VIII. Las fresas silvestres
Paul
Ciertamente soy en buena parte culpable del fracaso de su matrimonio y no trato de minimizar mi responsabilidad. Sin embargo, hay que evitar una interpretación puramente impar de este drama —cuya auténtica lectura debe ser gemelar—. Desde un punto de vista singular las cosas son simples, de una simplicidad que no es sino error y visión superficial. Dos hermanos se querían mucho. Apareció una mujer. Uno de los hermanos quiso casarse con ella. El otro se opuso y con una felona maniobra consiguió alejar a la intrusa. De nada le valió, pues como consecuencia de ello su querido hermano le abandonó para siempre. Tal es nuestra historia reducida a las dos dimensiones de la visión impar. Devueltos a su verdad estereoscópica, estos pocos hechos adquieren un sentido muy distinto y se inscriben en un conjunto mucho más significativo.
Mi convicción es que Jean no tenía ninguna vocación para el matrimonio. Su unión con Sophie estaba condenada a un fracaso seguro. Entonces ¿para qué haberme opuesto? ¿Por qué haber querido cortar de raíz un proyecto de todas formas irrealizable? ¿No era preferible dejar que las cosas siguieran su curso y esperar confiadamente el naufragio de una unión contra natura y el regreso del hermano pródigo? Pero ésta sería también una interpretación impar de la situación. En realidad no tenía ni que cortar por lo sano ni que esperar tranquilo. Los acontecimientos han resultado necesaria, fatalmente, de una constelación donde los sitios estaban asignados de antemano y los papeles previamente escritos. Nada entre nosotros —quiero decir en el mundo gemelar— ocurre por decisión individual, impulso repentino y libre albedrío. Y así lo comprendió Sophie. Entró en nuestro juego sólo lo suficiente para medir la fatalidad de su mecánica y comprobar que no tenía ninguna posibilidad de encajar en él.
Por lo demás, Jean no deseaba realmente esa boda. Jean-le-Cardeur es un ser de división, de ruptura. Se ha servido de Sophie para romper lo que para él era más agobiante, más asfixiante: la célula gemelar. Ese proyecto de matrimonio era sólo una comedia que engañó únicamente —y por poco tiempo— a Sophie. Ciertamente esta comedia sin duda habría durado más si yo hubiese consentido participar. Hubiera tenido que fingir ignorar nuestra condición gemelar y tratar a Jean como a un impar. Reconozco que me negué a la farsa. Era vana. Estaba de antemano desbaratada, desmontada, reducida a la nada por esta inexcusable evidencia: Cuando se ha conocido la intimidad gemelar, cualquier otra intimidad no puede ser vivida más que como una repugnante promiscuidad.
Jean-le-Cardeur. Este apodo que se ganó en Pierres Sonnantes designa el rasgo fatal y destructor de su personalidad y como su lado nocturno. Ya he dicho hasta qué punto había sido irrisoria la pretensión decretada por Édouard de adjudicarse a uno de nosotros y dejar el otro a Maria-Barbara («Un gemelo para cada uno»). Pues resulta que el personal de Pierres Sonnantes había realizado esta asignación sin pretenderlo, por la simple atracción de sus dos polos.
Uno de estos polos era el pequeño equipo del taller de urdidura, esas tres muchachas altas, muy pulcras, algo serias, que se movían en silencio alrededor de los casilleros inclinados donde estaban colocadas las trescientas bobinas que alimentaban la urdimbre. Estas urdidoras estaban dirigidas, con discreta autoridad y sin debilidades, por Isabelle Daoudal, cuyo rostro aplastado de pómulos salientes revelaba sus orígenes bigouden[77]. En efecto, era originaria de Pont-l’Abbé, en la otra punta de Bretaña, y sólo había venido a esta costa en razón de su alta especialización profesional y, acaso también, porque esta orgullosa mujer no se había casado nunca —inexplicablemente, ya que no iba a ser su ligerísima dislocación de cadera, corriente además en el estuario del Odet y signo de «raza» tan característico como los ojos de diferente color del boyero de Saboya lo que se lo impidiese—.
Más aún que en el pasillo de encolado, donde el gran tambor-secador exhalaba aromas embriagadores a cera de abeja y goma arábiga, era en esta sala de urdidura donde me gustaba quedarme tardes enteras, y mi predilección por la dueña de aquellos lugares era tan evidente que a veces me llamaban en los talleres señor Isabelle. Por supuesto yo no intentaba desentrañar qué encantos eran los que me atraían y me retenían en esta parte de la fábrica. Desde luego la autoridad suave y tranquila de Isabelle Daoudal debía de tener mucho que ver en ello. Pero ante mis ojos no se podía separar a la alta muchacha bigouden de la magia de la urdidera que desplegaba su tornasol con aplicado susurro. El bastidor —vasto chasis de metal colocado en arco de círculo— ocultaba en parte la alta ventana por donde se filtraba la luz a través de las trescientas bobinas multicolores que contenía. De cada bobina partía un hilo, trescientos hilos centelleantes, vibrantes, que convergían hacia el peine que los reunía, los acercaba, los fundía en una sola capa sedosa cuya superficie se enrollaba lentamente sobre un amplio cilindro de madera barnizada de cinco metros de perímetro. Esta capa constituía la urdimbre, conjunto de hilos paralelos dispuestos en el sentido del largo de la tela, por donde correrían las lanzaderas, en su incesante acá y allá, para insertar la trama. La urdidura no era ciertamente la fase más compleja ni la más sutil de la fabricación. Por otro lado, la operación era lo suficientemente rápida como para que Isabelle y sus tres compañeras consiguiesen, con una sola urdidera, alimentar los veintisiete telares de Pierres Sonnantes; pero era la fase más importante, más simple, más luminosa, y su valor simbólico —esa convergencia en una sola capa de varios centenares de hilos— reconfortaba mi corazón prendado de reencuentros. El sordo ronquido de las devanaderas, el deslizamiento de los hilos planeando al encuentro unos de otros, la oscilación de la capa centelleante enrollándose en el alto cilindro de caoba me proporcionaban un modelo de orden cósmico del que eran guardianas las lentas y arrogantes siluetas de las cuatro urdidoras. Pese a los ventiladores de aspa colocados sobre el peine y destinados a dirigir el polvo hacia el suelo, un espeso vello blanco cubría las bóvedas de la sala, y nada contribuía más a la magia de estos lugares que esos cruceros de ojivas, esos arcos, esas cimbras, esas aristas lanosas, algodonosas, forradas, como si nos encontrásemos en el seno de un ovillo gigante, de un manguito de plumón grande como una iglesia.
Isabelle Daoudal y sus compañeras constituían la aristocracia de Pierres Sonnantes. El pequeño mundo ruidoso y turbulento de las treinta cardadoras era la plebe. Cuando Guy Le Plorec decidió crear una industria de colchones que tendría la ventaja de absorber una parte del cutí fabricado por los telares, sólo estaban disponibles las antiguas cuadras, de grandes dimensiones, pero terriblemente deterioradas. Las diez primeras cardas, colocadas en batería contra los muros salitrosos, eran del tipo más primitivo. Las mujeres, a horcajadas sobre una plancha cortada en forma de silla de montar, imprimían con la mano izquierda un movimiento de balanceo a un platillo colgado y curvo cuya cara inferior estaba provista de clavos ganchudos que pasaban todos exactamente entre otros clavos similares con que estaba erizado el platillo inferior fijo. La mano derecha sacaba a puñados la lana o la crin y la metía entre las dos mandíbulas cardadoras. Al principio no había mes en que por fatiga o por distracción una operaria no dejase atrapada la mano entre los dos platillos. Y eran necesarios largos esfuerzos para liberarla, espantosamente destrozada, de la horrible trampa que la mantenía prisionera. Entonces tronaban las protestas en las cuadras. Se hablaba de huelga, se amenazaba con destruir aquellos siniestros mecanismos de otro tiempo. Después, las mujeres volvían a ponerse en la nariz los tapones de algodón que las protegían del polvo y el trabajo se reanudaba poco a poco en medio del tumulto. Porque la colchonería se encontraba envuelta constantemente en una nube de polvo negro y acre que desprendían los colchones enmohecidos, mugrientos y rotos en cuanto se los tocaba, y más aún cuando se los destripaba con un golpe de hachuela. Desde luego no era el plumón blanco, ligero y puro del taller de urdidura. Era un apestoso hollín que cubría el suelo, las paredes y se incrustaba en el adobe de las antiguas cuadras. Algunas operarias se tapaban el rostro para protegerse de la mordedura de esta polvareda que se veía bailar en los rayos de sol, pero Le Plorec se oponía a esta costumbre, que a su juicio aumentaba los riesgos de accidente. La rebelión se expresaba siempre por boca de Denise Malacanthe, que se erigía de hecho como portavoz de las colchoneras por su vigilancia, su ascendente sobre sus compañeras y la constante agresividad, que parecía ser un rasgo de su carácter. Había terminado por conseguir la compra de una gran carda circular cuyo tambor y cilindros estaban impulsados por un motor eléctrico. Gracias a esta máquina el cansancio y los riesgos de accidente quedaban considerablemente reducidos; en cambio, el polvo despedido por la rotación de las piezas se filtraba por todas sus aberturas y acababa de hacer irrespirable el aire de las cuadras.
La agitación social de los años treinta había encontrado aquí terreno propicio, y Pierres Sonnantes conoció su primera huelga el día en que se celebraba el cumpleaños de Maria-Barbara. Le Plorec vino a buscar a Édouard para suplicarle que fuera a hablar a las cardadoras, que habían dejado de trabajar por la mañana y amenazaban, en aquella primera hora de la tarde, con ocupar el taller de hilado y de urdidura cuyo ronquido ininterrumpido constituía, a su parecer, una provocación. Édouard tenía un sentido demasiado profundo de sus obligaciones para zafarse de una intervención, aunque le repugnara profundamente. Abandonó las velas y las copas de champaña y se dirigió solo hacia la fábrica, después de pedir a Le Plorec que se retirara y que no se dejara ver hasta el día siguiente. Luego fue al taller de hilado. Hizo parar las máquinas y dio tarde libre a las trabajadoras. A continuación hizo su entrada en medio de las cardadoras, sonriente, afable, con el bigote reluciente. El silencio que le acogió tenía más de extrañeza que de hostilidad. Lo aprovechó cuanto pudo.
—¡Escuchadme bien! —dijo levantando el dedo—. Podéis oír un pájaro que canta, un perro que ladra. Ya no oís los telares. He ordenado que los paren. Vuestras compañeras se han marchado a casa. Vosotras podéis hacer otro tanto. Yo me vuelvo a la Cassine, donde celebramos el cumpleaños de mi mujer.
Después fue de grupo en grupo, hablando a cada una de su familia y de sus pequeños problemas, prometiendo cambios, reformas, intervenciones suyas a todos los niveles. Al verle en carne y hueso, las operarias, atónitas e intimidadas, no dudaban que moriría por ellas, que se dejaría «cortar en pedazos» con tal de mejorar su situación.
—¡Pero está la crisis, la crisis, hijas más! —exclamaba más de una vez.
Denise Malacanthe, derrotada provisionalmente por esta ofensiva de paternalismo, como calificaría después la intervención de Édouard, se encerró en un silencio hostil. A partir de la mañana siguiente los talleres cerrados la víspera volvían a funcionar a pleno rendimiento. Todo el mundo felicitó a Édouard. Sólo él estaba convencido de que nada quedaba resuelto, y conservó de aquel incidente una amargura que contribuyó a alejarle de Pierres Sonnantes. Más que nunca, Le Plorec se convirtió en dueño y señor, y los movimientos sociales, después de aquella salida en falso, fueron organizados en combinación con la Federación de Trabajadores del Textil.
Por deplorable que fuese la afición que empujaba a Jean hacia las cardadoras, aún no era nada comparada con la inclinación que sentía por la antigua cochera donde se almacenaban los colchones. Ni que decir tiene que los campesinos, que formaban nuestra principal clientela, no nos confiaban un colchón más que en último extremo. Así pues, me vino a la mente enseguida el amontonamiento de cosas informes y nauseabundas que llegaba en ocasiones hasta los tragaluces de la cochera cuando oí por primera vez hablar de las torres del silencio donde los parsis indios hacinan los cadáveres de sus muertos para ofrecerlos a la avidez de los buitres. Salvo por éstos, eran aquellos incensarios infernales los que me recordaban las pilas de jergones donde habían dormido generaciones enteras de hombres y mujeres y que se habían impregnado de todo lo sórdido de la vida: sudor, sangre, orina y esperma. Las cardadoras parecían poco sensibles a ese tufo, y a juzgar por lo que parloteaban, era el sueño y la fortuna lo que perseguían en las entrañas de los colchones, pues no había una que no conociera alguna historia de libros misteriosos y mágicos encontrados entre la borra de crin o lana, cuando no se trataba de un tesoro en billetes de banco o en monedas de oro. Pero no era seguramente para buscar el gato por lo que Jean se quedaba con tanta frecuencia en la cochera. Por lo general, acababa allí después de haber rondado por la sala de cardado, e incluso creo que llegaba a escalar las pilas de colchones para echar una cabezada en aquel antro de pestilencia.
Cuando más tarde, al volver a nuestra intimidad gemelar, se enlazaba a mí para pasar la noche, necesitaba toda mi fuerza de convicción y de conjuro para dominar y expulsar los repugnantes hedores que permanecían en su cuerpo. Esta forma de exorcismo era a la vez un rito y una necesidad, porque después de haber errado separadamente durante una jornada, necesitábamos, para encontrar de nuevo nuestro fondo común, para que cada uno de nosotros volviera a ese puerto de amarre que era para él su hermano igual, un esfuerzo de purificación, de desposeimiento de todo rastro foráneo, de toda adquisición ajena, y este esfuerzo, si lo realizábamos juntos y de modo simultáneo, recaía principalmente sobre el otro, purificando, despojando cada uno a su hermano gemelo para hacerle idéntico a sí mismo. De forma que mientras yo trabajaba para arrancar a Jean de su sala de cardado hacia la noche gemelar, he de admitir que él también trabajaba para separarme de lo que en mi vida le resultaba más extraño, la urdidura con sus tres irreprochables madonas dirigidas por la bella Daoudal. Esta oposición entre urdidoras y cardadoras era, sin duda, lo que más contribuía a alejarnos uno de otro, y lo que un largo esfuerzo de aplanamiento y reconciliación debía borrar para que nuestro reencuentro pudiera celebrarse y durar toda la noche. En todo caso este esfuerzo era más natural en mí, porque iba en el sentido mismo de la urdidura —que es composición, sincronización, reunión de centenares de hilos dispuestos juntos sobre el enjulio—, mientras que el cardado es arrancamiento, discordia, dislocación brutalmente obtenida con dos superficies contrarias y entrecruzadas de clavos ganchudos. La predilección de Jean por Denise Malacanthe, la cardadora, con ser significativa —¿y cómo no iba a serlo?—, traicionaba un espíritu pendenciero, disgregador, sembrador de discordia y cizaña, y no auguraba nada bueno para su matrimonio. Pero ya lo he dicho: en el fondo esa aparente boda con Sophie no era más que un divorcio de mí.
Jean
¿Juegas, Bep?
No, Bep no juega. Bep no jugará nunca más. ¿La célula gemelar, la intimidad gemelar? ¡La prisión, sí, la esclavitud gemelar! Paul se adapta a nuestra pareja porque siempre es él quien manda. Él es el jefe. Más de una vez ha hecho como que repartía los papeles equitativamente, sin pretender asumir todo él solo. «Yo únicamente soy el ministro del Interior. Asuntos Exteriores, para ti. Representar a la pareja ante los impares. ¡Tendré muy en cuenta todas las informaciones, todas las impulsiones que me transmitas del exterior!» ¡Palabras huecas! ¿Qué puede hacer un ministro de Asuntos Exteriores sin el resto del Gobierno? Tenía en cuenta lo que le parecía. No me quedaba otro recurso que inclinarme ante su horror por todo lo que viniera del mundo impar. Siempre desprecia olímpicamente a todos los que no son hermanos gemelos. Nos creía —sin duda todavía nos cree— seres aparte, lo que es indiscutible; superiores, lo que no está demostrado ni mucho menos. La criptofasia, el eólico, la estereofonía, la estereoscopia, la intuición gemelar, los amores ovales, el exorcismo preliminar, la oración pies contra cabeza, la comunión seminal y otras muchas invenciones que constituyen el juego de Bep; no reniego de nada de lo que ha sido mi infancia, una infancia admirable, privilegiada, sobre todo si además se sitúa en el horizonte a esos dioses tutelares, radiantes de bondad y generosidad: Édouard y Maria-Barbara.
Pero Paul se equivoca, me da miedo, me asfixia cuando pretende perpetuar indefinidamente esta infancia y hacer de ella un absoluto, un infinito. La célula gemelar es lo contrario de la existencia, es la negación del tiempo, de la historia, de las historias, de todas las vicisitudes —disputas, cansancios, traiciones, envejecimiento— que aceptan de entrada, y como precio de la vida, los que se lanzan al gran río cuyas aguas revueltas van hacia la muerte. Entre la inmovilidad inalterable y la impureza viva, elijo la vida.
Durante mis primeros años no he puesto en duda el paraíso gemelar donde estaba encerrado con mi hermano igual. He descubierto el lado impar de las cosas observando a Franz. El desdichado se sentía dividido entre la nostalgia de una cierta paz —la que nos era dada bajo la forma gemelar, la que él había imitado con su calendario milenario— y el miedo a los asaltos furiosos e imprevisibles a que le sometían las intemperies. Al poner en mí la adolescencia fermentos de contradicción y de negación, poco a poco he ido tomando partido por las intemperies.
Me han ayudado a ello de manera decisiva Denise Malacanthe y las chicas de la colchonería. Mi corazón rebelde disfrutaba con el contacto de aquello que peor fama tenía en Pierres Sonnantes. Había mucho de desafío, de provocación en mi ostensible preferencia por el taller más sucio, el trabajo más basto, el personal más tosco y más indisciplinado de la fábrica. Por supuesto, sufría cada noche cuando Paul me imponía un «exorcismo» interminable y laborioso para hacerme volver de tan lejos a la intimidad gemelar. Pero este mismo sufrimiento hacía madurar en mí la decisión secreta de terminar con esta infancia «oval», de romper el pacto fraterno y de vivir, ¡de vivir, por fin!
Denise Malacanthe. Un doble protocolo se imponía entre los miembros del personal de Pierres Sonnantes y yo. Primero, porque yo era un niño. Segundo, porque era el hijo del dueño. Esta doble barrera no existía para esa chica salvaje. Desde la primera palabra, desde la primera mirada, comprendí que era para ella un ser humano como los demás, o incluso que, debido a una especie de elección donde se satisfacía su constante insolencia, me había adoptado como cómplice, hasta como confidente. Su insolencia… Bastante tardíamente me enteré del secreto, que no expresaba en absoluto la reivindicación de los privilegios burgueses por la clase trabajadora, sino exactamente lo contrario. Una expresión misteriosa pronunciada en mi familia a propósito de Malacanthe me tuvo intrigado durante mucho tiempo: venida a menos. Malacanthe había venido a menos. Enfermedad extraña y vergonzosa que hacía de ella una trabajadora distinta de las otras y a la que se aguantaba más porque no resultaba fácil echarla. Denise era la hija menor de un comerciante de tejidos y confección de Rennes. Se había educado en las Hermanas de la Inmaculada Concepción, primero interna, luego externa —cuando las monjas se hubieron cansado de este elemento perturbador en sus dormitorios—. Hasta el día en que se fugó detrás del Romeo de una compañía teatral en gira. Como sólo tenía dieciséis años, sus padres pudieron amenazar con acciones judiciales al seductor, quien se apresuró a alejarse de su molesta conquista. Después Denise fue recogida por un destilador de aguardiente que paseaba su alambique de granja en granja y que le transmitió su afición por el Calvados antes de abandonarla en Notre-Dame du Guildo. Encontró trabajo en la fábrica, donde enseguida la identificaron como la disoluta descendiente de un honorable cliente de Rennes. Así pues, la insolencia de Denise no era la del obrero que reivindica la supuesta dignidad del pequeño burgués. Era la de una gran burguesa que reivindica la supuesta libertad del proletariado. Insolencia descendente y no ascendente.
Por lo tanto, su actitud hacia mí partía de una comunidad de origen social y de una rebelión común contra la sujeción de nuestras respectivas infancias. Había olfateado en mí una necesidad de ruptura y pensaba que podría ayudarme —aunque sólo fuera con su ejemplo— a salir del círculo encantado, como lo había hecho ella misma. En efecto me ayudó —y mucho—, pero no se trataba del círculo familiar en el que ella pensaba, se trataba de un lazo más secreto y más fuerte, el lazo gemelar. Denise Malacanthe había escapado de su familia en virtud de amores foráneos. Por dos veces había unido su suerte a nómadas, un cómico ambulante primero, un destilador de licores después. No se debía al azar. Había respondido así a la imperiosa llamada del principio exogámico que prohíbe el incesto —los amores en el círculo— y prescribe ir a buscar lejos, lo más lejos posible, la pareja sexual. Ella me hizo sensible a esta llamada, a este principio centrífugo. Me ayudó a comprender el sentido de la inquietud, de la insatisfacción que me atormentaba en mi jaula gemelar como a un ave migratoria prisionera en una pajarera. Porque hay que ser justos y reconocer que Paul no se equivoca siempre: desde este punto de vista, sí, los impares son pálidas imitaciones de los hermanos iguales. También ellos conocen un principio exogámico, una prohibición del incesto, pero ¿de qué incesto se trata? Del que empareja a un padre con su hija, a una madre y su hijo, a hermano y hermana. Esta variedad bastaría para revelar la mediocridad de esa especie de incesto impar y que en realidad se trata de tres burdas falsificaciones. Ya que el verdadero incesto, la unión insuperablemente incestuosa es, por supuesto, la nuestra, sí, la de los amores ovales que enlazan el mismo al mismo y suscitan por complicidad criptofásica una quemazón de voluptuosidad que se multiplica por sí misma en lugar de yuxtaponerse pobremente como en los amores de los impares y aun así, en el mejor de los casos.
Es cierto, no puedo negarlo, la voluptuosidad impar que me enseñara Malacanthe sobre los colchones de la cochera palidece, amarillea, se marchita en comparación con la gemelar, como una bombilla cuando sale el sol. Sólo que hay algo, un no sé qué, en los amores corrientes que para mi paladar de gemelo tiene un sabor excepcional, incomparable y que compensa esa escasa intensidad. (Intensidad, tensión interna, contenida, energía encerrada en sí misma… Para hablar de los amores cardadores haría falta una palabra opuesta que expresara la tensión centrífuga, excéntrica, foránea. La extensidad, ¿tal vez?) Es un sabor a vagabundeo, a merodeo, a paseo en busca de algo, lleno de vagas promesas no por inseguras menos excitantes. La masiva voluptuosidad del abrazo gemelar es al placer acidulado de la unión carnal de los impares lo que esos gruesos frutos jugosos y azucarados de invernadero son a las pequeñas bayas, ásperas y salvajes, en cuya sequedad están presentes toda la montaña y todo el bosque. Hay mármol y eternidad en los amores ovales, algo monótono e inmóvil que se parece a la muerte. En tanto que los amores de los impares son un primer paso en un dédalo pintoresco que nadie sabe adónde lleva, ni siquiera si lleva a alguna parte, pero que tiene el encanto de lo imprevisto, el frescor de la primavera, el sabor almizcleño de las fresas silvestres. Aquí una fórmula de identidad: A + A = A (Jean + Paul = Jean-Paul). Allí una fórmula dialéctica: A + B = C (Édouard + Maria-Barbara = Jean + Paul +… Peter, etcétera).
Lo que Malacanthe me enseñó cuando me revolcaba con ella en la cochera es el amor a la vida, y que la vida no es un gran armario rústico donde se guardan pilas de sábanas inmaculadas y planchadas, perfumadas por un saquito de espliego, sino un amontonamiento de jergones manchados en los que hombres y mujeres han fornicado y dormido, en los que han sufrido y han muerto, y que todo está bien así. Me hizo comprender, sin decirme nada, por su sola presencia viva, que existir es comprometerse, es tener una mujer con menstruación y que te engaña, tener hijos que cogen la tosferina, niñas que se fugan de casa, chicos que te desafían, herederos que ansían tu muerte. Cada noche Paul podía, en efecto, volver a tomar posesión de mí, encerrarme con él como en una burbuja precintada, lavarme, desinfectarme, impregnarme con nuestro común olor y, finalmente, intercambiar conmigo la comunión seminal, pero desde el asunto del espejo triple yo ya no le pertenecía, sentía la imperiosa necesidad de existir.
El asunto del espejo triple que consagró la ruptura de la burbuja gemelar ha marcado de alguna forma el final de mi infancia, el principio de mi adolescencia y la apertura de mi vida al mundo exterior. Sin embargo, la habían ido preparando dos episodios menores y divertidos que hay que recordar a título de anécdota.
Cuando se habló de sacar nuestro primer carné de identidad, Édouard sugirió que era completamente inútil hacer fotografías de los dos, ya que las «autoridades» que se ocuparan del asunto serían incapaces de distinguirnos uno de otro. Sería suficiente que se fotografiara uno de nosotros. Esta propuesta fue aceptada enseguida por Paul. Yo me rebelé y protesté violentamente contra la estratagema. Édouard, creyendo satisfacerme, propuso enseguida que fuese a mí a quien fotografiaran, y Paul estuvo de nuevo conforme. Pero tampoco estaba yo de acuerdo ahora. En efecto, me parecía que al pegar la foto de uno solo de los dos sobre los carnés se sellaba oficialmente —y por lo tanto puede que para siempre y de forma irremediable— una confusión entre nosotros que yo, en ese momento me daba cuenta, ya no deseaba. Así pues, pasamos por turno a la cabina automática que funcionaba desde hacía poco en el hall de la estación de Dinan y salimos de allí cada uno con una tira de cartulina, todavía húmeda, en la que gesticulábamos por seis veces consecutivas bajo el destello del flash. Por la noche, Édouard recortó los doce pequeños retratos, los mezcló como sin darse cuenta y me los acercó con el ruego de que separara los míos. Enrojecí al mismo tiempo que una angustia especial, distinta de cualquier otra y que había experimentado recientemente por primera vez, me oprimía el corazón: era incapaz de distribuir estas fotos entre Paul y yo como no fuera al azar. Conviene puntualizar que por vez primera y por sorpresa me veía frente a un problema que todo el mundo en nuestro entorno se planteaba varias veces al día: diferenciar a Paul de Jean y viceversa. Todo el mundo, salvo precisamente nosotros dos. Ciertamente no todo era común entre nosotros. Cada uno teníamos nuestros libros, nuestros juguetes y, sobre todo, nuestra ropa. Pero si nosotros los distinguíamos gracias a señales imperceptibles para los demás —una pátina especial, huellas de desgaste y, sobre todo, el olor, decisivo en la ropa— estos criterios no servían para las fotos, que, en cambio, daban testimonio desde un punto de vista exterior a nuestra pareja. Sentí sollozos que me subían a la garganta, pero ya no estaba en edad de echarme a llorar y me esforcé por mantenerme impasible. Sin dudar un momento separé seis fotos que atraje hacia mí, mientras echaba las otras hacia Paul. Nadie se dejó engañar por mi aplomo, y Édouard sonrió, atusándose con el índice las puntas de su bigotillo. Paul dijo simplemente:
—Los dos íbamos con camisa. La próxima vez me pondré un jersey y así ya no habrá confusión posible.
El otro episodio tuvo lugar con ocasión de la vuelta al colegio, en octubre. Tradicionalmente los niños hacíamos, por turnos, una breve visita a París, dedicada a recorrer los grandes almacenes con el fin de adquirir el equipo de invierno. Para «los gemelos» se compraba todo de dos en dos, tanto por comodidad como por respetar una especie de tradición que parecía natural. Este año, por primera vez, me rebelé contra aquella costumbre y pretendí comprar ropa que me distinguiera al máximo de Paul.
—Además —añadí ante el estupor general—, no tenemos los mismos gustos y no veo por qué siempre me quieren imponer los de Paul.
—Está bien —decidió Édouard—. Vamos a separarnos. Tú irás con tu madre de compras al Bon Marché y yo iré con tu hermano a las Galerías Lafayette.
En semejantes circunstancias, Bep quería que fuese desbaratada esta pretensión de los impares de distinguirnos y que se operase un cambio clandestino. Para Paul esto se caía de suyo, y se quedó muy sorprendido cuando me oyó decretar:
—Bep no juega. ¡Yo iré al Bon Marché con Maria!
Así proseguía con encarnizamiento la ruptura de la célula gemelar. Sin embargo, aquel día aún me quedaba por sufrir un humillante fracaso. Fui el primero en abrir los paquetes. Paul y Édouard se echaron a reír al verme exhibir un traje de tweed color tabaco, unas camisas de cuadros, un jersey de escote verde oscuro en pico y otro negro de cuello vuelto. Comprendí, y de nuevo sentí esa misma angustia que me invade cada vez que la célula gemelar se cierra sobre mí a pesar de mis esfuerzos por evadirme, cuando sacaron de los paquetes de Paul el mismo traje de tweed color tabaco, las mismas camisas de cuadros, el mismo jersey negro de cuello vuelto. Solamente el de escote en pico era de un verde más claro que el mío. Se rieron mucho a mi alrededor, y Édouard más que nadie, porque el «circo gemelar» que quería conservar para poder divertir a sus amigos acababa de enriquecerse con una anécdota divertida. No obstante, fue él quien sacó la moraleja de esta experiencia.
—Ya ves, pequeño —me dijo—, no querías ir vestido como Paul. Al elegir la ropa olvidaste un pequeño detalle: que Paul y tú, digas lo que digas, tenéis los mismos gustos. La próxima vez toma una precaución elemental: elige sólo cosas que detestes.
La sentencia era sabia, por desgracia, y más de una vez desde entonces he tenido ocasión de comprobar su cruel verdad. ¡Cuántos sacrificios no habré tenido que aceptar con el único fin de diferenciarme de Paul y de no hacer lo mismo que él! Si al menos hubiésemos estado de acuerdo en separarnos, habríamos podido compartir las consecuencias de nuestra mutua independencia. Pero Paul nunca se preocupó de diferenciarse de mí, sino todo lo contrario, de manera que cada vez que yo era el primero en tomar una iniciativa o hacer una elección, estaba seguro de que le vería seguirme los pasos o apuntarse a mi decisión. Por tanto, tenía que dejar constantemente que me precediera, tenía que conformarme con elegir en segundo lugar, posición doblemente desfavorable, puesto que yo me imponía al mismo tiempo unas opciones que iban contra mi voluntad.
A veces flaqueaba y, rindiéndome, me dejaba deslizar, sin más reserva que en los tiempos de nuestra inocencia infantil, hacia las cálidas y familiares tinieblas de la intimidad gemelar. Paul me recibía con una alegría evidentemente comunicativa —todo es comunicativo en la célula por propia definición— y me rodeaba de la solidaridad jubilosa que corresponde por derecho al hermano pródigo que ha regresado. El ritual de exorcismo era particularmente largo y laborioso, pero la comunión seminal resultaba aún más agradable. Sin embargo, sólo era una tregua. Me separaba una vez más de mi hermano gemelo y volvía a mi caminar solitario. Si hubiese tenido dudas sobre la necesidad de mi empeño antes del asunto del espejo triple, esa espantosa prueba habría acabado de convencerme de que había que ir hasta el final.
Si todavía vacilo en el umbral de esta narración no es únicamente porque el golpe fuera de una brutalidad horrible ni porque la simple evocación de este recuerdo me cause sudores de angustia. Es que se trata de mucho más que un recuerdo. La amenaza sigue siendo inminente, el rayo puede abatirse sobre mí a cada instante y temo desafiarlo con palabras imprudentes.
Tendría yo unos trece años. Me encontraba en el establecimiento de un sastre y comerciante en confección de Dinan que nos hacía un precio especial porque éramos sus proveedores. Fue poco después del asunto de los grandes almacenes y continuaba luchando para que Paul y yo no fuésemos nunca más vestidos de la misma forma. Estaba, pues, solo en esta tienda, detalle importante, ya que si Paul me hubiese acompañado sin duda el incidente no se hubiera producido. La ausencia de Paul, que en aquella época constituía una experiencia totalmente nueva, me hundía en un curioso estado de exaltación y de vértigo, sentimiento bastante confuso aunque más bien agradable en conjunto y comparable al que da color a algunos sueños en los que creemos volar por los aires completamente desnudos. Desde que me separé de Paul esta sensación no me ha dejado, aunque ha evolucionado mucho en estos años. Hoy la siento como una fuerza que desplazara mi centro de gravedad y me obligara a avanzar siempre para intentar recobrar el equilibrio. En cierto modo es la toma de conciencia del nomadismo que siempre ha sido mi destino secreto.
Pero no pensaba en esto aquel hermoso sábado de primavera, mientras me probaba una gorra de paño azul marino en Conchon-Quinette. Recuerdo las estanterías acristaladas del establecimiento, la pesada mesa sobre la que se amontonaban piezas de tela y de la que sobresalía un metro graduado de madera clara sobre un pie de cobre. La gorra parecía sentarme bien, pero yo intentaba distinguir a duras penas mi imagen en el reflejo de los cristales de los muebles. El dueño se dio cuenta y me invitó a entrar en un probador. Un espejo en tríptico, cuyos elementos laterales giraban sobre goznes, permitía verse tanto de cara como de perfil. Avancé sin desconfianza hacia la trampa y al momento sus mandíbulas reflectantes se cerraron sobre mí y me trituraron tan cruelmente que conservo las huellas para siempre. Sufrí un breve deslumbramiento. Allí había alguien, reflejado por tres veces en este minúsculo espacio. ¿Quién? Apenas planteada, la pregunta recibía una respuesta atronadora: ¡Paul! Ese chico pulido, visto de frente, por el lado derecho y por el lado izquierdo, petrificado por esta triple fotografía, era mi hermano gemelo, llegado aquí sin que yo supiera cómo, pero presente sin discusión alguna. Y al mismo tiempo, un tremendo vacío se abría en mí, una angustia de muerte me helaba, porque si Paul estaba presente y vivo en el tríptico, yo, Jean, no estaba en ninguna parte, no existía ya.
El vendedor me encontró desvanecido sobre la moqueta de su probador, y con ayuda del dueño me tendió en un sofá. Ni que decir tiene que nadie —ni siquiera Paul— descubrió nunca el secreto de este incidente, que, no obstante, trastornó mi vida. ¿Habrá sufrido Paul la misma experiencia? ¿Le habrá ocurrido verme en su lugar en el espejo donde se miraba? Lo dudo. Creo que la ilusión necesita, para producirse, esa embriaguez de emancipación que evocaba antes y que, sin duda alguna, Paul ignora. O, en todo caso, si un día me viera surgir frente a él en un espejo, no se sentiría herido como yo, sino que, por el contrario, estaría encantado, maravillado por este encuentro mágico y sobrevenido en el momento oportuno para calmar el malestar que le produce mi ausencia, según me ha confiado. En cuanto a mí, me ha quedado de este suceso un profundo rencor hacia todos los espejos y un horror insuperable por los de tríptico, cuya presencia en cualquier parte me señala efluvios maléficos que bastan para detenerme y hacerme huir.
Paul
El hombre impar a la busca de sí mismo no encuentra más que fragmentos de su personalidad, jirones de su yo, partes informes de ese ser enigmático, centro oscuro e impenetrable del mundo. Porque los espejos sólo le devuelven una imagen petrificada e invertida, las fotografías son aún más falsas, los testimonios que escucha están deformados por el amor, el odio o el interés.
Mientras que yo dispongo de una imagen viva y absolutamente veraz de mí mismo, de una clave para descifrar que dilucida todos mis enigmas, de una llave que abre sin dificultad mi cabeza, mi corazón y mi sexo. Esta imagen, esta clave, esta llave eres tú, hermano gemelo.
Jean
Tú eres el otro absoluto. Los impares sólo conocen de sus vecinos, amigos, parientes, cualidades particulares, defectos, taras, rasgos personales, pintorescos o caricaturescos que constituyen otras tantas diferencias con ellos. Se pierden en ese detalle accidental y no ven —o ven mal— al ser humano, a la persona a la que oculta.
Y precisamente a la presencia de esta persona abstracta es a la que me ha acostumbrado durante años —los años de nuestra infancia y nuestra juventud— la presencia de mi hermano gemelo junto a mí. Pues todo ese revoltijo pintoresco o caricaturesco con el que chocan y se hipnotizan los impares colocados unos frente a otros no tenía peso, color, consistencia alguna para nosotros, al ser el mismo por ambas partes. El manto abigarrado de la personalidad que detiene la mirada impar es incoloro y transparente para la gemelar, y le permite ver abstracta, desnuda, desconcertante, vertiginosa, esquelética, aterradora, la Alteridad.