CAPÍTULO 36

imgcap.jpg

WOMBE, DREVLIN,

REINO INFERIOR

—¡Esto es terrible! ¡Sencillamente terrible! ¡Inaudito! ¿Qué vas a hacer? ¿Qué te propones hacer?

El ofinista jefe se estaba poniendo visiblemente histérico. Darral Estibador notó una comezón en las manos y hubo de esforzarse para resistir la tentación de propinarle un derechazo en la mandíbula.

—Ya ha habido suficiente derramamiento de sangre —musitó para sí, sujetándose con fuerza las manos a la espalda por si alguno de sus puños decidía actuar por su cuenta. A duras penas logró acallar la vocecilla que le susurraba: «Aunque un poco más de sangre tampoco empeoraría las cosas, ¿verdad?».

Sacudir a su cuñado, aunque sin duda sería una satisfacción, no iba a resolver los problemas.

—¡Domínate! —Dijo Darral en voz alta—. ¿No has tenido suficiente con lo sucedido?

—¡Jamás se había derramado sangre en Drevlin! —chilló el ofinista en un tono insoportable—. ¡Y todo es culpa del genio perverso de Limbeck! ¡Debemos expulsarlo, hacerle descender los Peldaños de Terrel Fen! Que los dictores se encarguen de juzgarlo y…

—¡Oh, basta ya! ¡Si fue precisamente eso lo que desencadenó todo este quebradero de cabeza! Mandamos a Limbeck a los dictores, ¿y qué hicieron? ¡Devolvérnoslo! ¡Y enviar con él a un dios! ¿Qué quieres ahora? ¿Volver a echarlo a los Peldaños? —Darral agitó los brazos, furioso—. ¡Quizás esta vez regrese con todo un ejército de dioses y nos destruya a todos!

—¡Pero ese dios de Limbeck no es tal dios! —protestó el ofinista jefe.

—En mi opinión, ninguno de ellos lo es —afirmó Darral Estibador.

—¿Ni siquiera el niño?

La pregunta, hecha en tono melancólico y pensativo por su cuñado, planteó un problema a Darral. Cuando estaba en presencia de Bane, sentía que sí, que realmente había topado por fin con un dios. Pero en el mismo instante en que dejaba de ver los ojos azules, el rostro hermoso y las suaves curvas de los labios del muchacho, era como si despertara de un sueño. No: el niño no era más que un niño y él, Darral Estibador, era un estúpido por haber pensado en algún momento lo contrario.

—No —respondió, pues—. Ni siquiera el niño.

Los dos gobernantes de Drevlin estaban solos en la Factría, bajo la estatua del dictor, inspeccionando con aire pensativo el campo de batalla.

En realidad, no había sido una gran batalla. Casi no cabía catalogarla ni de escaramuza. Era cierto que se había derramado sangre, pero no de ningún corazón, sino de algunos golpes en la cabeza y de algunas narices tumefactas. El ofinista jefe lucía un chichón y el survisor se había magullado un pulgar, que se le había hinchado y estaba adquiriendo un colorido muy notable. Nadie había resultado muerto, ni siquiera herido de gravedad, pues la costumbre de muchos siglos de vida pacífica es difícil de romper. Sin embargo, Darral Estibador, survisor jefe de su pueblo, era lo bastante inteligente como para darse cuenta de que aquello era sólo el comienzo. Un veneno había penetrado en el cuerpo colectivo de los gegs y, aunque el cuerpo lograra sobrevivir, no volvería nunca a estar sano.

—Además —dijo Darral, con sus pobladas cejas levantadas en un gesto irónico—, si esos dioses no lo son, como proclama Limbeck, ¿cómo podemos castigarlo por decir la verdad?

Inhabituado a caminar por tan profundas aguas filosóficas, el ofinista jefe hizo caso omiso de la pregunta y buscó un terreno más firme bajo sus pies.

—No lo castigaríamos por tener razón, sino por propagar sus ideas.

Darral tuvo que admitir que había cierta lógica en las palabras de su cuñado. Se admiró con amargura de que a su pariente se le hubiera ocurrido una idea tan magnífica y concluyó que debía de ser cosa del golpe que había recibido en la cabeza. Apretándose el pulgar lesionado y deseando estar de vuelta en su casa del tanque de almacenamiento, con su esposa revoloteando a su alrededor y llevándole un reconfortante tazón de corteza caliente[15], Darral sopesó la idea, nacida de la desesperación, que corría furtivamente por los oscuros recovecos de su mente.

—Quizás esta vez, al arrojarlo a los Peldaños de Terrel Fen, podríamos prescindir de la cometa —apuntó el ofinista jefe—. Siempre he pensado que era una ventaja injusta.

—¡No! —replicó Darral. Las atolondradas ideas de su cuñado lo impulsaron a tomar la decisión—. Nunca más enviaremos a Limbeck ni a nadie Abajo. Es evidente que Abajo no es seguro. Ese dios que no lo es, el que está con Limbeck, dice que viene de Abajo. Por tanto —el survisor jefe hizo una pausa durante un acceso de golpes y ruidos especialmente virulentos de la Tumpa-chumpa—, voy a mandarlo Arriba.

—¿Arriba?

En esta ocasión, el chichón en la cabeza no iba a acudir en ayuda del ofinista, que estaba absolutamente desconcertado.

—Voy a entregar a esos dioses a los welfos —declaró Darral Estibador con siniestra satisfacción.

El survisor jefe hizo una visita a la cuba-prisión para anunciar el castigo a los detenidos. Un anuncio que, supuso, causaría terror en sus corazones culpables.

Pero, si así fue, los prisioneros no dieron ninguna muestra de ello. Hugh reaccionó con un gesto de desdén, Bane con otro de aburrimiento y Haplo permaneció impasible, mientras que Limbeck estaba tan abatido que, posiblemente, no oyó siquiera las palabras del survisor. Al no obtener de sus prisioneros más que unas miradas frías y fijas y, en el caso de Bane, un bostezo y una sonrisa soñolienta, Darral se marchó muy enojado.

—Supongo que habéis entendido a qué se refería —comentó Haplo—. ¿Qué es eso de que nos entregará a los «welfos»?

—Elfos —lo corrigió Hugh—. Una vez al mes, los elfos descienden en una nave de transporte y recogen una carga de agua. Esta vez, nos recogerán a nosotros con ella. Pero no debemos terminar prisioneros de los elfos; sobre todo, si nos atrapan aquí abajo, con su preciado suministro de agua. Esos malditos pueden hacer muy desagradable nuestra muerte.

Los cautivos estaban encerrados en la prisión local, un conjunto de cubas de almacenamiento abandonadas por la Tumpa-chumpa y que, dotadas de puertas y cerrojos, constituían unas magníficas celdas. Por lo general, estas celdas eran poco utilizadas y apenas acogían a algún esporádico ladrón o a algún geg que se había mostrado negligente en el servicio a la gran máquina. No obstante, debido a la agitación social del momento, las cubas estaban ahora llenas a rebosar de perturbadores del orden. Una de las cubas hubo de ser evacuada por sus moradores para hacer sitio a los dioses. Los gegs arrestados estaban agrupados en otra cuba para impedirles el contacto con Limbeck, el Loco.

La cuba tenía las paredes empinadas y sólidas. Varias aberturas con rejas taladraban los costados. Hugh y Haplo investigaron los barrotes y descubrieron que entraba por ellos aire fresco, impregnado de la humedad de la lluvia, lo que llevó a los dos hombres a la conclusión de que las rejas daban a unos pozos de ventilación que, finalmente, se abrían al exterior.

—Entonces, ¿sugieres que nos resistamos? —Inquirió al fin Haplo—. Supongo que las naves elfas llevarán una dotación numerosa. Nosotros somos cuatro, contando al chambelán, y un niño. Y entre todos tenemos una única espada; una espada que en este momento se encuentra en manos de los guardianes.

—El chambelán no nos será de ninguna ayuda —gruñó Hugh. Apoyándose cómodamente en la pared de ladrillo de su prisión, sacó la pipa y se la llevó a los labios—. Al primer indicio de peligro, el tipo cae desmayado. Ya lo has visto durante la pelea.

—Una cosa muy extraña, ¿no te parece?

—Sí. Él mismo es un tipo muy raro —declaró Hugh.

Haplo recordó la mirada de Alfred tratando desesperadamente de traspasar la venda que cubría las manos del patryn, casi como si supiera lo que ocultaba debajo.

—Me pregunto dónde se habrá metido. ¿Lo viste durante el tumulto?

Hugh movió la cabeza en gesto de negativa.

—Lo único que veía eran gegs, y sólo me ocupé del chico. Pero estoy seguro de que ese chambelán aparecerá. O, más bien, tropezará con nosotros. Alfred no abandonará al príncipe. —La Mano señaló con la barbilla a Bane, que estaba charlando con un abatido Limbeck.

Haplo siguió la mirada de Hugh y estudió al geg.

—Siempre nos queda Limbeck y su Unión. Seguro que lucharán por salvarnos, si no a nosotros, al menos a su líder.

—¿De veras lo crees? —Hugh lo miró con aire dubitativo—. Siempre he oído que los gegs tienen el espíritu combativo de un rebaño de corderos.

Hugh volvió de nuevo la vista hacia Limbeck y sacudió la cabeza.

El geg estaba sentado en un rincón, acurrucado, con los hombros hundidos y los brazos colgándole lasos entre las rodillas. El príncipe le estaba hablando pero el geg parecía completamente ausente.

—Limbeck siempre ha tenido la cabeza en las nubes —afirmó Haplo—. No ha visto que se precipitaba contra el suelo y se ha hecho daño en la caída, pero él es quien ha de guiar a su pueblo.

—Estás muy informado de los detalles de esta revuelta —observó Hugh—. Cualquiera se preguntaría por qué te interesa tanto.

—Limbeck me salvó la vida —respondió Haplo mientras rascaba perezosamente las orejas del perro, que estaba tendido a su lado con la cabeza apoyada en el regazo de su amo—. Me caen bien, tanto él como su pueblo. Como he dicho, conozco algunas cosas de su pasado y me disgusta ver en qué se han convertido —sus suaves facciones se ensombrecieron—. Corderos, creo que los has llamado.

Hugh dio una chupada a su pipa vacía, pensativo y silencioso. La respuesta parecía clara, pero a Hugh le costaba aceptar que Haplo estuviera tan preocupado por un puñado de enanos. El hombre era retraído y discreto, tanto que uno tendía a no hacer caso de su presencia, a olvidar que estaba allí. Y eso, se dijo Hugh, podía ser un gran error. Los lagartos que se camuflan con las rocas lo hacen para cazar mejor las moscas.

—Entonces, tenemos que infundir un poco de determinación en nuestro Limbeck —comentó a Haplo—. Si queremos salvarnos de los elfos, necesitaremos que los gegs nos ayuden.

—Deja el asunto en mis manos —asintió Haplo—. ¿Adonde os dirigíais, antes de veros envueltos en todo esto?

—Me disponía a devolver a ese chico a su padre. A su padre auténtico, el misteriarca.

—Cuánta amabilidad por tu parte —comentó Haplo.

—Hum… —gruñó Hugh, torciendo los labios en una extraña sonrisa.

—Esos magos que viven en el Reino Superior…, ¿por qué abandonaron el mundo inferior? Debían de disfrutar de un gran poder entre tu gente.

—La respuesta depende de a quién se lo preguntes. Los misteriarcas afirman que se retiraron porque habían progresado en cultura y sabiduría y el resto de nosotros, no. Nuestras costumbres bárbaras les disgustaban y no quisieron seguir educando a sus hijos en un mundo malvado.

—¿Y qué decís a todo eso vosotros, los bárbaros? —inquirió Haplo, sonriendo. El perro se había puesto de espaldas, con las cuatro patas al aire y la lengua colgándole de la boca con aire de embobado placer.

Hugh dio una nueva chupada a la pipa vacía y pronunció su respuesta entre la boquilla de ésta y los dientes que la sostenían.

—Nosotros decimos que los misteriarcas se asustaron del creciente poder de los elfos y se largaron. Desde luego, nos dejaron en la estacada. Su partida fue la causa de nuestra decadencia. De no haber sido por una revuelta entre sus propias filas, los elfos aún serían nuestros amos.

—Así pues, esos misteriarcas no serían bien recibidos si regresaran, ¿no es eso?

—¡Claro que serían bien recibidos! ¡Si del pueblo dependiera, les darían la bienvenida con frío acero! Pero nuestro rey mantiene relaciones amistosas con ellos, o al menos eso he oído. Y el pueblo se pregunta la razón.

Hugh dirigió de nuevo la mirada a Bane. Haplo estaba al corriente de la historia de la suplantación pues el propio príncipe se la había contado, lleno de orgullo.

—Pero los misteriarcas podrían regresar si uno de ellos fuera el hijo del rey humano.

Hugh no respondió a lo que resultaba totalmente obvio. Apartó la pipa de los labios y la guardó de nuevo en el bolsillo. Cruzó los brazos sobre el pecho, apoyó la barbilla en el pecho y cerró los ojos.

Haplo se puso en pie, desperezándose. Necesitaba andar, ejercitar los músculos para quitarse las agujetas. Deambulando por la celda, el patryn meditó sobre todo lo que había oído. Al parecer, le quedaba muy poco trabajo por hacer. Todo el reino estaba maduro y a punto de caer. Su amo no tendría ni que extender la mano para tomarlo. La fruta aparecería podrida en el suelo, a sus pies.

Sin duda, aquélla era la demostración más palpable de que los sartán ya no intervenían en el mundo. ¿O no? El único interrogante era el niño. Bane había evidenciado tener poderes mágicos, pero tal cosa era de esperar en el hijo de un misteriarca de la Séptima Casa. Mucho tiempo atrás, antes de la Separación, la magia de aquellos hechiceros había alcanzado el nivel inferior de la que poseían los sartán y los patryn. Era probable que, desde entonces, sus poderes hubieran aumentado.

Pero Bane también podía ser un joven sartán, lo suficientemente listo como para no delatarse. Haplo volvió la vista hacia el muchacho, que seguía sumido en una profunda conversación con el afligido Limbeck.

El patryn hizo un gesto casi imperceptible con su mano vendada. El perro, que rara vez apartaba los ojos de su amo, trotó al instante hasta el geg y le propinó un lametón en sus manos laxas. Limbeck alzó la vista y dirigió una débil sonrisa al perro, que, meneando la cola, se instaló cómodamente al lado del geg.

Haplo se dirigió al extremo opuesto de la cuba y se dedicó a mirar por uno de los conductos de aire, aparentemente absorto. Ahora podía escuchar con claridad todo lo que hablaban.

—¡No puedes abandonar! —Decía el chiquillo—. ¡Ahora, no! ¡La lucha no ha hecho más que empezar!

—¡Pero yo no pretendía que hubiera ninguna lucha! —Protestó el pobre Limbeck—. ¡Gegs atacando a otros gegs! ¡En toda nuestra historia no se había producido nada semejante, y es todo culpa mía!

—¡Vamos, deja de lamentarte! —insistió Bane. Notando una extraña sensación en el estómago, echó un vistazo en torno a sí y frunció el entrecejo—. Tengo hambre. No pretenderán dejarnos sin comer, ¿verdad? Me alegraré cuando lleguen los welfos. Yo…

El muchacho calló de pronto, como si alguien le hubiera ordenado que cerrara la boca. Haplo miró a hurtadillas por encima del hombro y vio que Bane sostenía en su mano el amuleto de la pluma y se acariciaba la mejilla con ella. Cuando el príncipe volvió a hablar, le había cambiado la voz.

—Tengo una idea, Limbeck —murmuró, inclinándose hacia adelante hasta quedar muy cerca del geg—. ¡Cuando nos marchemos de aquí, puedes venir con nosotros! Verás lo bien que viven los elfos y los humanos allá arriba, mientras los gegs permanecéis aquí abajo, esclavizados. Después podrás regresar y contar a tu gente lo que has visto. Se pondrán furiosos. Incluso ese rey vuestro tendrá que estar de acuerdo contigo. Mi padre y yo te ayudaremos a organizar un ejército para atacar a los elfos y a los humanos…

—¡Un ejército! ¡Atacar! —Limbeck lo miró, horrorizado, y Bane se dio cuenta de que había ido demasiado lejos.

—No te preocupes por eso ahora —dijo, quitándole hierro a la sugerencia de una guerra entre reinos—. Lo importante, de momento, es que puedas ver la verdad.

—La verdad… —repitió Limbeck.

—Sí —afirmó Bane, percibiendo que el geg, por fin, estaba impresionado—. La verdad. ¿No es eso lo que importa? Tú y tu pueblo no podéis seguir viviendo en la mentira. Espera. Acabo de tener una idea. Háblame de ese Juicio que, supuestamente, ha de llegarles a los gegs.

Limbeck adoptó un gesto pensativo y su aire apenado fue difuminándose. Era como si se hubiera puesto las gafas. Todo lo que antes resultaba borroso, podía verlo ahora con claridad: las líneas eran nítidas y los contornos, marcados.

—Cuando se celebre el Juicio y seamos declarados dignos de ello, ascenderemos a los reinos superiores.

—¡Exacto, Limbeck! —dijo Bane, con aire admirado—. ¡Éste es el Juicio! Todo ha sucedido tal como decía la profecía. ¡Hemos bajado y te hemos encontrado digno y ahora vas a ascender a los reinos superiores!

«Muy astuto, muchacho», se dijo Haplo. «Muy astuto». Bane ya no tenía el amuleto entre sus dedos. Ya no era su padre quien le dictaba las palabras. Aquello último había sido idea del propio Bane, al parecer. Aquel suplantador era un chiquillo notable, añadió Haplo para sí. Notable…, y peligroso.

—Pero nosotros pensábamos que el Juicio iba a ser pacífico.

—¿Dónde se afirma tal cosa? —Replicó Bane—. ¿Lo dice la profecía?

Limbeck volvió su atención al perro, le dio unas palmaditas en la cabeza y trató de evitar una respuesta hasta haberse acostumbrado a aquella nueva visión.

—¿Qué contestas, Limbeck? —lo presionó el príncipe.

El geg siguió acariciando al perro, que permanecía inmóvil entre sus manos.

—Una nueva visión —dijo al fin, levantando la vista—. Eso es. Ya sé qué haré cuando lleguen los welfos.

—¿Qué? —preguntó Bane, expectante.

—Pronunciaré un discurso.

Esa noche, cuando los carceleros les hubieron llevado la cena, Hugh convocó una reunión.

—No queremos terminar prisioneros de los elfos, ¿verdad? —Explicó el asesino—. Pues bien, tenemos que salir de este lugar y tratar de escapar. Podemos lograrlo…, si los gegs nos ayudan.

Limbeck no le prestaba atención, pues estaba componiendo su discurso.

—«Welfos y miembros de la Unión, gegs todos…». No, no me gusta. «Distinguidos visitantes de otro reino…». Eso está mejor. ¡Ah, me gustaría tener con qué ponerlo por escrito! —El geg deambulaba arriba y abajo ante sus compañeros de celda, dándole vueltas al discurso y tirándose de la barba distraídamente. El perro trotaba tras él meneando la cola, con aire comprensivo.

Haplo movió la cabeza en gesto de negativa.

—Aquí no busques ayuda.

—¡Pero, Limbeck, si no sería una gran batalla! —Protestó Bane—. Los gegs superan en número a los elfos. Además, los tomaremos totalmente por sorpresa. Los elfos no me gustan. Me arrojaron de su nave y estuve a punto de morir.

—«Distinguidos visitantes de otro reino…».

Haplo insistió en su planteamiento.

—Los gegs no tienen instrucción ni disciplina. Ni siquiera tienen armas e, incluso si las tuvieran, no podríamos confiar en ellos. Sería como enviar un ejército de niños…, de niños normales —añadió, al ver que Bane montaba en cólera—. Los gegs no están preparados todavía.

Sin darse cuenta, Haplo hizo hincapié en esta última palabra, lo cual despertó el interés de Hugh.

¿Todavía? —repitió.

—Cuando mi padre y yo regresemos —intervino Bane—, pondremos orden entre esos gegs. Atacaremos a los elfos y venceremos. Después nos haremos con el control de toda el agua del mundo, y seremos más ricos y poderosos de lo que es posible imaginar.

Ricos. Hugh se mesó la barba. Un pensamiento cruzó por su cabeza. Si se producía la guerra abierta, cualquier humano con una nave y el valor para pilotarla por el Torbellino podría hacerse una fortuna con un viaje. Y para ello necesitaría una nave de transporte. Un carguero de agua elfo con una dotación de tripulantes. Sería una lástima destruir a aquellos elfos.

—¿Y qué será entonces de los gegs? —preguntó Haplo.

—¡Oh!, nos ocuparemos de ellos —respondió Bane—. Tendrán que combatir mucho mejor de lo que he visto hasta ahora, pero…

—¿Combatir? —Repitió Hugh, interrumpiendo a Bane a media frase—. ¿Por qué estamos hablando de combatir? —Se llevó la mano al bolsillo, extrajo la pipa y sujetó la boquilla entre los dientes—. ¿Qué tal cantas? —preguntó a Haplo.