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Trinidad

Nos ha venido muy bien esta horita para estirarnos un poco y darnos un paseo por Cienfuegos —dice Silverio—. No pensaba que el viaje fuera tan largo.

—Desde La Habana son más de trescientos kilómetros —apunta Marina.

—Padre, ¿usted no ha estado en Trinidad? —le pregunta Rosita.

—No, nunca había viajado a esta parte de la isla. Por lo poco que he visto, tú me dirás, Marina, que lo conoces mejor, tengo la percepción de que la huella española se nota bastante más en esta zona que en otros lugares de Cuba.

—Puede que sea más visible en su conjunto, porque las localidades por las que hemos pasado son más pequeñas y se aprecia mejor. Pero donde te quedarás asombrado es en Trinidad. Allí nadie puede negar su pasado español. Por algo ha sido la tercera ciudad fundada por los españoles.

—¿Cuáles fueron las dos primeras? —quiere saber Rosita.

—Esa misma pregunta me la hice yo —contesta Marina—, por ello conozco la respuesta. La primera fue Baracoa y la segunda Bayazo.

—¿En qué lugar fue fundada La Habana? —se interesa Silverio.

—La séptima —asegura Marina.

—¿Fueron fundadas con una diferencia grande de tiempo? ¿Las fundó la misma persona? —sigue indagando Rosita.

—Fue en el siglo XVI. En un periodo de unos cuatro años cuando el primer gobernador de la isla, Diego Velázquez de Cuéllar, realizó una campaña de colonización y nacieron las siete primeras villas —les cuenta Marina, que añade—: Estoy segura de que Trinidad os gustará. Sus calles empedradas, sus recoletas plazas y el colorido de sus típicas casitas cautivan a los visitantes.

—¿Y yo vine al mundo allí? —pregunta Rosita.

—No. Tú naciste muy cerca de Trinidad, en el conocido como valle de los Ingenios. En la preciosa mansión en la que yo vivía y en la que ahora nos alojaremos.

—¿Mi madre vivía contigo?

Marina tiene que realizar grandes esfuerzos, aunque lleva tiempo mentalizándose, sabe que debe prepararse para responder adecuadamente a muchos de los temas que van a surgir. Hablará con la gobernanta para que controle a los criados mayores para que no digan nada. Pide a Dios que Rosita no pregunte demasiado.

—No, Rosita, tu madre vivía en el batey, pero cuando le llegó la hora de dar a luz, para que fuera mejor atendida la trasladamos a mi casa.

—¿Qué es el batey? —pregunta Rosita.

—Se llama así al conjunto de las viviendas en las que residen los obreros.

Silverio nada puede hacer por ayudar a Marina. Es un viaje arriesgado, lo han hablado muchas veces, pero tenían que hacerlo. A él personalmente le va a resultar doloroso ver los lugares donde discurrió la anterior vida de Marina. Qué distinto habría sido todo si aquella fatídica noche no se hubiese conjurado todo para complicarles la vida. Pero Silverio sabe que no debe recrearse en lo que pudo haber sido. Le ha prometido a Marina pensar solo en el presente. Saber que se tienen el uno al otro, que su amor les hace fuertes.

—¿Rosita, has traído tus útiles de pintura? —quiere saber su padre.

—Sí. Espero poder hacer algo. Es un viaje muy emotivo para mí.

—Cuando veas la belleza del paisaje del valle de los Ingenios te quedarás extasiada —le dice Marina.

Rosita guarda silencio. Se encuentra realizando el viaje por el que ha suspirado durante mucho tiempo, aunque es verdad que ahora su vida está tan llena que si no lo hubieran hecho no protestaría. Por supuesto que desea conocer donde nació y el lugar en el que discurrió la vida de su madre, aunque sabe que no obtendrá más datos sobre su familia, porque no existen.

—Madre, ¿por qué se llama valle de los Ingenios?

—Se llaman ingenios a las haciendas que cuentan con instalaciones para trabajar la caña de azúcar. Ya sabes que de ella se obtiene azúcar, ron, alcohol y algún que otro producto. El valle cercano a Trinidad lo denominan de los Ingenios porque en él existen más de cuarenta explotaciones de este tipo.

—Marina, ¿es verdad que el cultivo de la caña de azúcar proviene de Canarias? —pregunta Silverio.

—Sí, así es. Además se dice que la palabra ingenio se utiliza como recuerdo del municipio de Ingenio en la isla canaria de Las Palmas —contesta Marina.

—Madre, ¿estamos ya en el valle de los Ingenios? —pregunta Rosita al ver una amplísima extensión toda verde.

—Sí, cariño. ¿Ves qué hermoso es y qué verdes tan distintos y tan intensos?

—El más fuerte que parece moverse como el mar, ¿es la planta del azúcar?

—Sí, y además venimos en el tiempo perfecto para poder ver la zafra —dice Marina.

—¿La zafra? —inquiere Rosita.

—La cosecha, la recolección, cuando se cortan las cañas para su preparación —aclara Marina.

—Qué preciosidad de casa. ¿Es ahí donde viviremos? —exclama Rosita impresionada.

—Esta es nuestra casa —asegura Marina.

—No me imaginé que fuera tan grande —apunta Silverio—. Es muy interesante la forma escalonada en que está construida.

—Se hizo así para salvar un desnivel de terreno y poder ubicarla en este lugar desde el cual la visión del valle es total —cuenta Marina.

Faltan solo unos metros para llegar a la entrada principal y un reducido grupo de personas los esperan en la entrada. Marina, desde la distancia, no consigue identificar a ninguna. En el momento en que ve a la gobernanta siente cómo la emoción se apodera de ella. Siempre contó con la ayuda de aquella mujer en los momentos difíciles.

Nada más bajarse del coche, Marina la abraza emocionada.

—Mi querida amita, doña Marina, doy gracias a Dios que me haya permitido vivir para poder verla de nuevo. Es usted la mejor mujer que conozco. Ha hecho tanto por nosotros.

—Bueno, bueno, no exagere, por favor. ¿Qué ha sido de los otros sirvientes?

—Algunos han muerto y otros se dedican a diversas ocupaciones en la finca, porque al estar la casa vacía no los necesito permanentemente.

—Este es Silverio, mi marido —dice Marina, presentándoselo a la gobernanta—, y Rosita, a quien usted ayudó a venir al mundo.

—¡Es preciosa! ¡Ay, si su madre pudiera verla! —dice la gobernanta, que no puede dejar de mirar los rasgados ojos verdes de Rosita.

—Me emociona saber que usted también conoció a mi madre —manifiesta la chica.

—La quería mucho, era una muchacha muy lista y buena. Le gustaban los niños, cuidaba de ellos en el batey. Todos la adoraban —confiesa la gobernanta.

Rosita no puede evitar sentir simpatía por aquella mujer negra con el pelo totalmente blanco. Ella, que es mulata, reconoce que prefiere relacionarse con personas blancas, pero en este caso es distinto. No porque la gobernanta haya conocido a su madre, algo que la llena de alegría, sino porque es una persona que transmite seguridad y mucha paz.

—Os propongo descansar un rato. Y así, al atardecer, recuperados del viaje, podemos salir a dar un paseo antes de la cena —dice Marina.

—Señora, he hecho algunos cambios en las habitaciones, espero que le gusten —comenta la gobernanta.

—Seguro que han quedado muchísimo mejor —contesta Marina, que de buena gana volvería a abrazar a su empleada por el detalle que ha tenido al intentar ayudarla cambiando un poco los escenarios de antes.

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—Silverio, cómo me gusta estar contigo aquí. Me emociona que esta preciosa playa a la que acudí una tarde en busca de paz y que con el rumor de sus cristalinas aguas consiguió tranquilizar mi espíritu, me vea ahora contigo. ¿Sabes? Aquella tarde pensaba en ti, Silverio. Te agradezco tanto que hayas hecho este viaje con nosotras. Sé lo duro que te resulta, pero para mí tu presencia es decisiva —confiesa Marina.

—¿Has pensado en algún momento que os dejaría venir solas? También yo sé lo que significa para ti esta estancia en Trinidad —le contesta Silverio.

—Una estancia que, gracias a Dios, no nos está dando ningún sobresalto —comenta Marina.

Los dos se encuentran sentados al lado de unas esbeltas palmeras en la playa de Ancón. Rosita se baña feliz en aquel mar esmeralda.

—Creo que a Rosita el viaje le está sentando de maravilla —opina Silverio.

—Estoy de acuerdo. Me ha comentado la gobernanta que una de estas mañanas se acercó con ella al batey y que Rosita se sentó con los más pequeños y les contó historias tratando de imitar lo que le contamos que hacía su madre.

—Cuánto me alegro. Por cierto, no te lo he comentado pero yo esperaba encontrarme con otra realidad en el batey —dice Silverio.

—La verdad es que ha mejorado muchísimo. No se parece en nada al que yo conocí —asegura Marina, que añade—: René ha hecho y hace una labor fantástica. Cada día soy más consciente del acierto que tuve al pensar en él para dirigir el ingenio.

—Pero tal vez no fuera lo mismo sin ti. Tú eres quien aprueba todos los cambios y decisiones importantes —apunta Silverio.

—Así es, aunque si él no fuera íntegro, podría hacer tantas cosas de las que yo no me enteraría. Ya has visto que vive en el batey, en una casa, poco mejor que las de los trabajadores, y cuando se quiere tomar un descanso se va a Trinidad donde ha comprado una vivienda. Piensa que podría residir en la casa principal. A su madre, que es la gobernanta, ya le comenté que habilitara una zona para él. Pero por más que insistí, siempre rechazó la propuesta.

—No es por restarle méritos —comenta Silverio—, pero es normal que se sienta agradecido. No solo le pagas un buen sueldo, sino que le has dado una pequeña participación en el negocio. Marina, no lo digo para halagarte, pero eres una bendición para esta gente.

—No exageres, cariño. Todo es poco, para lo mucho que han sufrido —dice ella.

—¿No tienes la sensación de que René y Rosita se han caído bien? —pregunta Silverio.

—Sin duda. La otra tarde se fueron juntos a pasear a caballo. Es increíble lo rápido que ha aprendido Rosita a montar, aunque a mí me sucedió lo mismo —asegura Marina.

—Pues yo ni lo intento —dice riendo Silverio.

—Mira, ya sale Rosita del agua. ¿Te has dado cuenta de lo preciosa que es?

—Podría dedicarse al cine —apunta Silverio.

—Dios no lo quiera. No suelen tener una vida muy ordenada las actrices —comenta Marina.

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Rosita, cada día encuentra algo nuevo que le hace querer más aquella tierra. El delicioso baño que acaba de tomar sería imposible en otro lugar. La arena casi blanca que acaricia sus pies y el paisaje con palmeras y flamboyanes la hacen sentirse en el cielo. De repente, un pensamiento cual ráfaga de frío viento la perturba. ¿Habrá podido disfrutar su madre de momentos como el que ella está viviendo? Seguro que no, se responde; era pobre y el batey no queda al lado de la costa.

Le resulta doloroso pensar que hubo una etapa en la historia en la que los negros eran esclavos. Por suerte, la situación había cambiado. Siguen asumiendo los trabajos más duros, pero ya algunos ocupan cargos antes impensables para negros.

Rosita mira a sus padres sentados bajo la cambiante y caprichosa sombra de las palmeras. Los quiere mucho, son muy buenos con ella. Reconoce que la admiración que siempre sintió por Marina es ahora mucho mayor al comprobar cómo trata a los negros, al ver cómo quiere a la gobernanta en la que confía plenamente. Se fía de la gobernanta y de su hijo René, que es un hombre guapísimo de unos cuarenta años, con unos ojos verdes rasgados que le recuerdan un poco los suyos. Es mulato, de piel mucho más oscura que la suya. Con René, que es amabilísimo, ha congeniado desde el primer momento. Marina y él la han enseñado a montar a caballo. Le sorprende que siendo como es, con el cargo que ocupa y con la estupenda apariencia física que tiene siga soltero, aunque igual tiene amores inconfesables, piensa Rosita con malicia.

Tanto la gobernanta como su hijo parecen muy buenas personas. Con ella ha hablado mucho de su madre y también de su abuela. A su padre casi nadie le conocía. Trabajaba en otro ingenio un poco alejado y murió al año de casarse, según le contaron.

Rosita se detiene para sentarse un rato en la orilla del mar. Le cuesta alejarse y renunciar al placer que le proporciona el contacto con el mar. Las olas son casi imperceptibles pero su caricia es placentera.

Allí sentada, besado su cuerpo por las aguas, vuelve a pensar en su madre. Cuánto daría por conocerla… Debería acudir a su tumba. ¿Por qué nadie la ha llevado al cementerio? En La Habana han ido a rezar ante la tumba de la primera mujer de Silverio. Aunque es cierto que tampoco aquí se han ocupado de visitar la tumba del marido de Marina.

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Rosita coloca unas flores en una sencilla tumba, como son la mayoría de las que se encuentran en aquella zona. Una cruz y una lápida en la que figura el nombre «Rosita González».

—¿Se apellidaba mi madre como Marina? —pregunta Rosita.

—No. Pero no sabíamos su apellido y doña Marina quiso ponerle el suyo —dice la gobernanta—. Ciertamente la trató como a una hermana. Ella fue quien consiguió que la enterraran aquí. Tu madre no tenía a nadie.

—¿Y mi padre? ¿Y mi abuela? ¿No están enterrados aquí?

—No. A tu padre es posible que lo hayan enterrado en el cementerio cercano a la zona donde trabajaba, que desconozco cuál es. A tu abuela, en cualquier lugar elegido por los negros. Piensa que normalmente nosotros no recibimos sepultura en estos cementerios. Hubo un tiempo en que no teníamos derecho a que nuestro cuerpo reposara en un ataúd. Éramos sepultados directamente en la tierra.

—Qué pena —exclama Rosita.

—Piensa que hemos sido esclavos durante mucho tiempo, con lo que eso significa. Fuimos tratados como animales —dice la gobernanta con pena.

—¿Mi madre fue esclava?

—No. Cuando tu madre nació, la esclavitud ya había sido abolida. Yo sí fui esclava —explica la gobernanta.

Rosita está impresionada, no sabe qué decir, le da mucha pena lo que le está contando la empleada de su madre. Le agradece sus explicaciones, pero casi prefería ignorar aquella realidad tan dura. Está deseando abandonar el cementerio pero antes dice:

—¿El primer marido de mi madre se encuentra enterrado aquí?

—Sí, es aquel monumento que se ve al fondo.

—¿Está él solo? ¿No hay nadie más de su familia sepultado con él?

—Su única familia era la señora. Antes de casarse siempre vivió él solo.

Rosita siente enormes deseos de preguntar por la vida de Marina con su primer marido Ricardo Cardoné, pero no le parece oportuno.

—¿El marido de mi madre Marina era el dueño de todas estas propiedades? —se limita a decir.

—Sí, y a su muerte lo heredó todo doña Marina —contesta la gobernanta.

—Qué pena que ella no haya podido venir con nosotras esta mañana.

—Pobre señora. Antes le daban con mucha frecuencia esos dolores de cabeza acompañados de náuseas, que la dejan totalmente imposibilitada. Dios quiera que a nuestro regreso se encuentre mejor.

—Pues yo nunca la había visto así —confiesa Rosita.

—Puede que sea el clima o el ambiente de este lugar los que le provocan las jaquecas.

La gobernanta sabe que a Marina no le sucede nada y que se ha inventado un profundo dolor de cabeza para no tener que ir al cementerio. Ella, que entiende muy bien la postura de su ama, se ha brindado para acompañar a la muchacha.

—Antes de irnos para casa, ¿podemos dar un paseo por Trinidad? —pregunta Rosita.

—Claro.

—Es que me hace ilusión volver a pasear por sus empedradas calles. Es una ciudad muy bonita.