CAPÍTULO 50

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CASTILLO SINIESTRO,

REINO SUPERIOR

El tintineo de múltiples campanillas invisibles llamó a cenar a los invitados de Sinistrad. El comedor del castillo —sin duda recién creado— era largo, oscuro, helado y carente de ventanas. Una gran mesa de roble cubierta de polvo presidía la desolada estancia, rodeada de sillas cubiertas con lienzos como fantasmagóricos centinelas. El hogar estaba frío y sin leña. La sala había aparecido ante las mismas narices de los invitados y éstos pasaron adentro, la mayoría de mala gana, a la espera de que llegara el anfitrión.

Haplo se acercó a la mesa, cubierta con dos dedos de polvo y suciedad.

—No sabes lo impaciente que estoy por probar la comida —declaró.

Sobre sus cabezas se encendieron unas luces, y unos candelabros hasta entonces ocultos cobraron brillante vida, llameantes. El lienzo que cubría las sillas fue recogido por unas manos invisibles. El polvo desapareció. La mesa vacía quedó de pronto repleta de comida: carne asada, verduras al vapor, fragantes panes. Aparecieron vasos llenos de vino y agua. Una música sonó suavemente de algún rincón invisible.

Limbeck, boquiabierto, retrocedió unos pasos y estuvo al borde de caer al fuego que ahora rugía en la chimenea. Alfred estuvo a punto de salirse de su propio pellejo y Hugh no pudo reprimir un respingo y se apartó de la mesa, observándola con suspicacia. Haplo, con una tranquila sonrisa, tomó un búa[24] y lo mordió. El crujido se escuchó en el silencio, «Un buen truco de ilusionismo», pensó, secándose el jugo del mentón. Engañaría a todo el mundo hasta que, pasada una hora, empezaran a preguntarse por qué seguían hambrientos.

—Tomad asiento, por favor —indicó Sinistrad con una mano. Con la otra, sostenía la de Iridal. Bane avanzó al lado de su padre—. Aquí no es preciso que andemos con formalidades. Querida… —Condujo a su esposa hasta el extremo de la mesa y la ayudó a sentarse con una reverencia—. Para recompensar a sir Hugh sus esfuerzos por atenderte hace un rato, esposa mía, lo colocaré a tu derecha.

Iridal se sonrojó y no levantó la vista del plato. Hugh se sentó donde le habían indicado y no dio muestras de disgusto.

—El resto de vosotros puede sentarse donde quiera, menos Limbeck. Mi querido señor, te pido disculpas. —Pasando a hablar en el idioma de los enanos, el hechicero realizó una elegante reverencia—. Es una desconsideración por mi parte haber olvidado que no hablas el idioma de los humanos. Mi hijo me ha contado tu valiente lucha por liberar de la opresión a tu pueblo. Te ruego que tomes asiento a mi lado y me cuentes cosas de ti. No te preocupes por los demás invitados; mi esposa los atenderá.

Sinistrad ocupó su lugar en la cabecera de la mesa. Complacido, turbado y sonrojado, Limbeck encaramó su robusto cuerpecillo a una silla a la derecha de Sinistrad. Bane se colocó frente a él, a la izquierda de su padre. Alfred corrió a asegurarse el asiento al lado del príncipe. Haplo escogió colocarse en el extremo opuesto de la gran mesa, cerca de Iridal y de Hugh. El perro se echó en el suelo junto a Bane.

Taciturno y reservado como siempre, Haplo podía parecer absorto en su comida y, al mismo tiempo, escuchar perfectamente todas las conversaciones.

—Espero que disculparás mi indisposición de esta tarde —dijo Iridal. Aunque se dirigía a Hugh, sus ojos no dejaban de desviarse, como si se viera obligada a ello, hacia su esposo, sentado frente a ella al otro extremo de la mesa—. Soy propensa a tales accesos, que me afligen a menudo.

Sinistrad, que la observaba, hizo un leve gesto de asentimiento. Iridal se volvió hacia Hugh y lo miró a los ojos por primera vez desde que el hombre había ocupado la silla junto a ella. Ensayó una sonrisa y añadió:

—Espero que no harás caso de lo que pueda haber dicho. La enfermedad…, me hace desvariar.

—Lo que me has dicho no eran desvaríos, señora —replicó Hugh—. Hablabas en serio. Y no estabas enferma. ¡Estabas asustada hasta la médula!

Al hacer acto de presencia en el comedor, Iridal tenía las mejillas sonrosadas, pero el color desapareció de ellas ante los ojos de Hugh. Volviendo la mirada a su esposo, la mujer tragó saliva y llevó la mano a la copa de vino.

—¡Debes olvidar lo que dije, señor! ¡Si aprecias tu vida, no vuelvas a mencionarlo!

—Mi vida, en estos momentos, tiene muy poco valor. —La mano de Hugh asió la de ella por debajo de la mesa y la sujetó con fuerza—. Excepto si puede ser útil para salvarte, Iridal.

—Prueba un poco de pan —intervino Haplo, pasándole un pedazo a Hugh—. Es delicioso. Sinistrad lo recomienda.

El misteriarca estaba, de hecho, observándolos detenidamente. Hugh soltó a regañadientes la mano de Iridal, tomó el pedazo de pan y lo dejó en el plato, sin probarlo. Iridal jugó con la comida y fingió dar un bocado.

—Entonces, por mi bien, no vuelvas a mencionar mis palabras, sobre todo si no piensas tenerlas en cuenta.

—No podría marcharme, sabiendo que te dejo atrás y en peligro.

—¡Estúpido! —Iridal se enderezó y el calor inundó su rostro—. ¿Qué podrías hacer tú, un humano que carece del don, contra nosotros? ¡Yo soy diez veces más poderosa que tú, diez veces más capaz de defenderme, si fuera necesario! ¡Recuérdalo bien!

—Perdóname, pues. —El rostro cetrino de Hugh había enrojecido—. Me parecía que estabas en dificultades y…

—Mis asuntos son cosa mía y no te interesan para nada, señor.

—No volveré a molestarte, señora. ¡Puedes estar segura!

Iridal no respondió y mantuvo la vista en la comida del plato. Hugh dio cuenta de la suya, impasible, y no añadió nada más.

En vista del silencio que reinaba ahora en aquel extremo de la mesa, Haplo prestó atención a lo que se decía en el otro.

El perro, bajo la silla de Bane, mantenía las orejas tiesas y miraba de un lado a otro ávidamente, como si esperara que le cayera alguna sobra.

—Pero, Limbeck, has visto muy poco del Reino Medio —estaba diciendo Sinistrad.

—Lo suficiente.

Limbeck lo miró con un parpadeo grave tras sus gafas de gruesos cristales. El geg había cambiado visiblemente durante las últimas semanas. Las cosas que había presenciado, los pensamientos que había discurrido, habían tallado como a martillo y escoplo su idealismo soñador. Había visto la vida que se le había negado a su pueblo durante tantos siglos, había contemplado la existencia que los gegs proporcionaban, y de la que nada compartían. Los primeros golpes del martillo le dolieron. Después, llegó la rabia.

—He visto suficiente —repitió. Apabullado por la magia, la belleza y sus propias emociones, no se le ocurría otra cosa que decir.

—Desde luego que sí —replicó el hechicero—. Me siento profundamente apenado por tu pueblo; todos aquí, en el Reino Superior, compartimos tu pena y tu justísima cólera. Considero que tenemos una parte de culpa. No porque os hayamos explotado nunca pues, como verás por lo que te rodea, no tenemos necesidad de explotar a nadie, pero aun así siento que estamos en deuda con vosotros, de algún modo. —Tomó con delicadeza un sorbo de vino—. Abandonamos el mundo porque estábamos hartos de guerra, hartos de ver gente sufriendo y muriendo en nombre de la codicia y el odio. Hablamos contra la guerra e hicimos cuanto pudimos por evitarla, pero éramos demasiado pocos, demasiado pocos…

En la voz del hombre había auténticas lágrimas. Haplo podría haberle dicho que estaba desperdiciando una gran actuación, al menos para aquel extremo de la mesa. Iridal hacía mucho rato que había abandonado cualquier intento de fingir que comía. Había permanecido en silencio, con la vista en el plato, hasta que se hizo evidente que su esposo estaba absorto en la conversación con el geg. Entonces levantó los ojos, pero no dirigió la mirada a su esposo ni al hombre que estaba sentado a su lado. Miró a su hijo y vio a Bane quizá por primera vez desde su llegada. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Rápidamente, bajó la cabeza y, alzando una mano para apartar un mechón suelto de cabello, se enjugó el llanto de las mejillas con disimulo.

La mano de Hugh, posada en la mesa, se contrajo de rabia y dolor.

¿Cómo había podido penetrar el amor, como un cuchillo de filo dorado, en un corazón tan duro como aquél? Haplo no lo sabía ni le importaba. Lo único que sabía era que era un hecho de lo más inconveniente. El patryn necesitaba un hombre de acción, ya que le estaba vedado actuar directamente, y sería terrible que Hugh se hiciera matar en un gesto caballeroso, noble y estúpido.

Haplo empezó a rascarse la mano derecha, hurgando bajo la venda y desplazándola un poco. Cuando el signo mágico quedó al descubierto, alargó la mano como si fuera a coger más pan y se las ingenió para —en el mismo movimiento— presionar con fuerza el revés contra la jarra del vino. Cuando tuvo el pan en la mano, devolvió ésta al plato y pasó la izquierda sobre las vendas hasta que los símbolos mágicos quedaron ocultos de nuevo.

—Iridal, no puedo soportar verte sufrir… —empezó a decir Hugh.

—¿Por qué has de preocuparte por mí?

—¡Yo mismo no lo entiendo! Yo…

—¿Más vino? —preguntó Haplo, con la jarra en la mano.

Hugh le lanzó una mirada iracunda, irritado, y decidió no hacer caso de su compañero.

Haplo sirvió una copa y la arrastró hacia Hugh. La base de la copa tropezó con los dedos del hombre y el vino, un vino de verdad, le salpicó la mano y la manga de la camisa.

—¿Qué diablos…? —Hugh se volvió hacia el patryn, furioso.

Haplo levantó una ceja e hizo un gesto disimulado hacia el otro extremo de la mesa. Atraídos por la conmoción, todos, incluido Sinistrad, se habían vuelto a mirarlos. Iridal permanecía erguida y altiva, con la cara pálida y fría como las paredes de mármol. Hugh alzó la copa y tomó un largo sorbo. Por su expresión sombría, habría podido estar bebiendo la sangre del hechicero.

El patryn sonrió; su intervención no había podido ser más oportuna. Con un pedazo de pan en los dedos, hizo un ademán a Sinistrad.

—Perdón. ¿Decías?

Frunciendo el entrecejo, Sinistrad continuó:

—Decía a Limbeck que deberíamos haber advertido lo que sucedía con su pueblo en el Reino Inferior y acudir a ayudarlos, pero ignorábamos que pasaran dificultades. Dimos por buenas las historias que los sartán nos habían dejado. No sabíamos, entonces, que mentían…

Un súbito estrépito los sobresaltó a todos. Alfred había dejado caer la cuchara en el plato.

—¿A qué te refieres? ¿Qué historias? —preguntó Limbeck, expectante.

—Después de la Separación, según los sartán, tu pueblo fue conducido al Reino Inferior para su propia protección, por ser de inferior estatura que humanos y elfos. En realidad, ahora es evidente que los sartán os querían como fuente de mano de obra barata.

—¡Eso no es cierto!

Era la voz de Alfred, que no había pronunciado palabra en toda la cena. Todos, incluso Iridal, lo miraron con sorpresa.

Sinistrad se volvió hacia él con una sonrisa cortés en sus finos labios.

—¿Ah, no? ¿Y tú conoces la verdad?

Alfred enrojeció desde el cuello hasta la calva.

—Yo…, he hecho un estudio de los gegs y… —Embarazado, tiró y retorció el borde del mantel—. Bueno, yo…, opino que los sartán pretendían…, eso que has dicho acerca de protegerlos. No era exactamente que los enan…, que los gegs fueran más bajos y por ello corrieran peligro ante las razas de mayor talla, sino porque su número era escaso…, después de la Separación. Además, los enan…, los gegs son un pueblo de mentalidad muy mecánica y los sartán necesitaban esa característica para la máquina. Pero nunca pretendieron… Es decir, los sartán siempre pretendieron…

La cabeza de Hugh cayó hacia adelante y golpeó la mesa con un ruido sordo. Iridal saltó de la silla con un grito de alarma. Haplo se incorporó al instante y se acercó a la Mano.

—No es nada —dijo, tomando a Hugh por la cintura. Pasando el brazo fláccido del asesino en torno al cuello, Haplo incorporó de la silla el pesado cuerpo. La mano exánime de Hugh arrastró el mantel, derribó varias copas y mandó un plato al suelo, donde se hizo añicos.

—Un buen tipo, pero sin aguante para el vino. Lo llevaré a su habitación. No es preciso que los demás os molestéis.

—¿Estás seguro de que no le pasa nada? —Iridal los miró con ansiedad—. Quizá debería acompañarte…

—Un borracho ha caído inconsciente en tu mesa, querida. No es preciso molestarse —declaró Sinistrad—. Llévatelo, por lo que más quieras —añadió, dirigiéndose a Haplo.

—¿Puedo quedarme el perro? —inquirió Bane acariciando al animal que, al ver a su amo dispuesto para marcharse, se había incorporado de un salto.

—Claro —respondió Haplo de inmediato—. ¡Perro, quédate!

El perro se instaló otra vez al lado de Bane, satisfecho.

Haplo puso en pie a Hugh. Ebrio y tambaleándose, el hombre apenas consiguió arrastrarse —con ayuda— hacia la puerta. Los demás volvieron a sentarse. Los balbuceos de Alfred quedaron olvidados y Sinistrad miró de nuevo a Limbeck.

—Esa Tumpa-chumpa vuestra me fascina. Creo que, dado que ahora tengo una nave a mis disposición, viajaré a tu reino para echarle un vistazo. Por supuesto, también me alegraré mucho de hacer cuanto pueda para ayudar a tu gente a prepararse para la guerra…

—¡Guerra! —La palabra resonó en la estancia. Haplo, volviendo la cabeza, vio el rostro de Limbeck preocupado y muy pálido.

—Mi querido geg, no pensaba que te sorprendería. —Con una amable sonrisa, Sinistrad añadió—: Siendo la guerra el siguiente paso lógico, he dado por hecho que habías acudido aquí con ese propósito: pedirme apoyo. Te aseguro que los gegs tendrán la plena colaboración de mi gente.

A través de los oídos del perro, las palabras de Sinistrad llegaron a Haplo mientras transportaba a un vacilante Hugh por un pasillo oscuro y helado. Empezaba a preguntarse en qué dirección quedaban los aposentos de los invitados cuando se materializó ante él un pasillo con varias puertas tentadoramente abiertas.

—Espero que no haya ningún sonámbulo —murmuró a su embotado compañero.

Haplo captó en el comedor el crujir de la túnica de seda de Iridal y el ruido de la silla al arrastrarse sobre el suelo de piedra. La voz de la mujer, cuando habló, estaba tensa de contenida cólera.

—Si me excusáis, me retiro a mis aposentos.

—¿No te sientes bien, querida mía?

—Gracias, pero me encuentro bien. —Tras una pausa, Iridal añadió—: Es tarde, el muchacho ya debería estar en la cama.

—Sí, esposa, me ocuparé de ello. No te preocupes. Bane, dale las buenas noches a tu madre.

«Bien», se dijo Haplo. «Ha sido una velada interesante: falsa comida, falsas palabras…». Haplo dejó a Hugh sobre la cama y lo cubrió con una manta: la Mano no despertaría del hechizo hasta la mañana.

Luego se retiró a su habitación. Al entrar, cerró la puerta y pasó el cerrojo. Necesitaba tiempo para descansar y pensar sin distracciones, para asimilar todo lo que había oído durante el día.

Le siguieron llegando voces a través del perro, pero no decían nada interesante; todos se despedían para ir a acostarse. Tumbado en el lecho, el patryn envió una silenciosa orden al animal y se puso a ordenar sus pensamientos.

La Tumpa-chumpa. Había deducido su función gracias a las imágenes parpadeantes que surgían en el globo ocular sostenido por la mano del dictor, del sartán que exhibía el poder de los suyos, que anunciaba con orgullo su grandioso plan. Haplo volvió a ver las imágenes en su mente. Volvió a ver la representación del mundo, del Reino del Aire. Vio las islas y continentes esparcidos en desorden, la furiosa tormenta que era a la vez mortífera y creadora de vida; vio el conjunto del mundo moviéndose de una manera caótica que resultaba detestable para los sartán, tan amantes del orden.

¿Cuándo habían descubierto su error? ¿Cuándo se habían dado cuenta de que el mundo que habían creado para el traslado de un pueblo tras la Separación era imperfecto? ¿Después de haberlo poblado? ¿Había sido entonces cuando habían advertido que las hermosas islas flotantes del cielo eran áridas y yermas y no podrían alimentar la vida que se les había confiado?

Los sartán corregirían la situación, como habían corregido todo lo demás; incluso habían separado un mundo antes que permitir que lo gobernaran aquellos a los que consideraban indignos de hacerlo. Los sartán construirían una máquina que, con la ayuda de su magia, alinearía y ordenaría las islas y continentes. Haplo, con los ojos cerrados, volvió a ver con claridad las imágenes: una fuerza tremenda irradiada de la Tumpa-chumpa que se adueñaría de las tierras flotantes, las arrastraría por los cielos y las alinearía, una encima de otra; un geiser de agua, procedente de la tormenta perpetua, que se elevaría constantemente proporcionando a todos la sustancia dadora de vida.

Haplo había resuelto el rompecabezas y le sorprendió bastante que Bane también hubiera encontrado la solución. Ahora, Sinistrad la conocía también y había tenido la ocurrencia, muy amable por su parte, de explicar sus planes a su hijo…, y al perro que acompañaba a éste.

Un movimiento del interruptor de la Tumpa-chumpa y el misteriarca dominaría un mundo realineado.

El perro saltó sobre la cama junto a Haplo. Relajado y a punto de conciliar el sueño, el patryn alargó la mano y dio unas palmaditas al animal. Con un suspiro de satisfacción, el perro apoyó la cabeza en el pecho de Haplo y cerró los ojos.

«Vaya locura criminal», pensó Haplo mientras acariciaba las suaves orejas del animal. «Construir algo tan poderoso y, a continuación, marcharse y abandonarlo para que cayera en manos de algún mensch[25] ambicioso». Haplo no lograba imaginar por qué lo habían hecho. A pesar de todos sus defectos, los sartán no eran estúpidos. Debía de haberles sucedido algo antes de poder terminar su proyecto. Ojalá supiera qué, reflexionó. Pero, al mismo tiempo, aquélla era la demostración más evidente que podía imaginar de que los sartán ya no estaban en aquel mundo.

Su mente evocó entonces el eco de unas palabras pronunciadas por Alfred durante la confusión que siguió al desmayo alcohólico de Hugh, unas palabras que probablemente sólo había escuchado el perro, y que éste se había apresurado a trasladar a su amo:

«Pensaron que eran dioses. Pretendían hacer el bien pero, por alguna razón, todo les salió torcido».