Beck.
—¡Vaya! —exclamó—. Precisamente estaba sentado aquí escribiendo un informe preliminar para ti. ¿Cómo van las cosas?
Martin Beck se desabrochó el abrigo y se hundió en la silla de los visitantes.
—Regular —dijo—. Este asunto del incendio es un poco confuso. Y yo tengo un resfriado del demonio. Pero todavía no estoy a punto para una autopsia.
El profesor le miró inquisitivamente y le dijo:
—Deberías ir a un médico. No es bueno que pesques esos resfriados continuamente.
—¡Ah, los médicos! —exclamó Martin Beck—. Con el debido respeto a sus colegas, la verdad es que todavía no han aprendido a curar un resfriado corriente —sacó su pañuelo y se sonó con fuerza—. Bueno, vamos al grano —dijo—, Malm es la persona que me interesa en primer lugar y de modo especial.
El profesor se Quitó las gafas y las puso sobre su mesa de trabajo, frente a él.
—¿Quieres verlo? —le dijo.
—Prefiero no verlo —decidió Martin Beck—. Me conformo con lo que me diga.
—Debo confesar que no hay mucho que ver —murmuró el patólogo— y tampoco de los otros dos. ¿Qué es lo que quieres saber?
—Cómo murió.
El profesor sacó el pañuelo y comenzó a limpiar sus gafas.
—Me temo que no voy a poder decirte eso —rezongó—. Te he dicho ya casi todo lo que sé. He podido comprobar que estaba muerto cuando el incendio empezó. Estaba echado en su cama, sin duda completamente vestido, cuando el fuego comenzó.
—¿Pudo ser una muerte violenta?
El patólogo sacudió la cabeza.
—Es poco probable —dijo.
—¿No había heridas o contusiones en el cuerpo?
—Sí, naturalmente. Bastantes. El calor era muy intenso y él estaba tendido en la posición llamada de defensa. Su cabeza estaba llena de resquebrajaduras, pero se produjeron después de la muerte. Tenía también algunos rasguños y contusiones, probablemente debidos a la caída de vigas u otros objetos sobre él, y su cráneo estalló desde el interior a causa del calor.
Martin Beck asintió. Había visto víctimas de incendios otras veces y sabía lo fácil que solía ser para un profano pensar que los daños se habían producido antes de la muerte.
—¿Cómo llegó a la conclusión de que estaba muerto antes de que empezara el fuego? —preguntó.
—En primer lugar, no había señal alguna de que la circulación estuviera funcionando cuando el cuerpo sufrió la acción del fuego. Además, no se encontraron restos de hollín ni de humo en sus pulmones ni en sus zonas bronquiales. Los otros dos tenían grumos de hollín en sus órganos respiratorios y claros coágulos de sangre en sus membranas. En cuanto a ellos se refiere, no hay duda de que no murieron hasta después de producirse el fuego.
Martin Beck se levantó y se acercó a la ventana. Miró hacia abajo, la carretera en la que los vehículos amarillos del departamento de autopistas estaban esparciendo sal sobre el aguanieve gris casi derretida. Suspiró, encendió un cigarrillo y se volvió de espaldas a la ventana.
—¿Tienes alguna razón convincente para creer que le mataron de algún modo? —preguntó el profesor.
Martin Beck se encogió de hombros.
—Me parece difícil creer que muriese de muerte natural antes de que la casa se viniese abajo con el incendio —dijo.
—Sus órganos internos estaban completamente sanos —manifestó el patólogo—. La única cosa anómala que encontramos en él fue que el porcentaje de monóxido de carbono en la sangre era un poco elevado si se tiene en cuenta que no había respirado nada de humo.
Martin Beck estuvo allí durante otra media hora antes de regresar a la ciudad. Cuando bajó del autobús en Norra Bantorget y respiró el aire contaminado en la estación terminal, pensó que probablemente no existía un solo habitante en la ciudad que no sufriera intoxicación crónica de monóxido de carbono.
Estuvo pensando durante un rato en la importancia de lo que el patólogo había dicho acerca del monóxido de carbono detectado en la sangre del hombre muerto, pero luego dejó de pensar en ello. Descendió hacia el metro, donde las capas de aire eran aún más tóxicas.