XVI. La isla de los lotófagos
Jean
Encontré por primera vez a Ralph en el Harry’s Bar. Primero vi su fuerza, su majestad, su embriaguez, su soledad. Comprendí que estaba ante un dios Sileno, caído del Olimpo, abandonado por sus compañeros de cuchipanda, dedicado a infamantes promiscuidades. Acababa de visitar a su mujer, inmovilizada en el hospital por algo muy malo que debía de ser, según pude deducir, cáncer de pulmón. Él recobraba fuerzas antes de volver a bordo de su velero amarrado en uno de los canales de la Giudecca, y echaba pestes contra el marinero que le acompañaba y que se había esfumado en la ciudad.
Salimos cogidos del brazo. Nos habíamos adoptado inmediata y recíprocamente, y no sabría decir lo que ocurrió en su mente y en su corazón. Pero descubrí en mí lo que no había sido nunca antes, un hijo. Ralph curó de repente una vieja frustración de paternidad. ¿Édouard? Sentía por él un enorme cariño y todavía no me he consolado de su muerte lamentable. Pero, a decir verdad, no estaba demasiado dotado para el papel de padre. Amigo, amante, si acaso hermano —y eso que hizo bastante poco, que yo sepa, por acercarse al tío Alexandre—, pero padre… A menos que sea yo quien no haya sabido ser hijo, en razón de mi gemelaridad que lo desnaturalizaba todo. Tal vez Paul, por su autoridad, su ascendiente sobre mí, aquella función de guardián de la célula que creía deber asumir, usurpó ese papel paternal del que, en consecuencia, desposeía a Édouard. He practicado el juego de Bep lo suficiente como para saberlo: la célula gemelar es de por sí intemporal y por tanto increada, eterna, y rechaza con todas sus fuerzas cualquier pretensión creadora relacionada con ella. Para ella no hay más paternidad que la putativa. El hecho es que, apenas liberado de la proximidad obsesionante de Paul, he encontrado un padre.
Se llama Ralph. Procede de los Natchez de Mississippi. En 1917 desembarcaba en París con uniforme de la U. S. Navy. Al acabar la guerra, fue víctima del encanto de los «años locos». Nunca más volvería a los Estados Unidos.
París, Montparnasse, Dada, el surrealismo, Picasso… Man Ray, estupefacto ante la belleza casi anormal, inhumana, escandalosa, del joven americano, le contrata como modelo. Luego Italia, Venecia, Nápoles, Capri, Anacapri. Para Ralph, la isla de Tiberio es el lugar de tres encuentros decisivos que van a cambiar su vida.
Primero con el Dr. Axel Munthe, cuya razón de ser se encarna, se petrifica en una casa, una villa colgada en medio de las flores, sobre el golfo de Nápoles. Identificarse con una morada, poner toda su vida en una casa concebida ex nihilo, construida piedra a piedra, enriquecida cada día, personalizada a ultranza, lo mismo que la concha que el caracol segrega alrededor de su cuerpo blando y desnudo, pero una concha que estaría segregada, complicada, perfeccionada, hasta el último aliento, porque sigue siendo algo vivo y cambiante, en estrecha simbiosis con el cuerpo que la habita.
Otro encuentro es el de Deborah, una inglesita divorciada, algo mayor que él, sabiendo más que siete, nerviosa, consumida por una inteligencia febril, en una palabra, el fermento de inquietud y de actividad que le faltaba al hombre de los Natchez.
Por último, la boca del oráculo se expresaría por medio de un inglés de noventa y un años, retirado en Capri, que después de ver a Ralph y a Deborah, les hizo comprender que todavía no habían encontrado su sitio, que tenían que partir de nuevo, que bajar más, hacia el sur, hacia Oriente, por las orillas de África, e instalar su tienda en la isla de Djerba.
Obedecieron. Fue en 1920. En El-Kantara encontraron una alcazaba, azotada por las olas, un amplio hotel destartalado de estilo provinciano, a lo Napoleón III, y además una inmensidad de arena dorada salpicada de palmerales y de olivares protegidos por montículos de tierra erizados de cactos. Ralph y Deborah eran los primeros. En fin, Adán y Eva. Pero faltaba por crear el Paraíso.
Por unos pocos dólares compraron media hectárea de desierto al borde del mar. Después cavaron para llegar hasta el agua. Luego, un motor de viento puso sobre las frondas la insólita animación de su continuo girar cual juguete de niño grande, y un agua clara, recogida en principio en una cisterna, se repartió por los jardines mediante una red de canalillos que abren y cierran pequeñas compuertas. Finalmente, plantaron y edificaron.
Había empezado la creación. Desde entonces no ha parado, pues esta casa, este jardín, a diferencia del desierto inmóvil y eterno que los rodea, registran el paso del tiempo, a su manera, conservando la huella de todo lo que llega y se va, de lo que crece, se reabsorbe, muda, declina y reverdece.
El hombre —opaco y sutil—, si construye su casa, se ve por ella iluminado, explicado, desplegado en el espacio y la luz. Su casa es su elucidación y también su afirmación, ya que, a la vez que transparencia y estructura, es dominio sobre un trozo de tierra —excavado por el sótano y los cimientos— y sobre un volumen de espacio defendido por los muros y el tejado. Se diría que Ralph sólo se inspiró en el ejemplo de Axel Munthe para hacer justamente lo contrario. Al mirador de San Michele que domina orgullosamente el horizonte, prefirió una casa baja, toda a ras de suelo —a ras de jardín, habría que decir—, hundida en el follaje. Axel Munthe quería ver, e igualmente ser visto. Ralph no se interesaba por ningún espectáculo exterior y buscaba el secreto. La casa de San Michele es la de un solitario, la de un aventurero, la de un conquistador, el nido de águila de un nómada entre dos correrías. La casa de Ralph y Deborah es un refugio de enamorados. Enamorados el uno del otro, pero también del país, de la tierra con la que querían mantener el contacto. Desde las ventanas no se ve nada y la claridad que penetra está tamizada por varias cortinas de vegetación. Es una casa terrestre, telúrica, provista de las prolongaciones vegetales que requiere, producida por un crecimiento lento y visceral. Al manifestarse el empeoramiento de Deborah por una repentina y engañosa mejoría, la enferma había exigido la inmediata salida para el sur tunecino. Pareció natural que los acompañase, tanto más porque uno de los dos marineros había sido contratado en el Danieli y estaba decidido a quedarse en Venecia. ¿Cuántos días duró la travesía? ¿Diez, veinte? De no ser por las brevísimas escalas que hicimos en Ancona, Bari, Siracusa, Susa y Sfax, hubiera quedado toda ella fuera del tiempo. Sólo al tocar tierra encontrábamos de nuevo el calendario, el tedio, el envejecimiento. No me importa reconocerlo: todo lo que en mí —a pesar mío— comparte la obsesión de inmovilidad, de eternidad, de incorruptibilidad de Paul, despertó entonces de su largo sopor y conoció una breve expansión. El cielo sereno y soleado, animado por una ligera brisa del noroeste, nos envolvía en una nada feliz. Pudimos colocar la tumbona de Deborah en el puente de popa, bajo un toldo de esparto. Ese gran velero graciosamente inclinado sobre las ondas de lapislázuli, esta sombra de mujer —demacrada—, todo frente y ojos —envuelta en mantas de pelo de camello—, el roce del agua contra los flancos del casco y los remolinos que señalaban su paso tras la popa… ¿Dónde estábamos? ¿En qué grabado de marina algo ingenuo, idealizado, de cromo? Ralph, convertido en capitán, responsable y dueño del navío y de las vidas que transportaba, había sufrido una transformación. Aunque seguía bebiendo, jamás estaba borracho. Obedecíamos sin demora todas sus órdenes, precisas y escasas. Cada jornada transcurría tan vacía, tan semejante a la anterior que siempre nos parecía revivir la misma. Cierto que avanzábamos, pero ¿acaso nuestro movimiento no era igual que aquel, estilizado, suspendido para la eternidad, del discóbolo fijado en piedra? Al mismo tiempo que mi felicidad era completa, el estado de Deborah permanecía estacionario. Yo vivía el viaje absoluto, en un grado de perfección insuperable. Ésta era, sin duda, mi vocación, ya que no recuerdo haber alcanzado nunca una plenitud semejante. ¿Por qué tuvimos que llegar? Apenas divisamos Houmt-Souk, el cielo se cubrió de nubes. Deborah cayó en una aterradora crisis de ahogo.
Cuando la desembarcamos en El-Kantara, entre una tempestad de arena, agonizaba. Al mismo tiempo salía de su mutismo.
Por muy febriles y obsesas que fueran, sus palabras seguían estando organizadas, seguían siendo coherentes, casi realistas. Sólo hablaba de su jardín. Temblaba porque no podía prescindir de su presencia. Era más que su obra, más que un hijo, era una prolongación de sí misma. He considerado largamente el milagro que constituía esta exuberancia botánica en pleno desierto, sobre una tierra árida, condenada al esparto, la pita o el aloe. Milagro de esfuerzo continuado a lo largo de cuarenta años, durante los cuales se había visto llegar día tras día al puerto de Houmt-Souk bolsas de fundas de semillas, de bulbos, arbustos aprisionados en fundas de paja y, sobre todo, sacos de abono químico y de mantillo vegetal. Pero también milagro de simpatía, prodigio de una mujer cuyas manos verdes parecían poseer el don de hacer crecer cualquier cosa en cualquier parte. Era evidente, cuando se veía a Deborah y su jardín, que se trataba de una creación continuada, es decir, renovada cada día, cada hora, de la misma forma que Dios, después de crear el mundo, no se retiró, sino que sigue haciéndolo existir con su aliento creador, sin el cual al instante todo volvería a la nada.
Ya no quedaba rastro del sol radiante que había acompañado triunfalmente nuestra travesía. De hora en hora se iba formando en el horizonte una muralla de nubes plomizas. Mientras tanto, Deborah gemía, se retorcía las manos, se acusaba, como si fuese un crimen, de haber abandonado su jardín durante tanto tiempo. Temblaba por sus adelfas, cuya próxima floración se vería comprometida si se dejaba de arrancar las flores secas. Se preocupaba por saber si las azaleas habían sido podadas, si se habían desenterrado y separado los bulbos de los lirios y de las amarilis, si se habían quitado de los estanques las lentejas de agua y los huevos de rana que pululan en ellos. Esos estanques merecían para ella los mayores cuidados porque era sobre sus aguas donde flotaban las ninfeas cerúleas, los nenúfares del Nilo, los jacintos azules, donde se erguían los largos tallos, acabados en frágiles umbelas, los papiros, y, sobre todo, las gruesas flores blancas de los lotos que sólo florecen un día y dejan una curiosa cápsula perforada como un salero, donde crepitan semillas que provocan amnesia. Por lo demás, está aceptado que Djerba es aquella isla de los lotófagos donde los compañeros de Ulises olvidaron su patria, y hay que creer que únicamente Deborah ha reconstituido la antigua vegetación de esta tierra, ya que no se encuentran lotos en ninguna parte más que en su jardín.
Una noche, la tempestad estalló al fin con gran estruendo sobre nuestras cabezas. Mientras que los rayos nos revelaban durante una fracción de segundo a qué sevicias estaba siendo sometido el jardín, la agitación de Deborah se volvía angustiosa. Sorda a nuestras súplicas, quería a cualquier precio salir para proteger a sus criaturas, y, a pesar de su extrema debilidad, dos hombres tenían que turnarse a la cabecera de la cama para contenerla. Amaneció sobre un espectáculo de ruinas. El viento había cesado, pero una lluvia densa y regular crepitaba sobre las hojas que alfombraban el suelo. Fue entonces cuando Ralph, emergiendo de su embriaguez, decidió acceder al deseo de Deborah y nos ordenó ayudarle a llevarla fuera. Éramos cuatro para transportar la camilla, que por ello hubiera debido resultarnos muy ligera, pero nos sentíamos abrumados por la agonía de Deborah, de la que parecía hacerse eco la desolación del jardín devastado. Habíamos temido el golpe que sería para ella la contemplación de su obra destruida. Pues mientras que nos hundíamos en la tierra empapada tratando de sortear los árboles caídos, ella sonreía en plena alucinación. Se creía en su jardín tal y como había estado en su momento de máximo esplendor, y su rostro, chorreando lluvia y con el pelo pegado, resplandecía con una luz invisible. Hubo que llegar hasta las orillas arenosas de la playa, al lugar donde, en su delirio, veía un macizo de acantos de Portugal levantando sus tallos floridos a más de dos metros de altura. Quería que admirásemos a nuestro paso los imaginarios frutos de color rosa de las asclepias, semejantes a pericos, y los quiméricos mirabeles jalapa del Perú, también llamados dondiegos de noche, porque sólo se abren en el crepúsculo. Tendía los brazos para coger las flores colgantes tubulosas, blancas y rojas, de las daturas, y las panículas azules de los jacarandas. Hubo que detenerse bajo una glorieta de bambúes asolada por el viento, porque la dolisca de Egipto, en sus buenos tiempos, había entrelazado allí sus tallos volubles de flores violetas. Nuestro vagar bajo aquel aguacero tropical se hubiera quedado en algo lamentable si Ralph, al añadir su embriaguez al delirio de Deborah, no lo hubiese convertido en una insensatez salvaje. Creo que únicamente pretendía no contrariar a la moribunda, pero seguía su juego con aterradora exageración. Resbalaba en el barro, tropezaba con las ramas caídas, se metía en los canalillos de riego, y más de una vez faltó poco para que la camilla volcara. Hicimos una interminable parada en un pequeño bosque frutal arrasado por la tempestad donde pretendió simular, con ayuda de un cesto encontrado en un charco, que recogía limones, naranjas, mandarinas y kumquats que depositaba después entre las manos de Deborah. Luego, como ella había mostrado su preocupación por los daños causados a las plantas acuáticas por las tortugas de agua que infectaban los estanques, Ralph se metió a coger una de esas bestezuelas hundiendo para ello por completo los brazos en el fango. Le mostró a Deborah el animal que se agitaba con un movimiento seco y frenético de juguete mecánico, y tras colocarle sobre una piedra, se empeñó en hacerlo estallar a pisotones. Inútilmente. El caparazón resistía. Tuvo que buscar otra piedra y tirarla con todas sus fuerzas contra la tortuga, que se convirtió en un magma de vísceras palpitantes.
Este paseo infernal habría durado sin duda todavía mucho tiempo si no me hubiese dado cuenta de que los ojos desorbitados de Deborah no parpadeaban ya bajo las gotas de lluvia cuyo crepitar arreciaba. Detuve el cortejo y, antes de que Ralph tuviese tiempo de dejarse llevar por la emoción, cerré los ojos de la muerta. Ya cerca de la casa, vimos que una rama de baobab había roto, al caer, el techo acristalado de la pajarera. Los trozos de vidrio habían acabado con dos aves del paraíso, y los demás pájaros habían escapado.
***
Paul
He tenido que ir a Roma para encontrar vuelos con destino a Túnez. Cubriendo el cielo, nubes grises, rizadas, desmelenadas, cardadas, desgarradas por la tormenta. El aparato se separa de esta espesa niebla llena de remolinos y turbulencias e inmediatamente entramos en el azul soleado y la paz de las altas cimas. Aunque no estemos por encima de los veinte mil pies, este contraste refleja de forma pasmosa la superposición de un cielo matemático regido por los astros y de un cielo revuelto, presa de cualquier capricho de los meteoros.
En Cartago subo a un minúsculo aparato con destino a Djerba. El tiempo sigue siendo execrable y las dos horas de vuelo hasta el aeropuerto de Mellita son una prueba bastante dura, ya que ahora no alcanzamos las alturas del Olimpo; nadamos bajo un techo nuboso que descarga sobre nosotros sus flatulencias y sus precipitaciones.
Nada más sórdidamente triste que estos países de sol cuando les son rehusados el azul y el oro del buen tiempo. Ráfagas húmedas barren la estrecha pista del aeródromo y a lo lejos se ven palmeras maltratadas, sacudidas, ridiculizadas que encogen el corazón.
Cuando le pregunto a un taxista si puede conducirme a El-Kantara, quiere saber a cuál de las dos me refiero. Siento haberme precipitado, porque con un simple vistazo al mapa me hubiese dado cuenta de que, en efecto, hay dos pueblos con ese nombre, uno en la isla de Djerba, otro en el continente, a un lado y otro del paso del golfo de Bou Grara. En realidad están unidos por una calzada romana de seis kilómetros. Entonces le hablo de Ralph y de Deborah, de su jardín —maravilloso, al decir de Hami—, de la muerte de Deborah ocurrida unos días antes. Recuerda haber oído hablar de un entierro solemne celebrado recientemente en plena tempestad en el cementerio de El-Kantara-continente y decide conducirme allí.
Hami siempre manifestó una extraña repugnancia a hablarme de Ralph, de Deborah, de su vida, de su jardín, de su casa. Originaria de una familia de pequeños artesanos de Aghir, aprovechó rápidamente el contacto con turistas de cualquier nacionalidad —pero principalmente alemanes y norteamericanos— que empezaron a invadir la pequeña isla después de la guerra. Los sociólogos analizarán el asombroso cambio ocasionado en las poblaciones de los países pobres, pero soleados, por la afluencia de visitantes llegados del norte. Aunque algunos indígenas se encierran en su timidez o en su desprecio, la mayoría intenta sacar todo el partido posible de esta «clientela» forrada de oro alquilándole su sol, su mar, su trabajo o su cuerpo. Hami estaba entre los que asimilaron sin tardanza la lengua y las costumbres de los recién llegados con el fin de integrarse en su sociedad. Creo que organizó la venta en el lugar de origen, y luego la exportación, de los productos de artesanía local. Más tarde se hizo decoradora en Nápoles, en Roma y, por último, en Venecia, donde la encontré. Los palacios de la ciudad de Otelo se prestaban a una decoración interior de inspiración morisca, y Hami tuvo la inteligencia de no olvidar nunca sus orígenes djerbianos. Desde hace algunos años, vive de los esfuerzos realizados para la restauración de las hermosas mansiones venecianas.
Los seis kilómetros de la calzada romana que une los pueblos gemelos no carecían de peligros, pues además de las ráfagas que sacudían el coche, las olas habían cubierto el camino de conchas, guijarros y, sobre todo, de costras de arena y limo.
El djebbana de El-Kantara es, a su modo, un cementerio marino, ya que la pendiente sobre la cual están colocadas las sencillas piedras de las tumbas árabes —una piedra para los hombres, dos para las mujeres— está orientada hacia el mar, aunque como se trata del golfo le da en realidad la espalda al gran vacío mediterráneo. Recorríamos por tanto relativamente a cubierto los paseos de piedra en compañía de un niño que hacía las veces de guarda. Se acordaba del cortejo que siguió al féretro quince días antes, pero por más que le miraba no veía en su rostro huella alguna de fulgor alienante. De forma que Jean no había asistido a la ceremonia. Pero sí nos dijo el niño que el paso por la vía romana había resultado dramático a causa de la violencia de la tempestad. Los hombres contaban que habían estado a punto de renunciar después de que por dos veces las olas que barrían la calzada hubiesen amenazado con arrastrarlos junto con el féretro. Así que era en El-Kantara-isla donde se encontraba la propiedad de Ralph. Nos detuvimos poco tiempo ante el rectángulo de tierra recientemente removida al que nos había conducido el niño y enfilamos la calzada en sentido inverso para volver a la isla.
En El-Kantara-isla encontré sin dificultad la propiedad de Ralph, cuya masa verde y aparentemente impenetrable se ve desde muy lejos, como un oasis en el desierto. Pagué el taxi y me interné solo bajo los árboles. Lo que sin duda había sido hasta hace poco tiempo un vasto y suntuoso parque exótico no era más que un entresijo de troncos caídos, de palmas rotas, de hojas amontonadas, sobre el que corrían, se cruzaban y se anudaban lianas que finalmente se balanceaban en el vacío. Avancé con gran esfuerzo hacia el centro del macizo donde lógicamente debía encontrarse la casa. La primera huella de presencia humana con que topé fue un motor de viento caído, con las paletas y el timón de madera partidos, estallados, y los pies de hierro mirando al cielo. No hace falta ser diplomado por la escuela de horticultura para comprender que, bajo este clima desértico, lo que yacía era el corazón de la vida vegetal del jardín. Estaba absorto examinando la mecánica bastante sencilla de aquel gran juguete roto cuando me sorprendió un ruido extraño que parecía caer del cielo. Era un roce rápido y suave acompañado por un chirrido irregular. Cerrando los ojos, cabía imaginar un molino —un pequeño molino de viento— ligero y alegre, y una cadena, tal vez una cadena de transmisión. Cabía imaginar… un motor de viento girando gozosamente en el aire fresco, y también el trabajo semisubterráneo de la bomba haciendo subir el agua. Era la primera vez que tenía la impresión, en este territorio de El-Kantara, de estar prisionero de un espacio mágico, saturado de alucinaciones y de presencias invisibles. Oía el motor de viento —que estaba allí, roto, muerto, inmovilizado para siempre— vivir y llevar a cabo su misión de vida. Bruscamente, el pequeño ruido acariciador e industrioso quedó interrumpido por una risa estridente, insultante, histérica. Hubo un estrepitoso batir de alas en un pequeño almendro muy próximo y distinguí un enorme papagayo rojo, azul, amarillo y verde que se sacudía graciosamente. Desde luego, aquí estaba la explicación racional, positiva, de lo que había tomado por una alucinación. Pero esta explicación era en sí misma demasiado extraña —con un no sé qué malvado, maléfico— para que llegase a tranquilizarme, y reanudé mi camino a través del parque devastado con el corazón oprimido por la inquietud.
La casa estaba oculta entre un maremágnum de hibiscus, laureles y palmacristis hasta el punto de que sólo la descubrí cuando me di de bruces con ella. La rodeé para encontrar la entrada, una escalinata de cinco peldaños bajos, protegida por un peristilo sobre el cual una enorme buganvilla retuerce la red de sus ramificaciones. Las puertas de cedro están abiertas de par en par, y no vacilo en entrar como animado por un sentimiento de extraña familiaridad. No es exactamente que crea reconocer este patio adornado en el centro con un estanque donde solloza un surtidor. Es otra cosa. Se diría que son estos lugares los que me reconocen, los que me acogen como a un asiduo, engañados evidentemente por mi parecido con Jean. En definitiva, el fulgor alienante cuyo reflejo acecho en cada rostro desde hace dos meses con una curiosidad miedosa, por primera vez es en las propias cosas, en el aire oscuro y fresco de este patio, donde se manifiesta. No hay duda de que Jean ha tenido tiempo de familiarizarse con esta casa, de crearse su propio hueco como un habitante de siempre, como un hijo. Pero yo avanzo con una angustiosa embriaguez, muy semejante a esos relámpagos de paramnesia que se sienten a veces y que nos dejan por un instante la certeza absoluta de haber vivido ya hasta en los menores detalles el breve episodio presente de nuestra vida. ¡Oh, Jean, hermano gemelo! ¿Cuándo dejarás de poner a mi paso arenas movedizas, de ofrecer espejismos a mis ojos? A la izquierda he visto un pasillo, y más lejos un amplio salón abovedado con una chimenea coronada por un gran vano, y una mesa baja hecha de una piedra de mármol colocada sobre un capitel de columna decapitada. Pero las dimensiones de la sala y la riqueza de su decoración hacían más trágico su deterioro: el vano, con los cristales rotos, había vomitado sobre muebles y alfombras trozos largos como puñales así como un montón de restos vegetales putrefactos. No quise ver más. Salí y di la vuelta a la casa. Tras un pequeño bosque de paulonias y de chumberas aparece una estatua mutilada de Kouros vestida de aristoloquias. Se yergue en el centro de un semicírculo señalado en el suelo por un borde de piedra que consta de seis secciones con una variedad de rosales cada una. Es aquí donde vi a Ralph por primera vez. Estaba cortando las escasas flores que la tempestad había olvidado. Debió de verme, pues murmuró una explicación:
—Es para la tumba de Deborah. La tumba más hermosa de toda la tierra…
Luego me volvió la espalda y se dirigió pesadamente hacia un pequeño túmulo rectangular de tierra recientemente removida. ¿Habría yo comprendido bien? Pero si Deborah estaba enterrada aquí mismo, ¿qué significaba la tumba del djebbana de El-Kantara-continente? Ralph había echado su brazada de rosas entre las campanillas blancas, las brácteas malvas, los racimos anaranjados de nemesias de África que, mezclados con tallos de esparraguera formaban sobre la tumba una alfombra delicada y temblorosa.
—Aquí se alzará una losa en forma de semidisco. Es un reloj de sol que he traído de Cartago. Están grabándomelo en Houmt-Souk. Sólo con el nombre: Deborah. Y dos fechas: el año de su muerte aquí, sí. Pero nada de fecha de nacimiento, no. El año de nuestra llegada a El-Kantara: 1920.
Levantó hacia mí su mirada azul, fija y velada a la vez por la senilidad y el alcoholismo. Con su pelo blanco muy corto, su cuello de toro, su tez cobriza y esos rasgos pesados y regulares se parecía a un viejo emperador romano caído, exiliado, desesperado, pero de una nobleza tan inveterada que ninguna desgracia podía envilecer. Dio tres pasos y me puso una mano en el hombro.
—Ven. Volvamos. Tani va a servirnos un té con menta.
Todavía se volvió con rigidez hacia el jardín, que abarcó con un gesto vago.
—Era el jardín de Deborah. Ahora es Deborah.
Me miró de reojo, como espiándome.
—Lo entiendes, ¿verdad? No está solamente allí, en ese agujero. Está en todas partes, en los árboles, en las flores.
Reanudó su marcha, pesada y silenciosa. Volvió a detenerse.
—Ya ves, he comprendido todo. Llegamos aquí hace cuarenta años. No había más que arena. Pero Deborah no ha hecho este jardín, no. El jardín ha surgido espontáneamente de sus manos verdes. Sus pies se han convertido en raíces, sus cabellos en hojas, su cuerpo en tronco. Y yo, idiota de mí, no veía nada. Creía a Deborah, creía que se dedicaba a la jardinería. Deborah se volvía un jardín, el más bello jardín del mundo. Y una vez terminado el jardín, ella, Deborah, ha desaparecido en la tierra.
Hice una objeción. Veía los árboles caídos, las hojas arrancadas, y sobre todo el corazón del jardín, el motor de viento, abatido, roto.
—Desde luego, Ralph. Pero ¿y la tormenta?
—¿La tormenta? ¿Qué tormenta?
Me miraba con aire extraviado. Había que rendirse a la evidencia. Negaba la destrucción del jardín por el viento y la lluvia. Rechazaba la realidad y sólo veía lo que quería ver. Resultó muy claro cuando al entrar en la casa espantamos gallinas, pintadas y pavos. En algún lugar había existido un corral. Había quedado destruido y las aves lo invadían todo. Pues Ralph no parecía verlas volar pesadamente entre los adornos ni ensuciar las alfombras. No formaban parte de su orden imaginario. Al mismo tiempo comprendí que no tenía ninguna posibilidad de disipar el malentendido que me concernía. Para que no me quedara en la conciencia, pero convencido de que sería inútil, dije: «No soy Jean. Soy su hermano gemelo, Paul». Ralph no se inmutó. No había oído. Su atención estaba decididamente apartada de estas palabras que suponían un nuevo e incomprensible trastorno en su vida. Ya tenía bastante quehacer —y por mucho tiempo todavía— con la metamorfosis de Deborah en jardín. ¿Por qué importunarle? Recordaba el gesto incrédulo y súbitamente hostil de Hamida, el esfuerzo que le había costado la asimilación de esta enorme paradoja: aquel Jean que no era Jean. Sería absurdo tratar de imponérsela ahora a este anciano parapetado en su sistema. Calculaba solamente el alcance, la gravedad del vértigo que se había apoderado de mí al entrar hace un rato en esta casa, y que había interpretado como una simple variedad —atmosférica, en suma— del fulgor alienante. Mientras permaneciera en la isla de los lotófagos, seguiría prisionero de este jardín, de esta casa, de este hombre, que me prohibirían absolutamente ser yo mismo. Aquí, el malentendido tenía fuerza de ley. No me era posible atacarlo. ¿Quién sabe si, a la larga, no me dejaría convencer de que soy Jean?
Se dejó caer sobre un sofá haciendo huir con gran estrépito a una faisana. Un viejo chino —o vietnamita—, vestido con un traje blanco mugriento, trajo una bandeja con dos vasos grandes humeantes que contenían unas ramitas de hojas de hierbabuena. Ralph regó el suyo con bourbon. Bebe silenciosamente, con los ojos fijos en una mancha dibujada en la pared por el goteo de la lluvia. No la ve, está ciego ante las ventanas rotas, los techos despegados, la invasión del moho y los animales, el evidente naufragio de esta casa y del oasis de lujo que la rodea. Desaparecida Deborah, casa y oasis se van borrando de la superficie de la isla a una velocidad prodigiosa, aterradora, mágica. En poco tiempo, los visitantes que pisen este suelo convertido de nuevo en arena inmaculada se preguntarán dónde estaba la casa de Ralph y si alguna vez existió realmente.
Se diría que ha adivinado algo de mis pensamientos, pues dice: «Teníamos el yate para las vacaciones. Pero incluso aquí, Deborah y yo vivíamos como en un barco. Porque el desierto que nos rodea es como el mar. Un barco que hemos construido juntos durante cuarenta años. Ya ves, esto es a la vez el Paraíso Terrenal y el Arca de Noé».
Y tiende la mano hacia un faisán dorado, que le esquiva de un aletazo.
***
Prisionero de mi impostura, me encontré ayer noche frente a un problema inesperado: ¿cuál era la habitación de Jean, mi habitación? No podía preguntárselo a Ralph, ni a Tanizaki, ni a Farid, ni al pequeño Alí, que va a buscar cada día las provisiones al mercado del pueblo con su bicicleta de remolque. Creí haber encontrado un ardid después de la cena y, pretextando que había refrescado la temperatura, pedí a Farid que pusiera una manta más en mi cama. Pero el muy animal escapó a mi vigilancia y me dio la sorpresa de anunciarme, un cuarto de hora después, que ya lo había hecho. Por tanto, para intentar descubrir la cama en la que Farid había añadido una manta, me vi obligado a inspeccionar las habitaciones una por una, y ello provisto de una lámpara de petróleo, pues la corriente eléctrica está cortada desde la tempestad. En realidad mi elección se ha visto simplificada por el estado de suciedad y deterioro en que encontré todos los cuartos. Los gatos y las aves acampan fraternalmente sobre las alfombras y las camas empapadas de agua de lluvia y no están dispuestos a permitir que los desalojen. He acabado por encontrar refugio en la biblioteca, un pequeño cuarto octogonal, coronado por una cúpula, y cuyas paredes están cubiertas de estanterías. He sacado de tres camas con qué prepararme un lugar de reposo sobre un sofá bastante confortable. Por la mañana, me ha despertado una luz glauca y temblorosa que se filtraba a través de dos pequeñas ventanas ocultas por el follaje. Más tarde, un pálido rayo de sol ha venido a morir sobre las baldosas de mármol negro y blanco que forman una estrella de ocho puntas, en cuyo centro está colocado un fragmento de estatua mutilada, la cabeza cortada de Neptuno con los ojos arrancados. He recorrido las estanterías. Todo el mundo está aquí. Libros antiguos y clásicos —Homero, Platón, Shakespeare—, grandes autores contemporáneos —Kipling, Shaw, Stein, Spengler, Keyserling— y la producción francesa de posguerra —Camus, Sartre, Ionesco— atestiguan que Deborah, desde el fondo de su desierto, no ignoraba nada, leía todo, comprendía todo.
Aunque esta habitación sea, sin duda, la menos dañada por el naufragio que se está tragando esta casa, es la que flota en la melancolía más densa. Las viejas encuadernaciones y las hojas amarillentas exhalan un olor a refinado enmohecimiento y a talento difunto. Es la necrópolis de la inteligencia y del genio, son las cenizas de dos mil años de pensamiento, de poesía, de teatro, tras un apocalipsis atómico.
Toda esta desolación tiene un significado inequívoco. Y es que una pareja de impares, consagrada a la dialéctica, no puede sin impostura encerrarse en una célula y desafiar al tiempo y a la sociedad. Como Alexandre, nuestro escandaloso tío —aunque por caminos radicalmente distintos—, Ralph y Deborah han usurpado una condición que es el privilegio de los hermanos iguales.
***
Como muchos ancianos relativamente jóvenes pero minados por el alcohol, Ralph tiene momentos de perfecta clarividencia seguidos de terribles situaciones de vacío. Pero sea su pensamiento lúcido o tenebroso, siempre está girando alrededor de Deborah.
Esta mañana, en pleno extravío, había olvidado su muerte, y la buscaba y la llamaba por todo el jardín con una insistencia salvaje. Le hemos hecho entrar a fuerza de promesas. Ha consentido tomar un calmante y echarse. Dos horas después, se despertaba fresco como una rosa y se ponía a conversar conmigo sobre la Biblia.
—Si hubieras leído la Biblia, habrías notado una cosa. Dios creó primero a Adán. Luego el Paraíso. Después puso a Adán en el Paraíso. Entonces Adán se quedó sorprendido de estar en el Paraíso. No estaba acostumbrado, ¿verdad? Mientras que con Eva sucedía de distinta forma. Fue creada después que Adán. Fue creada en el Paraíso. Es una indígena del Paraíso. Así que cuando los dos son expulsados, no es lo mismo para Adán que para Eva. Adán regresaba a su punto de partida. Volvía a su casa. Eva, por el contrario, era exiliada de su tierra natal. Si nos olvidamos de esto, es imposible comprender a las mujeres. Las mujeres son exiliadas del Paraíso. Todas. Por eso Deborah hizo este jardín. Creaba su Paraíso. Maravillosamente. Yo miraba. Maravillado.
Se calla. Llora. Luego se sobrepone, reacciona.
—Es repugnante. Estoy chocheando. Soy un tonto repugnante.
—Si estuviese chocheando realmente, no lo diría.
Examina la objeción con interés. Y encuentra la réplica.
—¡Pero es que no lo digo siempre!
Se sirve un buen trago de bourbon. Pero en el preciso momento en que se lleva el vaso a los labios le interrumpe una voz femenina, sibilante, malvada.
—Ralph you are a soak![85]
Se vuelve penosamente hacia el aparador de donde viene la frase. Se ve en lo alto del mueble unas veces la cola verde, otras el pico negro del guacamayo que no para de moverse.
—Es verdad —admite Ralph—. Ella lo decía con frecuencia.
—Ralph you are a soak!
Entonces, resignado, deja el vaso sin haber bebido.
***
Sigo lo bastante cerca de Jean como para comprender que, después de haberse pegado a esta pareja, se haya escapado; y ello no a causa de su naufragio, sino a pesar de su naufragio. Jean tuvo primero una visión de Ralph y Deborah no tal como eran cuando los conoció en Venecia —Ralph empapado en alcohol, Deborah mortalmente enferma—, sino tal como habían vivido lo esencial de su vida. Supremamente inteligentes y con una independencia salvaje, sin ataduras; sin hijos, disponibles. Al menos es así como los imaginaba, y ha llorado amargamente esta vida magnífica que no había podido compartir porque llegó demasiado tarde, porque había nacido demasiado tarde, sin duda.
Ahora bien, la imagen que se hacía de esta pareja sólo era auténtica en parte. Era la de sus vacaciones en el mar, sus viajes, cuando dejaban El-Kantara y se encontraban, de algún modo, fuera de sí mismos. Jean debió de conocer una cierta felicidad con ellos en su yate. Pero ¡qué losa caería sobre sus espaldas al entrar en este jardín, en esta casa! Porque la calidad y la fuerza del encanto de estos lugares se pueden medir de una forma casi aritmética. En efecto, este islote ha registrado día a día, hora a hora, los cuarenta años que ha tardado en hacerse. Esos quince mil días, esas trescientas sesenta mil horas, están aquí visibles como los círculos concéntricos que revelan la edad de un árbol cortado. Jean se perdió bajo este techo en medio de una fabulosa colección de piedras, esculturas, dibujos, conchas, plumas, gemas, maderas, marfiles, grabados, flores, pájaros, libros extraños, y cada una de estas cosas le decía que había tenido su día, su hora, que había sido entonces introducida, admitida, gloriosamente incorporada al islote Ralph-Deborah. Se sintió absorbido por la formidable densidad de esta duración, vertiginosa como la profundidad azulada de un glaciar.
Ha huido porque no ha dejado de reconocer la afinidad de esta creación de El-Kantara con la célula gemelar. Diferentes en cuanto al sexo, la edad y la nacionalidad, Ralph y Deborah no han querido la unión normal, temporal, dialéctica, que se hubiera desarrollado y consumido en una familia, unos hijos, unos nietos. El fantasma gemelar que ronda en mayor o menor grado a todas las parejas de impares ha llevado a ésta a extremos bastante infrecuentes. La ha esterilizado y enviado al desierto. Aquí, en el lugar asignado, le ha hecho construir una propiedad artificial y cerrada, a imagen del Paraíso terrenal, pero un paraíso que el hombre y la mujer hubiesen segregado juntos, a imagen suya, como la concha de su doble organismo. Es una célula materializada, situada geográficamente, que es su propia y larga historia porque cada uno de sus relieves, de sus huecos y de sus surcos es la creación de un acontecimiento pasado, y que cuenta muchísimo más que la red invisible y ritual que los gemelos tejen entre sí.
Llevo muy poco tiempo aquí. Me gustan enormemente los lugares cerrados, resguardados, fuertemente localizados. Pues bien, será porque me obligan a ser Jean, me ahogo, sufro dentro de esta concha producida en cuarenta años por un organismo que no es el mío. Comprendo muy bien que Jean se haya largado sin esperar más.
Explorando perezosamente la casa, he observado sobre un mueble, metida entre dos rectángulos de cristal, una pequeña foto de aficionado que debe de remontarse a una treintena de años atrás. Reconozco sin dificultad a Ralph y Deborah. Él, hermoso como un dios griego, sereno y poderoso, mira al objetivo con una sonrisa tranquila y segura en la que habría fatuidad si no tuviera fondos de sobra —hablo a propósito como si se tratara de un cheque— gracias a la fuerza evidente, majestuosa, del personaje. ¡Qué malos son los años con los seres privilegiados! Deborah se parece a la garçonne de los años veinte, con su pelo corto pegado a la cara, su nariz respingona y su larga boquilla. (Me han dicho aquí que es el tabaco lo que la ha matado.) No es especialmente bonita, pero ¡qué voluntad y qué inteligencia en su mirada! Esa mirada, la dirige con aire atento y protector hacia una niña, una auténtica mulata demacrada cuyo rostro delgado desaparece bajo la masa de pelo espeso y rizado. A quien mira la niña es a Ralph. Levanta hacia él sus ojos apasionados, ardientes, con una expresión concentrada y dolorosa. Todo un pequeño drama en estas tres miradas, la del macho divino preocupado sólo por su gloria, la de cada una de las dos mujeres, la una segura de su posición, de su esplendor —pero ¿por cuánto tiempo todavía?—, la otra con la vida por delante; la victoria sobre su rival es posible, pero no lo sabe con claridad, vive toda ella en la frustración del presente. Se me ocurre una sospecha que se transforma poco a poco en certeza. Esa niña es Hamida, que debía de tener entonces unos doce años, y que era —como ocurre aquí frecuentemente— tan precoz de sentimientos como endeble de cuerpo, condición ideal para la desgracia.
***
Hamida
Había una afluencia discontinua y abigarrada de turistas extranjeros que irrumpían en nuestra vida árabe cerrada, bravía, febril. Traían el dinero, la ociosidad y el impudor a muchas medinas respetuosas para con una tradición milenaria. ¡Qué golpe! ¡Qué herida! El corte de bisturí del cirujano que hace penetrar el aire y la luz en la más secreta intimidad de un organismo. Choque doblemente violento para una niña. Un día oí este trozo de diálogo entre dos europeos en una calleja de Houmt-Souk transformada en terreno de juegos por una nube de chiquillos:
—¡Cuántos niños, cuántos niños en estos pueblos árabes!
—Sí, y todavía hay más. Sólo ve usted la mitad. La mitad más reducida, incluso.
—¿Cómo que la mitad?
—¡Pues mire! No hay más que chicos en las calles. Las niñas se quedan encerradas en casa.
Pues sí, encerradas, y por aquel entonces únicamente podíamos salir con velo. Mi adolescencia vivió la lucha encarnizada por el derecho a llevar el rostro descubierto, al aire y a la luz. Nuestras adversarias más enconadas, las guardianas de la tradición, eran las adjouza, las viejas, las que sólo salían envueltas en su muselina que sujetaban con los dientes. Algunas noches las ranas del estanque de Ralph emiten un croar seco como un chasquido de la lengua. Nunca he podido oírlo sin estremecerme, porque reproduce exactamente la señal familiar e insultante con que los adolescentes persiguen por las calles a las jóvenes sin velo.
Tendría unos siete años cuando atravesé por primera vez el umbral de la casa de Ralph y Deborah. Inmediatamente me sentí subyugada por esa pareja que encarnaba lo más inteligente, lo más libre, lo más feliz que podía ofrecerme Occidente como ejemplo y que era, comparado con los turistas habituales, lo que la moneda de oro es a su equivalente en calderilla de cobre. Me adoptaron. Con ellos aprendí a vestirme —y también a desvestirme—, a comer cerdo, a fumar, a beber alcohol y a hablar inglés. Y leí todos los libros de la biblioteca.
Pero, fatalmente, los años tenían que cambiar el equilibrio del trío que formábamos. Deborah era algo mayor que Ralph. La diferencia, imperceptible durante largo tiempo, se acentuó bruscamente alrededor de la cincuentena. Ralph todavía resplandecía de fuerza en todo su apogeo cuando Deborah —enflaquecida, seca— cruzó la línea fatal tras la que, en las relaciones físicas, la ternura —o tal vez la caridad— releva en el hombre al deseo. Era lo bastante lúcida y valerosa como para deducir sabiamente las consecuencias. Yo tenía entonces dieciocho años. ¿Le dijo Ralph que me había convertido en su amante? Probablemente. Era impensable pretender engañarla por mucho tiempo y además aquello no cambió en absoluto mis relaciones con ella. Ralph es del tipo monógamo. Nunca habrá en su vida más mujer que Deborah. Los tres lo sabíamos y ello preservaba nuestro trío de cualquier conflicto. Pero esta calma era, para mí, una forma de desesperación. En realidad, esta pareja que parecía haberme adoptado se había encerrado en un huevo de mármol. Hubiera podido romperme las uñas contra él. No lo intenté.
Tan profunda era su solidaridad que la decadencia de Ralph sobrevino poco después del envejecimiento de Deborah, aunque fuese de distinta naturaleza, e incluso en cierto sentido completamente opuesta. Ralph siempre había bebido, pero at home y sin rebajarse. Un día en que había salido para consultar a su agente de negocios en Houmt-Souk, no regresó. Deborah conocía lo suficiente los escasos recursos de la isla, tenía bastantes amigos, relaciones y servidores para seguir de tugurio en tugurio y de bar en bar la escapada de Ralph. Tres días después, unos chiquillos le trajeron hecho una pena a lomos de una mula. Le habían encontrado dormido en una cuneta. Le cuidamos juntas. Fue en esta ocasión cuando Deborah me dio una orden que me cayó como una lluvia de rosas, de rosas con espinas envenenadas.
—Procura ser amable con él más a menudo —me dijo.
Desde entonces, aquello fue para mí el infierno.
Cada vez que Ralph se escapaba, sentía acumularse sobre mi cabeza los reproches que merecía mi incapacidad como amante-enfermera. Deborah no decía ni una palabra, pero mi indignidad me abrumaba.
Sólo los viajes que hacían en el yate me concedían un respiro. Aproveché uno de ellos para instalarme en Italia.
***
Paul
¿Dónde está Jean? Y, sobre todo, ¿cómo ha podido partir tan bruscamente? Cualquiera que sea la fuerza de la lógica gemelar, me cuesta admitir que haya huido antes del entierro de Deborah, abandonando a este anciano desesperado que le trataba como a un hijo adoptivo. Tiene que haber otra explicación a su comportamiento. ¿Qué explicación?
Fantasmas de ideas macabras y maléficas me rondan y ensombrecen mi ánimo. En verdad, la ausencia prolongada de mi hermano —que por primera vez soporto durante tanto tiempo— es un peso terrible para mi equilibrio mental. A veces me siento vacilar al borde de la alucinación, y ¿qué distancia hay de la alucinación a la locura? Con frecuencia me he planteado la pregunta: ¿por qué correr detrás de tu hermano, por qué empeñarte en encontrarle y traerle de nuevo al redil? A las respuestas que he podido dar a estas preguntas habrá que añadir otra: ¿para no volverme loco?
La primera de estas alucinaciones me la ha sugerido el propio Ralph: Jean no ha desaparecido, porque yo soy Jean. Y ello, naturalmente, sin dejar de ser Paul. En suma, dos gemelos en un solo hombre, Janus Bifrons. Jean me contó que un día, al tener la seguridad de que era a mí a quien veía en el espejo ante el que se encontraba, se había sentido horrorizado por dicha sustitución. Por desgracia, reconozco claramente en esto su hostilidad a la gemelaridad. Sin embargo, a mí estas dos palabras, soy Jean, me calman, me reconfortan, casi me animarían a dejar todo plantado y volver a casa. Pero para que tuviera éxito la operación de duplicación-recuperación sería necesario que Jean no estuviera en estos momentos sembrando el pánico en Herzegovina o en Beluchistán, conforme a su vocación de cardador. En fin, hay que atreverse a ponerlo sobre el papel: desde el instante en que siento nacer en mí la posibilidad de asumir por entero la personalidad de Jean-Paul, la muerte de Jean se convierte en una eventualidad aceptable, casi en una solución.
¿Habrá muerto Jean? Llegado a este punto, me persigue otra idea, apenas es una idea, una imagen algo borrosa más bien. Veo el coche fúnebre transportando el ataúd de Deborah por la calzada romana, en plena tempestad. Las olas barren el camino y salpican el parabrisas, restos de limo y bancos de arena hacen peligroso el avance del vehículo. Jean no formaba parte del cortejo fúnebre. Sin embargo, Jean estaba ahí, en el féretro. Ya que, por Farid, me ha llegado una explicación de esta doble tumba, de esta doble inhumación, una en El-Kantara-isla, otra en El-Kantara-continente. La autorización que Ralph había solicitado al alcalde del pueblo para enterrar a Deborah en su jardín le fue rechazada. Decidió prescindir de ella, pero simulando, al menos, obedecer. Deborah habría sido, pues, enterrada en su jardín, mientras que otro ataúd, éste vacío, era inhumado en el djebbana de El-Kantara-continente para hacer el paripé. ¿De verdad vacío? Tendrían que meter alguna cosa dentro para que pesara. ¿Alguna cosa o a alguien?
***
Estoy conociendo más a fondo a Tanizaki, el criado oriental de Ralph, que bien pudiera ser el personaje clave de mi etapa en Djerba. Ya que, pese a no responder directamente a la pregunta que me formulaba el otro día, sus palabras se refieren a ella de manera evidente.
Tanizaki no es ni chino ni vietnamita, como yo imaginaba, sino japonés. Su ciudad de origen es Nara, al sur de Kyoto, y sólo sé de ella una cosa que me ha dicho él: Nara está poblada de gamos sagrados. Cada viajero es recibido en el andén de la estación por un gamo que ya no le deja durante todo el tiempo de su visita. Desde luego la ciudad no es más que un gran jardín sabiamente dibujado y santificado por numerosos templos. Después de entrar aquí, en el jardín de Deborah, me doy cuenta de que sólo saldré para meterme en otro jardín, en otros jardines. Esto debe de tener un significado. El futuro dirá cuál. Porque si Tanizaki se ocupa aquí de todo un poco, salvo de la jardinería, no es por falta de gusto o de competencia, al contrario. No me ha ocultado, bien es verdad que con rodeos y alusiones, que no ve con buenos ojos la obra de Deborah. Obra brutal y bárbara cuyo desastre, al que asistimos, estaba ya inscrito en sus propios orígenes. No ha querido decir más a pesar de mis preguntas. En su insistencia por hablar con medias palabras y no contestar directamente a las preguntas, este asiático me recuerda a veces a Méline. Le dije: «Deborah se ha empeñado en cultivar un jardín encantado en pleno desierto. Evidentemente, era ir contra el país. Y, claro, el país se venga con una rapidez asombrosa, ahora que la mujer de las manos verdes no está ya aquí para defender su obra. ¿Es esta violencia lo que reprueba?». Sonrió con aire de superioridad, como si desistiera de hacerme comprender una verdad demasiado sutil para mí. Empezaba a irritarme y debió de darse cuenta, porque consintió, pese a todo, decirme algo: «La respuesta está en Nara», sentenció. ¿Pretende hacerme dar la vuelta al mundo con el solo fin de que comprenda por qué el jardín de Deborah está condenado? Por más que me resisto, temo mucho no poder evitar ir a Nara. Pues me he dado cuenta de que, en medio de las gentes y las cosas de aquí que reflejan idénticamente el fulgor alienante, el rostro de Tanizaki contrastaba por su tono mate, por su frialdad. Y lo que he podido tomar en un principio por la famosa impasibilidad oriental, era, visto en profundidad, la ausencia de fulgor alienante. Tanizaki es el único que no me ha «reconocido», ya que sabe que no soy Jean.
Ayer estaba yo sentado en el mirador cuando dejó junto a mí un vaso alto completamente empañado. «Zumo de limón natural para monsieur Paul», me murmuró al oído, como en secreto. Y lo dijo de forma tan natural que no reaccioné inmediatamente. ¿Para monsieur Paul? Di un salto y le cogí por las solapas de su chaquetilla blanca de camarero.
—Tani, ¿dónde está mi hermano Jean? —sonrió con dulzura—. ¿Quién está enterrado en el djebbana de El-Kantara-continente?
—Pues madame Deborah —respondió por fin, como si fuera la cosa más evidente del mundo.
—¿Y aquí? ¿Quién está enterrado aquí?
—Pues madame Deborah —repitió.
Y añadió, a modo de elemental explicación:
—Madame Deborah está en todas partes.
¡Sea! Madame Deborah posee el don de la ubicuidad. Después de todo, ¿qué me importa? No estoy aquí para investigar la muerte de Deborah.
—Tani, ahora dime dónde está mi hermano.
—Monsieur Jean ha comprendido que tenía que ir a Nara.
No necesitaba saber más.