INTRODUCCIÓN
1. Dos personajes
a) Cicerón.— Cicerón pronunció este discurso en el año 66, justo cuando había alcanzado los 40 de edad. Gozaba ya, después de su triunfo contra Verres —año 70— de un gran prestigio, el cual aún se aumentó gracias al brillante éxito obtenido en el 67 cuando, con el voto de todas las centurias, fue elegido en primer lugar para pretor[1]. Este cargo, que ejerció justa, legal y honradamente, le revistió —como él mismo dice— de autoridad y casi le impuso la obligación de intervenir en este importante debate sobre la ley Manilla en favor de Pompeyo[2]. Tal vez fue —y así lo creen muchos— que el orador, llevado de su amor desmedido a la gloria, tenía en estos momentos los ojos puestos en el consulado y necesitaba apoyos un poco más altos que los del pueblo[3]. Además se había reconciliado con los nobles a quienes había combatido en un principio y había aumentado su fortuna personal con diversos legados y ganancias[4]. Estaba, al fin, tocando la que era su gran aspiración, la dignidad de cónsul. Sólo le faltaba unirse al hombre en quien en aquellos momentos se cifraban en Roma todas las esperanzas.
b) Pompeyo.— De la misma edad que Cicerón —pues había nacido también en 106—, en el año 66 estaba por encima de todos los generales de Roma gracias a su fulgurante carrera militar y a los decisivos hechos de armas en que había intervenido. El último había sido la guerra contra los piratas. Éstos habían infestado de tal modo todo el Mediterráneo «que en el año 67 las importaciones de trigo se vieron paralizadas y, a consecuencia de ello se produjo en Roma una gran falta de víveres y un hambre terrible»[5]. Pompeyo, que había recibido poderes para tres años, acabó con los piratas en tres meses. Muchos de éstos se le entregaron y el general, en vez de someterlos al castigo según el uso romano, los trató con moderación y los estableció en ciudades despobladas intentando aprovechar en adelante sus servicios. «En noventa días terminó brillantemente una campaña que Mommsen, siempre adverso a Pompeyo, quiere dejar reducida a una razzia, pero que fue la reconquista del mar para Roma y lo que sirvió a Pompeyo de puente para el mando supremo contra Mitrídates»[6].
2. Dos leyes
a) Ley Gabinia.— Si Pompeyo pudo conjurar tan rápida y tan decisivamente el peligro de los piratas, fue en virtud de los poderes que se le otorgaron mediante la Ley Gabinia. En efecto, una vez batida la armada romana del Ponto y casi disuelta la de Armenia, la guerra que hacían los piratas se había extendido, por mar y por tierra, a todas las regiones y amenazaba a la misma Italia. Fue entonces —en el otoño del 67— cuando, ante la incapacidad del senado para hacer frente a la situación, el tribuno de la plebe Aulo Gabinio propuso la que, de su nombre, se llamó Ley Gabinia. En realidad eran dos proposiciones de ley: por la primera se licenciaba a los soldados del ejército de Asia que habían cumplido el tiempo de servicio y se reemplazaba a Lucio Lúculo al frente de este ejército por uno de los cónsules; por la otra se intentaba establecer una nueva dirección en la guerra contra los piratas. «Se concedía, durante tres años, a un cónsul la autoridad absoluta e irresponsable sobre naves y costas hasta cuatrocientos estadios en el interior. Los nobles estuvieron a punto de dar muerte a Gabinio, pero el pueblo impuso su propuesta dando a Pompeyo más de lo que pedía el tribuno»[7]. La ley, al suprimir el poder del senado sobre las magistraturas, se hacía ilegal y anticonstitucional. Los demócratas la apoyaban decididamente. Así César. Cicerón ni la apoyó ni se opuso a ella.
b) Ley Manilia.— En este mismo año 67, además de la guerra con los piratas —felizmente terminada por Pompeyo— aparecen otros conflictos que ponen en grave aprieto a los romanos. Son las guerras de oriente, principalmente la desencadenada por Mitrídates, rey del Ponto. Uno de los lugartenientes de Lúculo había sufrido un descalabro casi total. El mismo procónsul romano había tenido que replegarse en Armenia ante el amotinamiento de sus tropas. La ley de Gabinio, que antes hemos citado, sustituyendo a Lúculo por Mario Acilio Glabrión, no había dado un resultado positivo, pues el sucesor no tenía las cualidades que requería aquella función. Así las cosas, el enemigo crecía y se envalentonaba, mientras los intereses de Roma en aquellas regiones se veían cada día en un mayor peligro: se estancaba el comercio con la rica provincia de Asia, se dejaban de cobrar los tributos, se estorbaban las finanzas que muchos romanos tenían establecidas en aquellas regiones. En tan apurada situación el tribuno Gayo Manilio propuso una ley, concediendo a Pompeyo —que ya mandaba en el mar y en las costas— el mando supremo sobre los ejércitos de las provincias de Asia, Bitinia y Cilicia sin ninguna limitación de tiempo. Este poder pareció exagerado e incompatible con las instituciones republicanas a los nobles. En su nombre hablaron Cátulo y Hortensio. Y a éstos les contestó Cicerón en la confutación de su discurso[8].
3. El discurso
a) Cualidades.— El discurso De Imperio Gn. Pompei, llamado también Pro lege Manilia[9], fue —según testimonio del mismo Cicerón[10]— el primero que pronunció desde la tribuna de los oradores. Es también el primero de contenido político, si bien —como afirma Boulanger[11]— no fue su primera actuación política. Lo Iacono[12] dice «que es el primero pero también el más discutido entre sus discursos políticos». Y como puntos principales que han sido objeto de crítica aduce: «qué fin se propone Cicerón y qué posición adopta al hablar en favor de una ley que, aun sin su discurso, hubiera sido aprobada; cuál es la solidez con que responde a las objeciones de sus adversarios». A estos añade otros aspectos que suelen discutirse, como su valor literario y político y la manera como en el discurso quedan dibujados los hechos y valoradas las personas. Sobre los motivos que movieron a Cicerón a defender la ley Manilia los estudiosos dan explicaciones del todo opuestas: para unos el motivo fue su «gran patriotismo», para otros su «exagerado amor a la gloria». Estas dos opiniones contrarias se hallan bien resumidas en J. Guillén[13]. Boulanger prefiere no hablar de profundidad de visión política en el discurso De Imperio. Se inclina a ver en él una admirable adaptación al fin y al público a los que va destinado. El público no era el senado sino los Quirites. Bastaba con argumentos sencillos, pero conmovedores. Bastaba razonar los mismos sentimientos de los oyentes: su entusiasmo por Pompeyo. La exposición que el orador hace no puede ser más sencilla: la guerra contra Mitrídates es necesaria y, a la vez, difícil; sólo Pompeyo es capaz de obtener la victoria. A pesar de esta sencillez hay que reconocer en el discurso un gran equilibrio, unas transiciones tan perfectas que más parece un discurso académico que una arenga a una multitud indisciplinada. Frente a Lo Iacono y a Guillén, que se preguntaban si Cicerón había buscado con este discurso más su propio interés que el del Estado, Boulanger no tiene dificultad en afirmar que ambos sentimientos son armonizables: su acendrado patriotismo le impulsaba a defender el bien público, pero, al mismo tiempo, en este caso da muestras de su gran clarividencia política[14]. En cuanto a los méritos literarios del discurso nos contentaremos con recordar algunos testimonios de los tratadistas. Ya hemos visto cómo Boulanger lo consideraba «discurso académico». Lo Iacono nos dejó este elogio: «otros infinitos méritos hacen de él, desde el punto de vista literario, uno de los más bellos discursos políticos de Cicerón: eficacia en la palabra, lucidez en la expresión, elegancia y vigor en el estilo, oportuna disposición en las partes, calor en la elocuencia y esplendor en el colorido»[15]. Laurand encuentra su estilo «constantemente noble y elevado», «alejado del lenguaje familiar», «en ningún discurso se ve tanto la preocupación por las cláusulas». Comparando el De Imperio con el Pro Caecina dice: en el primero «Cicerón da más importancia al elemento musical de la palabra. El orador quiere agradar a la vez que convencer. Quiere hacer un discurso placentero al oído, adornado, solemne: un bello elogio de Pompeyo»[16].
b) Análisis[17]
α) Exordio (1-3)
—Se felicita de poder hablar al pueblo desde la tribuna de los oradores.
—Expresa la importancia del asunto que va a exponer.
β) Narración (4-5)
—La provincia de Asia se ve amenazada por Mitrídates y Tigranes.
—Todos allí desean la llegada de un mismo general.
γ) División (6)
—Se propone hablar: a) de la naturaleza de la guerra, b) de su importancia, c) del general que debe dirigirla.
δ) Confirmación (6-49)
—Naturaleza de la guerra: están en juego la gloria del pueblo romano, el bienestar de los aliados, las rentas más ricas y seguras del Estado, los intereses de muchos ciudadanos romanos.
—Importancia de la guerra: a pesar de los éxitos de Lúculo, Mitrídates ha tomado de nuevo la ofensiva. Tigranes se le ha juntado. La indisciplina ha llevado al ejército a una situación crítica.
—Elección de un jefe: sólo Pompeyo posee a la vez la ciencia de la guerra, las virtudes militares, las cualidades morales, el prestigio y la suerte.
ε) Refutación (50-63)
—Respuesta a Hortensio: el éxito de Pompeyo contra los piratas basta para refutar su objeción.
—El caso de Gabinio.
—Respuesta a Cátulo: la propuesta no es contraria al uso romano.
—Conclusión (64-68): se impone la elección de Pompeyo.
ζ) Peroración (69-71)
—Exhorta a Manilio a seguir con su propuesta. Le promete todo su apoyo. Termina proclamando su propio desinterés y su entrega al bien de todos.
4. Transmisión manuscrita
El más importante manuscrito del discurso De Imperio es el Harleianus 2682 (H). Es del siglo XI y hoy se conserva en el Museo Británico[18].
5. Nuestra edición
El texto sobre el que hemos realizado nuestra traducción ha sido el establecido por A. C. Clark en su edición M. Tulli Ciceronis Orationes I de la colección «Oxford classical texts» del año 1989 (= 1905).
6. Bibliografía
a) Ediciones
A. BOULANGER, Cicéron, Discours, VII, París, 1973 (= 1929).
A. C. CLARK, Ciceronis Orationes I, Oxford, 1989 (= 1908).
H. GROSE, Cicero, núm. 198, Londres, 1959 (= 1927).
P. REIS, M. T. Ciceronis opera, Leipzig, 1927.
J. VERGÉS, Ciceró, Discursos VIII, Barcelona, 1962.
b) Comentarios
A. DEUERLING, Ciceros Rede über das Imperium des Gn. Pompeius, Gotha, 1901.
A. LO IACONO, Orazione «De imperio Gn. Pompei», Milán, 1932.
J. VAN OOTEGHEM, Cicéron, De Imperio Gn. Pompei ad Quintes oratío, Lieja, 1943.
L. PREUDHOMME, M. Tullii Ciceronis de imperio Gn. Pompei ad Quintes oratio, Gante, 1893.
F. RICHTER, Ciceros Rede über das Imperium des Gn. Pompeius, Leipzig, 1919.
c) Estudios.
K. ECKHARDT, «Die armenischen Feldzüge des Lukullus», Klio (1909), 400-412.
T. FRANK, «The background of the lex Manilia», Class. Philol. (1914), 191-193.
GEYER, «Mithridates», Real-Encyclopaedie, XV, 2 (1932), col. 2163-2205.
F. GUSE, «Die Feldzüge des dritten Mithridatischen Krieges in Pontos und Armenien», Klio (1926), 332-343.
L. LAURAND, «En causant du Pro lege Manilia», Enseign. Chrét (1927), 63-65.
L. NELISSEN, «La légation de Gabinius et les légats militaires de Pompée sous la loi Gabinia», Rev. Instr. publ. en Belg. (1882), 2894-00; (1883), 22-36.
J. VAN OOTEGHEM, «Pompée le Grand, batisseur d’empires», Mém. Class. let. Acad. Roy. Belg. XLIX, 1954.
L. PREUDHOMME, «Thèmes de reproduction sur le De imperio Gn. Pompei de Cicéron», Rev. Instr. publ. en Belg. (1893), 81-84.